Algo la estaba molestando. Era como un zumbido, un mosconeo que se colaba entre los resquicios del sueño, acercándose, alejándose. Sus párpados comenzaron a moverse sin que nadie se lo mandara, y con una maldición en los labios se despertó sobre su mesa de trabajo en la morgue, justo a tiempo de ver a una abeja hacer un picado en el aire y volver a salir por la ventana abierta.
Había amanecido ya. Eran poco más de las siete y hacía una deliciosa mañana de primavera. La ciudad estaba llena de vida. El ruido de los coches y las voces de la gente entraban por la ventana, y eran sonidos tan cotidianos, tan normales, que Teresa Lupo tardó un poco en recordar que aquel día no era precisamente ni cotidiano, ni normal.
Había pedido ayuda a los carabineros y al departamento de sanidad, a todos los que se le había ocurrido: antiguos colegas ya retirados, estudiantes de medicina que quisieran adquirir experiencia, y mientras ordenaban material y cumplimentaban documentos se había quedado dormida, poco después de las tres. A Silvio Di Capua le había pasado lo mismo. Se había tumbado en el suelo, en posición fetal, en un rincón de la morgue. Un par de administrativos, de los que sólo reconoció vagamente a uno, andaban muy atareados con el papeleo, y otros dos individuos con aires de galeno estaban junto a las mesas de disección. Acababa de llegarle el turno al contable. El siguiente era el padre de Bárbara Martelli.
—¿Algún cliente más? —preguntó a los de administración.
—No.
—Gracias a Dios.
No habría podido asumir una sola autopsia más. Ni siquiera estaba convencida de poder acometer todo el trabajo que le aguardaba ya. Tenía la nariz como si alguien le hubiese metido unos algodones empapados en cada orificio, la garganta como papel de lija y el pelo chorreando de sudor. En resumen: estaba hecha una pena. Lo sabía y no le importaba.
Alguien apareció inesperadamente en la puerta de la sala: era Gianni Peroni, tan fresco y despierto que incluso resultaba ofensivo. Se acercó a ella y la miró directamente a los ojos con cierta dosis de asombro.
—Dime la verdad, Gianni —le espetó—. ¿Qué te andas metiendo para estar tan fresco como una lechuga? ¿Puedes pasarme algo?
—Anda, que te invito a un café, pero fuera de aquí. Oye, ¿has visto a Nic?
—No.
La pregunta casi le sorprendió. Se había olvidado de que pertenecía a un mundo que se extendía más allá de aquellas brillantes mesas de metal.
—Vamos —la animó, y tomándola por el brazo, salieron del edificio a la brillante luz de la mañana.
Era el comienzo de un hermoso día. Incluso podía oírse el canto de los pájaros. O a lo mejor era sólo cosa suya, ya que últimamente, después de todo lo que le había pasado, tenía la impresión de haber desarrollado una especie de presciencia. Además, la siesta que se había echado le había sentado bien. Aunque estaba agotada, mental y físicamente exhausta, había recuperado la sensación de control sobre sí misma, lo cual era muy agradable.
Peroni la llevó a la cafetería que había en la primera esquina y pidió dos tanques de café solo a los que añadió un par de buenas cucharadas de azúcar.
—Cuando se trabaja en estupefacientes —le explicó, entregándole su taza—, aprendes a sobrellevar el trabajo nocturno. Es más: incluso llega a gustarte después de un tiempo. El mundo es más… honrado, digamos. La gente no te miente mirándote a la cara. Además, aprendes a valorar un buen café como este…
Alzó su taza y Teresa la hizo chocar con la suya.
—¿Qué quieres? —le preguntó.
—Un poco de alegría. Información. Que compartas conmigo tus conocimientos. Y para empezar, me gustaría saber a quién llamó el profesor Kirk, porque está claro que es así como comenzó toda esta historia.
—Eso ya me lo ha preguntado Nic. Si quieres, se lo pregunto al bueno de Kirk cuando vuelva.
—Vale. ¿Alguna otra valiosa información?
—Ponte a la cola, porque te advierto que vas a tener que esperar. ¿Cómo está Falcone? ¿Y su chica?
—Sigue en cuidados intensivos, pero saldrá de esta. La condenada está hecha de piedra. Y en cuanto a Leo, la verdad es que no sé qué decirte. Yo creo que se le ha pasado el enamoramiento, y que está cabreado por eso, pero en fin… ¿a quién le importa? Tenemos trabajo, Teresa. Trabajo serio. Puede que incluso más de lo que nosotros somos capaces de resolver. Necesitamos avanzar rápido, y por eso estoy aquí: para recabar toda la ayuda posible.
Por primera vez Teresa se paró a considerar en serio a Gianni Peroni. No era el tío arrogante y corrupto que ella creía. Bajo aquel exterior tan desagradable había una integridad inquebrantable que hacía todavía menos comprensible, más sangrante su desgracia. Falcone y Costa eran afortunados por contar con un hombre como él, aunque dudaba bastante de que alguno de los dos, y sobre todo Falcone, fuera consciente de ello.
—¿Cuándo vuelves a tu puesto anterior?
Peroni le guiñó un ojo. Resultaba un gesto bastante cómico en él y Teresa casi consigue echarse a reír.
—Entre tú y yo te diré que en cuanto acabemos con esta mierda. Anoche me tropecé con mi antiguo jefe en le pasillo. También lo han reclutado a él. Es un buen tipo. Me dijo unas cuantas palabras de apoyo, y no sabes cuánto se lo agradezco porque esto de trabajar de inspector no está hecho para mí. No me gusta la clase de gente con la que hay que tratar.
Teresa se tomó un momento para asegurarse de haber entendido sus últimas palabras.
—¿Y la gente con la que tratabas en estupefacientes sí?
—En ese departamento sólo tratas con gente que intenta aprovecharse de tu cuerpo, pero estos chicos se pasan la vida tratando con gente que lo que intenta es comerte la cabeza. Pero bueno, eso tú ya lo sabes.
—Es posible —concedió—. Dime qué quieres que haga.
—¿Que te lo diga yo? ¡Pero si no tengo ni idea! Nadie sabe ni siquiera por dónde empezar. No hemos tenido una situación de guerra en Roma desde hace ni se sabe cuánto. Si es que es eso lo que va a pasar…
—¿Qué otra cosa podría ser?
—Yo qué sé. Pero si se trata de una guerra, a mí me parece que está un poco desequilibrada, ¿no crees? Sentado en su casa, tras su preciosa verja de hierro, sin soldados ni nada que se le parezca, el americano se liquida al contable de Neri y saca a la luz todos esos documentos para que el otro tenga que poner pies en polvorosa. Porque supongo que es así como debe interpretarse. Luego al gordo se le va la olla y nos deja un regalito en su casa antes de irse.
—La verdad es que resulta una guerra bastante rara.
—Y bastante desequilibrada, insisto. Y lo de Wallis… que se quede en su caserón haciendo calceta, con la DIA pinchándole los teléfonos, pinchándole yo creo que hasta en el culo… y él sin contraatacar. Que yo sepa, no ha hecho absolutamente nada.
Teresa se incorporó. Su mente de policía había vuelto a ponerse en funcionamiento, y disfrutaba con ello. Mientras se estiraba las arrugas de la blusa azul, pensó que quizás debería perder algo de peso, que sus huesos ya eran lo bastante grandes. Al menos eso era lo que le decía su madre. De todos modos, podía ponerse en forma y unirse a aquellos hombres en su propio juego.
—¿Y qué hay del padre de Bárbara Martelli? No irás a decirme que Wallis no sabe nada.
—En eso sí que tenemos algo —respondió con firmeza—. Wallis no ha tenido nada que ver, a menos que sea él quien dirija la familia de Neri. Tenemos una buena identificación de un hombre al que se vio salir de su edificio, y era el hijo de Neri, sin duda. Además el muy imbécil dejó sus huellas en la casa. Tiene sentido. Seguramente Neri temió que Martelli acabara contándonos lo que pasó en la fiestecita, así que decidió enviar a su hijo. Pero aun así, seguimos sin guerra. Al menos sin lo que yo entiendo que debe ser una guerra.
—A menos que ya se haya terminado —sugirió ella—. Que el americano haya tirado la toalla.
Peroni no parecía convencido.
—No sé. Ojalá fuera así, pero no puedo dejar de pensar que de ser ese el caso, jamás llegaríamos al fondo del asunto. Nunca entenderíamos por qué la pobre Bárbara se cargó al profesor y luego cayó a ese agujero persiguiéndote a ti.
Lo de la pobre Bárbara empezaba a ponerle de los nervios.
—¿Por qué siempre es la pobre Bárbara?
La pregunta le sorprendió.
—Pues porque está muerta, Teresa, y pasara lo que pasase, no podía ser ella la que intentó matarte. Tuvo que ser casi otra persona, o por algo que la afectara enormemente. ¿No te das cuenta?
Pues no, pero tampoco quería pensar en ello. La locura se respiraba en el aire.
—¿Y qué pasa con la pobre Suzi?
Él se encogió de hombros.
—Anoche alguien creyó verla —respondió, casi molesto—. Antes de lo de la explosión. Nic fue quien siguió la pista.
—No hemos sabido ni una palabra de él desde entonces. Su teléfono está apagado o fuera de cobertura. Nadie le ha visto por la calle y no volvió anoche a su casa.
Le ocurría siempre que recibía malas noticias: una imagen de la persona en cuestión se le aparecía ante los ojos. En el último año y quizás sin quererlo, se había unido mucho a Costa. Tenía cualidades muy poco corrientes en la Comisaría: persistencia, compasión y un inflexible sentido de la justicia. Además, el gusano del cinismo aún no le había mordido, lo cual quizás era el rasgo que más le hacía sobresalir del grupo.
—Maldita sea… ¿y qué puede haberle pasado?
—No tenemos ni idea —le contestó con sinceridad—, pero me gusta ese chaval, Teresa. Cuando vuelva a mi antiguo puesto, quiero que siga siendo él quien me lleve en coche. No pienso renunciar a ese privilegio.
Peroni rotó los hombros hacia atrás y Teresa percibió otro rasgo de su carácter: era un hombre que no se rendía con facilidad.
—Podrías habérmelo dicho antes.
—No quería preocuparte.
—¿Y qué quieres de mí? —volvió a preguntarle.
—Mira, no pretendo decirte cómo debes hacer tu trabajo, y lo que voy a pedirte no tiene nada que ver con Falcone. Sinceramente, estamos agarrándonos a un clavo ardiendo. Todos andamos escasos de recursos y todos tenemos que definir nuestras prioridades. Eres una gran patóloga, conoces las normas y las respetas, y…
—Deja de darme coba —le dijo tras apurar el poco de café que le quedaba.
—Vale. Es que no puedo dejar de pensar que entre todo el trabajo que tienes por hacer debe haber alguna pista, algo que pueda ayudarnos, y que seguro que no va a estar en los lugares más obvios ni en los más recientes. Sé que tienes que hacerles la autopsia a todos los cadáveres, pero no sé si puedo pedirte que no empieces por los más fáciles. Por ejemplo, el tal Toni Martelli, o el contable, o la gente que había cerca de la casa de Neri. Ya sabemos cómo murieron. Necesitamos hacerles la autopsia, por supuesto, pero no creo que la respuesta que necesitamos vaya a salir de ninguno de esos cadáveres, mientras que…
No terminó la frase con la esperanza de que fuese ella quien la terminara.
—Mientras que…
—Por Dios, Teresa, ¿es que tengo que deletreártelo? Has tenido razón desde el principio. El desencadenante de toda esta mierda fue lo que pasó con la chica que sacamos de la ciénaga. Si pudiéramos saber qué demonios le pasó y dónde, a lo mejor nos daría alguna perspectiva nueva de lo que está ocurriendo.
Teresa miró al escuálido camarero que se entretenía jugando con su coleta y le dijo:
—Cuando te laves las manos, puedes prepararme otro café.
El joven se fue a la cocina y al volver comenzó a manipular la cafetera.
Peroni la miró con un punto de admiración.
—Eres directa, Teresa. Es una cualidad que me gusta mucho en una mujer.
—Ese tal Mickey Neri fue quien asesinó al padre de Bárbara Martelli, ¿no? La madre de Suzi también lo identificó.
—Sí.
—Y si no recuerdo mal, también conoció a Eleanor Jamieson. En las notas decíais que Wallis y ella pasaron unas vacaciones en Sicilia con los Neri unas seis semanas antes de que la chica muriera.
—Lo cual nos hace pensar…
—Exacto.
Se bebió de un trago media taza de café y sintió que la cafeína empezaba a funcionar.
—Ten cuidado con eso —le advirtió él—, que puede darte pesadillas.
—No me hace falta la cafeína para eso. ¿Y a ti?
Peroni consultó el reloj.
—¿Y bien?
—No hemos tocado ninguno de los cuerpos de ayer. O casi. Yo me he pasado prácticamente toda la noche intentando terminar la autopsia de Eleanor Jamieson. Incluso intenté ponerme en contacto con alguno de vosotros anoche, alrededor de las dos, pero todo el mundo estaba demasiado ocupado.
Peroni la miró con la boca abierta, sediento de información pero Teresa, deliberadamente, acabó primero el café y se limpió la boca con el índice para luego chupárselo encantada.
—Por favor… —le rogó Peroni.
—Pues que lo había interpretado mal, y por segunda vez. No era una virgen sacrificada. O para ser más exactos sí que fue sacrificada, pero no virgen. También me había equivocado en lo de que no se pueden extraer restos de ADN de un cuerpo que lleva dieciséis años sumergido en un medio tan ácido como esa ciénaga. Hay una circunstancia que sí lo permite —hizo una pausa—. ¿Quieres intentar adivinarla?
—¡No!
—Que haya un feto, por pequeño que sea. Eleanor Jamieson estaba embarazada. De seis semanas, diría yo. Seguramente acababa de darse cuenta, y estaría empezando a preguntarse si se iba a atrever a contárselo a su padre.
Peroni tenía los ojos abiertos de par en par.
—¡Dios!, Eres increíble, mujer.
—Ya te he dicho antes que no me des coba. La cuestión es que está embarazada del mismo tiempo que conocía a Neri, al que ahora han visto tras una chica de dieciséis años muy parecida a Eleanor y que ha desaparecido.
Fue todo tan repentino que no tuvo tiempo ni fuerzas para reaccionar. Gianni Peroni se levantó, cogió su cara entre las manos y la besó brevemente en la boca. Teresa se quedó anonadada, al igual que el camarero de la coleta, que no se perdía ni una coma de lo que pasaba.
—No vuelvas a hacer eso —le advirtió en voz baja—. No vuelvas a hacerlo sin pedirme permiso —se corrigió.
—Cuéntame más.
—Por ahora no tengo más. Estoy esperando el resultado del laboratorio —sonrió—. Tenemos una muestra de Mickey Neri con la que poder comparar, ya que hace dos años fue acusado de violación, aunque se las arregló para que la denuncia no llegara ante los tribunales. Ya podría tener los resultados esperándome en la mesa.
—Dios te oiga.
Gianni Peroni sonreía.
—Ni se te ocurra volver a besarme —le advirtió—. Es demasiado temprano. Lo que tienes que hacer es irte a buscar a Nic.
—Por supuesto.
Iba a levantarse cuando le detuvo lo que vio por la ventana. Una figura esbelta y oscura cruzaba la calle hacia la Comisaría. Era Vergil Wallis, cuyo abrigo de cuero, largo y brillante flameaba al viento y al ritmo de su paso decidido.
—Dos milagros en un minuto —murmuró—. A lo mejor es que al final Dios existe.
Nic Costa se despertó tirado sobre una vieja cama de matrimonio, en una cámara fría y cerrada que olía a podredumbre. Una única bombilla que colgaba del techo lo inundaba todo con su claridad cerúlea. Le dolía la cabeza. Con cuidado se pasó la mano por el chichón que marcaba el lugar donde había recibido el golpe y se incorporó despacio, bajó las piernas e intentó pensar. Su chaqueta estaba tirada en el suelo y la recogió. Seguía teniendo el móvil en el bolsillo, pero la pantalla continuaba en negro. Estaba en el vientre de la colina Palatina, sin posibilidad alguna de cobertura. No bahía rastro del arma, ni de otro ser humano.
Se levantó despacio, intentando controlar el dolor que sentía en la nuca, y luego examinó la habitación. Reunía las condiciones del sitio que Randolph Kirk utilizaría tanto profesional como personalmente. Había pinturas en las paredes, antiguas y bastas, que no habían sido tocadas durante siglos. Las imágenes, al igual que en Ostia, se sucedían las unas a las otras en un friso continuado de más o menos un metro de altura. El tema era el mismo que había visto en la cámara subterránea de cerca de la costa: una ceremonia iniciática. Una chica joven, más sorprendida que asustada en aquella ocasión, iba siendo conducida entre un grupo de acólitos, sólo algunos con forma humana.
Pero a medida que avanzaba por el hilo de la historia, se dio cuenta de que había algunas diferencias. La violación parecía más una seducción en aquel caso. La chica parecía pasiva, casi consentidora, y su mirada era inteligente y brillante, e incluso parecía haber un reflejo de placer en sus facciones. Había una clara descripción gráfica de su cópula con el dios. Aparecía en sus fuertes brazos con los ojos cerrados, la boca ligeramente entreabierta, como en éxtasis, pero aquella no era la última imagen de la saga, sino que quedaba como a la mitad de la pared y estaba seguida de una especie de orgía frenética en la cual la chica tomaba parte voluntariamente, observando las luchas y las cópulas, los actos de violencia sanguinaria que se cometían a su alrededor con cierta indiferencia. En la última imagen volvía a ser la figura central. Estaba delante del dios, que aparecía en aquella ocasión atado de pies y manos a una estaca, además de sujeto por dos mujeres. Parecía aterrado. La muchacha le clavaba un cuchillo en el ojo derecho, y su pelo aparecía salpicado de sangre. Un grito mudo salía de su garganta. La chica se reía como un demente y Costa pensó en Randolph Kirk, asesinado en su oficinucha por una ménade muy parecida a aquella, sedienta de venganza, deseosa de castigarle por un crimen desconocido. ¿Acaso les habría fallado el dios, a Bárbara y a ella, de un modo misterioso? ¿Habría cobrado ella más importancia que él, o sería simplemente el final de un drama intrínsecamente inexplicable, la furia en la que todos los participantes, hombres y mujeres, humanos y míticos, visitaban los últimos rincones de su imaginación?
La respuesta más sencilla, es decir, que el dios y por lo tanto Kirk y sus asociados se dedicaban a explotar jovencitas, no encajaba. Parecía haber una cierta recompensa para ambas partes, y al mismo tiempo alguna clase de venganza si por la razón que fuera, el pacto no se cumplía.
Se tuvo que obligar a dejar de mirar las pinturas. Poseían una cualidad hipnótica, un erotismo que le atraía intensamente y que le impedía pensar en otra cosa. Examinó los rincones de la estancia ya con los ojos más acostumbrados a la oscuridad. Había una puerta apenas visible más allá de la cama. Se acercó y la tocó. Era de madera tosca y vieja y estaba cerrada, pero al manipular el pomo oyó un sonido que provenía del otro lado. Parecía un aspaviento de sorpresa, y era de mujer.
Pensó en la noche anterior y en la cabeza rubia que había visto desaparecer en la boca de la cueva, y que se repetía una y otra vez en las fotografías que cubrían las paredes de la cámara central. Se acercó al marco e intentó ver algo al otro lado. Había luz, una especie de resplandor amarillento y débil parecido al de su propia estancia.
—Suzi… —susurró por la ranura. Alguien se movió. Se oía su respiración—. Suzi —insistió con más fuerza—, me llamo Nic Costa. Soy policía. Acércate a la puerta e intenta abrirla. Quiero ayudarte.
La persona que había al otro lado de la puerta no hizo un solo ruido e intentó ponerse en su lugar: atrapada, perdida en un laberinto, sin saber qué hacer o en quién poder confiar.
—He hablado con tu madre —dijo—. Está muy preocupada por ti. Todo se arreglará, no te preocupes. Confía en mí.
Le pareció oír un sollozo ahogado. A lo mejor no estaba sola. Igual Mickey Neri estaba con ella, marcándole el cuello con un cuchillo, intentando decidir qué hacer con ellos. Hasta aquel momentito no se había parado a reflexionar sobre cuál iba a ser su suerte, pero al analizar su situación encontró algo que no cuadraba: ¿por qué Mickey Neri no le había matado ya? Si le hubiera querido fuera de aquel juego, ya estaría muerto, o al menos bien lejos de allí.
—Suzi… —lo intentó una vez más.
De pronto se oyó un ruido al otro lado de la puerta: el de un cerrojo al descorrerse.
Intentó pensar de nuevo como un policía. Necesitaba un arma, saber dónde estaban y cómo demonios podían encontrar el camino de salida de aquella caverna rezumante y fétida.
Pero la puerta no se movió y se oyeron pasos en retirada.
—Bien —dijo, agarró el pomo y lo giró. La vieja puerta quedó abierta. Al otro lado había una habitación muy parecida a la que él ocupaba: pequeña, casi circular, con las paredes llenas de pinturas, una cama de matrimonio y una bombilla colgando sobre ella. Y enfrente, entre sombras, otra puerta.
Ella estaba de espaldas junto a esa puerta. Su pelo brillaba a pesar de la escasa luz y tenía los hombros encogidos. Seguramente lloraba.
Nic se acercó y la sujetó por los hombros sin poder apartar la mirada de aquella hermosa cabellera.
—Suzi…
Ella se volvió de pronto para acurrucarse en su pecho y abrazarse a él con fuerza.
Nic abrazó aquel cuerpo delgado mientras la cabeza comenzaba a darle vueltas y se preguntaba por qué tenía la sensación de que aquello estaba mal.
Ella comenzó a besarle el cuello con labios húmedos y calientes, y automáticamente él tomó su cara entre las manos y la separó con delicadeza.
—Suzi…
Pero no pudo decir más. Era como si dos personas se hubiesen fusionado en una sola. O como si nunca hubiesen sido distintas del todo.
Con lágrimas rodándole por las mejillas y la cara enmarcada por aquel pelo de muchacha, Miranda Julius lo miró sin dejar de abrazarle y con un ruego en los ojos.
—Lo siento, Nic —le dijo—. No quería que acabaras aquí. Lo siento.
—No lo sientas —le contestó en voz baja, y la abrazó con fuerza contra su pecho, los labios cerca de su cabello, la mirada fija en las figuras que bailaban enloquecidas en las paredes.
Al otro lado de los cristales del despacho de Falcone, la Comisaría palpitaba con energía. Por primera vez, las fuerzas rivales de la DIA y los carabineros estaban esforzándose por trabajar en equipo, compartiendo información y peinando las calles en busca de algún rastro de Emilio Neri. Parecía habérselo tragado la tierra sin dejar huella. El viejo canalla lo había hecho bien. Incluso podía estar ya fuera del país. La red de informadores que utilizaban las tres organizaciones habían suministrado algunos detalles que él ya imaginaba: que la explosión delante de su casa había sido cosa suya, un regalo de despedida deliberadamente programado para cuando llegase la policía. Por lo tanto, no pensaba volver. Desde aquel momento se ocultaría en el extranjero, seguramente en algún lugar en el que las leyes de extradición italianas no pudieran alcanzarle.
Vergil Wallis estaba sentado al otro lado de la mesa, vestido con un largo abrigo de cuero, una bolsa de viaje marrón sobre las piernas y su rostro de ébano impasible como una roca.
—Le agradezco que me dedique unos minutos de su tiempo en medio de esta vorágine —le dijo.
—Me ha parecido que lo que tiene que decirme es importante.
—Y lo es.
Wallis abrió la bolsa y sacó una cámara digital, encendió la pantalla y se la entregó por encima de la mesa.
—¿Qué demonios es esto?
—Lo echaron por encima de la valla de mi casa a las tres de esta madrugada —contestó—, junto con esto —añadió, mostrándole un móvil—. Los perros empezaron a ladrar. Me sorprende que la gente que tienen apostada en mi casa no se diera cuenta.
Falcone frunció el ceño y miró la pantalla.
—No son de los nuestros. Eso es cosa de la DIA.
Peroni se colocó a su lado y maldijo en voz baja. La fotografía era de Nic Costa inconsciente, tirado en la cama de una habitación cualquiera.
—Es culpa mía —dijo Peroni.
Falcone apretó un botón. La imagen siguiente era de Miranda Julius, con el pelo teñido del mismo color que todos asociaban de sobra con el de su hija, mirando a la cámara desde una silla a la que la habían atado. Había una tercera, tomada en un lugar cuya luz era distinta. El rostro era el de una muchacha joven con el mismo cabello rubio que Miranda y cuyos ojos de mirada vacía se enfrentaban directamente con la cámara. También ella estaba atada a una silla, pero en un lugar distinto.
—¿Es la chica desaparecida? —preguntó Wallis.
—Suzi Julius —le confirmó Peroni—. Tenemos las fotografías que nos dio su madre. Es ella.
Wallis se arrebujó en su abrigo.
—Hay un mensaje al final.
Después de las fotos había un vídeo en el que aparecía Mickey Neri mirando a la cámara. Parecía asustado y miraba a su alrededor como si fuese otro el que diera las órdenes. Se le vio tragar saliva y decir con voz falsamente firme:
—Vergil, tráeme lo que quiero. A las diez. Usa el teléfono. A las siete te llamaré y te diré dónde recogerlo. A las nueve volveré a llamarte y te diré dónde quiero que lo entregues. Ya sabes cómo se hace. Ven solo, y no intentes joderme. Haz cualquier cosa, y morirán.
—Ya podrían estar muertos —murmuró Peroni.
—Quizás —contestó Wallis con frialdad—. Yo no puedo confirmarles nada, porque no sé nada. ¿Quién se supone que soy yo en esta película? ¿El recadero? ¿Qué demonios está pasando? ¿Me lo quieren decir?
Falcone volvió a ver las imágenes.
—¿Le han llamado a las siete?
—En punto. Me mandó que fuese a un banco privado de Paroli. Me esperaba el director. A él también lo habían llamado. Tenía esta bolsa preparada, y en cuanto vi lo que contenía, decidí pasárselo a ustedes.
Abrió la bolsa. Estaba llena de billetes nuevos de cifra elevada, todavía con la faja de papel del banco puesta.
—Hay medio millón de euros.
—¿De quién son? —preguntó Peroni.
—El director me dijo que eran de una mujer llamada Miranda Julius y que ella misma le había pedido que lo preparara. El pobre estaba petrificado, y es comprensible. ¿Por qué tengo que ser yo el transportista del dinero de esa mujer?
Peroni miró a Leo Falcone para asegurarse de no hablar más de la cuenta.
—Parece ser que Emilio Neri y su hijo la han cagado bien esta vez, aunque no sabemos exactamente en qué. Puede que con lo de esa chica, aunque ese no es el estilo de Emilio. Está bastante claro que fue Mickey quien la secuestró en un primer momento, pero ahora tienen también a nuestro hombre. Y a la madre. Puede que el dinero le venga bien. A lo mejor quiere renunciar al crimen y poner un restaurante.
Wallis los miró a ambos muy serio.
—Siento mucho lo que está ocurriendo, de verdad, pero sigo haciéndome la misma pregunta: ¿qué tiene que ver conmigo?
—¿Se acuerda de Mickey? —le preguntó Falcone.
Los ojos negros de Wallis brillaron.
—Sí, lo recuerdo. Era un imbécil, igual que su padre, pero eso no explica que me llame a mí para que le haga los recados. Ese idiota quiere mi pellejo.
—¿Su pellejo? —repitió Peroni—. Señor Wallis, por favor. Usted es un pez gordo, y nosotros estamos hablando de Mickey Neri. No creerá sinceramente que tiene el valor de enfrentarse con alguien de su categoría, ¿verdad?
Peroni observó atentamente el rostro del americano. El orgullo era una emoción muy poderosa.
—Yo no trato con idiotas como ese —dijo al fin.
—Entonces, ¿por qué está usted aquí? —le preguntó Falcone.
—Porque soy un buen ciudadano, eso es todo. Que uno de sus hombres le lleve esto.
—No funcionaría —contestó Peroni—. Ya le ha oído: tiene que ser usted.
—¿Y pretenden que yo les ayude? —replicó con desdén—. Esas mujeres no tienen nada que ver conmigo, y en cuanto al policía, es cosa suya. Yo no tengo nada que ver en todo esto.
Falcone levantó las manos.
—Y tiene usted razón. Además, tenemos una política clara de actuación en estos casos: no podemos acceder a demandas arbitrarias como esta.
—En ese caso, no hay más que hablar —concluyó, tirando de las solapas de su abrigo dispuesto a marcharse—. Quédense con la cámara y con el dinero.
Pero no se movió, y Falcone miró a Peroni preguntándose si estarían pensando lo mismo. Vergil Wallis quería hacerlo. Le gustaba facilitar información a la policía, seguramente porque Mickey Neri acababa prácticamente de firmar su confesión con aquel estúpido vídeo. Aun así, debía haber algo, algún detalle que le molestaba y le impedía seguir adelante.
Peroni le colocó delante un documento.
—Mickey Neri…
—¡A la mierda con Mickey Neri!
Gianni puso su mano en el hombro de Vergil Wallis y descubrió no sin cierta sorpresa que le estaba gustando aquello de buscarle las vueltas a aquel hombre. Incluso podía empezar a disfrutar con cosas así.
—Vergil, Vergil —le reconvino—, cálmese. Es usted quien va a tomar la decisión, nadie más.
Wallis cogió el papel y lo primero que llamó su atención fue el membrete del laboratorio criminalístico.
—Sólo queremos que esté bien informado. Eso es todo.
Estaban sentados en la cama. Miranda Julius estaba a su lado, temblando. Llevaba puesta una camiseta corta y casi nada más, y se arrebujaba bajo aquel viejo y feo edredón.
—¿Dónde está él? —le preguntó Nic.
—No lo sé. Mi puerta está cerrada como la tuya y no he oído hablar a nadie.
Miranda le volvió la mano para mirar el reloj. Eran poco más de las ocho.
—Dijo que vendría a buscarme hacia las nueve y media.
—¿Para qué?
—No lo sé.
Costa recordó la voz que había oído la noche anterior.
—¿Era el hombre que salía en la foto? ¿Era Mickey Neri?
Ella asintió.
—Me llamó anoche y me dijo que quería hablar. Me dijo que tendría que teñirme el pelo así para que me reconociera, lo cual no tiene ningún sentido, claro —bajó la cabeza, apesadumbrada—. En ese momento no lo pensé.
Nic miró a su alrededor y supo que aquel era el lugar, el escenario de las fotografías, una habitación de las varias que Randolph Kirk tenía en aquel palacio subterráneo del placer. Cada una con una cama y una historia, una de las cuales era la de la muerte de Eleanor Jamieson.
—¿Estás bien? —preguntó ella, poniéndole una mano en la cabeza—. Oí que te golpeaba. Fue horrible.
—Estoy bien —dijo, y tomándole las manos la miró fijamente a los ojos—, Miranda, tenemos que intentar salir de aquí. No sé qué pretende este tío, pero no es nada bueno.
Tenía tantas posibilidades en la cabeza que no podía distinguir las que tenían visos de ser ciertas de las que sólo podían atribuirse a la imaginación. Neri huido, dejando al descubierto todas las pruebas encontradas en el despacho de su contable. La bomba a las puertas de su casa. La vehemencia con la que le había insistido a Peroni para irse a perseguir la imagen distante de Suzi a pesar de que sus compañeros estaban por el suelo, heridos, sangrando. ¿Habría alguna especie de traición en todo ello? En aquel momento le había parecido la decisión correcta, pero no había conseguido aclarar lo suficiente sus ideas para comprender lo que había pasado a partir de ese momento.
—Escúchame, Nic —le pidió, aferrándose a sus manos—. Ahora está desesperado y sólo quiere dinero.
—¿Cuánto? —le preguntó, aunque no le hiciera gracia formular la pregunta.
—Casi todo lo que tengo, pero eso no importa —suspiró—. Tengo la impresión de que ha podido cambiar de planes, pero eso no me importa. Suzi está viva. La he visto. La sacó de esta misma habitación antes de meterme a mí. Lo único que me importa es que la libere. Lo haría todo por conseguirlo.
Costa hizo un esfuerzo de memoria: ¿habría percibido dos voces de mujer distintas la noche anterior, antes de ser golpeado?
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Hay montones de habitaciones como esta. A lo mejor le gusta usarlas todas. Puede que…
Su expresión se volvió sombría. No era difícil adivinar lo que estaba pensando.
—Igual resulta que al final no tiene nada que ver con el dinero —continuó—. Me da igual, siempre y cuando me la devuelva. Tuve que llamar a mi país para organizarlo. A lo mejor la está reteniendo sólo para asegurarse de que no intento nada. Como rehén. Ojalá. Lo siento, Nic. Sé que debería haberte llamado, pero… —sus ojos azules se clavaban en los suyos sin la menor sombra de arrepentimiento—. Me imaginé que lo que ibas a hacer era actuar como un policía, y no podía correr ese riesgo. Es sólo dinero.
Costa sacó el móvil de su chaqueta y volvió a mirar la pantalla. Seguía en negro. Luego miró a su alrededor. Tenía que encontrar el modo de escapar.
—No podemos salir, Nic —le adivinó—. Yo ya lo he intentado. Estaremos aquí encerrados hasta que vuelva él. ¿Qué clase de sitio es este?
Sus labios estaban tan cerca de su cuello que Nic sentía su respiración al hablar, su aliento húmedo, caliente, vivo. No había dejado de temblar.
—Una especie de templo, quizás.
—¿En honor de quién?
Ambos lo sabían.
—De la locura.
A pesar de todo, parecía serena de un modo que él no alcanzaba a comprender. Quizás fuese la sola certeza de que Suzi estaba viva.
Se estremeció violentamente y Nic la abrazó. Miranda se agachó, sacó de su bolso una cajita de plata y de ella dos pequeñas pastillas color rojo.
—Las necesito —dijo sin dejar de temblar. Cerró los ojos y su cuello largo y perfecto se echó hacia atrás. Costa no podía dejar de mirarla, de sentir su dolor y su necesidad, clavado como estaba a aquella cama por su belleza.
Todo ocurrió muy deprisa. Miranda se abrazó a él y tiró del pelo de su nuca para asaltar su boca con sus labios suaves, húmedos y tentadores. Nic respondió y sus bocas se fundieron. La lengua de Miranda salvó el obstáculo de sus dientes mientras tiraba de los botones de su camisa y de las compuertas que retenían su imaginación.
Creyó oírle susurrar su nombre y su lengua volvió, insistente, implacable, con algo duro en la punta, algo que le obligó a tragar y que en el calor del momento él apenas notó.
Cerró los ojos y no quiso pensar. Dejó que sus manos hicieran el trabajo, cumpliendo con lo que se esperaba de él cuando ella se sentó a horcajadas sobre su vientre, jadeando, pidiendo, dejándose quemar por el calor que crecía entre ambos, ahogando las dudas.
En la febril estela de su imaginación, las figuras pintadas en las paredes lo observaban todo con sus ojos brillantes, su risa burlona, insuflando vida a aquellas partículas de polvo seco y muerto, esperando que el canto eterno de la sirena surgiera de su garganta y que el éxtasis los uniera.
En algún momento después, se quedó dormido. Cuando se despertó, ella cantaba en voz baja una canción antigua, una que su padre tenía entre el montón de vinilos que había conservado en la granja de la Via Appia. Era Grace Slík al frente de Jefferson Airplane. Había escogido una estrofa corta y la cantaba una y otra vez.
—One pill makes you bigger… —cantaba con una sonoridad que flotaba en su cabeza como un sueño.
—¿Qué es lo que dices que me ofrece?
Emilio Neri no podía dar crédito a lo que acababa de oír. A lo mejor había juzgado mal al chico. Eran casi las ocho y media de la mañana y acababa de tomarse el desayuno en el sótano de la casa franca de la colina Aventina, después de haber dormido como hacía años. Bruno Bucci había escogido el lugar. Él ya se había olvidado de que tenía aquella casa. Las emisoras de radio y televisión hablaban de él como responsable de la explosión de la noche anterior, y un periódico incluso ofrecía una recompensa a quien pudiera dar algún detalle que condujera a su captura, pero todo eso no le preocupaba. Bucci era un buen tipo y había hecho sus deberes. Había pagado a quien debía, sellando los labios de quienes podían sentirse tentados de probar suerte. Los albaneses se habían comprometido a sacarle del país aquella misma tarde. A medianoche estarían en el norte de África, y en un par de días alcanzaría Ciudad del Cabo y, tras unos días de vacaciones, emprendería el viaje por mar atravesando el sur del Atlántico rumbo a su nuevo hogar. Una vez hubiera abandonado su tierra, nadie podría tocarle. Una larga cadena de dinero se aseguraría de engrasarle el camino de un país a otro.
Pero la fortuna había dispuesto que una tentación le saliera al paso, y Emilio Neri supo en aquel instante y sin sombra alguna de duda que nada podría hacerle olvidar el ofrecimiento de Mickey.
—Anda, cuéntamelo otra vez. Sólo para asegurarme de no estar soñando.
Bucci hizo una mueca. No le hacía ninguna gracia todo aquello.
—Dice que si usted le perdona, si les deja vivir a Adela y a él, le servirá a Wallis en bandeja. A cambio sólo quiere algo de dinero. Y garantías.
—¿Garantías? —repitió, moviendo la cabeza—. Llámale y déjame hablar con él, que voy a darle garantías. Por cierto, ¿por qué no me ha llamado directamente? Soy su padre, ¿no?
—No quiere hablar con usted, jefe. Está muy cabreado. Dice que le envió a casa de Tony Martelli para que lo matara. Le parece un insulto.
—Y puede que lo fuera —se rio Neri—. Pero Martelli está muerto y él, vivo. ¿Dónde queda el insulto? Por cierto, ¿cuánto quiere?
—Un porcentaje —contestó Bucci malhumorado—. El diez por ciento de todo lo que haya a partir de ahora.
Neri le dio una amistosa palmada en la mejilla.
—Vamos, Bruno, no hay por qué ponerse así. Hay de sobra. Sé realista. Además, nada es eterno, ¿verdad?
—Lo que usted diga, jefe.
Bruno Bucci decía mucho esa frase, tanto que estaba empezando a molestarle.
—¿Sabías tú algo de esto? Me refiero a lo del secuestro de esa chica. Sé sincero, Bruno. No estoy enfadado contigo.
Bucci echó hacia atrás los hombros como si le hubiera dirigido un insulto.
—No. Usted habría sido el primero en saberlo. De todos modos, siempre anda metido en líos. ¿Por qué tendrá que complicarse así la vida? ¿Para qué?
—Porque tiene una polla en lugar de cerebro. Hay cosas que nunca cambian.
Bucci suspiró.
—Maldito imbécil…
—No seas desagradecido, Bruno. Cuando se sepa lo que ha hecho, tú quedarás como el bueno a ojos de todo el mundo. Nadie quiere que un lunático dirija el cotarro. Tú te quedarás con el negocio y yo me retiraré, y ese bastardo de Vergil Wallis habrá acabado su existencia, lo que de paso será una buena lección para todo al que se le ocurra buscarle las vueltas a esta organización en el futuro. ¿Entiendes?
—Claro —contestó, pero no parecía satisfecho—. Mire jefe, tenemos un plan estupendo. Yo me ocupo de sacarle del país sin problemas, pero si nos metemos en un berenjenal como este, no sé si…
Neri sonrió.
—Podrás hacerlo.
—¿Por qué no deja que me ocupe yo de Walis? Yo, o cualquiera de los chicos.
—Sí —sonrió—. ¿Y también de Mickey y Adela? ¿Tan estúpido crees que soy?
Bucci no contestó, y Neri le dio una palmada en la espalda.
—Yo haría lo mismo si estuviera en tu lugar. Es más, sé que lo harás cuando yo ya no esté, así que hablemos claro: tengo una cuenta pendiente con Vergil Wallis. Quiero que me conteste a unas cuantas preguntas personales. Él fue quien se cargó a mi contable y le entregó todos mis documentos personales a la DIA. Por culpa suya tengo que retirarme y quiero darle las gracias, ¿entiendes?
—Entiendo, pero ¿merece la pena correr el riesgo?
—Desde luego. Además, eres tú el que se está ocupando de todo, así que no hay riesgo alguno. ¿No es así?
Bucci lo miraba de un modo extraño. Tenía algo en la cabeza que Neri no lograba averiguar.
—¿No es así, Bruno?
—Nunca le he pedido nada, jefe. Déjeme pedírselo ahora. No complique las cosas. Váyase y disfrute de su retiro. Yo me ocuparé de todo.
Y habría podido concederle el deseo de no estar ya a mitad de camino, algo que seguramente Bucci entendía también.
—Aún sigo ocupándome yo de todo, y tú harás lo que yo te diga. Un hombre debe dejar un buen sabor de boca tras de sí. Les dejo lo de anoche, y ahora voy a dejarles también a Wallis. Ese será mi legado, así que no me toques las pelotas, Bruno.
Bucci masculló algo entre dientes que él no comprendió.
—A ver, ¿dónde y cuándo hay que hacer la entrega?
—Volverá a llamarnos.
Emilio Neri pensó en su hijo y en Adela. Puede que todo fuera cosa de ella. A lo mejor era su forma de convencer a Mickey de que podía ayudarle a dirigir el negocio. Menuda pareja.
—Sólo hay una cosa que no termino de entender —dijo en voz alta, aunque en realidad hablaba consigo mismo—. ¿Cómo demonios habrá convencido Mickey a Wallis de que salga a la luz así, después de tanto tiempo? ¿Es que chocheará ya?
—A lo mejor también está pensando en retirarse —sugirió Bruno—. O a lo mejor quiere acabar la partida. Neri sonrió.
—Retirarse sí que se va a retirar. Eso te lo garantizo.
Vergil Walis tardó al menos cinco minutos en volver a hablar después de haber leído el informe del laboratorio. Peroni había salido, a instancias de su jefe, a por unos cafés y a averiguar si había alguna noticia, pero los hombres que habían estado en la búsqueda habían vuelto con las manos vacías. Para sorpresa de todos, Mickey Neri parecía estar bien organizado.
Peroni volvió a la sala y tras negar levemente con la cabeza sin que el americano lo viera, le puso delante una taza de café. Wallis tenía restos de lágrimas en los ojos y se los secó con el dorso de la mano.
—Perdón —dijo—. Últimamente estoy recibiendo muchas sorpresas.
—Demasiadas —corroboró Falcone—. ¿No sabía que Mickey y ella habían salido juntos?
Habían llegado al momento decisivo, se dijo Peroni. Vergil Wallis podía seguir adelante con los faroles, fingir que les había dicho toda la verdad e intentar digerirlo todo. Y si eso ocurría, Nic Costa estaría muerto, junto con la señora Julius y su hija. Todo dependía de la decisión de aquel canalla.
—No —contestó dolido—. Incluso ahora me cuesta creerlo. Nadie lo habría dicho viéndolos juntos. Eleanor era una chica inteligente, algo inocente, eso sí, pero que podría haber entrado en la universidad que hubiera querido. El chico de Neri era un borrego, incluso más que su padre.
—A lo mejor era eso lo que le gustaba de él —sugirió Peroni en un intento de mostrarse razonable con él, consciente como era de lo importante que iba a ser para ellos—. Yo también tengo hijos, y uno llega a entender esta clase de cosas. A veces hacen justo lo contrario de lo que tú deseas precisamente por eso, porque es lo contrario, y no podemos culparnos por lo que ocurra después.
Wallis asintió.
—Y ahora que ya sabe todo esto, ¿qué le parece si dejamos de fingir? Sabemos que no se perdió de buenas a primeras. Que debió ocurrir algo, así que dejémonos de rodeos. Cuéntenos qué pasó de verdad aquel día.
—¿Que les cuente lo que pasó? —repitió con ironía.
Aquello no pintaba bien. Wallis podía llegar a ayudarles, pero estaba claro que pensaba mantener el control hasta el final y no revelarles nada fuera de lo absolutamente necesario.
—No tengo ni idea —continuó—. Es la verdad. Lo juro. De haberlo sabido…
—¿Le habría matado? —sugirió Peroni—. ¿Por andar tonteando con su hija?
Wallis asintió.
—El hombre que yo era entonces sí, le habría matado.
—¿Y ahora?
—Ahora vivo en Roma y me dedico a la lectura —respondió, arrebujándose en su abrigo—. Se puede vivir de ilusiones si se quieres, ¿no les parece?
Falcone y Peroni intercambiaron una mirada, y fue Falcone quien intentó reconducir la cosas.
—¿Adónde creía usted que iba Eleanor aquel día?
—A una fiesta. Neri conocía mis intereses y los de Eleanor. En realidad, eran los mismos. Nos marchamos de vacaciones justo después del cumpleaños de Eleanor, y Neri dijo que quería hacerle un regalo. Una sorpresa. Una costumbre antigua. Yo le había regalado a mi hija el libro de Kirk, y le encantó. Se lo leyó de un tirón. Le hablé de ello a Neri, y quizás… —hizo una pausa y suspiró—. Neri me dijo que había organizado una reunión en su casa con ese tal Kirk, que por cierto no podía creerse que fueran a pagarle por organizar la fiesta con la que llevaba años soñando. Si lo hubiera pensado con más detenimiento debería haberme alarmado, pero ni siquiera sabía lo que era una ceremonia en honor de Dionisio. Por eso Kirk no dejaba de mirarme como sorprendido, pero yo no… podía imaginarme algo así. Pero Eleanor sí lo sabía. Supongo que se lo contó el hijo de Neri.
—¿Dónde se iba a celebrar? —preguntó Peroni.
—No lo sé. No lo pregunté. Yo también podría haber asistido, pero no quise.
—¿Por qué?
Wallis lo miró fijamente.
—¿Para ver a cuatro idiotas disfrazados bailando? Porque eso pensé yo que era. Llevo tiempo más que suficiente en Roma para saber reconocer las tonterías para turistas que intentan venderte bajo el nombre de cultura. Y pensé que sería uno de tantos. Si Eleanor quería asistir, no iba a impedírselo, pero yo tenía mejores cosas en las que emplear el tiempo.
Peroni miró a Falcone. No se lo había creído.
—¿La llevó usted?
—No. Se fue en su moto, como ya les dije.
—¿De verdad no tiene ni idea de adonde pudo ir?
—En absoluto.
Esperaron. A aquellas alturas estaba claro que Wallis no iba a ponérselo fácil y Falcone intentó presionarle.
—Son las nueve de la mañana y se va a una fiesta. ¿Llevaba puesta la ropa con la que la encontramos?
—La llevaba en una bolsa. Se la mandó Kirk junto con algunas cosas más.
—¿Qué pasó después?
Peroni tragó saliva. Aquel era el momento en el que el americano podía cerrarse en banda y no hablar.
—Nada. Nada de nada. Yo estuve ocupado. Tenía que hacer llamadas, hablar con gente, así que no volví a pensar en ello durante horas. Pero luego llegó la noche y caí en la cuenta de que Eleanor no me había dicho a qué hora iba a volver. Estaba tan entusiasmada con la idea que no le importaba cuánto tiempo fuese a durar.
—Entonces llamó a Emilio Neri, ¿verdad? —preguntó Peroni.
Al menos eso era lo que él habría hecho como padre, mejor que preguntarle directamente a su hija, aunque hubiera tenido la posibilidad de localizarla y hablar directamente con ella. Ese no era el modo de hacer las cosas. Siempre era mejor llamar a los padres y preguntarles a ellos, de padre a padre.
—Fue Neri quien me llamó a mí. Yo nunca he consumido drogas —continuó, moviendo la cabeza—. He vendido muchas, pero nunca pensé en ello como algo cercano. Nunca había afectado a nadie de mi entorno, y mucho menos a alguien a quien quisiera, ni siquiera cuando era un mocoso negro que andaba por las calles. La droga no existía. Era una mercancía que vender, nada más.
—Una mercancía muy lucrativa, señor Wallis —observó Peroni—. Con ella se compró usted esa preciosa casa que tiene.
—Me compró parte de esa casa, no toda.
—¿Y le duele ahora saber que la niña se quemó con las drogas?
Peroni temió que fuese a sacar el puño del bolsillo y aplastarle la nariz con él.
—No fue así. Alguien le cortó el cuello —hizo una pausa—. Neri me dijo que se había pasado con las drogas; incluso parecía estar furioso. Me dijo que había decidido pasarse por la fiesta y que se había encontrado con el pastel. Que ni siquiera el profesor sabía lo que habían estado haciendo. Me dijo…
Aquel tío sería un actor de primera, pensó Peroni. O a lo mejor había terminado por creérselo todo.
—Me dijo que había habido un accidente —continuó—. Eleanor se había pasado con algo que otro de los chicos, no Mickey, había metido en la fiesta, y que se había quedado en coma. Habían llamado a un médico amigo suyo que lo había intentado todo, pero sin resultados. Que estaba muerta y que no había nada que se pudiera hacer.
—¿Y entonces?
Wallis se miró las manos negras. Parecía la representación misma del dolor.
—Entonces me volví loco. Durante un par de horas estuve rompiendo todo lo que tenía a mi alcance, golpeé a quien se me puso a tiro, loco por encontrar a otro culpable que no fuera yo.
—Porque en un caso así, nos culpamos nosotros mismos —dijo Peroni, que a pesar de todo, sentía compasión por aquel hombre—. Así son las cosas.
—Así son.
—Pero después, cuando el momento de locura se pasa, ¿qué hizo? ¿Llamar a la policía? No. Porque si se es un delincuente, no se puede llamar a la policía. Lo que hacemos es preguntarnos de dónde ha podido salir esa droga. Empezamos a hacer preguntas.
Wallis asintió en silencio.
—Supongo que a sus jefes no iba a hacerles mucha gracia —continuó Peroni—. De todos modos, yo habría querido ver su cadáver. ¿Usted no quiso?
—Había visto más que suficientes y no quería tener pesadillas con mi hija, así que le dije a Neri que se encargara él. Me dijo que ya se había ocupado del chaval que metió la droga en la fiesta, así que yo me metí de nuevo en mi concha, y me dediqué a recordar —sus ojos negros se encendieron—, a no olvidar.
—Drogas —murmuró Peroni—. Cuando aparecen las drogas, todo se vuelve muy confuso. ¿Quién puede decir que no fue la droga lo que la mató? ¿O que no fuera el pequeño Mickey que de pronto, creyéndose el dios del amor, se agarró un cabreo de mil demonios cuando ella le dijo que no porque tenía que darle la noticia del regalito que llevaba dentro?
Wallis apretó los puños dentro de los bolsillos del abrigo.
—¿Qué quieren de mí? No puedo hacer nada para devolverle la vida.
—Pero hay dos mujeres y un policía a los que sí que podría devolvérsela —espetó Peroni.
—¿Por qué yo?
—Mickey Neri dice que usted sabe cómo hacerlo —contestó Falcone—. ¿Es así?
—No tengo ni idea de a qué demonios se refiere. Lo que yo pueda imaginarme es lo mismo que lo que puedan imaginarse ustedes. Quiere que salga a pecho descubierto, y yo necesitaría una buena razón para arriesgarme así por personas que no conozco.
Falcone miró el reloj de la pared. Eran las nueve menos dos minutos.
—Averiguar quién la mató. ¿No le parece suficiente? ¿No es ese el cebo que Mickey le está poniendo delante de la cara? Tendrá a la policía de Roma cubriéndole la espalda. Sacaremos a todos los hombres que tenemos persiguiendo chorizos, camellos, prostitutas y asesinos, y los dedicaremos a intentar salvarle a usted el trasero. La decisión es suya, señor Wallis, pero si tengo que recoger algún cadáver más cuando todo esto termine, me olvidaré de ese maravilloso acuerdo que tiene con la DIA. No creo que pueda estar mucho más tiempo tan cómodamente en su casa de la colina, ¿no le parece?
—¿Es eso lo que me está ofreciendo? ¿Que entre en el juego y luego ustedes me protegerán?
Peroni silbaba quedamente. Estaba pálido como la muerte.
—Si es así como quiere verlo.
—¿Y tan bueno se cree que es como para evitar que me maten? Porque a juzgar por la cantidad de muertos que he visto estos días en los telediarios, no debería ser tan optimista.
Falcone se encogió de hombros.
—Lo toma o lo deja. En cualquier caso, retiraremos a los hombres que tiene ante su puerta. La DIA no es una empresa de seguridad. ¿Quién cree que le va a guardar entonces las espaldas? Porque sus colegas del golf tendrán que volverse a casa tarde o temprano, mientras que la gente de Neri se quedará aquí. Y supongo que querrán cobrarse en sangre la muerte de ese contable. Por cierto, gracias por el regalo.
Vergil Wallis se apoyó en la mesa y apuntó a Falcone con un dedo largo y negro.
—Escúcheme bien: yo no he tocado al contable de Neri. Estoy retirado, ¿queda claro?
Y se recostó de nuevo en su asiento para cerrar un instante los ojos y esperar.
A la hora en punto sonó el teléfono y Falcone y Peroni observaron a Wallis, que tardó un momento en contestar.
—Habla —le dijo, y estuvo un momento en silencio, escuchando.
No duró mucho.
—¿Y bien? —preguntó Falcone cuando colgó.
Wallis se sacó del interior de la chaqueta una pistola plateada y brillante, de un modelo que los dos policías no conocían.
—No pensará quitarme esto ahora, ¿verdad?
—Vaya —se sorprendió Peroni—. Qué cosas llevan ahora los jubilados. ¿Se lo regalan con la pensión?
—En la escalera principal de San Giovanni —les dijo, guardando el arma en la bolsa—. Dentro de veinticinco minutos. Quiero que me lleve allí, piquito de oro —añadió, señalando a Peroni—. Tengo entendido que antes era jefe, y no quiero aficionados a mi alrededor.
Mickey Neri olió el aire enrarecido de la cueva y deseó tener el valor suficiente para largarse, para salir a la luz del día, lejos del lío en el que se había metido. Pero no era posible. Adela le había obligado a hacer las llamadas convenciéndole de que no tenían otra salida. Que necesitaban el dinero y que su padre les diera la oportunidad de empezar de nuevo, lejos de su ira, así que los dos esperaban sentados en una de las cámaras de aquel laberinto oscuro y maloliente, intentando no morderse el uno al otro. Él era incapaz de reconocer la geografía de aquel lugar, mientras que ella se movía como Pedro por su casa como si conociera todos los rincones, todos los pasillos, todos los recovecos, y eso le ponía enfermo. Siempre había pensado que terminaría asumiendo la dirección de las actividades de su padre, y le agradecía a Adela lo que había hecho en casa de Toni Martelli, pero también él habría matado a ese viejo sin su ayuda… aunque un poco más tarde.
Si todo salía bien, conseguirían algo de dinero, una especie de reconciliación y el agradecimiento de su padre. Conocía bien a su padre, y la gratitud era algo que el viejo tenía en cuenta. Emilio tenía sus fallos, pero se regía por un código de justicia. Si Adela y él conseguían servirle la cabeza de Vergil Wallis en bandeja de plata, cabía la posibilidad, aunque sólo fuera una posibilidad, de que su padre perdonara todo lo demás. O si no lo perdonaba, al menos que lo olvidara. Soplaban vientos de cambio, como decía Adela, y Emilio Neri no podía volver a vivir en Roma después de haberse cargado a un montón de policías con aquella bomba. Su poder se agotaba. Pero la policía no podría culparle a él de nada. Él sí que podría quedarse y seguir sacándole el jugo a la vida. Con o sin Adela. Eso todavía no lo había decidido.
Pero todo dependía de que Vergil Wallis se presentara. Si no era así, los dos estaban muertos. Y ese pensamiento no le dejaba en paz. Si estuviera en el pellejo del negro, jamás le haría de recadero a su peor enemigo. No tenía sentido.
—¿Y si Wallis no aparece? —preguntó.
—Aparecerá.
—¿Por qué estás tan segura?
—No entiendes nada, ¿verdad? Los dos son hombres serios. Puede que al final intenten matarse el uno al otro, pero los hombres como ellos hablan aun estando en plena guerra. Necesitan saber cómo van las cosas, y si hay alguna zona neutral. Wallis quiere arreglar esto tanto como tu padre, y además… —añadió, mirándole de esa manera que parecía trepanarle el cerebro—, supongo que querrá saber lo que pasó, ¿no crees?
—¿Por qué me lo preguntas a mí? Yo ni siquiera conocía a esa cría. Nunca la toqué.
—¿Ah, no?
No parecía convencida.
—No. Y de todos modos, ya hace mucho tiempo de eso. Ya es más que hora de que empiecen a pensar en el presente y no en lo que pasó hace tanto tiempo.
Ella se echó a reír moviendo su cabellera roja y perfecta, y lo miró como tantas veces le había visto hacer a su padre. Era una mirada que decía no seas tan idiota.
—Es lo que pasa cuando te haces mayor, Mickey. No te queda demasiado futuro por delante, y el pasado es más real.
—¿Tú qué sabes, si sólo eres un año o dos mayor que yo?
—Supongo que he crecido más que tú —contestó, viéndole sacar el paquete de cigarrillos—. No fumes.
—¿Por qué?
—Por una vez en tu vida, piensa un poco. Si esto sale mal, alguien va a empezar a disparar en esta oscuridad, y siempre será más fácil hacer puntería si puedes oler a tu enemigo.
Mickey tiró el paquete al suelo maldiciendo.
—¿Y si sale bien? ¿Entonces, qué?
Ella se acercó y puso su mano sobre su pecho, un gesto que a él le pareció burlón.
—Entonces, lo heredaremos todo. Tú y yo.
—Ya —contestó, pero no sentía la seguridad que pretendía aparentar—. ¿Qué hace aquí el policía ese, Adela? ¿Qué vamos a hacer con la mujer y con él?
—Tú preocúpate de tu padre —le respondió, jugando con el cuello de su camisa—. El resto déjamelo a mí.
—¿Qué? Ese —tío es policía, Adela, y si piensan que me lo he cargado yo, no me dejarán en paz, y yo quiero librarme de toda esta mierda cuando salgamos de aquí.
—Mickey, si digo que no es problema tuyo, es que no lo es.
—Así que aquí mandas tú, ¿eh? ¿Te vas a ocupar también de mi padre y de ese animal de Bucci? Sólo somos dos. ¿Quieres contarme cómo piensas hacerlo?
Ella se limitó a sonreír, pero su gesto le resultó desconocido. Estaba empezando a pensar que no la conocía.
—No tienes que preocuparte de Bruno. A él me lo tiré antes que a ti.
Mickey se sintió estúpido. Estúpido y ofendido.
—¿Ah, sí? Pues qué bien.
—Pues sí. Muy bien. Lo he hecho sólo una vez, pero no me hizo falta más. Gracias a ello me enteré de lo que se traía tu padre entre manos después de enterarse de lo nuestro. Gracias a ello supe que había que salir de la casa antes de que saltase por los aires, y te salvé el culo. Gracias a ello estamos vivos y Bruno sabe también que va a prosperar. Se le llama diplomacia, Mickey, una habilidad que tú tienes que aprender. Bruno sabe que no tiene lo que hace falta para dirigir una familia. Es un número dos nato, y es también lo bastante listo como para darse cuenta.
—Eso está bien. Siempre y cuando no cambie de opinión, no tiene de qué preocuparse.
—No.
Se estaba burlando de él, pero no podía hacer nada para evitarlo. De momento.
El día anterior, Adela debía haber añadido algo de rubio a su rojo habitual, y en aquella luz amarillenta de la cueva se notaba más. Parecía distinta con aquel color. Le daba clase. Incluso la hacía parecer más joven.
—Te has cambiado el color de pelo —le dijo, y quiso tocarlo. A lo mejor quedaba tiempo para hacer algo. A lo mejor podían quedarse en aquella habitación y follar—. Me gusta.
Ella le quitó la mano.
—No me lo he teñido, idiota. Este es mi color de pelo. Y no me toques, Mickey. No me toques sin que yo te lo diga.
Entonces recordó. Era cierto. Antes Adela era rubia.
—¿Por qué no?
La mirada de sus ojos verdes se volvió dura, incluso brilló en ella algo que podría ser odio.
—Tienes que aprender lo que significa la palabra «no», y mejor que empieces ahora mismo.
Parecía un poco nerviosa, y Mickey no habría podido decir si eso era bueno o malo.
—¿Recuerdas lo que te he dicho? —le preguntó—. ¿Puedo confiar en ti, Mickey?
—Sí. Pero cuando todo esto acabe, no quiero que me andes jodiendo.
Ella le acarició la mejilla.
—No lo haré —contestó, sonriendo.
—Adela… —se había levantado y salía de la habitación—. ¿Adela?
Se detuvo en la sombra de la puerta y le tiró un beso.
—Ahora tienes que seguir tú solito, Mickey. Yo tengo otras cosas que hacer.
Teresa Lupo volvió a su oficina con las palabras de Peroni frescas en la cabeza. Las alabanzas eran siempre bien recibidas. Además, empezaba a despejársele la cabeza. El dichoso virus de la gripe debía estar perdiendo virulencia a base de bombardearlo con aspirinas, y con su derrota ella ganaba claridad. Sacó del armario la muda que siempre guardaba en el despacho, se duchó y se cambió de ropa. Se sentía mucho mejor. Seguro que si se miraba en el espejo, algo que no pensaba hacer de ninguna manera, descubriría que ya no tenía los ojos inyectados en sangre. El «Monje» había recuperado también parte de su compostura para cuando llegó el informe del laboratorio. En él se confirmaba lo que Teresa ya sabía en el fondo: la paternidad de aquel diminuto feto que la ciénaga había preservado en el cuerpo de Eleanor Jamieson. Era una paternidad cuya relevancia era sólo moral. Nadie tenía ni idea de dónde se habían metido los Neri después de lo ocurrido, pero puesto que la moral importaba, al menos a ella, y a pesar de que nadie supiera nada de aquel embarazo, era importante determinar quién había sido el padre y que su significado enturbiara la huida.
Había algo que no podía quitarse de la cabeza, y era el dolor que le habría ahorrado a todo el mundo si se hubiera limitado a hacerle una autopsia convencional. Había cometido un error de juicio, y si podía fallar una vez, podría volver a equivocarse. ¿Qué otros descuidos podía haber tenido en aquel puerto saturado de muerte que era la morgue? Gianni Peroni tenía razón: en momentos como aquel, todo era cuestión de prioridades, de examinar detenidamente sólo las cosas más prometedoras y no de intentar verlo todo pero por encima. No había sabido centrarse. Debería haberse dedicado al profesor Randolph Kirk, el único cliente en toda su carrera cuya muerte había presenciado. Todo lo movían las conexiones. Así había sido desde el principio. Si era capaz de descubrir la conexión adecuada, todo encajaría como las piezas de un rompecabezas.
Silvio Di Capua venía del pasillo y la miró con aquella devoción de ratoncillo que a punto estuvo de volver a sumirla en la depresión.
—Silvio, amigo mío —le dijo. Todavía tenía la voz tomada por el catarro—. Háblame del profesor. ¿Qué me cuentas?
—¿Qué te cuento? —repitió, sorprendido—. Que le dispararon. ¿Qué otra cosa quieres que te diga?
—Pues todo lo que se pueda decir de él. A quién llamó, por ejemplo.
Porque llamó a alguien. El recuerdo de esa llamada, que había tenido lugar hacía menos de dos días, le resultaba extrañamente lejano. Randolph Kirk llamó a alguien y el mundo se volvió un infierno, todos habían creído que era Eleanor Jamieson la caja de Pandora, que su cuerpo momificado había convocado a los cuatro jinetes de la Apocalipsis.
—Hasta cierto punto solamente —murmuró más bien para sí misma.
El «Monje» parecía un poco asustado.
—¿Qué?
—Fue Randolph Kirk —dijo, y de pronto recordó la desagradable costumbre que tenía de hurgarse la nariz—. Fue él quien desencadenó esta tragedia, con algo de ayuda por mi parte, desde luego. Eleanor llevaba dos semanas fuera del pantano y hasta entonces no había ocurrido nada.
Silvio Di Capua parpadeó varias veces y representó ante ella el papel de conejito asustado.
—Hay mucho trabajo, Teresa. A los de al lado ya les has dado un regalito con el que entretenerse. Además, y según he oído, tienen otras muchas cosas en que pensar.
Su olfato se agudizó.
—¿Qué otras cosas?
Él no contestó, así que Teresa cogió unas tijeras y las abrió un par de veces.
—Habla, Silvio, antes de que sienta el deseo incontenible de ejecutar una castración.
El muchacho tragó saliva.
—He oído hablar a uno de ellos en el pasillo. Decía que el hijo de ese mafioso está en el ajo, independientemente de lo de la prueba de paternidad. Parece ser que está intentando sacar un dinerito para irse de vacaciones negociando con los rehenes.
—¿Los rehenes? Pero si sólo tiene a Suzi Julius.
Silvio volvió a tragar.
—Ya no. Parece ser que también tiene a la madre —y bajando la voz al nivel del susurro, añadió—: Y a un policía.
—¿Qué policía? —preguntó, acercándose a él aún con las tijeras en la mano.
—Ese chaval que te cae tan bien. Costa. No sé cómo ha acabado estando con él ni dónde, pero al parecer tienen una foto suya y de la madre atados en alguna parte.
—¿Nic? —aulló—. ¡Mierda! ¿Y qué vamos a hacer? —preguntó, mirando a su alrededor—. Hay que pensar.
Silvio Di Capua se irguió para gritarle:
—¡No! ¡A ver si te enteras que no hay nada que pensar! ¡No estamos aquí para eso!
Nunca le había visto tan enfadado, algo que en cierto modo le hacía parecer más humano.
—Y ¡por amor de Dios, Teresa!, deja de hablar en plural. Ellos son policías, y nosotros somos patólogos. Trabajos diferentes en edificios diferentes. ¿Por qué no eres capaz de comprenderlo?
—Porque Nic Costa es amigo mío.
—Me alegro por ti, pero también es amigo de ellos y estoy seguro de que les gustaría tener la oportunidad de ser los héroes de vez en cuando, mientras nosotros nos limitamos a nuestra rutina de cortar y coser. Deja que las cosas sigan su curso.
—¿Pero tú te has enterado de lo que ha ocurrido aquí en estos últimos días, Silvio? ¿Quieres decirme que demonios tiene eso de natural? Además…
Pero el pobre «Monje» había bajado la cabeza y musitaba en voz baja:
—No, no, no…
Se le veía más la calva con la dura luz de la morgue, el escaso cabello lánguido, que no había visto el jabón desde hacía días, cayéndole sobre los hombros estrechos.
—Prométemelo, Teresa —le imploró—. Prométeme que no vas a irte a ninguna parte esta vez. Prométeme que no vas a poner un pie fuera de este edificio. Falcone se está ocupando personalmente del tema, y hay secuestros, rescates, vigilancia y un montón de cosas más de las que tú y yo no sabemos nada. Limitémonos a hacer nuestro trabajo, ¿vale? Por variar, digo. Tú no deberías meterte en esas cosas. Si te hubieras quedado aquí, no estaríamos todos en este lío.
—Hablas igual que ellos.
—Puede, pero es la verdad.
—Lo sé, pero es que…
¿Cómo explicárselo? Había algo muy personal en lo que había ocurrido hacía dos días, y no sólo porque había sido ella la que había estado a punto de morir. No podía quitarse de la cabeza a Randolph Kirk, que había muerto en su presencia después de llamar a alguien. Un tipo que no tenía amigos de ninguna clase, cuyos hábitos personales espantaban a cualquiera, excepto cuando se ponía una máscara y se rodeaba de jóvenes drogados, había llamado a alguien justo antes de morir.
—¿No encontraste nada que pudiera sernos útil en sus bolsillos? Una agenda o algo así. ¿Había alguna nota?
—No —respondió, molesto—. Y antes de que lo preguntes te diré que sí, que he mirado.
Teresa se cruzó de brazos y comenzó a caminar.
—Todo el mundo necesita anotar algo de vez en cuando —dijo de camino a las cámaras frigoríficas donde se guardaban los cuerpos, con el «Monje» pegado a sus talones y sin dejar de protestar. En uno estaba puesto el nombre de Kirk y tiró del asa, preparándose para la tufarada de productos químicos que salía siempre de aquellos cajones.
—¿Qué haces? —se quejó el «Monje»—. Ya hemos terminado con él, y tenemos un montón en lista de espera.
—Pues diles que esperen.
Randolph Kirk se parecía a todos los demás muertos a los que se les hubiera realizado la autopsia. Estaba rígido, pálido y hecho una pena. El «Monje» no era nada bueno con el hilo y la aguja.
Tras escrutarlo con mirada profesional, le volvió las muñecas y preguntó:
—¿Lo habéis lavado?
—¡Pues claro! ¡Y le he hecho la manicura! ¿Qué esperabas?
—Sólo me preguntaba…
—¿El qué?
Estaba empezando a molestarse con él, y no le importó que se diera cuenta.
—Me preguntaba si a lo mejor se había escrito algo en la palma de la mano o en la muñeca. Las personas de hábitos desordenados suelen hacerlo. Se escriben números de teléfono y cosas así. ¿O es que no debería saberlo? A lo mejor no encaja en la descripción de mi puesto.
—Sí —contestó él—. Perdona.
Teresa volvió a su mesa, sacó las notas del día anterior y llamó a Regina Morrison.
—¿Y aún tienes tiempo de llamarme? —se sorprendió la mujer al oírla—. Según dicen los periódicos, no deberías tener tiempo de nada.
—Y así es. Dime, Regina: ¿tenía Randolph Kirk alguna agenda personal que dejara en la universidad? ¿La tienes tú por casualidad?
Hubo una pausa al otro lado del teléfono. Teresa había recordado pronunciar su nombre correctamente, pero no parecía bastar. Debía querer que le mostrase cierta deferencia, pero no tenía tiempo de hacerlo.
—No. Así que se trata de una llamada profesional.
—¿Y algún diario de bolsillo? ¿Le viste utilizar alguna vez una de esas agendas electrónicas, quizás?
Regina suspiró.
—Es evidente que no le conoces. Era el ser humano más desastre en cuanto a tecnología se refiere que yo haya conocido. No le dejaría ni mi tostadora.
—¿Lo llevaba todo en la cabeza?
—¿Todo el qué, si no conocía a un alma?
Eso no podía ser, porque había hecho una llamada y a partir de ahí la mierda había empezado a salpicar.
Colgó el teléfono de un golpe, a pesar de que le pareció que Regina estaba invitándola a cenar.
—¿Qué demonios le pasa a esta gente? —murmuró.
Volvió al cadáver de Randolph Kirk. Ojalá pudiera despertarle un minuto y hacerle unas cuantas preguntas. Le recordó de nuevo en su despacho, hurgándose la nariz con aquel trapo inmundo que llevaba por pañuelo.
—Ay profesor, profesor —se lamentó en voz baja, consciente de que el «Monje» parecía a punto de llamar al manicomio—. Jamás había visto un pañuelo como el tuyo, ni siquiera en plena epidemia de gripe. Ni siquiera…
El «Monje» la observaba inmóvil.
—No vas a salir de aquí —le advirtió—. Pienso cerrar esa puerta con llave y si es necesario te envuelvo con vendas como a una momia…
—Dios mío… —exclamó de pronto, y sonrió.
—Por favor…
—Su ropa, Silvio. Necesito su ropa. Ya.
Están vestidos, se mueven, salen por la puerta al frío de la cueva. Las piernas le pesan como si fueran de plomo. Le cuesta controlarlas. Ella tiene que ayudarle a avanzar por aquel laberinto de túneles, pasando de un círculo de luz amarilla a la oscuridad más absoluta.
—Quédate en la sombra hasta que yo te lo diga —susurra con una voz que no le parece la suya.
Entran en otra habitación y ella sigue sujetándole, pegados a la pared, invisibles. Es una cámara más grande en la que ya ha estado, bien iluminada en el centro. Hay una mesa polvorienta rodeada de sillas, unas doce. Una especie de bastón antiguo… ¿cómo lo llamaba Teresa? Ah, sí. Tirso. Hay un tirso en la cabecera, delante de una silla de respaldo alto y más voluminosa que el resto. Una máscara de teatro con los rizos y la boca que ya conoce de sobra, está junto al tirso como si fuera un tótem muerto y sin ojos, esperando cobrar vida.
Las paredes es lo que mejor recuerda de la otra noche. Fotografías y más fotografías de dos muchachas con el mismo color de pelo que lleva Miranda. Suzi Julius y Eleanor Jamieson, jóvenes e inocentes, riendo ante la cámara, creyendo que iban a vivir para siempre. Su espíritu inunda la estancia como si fueran gemelas fantasmales cuyos ojos pudieran verlo todo.
Miranda Julius se acerca a la mesa, coge el tirso y lo sacude en el aire. Motas de polvo bailan bajo la luz amarilla. El olor a hinojo viejo impregna el aire.
Deja el tirso donde estaba y vuelve junto a él. Se oyen voces distantes. Aquel laberinto de cuevas podría ser inmenso. Intenta pensar por los dos.
Ella lo mira y sus ojos parecen dos orbes encendidos. Hay una especie de hornacina excavada en la pared y la empuja para que se metan allí, pero el esfuerzo le provoca un intenso dolor de cabeza y le entrecorta la respiración.
Sujeta su cara entre las manos. Empieza a despejársele la cabeza. Oye su propia voz y le parece real.
—Miranda, lo mejor que podemos hacer es encontrar el modo de salir de aquí, buscar ayuda y volver a por Suzi.
Hay terror en sus ojos. Se abraza a él y parece buscar algo a su espalda. Luego le muerde con fuerza en la parte posterior del cuello, empieza a moverse y alcanza su boca. Después lo besa apretándose contra él, una vez, y otra, y otra. Y aquella vez Nic ya no tiene dudas. Se ha colocado algo muy pequeño en el extremo de la lengua e insiste hasta que consigue dejárselo en la garganta. Pierde el equilibrio y cae mientras una voz en su cabeza canta:
—One pill makes you bigger…
Abre los ojos y ve los labios de Miranda moverse mientras le mantiene cerrada la boca hasta que al final no le queda más remedio que tragar.
Silvio Di Capua miró el objeto que había sobre la mesa y gimió con una mueca de asco. Era el pañuelo de Randolph Kirk, un pañuelo que una vez fue de tela blanca pero que había quedado reducido a una bola arrugada y compactada por mucosidades verdes y grises.
—No te me pongas tiquismiquis, Silvio. ¿El escalpelo?
—¡Vamos, Teresa! —se quejó—. ¿Quieres que te traiga una máscara quirúrgica también?
Teresa le dedicó una mirada gélida, la que reservaba para ocasiones importantes.
—No sería mala idea.
Silvio le pasó el instrumento.
—Esto es de locos.
—El profesor tuvo que escribir esos números en alguna parte. No los tenía en la mano, ni en los puños de la camisa, y en este pañuelo había algo más que mocos. Pero no había caído en la cuenta hasta ahora.
—¡Teresa! —la reprendió, dando un golpe con el pie en el suelo—. Hay algo malsano en ese empeño tuyo por complacer a todo el mundo. Incluso tú estarás de acuerdo en que esto no nos corresponde.
—Son esputos humanos, Silvio. Es nuestro territorio.
—Perdóname que te diga que no son mocos lo que buscas, que de eso tenemos a espuertas, sino un teléfono que este majara había escrito en un pañuelo entre sus gargajos.
Encontró por fin el extremo y comenzó a estirarlo sosteniéndolo, por supuesto con las manos enguantadas.
—Si hubieras conocido al profesor Randolph Kirk no te sorprendería nada. Te parecería lo más normal del…
Con la punta roma del escalpelo había conseguido despejar un extremo del pañuelo.
—Hace tiempo trabajé en cirugía —declaró con orgullo.
—¿Con un pañuelo?
—Adaptabilidad. La flexibilidad es la clave para vivir en los tiempos modernos. Mira…
Había varios números, seis de ellos escritos en letra muy pequeña y hacía tanto tiempo ya que la tinta se estaba borrando. Uno lo reconoció inmediatamente: era el de Regina Morrison. Así que aquel andrajo era su agenda personal. ¿De quién serían los otros números? De la tintorería seguro que no.
Pero uno de ellos le pareció más prometedor. La tinta era reciente y los trazos estaban muy marcados. No debía haber pasado aún por la lavadora. A lo mejor había sido escrito un par de días antes de su muerte.
—Dame ese informe —ordenó.
—Esto no está bien —contestó él, apretándolo contra el pecho—. Nada bien. Deberíamos limitarnos a darle esta información a la gente que la necesita y que ellos sean quienes decidan qué hacer. No es trabajo nuestro…
La ferocidad de su mirada le dejó mudo.
—Silvio, si intentas decirme una sola vez más cuál es mi trabajo, te despido. Por si no te has parado a pensarlo, esos policías del edificio de al lado andan muy ocupados persiguiendo a los peces gordos: a gente que pone bombas, a los secuestradores, a los asesinos. Si se me ocurriera presentarme ante ellos con esto, sólo conseguiría hacer el ridículo. Quién sabe, puede que hasta se inventaran un mote para mí. A ver… ¿qué te parecería «la loca»? ¿Teresa la loca?
Él tragó saliva y no contestó.
—Dámelo.
Al final se lo entregó, y Teresa revisó los números que había en el informe que el «Monje» había distraído aquella misma mañana de la Comisaría para ir descartándolos.
—La casa de Neri, su móvil, el de Mickey, la oficina que tenían cerca de la estación, Bárbara Martelli… ¡mierda!
—Su decoradora de interiores.
—¡Calla!
—Teresa, dáselo a la policía, por favor. Ellos no tendrán más que teclearlo en el ordenador para que les salga un nombre.
—No sé cómo puedes ser tan incauto, Silvio.
Entonces reparó en el cuaderno de notas que tenía sobre la mesa y en el que estaban sus propias anotaciones hechas durante las últimas cuarenta y ocho horas, cuando pretendía desvelarle al mundo el último hallazgo arqueológico acaecido en Roma: un cuerpo de dos mil años de antigüedad.
—Parece otra vida —musitó—. Otro…
Abrió los ojos de par en par sin terminar la frase. No podía dar crédito a lo que estaba viendo.
—¿Qué pasa?
No cabía error. Era imposible, pero tenía que ser cierto, y el significado de aquello escapaba a su comprensión. Tenía que ver inmediatamente a Falcone. Debía pasárselo todo directamente a él y luego irse a un rincón tranquilo de un bar donde ahogar en alcohol todos aquellos pensamientos.
—¿Dónde está nuestro querido comisario? Necesito hablar con él.
—Hace un cuarto de hora que se ha marchado de la mano de uno de esos mafiosos y buscando jaleo. Llevaba a un montón de gente detrás. Es un hombre muy ocupado.
—Ya.
Las ideas se sucedían a toda velocidad. Nic estaba retenido en algún lugar, y no había tiempo de florituras.
—¿Sigues viniendo a trabajar en moto?
—Claro, pero ¿para qué…?
El pobre palideció de golpe.
Teresa le agarró por las solapas de su bata blanca y tiró de él hasta que se lo pegó a la cara.
—Dame las llaves ya. Tengo que hablar con Falcone.
Él retrocedió y se cruzó de brazos para intentar recuperar algo de compostura.
—Así que quieres mi moto para ir a hablar con Falcone, ¿no?
—Sí, Silvio —contestó ella con serenidad—. Eso es.
—De acuerdo. Vamos a ver: ¿sabes lo que es esto?
Ella miró lo que le mostraba en la mano. Había que admitir que tenía razón.
—Esto —le explicó Silvio Di Capua—, es lo que los terrícolas llamamos un teléfono móvil.
El túnel discurría bajo el palacio del Quirinal. Cuatrocientos metros excavados en roca viva destinados inicialmente al tranvía y que en la actualidad se colapsaba con el tráfico que quería evitar la colina bajo la que se había construido. Enormes autobuses de turistas estaban aparcados en doble fila a la entrada de la Piazza di Spagna para vaciar su carga y que pudieran darse el paseo hasta la Fontana di Trevi. Los camiones que transportaban materiales de construcción para las interminables reparaciones de la Via Nazionale solían bloquear la otra salida. En teoría era el camino más corto desde la Comisaría a muchos puntos situados en el este de la ciudad, así que Falcone había decidido que sería ese el camino a tomar, Peroni con Wallis en los dos asientos delanteros del coche y los coches de apoyo siguiéndoles a una distancia prudencial.
Peroni no se sentía cómodo. Iba medio encogido tras el volante pensando que ojalá le hubiera tocado la china a otro. Todo aquello era tan distinto de estupefacientes, tan distante del mundo que conocía que se sentía como un novato, siempre a punto de cometer un error.
Entraron en el túnel y pisó el freno cuando apenas habían recorrido un tercio de su longitud, dio un golpe de rabia en el volante y miró hacia atrás. No veía ni a Falcone ni a los coches de apoyo así que no podía saber si habían entrado o no.
Wallis, mudo e inmutable en su asiento, sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla.
—No sirve para nada aquí —dijo, y probó el micrófono que le habían colocado bajo la solapa del abrigo—. Y esto tampoco.
Peroni lo miró. Ojalá pudiera deshacerse del presentimiento de que aquello iba mal, muy mal.
—Bueno, bueno, Vergil. Así que se nos ha presentado la oportunidad de que te quite un peso de encima. Ahora puede contarme lo que está pasando de verdad y nadie salvo nosotros dos se va a enterar.
—Es usted un hombre muy desconfiado —respondió Wallis mirándolo con displicencia—. Les estoy haciendo un gran favor, y no estaría mal que me mostrara algo de confianza.
—¿Confianza? Perdóneme, señor Wallis, pero no me he creído lo de su retiro. No me lo creí cuando me lo contó esa arpía de D’Amato y no me lo he creído al conocerle a usted. Los leopardos nunca se quedan sin manchas, y los delincuentes no andan haciéndole favores a la policía. Venga, que tengo a un amigo metido en todo este lío. Cuénteme algo.
Wallis respiró hondo y miró el techo grasiento de contaminación del túnel. El aire en el coche estaba cada vez más enrarecido. El oxígeno empezaba a escasear entre tanto monóxido de carbono.
—¿Sabe qué hay ahí arriba?
—¿Quiere cambiar de tema? Supongo que es comprensible. Pues sí, ahí arriba está nuestro querido presidente en su bonito palacio. Un tío estupendo, ¿eh? Tengo hechas unas cuantas guardias en el Quirinal cuando era un recluta.
Wallis lo miró con condescendencia.
—Interesante. Históricamente, quería decir.
—Ah, disculpe. Es que soy italiano. ¿Cómo quiere que sepa de historia?
—Aquí vivían las sabinas. ¿Recuerda la historia? Había violaciones, lo cual le da cierta contemporaneidad.
Peroni recordaba la historia vagamente. Rómulo o Remo, uno de los dos, había raptado a unas mujeres y cuando sus maridos fueron a recuperarlas, resultó que habían tenido hijos y que no querían renunciar a ellos. Y de todo ese lío, del asesinato y la violación, nació Roma.
—¿Y vivían aquí? Yo creía que eran de muy lejos. Creía que los sabinos eran extranjeros.
—Aquí mismo, sí —corroboró señalando hacia arriba—. Pero su reacción resulta interesante. A lo mejor es ese el modo en que preferimos enfrentarnos a lo desagradable: pensando que la gente a la que le ocurrió era de otro sitio, de un sitio muy lejano además. Así es mucho más fácil.
—Y que lo diga —el bloque de coches comenzó a moverse. Pronto saldrían—. Me admira lo mucho que sabe usted de historia. Cuando naces en un sitio como este, no reparas en las cosas. Pero lo que no entiendo es por qué.
—¿Por qué? —semejante pregunta le hizo reír. Incluso Gianni se relajó un poco—. Porque esto es Roma, la cuna de nuestra civilización. Es el lugar en el que puede verse lo bien o lo mal que se pueden hacer las cosas.
—¿En serio?
—En serio.
—¿Sabe una cosa? —le preguntó en tono zumbón—, me gusta hablar con usted. Creo que, en otras circunstancias, podríamos haber mantenido una conversación reveladora.
—Ya —el idiota de delante tardaba en ponerse en marcha y Peroni hizo sonar el claxon—. En cualquier caso, Vergil, sigo pensando que es usted un mentiroso.
—Piense lo que quiera. Y dígame, pase lo que pase ahora, detendrán a Neri y a su hijo, ¿no? Ya saben que ha sido él quien puso la bomba, y con lo de la cámara, también saben que el hijo es el secuestrador. Los dos están acabados.
—Cierto.
Peroni sintió que su atención se dividía entre el tráfico que había empezado a avanzar y el cambio de dirección en la conversación de Wallis.
—¿Y si hiciéramos un trato? Usted me deja treinta minutos para tratar con ese majadero a mi manera y después será todo suyo.
Peroni lo miró fijamente. No iba a llevar a ese tío a ninguna parte que no fuese a hablar con Falcone. Algo se estaba cociendo allí que se le escapaba.
—Peroni —le dijo, apoyando una mano en su brazo—. Te conozco. Sé lo que pasó hace un par de meses.
—¿Ah, si?
Ojalá hubiera tenido más tiempo para revisar los últimos detalles de la operación. Nic había desaparecido poco después de la media noche y Vergil Wallis había recogido medio millón de euros apenas ocho horas más tarde. ¿Con qué clase de banco trabajaría Miranda Julius? ¿Quién tenía esa cantidad de dinero dispuesta en tan poco tiempo?
—He oído que te han degradado. Que tenías un puesto directivo. ¿Por qué crees que te he elegido a ti? Pues porque eres un hombre de mentalidad abierta y porque podría venirte bien el dinero.
El coche de delante se había separado, pero no lo suficiente para hacer un giro y dar media vuelta.
—Me desilusionas, Vergil. Creía que conocías mejor a las personas. Mejor será que demos media vuelta y se lo cuente todo al comisario Falcone, con pelos y señales.
—Un policía honrado —se maravilló—. ¿Quién lo iba a decir? Es admirable. Precisamente por eso no voy a golpearte con tanta fuerza.
Peroni no estaba seguro de haber oído bien, así que quitó el pie del acelerador y arrugó el entrecejo para preguntar:
—¿Qué?
Inesperadamente vio acercarse un puño negro a toda velocidad hacia su cara, tan rápido que sólo le quedó tiempo para ver cómo impactaba en su ojo derecho.
Todo se volvió borroso después. Alguien le soltó el cinturón de seguridad. Luego vio que Wallis se arrancaba el micrófono, abría de una patada la puerta del conductor y de un empujón lo lanzaba fuera del coche.
Cayó a aquel asfalto pringoso con un sonoro golpe y empezó a toser.
El coche dio media vuelta en el túnel para tomar de nuevo la dirección del centro. Una imagen se le quedó grabada a Gianni y perduró en su recuerdo durante mucho tiempo: la de un hombre negro que conducía un coche y se despedía de él con la mano y una sonrisa en los labios.
Ella le dice algo al oído, y a través del fuego químico que le arde dentro de la cabeza, consigue ver.
El tirso está en el mismo sitio, pero su color es verde intenso, y unos lazos de colores adornan su fuste hasta llegar a la cabeza bulbosa. Las luces brillan más. Hombres de mediana edad intercambian miradas conspiradoras; llevan copas de vino tinto en la mano, y un par de ellos fuman unos puros largos de los que parte un humo grisáceo que se enrosca sobre sí mismo hasta llegar al techo de piedra. Hablan entre ellos: Emilio Neri, Vercillo, Randolph Kirk, Toni Martelli y otros que son sólo rostros medio ocultos en la sombra.
Mickey pulula a su alrededor, incómodo, inseguro, agobiado.
Hablan y hablan, y ahora Nic entiende por qué. Estos hombres, hombres poderosos e influyentes, están nerviosos. Esto es nuevo para ellos. Un experimento, una ruptura de la convención. Miran a Randolph Kirk y sus ojos lo dicen todo: vamos, que empiece ya.
Randolph Kirk sabe lo que hay que hacer y por eso está casi más nervioso que el resto. Habla, pero sus palabras son inaudibles. Da una palmada y aunque no emite sonido alguno, todos los demás dejan de hablar y miran. Una fila de mujeres jóvenes se reúne en la puerta: muchachas vestidas con túnicas de tela de saco, con flores en el pelo y jóvenes, muy jóvenes. Algunas ríen, otras fuman. Les brillan los ojos, a pesar de que parecen andar entre brumas, y como Randolph Kirk, tienen miedo.
Todos aguardan un gesto, una señal, cualquier cosa que pueda romper el hechizo.
Bárbara, una de las iniciadas, joven pero experta, se adelanta expectante y animada, y toca la máscara. Su mano acaricia sus desagradables facciones, su nariz bulbosa.
Observa, le dice la voz interior, tan fuerte que podría ser la de un dios.
La chica levanta aquel rostro deforme, mira a los presentes uno a uno y sonríe.
Salieron de la casa de la colina Aventina poco después de las nueve. Neri iba en el asiento de atrás entre dos hombres y Bruno Bucci conducía el Mercedes blindado por las callejuelas más estrechas que podía encontrar hasta que salió en Cerchi. Era allí donde le habían indicado por teléfono.
Neri no habría necesitado que le dijeran cómo llegar. Jamás olvidaría aquel lugar. Había demasiados recuerdos bajo aquella tierra agrietada.
Bajaron del coche y quedaron a la sombra de la pendiente que daba a la piedra de Tarpeya. El sol estaba iluminando otro espléndido día de primavera. De haberse encontrado con un tráfico menos denso, Neri podría haber respirado hondo y decirse que iba a echar de menos Roma.
Bucci lo miró y con un gesto de la cabeza le indicó dónde estaba la entrada a la cueva: tras la herrumbrosa y rota verja de hierro a la que habían fijado un cartel que decía No pasar.
—Sí, ya lo sé —le contestó—. Quiero hacerlo a mi propio ritmo. Tú asegúrate de que no lleva nada cuando aparezca, ¿de acuerdo?
—¿Y Mickey?
—¿Mickey? —se rio Neri—, ¿qué pasa con él? Es un crío estúpido. Yo me ocuparé de él —hizo una pausa—. Piensas que soy idiota, ¿no?
Bucci no contestó.
—Vale, no contestes, pero no olvides que contigo estoy siendo más que justo.
—Lo sé. Pero me gustaría entrar con usted.
¿Por qué querría entrar? ¿Por devoción hacia él o por puro interés? Fuera como fuese, cabía la posibilidad de que tuviera razón. Podría ocuparse él solo de su hijo sin problemas, pero si había alguien más…
—¿Puede contar mi hijo con la ayuda de alguien?
Bucci se rio.
—¿Está de broma? ¿Quién sería tan estúpido para ponerse de su lado?
Neri asintió.
—Entonces, estará solo ahí dentro. Puede que Adela también esté. ¿De verdad piensas que no voy a poder controlar a mi propio hijo y a la imbécil de mi mujer?
Bucci cambió de postura, incómodo.
—Tú asegúrate de que Wallis entra solo y de que no lleva escuchas. No quiero compartir este placer con nadie. Además quiero hacerle algunas preguntas, y todas son cuestiones de familia. No quiero que nadie más pueda oírlas.
—Yo sólo sería un respaldo en caso de necesidad.
Neri le dio en el pecho con un dedo gordinflón.
—Yo mataba hombres antes de que tú hubieras nacido, Bruno, así que no se te vayan a subir los humos. ¿Tienes la cuerda y el precinto que te pedí?
Bucci se lo entregó.
Emilio Neri se palpó la chaqueta para asegurarse de que el arma estaba en su sitio antes de entrar en la oscuridad. Qué frío hacía allí y qué poca luz daban las bombillas.
Su memoria debía estar jugándole malas pasadas. En los viejos tiempos, todo era mucho mejor. O eso le parecía.
Leo Falcone y Peroni iban sentados en el asiento de atrás del coche.
—Menudo ojo te ha puesto —dijo el comisario viendo cómo Peroni se contenía la inflamación con el pañuelo—. ¿Tienes idea de adonde puede haberse ido Wallis? ¿Dijo algo significativo?
—Sí. Primero quiso saber si Neri y su chico habían mordido bien el anzuelo. Luego intentó sobornarme para que yo hiciera la vista gorda mientras él se despachaba a gusto con Neri, y le estaba explicando el problema que eso representaba para mi frágil sentido del deber cuando me sacudió en plena cara. Y encima tuvo el valor de decirme que no me daba más fuerte porque me admiraba. Anda que si llego a estar en su lista negra…
La radio transmitió un mensaje. Wallis había abandonado el coche en una calle secundaria cerca de la Fontana de Trevi para luego desaparecer entre la masa de turistas. Falcone maldijo entre dientes y transmitió la orden de búsqueda. Un hombre negro con abrigo largo de cuero no debía ser demasiado corriente en Roma. Alguien tenía que verle.
—A lo mejor ha cogido un taxi —sugirió Peroni—. ¿Sabes lo que pienso? Qué pretende entregar el maletín, pero él solo. Que ha acudido a nosotros sólo para asegurarse de que recibíamos la cámara para que los Neri terminen pringados pase lo que pase.
Falconi volvió a coger el micrófono y ordenó a todos sus hombres que patrullaran en la zona de Cerchi. Luego dio instrucciones a su propio conductor de que se dirigiera también allí, el lugar en que Costa había sido visto por última vez, y quizás con un poco de suerte…
Era difícil pensar con lógica. Entonces sonó su teléfono todo se complicó aún más.
—Ahora no —cortó.
—¡Ahora sí! —le gritó ella, y Falcone se preguntó por qué Teresa Lupo y él no parecían capaces de mantener una conversación a un volumen normal—. Escúchame. He estado revisando una vez más las pertenencias de Kirk y he encontrado unos cuantos números de teléfono, y uno en particular, el que había sido anotado más recientemente, puede que fuera el número al que llamó justo antes de morir.
—¿Puede que fuera? —bramó—. ¿Cómo que puede que fuera?
—Llamó a Miranda Julius. Al menos, ese es el último número que había anotado en su precioso pañuelo lleno de mocos. Conozco el número porque ella me lo dio cuando estuvimos en su casa. ¿No te parece interesante? Poco antes de morir, Randolph Kirk llamó a la madre de la chica a la que se supone que había secuestrado.
Falcone movió la cabeza de lado a lado como si quisiera ordenarse las idas y luego ordenó que detuvieran el coche.
—¿Qué?
—Su número de móvil estaba en el pañuelo de Kirk. En eso no hay error. Y teniendo en cuenta lo desorganizado que era ese tipo, sólo se me ocurre pensar que estaba anotado por alguna razón muy reciente.
Leo Falcone se recostó en el asiento de su Alfa y dejó vagar la mirada a través del cristal. Montones de turistas se aglomeraban en la boca del pasaje e iban avanzando a paso de procesión basta la pequeña plaza y su fuente. Miranda Julius les había dado una foto de Randolph Kirk cerca de la fuente de Trevi, mirando a su hija como lo haría un miope. O eso era lo que parecía.
—Reúnete conmigo en su piso —le ordenó, haciendo un esfuerzo por controlar el tono de voz—. Te enviaré un coche.
—Oye, que yo soy sólo una patóloga y no quiero…
—¡En su piso! —le gritó, y cortó la llamada.
Mickey Neri estaba junto a Adela protegido por las sombras, y desde allí vio a su padre entrar en aquella cámara espaciosa y bien iluminada. Sonreía contemplando las fotografías de la pared y parecía como si aquellas imágenes le devolvieran buenos recuerdos, lo cual era totalmente ridículo. Alguna otra cosa debía hacerle sentirse así.
Podría decirse que las sombras de aquel lugar tenían una cualidad tangible, ya que uno podía esconderse en ellas con la sensación de no existir en realidad y observar a su amparo lo que ocurría en la luz. De hecho Mickey se habría contentado con quedarse en las sombras y luego tomar una de las salidas que Adela le había mencionado y que le llevarían por fin a la luz del sol. Pero ella le dio un beso en la mejilla, susurró ciao y le empujó a la luz.
Neri abrió los brazos en un gesto paternal de bienvenida.
—Hijo…
Mickey no se movió y su padre dio unos pasos hacia él.
—¿Por qué me miras con esa cara? ¿Es que vamos a seguir enfadados para siempre?
El chico siguió sin moverse.
—Quería ponerte a prueba, Mickey. ¿Y qué resulta? Que no sólo matas a ese bastardo de Martelli sino que además me haces un regalito: que me entere de que te has estado tirando a Adela. ¿Y qué? Si tiene que ocurrir, mejor que todo se quede en casa. No me importa. Es algo que carece de importancia para un hombre de mi edad.
Miró a su alrededor.
—Dios… qué buenos ratos hemos pasado aquí. ¿Dónde está Adela?
—No lo sé. Ha dicho que quería dejarnos solos. Que ya os veríais.
Neri sonrió con frialdad.
—Sí. Supongo que terminaremos viéndonos. Lo que pasa es que yo no voy a quedarme en Italia mucho tiempo, pero siempre es igual con esa mujer. Adela sólo piensa en sí misma. Si te olvidas de ello en algún momento, puedes correr un grave peligro.
—¡A la mierda con Adela! —estalló Mickey. No podía creer que su padre se estuviera comportando como si lo que había pasado la noche anterior fuera un suceso sin importancia—. ¡Ese cerdo estuvo a punto de matarme! ¿Es lo que querías?
Neri se acercó un poco más y le abrazó. Mickey no recordaba cuándo había sido la última vez que habían estado así, pero lo que no había podido olvidar es que tampoco había sido un momento grato.
—No alborotes tanto —le dijo su padre en voz baja—, que vas a despertar a los muertos.
—Eres un…
Pero el padre le apretó entre sus brazos, ahogándole en su corpachón de ballena.
—He sido un mal padre, lo sé, y tienes todo el derecho a estar enfadado conmigo.
—Sí…
—Calla. Estoy hablando yo. Te he educado mal. Pasaste demasiado tiempo con la loca de tu madre, y cuando ya no estabas con ella, no pasé contigo el tiempo que debía.
—Eso es cierto, pero…
—Silencio —le ordenó, poniéndole un dedo sobre los labios—. Escucha.
Mickey hizo una mueca de fastidio como si volviera a tener diez años, y su padre sintió ganas de echarse a reír.
—Hay muchas cosas que no te he enseñado, como por ejemplo cuándo hay que ser sincero. Las personas como nosotros tenemos que saber algo así. A veces incluso es lo más importante de todo.
Miró las fotos de la pared y obligó a su hijo a hacer lo mismo.
—La hijastra de Wallis era una chica guapa. ¿No hay nada que quieras contarme sobre ella, hijo? Esta otra también lo era.
Mickey negó con la cabeza.
—No. No tengo nada que contarte.
—¿Y crees que eso le va a bastar a Vergil Wallis? No se va a conformar con esa respuesta, Mickey. A él le importa un comino con quién andes ahora o lo que vayas a hacer. Lo que él quiere averiguar es por qué le mentimos hace dieciséis años. Viene en busca de respuestas. Si lo piensas bien, puede que incluso se las merezca —se acercó a su oído—. ¿Se las vas a dar, hijo?
—¡Yo no hice nada!
—Mickey, Mickey —Neri sonreía. Estaba disfrutando de lo lindo—. En Sicilia ya te la tiraste. Puede que sea un mal padre, pero no tanto como para no darme cuenta de algo así. Lo hiciste tan bien que para cuando volvimos aquí, ya llevaba un bastardo tuyo dentro. Me lo contaste cuando te persuadí de que lo hicieras, ¿recuerdas?
Mickey no miraba a su padre. Pensaba que todo aquello estaba muerto y enterrado.
—Esa cría —murmuró Neri mirando su foto—, preciosa como un ángel pero tan estúpida… tan estúpida como tú, pero de un modo diferente. Lo que quiero decir es que sé por qué tú no te molestas en ponerte un preservativo. No sé si los usas ahora con las putas africanas con las que vas, pero ella… supongo que fue pura ignorancia. Dime, Mickey. Cuando lo hicisteis en Sicilia, era para ella la primera vez, ¿verdad?
—Sí —murmuró.
—Tiene sentido, sí. Cuando te dijo que estaba embarazada, te asustaste, ¿no? Imagino que no quisiste que Vergil se enfadara contigo, ¿verdad?
—Ya te lo dije entonces. Yo no la ma… ma… ma…
Todo volvía a ser igual que cuando era niño. Incluso el tartamudeo.
—Ma… té.
—Puede que no —respondió su padre, soltándole—, pero ¿sabes una cosa? Pues que después de todos estos años, no creo que importe.
Emilio puso la mano en la nuca de su hijo y le acarició el pelo. Ojalá no lo llevara de aquel estúpido color. Mickey tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No llores, hijo —le dijo, y con un movimiento brusco y seco hizo que su cara se golpeara con la superficie de aquella vieja mesa de madera.
Sin hacer caso de sus gritos, sacó el precinto y le tapó primero la boca y después los ojos. A continuación le lio las muñecas y de una patada le obligó a sentarse en una silla a la que lo ató por el pecho.
—Ya tendrás tiempo de llorar más tarde. —Emilio Neri contempló su trabajo.
—¿Me oyes, Adela? —bramó—. Tendrás todo el tiempo del mundo después para llorar. ¿Me estás escuchando?
Adela Neri salió a la calle por la puerta principal, que era por donde había entrado y donde Neri había dejado a sus hombres. La luz del sol le hizo parpadear varias veces. Bruno Bucci y sus hombres esperaban cerca de un cartel en el que se leía Prohibido el paso, y que colgaba de medio lado detrás de un alambre de espino.
Con una sonrisa se acercó a él mientras se quitaba las telarañas del abrigo y del pelo. Bucci asintió.
—Señora Neri —la saludó. Los otros hombres le observaban como halcones—, ¿está bien su marido? Estoy empezando a preocuparme.
—Pues claro que está bien, Bruno —contestó ella, poniendo la mano en su brazo—. Ya le conoces. Todos le conocéis añadió, mirando uno a uno a los demás hasta que bajaron la mirada.
Bucci estaba intentando leer algo en sus ojos, pero ella no se lo permitió. Se limitó a encender un cigarrillo y a distraerse con el tráfico de la calle.
—Él ya te dijo lo que tenías que hacer, ¿no? —le preguntó sin mirarle—. Mickey no es capaz de hacerle daño a su padre.
Un taxi se detuvo a poca distancia y vieron bajar de él a un hombre alto con una bolsa de cuero.
—No es Mickey quien me preocupa —contestó Bucci.
Vieron a Vergil Wallis acercarse despacio, balanceando la bolsa hacia delante y hacia atrás, silbando una vieja melodía. Su rostro no delataba ninguna emoción y no perdía de vista la entrada de la cueva. Se detuvo ante ellos, alzó en el aire los brazos y se dirigió a Bucci:
—¿Y bien?
Bruno le desabrochó el abrigo de piel y le palpó el pecho, los costados y los pantalones. Fue de allí de donde sacó un inmaculado cuchillo de caza.
—¿Se le había olvidado que lo llevaba? —le preguntó, mostrándoselo.
—Supongo que sí. Es que ya no estoy acostumbrado a madrugar.
Bucci examinó un instante el cuchillo y se lo entregó a otro de los hombres.
—Esto ya ha llegado demasiado lejos, señor Wallis. ¿Por qué no se vuelve a su casa? Nosotros entregaremos el dinero, o cualquier mensaje que quiera hacer llegar. Puede estar bien seguro de que cumpliré mi palabra. Estos… desacuerdos tienen que terminar ya.
Wallis se echó a reír en su cara.
—Vaya. Sabía que Neri estaba perdiendo el control, pero tan pronto… ¿Ya tomas tú las decisiones, Bruno?
El matón intentó controlarse.
—Sólo intento detener esta paranoia.
Wallis le dio una palmada en el hombro.
—No te molestes. Aún eres nuevo en esto, hombre —con un gesto de la cabeza señaló la piedra—. No querrás pisar la línea estando todavía él aquí. El señor Neri quiere verme y yo quiero verle a él. Eso es todo.
Bucci movió despacio la cabeza y fue a coger la bolsa cuando se interpuso Adela.
—Yo lo haré.
Abrió la cremallera dorada de la bolsa y rebuscó en su contenido. Tardó por lo menos un minuto. Luego sonrió.
—Trae un buen montón de dinero en esta bolsa —le dijo—. Espero que merezca la pena.
—Eso espero yo también —contestó él y recogió la bolsa que ella le lanzó.
Vergil Wallis desapareció en la oscuridad. Le oyeron silbar hasta que el sonido cesó de golpe.
Adela se acercó a Bruno, miró su rostro impasible y pasándole un dedo por el brazo le preguntó:
—Bruno, ¿de verdad queréis quedaros aquí todo el día?
Cuando llegó Teresa Lupo, ya habían derribado la puerta del piso de Miranda Julius y había hombres por todas partes abriendo cajones, esparciendo su contenido en el suelo, buscando algo, cualquier cosa.
Ella se fue directamente a la habitación de Suzi. No habían llegado allí aún, lo cual le daba tiempo para pensar.
Alguien tosió con suavidad desde la puerta y se volvió. Era Falcone, que la miraba con su mejor sonrisa de agradecimiento.
—Gracias por haber venido.
—¿Por qué estoy aquí?
Falcone se acarició la barba plateada. Parecía estarse planteando aquella misma pregunta.
—Pues por cuestión de suerte, diría yo. Me estoy haciendo supersticioso con la vejez. No nos vendría nada mal un poco de suerte.
—Sigue sin saberse nada ni de Nic ni de Wallis, ¿no? Lo he oído justo al salir.
Él negó con la cabeza.
—¿Por qué has venido primero a esta habitación? ¿Crees que hay algo que deberíamos buscar?
—No. Nic y yo ya miramos cuando estuvimos aquí. Es que… quizás debería haberlo visto cuando vinimos la primera vez —contestó. Era algo que había pensado de camino hacia allí—. Escomo si nadie hubiera vivido en esta habitación. Las personas siempre dejamos algún rastro, alguna huella. Si entras por ejemplo en la habitación de la madre, se siente su presencia. Hay cosas sin colocar, es un caos, pero aquí… —miró de nuevo a su alrededor—. Es como si fuera un decorado para nosotros ¿Sabemos a ciencia cierta que Suzi Julius existe?
Falcone no dejaba de mirarla.
—Tenemos grabado en video a una persona que se supone que es ella subiéndose a una moto, y las fotos que nos dio su madre.
—Lo sé, pero ¿aparte de eso?
—No —Falcone se sentó en una silla y miró a su alrededor—. Puede que eso también nos estuviera destinado. Si tú quisieras montar algo que darle después a la policía, no habría mejor escenario que el Campo dei Fiori. Siempre hay alguna patrulla por allí. No habría necesidad de gritar durante mucho tiempo. Tampoco hace falta ser un genio para darse cuenta de que hay circuito cerrado de televisión. Las cámaras están fijadas a los postes de las farolas.
—Pero ¿por qué?
Falcone salió de nuevo al salón sin contestar, pero ella le siguió.
—Mira —dijo Falcone señalando un montón de mapas viejos. Eran esquemas detallados de excavaciones arqueológicas repartidas por toda la ciudad, en los alrededores y más allá—. A la madre le interesaban también esos lugares —dijo—. ¿Qué más razones puede haber?
Peroni estaba agachado frente al ordenador, abriendo la agenda electrónica de Miranda Julius y Teresa se quedó a su lado. Sin pensar había apoyado la mano en su hombro para verle operar las teclas.
—¿Cómo es que sabes tanto de ordenadores?
Él la miró sorprendido con su ojo a la funerala. Estaba horrible.
—Tengo hijos, Teresa.
Nunca se le había ocurrido pensar que ser padre de familia pudiera moldear a un hombre proporcionándole características tan impredecibles. Todas las ideas preconcebidas que tenía acerca de Peroni estaban resultando equivocadas.
—Gianni, ¿has ido al médico? Estas hecho una pena.
Él se rio.
—¿Al médico? Pero si sólo es un puñetazo en la cara. Anda, pregúntame algo importante. Pregúntame por qué tengo una novia con tal mal genio.
—¿Por qué? —obedeció, aunque no estaba segura de querer saberlo.
—Porque tiene sus razones —contestó, y aparecieron unas fotografías en la pantalla del ordenador.
Teresa Lupo fue viéndolas con él una tras otra, y llegó a desear no haber salido de donde le correspondía, es decir, de la morgue.
Peroni llamó su atención sobre una instantánea tomada en la excavación de Ostia. En ella aparecía Randolph Kirk, quien era obvio que no sabía que le estaban fotografiando. Su expresión era de sorpresa y de temor, quizás.
—En realidad, todavía no sabemos quién es. Según la embajada británica, sólo se ha expedido un pasaporte con ese nombre y corresponde a una mujer de sesenta y siete años. Pero hemos encontrado estos otros… —había una pila de pasaportes sobre la mesa—. Otro británico, uno norteamericano, uno canadiense y otro neozelandés. En cada uno parece una mujer distinta. Lleva un color de pelo y un corte diferente. Si me hubieras entregado todo esto cuando estaba en mi otro departamento y me hubieras preguntado cuál era su profesión, te habría dicho que esta mujer era un camello. Pero no podemos saberlo. Lo que sí es evidente es que sabe de fotografía. Esta imagen —explicó, señalando la de Kirk—, fue la que inspiró la otra que nos entregó y que sirvió para establecer un nexo de unión entre Kirk y Suzi. Era una foto creada por ordenador. Quitó la cabeza de esta y la colocó en el fondo de una de las que Suzi se había hecho en la fuente. Kirk nunca estuvo allí, y nunca amenazó a nadie.
—A lo mejor era al revés —aventuró Falcone—. A lo mejor era ella la que chantajeaba a Kirk.
Teresa pensó en Miranda Julius. Si todo había sido una comedia, tenían que reconocer que era una actriz consumada.
Peroni sacó un sobre y de él dos fotografías que quizás fueran como un breve resplandor en la oscuridad. Eran, al parecer, de la serie que le había entregado Regina Morrison. Tenían el mismo grano y el mismo papel, y habían sido tomadas hacía dieciséis años. En una de ellas, la joven Miranda Julius, o como quiera que se llamase, estaba junto a Emilio Neri y sonreía con inocencia, sosteniendo una copa en la mano. Llevaba flores en el pelo, más claro entonces, y unos cuantos pétalos habían caído sobre aquel absurdo traje ceremonial. Ojalá pudiera hacerlo trozos y retroceder en el tiempo.
Sacó una segunda foto y la puso sobre la primera. Miranda estaba desnuda y aparecía tirada sobre una especie de diván romano de pega. Con las piernas rodeaba el cuerpo de un hombre que la penetraba con todas sus fuerzas pero que no parecía estar consiguiendo mucho. El hombre era Beniamino Vercillo, y ya parecía viejo y agotado. Teresa contempló los ojos vacíos de expresión de aquel rostro joven e intentó imaginarse qué se sentiría estando en aquella habitación. A lo mejor creyeron que Miranda estaba tan colgada que no se enteraba de nada. Que si seguían emborrachando y dopando a aquellas estúpidas crías, olvidarían gran parte de lo ocurrido y que el resto era tan culpa suya como de los demás. Se podía hacer algo así con Bárbara Martelli, sobre todo si después y como recompensa se le ofrecía un trabajo en la policía de Roma. Pero en el caso de Miranda no debió ser tan fácil. En aquella foto se veía dolor físico y en su mirada había resentimiento y odio porque un animal como aquel le robara la inocencia sobre un sofá barato y en una cueva apestosa.
—Hay más —dijo Peroni, pero Falcone le impidió sacar más del sobre.
—Es suficiente —dijo—. ¿Qué te parece? —le preguntó a ella.
No hacía falta ser un genio para llegar a la conclusión evidente.
Teresa se pasó una mano por el pelo oscuro y se preguntó qué pinta tendría porque, a pesar de que volvía a llevar ropa de trabajo y tenía ordenadas las ideas, se sentía rara, como fuera de lugar.
—Miranda, o quienquiera que sea, ha vuelto para vengarse. ¿Pero por qué esperar tanto tiempo?
—Porque no se trata sólo de que fuera violada por estos hijos de perra —aventuró Peroni—. Una de las chicas murió y Neri le dijo a todo el mundo que había sido por sobredosis. Fue la historia que le contó a Wallis. Y debió ser una historia muy convincente, pero sólo hasta que nosotros sacamos el cuerpo de la laguna.
Tenía lógica, pero no la suficiente.
—¿Y por qué no limitarse a matar al cerdo en cuestión? ¿Por qué meterse en tanto lío?
Peroni se sacó el pañuelo del bolsillo para limpiarse el ojo maltrecho que había empezado a supurarle y que debía dolerle una barbaridad.
—¿A qué cerdo en concreto? ¿A Mickey? Puede. Pero también cabe la posibilidad de que no esté segura, o de que lo haya sabido desde siempre y no se haya atrevido a decir nada. Pero un buen día cae en la cuenta de que puede demostrarlo y se mete en el primer avión. Luego llama a Bárbara y le dice: hola, Bárbara. ¿A que no sabes quién soy? ¿Ya que no sabes lo que he oído? Pues que nuestra amiga del club no se pasó con las drogas, sino que algún bastardo la degolló. ¿Os imagináis a Bárbara descubriendo la noticia?
A Teresa le sorprendía el respeto que mostraban hacia su compañera muerta, sabiendo como sabían que había intentado matarla. Le quitó el pañuelo de la mano a Peroni y le limpió la herida. Tenía razón. No había ningún corte. Era sólo inflamación y que le lloraba el ojo.
—Eso explicaría por qué la preciosa Bárbara quería meterme una bala en la cabeza. No se te ocurra usar este pañuelo nada más que para limpiarte el ojo, ¿me oyes?
Peroni lo cogió y se lo guardó.
—Gracias. Ponte en su lugar, Teresa, y en sus circunstancias.
¿Qué habrías hecho tú? ¿Contarlo? Eran mujeres con una misión, y que Dios se apiadara de quien se interpusiera en su camino.
Falcone se agachó para examinar el ojo de Peroni.
—Miranda también ha matado a alguien: a Beniamino Vercillo. Tenemos la máscara. La había tirado en un contenedor cerca de la oficina, y hemos encontrado pelos rubios en ella que os apuesto lo que queráis a que son suyos. Tenía motivos, y tenemos las pruebas. Pero también quería arrastrar a Neri por el fango. Por eso no le bastó lo de la chica desaparecida, ya que nos habíamos distraído con el hecho de que Bárbara mató a Kirk.
—Y a mí… bueno, casi —intervino Teresa.
—Y a ti. En cualquier caso, tenía que mantener altas las apuestas. Por eso quiso identificar la goma cuando podía pertenecer a cualquiera. Identificó a Mickey cuando dudo que tan siquiera haya estado cerca de él. De lo demás, no sé qué pensar. A lo mejor le era difícil llegar a Mickey y a Neri. Espero… estará bien, ¿verdad?
—Estará bien mientras no meta demasiado las narices —contestó Teresa. Recordaba lo que le había dicho Regina Morrison sobre el ritual y el papel que cada participante desempeñaba en él—. Miranda es lo que Neri y los demás han hecho de ella: una ménade. Una mujer que es toda dulzura y luz, un cuerpo caliente en la cama y cualquier cosa que deseen cuando las cosas van bien. Pero una parca cuando siente que ella o una de sus hermanas ha sido agraviada. Piénsalo desde el punto de vista de Miranda —señaló la fotografía. La figura de la máscara gruñía y jadeaba—. ¿A quién querrías matar? ¿Sólo a este triste bastardo?
—A todos ellos, sin dejar ni uno —respondió Peroni—. Y tan despacio como me fuera posible. Si fuera ella, me gustaría ver cómo se devoran unos a otros y después bailar sobre su tumba.
Se miraron los unos a los otros sin saber qué decir. A continuación llegó una oficial de policía que tras sonreír brevemente a Teresa Lupo, dijo:
—Hemos cogido al lugarteniente de Neri y a un par de sicarios en Cerchi. No quieren hablar.
Peroni enarcó una sola ceja sanguinolenta.
—¿Ah, no?
Emilio Neri se había sentado a la cabecera de la mesa. Se fumaba un Cohíba sin mirar a su hijo y se entretenía jugando con la pistola negra que tenía hacía años y que había utilizado tantas veces que para él era como un miembro más de su cuerpo. Unas ondas de humo gris se enroscaban y ascendían en la oscuridad, empujadas por una corriente invisible. Había visto entrar a Vergil Wallis. El americano llevaba una bolsa de cuero en una mano y la otra en alto.
Neri lo miró de arriba abajo.
—¿Has visto a los chicos fuera?
—Sí, he visto a… ¿Cómo se llamaba? Bucci, ¿no?
Cómo detestaba a aquel hombre. ¿Por qué demonios tenía que conocer los nombres de sus hombres?
—Es un buen chico. Confío en él. De todos modos… —hizo un gesto con la pistola—, … pon la bolsa sobre la mesa, quítale el abrigo y tíralo al suelo. Luego levanta las manos. Haz una tontería y te mato aquí mismo.
Wallis se quitó despacio el abrigo, lo dejó caer y contuvo la respiración cuando Neri se levantó y se acercó a él para cachearlo.
—Puedes sentarte —dijo por fin, señalándole un sitio en la mesa con el arma. Luego volvió junto a Mickey—. Enséñame el dinero. No metas la mano en la bolsa. Sólo dale la vuelta y vacíala.
Wallis le dio la vuelta. Billetes de tres cifras agrupados en fajos, directamente del banco, cayeron sobre la mesa.
Neri sonrió de medio lado.
—Así que el desgraciado de mi hijo está dispuesto a todo esto por ese dinero. Pero qué idiota es. Le habría dado más sólo para que se lo gastara en un fin de semana si me lo hubiera pedido.
—Quizás esa sea la cuestión —contestó Wallis—. Que está cansado de pedir. Querrá un poco de independencia.
Neri se echó a reír mirando a Mickey.
—Ya —se limitó a decir, y luego contempló las fotografías que cubrían las paredes—. ¿Y qué crees que vas a comprar con esto, Vergil? ¿La cría esa que Mickey tiene escondida en alguna parte? Porque yo no sé nada de eso, ni quiero saber. Esas cosas no me van… aunque supongo que tú ya lo sabes.
Wallis frunció el ceño.
—Me pidieron que viniera y he venido.
—¿Querías justicia?
—Algo así.
—Bien.
Del bolsillo sacó una navaja, la abrió y la dejó sobre la mesa, y con el arma señaló a Mickey.
—Yo soy un hombre justo. Voy a dejar que te lo lleves. Si quieres que te diga la verdad, estuve a punto de hacerlo yo mismo hace dieciséis años. Resulta que tienes una fiesta estupenda en la que todo el mundo se lo está pasando estupendamente, ¿y qué pasa? Pues que el idiota de tu hijo aparece de droga hasta las orejas, histérico, llorando, diciendo: ¡Papá, mira! ¡Mira! ¡He matado a mi novia! ¡Le he cortado el cuello! Y yo cuando le veo me digo: en vez de uno deberían ser dos, porque este mierda se lo merece después de lo que ha hecho. No sé tú, pero a mí nunca me ha gustado pegar a las mujeres. Si he tenido que matar a alguna lo he hecho, pero no porque estuviera enfadado con ella, o porque con ello obtuviera placer. Además… —añadió, dando una última chupada al puro antes de tirarlo al suelo—, me jodió una noche perfecta. Tuve que ingeniármelas para que tú no te enteraras de nada. No me acuerdo de los detalles, como tú comprenderás, porque tengo que admitir que yo también iba un poco colocado.
Buscó algún, signo de emoción en la cara de Wallis, pero el americano seguía impasible, con las manos apoyadas en la mesa.
—Todos estábamos un poco pasados —continuó—. Perdimos la concentración, lo cual es bastante peligroso, pero hay que reconocer que fue una fiesta cojonuda. Recuerdo que me tiré a tres chicas distintas. Adela fue la mejor, y por eso terminamos juntos. ¡Tres tías en una sola noche! Fue increíble —se inclinó hacia delante y sonrió—. ¿Y tú, Vergil? Cuéntame. De hombre a hombre. ¿A cuántas te has tirado en una noche?
Ella le sujeta la cabeza y habla y habla sin parar.
—¿Qué ves? —le pregunta.
Costa intenta desprenderse de la niebla que le enturbia el pensamiento y fija su atención en el corredor sumido en la oscuridad. Tiene que encontrar el modo de salir de allí.
—Ya sabes lo que veo —contesta.
Miranda no le suelta, sino que le obliga a mirarla a los ojos.
—No, Nic. No quiero que veas lo que sabes que tienes que ver. Si miras al rincón, ¿qué ves?
En su imaginación moldeada por lo que ella le ha contado, consigue verla por fin. Es una forma ovillada en un rincón, retorcida bajo el peso del miedo y la vergüenza, escondida en la oscuridad, creyéndose a salvo.
—¿Qué piensa? —le pregunta Miranda.
—Dímelo tú.
Su voz empieza a temblar.
—Lo ve todo, lo sabe todo, pero no tiene el valor necesario para contarlo.
En aquella pesadilla insomne, la figura solloza y se muerde la mano intentando ahogar el ruido.
—¿Quién es, Nic? ¿Quién es?
—No quieres contarlo, ¿eh? Haces bien. No hay que presumir.
Wallis se recostó en su silla. Parecía aburrido.
—O a lo mejor es que no te acuerdas —continuó Neri—. Hace mucho tiempo. Eso es precisamente lo que más me sorprendió de todo esto: saber que después de dieciséis años habían encontrado el cuerpo de tu hijastra. Porque no era hija tuya, ¿verdad? Tú no tienes hijos, ¿no? ¿Es que tienes algún problema ahí abajo?
Wallis señaló a Mickey con un gesto de la cabeza.
—¿Acaso crees que puede darme envidia?
Neri se echó a reír.
—¿Con este idiota? La verdad es que no. Pero yo conozco a Mickey. No es más que un crío débil y estúpido, igual que lo era entonces. Pero toda esta mierda me ha hecho recordar, aunque resulta difícil después de tanto tiempo, ¿y sabes de qué me he acordado?
Wallis se miró las uñas.
—Vergil, Vergil… esto es importante. Estoy hablando de la suerte que corrió tu hijastra.
—¿Qué es lo que recuerdas, Emilio? —preguntó de mala gana.
—Más que una cosa son dos, ahora que lo pienso. Dos cosas que no supe entonces. Mickey empezó a contarme que la había dejado embarazada, yo ni siquiera le pregunté por qué la había degollado. Esa es una. Y la otra es que al parecer ella no quiso jugar a lo que jugábamos todos los demás. Me dijiste que le gustaba aquel imbécil de la universidad y que nos íbamos a divertir todos.
Y sí que nos divertimos, todos menos ella. La niña sólo quería estar con Mickey. Yo se lo pedí de muy buenos modos, y Toni Martelli también, pero ella se limitó a sonreír y a servirnos otra copa.
Y en cuanto nos descuidamos, volvió con Mickey. A lo mejor no le gustaba la fiesta, o puede que… mira, Vergil, no me queda más remedio que hablar claro: como para tu niña no era la primera vez, a lo mejor por eso no quería estar con nadie. Y recordarás que ese era uno de los requisitos que había puesto el profesorcito que nos buscaste. Decía que si las chicas no eran vírgenes podían ocurrir cosas terribles, ¿te acuerdas? A lo mejor tenía razón. Oye, por cierto, ¿de dónde lo sacaste? Te lo pregunto porque la policía cree que tenía algo que ver conmigo. Como si…
Wallis volvió la cabeza. Parecía querer determinar si había alguien más oculto en la oscuridad del pasillo.
—Yo me muevo en círculos más amplios, Emilio.
—Ah, claro. Se me olvidaba que tú eres un tío educado. De todos modos, ¿qué más da? Te he prometido que podrías quedarte con Mickey, y yo no falto nunca a mi palabra. Puedes hacer lo que quieras, pero sólo con el cuchillo.
Le lanzó la navaja resbalando sobre la superficie de la mesa y Wallis la detuvo con mano experta. Mickey Neri, que seguía con los ojos tapados, lloraba detrás de la mordaza.
—Puedes hacer con él lo mismo que él le hizo a la chica, Vergil, pero démosle antes la oportunidad de hablar. Es lo justo.
Mirando atentamente al hombre sentado al otro lado de la mesa, Neri se levantó y de un tirón le quitó a su hijo primero la cinta que le tapaba los ojos y después la que le tapaba la boca. Mickey aulló de dolor, pero al verse frente a Vergil Wallis, con la navaja en la mano, el grito se le ahogó en la garganta.
—Dios… —musitó—. Papá, no me hagas esto.
—El hombre tiene derecho a saber cómo murió su hija —contestó Neri severamente—. Además mejor que descargues tu pecho, hijo, antes de que sea demasiado tarde.
—Eres tú —le contesta con voz átona.
—¿Quién?
—Tú.
Miranda le mira con sus ojos del presente, le besa sin dejar de llorar y de temblar.
Nic mira a la joven Miranda Julius, que sigue acobardada en un rincón. El tiempo ha obrado tantos cambios en su rostro, le ha quitado tanto… no hay líneas, ni preocupación, ni desesperanza.
—Eres preciosa —le dice.
Una risa sin fondo y sin alegría le contesta.
—Sólo en el exterior, Nic. El exterior no revela nada. Es una mentira. La única verdad está en tu imaginación. Si lo olvidas, no quedará nada salvo oscuridad.
Un grito reverbera en las paredes de la caverna y el miedo y la ansiedad, reales esta vez, alteran el sueño inducido que está viviendo.
Intenta caminar y tropieza. El fuego químico avanza a toda prisa en su cabeza. Ella le sostiene. Él tiembla. Suda.
—Hay más —dice ella.
—¡Yo sólo me la tiré! —gimoteó Mickey—. Nada más. No dejaba de pedírmelo, y yo empezaba a hartarme. Quería probar con otras, que para eso estábamos aquí, pero ella no me dejaba ni a sol ni a sombra. Yo le dije que la historia no funcionaba así, que debía estar también con los otros, pero no quería ni oír hablar de ello. —Decía— … los miraba a ambos alternativamente… —decía que erais un montón de viejos verdes y que no iba a hacerlo con ninguno. Me hablaba del amor y de todas esas mandangas, como si el mundo entero fuese un lugar especial. Incluso follar era especial para ella, pero yo sólo quería tirármela. Nada más.
Wallis le observaba en silencio, jugando con la navaja.
—¿Lo ves? —intervino Neri—. Lo que yo te decía. La chica no quería jugar. Entonces ¿por qué vino?
Mickey señaló con la cabeza a Wallis.
—Fue cosa suya. Debió parecerle bueno para el negocio. Al menos eso decía ella.
—Qué cosas tienes, Mickey —contestó Neri, ladeando la cabeza—, Vergil es un hombre culto. Es más: a él fue a quien se le ocurrió la idea de la fiesta. Lo de las flores y los vestidos fue todo cosa suya. Yo añadí los estimulantes y unos cuantos amigos a los que quería agradar. Seguro que la chica se lo imaginaba.
—¡Ninguna se lo imaginaba! —gritó Mickey—. Lo que pasa es que estabas tan colocado que ni te diste cuenta. Él y su amiguito el profesor les metieron de todo para luego encerrarlas en una habitación llena de viejos empalmados. No pudieron hacer nada. Sólo lo que vosotros quisisteis hacer con ellas. Y luego, cuando las cosas se torcieron, creísteis que podríais hacerlas callar con unas cuantas promesas.
Neri miró a Wallis.
—¿Es eso cierto, Vergil? Después de tanto tiempo, yo ya no me acuerdo.
El americano miró a Mickey lleno de odio.
—Este imbécil iba tan drogado que…
—Eso es verdad —intervino su padre—, y ahora quieres escurrir el bulto. Te tiraste a esa pobre chica cuando os conocisteis en Sicilia, y luego volviste a follártela la noche que estuvimos aquí. ¿Y después qué? ¿Te amenazó con ir a contárselo a su papá y a mí, o es que la fiesta se te fue de las manos y te despertaste con la chica muerta al lado y la navaja en la mano?
—¡No!
Neri hizo una mueca.
—Así no vamos a ninguna parte, y no tenemos tiempo de andar mareando la perdiz. Lo mejor será que Virgil haga lo que tenga que hacer.
Mickey se volvió hacia su padre, implorándole.
—¿Quieres hacer el favor de escucharme, por amor de Dios? Salí a fumarme un cigarrillo. Me estaba volviendo loco aquí dentro, todo lleno de viejos follando por todas partes como si tuvieran veinte años. Y esta cueva es… es como estar enterrado. Estuve fuera casi una hora. Pensé irme a casa, pero sabía que te cabrearías conmigo. ¡Entonces volví a la habitación que nos habías dado y me la encontré muerta! Tal y como tú la viste. ¡Pero no fui yo, joder!
Neri tenía los labios apretados. Miró el reloj y no dijo nada.
—Siempre la misma historia —espetó Mickey—. ¿A quién se la emplumas cuando no sabes cómo salir del marrón? A mí. No me preguntaste qué había pasado. La miraste, me miraste a mí y moviste la cabeza como haces siempre. ¿Sabes cuántas veces te he visto hacer ese gesto desde que era un crío?
—La chica estaba muerta, Mickey, y sólo había estado contigo. Yo tenía negocios con su padre, que estaba un par de habitaciones más allá haciendo de dios y follándose todo lo que se movía. Si hubiera dudado, si se hubiera llegado a enterar de lo que andabas haciendo con la chica antes de la fiesta, te habría matado sin pensárselo dos veces. ¿Alguna vez te has parado a pensarlo?
Mickey se quedó callado un momento y luego dijo en voz baja.
—No.
Una parte de él está dormida tras los párpados de sus ojos cerrados, escuchando lo que ella le dice, pero la otra ve. El dios está enfadado. La chica grita, se defiende, araña. En el sueño siente la presión de los gritos rebotando en las paredes húmedas que les rodean. Un brazo negro se flexiona y ella cae al suelo echando sangre por su boca perfecta.
Él se quita la máscara. Un rostro negro, desdibujado por la ira, exige obediencia, pero recibe sólo desprecio.
—¡Se lo contaré todo! ¡Todo! —grita la muchacha.
El hombre se coloca detrás de ella, alza un brazo y el acero brilla a la luz amarillenta de la bombilla. Unos ojos ocultos en las sombras brillan aterrorizados mientras presencian la escena.
Entonces termina el sueño, abre los ojos y camina hacia las voces y la luz.
Neri escrutaba las sombras. Tenía la sensación de que Adela estaba escondida allí. Luego miró a Mickey.
—Bueno, Vergil, ¿a qué esperas? ¿Vas a hacerlo o no?
Mickey dejó caer la cabeza hacia delante y comenzó a llorar.
—¿Y después qué? Tú me dispararás a mí.
—No. Tú perdiste una hija, y yo perderé un hijo. Lo que te voy a decir te va a resultar difícil de creer, pero yo jamás he matado a nadie sin tener una buena razón. ¿Matarte a ti? Bueno, la verdad es que me has metido en un lío con la policía, pero al mismo tiempo me has hecho un favor: recordarme que había llegado el momento del retiro. Un hombre tiene que saber cuándo debe abandonar la escena.
Wallis hizo un movimiento vago con el cuchillo y no dijo nada.
—Además —continuó Neri—, si me largo y te dejo con todo esto entre manos, vas a tener que dar muchas explicaciones. Yo me enteraré de todo por los periódicos desde algún lugar tranquilo y seguro. Va a ser muy divertido. Puede que incluso me muera riéndome.
—Es posible —dijo Wallis sonriendo de medio lado.
—Ojo por ojo —insistió Neri, devolviéndole el gesto—. Como debe ser. ¿Estamos de acuerdo? Pues fin de la historia.
—Sí. Fin de la historia.
Neri asintió.
—Eso está bien. ¿Te importa si te hago una última pregunta? Es un detalle que me preocupa.
El americano había soltado el cuchillo y tenía las manos sobre la mesa, ocultas tras el dinero.
—¿Ah, sí?
—Un poli amigo mío me ha contado una cosa bastante rara. Dice que cuando encontraron a la chica, tenía una moneda en la boca. Pensé que se trataba de un accidente, pero él me miró como me miras tú, como si fuese idiota. Parece ser que lo de la moneda tiene un significado, Vergil. ¿Tú crees que Mickey podía saber cuál? Porque yo no. Nosotros no lo sabíamos cuando nos deshicimos del cuerpo cerca de Fiumicino. Ya sabes, no somos hombres cultos.
Neri cogió el arma que había dejado sobre la mesa.
—Pero tú sí. Supongo que sabes para qué se hace una cosa así. Según me dijo mi amigo, es un gesto muy considerado. Una especie de despedida y de disculpa. Seguro que ese profesor amigo tuyo también lo sabía, pero el pobre no era más que un pervertido que te agenciaste para que te organizara las cosas, un don nadie que no habría tenido el valor de matar. Además, ¿qué razón iba a tener él? Pero si fuiste tú y no él quien entró… no sé, quizás no te gustó que te dijera que no, o enterarte del regalito de Mickey. O pensaste que cómo le ibas a explicar a su madre que te la habías tirado.
Los ojos de Wallis parecían taladrarle desde su silla.
—Hay una cosa que sí recuerdo bien, Vergil. Tan bien como si fuese ayer —señaló la máscara que había sobre la mesa—. Que te encantaba llevar ese chisme puesto. Es más, creo que cuando te la ponías, de verdad te creías un dios. Alguien mejor que el resto. Alguien que podía hacer lo que le diese la gana sin tener que pagar las consecuencias. Y esa es la razón de que estés aquí, ¿verdad? Tienes miedo de que tu secretillo pueda ver la luz, ¿no es eso? Quieres mantenerlo enterrado, a ser posible con el nombre de Mickey sobre la lápida.
Neri miró a su hijo y después a Wallis. La furia se le escapaba por los ojos.
—Pues tengo que decirte que no eres un dios. Ninguno de nosotros lo es. Pero como yo no he sabido darme cuenta, he estado castigando por tu culpa al idiota de mi hijo durante años. Ojalá tuviera más tiempo. Me gustaría hacer esto de otro modo y…
La explosión pareció reventar las paredes. Emilio Neri se vio lanzado hacia atrás en la silla y se llevó las manos al pecho. Tenía la sensación de que algo se le había salido de dentro. Aterrizó en el suelo a tiempo de ver la mano de Wallis saliendo de debajo del montón de dinero con una pequeña pistola en la mano que había sujetado a uno de los fajos de billetes.
—Bruno… —gorjeó con la garganta llena de sangre, pero sus palabras quedaron ahogadas en la oscuridad.
Los policías de uniforme alinearon a Bucci y a los otros tres matones contra la pared. Bucci tenía esa expresión que Falcone y Peroni conocían tan bien, una expresión que decía pregunta lo que quieras, que aquí nadie te va a decir nada.
—¿Qué estaban haciendo? —le preguntó Falcone al sargento de uniforme.
Gianni Peroni había reconocido inmediatamente a Bucci como el líder del grupo y se había plantado delante de él, como un toro frente a otro.
—Iban andando cuando los detuvimos —contestó el sargento—. Supongo que nos vieron antes que nosotros a ellos.
Falcone se acercó también a Bucci y le dijo:
—No tengo tiempo para malgastarlo contigo, hijo. Tengo un hombre ahí metido, y si muere te prometo que tu vida no valdrá una mierda. Neri ha pasado a la historia, y si te empeñas en seguir con él, tú también te irás por el desagüe. ¿Lo entiendes?
Bucci miró a los otros tres hombres y se echó a reír.
—¿Habéis oído? No sé qué va a ser de esta ciudad si un italiano decente no puede andar por la calle sin que un tío feo y con placa pretenda tocarle las narices.
—¿Feo? —repitió Peroni—. ¿Me has llamado feo a mí? Nadie me ha llamado feo antes. Me siento insultado.
Bucci volvió a reír.
—Pues sí, feo. Más feo que…
Ocurrió tan rápido que Falcone no tuvo tiempo de reaccionar. Le propinó a Bucci tal cabezazo en la nariz que el matón cayó al suelo, sangrando como un cerdo y boqueando como un pez fuera del agua. Luego se abalanzó sobre él y comenzó a golpearle en el vientre, primero con los puños, después a patadas, mientras Bucci se retorcía, gritaba, sangraba. Peroni agarró por la pechera al que tenía al lado, un idiota de unos treinta y tantos años, flaco como una espátula y con los ojos como platos, dispuesto a hacer lo mismo con él.
—¡Un poco más allá, en una cueva! —gimoteó—. ¡No me pegues, por favor!
Peroni no esperó. Fue el primero en entrar en aquella apestosa cueva y en recorrer los pasadizos amarillentos del laberinto, que abría su boca dispuesto a engullirlos a todos en la oscuridad.
Mickey Neri gemía. Se había orinado encima y el líquido caliente le quemaba las piernas.
—No lo haga… p-p-por favor, no.
Wallis se acercó a él con la navaja sin apartar los ojos de la máscara, cuyas cuencas vacías parecían seguir sus movimientos.
—Tengo que hacerlo —murmuró, y se colocó detrás de él. Con una mano le agarró por el pelo, tiró de su cabeza hacia atrás y apoyó la hoja en su pálido cuello.
Están contemplando la escena, ocultos en un rincón, y dos tiempos distintos se funden en la cabeza de Nic. La figura que tiene delante no es un dios, sino un hombre, iluminado por aquella única bombilla amarilla, de pie detrás de otro hombre que grita atado a la silla. No conoce la piedad y está decidido.
—No me falles, Nic —le dice ella—. Recuerda quién eres. No me obligues a ser testigo por segunda vez.
Le sujeta la mano y le entrega algo frío y de metal, que le resulta familiar.
Aquel brazo fuerte y negro hizo ademán de cruzar la garganta de parte a parte, pero de pronto se detuvo.
Una figura sale de la oscuridad y Vergil Wallis se queda quieto, atónito. Un nombre se escapa de sus labios y queda suspendido en el aire entre ellos. Baja la mirada y señala con un gesto de la cabeza el dinero que hay sobre la mesa.
—Ahí tienes tu dinero —dice el americano sin poder apartar la mirada de su pelo, de sus ojos que brillan con codicia, recordando—. Ya sabes lo que hay. Vete.
Su rostro brilla más que cualquier otra cosa que haya en la habitación, un brillo que parece prestado de las fotos que hay por todas partes. Ella se estremece, empieza a temblar clavada en el suelo como está, asustada y tranquila a un tiempo.
Wallis mueve la navaja delante de ella.
—Llévatelo.
Nada. Miedo y determinación.
—Lo sé —dice ella.
Él se detiene, confuso. Hay lágrimas en los ojos de ella cuando añade:
—Lo vi, lo sé, y no tuve valor para contarlo.
Wallis mira la máscara de la mesa y se ríe, preguntándose si debe probársela una vez más.
«¿Qué importa uno más?», se pregunta, y se echa a reír, contemplando con codicia aquel cabello rubio. «Al fin y al cabo…».
—Tú sí que sabes mirar, niña —quiere decir, pero no le salen las palabras. Detrás de ella, en las sombras, el trueno y el fuego rasgan la oscuridad.
Ve una silueta e intenta rugir, sacar el dios que lleva dentro, pero la sangre le atora la garganta y cae. Entre el humo y el olor a pólvora, Nic Costa siente que pierde también la consciencia. La cabeza le da vueltas y sus piernas han perdido la fuerza.
Ya en el suelo, con la visión nublada, queda un último recuerdo.
Ella se agacha junto al hombre caído, le abre los labios manchados de sangre cuando todavía intenta hablar, y una moneda lanza un débil resplandor entre sus dedos. Luego desaparece.
Otra habitación. Más pequeña. Un rayo de luz polvoriento deshace las tinieblas. Su voz adulta le habla, y esta vez suena tranquila, serena.
—Nic, querido. Sálvate. Sálvame.
—No —responde, y escucha su propia voz resonando a través del laberinto de túneles excavados en la roca.
Se sienta en una silla. Ella se inclina sobre él, sujetando sus mejillas. Su cara llena por completo su campo de visión, ocupando todo su mundo.
—De vez en cuando tienes que alimentar al salvaje que llevas dentro. Es la única manera de mantenerlo bajo control.
Pugnando por controlar sus manos, sus dedos alcanzan a tocar el hombro de ella, para deslizar lentamente los tirantes de su camiseta.
Y entonces oye la conocida voz, riendo, deberías haberte dado cuenta antes, muchacho, y dices que eres policía.
Desde lo más profundo la cara que tiene delante le hace una mueca victoriosa. Su boca se cierra sobre la piel manchada, tragando su voz gutural. Su dientes la muerden, chupando, lamiendo el vil veneno azul de sus poros, tragándoselo.
Hay voces que se acercan por el pasillo, voces que llenan su cabeza. Toma aliento y se da cuenta: es sólo el comienzo. La droga avanza inexorable, adueñándose más y más de su ilimitada imaginación.
De repente, como un rayo de luz en las tinieblas, una voz amiga resuena a través de las profundidades de su interior.
—¡Nic! ¡Nic!
Un sonido de un mundo casi olvidado. Del mundo real.
—One pill makes you small, canta Miranda.
—¡Nic!
Ella se inclina para besarle, su lengua asomando fugazmente en la comisura de sus labios.
—No me busques —susurra, y desaparece entre las sombras, dejando tras de sí el roce de su piel, su presencia.
La luz se apaga. Está oscuro y hace frío. Tiembla en soledad.