Venerdi

La primavera llegaba pujante. Emilio Neri había ordenado a sus hombres que colocaran algunas estufas de exterior en la terraza de modo que pudieran disfrutar de su primer desayuno del año al aire libre, con vistas a la Via Giulia. Eran las ocho de la mañana. La casa parecía distinta. Había despedido a la servidumbre porque necesitaba sitio para sus matones. Además, estaba más a gusto sin ellos. Había enviado a uno de sus hombres a comprar dulces y fruta al Campo dei Fiori. Tenía mucho que pensar antes de tomar una decisión. Aparte del buen tiempo, había otra razón más para desayunar al aire libre. Los cerdos de la DIA no se detendrían ante nada con tal de atraparlo. A veces llegaba a pensar que tenían pinchada la casa y que grababan todas sus palabras. Pero otras veces se preguntaba si no se estaría volviendo paranoico con la edad. Fuera como fuese, se sentía más cómodo sentado bajo los templados rayos del sol de la mañana, con el distante runrún del tráfico que discurría por Lungotevere, sin que nadie pudiera vigilarle.

O quizás esa libertad no era más que un espejismo. Podían tener cámaras apuntándole desde cualquier parte, o helicópteros sobrevolando su casa. Así funcionaba el mundo moderno: colándose en tu intimidad, siguiéndote los pasos, haciendo preguntas estúpidas. Y mientras, la vida real podía hacerse pedazos sin que nadie se diera cuenta.

Adela y Mickey estaban sentados frente a él. Aquella mañana parecían más distantes que nunca. Su interpretación —y el término le parecía muy apropiado— no tenía fin. Su hijo había vuelto a casa poco después de la media noche, de un humor de perros. Alguna cita que le habría fallado. Ni lo sabía, ni quería saberlo. La felicidad de su hijo en ese sentido le traía al pairo.

Tenía seis soldados en la planta de abajo, todos equipados por si la ocasión lo requería. Había llamado también a unos cuantos compari, hombres dispuestos a seguirle si en sus cuentas bancadas se ingresaba la cantidad necesaria. Los había ido convocando uno a uno a su despacho para poder mirarles a los ojos e intentar encontrar algún rastro de deslealtad, y al no encontrarlo, les había pedido que se mantuvieran a su disposición durante unos cuantos días por si llegaba a necesitarlos. Eran hombres que tenían por qué estarle agradecidos. Todos sabían que cierto tipo de deudas nunca se terminan de saldar del todo y si estallaba la guerra, necesitaría todas las manos que pudiera conseguir. Su empresa era típicamente romana, sin la estructura rígida y paramilitar que a los sicilianos tanto les gustaba. No mantenía consiglieres a los que pedir consejo o que pudieran negociar en su nombre con sus rivales para que las cosas no llegaran a mayores. Tampoco tenía un grupo de capi que dirigieran a los soldados. Sólo contaba con Bruno Bucci, que era una especie de capitán pero que nunca actuaba en nombre propio.

A Neri siempre le había gustado hacer las cosas él mismo. En el pasado era necesario hacerlo así, pero en el presente era su obsesión por el control absoluto lo que le empujaba a seguir y lo que le impedía delegar con facilidad. No contaba con hombres suficientes. Roma no había visto una guerra total entre grupos rivales desde hacía más de dos décadas, y las cosas deberían haber cambiado desde entonces. Se suponía que la gente era más civilizada, pero se engañaban todos, incluido Neri. La verdadera naturaleza humana no cambiaba jamás, sino que se limitaba a quedar soterrada durante un tiempo. Tenía que adaptarse a la nueva situación, y rápido.

Bucci subió por la escalera de metal que conducía a la terraza con el desayuno en una bandeja: dulces, zumo y café. La dejó sobre la mesa, hizo una leve inclinación de cabeza ante Neri y se marchó.

—¿Alguien me quiere explicar qué está pasando aquí? —preguntó Adela—. Nos sirve la mesa un gorila y hay gente abajo que sinceramente no encaja con la decoración de la casa. ¿Se puede saber por qué estoy compartiendo mi casa con un montón de zombis vestidos de negro cuando yo estoy todavía en pijama?

Iban a tener unas palabritas precisamente a ese respecto. Adela se paseaba por la casa como si nada hubiese cambiado. Se sentaba al lado de Mickey bajo una de las estufas con aquel pijama nuevo de seda que parecía de oro puro y bajo el que no llevaba absolutamente nada. Ni siquiera se había molestado en abrocharse en condiciones la chaqueta, y no quería que a sus hombres se les pudiera desviar la mirada. ¿Por qué su hijo ni siquiera la miraría estando él delante?

—Podrías probar a vestirte un poco más temprano —dijo, y tomó un sorbo de café.

—Anoche me despertaste —le dijo a Mickey con una mirada glacial—. Menudas horas. ¿Es que no puedes buscarte alguna furcia que trabaje a horas más normales?

Mickey sonrió, y aquel estúpido pelo teñido se movió con la brisa.

—¿De qué furcia hablas? Estuve ocupado. Se tarda mucho en reclamar lo que nos deben. Pero yo estaba trabajando. ¿Y tú?

Mentía como un bellaco y su padre lo sabía. El cerebro de su hijo se alojaba detrás de la cremallera del pantalón. Siempre había sido así. Le bastaba con mirarle a la cara para saber que andaba metido en algo nuevo.

—¿Y qué le ha pasado a tu teléfono? En esta familia tenemos muchos problemas con los teléfonos.

Mickey se encogió de hombros. Estaba un poco raro. La frente le brillaba de sudor y no fijaba la vista en ningún punto al hablar.

—Se ha estropeado. Lo están arreglando.

—Sí, que te lo arreglen —contestó su padre con ironía—. Ya tengo suficientes problemas como para preocuparme también de vosotros dos.

Hubo un momento de silencio en el que Neri se preguntó cómo decírselo y hasta qué punto debía revelarles. Adela se merecía saberlo por su propia seguridad y Mickey seguramente pensaría que era su obligación contárselo.

—Debemos andarnos con cuidado. Es posible que tengamos problemas.

—¿Con quién? ¿Con los sicilianos? —preguntó Adela y Neri se preguntó por qué la pregunta la había formulado ella y no su hijo.

—Oídme bien: no tenemos nada que temer de nuestra propia gente. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. ¿Es que os creéis que llevo toda la vida aguantándolos sin motivo? Siempre y cuando permitamos que nos chupen la sangre de vez en cuando, no pasará nada.

—Entonces, ¿quién es? —insistió ella.

No podía apartar la mirada de Adela. Tenía en su mano huesuda y delicada una pasta de té y no podía dejar de bostezar, sin tan siquiera intentar disimularlo o taparse la boca. Todo aquello le quedaba muy lejos.

—Cuando Mickey era un adolescente, tuvimos un pequeño problema con los americanos.

Mickey respiró hondo.

—Eso está ya olvidado.

—Es posible que alguien piense de otro modo —respondió Neri—. A lo mejor hay quien nos hace responsables.

—¿Y lo somos?

Adela lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos, unos ojos sin culpa y sin entendimiento, porque acababa de formularle quizás la peor pregunta que se le podía hacer a una persona en su situación.

—La gente tiene poca memoria —dijo Neri—. ¿Tú te acuerdas de lo que estabas haciendo hace dieciséis años?

—Por supuesto. ¿Tú no? Yo estaba aprendiendo a follar. Me pareció un conocimiento muy útil.

—Ya. Pero no todo ocurre de cintura para abajo —espetó. O no siempre—. Lo importante es que debemos andarnos con cuidado. Esta es nuestra ciudad, y hasta que todo el mundo se haya dado cuenta de eso, quiero que los dos os quedéis aquí, donde pueda teneros controlados.

Adela le dirigió a Mickey una mirada teatral.

—¿Quieres que me quede aquí metida con él como si fuera una prisionera? —preguntó con desprecio.

Neri los observaba a ambos, y no dejaba de pensar.

—Imagínate que es una terapia. Un cambio en tu rutina diaria de compras.

—A veces todo esto me hace reír —murmuró.

Mickey se rio. Estaba raro. Un poco colorado. A lo mejor había vuelto a drogarse. Sería lo que le faltaba.

—A mí también —masculló Neri y se levantó de la mesa para ir a hablar con sus hombres. A veces su familia era deprimente.

Adela se le quedó mirando, y Mickey cerró los ojos para disfrutar del momento. Hacía una mañana preciosa. Dos gaviotas chillaban en el cielo y un poco más lejos se oía el rotor de un helicóptero que a lo mejor los vigilaba. Ella apretó la mano para acariciarle, para seducirle, para alcanzar un ritmo firme e insistente, igual que había estado haciéndolo durante todo el tedioso discurso de su padre. Tenía una erección descomunal que ella sostenía en la mano, bajo la mesa.

Un fluido pugnaba por salir y ella levantó el mantel, bajó la cabeza y él sintió el roce de su pelo en la entrepierna antes de sentir su boca, los dos perfectos círculos de placer que dibujó su lengua.

Mickey gimió. No pudo evitarlo. Cuando volvió a abrir los ojos, ella ya estaba incorporada, limpiándose con una servilleta la comisura de los labios, la punta de la lengua apenas visible.

—¿Ha sabido hacértelo igual de bien la puta de anoche? —le preguntó.

—Ya te he dicho que estaba trabajando —contestó él con la voz todavía perdida.

—Espero que sea cierto —respondió ella, mirándole de un modo extraño. Adela había cambiado en los últimos días. Daba la sensación de que quería algo, algo más aparte del sexo.

—¿Has oído lo que decía tu padre?

—Es difícil prestarle atención a tu padre cuando tu madrastra te está haciendo una paja debajo de la mesa.

—A lo mejor debería dejar de hacerlo. Dejarlo todo antes de que se entere.

Él parpadeó varias veces, incapaz de soportar la idea.

—O a lo mejor debería decirle que tú me has obligado. Que no me dejabas en paz. Podría arrojarme a sus pies y pedirle clemencia. Y seguro que me escuchaba.

—N… n… no bromees con cosas así, Adela —contestó él. Se atascaba cuando se ponía nervioso.

—Tenemos que hablar en serio, Mickey —le dijo ella, apretándole un brazo, clavando sus dedos huesudos en él—. Tienes que escucharme. Tu padre ya es viejo y está un poco cascado. Ya no sabe lo que quiere hacer. Y los sicilianos… ¿tú los conoces?

—Son amigos —explicó, intentando parecer convencido.

—Son socios. Si se dan cuenta de su debilidad, se limitarán a darle el negocio a otro, tú aparecerás muerto en el coche en algún campo abandonado y maloliente y yo tendré que volver a hacérselo a esos viejos ricos a los que ya no se les levanta.

—¿Qué me estás diciendo, Adela? —preguntó, asustado.

Le gustaba aquella mujer. Incluso era posible que la quisiera. En primavera pasaban cosas muy raras.

—Lo que te estoy diciendo es… que tenemos que estar preparados.

Hasta ellos llegó un ruido de coches y sirenas, y se asomaron para mirar. Mickey respiró hondo y se retiró un paso. No le gustaban las alturas, y tampoco lo que acababa de ver abajo: una flota de coches azules que derrapaban sobre el empedrado de la calle y la bloqueaban. Del primero de ellos, que había quedado cerca de la iglesia, se bajó un hombre alto y de aire distinguido. Con él había una mujer joven, bien vestida y elegante.

—Mierda —murmuró, y se retiró de la barandilla con la cabeza dándole vueltas. El timbre había empezado a sonar con insistencia.

sep

Costa llegó temprano a la Comisaría y llevó la goma y el cepillo al laboratorio. El ayudante de laboratorio con su característica bata blanca olfateó las pequeñas bolsas de plástico.

—¿A qué caso los asigno?

—¿Cómo dices?

—Tenemos un procedimiento nuevo de control de gastos que nos han enviado de arriba y nos obliga a asignar los análisis a un caso para poder controlar el presupuesto.

Costa suspiró.

—Al de Suzi Julius, la chica perdida. Necesito saber si el pelo de ambas cosas coincide, y lo necesito esta tarde.

El hombre enarcó las cejas. Rondaba los cuarenta, era de corta estatura, delgado y con una cara amargada y muy pálida. Acercó a la luz de su mesa las bolsas y las miró detenidamente.

—Puedo decírselo ahora mismo, detective. No coinciden.

—¿Qué?

—Fíjese bien. El pelo es de distinto color.

Costa le quitó de la mano la bolsa. A lo mejor tenía razón. Había una sutil diferencia en la coloración. La muestra de la goma era más oscura. A lo mejor provenía de otra persona, o la tierra ocre que había en el suelo lo había manchado.

—¿Es del mismo color todo el pelo de la cabeza? —le preguntó.

—No, a menos que se haya teñido con mucha maestría.

—Entonces, hágame un favor y analice las dos muestras.

El ayudante escribió algo en un papel.

—Genial. Esto va a quedar de maravilla en la auditoría semanal. Estamos sólo la mitad del personal por la epidemia de gripe, y me parece que yo también la estoy pillando, así que no esperes milagros.

—¿Cuánto tiempo?

—Tres días mínimo. Es lo más que puedo hacer dadas las circunstancias. Lo siento.

Costa salió del laboratorio maldiciendo entre dientes y al entrar de nuevo en la oficina, se encontró con Peroni medio tirado en su silla, los ojos cerrados y el rostro macilento y triste.

—Buenos días —lo saludó.

—Lo de buenos habría que verlo. Tienes una visita. Es la inglesa.

Costa lo miró frunciendo el ceño.

—Eh, conmigo no te enfades, que yo me he ofrecido a ayudarla, pero sólo quiere hablar contigo. Con Nic Costa, o con nadie.

Nic salió al área de recepción. Miranda Julius estaba sentada en un banco con bolsas bajo los ojos. Tenía un aspecto horrible.

La saludó y le pidió que la acompañara a una sala. En el pasillo se cruzaron con Teresa Lupo, que iba cabizbaja.

Peroni los acompañó y le ofreció asiento a la señora Julius.

—¿En qué podemos ayudarla, señora Julius? —le preguntó deliberadamente, como queriendo dejar claro que los dos formaban un equipo y que tendría que hablar con ambos.

—¿Saben algo de mi hija?

—Nos pondremos en contacto con usted en cuanto tengamos alguna información, se lo prometo.

—¿Y qué están haciendo ustedes para conseguirla? —espetó—. ¿Qué hay de la goma del pelo que encontraron? ¿Han averiguado si es de Suzi?

Los dos se miraron.

—Voy a acercarme al laboratorio a preguntar —contestó Peroni.

—Se lleva su tiempo —dijo Nic cuando su compañero hubo salido—. Todo se lleva su tiempo. Ni siquiera tú estabas segura de lo de la goma. Lo más probable es que se la dejara allí otra persona. Alguien que fuera con un grupo de escolares, por ejemplo.

Un grupo de escolares dispuestos a estudiar porno. O un grupo de universitarios.

Ella se inclinó sobre la mesa y le sujetó el brazo para mirarle a los ojos con aquella intensidad que estaba empezando a reconocer.

—Nic, mi hija está perdida. He oído en la tele las especulaciones que se hacen sobre la posible celebración de rituales, y tú encontraste todos esos trastos en su habitación. ¿Y si está mezclada en algo así?

El asintió.

—De momento, no hay nada que nos empuje a relacionar a Suzi con lo ocurrido en Ostia. ¿Por qué iba a estar mezclada en ello? ¿Conocía al profesor, o a la mujer policía?

—No.

Miranda estaba sintiendo lo que Nic tantas veces había visto ya en aquellos casos: una mezcla de miedo y de desprecio por sí misma.

—Suzi se ha escapado —dijo él—, seguramente con algún muchacho estúpido que conoció en algún momento en que tú no estabas. Estamos haciendo circular su foto. Alguien tendrá que verla y reconocerla, si es que antes no te ha llamado.

Ella miró su reloj.

—Lo siento. Es que me siento tan… inútil.

—Es comprensible. Como te dije ayer, puedo solicitar que alguien vaya a quedarse contigo.

—No, no es necesario —hizo una pausa—. Siento mucho lo de anoche. No debería haberte puesto en esa situación. Es imperdonable.

—Olvídalo.

—No —dijo con firmeza—. No quiero olvidarlo. Cualquier otro hombre… bueno, sé lo que habría hecho la mayoría y te doy las gracias.

Nic no quería seguir con aquella conversación.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Pues salir a dar una vuelta. Pensar. Intentar no perder la esperanza. Como siga metida en ese apartamento, voy a volverme loca. Mi hija tiene mí móvil si necesita hablar conmigo.

Nic le dio una tarjeta.

—Llámame cuando quieras. A cualquier hora, y por lo que sea. Aunque no tengas nada nuevo que decirme y sólo quieras charlar.

Ella se la guardó en el bolso.

—No quiero que me malinterpretes —titubeó un poco—. Cuando te dije anoche que tenía esa… costumbre de acostarme con desconocidos, no era del todo cierto. Es que no me gustaría que pensaras que es… automático —dijo, y le miró directamente a los ojos.

Peroni le salvó al entrar en la sala para comunicarles que no había nada nuevo del laboratorio pero que seguían trabajando en ello, y que estaban empezando a recibir llamadas de la gente. Luego se sentó al lado de ella, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo.

—Estamos haciendo todo lo que podemos, señora Julius —le dijo muy serio—. Si se le ocurre algo que no nos haya contado y que pueda ser relevante…

Ella se cruzó de brazos con un gesto cargado de tensión.

—Nada —contestó, y su pelo rubio se movió al inclinar la cabeza—. No. Lo siento. Es que no soy capaz de pensar con claridad. Anoche, poco después de marcharte, encontré una de esas cámaras de usar y tirar en la habitación de Suzi. Acabo de llevar el carrete a revelar, pero no hay nada. Son sólo… cosas. Sitios. Las fotos típicas de las vacaciones. No hay nadie en particular, al menos en mi opinión, pero pueden quedárselas si quieren.

—Podría sernos de mucha ayuda —dijo Peroni con aplomo—, es exactamente la clase de ayuda que necesitamos, Miranda.

Costa miró a su compañero y se dio cuenta de que estaba empezando a gustarle, y mucho. Ambos sabían que no había nada en las fotos, pero Peroni pretendía que ella se sintiera mejor.

Del bolso de lona sacó un sobre de fotos y se las dio a Costa, que las revisó someramente. Eran las tomas típicas de Roma: la Fontana de Trevi, el Coliseo, las escaleras de la Plaza de España. Suzi había hecho los deberes.

—Las estudiaremos —prometió.

Y los dos la acompañaron a la salida.

—Me molesta mucho tener que mentir —dijo Peroni cuando ella ya no podía oírles—. Hemos recibido tres llamadas, y ninguna de ellas era nada. No me puedo creer que nadie haya visto a la chica.

—Eso es exactamente lo que pasó con la hija de Jamieson.

—Vamos, Nic. Sé lo suficiente de estas cosas para entender que esto es lo que pasa casi siempre, así que mejor será que no saquemos conclusiones precipitadas. Esa pobre mujer se ha dado cuenta de que eso es precisamente lo que estamos haciendo, y está muerta de miedo.

Costa suspiró. Peroni tenía razón.

—El problema es —continuó Peroni—, que me pasa lo mismo que a todo el mundo: que no puedo dejar de pensar en Bárbara. ¿Qué demonios le pasó? Su padre es un cabestro, un chorizo, un mentiroso patológico, y ella parecía tan distinta que cuando la miraba solía pensar: ahora veo que es posible superar toda la mierda que puedan echarte encima en este mundo, siempre que lo intentes. Pero me equivocaba. El veneno se le había metido en la sangre como al resto de nosotros, pero en su caso todavía más. ¿Por qué?

Costa había visto a Falcone un instante antes de ir al laboratorio y les había hecho un encargo.

—¿Trabajaste con su padre?

—Tuve ese honor —contestó Peroni, y de pronto lo miró con desconfianza—. No fastidies. No me digas que Falcone quiere que vayamos a hablar con ese cerdo. ¡Por amor de Dios!, dime que me equivoco.

Costa se encogió de hombros.

—Tú le conoces, Gianni. Es lógico que nos mande a nosotros. Los hombres que fueron a hablar con él anoche volvieron con las manos vacías.

Peroni recogió su chaqueta de la silla e hizo una mueca que le pareció de dolor.

—¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? Voy a hacerte una pregunta, Nic. Yo tengo una hija también, y está en esa edad en que empiezas a notar que ya hay detalles adultos en ella. ¿Cómo puedes darte cuenta de sí está tomando el camino equivocado? ¿Cómo puedes saber si ha heredado alguno de tus rasgos oscuros? Si no supe darme cuenta de lo que le estaba pasando a Bárbara Martelli y si caí como todos en su mentira ¿cómo voy a saberlo?

Nic no le estaba escuchando con atención. No había tiempo de enfrentarse a su sentimiento de culpa. Ni siquiera lo había para volver a ver las fotos y tratar de encontrar algo que no fueran piedras conocidas y montones de gente, un mar de rostros sin expresión que ocultaban todos sus secretos.

—No tengo ni idea —admitió.

sep

Le dolía el cuerpo del accidente. Llevaba un vendaje que le cubría la parte de la cabeza que se había golpeado contra el salpicadero, pero aun así, aquella mañana debería ser una de las buenas en la morgue de Roma. Tenía dos cuerpos que examinar, y un cheque en blanco para hacer todas las pruebas que la curiosidad le empujase a hacer en el cuerpo momificado de Eleanor Jamieson. En los ocho años que llevaba trabajado allí, nunca había tenido algo tan interesante de lo que ocuparse. Sin embargo, Teresa Lupo estaba apoyada contra la pared exterior que unía sus dominios con la Comisaría, perdida en sus pensamientos mientras se fumaba el tercer cigarrillo de la mañana. Las cosas se movían a su alrededor. Falcone se había marchado con un equipo entero, Nic Costa y Peroni le habían dicho adiós poco después, y se temía que todos ellos hubieran tomado la dirección equivocada.

Un pensamiento obsesivo la había conducido a correr el riesgo de irse sola a Ostia: una joven llamada Suzi Julius estaba corriendo un grave peligro y no lo sabía. Aquella criatura había caído inconscientemente en manos de un lunático. Un lunático, eso sí, inteligente y cuidadoso, pero desequilibrado sin duda. En el mejor de los casos, acabaría siendo violada, y era poco probable que emplearan la postura del misionero. Y en el peor…

Teresa volvió a mirar el cuerpo como de cuero viejo que tenía sobre la camilla y se preguntó si aquel trabajo no estaría empezando a desbordarla. ¿Sería posible que los temores que albergaba sobre el destino de Suzi Julius no fuesen más que la manifestación de algo más, de una enfermedad profunda y creciente provocada por la futilidad de lo que hacía? Su trabajo le gustaba y a veces conseguía descubrir algo que ayudaba a resolver un caso. Era buena en lo que hacía, mejor que la media de sus colegas, razón por la cual las autoridades toleraban su comportamiento. Pero hiciera lo que hiciese, por clarividente o inspirado que estuviera, siempre tenía lugar a toro pasado. Podría consolarse sabiendo que sí gracias a ella se encerraba a algún asesino, evitaría quizás que cometiese otro crimen, aunque con ello no lograba devolverle la vida a los que ya la habían perdido y a la postre sólo pudiera acompañarlos en el funeral y ofrecer su dolor y su compasión a quienes lloraban su muerte. Su trabajo era útil, sí, pero no lo suficiente.

Y en aquel caso, ni siquiera eso. Al ir a Ostia albergaba la esperanza de encontrar algo que pudiera unir la muerte de Eleanor Jamieson con la desaparición de Suzi Julius. Tenía que ser así.

Para ella no cabía ya ninguna duda, aunque era incapaz de racionalizar esa certeza. Falcone era un buen policía que si contaba con pruebas, con cartas con las que jugar, no podía haberlo mejor. Pero había visto su cara cuando habían estado en el apartamento del Teatro de Marcello el día anterior. Ya tenía un asesinato, aunque hubiera ocurrido dieciséis años antes, y frente a ello y a pesar de que todos conocieran las conexiones con el crimen organizado, la desaparición de una adolescente le parecía un asunto de menor importancia.

El tirso, las fechas, la curiosa colección de semillas… todas las pruebas que Nic y ella habían encontrado en el dormitorio de Suzi carecían del peso necesario. A lo mejor Suzi se había enganchado con el culto dionisíaco por Internet. Había muchos casos. Lo había verificado aquella misma mañana. A lo mejor el tatuaje del hombro era cosa de crías, pero ella era incapaz de convencerse. Seguramente Falcone era de su misma opinión, pero a falta de algo más firme, algo con lo que pudiera trabajar, tenía las manos atadas.

Y esa era la razón de que hubiera roto todas las reglas para ir a ver al profesor Randolph Kirk, esperando encontrarse a una especie de Harrison Ford a quien hacerle sus preguntas, para en realidad acabar tropezando con un canalla que sólo podía ofrecer más complicaciones y misterios. No habría podido tomar una decisión peor, y no sólo porque hubiera terminado huyendo de las balas, sino porque con la muerte de Kirk, Falcone tenía otro crimen real del que ocuparse, otro argumento para poner a Suzi Julius en segundo plano. Y cuando aquel escarabajo negro y motorizado se lanzó tras ella y resultó ser una policía fuera de servicio que pretendía pegarle un tiro, todo subió un peldaño más, y la adolescente perdida quedó en la trastienda.

Había enviado al «Monje» a que se enterara de lo que se decía en la Comisaría antes de comenzar la autopsia de Bárbara Martelli, labor que no le hacía ninguna gracia acometer. Al «Monje» se le daban bien esas cosas. Los polis le compadecían y lo ridiculizaban, y mientras tanto él recogía toda clase de información. Aún no había vuelto, pero Teresa ya sabía lo que le iba a contar: que nadie había visto a Suzi Julius y que nadie se inclinaba a creer que su desaparición fuera otra cosa que la de una adolescente intentando saborear la vida adulta sin importarle el susto que pudiera estar pasando su madre.

Ella misma se había dado una vuelta por la comisaría y había visto las caras de la gente, y sabía lo que le dirían si sacaba el tema: una preciosa policía de tráfico con el pelo dorado y unas curvas que desbordaban el cuero de su uniforme, un ángel, una diosa del sexo con gafas de sol y una Ducati se carga primero a un profesor universitario y luego intenta cargarse también a una forense un poco excéntrica sin razón aparente, y acaba despanzurrada en un agujero maloliente cerca de Fiumicino, ¿y tú andas preguntando por una adolescente que se ha largado de su casa y que cuando se la vio por última vez se despedía de su mamá sonriendo cuando el novio número uno de las vacaciones se la llevaba a comprar condones? ¿Es que no sabes lo que significa la palabra «prioridad», o te queda claro por qué el sobrenombre de «la loca»?

Tenían razón. Razón desde el punto de vista policial, claro. Pero había visto algo más en sus caras. Sentía que, en cierto modo, la culpaban. Si no hubiera decidido ir a Ostia, Bárbara Martelli y Randolph Kirk seguirían vivos, y nadie sabría qué mecanismos podían empujar a matar a una determinada persona.

—Sí, pero no por no haberlo sabido —le contestó en voz alta a un adversario imaginario con el que estuviera discutiendo en aquella sala llena de humo y del aire primaveral de Roma— … habría dejado de existir algo perverso allí. Simplemente no comprendemos qué era o por qué existía.

«Y seguimos sin saberlo», pensó con tristeza. «No sabemos nada».

—Podría haber ocurrido de todos modos —murmuró—. No es culpa mía. La ignorancia no es una bendición.

La puerta trasera de la comisaría se abrió y por ella salió el «Monje». Caminaba hacia ella con la cabeza gacha y parecía no querer mirarla a los ojos.

—Silvio —lo saludó con alegría—, mi hombre. Mis ojos y mis oídos. Cuéntamelo todo, cielo. ¿Qué se dice del paradero del jefe? ¿Soy la próxima candidata a inspector jefe? ¿O debo intentar la presidencia?

El joven se apoyó en la misma pared que ella, aceptó el cigarrillo que Teresa le ofrecía, lo encendió con la misma habilidad que un niño de nueve años, le dio una calada y tosió hasta que se le salieron los ojos.

—No tienes que fumar porque yo lo haga, Silvio. Es más, preferiría que no lo hicieras. No tienes pinta de fumador. No te pega.

El muchacho tiró el cigarrillo al suelo obedientemente y lo aplastó con el pie.

—Son todos unos imbéciles. Del primero al último.

Ella se colgó de su brazo y como si fuera una colegiala, jugueteó con un mechón de su lánguido pelo para lo cual tuvo que agacharse un poco. Silvio no era muy alto.

—Querido, cuéntame algo que yo no sepa. ¿Qué se dice de Suzi Julius?

—Que no tienen nada nuevo.

—¿Y qué están haciendo?

—Creo que Falcone ha ido a ver a un tío del crimen organizado. Han mandado a Costa y a ese tío tan raro a indagar sobre el pasado de Bárbara Martelli. Quieren saber por qué ha querido matar al profesor ese.

—Y a mí. No nos olvidemos de ello, Silvio. A mí también me ha querido matar.

—Sí.

—¿Y? —insistió Teresa al ver que la mirada del «Monje» vagaba por el jardín. Había algo más.

—Están cabreados contigo, Teresa. Pero muy cabreados.

—Menuda cosa.

—No —clavó sus ojos redondos como los de un sapo en ella, y Teresa se avergonzó de haberle asustado—. Esta vez es diferente. Nunca les había oído hablar así. Es como si…

—¿Como si fuese culpa mía?

—Sí —contestó, con la mirada puesta en sus zapatos.

Por un momento pensó en darle una buena bofetada para sacarle de aquel estado, pero no le pareció la mejor opción dadas las circunstancias.

—Pero no lo es. Mírame, Silvio, por amor de Dios.

Su cara no era una visión muy agradable.

—Quiero oírte decir no ha sido culpa tuya, Teresa.

—No ha sido culpa tuya, Teresa.

—Bien. Entonces, ¿cuál es su teoría, si es que tienen alguna?

—No la tienen. Piensan que hay alguna conexión entre la mafia y la chica momificada, y que a Bárbara Martelli la estaban untando para que las investigaciones no avanzaran, o para que los mantuviera informados. Incluso para que les hiciera los recados.

No podía quitarse de la cabeza la imagen de aquel casco negro rebotando en el parabrisas del coche.

—¿Lo mío fue un recado?

—En realidad no saben nada, Teresa. Yo creo que siguen atontados por la impresión.

—¿Y dónde encaja Randolph Kirk?

—Cuando fuiste a verle, alguien temió que pudiera hablar más de la cuenta y enviaron a Bárbara para hacerle callar y que lo cortara todo de raíz. No querían testigos, y por eso fue tras de ti también.

—Seguramente el profesor estaba también en su nómina. Así es como los mafiosos eluden últimamente a la policía. Escondiéndose detrás de una cátedra universitaria.

—No he llegado tan lejos. No quería preguntar —añadió.

—¿Y de verdad piensan que lo de la chica desaparecida es pura coincidencia?

—No saben qué pensar. Ya sabes como son: organismos primitivos incapaces de acometer dos tareas a la vez. Además tienen un montón de personal de baja por la gripe. Bueno, nosotros también.

Teresa se pasó una mano por el pelo. Aquella mañana no le había prestado la atención habitual y lo tenía hecho un desastre, sinceramente.

—Pero Silvio, Suzi Julius está viva aún. Al menos lo estará hasta mañana si no me equivoco. ¿Es que nadie se da cuenta de ello?

Él contestó en voz baja algo sobre prioridades y que no era justo que lo pagara con él. Y tenía razón. No estaba bien dar rienda suelta a su rabia precisamente con aquel recadero desventurado. Era un acto cruel e injustificado, propio de la policía.

—Perdona. No tengo nada contra ti. Es más bien contra mí, si quieres que te diga la verdad.

Él le puso la mano en un brazo, gesto que le provocó un escalofrío.

—Vamos dentro, Teresa. Tenemos trabajo y tú y yo somos las dos únicas personas que no andan echando mocos como caracoles. Mejor concentrarse en el trabajo hasta que pase todo esto. A ellos les pagan por enfrentarse a toda esta porquería, y no a nosotros. Si no armamos jaleo, puede que nos lo quitemos de encima. Cuando encuentren lo que buscan, seguro que se olvidan de todo lo demás.

Era una posibilidad, aunque con pocos o ningún viso de llegar a convertirse en realidad.

—No hay nada ahí dentro de lo que no podáis ocuparos tú y el resto del equipo —dijo de pronto—. No hace falta ser un genio para saber de qué murieron la hermosa Bárbara y el profesor. Y la chica del pantano es más para la ciencia que para la criminología. Debemos admitir que no vamos a encontrar nada que pueda servirles. Lo que tendríamos que hacer es intentar evitar que Suzi Julius acabe en una de nuestras mesas.

Silvio quitó la mano. Parecía asustado.

—Para eso les pagan —repitió—. Tenemos mucho trabajo, y yo no doy abasto.

—Claro que podrás, Silvio. Eres más resuelto de lo que tú te piensas.

—¿Y si pasa algo más? ¿Y si…?

Teresa le cogió por el brazo, sonriendo.

—Piensa en las estadísticas. ¿Cuántas muertes violentas ocurren en Roma? Ahora mismo tenemos todos los muertos de una semana sobre la mesa, así que hoy no va a pasar nada más. Confía en mí. Yo necesito un descanso. Tengo que pensar.

El muchacho enrojeció.

—Vas a alguna parte —la acusó—. Lo sé. Como ayer. Vas a ir a algún sitio al que no deberías ir.

—He pensado que…

—¡No! No me lo cuentes, que no quiero saberlo. Vas a tropezar dos veces en la misma piedra.

—¡Ayer no me equivocaba! Puede que hiciera una estupidez, pero no soy estúpida, aunque los imbéciles de ahí dentro lo piensen.

—Por favor —le rogó, uniendo las dos manos como si rezara—. Te lo ruego, Teresa. Piensa en mí. No lo hagas, sea lo que sea.

Ella le besó levemente en la mejilla y el pobre enrojeció desde el cuello hasta las cejas.

—No va a pasar nada, Silvio. Tú limítate a defender el fuerte durante una hora, y nadie se dará cuenta de que me he ido.

Parecía aterrorizado.

—¿Una hora? ¿Una hora terrestre, o una de las de tu planeta?

—Silvio, Silvio —suspiró—. ¿Qué podría salir mal?

sep

Beniamino Vercillo era un hombre organizado y comedido. Le gustaba empezar a trabajar temprano. A las siete de la mañana ya estaba sentado a su mesa en el sótano de un edificio de la Via dei Serpenti, desde el que se disfrutaba una estupenda vista de aquella calle tan concurrida. Era un apartamento alquilado de renta fija, con veinticinco metros cuadrados en una sola habitación sin ventanas y con una puerta que daba a una escalera metálica por la que se accedía directamente a la calle. El exiguo espacio bastaba para albergar a Vercillo y a la secretaria que había estado atendiéndole, en más de un sentido, durante los últimos diez años. Tras tomar el autobús en su tranquilo barrio de Paroli, a las afueras de Roma, desayunaba en un café cerca de la Via Veneto, que consistía siempre en un cappuccino y un cuerno de chocolate. La comida se limitaba a una porción de pizza hecha en una de las pizzerías de cerca de la oficina. A las seis de la tarde estaba ya en casa, con el trabajo hecho y preparado para la vida de soltero de un romano de mediana edad. Tenía cincuenta y dos años. Le gustaban los trajes oscuros y sencillos, camisa blanca, corbata discreta y zapatos en buen uso. En conjunto y según él mismo, resultaba el hombre más insignificante de cuantos transitaban por la calle que unía la modernidad de la Vía Cavour con las tiendas de ropa de la Via Nazionale.

Aquella era, al menos, la imagen que quería dar al público, y no le faltaban razones para hacerlo. Vercillo era el contable de Emilio Neri. En su cabeza se almacenaban absolutamente todos los detalles de las inversiones del facineroso, tanto lícitas como ilícitas. Aquellas que podían ver la luz, quedaban almacenadas en el único ordenador personal que había en la oficina, dispuestas para ser incluidas en la declaración de la renta anual, exacta hasta el último céntimo. Vercillo era un buen contable que sabía hasta dónde podía defraudar para no llamar la atención de los inspectores. Aquellas cuestiones que eran de naturaleza más delicada, recibían un tratamiento distinto. En primer lugar quedaban en su prodigiosa memoria, acicateada por los juegos matemáticos con los que le gustaba impresionar a sus profesores cuando estaba en el colegio. Y luego por escrito, desfigurados mediante un código que sólo él conocía y que nunca había revelado a nadie (y mucho menos a Neri), y a buen recaudo en una caja de seguridad oculta en la pared de aquel zulo subterráneo.

Era una situación satisfactoria. Vercillo ganaba algo más de medio millón de euros anuales por llevar las cuentas de Neri, y el código secreto que empleaba le proporcionaba cierta seguridad, manteniéndole a salvo de la ira de su jefe en caso de que las cosas se torcieran. Sabía muy bien cuál era el destino de los contables que no servían debidamente a sus jefes. Si metían la pata podían salir del trance con una buena paliza en sus costillas, pero si se les ocurría robar, estaban muertos. Sin embargo, si hacían bien su trabajo, si sabían ser discretos y lo bastante inteligentes para hacerse con una llave que nadie más pudiera poseer, todo tenía que ir bien, solía pensar. Las autoridades guardaban las distancias y Neri sabía que si por casualidad al salir de la oficina se caía delante del autobús turístico 117 que pasaba por allí, los secretos de su imperio permanecerían seguros, ininteligibles para los inspectores de hacienda y la DIA. Por su parte, Vercillo mantenía una medida de seguridad, un dominio sobre Neri que ambos reconocían sin necesidad de hablar de ello, lo cual resultaba muy conveniente porque así apenas tenía que llamarle excepto para pedirle información, y a su vez Neri no tenía que acudir a él prácticamente nunca. Y así debía ser. Él era contable, un experto en el control del dinero, y no un soldado de a pie. Y así le gustaba que fuera.

Vercillo le había dado a Sonia, su secretaria, el día libre para que fuese a ver a su madre a Orvieto, que estaba enferma. Acababa de cumplir treinta años, y ya no era tan divertida como antes. Pronto tendría que encontrar una excusa para despedirla y cambiarla por alguien más joven y más interesante. No le hacía ninguna gracia tener que hacerlo, porque era hombre que odiaba las confrontaciones. Además, el trabajo se estaba volviendo más complicado. El imperio de Neri crecía día a día, y sus ramificaciones alcanzaban parcelas bastante preocupantes. Cuando él era apenas un adolescente devorador de libros en la Roma de los años sesenta, durante el breve periodo de bonanza económica al que se referían con el nombre de «Il Boom» se había imaginado que el bienestar del mundo iría creciendo de modo constante, y que cada vez vivirían todos en un mundo más feliz, más próspero y más pacífico. Pero había ocurrido precisamente lo contrario. Las Brigadas Rojas aparecieron, desaparecieron y volvieron a aparecer, sembrándolo todo de bombas y locura. Perdió un primo en Israel, víctima de un ataque suicida de terroristas. Vercillo no creía que ser judío fuese a complicarle la vida, pero pensar que alguien pudiese morir así sin más, caminando por la calle o entrando en el café equivocado a la hora precisa, le trastornaba. La gente necesitaba tener orden en su vida. Orden y cortesía. Pero la realidad estaba llena de riadas de extranjeros que empujaban a diestro y siniestro para colarse delante de todos los demás. En algún momento de los últimos cuarenta años habían perdido el norte, y él era incapaz de comprender cómo o cuándo.

Los turistas lo ponían enfermo. Los ingleses, siempre borrachos antes de cada partido de fútbol. Los japoneses, con sus omnipresentes cámaras de fotos y sin saber una palabra de italiano. Y los norteamericanos, convencidos de que podían hacer lo que les diera la gana siempre y cuando llevasen unos cuantos dólares en el bolsillo. Roma estaría mejor sin ellos. Se metían en el subconsciente de los romanos, lo ensuciaban todo, especialmente un día como aquel en el que se había organizado una especie de festival de teatro callejero en los alrededores del coliseo. Había visto los preparativos cuando llegaba a la oficina. Personajes de la Comedia dell’Arte poniéndose sus trajes. Africanos. Orientales. Y todos los bufones habituales vestidos de gladiadores, intentando sacarles unas monedas a los turistas a cambio de que se fotografiaran con ellos.

Beniamino Vercillo levantó la mirada de su mesa con una incómoda sensación en la boca del estómago y se preguntó hasta qué punto sus pensamientos habrían sido aleatorios o bien producto de lo qué estaba viendo por el rabillo del ojo.

Delante de él, enmarcada su figura en la puerta, había algo que parecía producto de un sueño absurdo. Parecía un dios loco, vestido con una especie de túnica roja sobre unos pantalones marrones bombachos, y una máscara digna del sueño de un loco y de la que salía como disparada una mata de pelo negro y rizado. Su boca, abierta y negra, dibujaba una sonrisa demencial.

La figura dio un paso muy teatral, como un actor que pretendiera llamar la atención del público. Debía pertenecer a alguno de los grupos de teatro callejero que había visto antes.

—No tengo suelto —dijo con voz firme.

La figura se acercó con otros dos pasos igual de estúpidos e histriónicos que el de antes y de pronto Vercillo recordó algo ocurrido hacía ya mucho tiempo.

—¿Qué es esto? ¿Qué quiere?

—Neri —respondió el diosecillo con una voz que salió flotando de detrás de la máscara.

Vercillo se estremeció. ¿Sería una alucinación?

—¿Quién?

La criatura se abrió la túnica y dirigió la mano a una funda de cuero que le colgaba del cinturón. Horrorizado, Vercillo le vio sacar una espada corta y de hoja ancha que brilló a la luz fluorescente y que fue a clavarse en la mesa delante de él, cortando el cable del teléfono y ensartando un grupo de cartas que tenía amontonadas.

—Los libros —dijo aquel dios loco.

—Aquí no hay libros. No hay nada que…

No pudo seguir porque la punta de la espada se le clavó en la garganta, debajo de la mandíbula. El dios movió la cabeza y Vercillo sintió que la punta de la espada se le clavaba en la carne y que una delgada línea de sangre le corría por el cuello.

—Me matará —dijo.

—¿Temes que te mate él?

Era imposible imaginar qué clase de cara se ocultaba tras la máscara. Decidida, de eso no cabía duda.

Levantó las manos y señaló una esquina de la mesa. La presión de la espada se suavizó. Tiró suavemente del cajón, y con la hoja a menos de un centímetro del cuello, sacó un manojo de llaves.

—Tengo que levantarme —dijo con la voz atiplada por la tensión.

La máscara asintió.

Beniamino Vercillo se dirigió a la pared más alejada de la calle y con manos temblorosas metió la llave en la puerta de la caja de seguridad e hizo girar la rueda. Tras un par de intentos, la puerta se abrió y sacó algo de su interior. Los dos volvieron a la mesa, donde Vercillo abrió una carpeta grande de documentos y dio un paso hacia atrás para franquearle el paso. La mano enguantada del dios abrió el expediente, sacó los documentos y los lanzó sobre la mesa sin decir una sola palabra, aunque la ira rezumaba desde detrás de su estática sonrisa. Allí sólo había números. Números y más números ininteligibles.

Vercillo se estremeció. ¿Por qué no habría alquilado una oficina en la planta baja, con ventanas a la calle, y no aquella estúpida cueva en la que podía ocurrir cualquier cosa sin que nadie de fuera se diera cuenta?

—El código —exigió el dios, señalando los documentos.

Intentó pensar. Intentó imaginar las consecuencias. Era imposible. Sólo había una consecuencia relevante.

—Si se lo revelo…

La cabeza se volvió a mirarle sin emoción alguna.

—Si se lo digo, ¿podré irme?

Podía huir. Tenía dinero oculto en algunos lugares de los que nadie sabía nada y que eran imposibles de localizar. Podría irse a algún lugar en el que no le alcanzara la cólera de Neri. A Australia quizás, o a Tailandia, donde las chicas eran siempre jóvenes y nadie hacía preguntas. Miró aquella oficinucha vieja y pensó en sus ropas sobadas. A lo mejor el destino le estaba haciendo un favor. Se había pasado la vida al servicio de aquel criminal, fingiendo ser algo que no era. Mintiendo, engañando, estafando, diciéndose que todo estaba bien porque él no se manchaba las manos de sangre. Cómo ganase Neri el dinero era sólo asunto suyo. Pero se había engañado en eso, porque de alguna manera Neri le había contaminado también a él. Había sido él quien le había empujado a buscar la compañía de las jovencitas de alquiler. Neri le había introducido en ese mundo. Era un modo de mantenerle bajo control.

La posibilidad del retiro, de interponer distancia entre sí mismo y aquella pálida existencia basada sólo en los números le pareció atractiva de repente. Por otro lado, ¿qué alternativa le quedaba? Él era un contable, no un soldado.

—Podrás irte —dijo el dios, y Vercillo intentó una vez más identificar la voz, imaginarse el rostro humano al que pertenecía: joven, sin duda, pero no violento como el de los secuaces de Neri.

Descolgó el auricular del teléfono, y el dios loco levantó la espada, olvidándose al parecer de que él mismo había cortado el cable. Aquel olvido alivió un poco a Vercillo. Había algo humano tras aquella máscara.

—Observe —le dijo, colocando una página llena de números junto al teléfono—. Es sencillo. La persona a la que se refiere cada apunte está identificada por su número de teléfono. El resto de la información también es numérica. Lo que debe. A qué interés. Lo que ha pagado.

Por absurdo que pareciera, aquella conversación le estaba resultando apasionante. En veinticinco años jamás había hablado de ello con nadie.

—Es bastante sencillo —añadió—. Basta con recordar que la q es el cero y la z el uno.

De ese modo, el número dos podía encriptarse de tres maneras: con la a, la b, o la c, pero cualquiera que leyera la página con el auricular del teléfono en la mano, obtendría la respuesta. Todo el mundo pensaba que los códigos se diseñaban para ocultar palabras y no números, y mientras se mantuvieran fieles a esa suposición, el código era imposible de desvelar. El FBI terminaría por desentrañarlo, desde luego, pero podría engañar muchos otros, por ejemplo a Emilio Neri, lo cual en cierto sentido era todo lo que importaba.

El dios loco se echó a reír y su carcajada le sonó extraña.

—¿Es esto lo que buscaba? —preguntó Vercillo.

La máscara no contestó.

—Yo… —esperaba una alabanza; puede que incluso gratitud, pero no hubo nada—. A lo mejor podría conseguir algo más.

—No necesito nada más —contestó el dios, acercándole la espada.

—¡Pero si antes ha dicho que…!

No tenía sentido hablarle a una espada. Nada tenía sentido ya. El mundo había perdido el juicio. El mundo había quedado reducido a una máscara de risa delirante que cada vez era más grande y demencial.

sep

Bárbara Martelli vivía con su padre en un primer piso de un edificio situado en la plaza de Letrán, cuya puerta principal quedaba frente a la primera basílica de San Pedro construida por Constantino. El piso tenía cinco grandes habitaciones, todas con vistas a un apacible jardín interior y mobiliario caro con un toque femenino y personal. Elección de Bárbara, pensó Costa. Peroni se había traído el expediente y los dos lo habían leído en el coche antes de entrar. Toni Martelli había hablado poco, pero el informe sobre sus actividades había resultado interesante, más de lo que ambos se esperaban. Nada más entrar en su casa, Costa recordó lo que de él se había dicho en los periódicos y le bastó con mirarle para saber sin ningún género de dudas de dónde provenía el dinero.

Era un hombre de más de cincuenta años, de una delgadez extrema. Postrado en una brillante silla de ruedas los miraba con ojos fríos y yertos. Aun así, Costa se imaginó sin dificultad cómo debía haber sido en su juventud. Puede que bastante parecido a Peroni: fuerte y dogmático. No parecía encontrarse bien, y no sólo por el dolor de su pérdida. Nic conocía esa clase de enfermedad y reconocía sus síntomas: el pelo dañado por la quimioterapia, la mirada fría y seca. Pero Martelli seguía fumando como una locomotora. Olía a tabaco rancio que apestaba.

Martelli miró a Peroni y movió la cabeza.

—¡Vaya por Dios! La manzana podrida. Me he enterado de que te han echado del departamento, pero no me imaginaba que te hubieran rebajado tanto. ¿Lo pasas bien?

—Estupendamente. De vez en cuando es bueno que te den una patada en el culo. Además el trabajo de investigación es entretenido. Antes pensaba que en estupefacientes siempre nos tocaba bailar con la más fea, pero no es así. ¿Y sabes por qué, Toni?

El viejo se limitó a seguir mirando.

—En nuestro departamento sabemos siempre que estamos tratando con basura. La única cuestión es que unas veces huele peor que otras y que parte de esa basura se nos puede quedar pegada en las manos. Pero esta gente —continuó, señalando a Costa—, no tiene ese privilegio. Intentan asumir que todo el mundo es inocente hasta que se demuestra lo contrario, y eso sí que es una mierda.

—Si no te hubieras bajado la bragueta cuando no debías, aún estarías en la mierda conocida —respondió Martelli, Peroni hizo una mueca de desagrado. Estaba claro que aquel tipo no le gustaba.

—Eso es lo que me digo yo, pero ¿por qué estamos hablando de estas cosas, Toni? El chaval y yo hemos venido a darte el pésame. Los dos conocíamos a Bárbara. Era una chica magnífica. ¿Por qué discutir cuando lo que todos queremos es encontrar una respuesta?

Una tos seca, rasposa y cruel que debió dolerle sacudió al viejo de pies a cabeza. Cuando terminó el acceso de tos tomó aire y les respondió.

—Anoche ya dije todo lo que tenía que decir —respondió, y su voz sonaba como el resoplar de un fuelle—. ¿Es que no podéis dejar en paz a un padre con su dolor?

Peroni puso una silla al lado de Martelli, se sentó, miró a Costa como diciendo mira y aprende y encendió un cigarrillo.

—Lo sé. Es el animal de Falcone, que no deja de presionarnos.

—Le recuerdo —respondió Martelli con una mueca de desprecio—. ¿Cómo es que ha llegado a inspector? No valía tanto. ¿Es que ya no tienen hombres de confianza?

—Alguno queda. ¿Tú qué tal estás? La gente sigue preguntando por ti.

—No me vengas con pamplinas. Hacía meses que no veía a un alma de la Comisaría hasta anoche. Ahora no puedo dormir porque el timbre no deja de sonar.

Peroni se encogió de hombros y miró las paredes.

—¿Hace mucho que se retiró, señor Martelli? —preguntó Costa.

—Seis años. El imbécil con el que trabajaba se quejó de mi tos, y en un abrir y cerrar de ojos me estaban haciendo radiografías y me mandaron al hospital. Después me dieron la baja médica y el retiro obligatorio.

—Le hicieron un favor. Mi padre murió de cáncer, y cuanto antes lo detectan…

—¿Un favor? —repitió, clavando sus ojos en los de Costa—. ¿Eso te parece a ti?

—Sí.

—Bueno, pues aquí estoy. Sigo tosiendo, sigo encontrándome mal, se me cae el pelo a puñados y mis tripas funcionan cuando les da la gana. Menudo favor. Podría haber trabajado unos cuantos años más, aunque bien mirado, a lo mejor me emparejaban con algún lechuguino incapaz de distinguir la mano derecha de la izquierda que acabaría metiéndome en líos con alguno de esos inmigrantes que trabajan en Termini pasando droga. Tendría que enfrentarme a navajas, pistolas y mierdas de esas de las que nunca teníamos que preocuparnos hasta que vinieron aquí. Pero no, no estaba preparado para retirarme.

Aquel hombre parecía consumido por la lástima que se inspiraba a sí mismo. Habían ido allí para hablar de la muerte de su hija, pero él sólo tenía tiempo para sí mismo y para hablar de cómo lo ocurrido afectaba a su frágil identidad. Costa intentó recordar a Bárbara y no lo consiguió. Si lo pensaba bien, había en ella algo volátil, una especie de anonimato que ella ocultaba tras una máscara de camaradería. A lo mejor era todo una ficción, lo mismo que había pretendido hacer creer que era una policía como los demás. Tenía que haber respuestas a todas esas preguntas en aquel enorme piso y en la cabeza de su padre. Sabía que no iba a ser fácil sacar nada a la luz. Toni Martelli había salido limpio de una grave acusación de corrupción para quedarse después en casa a disfrutar la pensión, así que no era la clase de hombre que ofrecería la verdad gratuitamente.

—¿Bárbara y usted trabajaban juntos? —le preguntó.

—Depende de lo que quieras decir con juntos. Yo trabajaba básicamente para estupefacientes, y ella estaba en tráfico. Nos veíamos por los pasillos y nos decíamos hola, pero no hablábamos de nuestro trabajo, si es a lo que te refieres. Un buen policía deja esas cosas en la comisaría. A lo mejor no eres lo bastante mayor para comprenderlo.

—¿Le gustó que entrase en el cuerpo?

—En aquel momento sí —contestó tras cambiar de postura. Parecía incómodo—. ¿Por qué no iba a gustarme?

—¿Quién le dio el destino, Toni? —preguntó Peroni.

—No me acuerdo.

Peroni se rascó la cabeza de corte militar, pensando.

—Sería uno de esos vendidos que te gustaban tanto, ¿no? ¿Cómo se llamaba ese hijo de perra con el que eras uña y carne y al que pillaron hace un par de años con la pasta de los sobornos de Neri? Filippo Mosca, ¿no?

—No tengo por qué aguantar esto —escupió.

Peroni sonrió y puso una mano sobre su rodilla desvencijada.

—La cuestión es, Toni, que sí tienes por qué.

—¿Dónde está la madre de Bárbara? ¿Sabe ya lo que ha pasado? —preguntó Costa.

—Sigue en Sicilia, y por supuesto que lo sabe —respondió Martelli, mirándole con aquellos ojos mortecinos—. Allí también hay tele y periódicos, ¿sabes? ¿Cómo no iba a enterarse?

—Deberías haberla llamado tú, Toni —dijo Peroni—. Alguna vez tendrás que olvidar.

Un dedo esquelético y amenazador cortó el aire delante de la nariz de Peroni.

—No te atrevas a decirme lo que tengo que hacer, ni te metas donde no te llama nadie. Esa mujer me dejó sin razón alguna y por mí puede pudrirse donde esté.

El rostro de Peroni se iluminó ante semejante reacción.

—Te dejó poco más o menos cuando Bárbara entró en el cuerpo, ¿verdad? ¿Tuvo algo que ver?

—¡Ya está bien! ¡Fuera de mi casa!

No era la pena lo que devoraba a aquel hombre, sino el odio y quizás el miedo.

—¿Podemos hacer algo por usted? —preguntó Costa—. Podríamos ayudarle con el papeleo si quiere.

Martelli tenía la mirada clavada en la alfombra.

—No.

—¿No hay nada más que quiera decirnos?

No contestó.

Peroni se recostó en su silla y cerró los ojos.

—Tienes una casa preciosa. Ojalá yo pudiera permitirme algo así. Podría quedarme aquí todo el día fumando y pensando. ¿Tienes algo de comer, Toni? ¿Quieres que envíe al chico a por algo mientras esperamos a que recuperes la voz? ¿Quieres una cerveza o una pizza? —Martelli negó con la cabeza.

—Tenía treinta y dos años, por amor de Dios… era una mujer hecha y derecha. ¿Crees que me lo contaba todo? Llegó de trabajar hacia las tres y media. Al poco recibió una llamada y la vi ponerse el traje de cuero para salir con la moto. Hacía un día tan estupendo que pensé que se iba a dar una vuelta, o a conocer a alguien. No lo sé.

—¿No le dijo nada? —preguntó Costa.

Martelli se volvió a mirar a Peroni.

—¿De dónde has sacado a este crío? ¿Es que está en prácticas? —el mismo dedo huesudo lo señaló desde la silla—. Si me hubiera dicho algo, ya lo habría mencionado. No he hecho el trabajo que se supone que haces tú sin aprender a poner un pie delante del otro.

—Lo imagino —contestó Nic, y volvió a preguntarse por qué no parecía sentir ningún dolor. ¿Lo estaría ocultando dentro, o habría otro sentimiento más acuciante que ese? ¿El miedo, quizás? ¿La sensación de que ahora era él quien se jugaba el pellejo?

—Podríamos enviar a alguien para que hablara con usted. Un psicólogo, tal vez.

—Lo que tienes que enviarme es una botella de grappa y unos cuantos paquetes de cigarrillos. ¿Un psicólogo? Y luego les extraña que el cuerpo se haya ido a la mierda.

—Podríamos ofrecerle protección —sugirió Costa.

—¿Para qué iba a necesitarla?

—No lo sé. Usted me lo dirá. Bárbara tenía secretos, eso lo sabemos todos, pero hay quien piensa que los compartía con usted —Nic se inclinó hacia delante—. Y a lo mejor lo hacía.

—No intentes esas tonterías conmigo, chaval, que en mis tiempos yo me desayunaba lechuguinos como tú todos los días. O me preguntas algo razonable, o te largas de aquí, que quiero ver el fútbol.

Daba la impresión de que le ocurriera una desgracia como aquella todos los días; o quizás intentaba evitar que le rozase, temeroso de las consecuencias. No entendía a aquel hombre.

Peroni miró el reloj y después a él. Los dos sabían que así no iban a ninguna parte. Aun así, insistió.

—Dígame, señor Martelli, ¿Bárbara tenía novio?

—Nada especial —respondió.

—¿Llegó a conocer a alguno en particular?

—No —encendió un cigarrillo, aspiró hondo y cerró los ojos—. No era asunto mío, y tampoco lo es vuestro.

—Ahora sí lo es —colaboró Peroni, sonriendo—. Tenemos que entrar en el dormitorio de Bárbara, Toni. Tenemos que hacerlo tanto por su bien como por el nuestro. ¿Venía siempre a dormir a casa, o se quedaba con ellos?

—Haced el favor de dejar el tema.

—¿Le dejaba algún número en el que pudiera localizarla si era necesario? —insistió Costa.

El viejo guardó silencio otra vez y los miró ceñudo. Estaba pensando, eso sí.

—No le motivaban los hombres —dijo—. No quiero decir que le gustaran las mujeres; simplemente que no estaba interesada desde hacía mucho tiempo. Yo… —por un momento pareció apenado de verdad—. Me habría gustado que hubiera encontrado a alguien, que se casara, que tuviera hijos, y no toda esta mierda. Tanta soledad y tanta mierda…

—¿Por qué estaba sola? —preguntó Peroni—. Precisamente ella, que podría haber tenido al hombre que quisiera. ¿Cómo es que no salía con nadie?

—No lo sé —murmuró—. ¿Por qué me preguntáis a mí? Nunca me contaba nada.

Nic estaba empezando a sentir una intensa repugnancia hacia aquel tipo reseco. Peroni había tocado un punto sensible: Bárbara no salía con nadie, a pesar de que debía recibir invitaciones constantes. ¿Tendría miedo de los hombres? ¿Le habría ocurrido algo que la hiciera incapaz de mantener una relación?

—No me interesa usted, señor Martelli. No directamente. Si es posible, intente imaginarse fuera de todo esto por un momento. Le preguntaba por Bárbara. Sólo tenemos tres posibilidades: o actuaba por motivaciones personales, sola, por alguna razón que nadie puede imaginar; o lo hizo como un favor a alguien, o alguien del crimen organizado la tenía comprada y la utilizaba para determinados trabajos… por los que le pagaba, por supuesto.

Martelli dio una honda calada a su cigarrillo y echó una nube de humo que Costa deshizo con la mano.

—Usted es su padre —continuó—. Y policía además. ¿Por qué apostaría?

La brasa del cigarrillo volvió a brillar.

—Hablando de dinero —añadió—, ¿qué hay de las cuentas bancarias de Bárbara? ¿Y de las suyas, ya que nos ponemos?

—Ya lo miraron todo anoche, y no encontraron nada de nada. ¿Es que crees que soy idiota?

Costa se levantó.

—Si no le importa, vamos a registrar el apartamento, señor Martelli. Por si han pasado algo por alto.

El viejo miró a Peroni.

—Ya estoy harto. No tenéis orden de registro.

—No vamos a irnos con las manos vacías, Toni —contestó Peroni—. Tiene que haber algo de lo que no te acordaste anoche. Y luego te invitamos a pizza y unas cervezas, te lo prometo.

—Gracias —contestó Martelli frunciendo el ceño—. Pues ya puedes decirles que era una buena hija, que se preocupaba por mí y que siempre supo que su familia era lo primero. Ojalá yo lo hubiera apreciado más. Ojalá…

La voz se le quebró y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Toni Martelli lloraba por lástima de sí mismo, pensó Costa. Todo aquello no debería haber sucedido. Sus amigos habían impedido que se le procesara en su momento y por ello debía sentirse intocable, una inmunidad que debía creer que se extendía también a su hija.

—Sería terrible vivir sabiendo que las razones que condujeron a la muerte de su propia hija tenían su origen en usted.

—¡Fuera de mi casa! —gritó Martelli—. ¡Los dos! ¡Y no os atreváis a volver!

No tenía sentido seguir discutiendo. El viejo se sentía protegido en aquel apartamento, creyendo que el mundo no podía irrumpir en su infierno particular. Aquella presión no podía durar, y todos los sabían.

No se despidieron al marcharse. Ambos salieron a la hiriente luz del sol que les obligaba a entornar los ojos y que transformaba la ciudad en un lugar de sólo dos dimensiones.

—Tenemos que pulir el numerito este de poli bueno y poli malo —dijo Peroni mientras iban hacia el coche—. Antes no he tenido claro cuál era mi papel.

—¿Ah, sí? ¿Cuál te habría gustado tener?

—El de poli bueno, aunque quizás no con un cerdo semejante. Pero se me da mucho mejor hacer de bueno. Y tú podrías ser más duro que el mismísimo Falcone. ¿No te preocupa un poco, Nic?

—Pues últimamente no mucho.

Peroni lo miró sorprendido.

—Preferiría que no me obligaras a actuar así. A pensar como un detective, quiero decir. No me va.

—¿Qué estás pensando?

Con un gesto de la cabeza, señaló el edificio del que habían salido.

—Pues que Martelli estaba en el ajo. Eso está claro. Así que Bárbara también debía estarlo. O a lo mejor su trabajo era una especie de recompensa por algo que hubiera hecho su padre. Debía haber heredado sus habilidades.

Peroni lo miró extrañado, casi ofendido.

—¿Qué? ¿Por qué me miras así?

—Empiezas a imaginarte cosas —contestó Nic, sonriendo—. Eso es bueno. A lo mejor llegas a ser detective.

Peroni se echó a reír y señaló el coche.

—De aquí a nada yo soy inspector y tú mi chófer. Esto no es más que un entreacto, un pequeño salto en el orden natural. Hay cosas que no cambian nunca.

Ojalá ciertas cosas no cambiaran nunca, pensó Costa. El mundo ya no era lo mismo. Los policías se dedicaban a matar gente en sus ratos de ocio, y a dejarse matar a cambio. Algo no iba bien, y aunque casos como aquel ocurrieran de forma aleatoria, las fuerzas que los promovían era muy poderosas.

Costa se sentó tras el volante, esperó a que Peroni subiera y se fundió con el tráfico de la plaza pensando en Miranda Julius y en su hija, intentando discernir si no estarían siendo parte involuntaria de una trama oscura que había llevado a Bárbara Martelli a Ostia a cometer un asesinato apenas veinticuatro horas antes.

—Por lo menos hemos averiguado algo —dijo, reflexionando.

—¿Ah, sí?

—Quienquiera que condujera la moto que recogió a Suzi Julius ayer, desde luego no era Bárbara Martelli porque estaba de servicio. Tengo que revisar su ficha, pero no es posible que viniera al Campo dei Fiori. No podría haberse cambiado de ropa y de moto sin que nadie se diera cuenta.

Peroni asintió.

—Eso es verdad. Debería haberme dado cuenta.

—Vas bien, Gianni. Ahora lo que tienes que hacer es buscar conexiones. Imaginar qué vínculos puede haber entre ellos.

—No quiero imaginar. Quiero hacer preguntas y que alguien me las conteste —espetó, y comenzó a rebuscar en los bolsillos de la chaqueta de Costa mientras el Fiat tomaba hacia el Coliseo.

—¿Se puede saber qué buscas?

—Puedo verlas, ¿no? —preguntó Peroni, sacando de uno de sus bolsillos las fotos de Miranda Julius y agitándolas delante de la cara de Nic—. No habrá nada personal entre vosotros, ¿no? Al menos por ahora.

—Muy gracioso.

—Bien, Nic. Di todas las sandeces que quieras ahora, porque cuando sea tu jefe no podrás hacerlo. Soy un jefe firme pero razonable, y aunque no…

No terminó la frase. Costa paró el coche en un semáforo en rojo, detrás de uno de esos autobuses turísticos de los que salían manadas de turistas que hacían caso omiso de todas las señales y cruzaban por donde les daba la gana.

—¿Qué? —le preguntó.

Peroni tenía cuatro fotos abiertas en abanico delante de él. Eran instantáneas multitudinarias delante de la Fontana de Trevi.

—¿Llegaste a ver al profesor muerto en Ostia?

—No. Estuve echando un vistazo por las excavaciones.

—Entonces deberías haber visto la tele esta mañana. Ha salido en el telediario. Y aquí lo tienes. Mira.

Señaló a un tipo de mediana edad cuyo rostro inexpresivo miraba a la cámara.

—Y aquí.

Era otro disparo en la fuente, seguramente unos minutos después. La gente había cambiado, pero Randolph Kirk seguía estando allí y seguía mirando a la cámara.

—Aquí también. Y aquí.

—Cuatro fotos —dijo Nic, sin saber si sentirse complacido u horrorizado por el descubrimiento.

—¿Estaría acosándola este cerdo, o sería algo así como un admirador a distancia? —se preguntó Peroni—. También podría ser una simple coincidencia.

Nic miró por el espejo, pisó el acelerador y se metió en la corriente de coches, lo que le costó una furiosa protesta de otros conductores.

—No sé tú, pero yo estoy harto de coincidencias.

sep

—Rima con vagina. Inténtelo otra vez. Es una regla que tengo.

Teresa Lupo no supo qué decir. Esperaba encontrar a una especie de aburrida administrativa de la universidad, y no a aquella escocesa delgada y de media edad, con aquel elegante vestido de terciopelo negro cuyo escote se adornaba con un collar de perlas y que se sentaba totalmente erguida tras una brillante mesa de teca. Sobre ella, una imponente placa de bronce decía Profesora Regina Morrison, Directora de Administración, y Teresa no sabía muy bien cómo enfrentarse a aquella situación. Es más, estaba empezando a encontrarse mal. Le dolía la cabeza, la garganta se le estaba quedando seca y los ojos le picaban.

—Perdón, ¿cómo dice?

La mujer colocó la foto de un pequeño terrier sobre la mesa de modo que el animal quedó mirando a los ojos a Teresa con una fiereza implacable.

—Regiiina.

—Eso, eso —sonrió. Su corte de pelo era muy masculino, con unos rizos quizás demasiado oscuros casi pegados al cráneo—. No ha sido tan difícil, ¿a que no? A ver: ¿es usted policía?

—Teresa Lupo. Del departamento de policía.

Regina Morrison entrelazó las manos y se inclinó hacia delante como si se estuviera dirigiendo a algún estudiante recalcitrante.

—Es decir, que no es usted policía.

No tenía sentido intentar enredar a aquella mujer.

—No exactamente. Soy patóloga. Estamos en Italia, profesora Morrison, y estas cosas no son sencillas de explicar.

—Llevo seis meses trabajando aquí y ya me he dado perfecta cuenta de ello. En fin, supongo que debería sentirme aliviada de que no se haya presentado ningún oficial. Si estuviéramos en Edimburgo, ya habría tenido que aguantar una buena ristra de gente que se habría presentado en mi despacho para hacerme toda clase de preguntas estúpidas, con media docena de cadenas de televisión pegadas a sus talones. Han pasado casi veinticuatro horas desde que asesinaron a Randolph y sólo ha venido usted. No sé si sentirme agradecida u ofendida.

—Hágame esa pregunta después de que hayan pasado por aquí los policías de verdad. Yo apostaría por agradecida.

La mujer se encogió levemente de hombros. La situación parecía divertirle.

—Entonces, ¿por qué está usted aquí en lugar de ellos?

—Porque la mujer que asesinó a su amigo era policía, y eso cambia las cosas. Digamos que la atención se centra en ella, y no en él, al menos por ahora. Esta mañana he leído el informe y en él se decía que Kirk era un hombre bastante solitario. De hecho, vivía solo, no tenía familia en Italia y tampoco muchos amigos. Los policías son… —intentó encontrar un buen símil— … como los administradores en la universidad. Aplican los recursos disponibles a los departamentos en los que les parece que van a obtener mejores resultados. Todos conocían a la mujer que mató al profesor Kirk y supongo que piensan que avanzarán más y más rápido investigándola primero a ella que dando vueltas de acá para allá intentando encontrar a algún ligue de los que el bueno del profesor pudiera haber hecho en un bar.

—Randolph Kirk bebía solo, el pobre —contestó ella con cierta vehemencia.

Luego abrió un cajón y sacó una botella de Glenmorangie de malta medio llena y dos pequeños vasos.

—Salud —dijo mientras servía un poco en cada uno para invitar a Teresa.

—Lo siento, pero estoy de servicio. No pretendía sugerir nada con mi comentario de antes. Era sólo una forma de hablar. Si el profesor Kirk era amigo suyo…

—No —la interrumpió con la misma convicción antes de vaciar su vaso de un solo trago—. Tampoco era amigo mío. Simplemente me desconcierta un poco saber que él, y por lo tanto todos los que pertenecemos a la comunidad académica somos, digamos… menos interesantes que esa asesina compañera suya.

Teresa sacó el libro de Kirk y se lo mostró.

—Para mí no. Esperaba poder aclarar con usted unas cuantas cosas que no termino de comprender. Aunque no puedo decir que llegáramos a conocernos durante la breve entrevista que mantuve con él ayer, he leído este libro, y lo encuentro muy interesante. Esa es la razón de mi visita, profesora Morrison.

—¿Era usted la mujer que estaba con él cuando ocurrió todo?

—No estaba con él exactamente, sino encerrada en su despacho. Creo que me salvó la vida con ello, aunque no fuera su intención.

—No se menosprecie usted —contestó Regina Morrison con admiración.

Inconscientemente Teresa se rozó el vendaje que llevaba en la cabeza.

—Intentaré no olvidarlo.

—Pero entonces no entiendo por qué es usted precisamente quien está aquí. Supongo que debe tener un montón de trabajo.

Aquella mujer tenía un modo muy especial de ir siempre directa al grano. Y de meter el dedo en el ojo ajeno. Pensar en el berenjenal que debía tener delante el pobre «Monje» la hizo sentirse bastante incómoda.

—Necesito atar algunos cabos sueltos. ¿Ha leído usted el libro de Kirk?

—Desde luego. Ahora trabajo en la administración, pero en el fondo soy una amante de la antigüedad clásica. Alguno de estos días pienso volver a la docencia, y más pronto que tarde, si pierdo a algún otro miembro del profesorado de un modo tan repentino. Aterricé aquí el otoño pasado, así que no espere que pueda hacerle una buena introspección de la personalidad de Randolph Kirk. Lo que sí puedo decirle es que he leído su libro y que me pareció un trabajo magnífico. Cuando acepté este trabajo, esperaba que tuviera alguna otra publicación entre manos y que conseguiría convencerle de que me dejara echar un vistazo. Fue una de las razones que me animó a venir. Y fíjese lo que me esperaba —añadió después de pensarlo un momento.

—¿Qué le esperaba? —preguntó Teresa con impaciencia.

—Para serle sincera, habría preferido contarle todo esto a un policía de verdad.

—Les pasaré toda la información que me facilite, se lo prometo.

—Estoy convencida de ello —se rio—. Lo cierto es que estaba a punto de echarle a la calle. Por ahora no he tenido más que encarguitos así de agradables desde que llegué aquí. Por eso me contrataron. No soy de aquí, italiana tampoco, por supuesto, y así me sería más fácil encarar las dificultades del puesto. En fin… —suspiró—. Supongo que puedo contárselo. De todos modos, va a salir a la luz un día u otro. Tengo entre manos un caso de mala administración. De fraude. Hay en marcha algunos proyectos de dudosa calificación académica. Y luego estaba el caso de Randolph Kirk. Un estudiante magnífico, el mejor de su promoción en Cambridge según parece, pero un hombrecillo solitario con costumbres de hombrecillo solitario. No podía tener las manos quietas. La mayoría de profesores suelen cambiar de puesto de vez en cuando para conseguir una mejor remuneración, pero Randolph no. Y tenía una buena razón para no hacerlo. Si hubiera intentado hacer en cualquier otro sitio lo que hacía aquí, se habría quedado sin trabajo de por vida, además de tener que hacer frente a una denuncia millonaria e incluso a una pena de cárcel.

Teresa se sintió en aquel momento como un policía al borde de hacer un descubrimiento capital. Era una sensación embriagadora.

—¿Lo que hacía aquí?

—Molestaba a las jóvenes. Y cuanto más jóvenes, mejor. No sé hasta qué punto, eso sí, porque en Edimburgo es como en Norteamérica, que las chicas dicen que han sido víctimas de acoso sexual en cuanto un hombre les dice qué vestido tan bonito llevas. Nunca he podido comprender por qué Sigmund Freud se estableció en Viena. En Edimburgo somos diez veces más anales que allí. Pero en Roma precisamente he encontrado la otra cara de la moneda. Aquí nadie dice nada. A lo mejor se piensan que es una asignatura más de la carrera. De todos modos, apenas llevaba seis semanas en este puesto y había reunido pruebas más que suficientes para terminar con él. De no haber intervenido su amiguita de la moto, lo habría hecho en estos días.

Teresa tocó la portada del libro.

—¿Tenía algo que ver con lo que escribía?

Regina Morrison sonrió.

—Usted y yo pensamos del mismo modo. Es curioso. Hace un par de años que leí el libro. Luego, al poco de llegar aquí, cuando empecé a oír cosas raras sobre el verdadero Randolph, lo leí de nuevo. Hay que conocer al hombre para entenderlo. No estaba escribiendo sólo historia, sino sentando las bases de una filosofía personal suya, un pensamiento que creía estar copiando de aquellos rituales. ¿Sabe lo que yo pienso? Que llegó a ponerla en práctica. Debió convencer a algunas de las estudiantes más inocentes de que merecía la pena intentarlo. Me resulta imposible pensar que alguien pueda dejarse convencer por tanta chorrada, pero ya se sabe cómo son las jóvenes. Puede que incluso salieran ganando algo, quién sabe. Sea como fuere, para mí que el tipo se ponía una de esas máscaras de las que siempre hablaba para fingir que era el dios y darse un banquete. Por supuesto no consiguió engañar a nadie más. Estaba claro que las chicas sabían por qué lo hacían. Seguramente para conseguir determinadas notas o algo así. Y si el viejo Randolph invitó a alguien, y sospecho que lo hizo, porque era un hombre que necesitaba que alguien le estuviera recordando a cada instante lo listo que era, supongo que tampoco se tragaron lo del mito, sino que se limitaron a correrse una bonita juerga gratis. Desde luego todo esto es pura imaginación mía, algo que ningún académico debería hacer jamás, pero tengo la sensación de que no me equivoco. He intentado hablar con un par de antiguas alumnas, pero están demasiado asustadas para hablar abiertamente de ello, y no entiendo por qué.

A Teresa se le había acelerado el pulso. Tenían que conseguir alguna prueba. Tenía que haber algo que Regina Morrison pudiera darle.

—¿Tiene nombres, o lugares?

La mujer la miró con cierta desconfianza.

—Podría meterme en un buen lío, y ya he tenido bastantes enfrentamientos aquí. Me trajeron para arreglar las cosas, y esta clase de trabajo no te ayuda a ganar aprecios precisamente. Una vez haya terminado yo de despedirlos a ellos, me despedirán a mí. Así funciona esto. Pero no querría facilitarles una excusa.

—Regina —dijo, cuidando de pronunciar su nombre debidamente—, esto no es un ejercicio académico. Ni siquiera se trata de averiguar por qué murió Randolph Kirk. Al menos no directamente. La cuestión es que hay una chica desaparecida en este momento. Puede que haya sido secuestrada o que haya acudido voluntariamente pero sin saber dónde se metía, y yo estoy convencida de que tiene que ver con todo esto. Encontramos pruebas en su casa: un tirso y unas cuantas cosas más. Esa es la razón de que yo fuera a ver a Kirk.

Teresa miró su reloj. Tenía que volver a la morgue. Había tantas preguntas que hacer a aquella extranjera tan inteligente y tan fuera de lo normal, y disponía de tan poco tiempo…

—Pero si Randolph está muerto —respondió Regina Morrison—, a ella no va a ocurrirle nada. No pensará que el profesor iba por ahí secuestrando chicas, ¿no? Eso sí que no podía hacerlo. Él no…

—¿No qué? —la presionó al verla dudar—. No él solo —la compostura de la escocesa quedó rota por un instante. Era obvio que estaba preocupada—. Mire —continuó, moviendo la foto del perro—, llevó aquí sentada toda a mañana esperando que se presentara alguien. ¿Dónde se habían metido? ¿Quién es usted para apremiarme ahora de ese modo? Cuando anoche me enteré de lo que le había pasado a Randolph vine a echarle un vistazo a su despacho. Puede que a usted le parezca un robo, pero yo pensé que sería mejor que echara un vistazo antes de que llegara la policía. Está claro que desconocía su ritmo de trabajo.

—¿Entró usted en su despacho sin permiso? —se sorprendió.

Regina Morrison señaló la placa que tenía sobre la mesa.

—Para eso sirven los títulos. Encontré algo metido en un cajón cerrado con un candadito. Randolph era un ingenuo. Un paleto. No parece ser usted de las que se asustan por nada, ¿me equivoco?

—Soy patóloga.

—Ah. Lo que quería decir es que no parece usted muy remilgada.

—¿Quién, yo?

La mujer abrió un cajón y sacó un expediente color sepia. En la pasta, escrito con una letra inclinada e inteligente, había una sola palabra: Ménades. Y habían pegado una fotografía en la que aparecía una antigua y conocida máscara de teatro que parecía aullar por una boca desmesurada.

—Supongo que sabrá quiénes eran, ¿verdad? —le preguntó en voz baja y como quien comparte un secreto—. Me refiero a las ménades.

—Refrésqueme la memoria —contestó Teresa en el mismo tono, mientras pasaba páginas de texto mecanografiado y fotografías y los pensamientos le fluían a toda velocidad.

—Mujeres que se entregaban al culto a Dionisio. O a Baco. Da igual. Las ménades eran sus mujeres. Él, o por extensión, sus seguidores, las iniciaban en los misterios del culto.

Las manos de Teresa volaban por los documentos.

—¿Qué ocurría exactamente?

—Ni siquiera Randolph Kirk admitía saberlo. Tuvimos algunas conversaciones al respecto y tengo la impresión de que sabía más de lo que plasmó en el libro. Era un ritual, Teresa. Es importante que no lo olvide.

—¿Por qué? —preguntó, detenida sobre una página de texto incomprensible.

—Porque los rituales son ceremonias formales. Tienen estructura y nada ocurre por casualidad. A esas chicas no las secuestraban en la calle, sino que muchas eran voluntarias. A algunas las ofrecía su familia.

—¿Qué? —aquello era incomprensible—. ¿Por qué haría una madre o un padre algo así?

—Porque pensaban que era lo correcto. ¿Por qué no? Muchas chicas son entregadas hoy en día a la iglesia para convertirse en monjas. ¿Dónde está la diferencia?

—A las monjas no las violan.

—Tanto las monjas como las ménades son regalos ofrecidos a Dios. La diferencia reside en los detalles. Si dejamos a un lado las cosas más singulares, que son las que más le gustaban a Randolph, las diferencias no son tan grandes. Como regalo o como voluntarias, esas mujeres se convertían en las novias del dios durante la ceremonia. La única diferencia es que los dionisíacos consumaban ese matrimonio físicamente a través de algún parásito del estilo de Randolph, supongo.

—¿Y después?

—Pues después, le pertenecían. A él y a los hombres que le seguían. Una vez al año, volvía a encontrarse con nuevas novicias y a renovar los votos de las que ya se habían entregado antes. Si Randolph estaba en lo cierto, la parte más desagradable, la violencia y los encuentros sexuales desenfrenados ocurrían después del matrimonio y no durante. Se celebraban lo que ahora llamaríamos orgías, unas celebraciones puras, salvajes, peligrosas y liberadoras. Luego esas mujeres volvían a sus casas y seguían siendo buenas madres durante un año más. ¿Ha leído Las Bacantes, o quizás Eurípides no es de su gusto?

—Últimamente no.

Regina Morrison sacó de la librería que tenía a su espalda un volumen delgado y encuadernado en cuero azul.

—Se lo presto sí quiere. La historia puede interpretarse de maneras distintas. La tradición más liberal dice que se trata de una analogía de la naturaleza dual de la humanidad, la necesidad de darle a nuestro lado oscuro una salida porque de no hacerlo voluntariamente, aflorará de todos modos y cuando sea menos conveniente. Es la ruptura del orden natural de las cosas. Mujeres dementes y sedientas de sangre despedazaban a sus congéneres sólo porque alguien rompió las reglas, puede que incluso involuntariamente. ¿Quiere saber lo que pienso yo?

Teresa no estaba segura de quererlo, pero no tuvo más remedio que preguntar:

—¿Qué?

—Pues que todo se reduce a hombres, poder y sexo. De cómo obtenerlo cuando quieran, independientemente de lo que pueda sentir la mujer. Y de cómo se supone que debemos estar agradecidas a pesar de lo mucho que lo detestemos porque, bueno, admitámoslo, el dios vive con ellos y no con nosotras, y el único modo de probar su divinidad es permitiendo que una parte pequeña de ellos penetre en nosotras. ¿Lo coge?

—Desde luego.

—No me gustaría parecer puritana, Teresa. Como escocesa, el puritanismo es algo que me llega muy de cerca. No tiene nada de malo el… ¿cómo lo llamaba esa norteamericana? El encuentro sexual casual. A todo el mundo le gusta tener de vez en cuando un encuentro sexual sin complicaciones ni explicaciones. Media hora de placer sin remordimientos, sin nada en lo que pensar después. Supongo que a usted ha debido ocurrirle en alguna ocasión también.

Teresa miró a la mujer elegantemente vestida que tenía delante y un momento después sólo pudo contestar de una manera:

—Sí.

—Pero un polvo rápido en la oscuridad no es de lo que estamos hablando. El bueno de Randolph lo planeaba todo. Es todo tan predecible, tan masculino…

—Estoy completamente de acuerdo. Hemos debido salir con los mismos hombres, Regina.

—Yo ya no salgo con hombres —contestó ella con dulzura—. ¿Dónde está la gracia? ¿Qué sentido tiene la caza? Sabiendo como sabemos que están siempre deseándolo, con quien sea y como sea, ¿qué gracia tiene? Espere. Voy a darle mi tarjeta. Está mi número de móvil.

—Bien —contestó, maldiciendo su propia estupidez. De todos modos aceptó la tarjeta.

—Es cuestión de llegar en el momento adecuado —dijo Regina—. Todo lo es.

Teresa volvió a mirar el expediente. Estaba a rebosar de fotografías y documentos.

—¿El qué?

—Usted lo que quiere es encontrar a la chica, ¿no? Por eso ha venido sola. Porque la policía cree que no hay conexión alguna.

Aquella mujer había ido dos pasos por delante de ella todo el tiempo, y darse cuenta le producía inquietud.

—No están convencidos.

—Ojalá estén en lo cierto y sea usted la que se equivoque, querida. Piense en las fechas.

—¿Las fechas?

—Ya ha leído el libro. Mañana es Liberalia, el día en que se reclutan nuevas ménades y cuando acuden las que ya lo son.

—Sí, lo sé —contestó, pensando en Nic Costa—. Lo sabemos.

Regina Morrison sonrió.

—Parece… distraída.

Sacó una de las fotografías del expediente y se la mostró. Era una foto antigua, tomada como todas las demás sin que el fotografiado se diera cuenta. Seguramente había sido revelada en un equipo casero, lo que explicaba los colores desvaídos. Eso, y el tiempo que debía tener. Apenas se distinguían las imágenes, pero no cabía duda de que eran calco de los faunos y los sátiros lascivos que bailaban en el libro de Kirk, tomadas en Ostia, el lugar privado de sus juegos. Aun así, había algunas diferencias. Las pinturas parecían aún más antiguas y en cierto modo más siniestras. Y la estancia parecía más grande. Quizás hubiera encontrado la Villa de los Misterios de Roma y había mantenido oculto su descubrimiento para sus propios fines.

Bárbara Martelli aparecía en el centro de la imagen. Llevaba una sencilla camiseta blanca y vaqueros azules, y parecía tan joven, tan dulce, que casi dolía mirarla. Era desolador intentar conciliar aquellas imágenes con todo lo demás: inocencia a punto de ser inmolada, juventud al borde del largo camino que transformaría a aquella criatura adorable en un insecto asesino. ¿Estaría la bestia latente ya en su interior, en forma de gusano de odio y muerte, para luego ir creciendo con los años?

Hubiera querido no reconocer a la figura que estaba al lado de Bárbara, pero sin duda era Eleanor Jamieson. Verla así, llena de vida, de ilusión, de interés, era casi más de lo que la congestionada cabeza de Teresa podía soportar. Hasta entonces sólo había pensado en ella como el cuerpo momificado que tenía sobre una camilla de metal, pero aquella imagen la transformaba en algo más, en una presencia real y sobrecogedora que agrandaba hasta un punto insoportable la enormidad de su muerte. Todo aquello era antes. El dios no las había visitado aún. Quizás ni siquiera supieran que las esperaba.

Y en el fondo de su cabeza palpitaba una idea más, una idea opresiva y agobiante: las imágenes de Suzi Julius que había visto. Eleanor y ella eran tan parecidas que podrían pasar por hermanas, dos muchachas adolescentes que respondían al mismo canon de belleza clásica y rubia. El tirso, el tatuaje, las semillas… todas aquellas coincidencias palidecían frente al parecido físico que compartían y que sin duda era lo que había desencadenado la desaparición de Suzi. Aquel parecido era lo que la había empujado a llegar al final de un oscuro y largo callejón para penetrar después en lo desconocido. Alguien que sabía lo que había ocurrido dieciséis años atrás vio a aquella preciosa extranjera andando por la calle e hizo girar la rueda. El ritual comenzó.

—Teresa, ¿se encuentra bien? —le preguntó Regina. Parecía preocupada.

—Estoy bien, sí —contestó. Luego tosió y sintió un penetrante dolor en las sienes—. Necesito llevarme estos documentos.

—Por supuesto —asintió—. ¿Seguro que está bien? A lo mejor no le viene mal la copa que le he ofrecido antes.

—No, gracias. Estoy bien.

Mentía. Los ojos habían empezado a escocerle de nuevo.

Ante sí tenía el rostro de Eleanor. Era la primera vez que las secuencias se alteraban. Siempre estaban muertos, muertos del todo, muertos hacía tiempo, acabados para siempre cuando quedaban a merced de su bisturí, pero alguien había accionado un interruptor y la corriente de la vida fluía y dejaba de fluir, sin presente y sin futuro.

Recordó cómo se había acobardado en el mugriento despacho de Randolph Kirk, lo que ocurrió al oír los disparos, cómo sintió una especie de presencia que atravesaba su cuerpo con resignación, como si fuera el último aliento de alguien que abandonaba la estancia.

Miró a Eleanor Jamieson y experimentó la misma sensación, la misma falta de certeza sobre sí misma y su modo de ganarse la vida, de pagar las facturas, de llenar el buche salaz del estado. Y Suzi Julius andaba por ahí, caminando por aquellas mismas sombras hacia el mismo destino sin que nadie en la Comisaría prestase atención suficiente porque Teresa Lupo, Teresa la loca había decidido hacerse cargo de todo y jugar a ser algo que no era.

—Tenga un pañuelo, Teresa.

—Gracias —musitó dejando el documento sobre la mesa, y con los ojos llenos de lágrimas engulló de un trago el whisky que Regina Morrison le había ofrecido y un segundo que le sirvió después.

sep

Falcone examinó atentamente el grupo de hombres repartidos por el primer piso de la casa de Neri antes de que el viejo y orondo truhán los hiciera subir rápidamente a Rachele D’Amato y a él al segundo piso.

—No me había dado cuenta de que tenías invitados —dijo Falcone—, y tampoco sabía que abres tú mismo la puerta de tu casa. ¿Es que se ha puesto demasiado caro el servicio?

—No me toques las pelotas, Falcone —espetó—. Podría haberte mandado con viento fresco. No tienes papeles que te respalden para entrar así en mi casa, y en cuanto a ella… —Neri miró a Rachele con una sonrisa—. Ya veo que volvéis a hablaros.

—Estamos trabajando —contestó ella, y ambos siguieron a Neri hasta un espacioso salón amueblado con tanto presupuesto como poco gusto: modernos sofás y sillones de piel, copias de cuadros por las paredes y una gran mesa de cristal en el centro.

Había dos personas sentadas en el sofá. Una era una mujer delgada y atractiva que debía rondar los treinta años y que llevaba el pelo de un rojo rabioso. No parecía muy contenta de estar allí. El otro era un hombre algo más joven que ella, delgado, nervioso, de mirar inquieto y con el pelo decolorado.

—Como no vivo en compañía de un abogado, hablaremos delante de mi familia —dijo Neri—. Así, si después os inventáis algo, tendré testigos.

Falcone asintió.

—No nos has presentado —dijo la mujer—. Soy Adela, su esposa.

—La actual —añadió Neri.

—Sí, la actual —repitió ella—. Y él es Mickey, mi hijastro. Diles hola a estos señores, Mickey, y deja de moverte así. Me pones nerviosa. Y de babear mirando a la señora.

Mickey dejó de retorcerse las manos y murmuró:

—Encantado.

Neri se acomodó en un enorme sillón e invitó a Falcone y a D’Amato a hacer lo mismo.

—Os ofrecería un café, pero vamos a dejarnos de preámbulos. ¿Por qué habéis venido? ¿Qué he hecho esta vez?

—Nada —respondió Falcone—. Es una visita de cortesía.

Neri se rio con sequedad.

—Cuando decidamos que has hecho algo, Emilio, no vendremos nosotros dos solos —le informó Rachele, sorprendida por como seguía mirándola Mickey—. Vendremos muchos más, aparte de la tele y los periódicos, que seguro que se van a enterar.

—Eso no va a ocurrir. No hay razón para ello.

Rachele señaló a su hijo con un gesto de la cabeza.

—¿Le incluimos también a él? ¿Ya forma parte de la empresa familiar?

—Tú sabrás. Los de la DIA no os hartáis de espiarme.

Sonrió a Mickey y este enrojeció y bajó la mirada.

—No se parece mucho a ti. A lo mejor tampoco actúa como tú. Quién sabe.

—No, nadie lo sabe —corroboró Neri—. Voy a proponeros algo. Si queréis llevaros a alguien para mantener vuestra estadística de detenciones, llevárselo a él. Y a ella también, si os apetece, siempre y cuando tengan que compartir la misma celda —añadió, mirándolos fijamente a ambos—. Ella es más inteligente que mi hijo, así que puede que os cueste un poco más sacarle algo.

Falcone sonrió.

—Una familia feliz. Me encanta.

—Se me está agotando la paciencia —le advirtió Neri.

—La cuestión es que quiero saber a qué te dedicabas hace dieciséis años. Quiero que me hables de Vergil Wallis y de lo que pasó con su hijastra.

Los ojos de reptil de Neri se entrecerraron.

—¿De verdad pretendes que recuerde lo que hacía hace dieciséis años? ¿De quién dices que debo acordarme?

—De Vergil Wallis —repitió D’Amato—. Era tu contacto con la gente de la costa oeste. No te molestes en negarlo. Tenemos fotos de los dos juntos y sabemos que tuvisteis trato.

—Es que yo soy un hombre muy sociable. Conozco a mucha gente. ¿Esperáis que me acuerde de todos?

—De este, sí —respondió Falcone—. Estuvo a punto de enfrentarte con los sicilianos y tú le jodiste algún negocio. ¿Os seguís guardando rencor, o habéis hablado últimamente?

—¿Qué? —se ofendió Neri, aunque el sentimiento era falso, y él quería que sé entendiera así—. Si pretendéis hacerme esa clase de preguntas, será mejor que quedemos para otra ocasión y que mi abogado esté presente.

D’Amato se pasó la mano por su pelo castaño y perfecto sólo para deleite de Mickey.

—No necesitas abogado, Emilio. Nadie te está acusando de nada. Sólo queremos que nos cuentes lo que recuerdes. Sabemos que conociste a ese hombre, pero no es esa la razón de que estemos aquí. Su hija fue asesinada hace dieciséis años, y el cuerpo ha aparecido recientemente.

—¿Crees que no leo el periódico, o que no veo la televisión?

—¿Entonces? —insistió Falcone.

Neri señaló a Mickey con un gesto de la cabeza.

—¿Tú te acuerdas de un tío negro que conocimos entonces? A mí me suena, pero no recuerdo mucho más.

—Sí —contestó Mickey, más nervioso que nunca—. Él y su hija estuvieron de vacaciones con nosotros unos días. Me parece que les gustaba mucho la historia. No dejaban de dar la lata con eso y con los museos. Eran un coñazo.

—¿Y recuerdas a su hija? —preguntó Rachele.

—Más o menos. A mí me parece que había chicha entre ellos. Un tío negro con una rubita pegada todo el día a los talones. ¿A ti qué te parecería?

Falcone lo meditó un momento.

—¿Estás diciendo que estaban enrollados?

—No, no —se defendió, y miró a su padre en busca de ayuda.

—Él era un soplagaitas engreído —sentenció Neri—. ¿Quién demonios iba a saber lo que pasaba entre ellos? Pero yo he conocido a unos cuantos como él. Vienen aquí, pensando que pueden comerse el mundo y que no tienen que pagar peaje por ser quien son. Ah, y otra cosa: ¿alguna vez has visto a un negro con una rubia y que no se la esté tirando?

A D’Amato no parecía hacerle mucha gracia la idea.

—Era la hija de su mujer.

—Ah, claro. Eso lo cambia todo —se burló Neri—. ¿A que si vieras a un italiano rico babeando con una adolescente, es eso lo que pensarías? Me parece que hay una doble moral aquí. Los hombres como él no saben tener quietas las manos. ¿Te imaginas lo que sería tener dos por el mismo precio? ¿Madre e hija? De todos modos, pregúntale a él, no a mí.

En eso tenía razón. A lo mejor Wallis era un gran actor y toda su pena sólo una espléndida interpretación.

—¿Y tú, Mickey? —preguntó Rachele de pronto.

—¿Yo, qué? —balbució.

—¿Te gustaba la chica? ¿Era tu tipo?

Miró con nerviosismo primero a Adela y luego a su padre.

—Qué va. Demasiado delgada. Y demasiado estirada. Sólo sabía hablar de historia. ¿Qué iba a hacer una chica como esa con un tío como yo?

Rachele sonrió.

—Entonces, ¿la recuerdas bien?

—No mucho.

Neri hizo un gesto con su manaza.

—Estoy hartándome de tanta pregunta. ¿Por qué hablamos de una cría que desapareció hace un siglo? ¿Qué tiene que ver con nosotros?

Ni D’Amato ni Falcone contestaron.

—Bien. Pues ahora que lo hemos aclarado todo, podéis marcharos, que aquí empieza a oler mal y quiero abrir las ventanas.

Rachele sonrió a Mickey.

—¿Y Bárbara Martelli, Mickey? Supongo que ella sí era tu Lipo de mujer. No era flaca y tenía un buen trabajo. Era policía, ¿sabes?

Mickey miraba a un lado y a otro, a su madrastra y a su padre, a todas partes.

—¿Quién? No sé de qué demonios me habla. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

—La mujer que ha salido en el periódico, idiota —respondió su padre—. La policía a la que mataron ayer. Al parecer se había cargado a alguien. ¿Es eso cierto? ¿Qué os pasa ahora a los policías? ¿Cómo vamos a confiar en vosotros?

—Soy yo quien hace las preguntas —respondió Falcone—. ¿Dónde estuviste ayer, Mickey? Cuéntame lo que hiciste durante todo el día, desde la mañana a la noche.

—Estuvimos todos en casa —intervino Adela Neri—. No salimos en todo el día.

—Pasamos el día juntos, a excepción de un momento que salí yo, que tenía un compromiso para comer. Puede preguntarle a cualquiera de mis empleados. Todos podemos dar razón los unos de los otros. ¿Tienes algún motivo para dudar de ello?

Rachele D’Amato sacó dos fotos de su maletín: Bárbara Martelli de uniforme y su padre en una instantánea de cuando estaba aún en el cuerpo.

—Su padre también era policía. Estaba en su nómina.

—¿Que yo pago policías? ¿Es que no os parece que ya pago impuestos más que suficientes?

—¿Cuándo hablaste por última vez con Martelli? —preguntó Falcone—. ¿Y con su hija?

—Ni siquiera creo que los conozca. Y hablo por todos nosotros, así que si queréis decir lo contrario, será mejor que os pongáis en contacto con mi abogado. Pero lo cierto es que no tenéis nada, ¿verdad? Si no, no estaríamos hablando así. ¿Me equivoco?

Rachele volvió a guardar las fotos.

—¿Y los hombres de abajo?

—Vamos a echar una partida de cartas. Son buena gente.

—Pues que sea una partida larga, muy larga —dijo Falcone—. No quiero verlos por la calle, ¿queda claro?

—¿Me estás diciendo que los ciudadanos de esta república ya no podemos andar libremente por la calle? ¿Es eso? No me lo puedo creer. A mí me hacéis tragar toda esta mierda. A mí me amenazáis y suponéis cosas de mí que no tienen ni pies ni cabeza. Y ese cerdo americano anda por ahí tan campante. Nadie le pregunta si se estaba tirando a esa chica, ni si ha sobornado policías para abrirse las puertas necesarias. Tú me dirás por qué. ¿Es que sois idiotas?

Falcone se levantó y Rachele D’Amato hizo lo mismo.

—Me alegro de haberos visto —les despidió Neri—. No tengáis prisa por volver.

—¿Sabes qué día es mañana? —preguntó Falcone.

—Sábado. ¿Tengo premio por haberlo adivinado?

—Liberalia.

Neri compuso una mueca de disgusto.

—¿Qué? ¿Es alguna fiesta nueva de las que nos meten los de la comunidad europea? No me suena.

—Sí, sí que te suena. Te dice que si sabes lo que te conviene, no te moverás de aquí. No te interpongas en mi camino.

—¡Vaya! —se burló—. Así que a esto se dedica ahora la policía: a amenazar a los ciudadanos honrados.

—No es una amenaza, sino un consejo. Te recuerdo bien. Hace años, cuando era sólo detective, estudié tus movimientos. Te conozco.

—¿Ah, sí? ¿Tú crees?

—Y has cambiado. Estás viejo, y pareces débil. Ya no eres el hombre que eras.

—¡Fuera de aquí! —estalló Neri, levantándose y gesticulando con los brazos—. Largaos antes de que os tire escaleras abajo.

Falcone no escuchaba. Tenía el teléfono pegado al oído y fruncía el ceño. Había algo en su cara que hizo que todos se callaran, esperando.

—Enseguida voy —dijo al final.

—Leo, ¿ocurre algo? —preguntó Rachele, preocupada.

Pero él miró a Emilio Neri.

—Podría ser. ¿Te dice algo el nombre de Beniamino Vercillo?

—Estoy harto de tanta pregunta estúpida…

—¿Y bien?

—Nada. No me dice nada. ¿Por qué?

—Puesto que es un desconocido para ti, no te importa —respondió encogiéndose de hombros—. Ya lo verás en las noticias. O llama a alguno de tus policías para que te lo cuente. Nos vamos. No hace falta que nos acompañes.

—¡Mickey!

Mickey los acompañó escaleras abajo y yendo el primero pudo volverse de vez en cuando para mirarle las piernas a Rachele.

Los invitados estaban sentados en torno a una mesa redonda en una de las salas del primer piso leyendo el periódico, fumando y jugando a las cartas.

—Conozco a algunos de estos tipos —dijo Falcone—. ¿Es esta la clase de amigos que tienes, Mickey?

—No sé a qué se refiere —contestó cuando llegaban ya a la puerta principal, con sus cámaras de seguridad y cierres electrónicos.

Hurtándose al ojo de la cámara, Rachele se volvió y le sonrió.

—Deberías ser más listo, Mickey. Es importante serlo en una situación como esta.

—¿Una situación como cuál?

—Una situación de cambio —dijo, y le entregó su tarjeta—. ¿Es que no lo hueles en el aire? Ahí tienes mi número privado. Llámame si quieres hablar. Podría evitar que entraras en la cárcel. Y si las cosas salen mal, incluso podría mantenerte vivo.

Él miró escaleras arriba para asegurarse de que nadie escuchaba.

—Fu… fuera de aquí —murmuró.

sep

Los agentes se enfundaron sus trajes blancos de trabajo antes de descender por la escalera de hierro que conducía a la oficina del sótano de la Via dei Serpenti ante la mirada atenta de Falcone, que los observaba haciendo una rápida cuenta mental de los efectivos de la Comisaría. Con los oficiales que ya estaban dentro y los que acababan de entrar, el contingente total dedicado al caso era de seis personas. Insuficiente. La Comisaría empezaba a tener problemas de verdad. Ya habían intentado convencer a algunos enfermos de que se levantaran de la cama, pero aun contando con los pocos que habían accedido, seguía siendo difícil seguir todas las líneas de investigación abiertas: Randolph Kirk, Bárbara Martelli, Eleanor Jamieson y casi con toda seguridad, la hija de Miranda Julius. En teoría aquella época del año era tranquila. Ojalá tuviera más efectivos para vigilar a Neri y a Wallis, y asegurarse de que no se les ocurrieran ideas descabelladas. Ojalá tuviera también tiempo para pensar en Suzi Julius. Compartía algunos de los temores de Costa, aunque no quería actuar en las circunstancias presentes hasta no contar con algunos hechos claros que relacionaran su caso con el de Eleanor Jamieson. Todavía no tenían pruebas de que se tratara de algo más que de la desaparición de una adolescente en busca de aventuras. No podía permitirse emplear hombres en crímenes hipotéticos habiéndolos reales por resolver.

El Alfa negro de Rachele D’Amato se detuvo delante de la casa y la vio bajarse, juntando cuidadosamente sus largas piernas para que la falda estrecha de color rojo que llevaba no se subiera demasiado. Por un instante su pensamiento quedó dominado por otras cosas. Llegaba media hora más tarde porque había tenido que pasar por la oficina de la DIA, y él no tenía ni idea de qué se cocía tras sus puertas cerradas.

—No tendría por qué estar aquí —se recordó al tiempo que fingía una sonrisa.

—¿Leo?

—No recuerdo haberte invitado a venir, Rachele. Esto no es una feria. No tienes que meterte en todas nuestras investigaciones.

Ella señaló la puerta con un gesto de la cabeza. Un par de agentes con su vestimenta blanca salían de la oficina y se quitaban el casco para encender un cigarrillo.

—¿No me dejas entrar a echar un vistazo? No irás a decirme que te has creído lo que te dijo Neri. ¿De verdad piensas que este tipo es un desconocido?

—Según sabemos, Beniamino Vercillo era contable. No tenemos nada contra él. No era más que un hombrecillo que vivía en Paroli solo. La caja está abierta. Ha debido ser un robo.

Rachele miró a los hombres que estaban junto a la escalera. Era evidente que no se había creído una sola palabra. A Falcone le molestaba pensar que ella siempre iba un paso por delante de él.

—¿Y eso es todo? He oído por la radio que tenéis un testigo.

—No deberías sintonizar nuestra frecuencia. No forma parte del trato.

—Ahorro tiempo. El mío y el de todos. ¿Quién es?

Falcone suspiró.

—Una chica que estaba en la óptica vio entrar a alguien disfrazado. Dice que parecía un personaje de teatro y que llevaba una máscara. Hay un grupo de teatro callejero actuando cerca del Coliseo. Hemos estado allí y están interpretando Las Bacantes de Eurípides. Al parecer les falta un traje. Tengo hombres interrogándolos a todos. El problema es que en el momento del crimen estaban ensayando, así que o mienten todos, o alguien les robó el traje pero no vieron a nadie salir de allí. Es…

Todo estaba desbaratándose, desbordándose en distintas direcciones, lo que le robaba el tiempo necesario para pensar, para concentrarse en lo importante.

—Es lo que me faltaba en este momento.

D’Amato no parecía sorprendida, y Falcone suspiró.

—¿Me lo vas a contar o tengo que imaginármelo? No es cierto que estemos trabajando juntos en este caso, ¿verdad? ¿Es por mí? ¿Quieres trabajar con otra persona?

—Lo siento, Leo —contestó ella, apoyando una mano en su brazo. Tenía los dedos delgados y delicados, y recordó cómo eran sus caricias—. No es por ti, sino por mí. Tienes razón. Todo esto está demasiado… embarullado. En la DIA no trabajamos de un modo distinto al vuestro, créeme. Esperamos que las cosas ocurran del modo en que lo hacen siempre, pero en este caso no hay un patrón.

—Eso es cierto. Entonces Vercillo no era un hombrecillo gris sin más, ¿verdad?

Ella se echó a reír y Falcone la recordó como era antes: joven y despreocupada. Y cuánto le gustaba a él.

—Dime la verdad, Leo: no te lo habías creído, ¿a que no?

—No —él también se había puesto uno de aquellos trajes blancos para entrar en la oficina y había visto lo que había en su interior. No podía quitarse la imagen de aquella condenada máscara de la cabeza—. Es que no me gusta sacar conclusiones precipitadas.

—Nunca pudimos pillarle por nada —continuó ella—. Vercillo era un tío listo. Se necesita serlo para llevar los libros de Neri, aunque estoy segura de que no vamos a encontrar una sola hoja que lo demuestre.

Una pieza del rompecabezas encajó en su sitio. Pensó en la escena que se había encontrado en la oficina y supo que Rachele estaba equivocada, pero decidió no compartirlo con ella.

—¿Por qué alguien iba a asesinar al contable de Neri? ¿Habría estado robándole al jefe?

—Es difícil de decir —contestó ella—. Sabría perfectamente cuál sería el resultado si le descubrían. Tampoco creo que Neri enviase a un tío con máscara para liquidarle. Vercillo habría desaparecido en un abrir y cerrar de ojos, sin más.

—Entonces, ¿qué?

—Hemos recibido información de los de inteligencia. Ayer por la tarde, a primera hora, llegaron cuatro o cinco norteamericanos sospechosos a Fiumicino. En líneas aéreas diferentes y clases distintas, como si no se conocieran. Podría ser que Wallis estuviera reforzando su ejército.

Falcone se acarició la barbita puntiaguda. Le ponía enfermo que ella supiera tanto del crimen organizado, que pareciera comprender instintivamente sus movimientos. Sí, la DIA estaba para eso, pero aun así se sentía engañado.

—¿Qué ejército? Me dijiste que estaba retirado.

—Y lo está, pero eso no quiere decir que se haya vuelto idiota. Ya viste la seguridad de su casa. Vergil Wallis no baja la guardia, lo mismo que Neri. Los hombres como ellos deben tener cuidado, estén retirados o no lo estén.

Falcone se preguntó si todo aquello no podría ser el primer acto de venganza de Wallis. En aquel momento se oyó un revuelo al final de la calle. Era el «Monje» y el resto del equipo forense que, como siempre, llegaba tarde. Teresa Lupo no venía con ellos.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —espetó Falcone.

Silvio Di Capua bajó la cabeza y se precipitó escaleras abajo. Parecía asustado.

—¿Y dices que esos hombres han sido convocados? —continuó hablando con Rachele.

—Es posible.

Falcone pensó en la frialdad con que los había recibido Wallis.

—Podría ser, pero a mí no me pareció un hombre que se estuviera preparando para una guerra.

Ella lo miró de soslayo, como si le pareciera un tanto inocente.

—No puedes fiarte de la impresión que te dé esa gente, Leo. Ni siquiera con Neri. Está claro que lo de esta mañana ha sido una pantomima, aunque yo no la he entendido. A lo mejor Vergil Wallis ha llegado a la conclusión de que no le queda más remedio que rodearse de algunos soldados por si las moscas.

Falcone hizo una mueca y echó a andar hacia la puerta. Rachele dio unos cuantos pasos rápidos para alcanzarle.

Los hombres de traje blanco se habían quitado los cascos y parecían muy ocupados empolvando, raspando, revisando rincones, metiendo cosas en sobres. Del cuerpo se ocupaba el «Monje». Beniamino Vercillo estaba clavado a su viejo sillón de cuero con una espada curvada que le atravesaba el pecho, algo vencido hacia delante. Era fácil de ver que la espada le había atravesado por las costillas y salía hacia el costado derecho empalándole con el respaldo. Era un hombre delgado y Falcone se preguntó cuánta fuerza habría que ejercer para semejante golpe. Teresa podría decírselo. Siempre sabía esa clase de cosas. Pero no estaba allí y el pobre «Monje» parecía un pez fuera del agua, rodeado por un grupo de ayudantes novatos que aguardaban instrucciones.

—¿Dónde está?

—¿Quién?

—¿Quién va a ser? Tu jefa.

—Había tenido que salir —balbució—. Llegará enseguida.

¿Cómo tenía el valor de volver a hacer lo mismo en apenas veinticuatro horas?

—¿Adónde ha ido?

Di Capua se encogió de hombros. Parecía acobardado.

—Que venga inmediatamente —ordenó—. ¿Y dónde demonios están Peroni y Costa? ¿Es que nadie los ha llamado?

—Están de camino —contestó uno de los hombres de blanco—. Iban de vuelta a la Comisaría. No sabían que usted había salido. Dicen que tienen algo.

—Ya era hora de que alguien tuviera algo. ¿Qué está pasando aquí?

Rachele estaba junto al cadáver y miraba la mesa sonriendo. Había papeles por todas partes: listados de ordenador y páginas escritas a máquina, más antiguas. Incluso un par de documentos escritos a mano con caligrafía infantil.

Eran cartas, un mar de cartas por todas partes, y una sola hoja escrita a mano con un tipo distinto de letra para la que habían empleado un rotulador que habían dejado junto a la hoja. La tinta parecía fresca. En ella habían dibujado las teclas de un teléfono y una selección de números copiados de la hoja que había al lado. Esa selección había sido subrayada en la otra página. Inmediatamente se dio cuenta de lo que era: la clave de un código. Una fecha, un número de teléfono y una cantidad. Y luego unos cuantos códigos más indescifrables, que seguramente se referían a la clase de transacción realizada. A lo mejor también podían descifrarlo. Todo ello era un magnífico regalo.

Rachele estaba encantada. Iba a coger algunos de los papeles, pero él se lo impidió.

—Todavía no los hemos estudiado —le dijo—. Cuando lo hagamos, los verás, te lo prometo.

—¿Sabes lo que es?

—No lo sabía, pero por lo que me has dicho antes, creo que ahora sí.

Parecía entusiasmada. Ojalá él pudiera compartir esa satisfacción.

—Estos papeles cubren años y con ellos podríamos ir a por Neri. Incluso podríamos empapelar también a quienes han hecho negocios con él. ¿Lo has pensado, Leo?

—En este momento, en lo que pienso es en un asesinato.

Estaban surgiéndole muchas dudas. ¿Sería aquella la dirección que debían seguir sus pensamientos? Tanta sangre, tanto numerito, ¿no sería todo un montaje para empujarle a pasar por alto algo más sutil, menos obvio? La información que había sobre la mesa no provocaba en él entusiasmo alguno. Por útil que pudiera resultar, su origen le preocupaba. Aquel no era el modo habitual de operar cuando delincuentes de aquella ralea se declaraban la guerra. No solían asesinar subordinados para luego dejar información de sus enemigos a disposición de la policía. No sin que les reportara algún beneficio.

Por un momento deseó seguir en la playa de Sri Lanka, lejos de todo aquello. Últimamente se sentía viejo, y la presencia de Rachele D’Amato no le proporcionaba precisamente la paz que necesitaba. Era perfectamente capaz de asimilar la presión, pero no las dudas. Necesitaba certezas en su vida, no sombras y fantasmas.

—¿Dónde demonios se ha metido todo el mundo? —farfulló frunciendo el ceño, y sintió, por primera vez desde hacía meses, que estaba empezando a perder la paciencia.

sep

En cuanto Teresa salió del despacho de Regina Morrison y conectó el teléfono, recibió una llamada del «Monje» que en un ataque de desesperación le decía que jamás había visto a Falcone de tan mal humor y que le había dicho que quería que apareciera ya. Subió al coche y recorrió las calles atestadas de tráfico dándole vueltas en la cabeza a lo que acababa de averiguar, cuando en realidad debería estar pensando cómo iba a explicar su ausencia o el hecho de que, por segunda vez en dos días, se había metido deliberadamente en el terreno de la policía.

Los muertos no podían irse a ninguna parte. Ya nada podía hacerse por aquel nuevo cadáver que Silvio Di Capua no fuese capaz de hacer. El trabajo duro llegaba más tarde, y Falcone lo sabía. Además, había obtenido resultados. No es que esperase gratitud por su parte, pero tampoco que le abriera un expediente. Mientras los demás andaban a tientas en la oscuridad enredados en telarañas, ella había encontrado algo concreto: una fotografía de Bárbara Martelli y Eleanor Jamieson entre los documentos particulares del profesor Randolph Kirk, el hombre que la encantadora Bárbara había despachado tan eficientemente el día anterior.

—Maldita sea —murmuró al encontrarse con que una furgoneta blanca bloqueaba la calle. Un chino estaba descargando cajas con toda parsimonia para meterlas en una tienducha de regalos. A través del escaparate vio las baratijas que se ofrecían a los transeúntes: brillantes pijamas, rascadores de plástico para la espalda, calendarios con dragones…

—¡Eh, tú! —gritó por la ventanilla—. ¡Mueve la furgoneta!

El hombre dejó en el suelo la caja que llevaba y volviéndose dijo algo que sonó:

—¡Váyase a la mierda!

Lo que le faltaba. Teresa sacó su tarjeta de identidad con la esperanza de que el sello de la policía diera el pego.

—¡A la mierda te vas tú, imbécil! —le gritó, mostrándosela.

El tipo masculló algo entre dientes que ella no entendió y sin prisa ninguna se subió a la furgoneta y la arrancó.

El socavón, un agujero informe y gris, seguía estando prácticamente ante sus ojos. ¿Habría sido su presencia allí una mera y desafortunada coincidencia? ¿Habría decidido Bárbara previamente asesinar al profesor, por culpa quizás de alguna pesadilla recurrente, y a posteriori añadir al único testigo de su crimen? ¿La habría llamado Kirk para decirle que alguien andaba haciendo preguntas extrañas y ella había decidido silenciarle para siempre y evitar así que pudiera hablar más de la cuenta? ¿Sería esa labor de una ménade? ¿Disponer del dios si este perdía su divinidad? ¿O sería tal vez que Kirk había llamado a otra persona, alguien que conocía a Bárbara y que sabía de su condición de ménade y que le encargó el trabajo?

Nunca lo sabrían. Lo primero que había revisado la policía era la lista de llamadas de Kirk. Aquella misma mañana se lo habían dicho, y no tenían ni idea de a quién había llamado. No había botón de rellamada en la antigualla que Kirk tenía por teléfono, y la compañía telefónica no registraba los números de las llamadas locales.

Le asustaba darse cuenta de que había empezado a pensar como un policía. Todas aquellas posibilidades pululaban por los predios oscuros e ilimitados de su imaginación, un lugar que no le gustaba visitar. Un lugar que, si pretendía ser sincera consigo misma, tenía que admitir que empezaba a asustarla. Esa era la razón de que se hubiera echado a llorar delante de una desconocida y de que tarda se quince minutos en recuperar la compostura. Eso, y el virus que andaba circulando por su sistema y al que había intentado combatir con un par de lingotazos de Glenmorangie. La vida sería mucho más sencilla si los muertos pudiesen volver y hablar, aunque fuera sólo un momento. Iría a la morgue, miraría al cadáver momificado de quien una vez fue Eleanor Jamieson y le diría en voz baja: Cuéntaselo todo a Teresa, cariño. Descarga tu pecho de caoba.

De todos modos, su cuerpo había hablado, había dicho no todo muere para siempre. Y Suzi Julius, con su melena rubia y maldita, también le había dicho algo: que la causa y el efecto sobrevivían a la vida y la muerte.

La furgoneta blanca se puso en marcha hacia la silueta baja del coliseo que cerraba la calle. El Fiat amarillo de Teresa, proporcionado por la compañía de seguros y que ya tenía un par de arañazos nuevos, permaneció en mitad de la calle. Varios coches hicieron sonar el claxon. Bajó la ventanilla y le gritó al tío que conducía el Alfa de detrás:

—¿Es que no te das cuenta de que estoy pensando, cara de pus?

Arrancó y a velocidad moderada avanzó por la calle dei Serpenti mientras intentaba poner en orden sus pensamientos.

Cuando entró en el sótano de Beniamino Vercillo sintió deseos de taparse los oídos y salir corriendo de allí para buscar un poco de paz en una copa de licor frío. Había visto aquella misma escena tantas veces: los del equipo forense dando vueltas alrededor del cuerpo, esperando que les dijeran lo que debían hacer, los de la policía científica vestidos de blanco peinando el lugar en busca de la más insignificante información, y Falcone, en aquella ocasión con la mujer de la DIA, de pie al fondo, observándolo todo con su mirada de halcón, haciendo preguntas a Nic Costa, y Peroni hosco y malhumorado.

—¿Dónde demonios estabas? —le lanzó Falcone—. Por si no te has dado cuenta, tenemos trabajo.

Ella levantó ambas manos.

—Lo siento —contestó—. No te molestes en preguntarme cómo estoy. Todos los días hay alguien que intenta matarme.

Falcone perdió un poco de furia.

—Te necesitamos.

—Me tomaré eso como una disculpa. ¿Cómo vais con la chica perdida?

—¿Qué?

—La chica.

Falcone frunció el ceño.

—Los vivos son cosa nuestra.

Teresa se giró hacia el cuerpo que había al otro lado de la mesa. Había visto ya tantos a lo largo del tiempo que empezaba a sentir que trabajaba en una cadena de montaje. Pero aquella mañana algo había cambiado. Cuando miró el cuerpo, cuando su lado profesional e inconsciente inició el análisis, lo que veían sus ojos, una voz rebelde comenzó a hablarle en silencio, a subir el volumen más y más hasta ahogar todo lo demás: la sangre, las preguntas, la tensión y el miedo.

—No puedo seguir con esto —musitó, y tuvo que preguntarse quién había hablado: si ella o aquella voz. Y si eran o no la misma persona.

El «Monje» estaba al lado del cadáver y la observaba, esperando instrucciones.

La voz se adueñó de todo y gritó. Era su propia voz.

—¿Es que nadie escucha aquí? —gritó, y hasta los de la científica dejaron sus malditos polvos y quedaron inmóviles.

—No puedo seguir con esto —repitió—. Está muerto, y eso es todo lo que puedo decir. Hay una chica ahí fuera que todavía está viva y nosotros aquí, como si fuéramos gusanos, apoderándonos de un muerto.

Sintió una mano en el brazo. Era Costa.

—No lo intentes —le dijo en voz baja.

Le temblaban las manos y tenía la sensación de que la cabeza le iba a explotar. Tuvo que hacer un esfuerzo ímprobo para abrir la bolsa, sacar el expediente que Regina Morrison le había dado y buscar las fotos.

—Soy médico, y sé distinguir los síntomas de la enfermedad. Esto es irrelevante. Es un síntoma, nada más. Esto… —extendió las fotos sobre la mesa, sobre los números colocados en ella, colocando la más importante, en la que aparecían Bárbara y Eleanor, encima de las demás—. Esto es la enfermedad.

Falcone, Costa, Peroni y Rachele D’Amato tuvieron que abrirse paso entre los hombres de blanco para poder ver. Alguien murmuró una maldición entre dientes. Teresa pensó que las chicas parecían todavía más guapas vistas así. Y era tan fácil imaginarse a Suzi Julius acercándose a ellas, saludándolas sin saber que ambas habían muerto con dieciséis años de diferencia. Pero la muerte era la muerte. La muerte era un lugar donde los años carecían de importancia.

—¿De dónde las has sacado? —preguntó furioso Falcone.

—Del despacho de Randolph Kirk esta mañana.

—¿Qué? —rugió.

—No he hecho nada malo. Vosotros no mirasteis allí. No os interesó.

—¡No me jodas, Teresa! —explotó, y acercándose a ella, la olfateó. Al muy puerco no se le escapaba nada.

—¡Por amor de Dios! Has bebido. ¡Esto es el colmo! Por tu culpa…

No terminó la frase. Estaba demasiado lívido.

—¿Por mi culpa qué? —le gritó—. ¿Qué? ¿Que tu preciosa policía de tráfico está muerta? —miró a los hombres allí presentes—. ¿Es eso lo único que os importa? Pues voy a recordaros algo: vuestra preciosa policía de tráfico era una asesina de sangre fría. Puede que lo hiciera por sí misma, o porque alguien se lo mandara, pero el caso es que mató a un hombre y me habría matado a mí también si hubiera podido. Yo no he provocado nada de todo esto. Iba a ocurrir de todos modos, y si hubiera habido otra persona, estaríamos hablando de dos víctimas en vez de una. Incluso puede que las haya ya, que las haya habido durante años y no lo sepamos. Bárbara Martelli seguiría conduciendo su moto y sonriendo a todos para que luego mojéis las sábanas, porque ninguno de vosotros, ninguno, podríais creer quién era de verdad. Sólo lo habéis sabido gracias a mí… Lo siento —dijo muy despacio—, pero es lo que tiene la verdad. Que duele.

—Has perjudicado la investigación —contestó Falcone—. Has sobrepasado tus funciones.

—¡Hay una chica desaparecida!

Sabemos que hay una chica desaparecida —respondió, y echó sobre la mesa las cuatro fotos que Peroni le había dado—. Sabemos que ha sido secuestrada. Sabemos también que, de algún modo, todas estas cosas están relacionadas. Tenemos una investigación por asesinato y otra por secuestro, y destinaré los recursos que tenga para intentar asegurarme de que no haya más muertes.

—Ah. Lo siento —musitó mirando las fotos. Parecía completamente perdida—. No sé qué me pasa. Creo que tengo la gripe. Valiente excusa.

Costa la cogió por un brazo y aquella vez no se resistió.

—Vete a casa —le dijo—. No deberías estar trabajando después de lo que te pasó ayer.

—Estoy trabajando por lo que me pasó ayer. ¿No lo comprendes?

—Teresa —intervino Silvio Di Capua—, te necesitamos.

—Ya le has oído —contestó, consciente de que se le habían llenado los ojos de lágrimas y que estas empezaban a rebosar, a rodarle por las mejillas como una prueba que dijera Mirad a Teresa. Ahora sí que está loca—. Lo siento, Silvio. No puedo seguir más con esta… mierda.

El sótano olía a sangre y a sudor, y se dirigió a la puerta. Quería salir, sentir el aire fresco en los pulmones a pesar de saber que lo que inhalaría sería el humo del tráfico de Roma que la envenenaría de dentro afuera.

Y no podía dejar de preguntarse qué les habría ofrecido aquel dios loco a Bárbara Martelli y Eleanor Jamieson. ¿Sería quizás la liberación de todo aquello? ¿Un lugar privado donde ser uno mismo, en el que nadie podía entrar, ni juzgarte; donde el deber, la rutina y el devenir del día a día quedaba a millones de kilómetros de distancia porque en aquel lugar nuevo podías convencerte de que tenías dentro de ti una parte de ese dios? ¿Sería ese el regalo? Y de serlo, ¿cómo podría existir ser humano que lo rechazase?

sep

Emilio Neri no estaba dispuesto a vivir como un criminal, escondiéndose de todo y de todos, huyendo sin razón por la que huir. Pero aunque no hubiera recibido la visita de la policía y la di a habría distinguido los síntomas, habría digerido los datos que le llegaban a través de los canales que había ido construyendo a lo largo de los años. Tenía que tomar decisiones, definir opciones, y por primera vez en su vida todo eso le resultaba difícil. Aquella situación era nueva para él, sin precedentes, y hasta que consiguiera decidir cuál iba a ser su modo de enfrentarse a ella, no le quedaba más remedio que seguir encerrado en su casa e intentar que las puyas constantes de Adela y Mickey no le destrozaran los nervios. Ya era hora de dejar de fingir que podía ponerse al frente de sus tropas y luchar como había hecho veinte años atrás para pasar de capo a jefe. Tenía que actuar de acuerdo con la edad que tenía y dirigir sus tropas, ser el general, fomentar su confianza. Se estaba haciendo viejo y tenía que dejar a otros las labores más duras.

Pero todo ello entrañaba riesgos. Le gustaría saber qué se cocía en sus filas. Cuando estaba con sus hombres era capaz de tenerlos en un puño, controlados, pero ahora corría el riesgo de parecer distante, de que pensaran que su mano ya no era tan firme. Adela y Mickey no ayudaban precisamente. Un hombre que no podía controlar a su propia familia difícilmente podía exigir respeto de sus filas. Le había ordenado a Bruno Bucci que se mantuviera alerta y a la escucha de cualquier posible comentario a media voz que pudiera delatar la preparación de una sublevación. Corrían tiempos peligrosos, y ese peligro no sólo provenía de la dirección más obvia. Pensara lo que pensara en privado, tenía que asegurarse de que los sicilianos siguieran contentos con él, y tenía que convencer a los soldados de a pie que serle fiel redundaba en su propio beneficio. El dinero sólo podía obrar parte de la magia. Necesitaba cimentar su respeto, seguir siendo su jefe.

En aquel momento llegó Bruno para darle la noticia de la muerte de Beniamino Vercillo. La policía había intentado mantenerlo oculto pero la gente de Neri tenía buenas fuentes, unas fuentes que le habían mencionado lo más raro del caso: que el asesino llevaba puesta una vestimenta teatral antigua, o algo así. Para Neri aquello tenía que ser un mensaje, lo que trastocaba la situación volviéndola más seria de lo que había previsto. Durante un momento se quedó aturdido, perdido en sus propias dudas y sin nadie a quien volver la cabeza. Había sido culpa suya. En cuanto le llegó la noticia de que se estaba preparando una guerra, en cuanto supo que esos americanos habían llegado a Fiumicino, debía haber actuado. Si el conflicto era inevitable, la ventaja la llevaba siempre quien daba el primer golpe, y ellos conocían bien el cuento. Pero había dudado, y el castigo a su duda había sido un golpe brutal e inesperado.

Vercillo era un civil. Si lo que pretendían era demostrar algo, había montones de blancos aceptados contra los que poder dirigirse: capos del barrio, subordinados, hombres de la calle, proxenetas… pero no. Habían elegido a un contable de tres al cuarto, y eso no tenía sentido. Es más, resultaba ofensivo. Neri nunca le había dedicado a Vercillo su propio tiempo. Ni siquiera podía considerársele un empleado. Jamás se le habría ocurrido advertirle que se quedara en casa, que no asomara la cabeza hasta que se aclarara la atmósfera. Por dura que fuera una guerra, nunca se veían envueltos en ella personajes que quedaban tan abajo en la escala. Estaba establecido así en un pacto no escrito; era una línea que nunca se cruzaba.

Como tampoco se asesinaba a la familia, a la esposa o a la hija.

Bucci le observaba impávido, estólido, a la espera de instrucciones.

—Jefe…

—Déjame respirar —replicó Neri frunciendo el ceño—. Estas cosas hay que pensarlas bien.

El matón de Turín guardó silencio. A Neri le reconfortaba su presencia. Necesitaba hombres de entraña en una situación como aquella.

—¿Cómo están los muchachos?

—¿A qué se refiere?

—Al estado de ánimo. A la moral.

Bucci cambió de postura y Neri leyó en su incomodidad que los ánimos no eran buenos.

—Se aburren fácilmente, jefe. Es normal en situaciones como esta. Están tensos, como si algo estuviera a punto de ocurrir, pero como no pasa nada se desesperan. Tienen la sensación de estar perdiendo el tiempo.

—Un tiempo que les pago más que bien.

—Sí, pero ya sabe cómo son. No tiene que ver con el dinero. Además, uno de ellos era primo de ese pobre idiota de Vercillo y cree que tiene una cuenta que saldar.

—¿Qué es lo que quieres decirme, Bruno?

Bucci consideró cuidadosamente la respuesta.

—Pues que a lo mejor no es buena idea quedarnos aquí de brazos cruzados esperando a que ocurra algo. Son buenos chicos, pero no me gustaría ponerlos contra las cuerdas.

La mirada fría de Neri no se despegó un instante de su cara.

—¿Son leales?

—Tan leales como puedan ser en estos tiempos, pero ya los conoce: necesitan buenas palabras. No les gusta pensar que son meros guardaespaldas. Vendría muy bien algo de acción. Enseñémosles a esos majaderos cuál es su sitio.

—Estoy de acuerdo —mintió, pero en realidad era otra cosa lo que más le preocupaba. ¿Cómo habrían llegado a saber de la existencia de Vercillo? Siempre había trabajado en la trastienda. ¿Cómo habría sabido Wallis de él? A lo mejor había sido menos discreto de lo que se imaginaba. Incluso podía ser que hubiera estado vendiendo información por ahí, y había terminado por averiguar de primera mano lo peligroso que podía ser ese juego—. ¿Tienes alguna información sobre quién está detrás de esto?

—Todavía no. No se habla demasiado del tema en la calle. Si es que el norteamericano se ha traído gente para este trabajo, no los conocemos, y si quiere que le diga lo que pienso…

—¿Qué?

—No vamos a saber nada más. Lo más probable es que todos los demás se queden al margen, observando. Quieren ver quién es el triunfador. Nadie va a hacernos ningún favor, a menos que ya esté metido en el ajo. No tiene sentido.

Neri guardó silencio.

—No le importará que sea sincero —dijo Bucci con cuidado.

—No. Es precisamente lo que necesito. ¡Pero si toda esta gente lleva años chupándome la sangre!

—Mire, jefe: usted se tiene ganado el respeto de la gente de aquí, siempre y cuando no los presione demasiado. Pero fuera…

No dijo nada más. No necesitaba hacerlo.

—Respeto —repitió entre dientes—. Dime la verdad: ¿creen que ya soy demasiado viejo?

Bucci no contestó inmediatamente.

—No es eso lo que piensan —contestó después de un momento—, pero sí que se preguntan qué va a pasar después. Cabía esperarlo. Cualquiera lo haría en su lugar. Y hay ciertos rumores…

—¿Rumores?

—Mis contactos en la policía están siendo muy reacios a hablar. Falcone sólo permite acercarse a sus colaboradores más cercanos. Y luego está la DIA.

—¿La DIA? ¿Qué pintan ellos aquí?

—Creen tener nuestros libros. Los de Vercillo.

Neri se echó a reír.

—¡Por supuesto que tienen nuestros libros, pero no pueden hacer absolutamente nada con ellos! Vercillo lo codificaba todo. Era bueno con los números. Podrían darles vueltas y más vueltas durante años y no encontrarían nada.

—Tienen el código, y la DIA está intentando descifrarlo.

—¿Qué? ¿Que tienen la clave?

Era imposible calcular el significado de todo aquello. Vercillo llevaba casi veinte años ocupándose de los libros. Era un hombre meticuloso que lo registraba todo, pero si los de la DIA conseguían descifrar el código y hundir las narices en sus transacciones, podrían atribuirle de todo: fraude, evasión de impuestos… De todo.

—¿Estás seguro?

—Sí. Y también quieren cargarle lo del cadáver de esa chica. Creen que tuvo usted algo que ver. El profesor ese al que mataron parece ser que dejó algunas fotos. Y hay otra chica más desaparecida, y que también quieren cargarnos a nosotros.

Neri se sentía insultado.

—¿Es que tengo pinta de ir secuestrando adolescentes por la calle? ¿Para qué iba a hacer yo algo así?

—Ellos creen que… apunta hacia nosotros —dijo, escogiendo con cuidado las palabras.

—¿Y es cierto?

—Con los que están bajo mis órdenes, no.

Neri enarcó las cejas, esperando.

—Pero yo no controlo a todo el mundo. Mickey, por ejemplo, campa a sus anchas. Dios sabe en lo que se mete cuando nadie lo ve.

—¿En qué crees tú que se mete?

—Sabemos lo de las prostitutas, y yo creo que ha vuelto a drogarse. Puede incluso que haya más —hizo una pausa—. La mitad del tiempo no sé dónde está. ¿Y usted?

—Yo tampoco.

—Y en cuanto a esa chica que murió hace años… yo no estaba aquí, pero ellos creen que Mickey tuvo algo que ver.

Neri movió la cabeza.

—No quiero hablar de eso.

—Lo comprendo. Mire, jefe, me siento muy incómodo hablándole de estas cosas, porque es algo entre usted y él, pero es que… lo que haga Mickey afecta a los hombres.

—¿Y a ti te afecta también? Tengo por un lado a ese imbécil del carajo buscándome las vueltas con la policía y la DIA. Por otro, tengo un hijo que no puede dejar de meterla en el primer agujero que encuentra. ¿Qué puedo hacer?

—Lo que usted quiera. Esta es su organización. Es usted quien decide lo que se hace o se deja de hacer. Pero es que…

—¿Qué?

—Es Mickey. No ayuda. Adela y él no…

—Sí —contestó con un gesto de la mano—. Lo sé. A mí también me ponen enfermo.

Miró entonces a Bruno. Parecía tremendamente incómodo. Nunca le había visto así, ni siquiera cuando estaban metidos en asuntos feos de verdad. No tenía sentido, y la idea que había estado zumbando en su cabeza como una mosca volvió a la carga. Era una locura. Era la clase de cosa que sólo a los viejos se les pasa por la cabeza y que les hace quedar como perfectos imbéciles si se les ocurre hablar de ellas en voz alta, lo cual no dejaba de ser un alivio, porque eran cosas que no se podían guardar dentro para siempre.

—Bruno, tú no le mentirías a un viejo como yo, ¿verdad? —le preguntó, pasándole un brazo por los hombros—. Siempre has sido malísimo mintiendo. Es una de tus limitaciones.

—No —le respondió sin despegar la mirada del suelo.

—Últimamente te quedas mucho en casa —continuó, apretándole el hombro—. Sobre todo cuando yo no estoy. Dime la verdad, Bruno. Se la está tirando, ¿eh? Eso es lo que pasa. Toda esa pantomima de tirarse el uno a la yugular del otro es sólo eso: mentira. ¿Me equivoco?

Bruno Bucci suspiró e intentó encontrar qué decir.

—No te preocupes —contestó Neri por él, y le dio una palmada en la espalda—. Sólo es un trabajo más que añadir a la lista. Anda, siéntate, que quiero hablar contigo.

sep

Falcone estaba estudiando las fotografías que tenía desparramadas sobre la mesa y alzó la mirada al oírles entrar.

—Cierra la puerta —le dijo—. No tenemos mucho tiempo. Quiero que encuentres a la chica. Quiero que nos concentremos en ello a partir de este momento, ¿queda claro?

—Sí —contestó Costa.

Falcone dejó vagar la mirada por la oficina a través del cristal que le separaba de ella. Había conseguido llenar casi todas las mesas. Los hombres y mujeres que estaban allí andaban muy ocupados, haciendo llamadas, siguiendo el par de pistas que tenían por el momento.

—Estoy engañando un poco a los medios en esto. Les he dicho que creemos que está en peligro, pero no por qué. Tenemos tantos efectivos en el caso como me puedo permitir, pero hay que volver sobre lo que hemos hecho hasta ahora. Que alguien vaya a buscar a la madre, y cuando esté aquí, quiero que hables tú con ella, Nic. Sólo tú. Si hay mucha gente, se cerrará en banda. Cuéntale lo que sabemos por ahora en líneas generales, y vuelve a repasarlo todo con ella: todos los lugares en los que estuvo con su hija desde que llegaron. Tiene que haber algo que nos pueda servir.

—¿En líneas generales? —preguntó Peroni—. ¿Es que tenemos detalles? Porque, si es así, yo no los conozco. ¿Qué se supone que ha ocurrido?

—Tenemos a Kirk en su cámara —contestó Falcone sin demasiada convicción—, y para mí, eso basta. Significa que el profesor tuvo algo que ver en su desaparición. De ser así, debemos asumir que seguirá estando donde él la dejó, y tenemos que descubrir ese lugar. Está claro que no es en Ostia. Tengo un equipo allí para que vuelva a revisarlo todo, pero es evidente que allí no está.

Los tres se miraron. A nadie le gustaba pensar en la posibilidad de un secuestro en el que la víctima hubiera quedado atrapada en algún agujero, abandonada e incapaz de pedir ayuda.

—Pero hay cosas que siguen sin encajar —dijo Peroni—. Kirk era un viejo verde, vale, pero la madre dijo que Suzi se marchó por voluntad propia. Tenemos su imagen en el circuito cerrado, y el tío que conducía la moto no tenía cincuenta años.

—Lo sé —contestó Falcone—. Tengo gente investigando el pasado de Kirk, sus amigos y demás, pero por ahora no tenemos nada.

—¿Y Neri? —preguntó Costa—, ¿y Wallis?

—Lo único que tenemos son rumores. ¿Por qué encender el fuego de una hoguera apagada? ¿Por qué volver a empezar?

Costa pensó un momento en el cuerpo momificado de la sala de al lado.

—Puede que precisamente porque hemos encontrado el cuerpo de Eleanor Jamieson. Porque eso le recordó a alguien las… posibilidades.

—Limitémonos a los hechos —dijo Falcone con firmeza.

—¿Y cuáles son? —inquirió Peroni.

—Estos —respondió, mirando las fotos.

Nadie dijo nada. Las fotografías habían sido reveladas en un laboratorio casero. En el sótano de la casa que Randolph Kirk tenía en la Via Merulana habían encontrado un cuarto oscuro. Un par de ellas eran bastante inocentes: dos chicas vestidas, sonriendo al lado del profesor. Pero el resto parecían haber sido tomadas después, con la fiesta en pleno apogeo. Cuando cualquier rastro de pudor se había desvanecido.

Falcone miró a Peroni.

—Gianni, este es más tu campo que el nuestro. ¿Qué opinas?

—En estupefacientes tenemos un nombre para esto —respondió, encogiéndose de hombros—. Folladero. Perdón por el lenguaje, pero de donde yo vengo, es lo que hay. Eliges a unos cuantos tíos y a unas cuantas chicas bien predispuestas. Chicas jóvenes en este caso. Luego los metes a todos juntos en un sitio y sin decírselo a nadie, colocas una cámara en un rincón donde nadie la vez, operada por control remoto desde alguna otra habitación.

Falcone volvió una de las fotos. Por la parte de atrás, escrito a lápiz, estaba la fecha: diecisiete de marzo, dieciséis años antes.

—Ahora tienen controles remotos —dijo Peroni—, incluso aparatos con los que puedes mirar por el visor desde otra habitación. Pero entonces no existía esa tecnología. Sólo podían presionar el disparador remoto y captar lo que pasara por delante del objetivo. Por eso hay tantas imágenes borrosas, tantas fotos en las que en realidad no se ve quién le está haciendo qué a quién. Eso no ocurriría ahora. Ahora lo grabarían incluso en un DVD.

—¿Cómo es que sólo tenemos imágenes del año en que desapareció Eleanor Jamieson? —se preguntó Falcone—. ¿Por qué conservaría sólo estas?

—¿Quién sabe? —respondió Peroni, buscando entre las fotos—. A lo mejor sólo tomó imágenes en aquella ocasión. O a lo mejor guardó sólo las que tenían algún valor. O que sólo ocurrió a una determinada escala aquella vez. ¿Quién puede saberlo? Pero os voy a decir una cosa: estas chicas parecen aficionadas, no busconas profesionales. ¿Y la clientela? Es la más selecta de todos los folladeros que he visto. ¿Qué lugar será este? ¿Estará en la Via Veneto, en el corazón de Roma? No cabe duda que tienen mucho valor. Podría descolgar el teléfono y hacer negocio con ellas aun dieciséis años después.

Costa estudió con atención los rostros de los hombres que aparecían en las fotos. Al principio no reconoció a ninguno, pero poco a poco fue identificando sus rostros.

—Hay gente de la tele —continuó Peroni—, de los periódicos, un par de banqueros con los que he tratado alguna vez, y políticos también. Seguro. Lo que me sorprende es que sólo haya un policía. ¿Qué clase de club es este en el que sólo hay un poli? Y encima es ese chupatintas de Mosca. ¿Podemos hablar con él?

—Murió en la cárcel —dijo Falcone—. Acuchillado.

—Qué lástima. Sale en casi todas. Parece haber hecho muy buenas migas con Bárbara. Puede que eso lo explique todo.

—¿Ah, sí? —preguntó Costa.

—Claro, Nic. Ya he dicho antes que esta no es precisamente una velada de caballeros. ¿Por qué iban a dejarnos fuera? Pues porque era una trampa. Si se tratase de una fiestecita para los colegas, tendríamos unos cuantos representantes más. ¿No te parece, Leo?

Falcone se limitó a asentir.

—Así que está claro que era una trampa. Cuando el sarao terminó, cuando todos estos cabrones volvieron junto a sus esposas lamentándose de los retrasos de los trenes, recibieron una llamada de teléfono, o puede que incluso una foto en la que aparecía su trasero moviéndose como un flan. Luego les darían instrucciones de cancelar una cuenta, o de reservarles un favor para el futuro. Y ya puedes imaginarte qué clase de favores. ¿Alguna vez habías visto un ramillete tan selecto, Leo?

—No.

Peroni sonrió.

—Menuda papeleta, ¿eh? Un par de estos tíos todavía siguen manejando los hilos. ¿Vamos a preguntarles si vieron a Eleanor Jamieson antes de morir?

—Todo a su debido tiempo —contestó Falcone, y buscó entre las fotos para enseñarles una en particular: la de Bárbara y Filippo Mosca desnudos, sonriendo, entrelazados sobre un colchón puesto directamente en la piedra del suelo.

—Muy bonita —dijo Peroni.

Falcone escogió otra.

—Pues esta lo es todavía más.

Peroni maldijo entre dientes. Aquella foto parecía casi preparada: en ella aparecían Bárbara y Eleanor, vestidas, de pie con una copa de vino. Parecían nerviosas, como si no supieran lo que iba a ocurrir a continuación pero se temieran algo. Llevaban una especie de disfraz: una fina túnica de tela de saco, la misma que Eleanor Jamieson llevaba puesta cuando la dejaron en el barro. Junto a ellas estaban Randolph Kirk, Beniamino Vercillo y Toni Martelli, mirándose unos a otros expectantes, con una sonrisa de culpabilidad.

—Dios bendito —murmuró Peroni—. Así que Mosca no era el único que estaba en el ajo. Ese hijo de perra de Martelli chuleaba a su propia hija. Fijaos en sus caras. Se creían tíos con suerte. Menudos cabrones.

—Pero no lo son —puntualizó Costa—. Me refiero a tíos con suerte. Tres están muertos, y a Martelli no le queda mucho.

Peroni cogió la loto.

—Déjame esta, que se la voy a hacer tragar. Ya verás como canta.

—Más tarde —dijo Falcone—. Martelli lleva años fuera de juego. Como os he dicho antes, tenemos que centrarnos.

—¿En qué?

—En dónde ocurrió esto. Sabemos que no fue en Ostia.

La mirada de Peroni se iluminó.

—Toni Martelli lo sabe.

—¿Quieres pasarte el resto del día metido con él en una sala de interrogatorios viendo cómo no te dice una palabra? Acabo de hablar con él y le he ofrecido un trato, pero aun así no piensa hablar. No podemos permitirnos perder el tiempo.

—¿Un trato? ¿Le has ofrecido un trato a alguien capaz de hacerle algo así a su propia hija?

—¡Sí! —espetó Falcone—. ¿Prefieres discutirlo con la madre de Suzi Julius? ¿Quieres decirle a ella que está mal?

Peroni volvió a mirar las fotos.

—Y yo que creía que sólo en estupefacientes se planteaban conflictos morales. Bueno, ¿qué vamos a hacer?

Falcone ya tenía las ideas claras.

—Dejaremos que la DIA se ocupe de lo del crimen organizado: de vigilar a Wallis y de investigar las cuentas del despacho de Vercillo. Y veremos también qué pueden averiguar de su asesinato. Es suyo por derecho, y yo encantado de descargarme de lo que pueda. Y nosotros nos dedicaremos a la chica. Gianni…

Parecía desesperado, pensó Costa. No era el Falcone que conocían.

—¿Qué quieres que hagamos?

—Quiero que Nic prepare una sala para la madre, y quiero que intente hacerla recordar. ¡Lo que sea! Tiene que haber una cara, un nombre, cualquier cosa. Quiero que cojas a dos hombres y te encargues de revisar todo lo que tenemos de la chica hasta ahora. A ver si nos hemos pasado algo por alto.

—Bien —contestó, y se levantó para salir del despacho.

—Es buena idea dejar que hable él solo con ella —dijo Peroni cuando Nic se hubo marchado—. Es una mujer atractiva, y él ya se ha dado cuenta. Bueno, y yo también. ¿Tú no, Leo? Sigues teniendo ojos sólo para una, ¿eh?

—No empieces —respondió Falcone, que seguía mirando las fotos—. Y no hagas cábalas, que yo tampoco vivo en el pasado.

—Ya —dijo Peroni, aunque no parecía muy convencido—. Puedes preguntar si quieres. Por ahora soy sólo un subordinado más y tienes derecho a preguntarme lo que quieras.

Falcone le dio la vuelta a unas cuantas fotos y otros tantos rostros conocidos se plantaron ante los ojos de Peroni.

—¿Qué demonios hago con esto?

—Pues estas… —Peroni apartó las que aparecían Bárbara y Eleanor— … Las guardas como si te fuera en ello la vida, porque puede que sean todo lo que tengamos entre Suzi Julius y su tumba.

—Eso ya lo sé.

—Ah. Entonces te refieres a estas —señaló con el índice—. No me gustaría dañarte la jugada, Leo, pero ya tienes tres asesinatos y un secuestro. Puede que incluso algún chantaje, y es mucho para un solo hombre. Deberías repartir un poco.

—Todos los casos están relacionados. Ya he tenido arriba esta misma conversación. Si hubiera querido crear varios equipos ya lo habría hecho. Mi punto de vista, y el de ellos también, es que sería contraproducente. No tenemos ni el tiempo ni los recursos necesarios y podríamos terminar perdiendo conexiones. Sé que la situación es apurada, pero no tenemos otra opción.

—¿Que no tenemos otra opción? —se sonrió—. Vamos, Leo. A mí lo que me parece es que estás siendo ambicioso. ¿Te aburres de comisario? ¿Quieres llegar a comisionado, o aún más arriba?

—Lo que quiero es encontrar a esa chica. No juzgues a todo el mundo por lo que harías tú.

—Entonces, ¿por qué te preocupan las fotos? Guárdalas en el cajón y espera a ver si te son útiles.

—Útiles…

Peroni se rio.

—Ay, Leo, Leo. Esto no te va. Eres capaz de subir y abrirte paso como sea, pero cosas como esta… —miró las fotos—. Te sientes incómodo, ¿verdad?

Falcone suspiró.

—Debemos sacar partido a nuestras cualidades, y tú deberías aprender de lo que estamos haciendo aquí, que es intentar descubrir las conexiones. Por eso no he querido dividir el caso más de lo que ya está, y por eso también te estoy pidiendo tu opinión. Esto ha debido pasarte muchas veces, ¿no? Me refiero a entrar en un sitio y encontrarte con gente que no debería estar allí. ¿Qué haces en ese caso?

Peroni se quedó pensando un momento.

—Lo siento. No debería haberte criticado así. Tienes razón en que tengo mucho que aprender de vosotros, aunque me pregunto que de qué me a va a servir, porque no pienso quedarme en este asilo durante mucho tiempo.

Falcone lo miró a los ojos.

—Pareces muy seguro de ello. Si la cagamos en este caso…

—Querrás decir si la cagas tú. Mira, Leo, no hay respuestas fáciles en situaciones como esta. Todo depende de las circunstancias. Pero voy a decirte lo que no debes hacer.

Extendió de nuevo las fotografías y las contempló moviendo la cabeza.

—Lo que no puedes hacer es dormirte en los laureles. O subes y las entregas, o te olvidas de ellas para siempre. Duda, y te convertirás en algo que ellos odian: un tío imprevisible con una bomba de relojería en el cajón de la mesa. Si vas a enseñarlas, hazlo ahora. Y si no…

Cogió una de las fotos y se dirigió a la destructora de documentos que había junto a la impresora de Falcone, puso la foto entre sus dientes de plástico y el monstruo cobró vida y devoró la imagen, devolviéndola en un millón de trozos irrecuperables.

—La ambición es un sentimiento interesante —dijo—. Yo la tuve una vez. Creía que nada podía tocarme, y mira lo que me pasó. Dime, Leo: si hubieras estado en la redada de la día, si hubieras sido tú el que entró y me pilló con los pantalones bajados y sin que estuviera ocurriendo nada más que lo normal, ¿qué habrías hecho? ¿Mirar hacia otro lado?

Falcone ni siquiera necesitó pensarse la respuesta.

—No, porque algo tenía que estar ocurriendo. Si no, tú no habrías estado allí.

—Era preciosa —contestó, compadeciéndolo—. ¿No lo entiendes? ¿Es que no basta con eso?

—No. Y sigo pensando que para ti tampoco era bastante.

—No se te da bien juzgar a las personas. ¿Es que no sientes como el resto de nosotros, o es que te da miedo? Todos tenemos que relajarnos alguna vez. Incluso tú.

—¿Esto es relajarse? —preguntó, señalando las fotos.

—Puede que todo lo sea. Mira, Leo, si no tienes estómago para esto, mejor es que no compliques las cosas. Está claro que detrás de todo esto hay algo perverso. ¿Por qué no sacamos a esa chica de donde quiera que esté, cerramos la puerta y dejamos descansar a los muertos?

Falcone volvió a mirar las fotografías.

—Podría haber mucha información en estas imágenes. Podrían tener un valor incalculable.

—Súbeselas a los de arriba. Ya verás como sonríen, te dan las gracias y pasan a odiarte para siempre porque has transformado sus vidas en un infierno.

—Si se las entregara a la DIA…

—Si se las entregaras a la día, se volverían locos de alegría, te dirían una y mil veces lo maravilloso que eres y cuántos como tú debería haber en el cuerpo. Puede que incluso volvieras a llevarte a Rachele a la cama. ¿Y luego qué? En seis meses tu carrera estaría acabada. Estarías dirigiendo el tráfico y haciendo pedacitos tus tarjetas de crédito porque ya no ibas a poder usarlas más. Y los de la DIA fingirían no conocerte. Y ella menos que ninguno. A nadie le gusta el tío que destapa la caja de los truenos, y mucho menos una caja tan sucia como esta. Pero tú todo eso ya lo sabes, a poco que seas sincero contigo mismo.

Falcone miró por última vez las fotografías y luego les dio la espalda.

—Hazlo —ordenó.

Peroni se echó a reír, las recogió todas y se las puso en la mano.

—No, señor —contestó y salió del despacho cerrando la puerta a su espalda.

Se quedó un momento allí, escuchando. No tardó mucho. Pronto se oyó el sonido de los dientes eléctricos.

Rachele D’Amato venía por el pasillo en su dirección, sonriendo y caminando con un paso tan firme como si fuera la dueña de todo aquello.

—¿Te has mudado? —le preguntó Peroni.

Ella se limitó a mirarle con una frialdad que lo decía todo.

—Trata bien a nuestro chico —le advirtió, señalando la puerta—. Algunos lo apreciamos, aunque él no parezca apreciarse mucho y no nos gustaría verle pasar dos veces por lo mismo.

—No tenéis de qué preocuparos en ese sentido.

—Ya. Era broma —sonrió—. Lo sé. No hay nada que pudiera volver a uniros, ¿verdad?

—He recibido una llamada en la que se me pedía que viniera. Deberíais hablar más entre vosotros —señaló una puerta abierta que había al final del pasillo—. Es allí a donde voy.

Vergil Wallis estaba sentado tieso como un palo y con los ojos cerrados, esperando pacientemente.

sep

Una vez Bucci empezó a hablar, no había quien lo parara. Neri estuvo escuchando hasta que le pidió que se callase.

—Deberías habérmelo dicho, Bruno. Era tu deber.

—Yo no… hablé de ello una vez con Mickey —dijo. Parecía asustado—. Me dijo que usted lo sabía. Que lo habían acordado así.

Neri se rio con ironía.

—¿Que lo habíamos acordado?

—Sí. Fui un poco estúpido, ¿no? La cuestión es que… no me gustó pensar que le estaban tomando el pelo, pero no es fácil decirle a un hombre que su mujer le engaña. Y encima, con su hijo. No supe qué hacer. Supongo que en el fondo era consciente de que Mickey me había mentido, pero la verdad es que me pregunté qué le parecería a usted que fuera corriendo a contárselo.

Neri entendió por qué Bucci había venido actuando de un modo tan extraño. Era un buen hombre, un lugarteniente leal. Y, por otro lado, comprendía su punto de vista. La perfidia de Mickey no entraba en sus competencias. No podía esperar que un perro callejero como Bucci mediara en una traición familiar semejante.

—Es culpa de Mickey, no de ella —añadió inesperadamente No es que pretenda decir que no debe culparla, pero yo creo que ella no hubiera querido hacer algo así deliberadamente. Usted no ve a Mickey como lo vemos los demás. Es que nunca se rinde. Insiste e insiste hasta que consigue lo que quiere.

Neri se quedó pensando un momento.

—Pero ha tenido otros hombres, ¿no?

—No lo creo. Si quiere que le diga mi opinión, lo que pasa es que se aburre. Nada más.

Aburrimiento. Era comprensible.

—Lo siento, jefe —añadió Bucci—. Si quiere que me vaya cuando todo esto acabe, lo comprenderé. No quiero dejarle en la estacada.

—¿Dejarme en la estacada? —repitió, divertido. Sus ojos grises brillaron—. Venga, Bruno. No vamos a andarnos con juegos entre nosotros.

—De todos modos…

Bastó una mirada de Neri para que se callara.

—De todos modos, nada. Voy a contarte un secreto: yo también me aburro. Llevo un tiempo dándole vueltas precisamente a eso. Tengo una casita en Colombia, lejos de los problemas. Allí nadie puede tocarme —señaló con un gesto de la cabeza el piso superior—. Y podría dejar aquí el exceso de equipaje.

—Claro.

—Si yo no estuviera, ¿dirigirías tú todo, al modo de siempre? Los de la DIA ni se acercarían a ti, te lo aseguro. En sus expedientes sólo figura mi nombre. Por supuesto me gustaría hacerles un regalo de despedida a unos cuantos, ya sabes. Algo para que no se olviden de mí. Se lo debo. Pero tú empezarías desde cero. Tu nombre quedaría limpio.

Bucci cambió de postura en la silla.

—¿Quiere que actúe como si fuera el jefe?

—No. Quiero que seas el jefe. Yo no puedo estar aquí siempre, y alguien tiene que hacerse cargo del negocio. Preferiría elegir yo a mi sucesor, y no que fuera un bastardo de fuera.

—Podría hacerlo, pero a Mickey no le haría demasiada gracia.

—Ay, Mickey, Mickey… dejando aparte lo de Adela, dime: ¿qué piensas de él? Con sinceridad. Supongamos que consiguiera enderezarle. ¿Merecería la pena el esfuerzo? ¿Sería capaz de hacer algo?

—No lo sé —contestó Bucci con cautela—. No me siento capacitado para juzgarle. Hay cosas que ha estado haciendo y que yo no entiendo.

—¿Qué cosas?

Bucci abrió sus manazas en señal de impotencia.

—No lo sé. Cosas de las que quiere que nadie se entere. Y en eso es bueno, jefe. Sabe cómo guardar un secreto.

Neri recordó las cosas que habían salido a la luz en aquellos últimos días. Falcone no iba a dejarles en paz. Era sólo cuestión de tiempo que volviera, y puede que con un permiso para ponerlo todo patas arriba.

—Vamos a tener que quedarnos encerrados aquí durante unas horas. Hay policía por todas partes. Mientras, Bruno, haz algo útil: entérate de cuánto tiempo tenemos antes de que vuelvan. A ver cuánta gente tienen fuera y a quién hay que pagar para que miren para otro lado durante un rato. Cuando podamos salir, iremos a divertirnos un rato.

—¿A divertirnos?

Neri se echó a reír.

—Sí. Antes de retirarme quiero pasar un buen rato. Quiero hacer una ronda completa. Luego me marcharé. Llama a quien sea y asegúrate de que pueda salir de aquí mañana por la noche con toda discreción. Los albaneses podrán ayudar. Me deben unos cuantos favores.

—¿Mañana por la noche? —repitió, incrédulo.

—¿Demasiado pronto para ti? Tengo que decirte, Bruno, que no puedo esperar más a salir de este agujero.

Bucci no parecía demasiado convencido.

—¿Qué pasa? Te estoy ofreciendo un imperio en bandeja de plata.

—No me malinterprete, jefe. Le estoy muy agradecido, pero es que hay… cosas que no puedo controlar.

—¿Sigues preocupado por Mickey?

Bucci se encogió de hombros. Era demasiado respetuoso para insistir, y mirándole, Neri se preguntó por qué no habría tenido un hijo como él. Era un hombre en el que siempre se podía confiar. Y si quería joder a Mickey cuando llegase el momento, ¿qué demonios? Que lo hiciera. No había sido el descubrimiento de lo que estaba pasando entre Adela y él lo que le había hecho pensar así. Simplemente no sentía especial aprecio por los de su propia sangre. Le complicaban la vida, le sangraban sin darle nada a cambio, y la familia no debía ser así. A medida que se iba haciendo mayor y que cada vez iba necesitando menos los placeres físicos que Adela podía proporcionarle con su maestría particular, se iba encontrando mejor en compañía de otros hombres. Sabía lo que podía esperar de ellos, y siempre y cuando cumpliera su parte del trato (es decir, siempre que fuese un jefe bueno, justo y que produjera beneficios), seguirían a su lado.

—El muchacho tiene razón —dijo con una sonrisa—. Es hora de que le pongamos a prueba. Ve a buscarle y dile que se reúna conmigo en la terraza.

—¿En la terraza?

Neri ya había echado a andar hacia la escalera.

—Ya me has oído.

sep

Había fotografías de Suzi Julius por todas partes. Ampliaciones de las instantáneas que había tomado Miranda llenaban el corcho blanco de la pared principal del centro de operaciones y otras más pequeñas y en color estaban pegadas en los ordenadores. Costa hizo pasar a Miranda Julius entre las mesas de las veintitantas personas que formaban el equipo y le presentó a un par de ellas para asegurarse de que se hacía idea de la importancia que le conferían a su caso. Luego siguieron pasillo adelante hasta llegar a una sala más pequeña en la que un grupo de oficiales, en su mayoría mujeres, se ocupaban de atender las llamadas del exterior que pudieran llegar sobre el caso. La imagen de Suzi había aparecido ya en televisión, y no tardaría en hacerlo en los periódicos. Habían preparado una línea telefónica a la que se podía llamar anónimamente en respuesta al ruego que habían formulado para que se aportara el más mínimo indicio. La búsqueda de Suzi a gran escala ya estaba en marcha. Pero como en todos los casos similares en los que Costa había trabajado, había una frustrante falta de información. Nadie la había visto desde que salió del Campo dei Fiori. Ni una sola pista había aparecido en las tres horas que hacía que Falcone había abierto el caso.

La condujo a una pequeña sala de reuniones que había en la parte trasera de la comisaría y que daba al jardín. Ella se sentó inmediatamente y dijo:

—Sé que la estáis buscando, Nic. No tienes que demostrarme nada.

—Sólo quería que lo vieras por ti misma.

El estrés empezaba a ser evidente, pero volvió a tener la impresión de que era una modelo que había decidido trabajar para demostrar que era más de lo que parecía. Estaba sentada al otro lado de la mesa con una sencilla cazadora negra y aferrada con ansiedad a un cigarrillo cuyo humo intentaba echar por la ventana entreabierta. Sus ojos de mirada penetrante e inteligente, no se apartaban de él ni un instante.

—¿Tenéis idea de dónde puede estar?

Costa fue cuidadoso en la respuesta.

—Se lleva su tiempo.

Ella se volvió a mirar por la ventana y el sol brillante de la tarde le obligó a entrecerrar los ojos.

—Tengo que decirte otra vez que lo siento. Me refiero a lo que pasó anoche. Debió ser muy embarazoso para ti.

—Olvídalo. Yo ya lo he hecho.

Por un momento le pareció percibir ira en su mirada, y se preguntó si habría dicho lo correcto.

—A veces bebo, pero no para no pensar, sino para intentar encontrarle el sentido a las cosas. Es más fácil así. Supongo que no entiendes de qué te estoy hablando.

Nunca podría olvidar los días perdidos que pasó tras la muerte de su padre, sentado en su silla de ruedas durante horas, hablándole a la botella, intentando descifrar hasta qué punto aquel dolor era físico, de sus heridas, y cuánto existía sólo en su cabeza. Y en lo fácil que sería ahogarlo todo en la botella.

—Sí que lo comprendo. ¿Quieres prometerme una cosa?

—No me gusta hacer promesas fáciles. Luego acabas desilusionando a la gente si no puedes mantenerlas.

—Te necesitamos, Miranda. Necesitamos que reflexiones sobre lo que podamos encontrar y sobre cómo crees que puede reaccionar Suzi. No puedo decirle cómo ni dónde será, pero cuando llegue el momento, es importante para todos nosotros y para ella que no estés…

—¿Bebida? —terminó por él—. No te preocupes, que eso no va a ocurrir.

—No es bueno que estés siempre sola. ¿No podría venir nadie a hacerte compañía? Me habías hablado de tu madre. ¿No podría acompañarte?

—Está de vacaciones en California. He hablado con ella esta mañana, pero con la diferencia horaria y el cambio de billetes no llegará aquí hasta el domingo —mirándole fijamente a los ojos, añadió—: Para entonces, ya sabremos algo, ¿verdad?

No había modo de evitar una pregunta así.

—Creo que sí, pero de todos modos, podría disponer lo necesario para que una mujer policía estuviera contigo.

—Estoy bien —dijo con firmeza—. No necesito que me traten como a una víctima. Mi hija es la víctima en este caso. Es a ella a quien tenemos que ayudar. Tú haz tu trabajo, que yo haré todo lo que pueda y como pueda.

—Bien —contestó, y pulsó el botón de grabar. Primero registró el encabezamiento habitual de las entrevistas: fecha, hora, asunto, nombre del entrevistado, nombre del oficial… e intentó pensar en las preguntas más adecuadas, las que pudieran abrir el candado tras el que pudiera encontrar algún detalle olvidado.

—¿Se te ha ocurrido algo nuevo?

—La verdad es que no —contestó moviendo la cabeza, como si le pesara que fuera así—. Intento pensar en algo, pero no hay nada aparte de lo que ya os he contado.

—La gente que has conocido aquí…

—Es sólo eso: gente. Gente en las tiendas, en los cafés, en los restaurantes. Hablamos con ellos Suzi y yo, por supuesto, pero no hubo nada destacable en esas conversaciones. Pura cuestión de cortesía.

Colocó sobre la mesa una de las fotos tomadas con la cámara de Suzi. Randolph Kirk aparecía en ella, cerca del margen, en la Fontana di Trevi, y miraba directa y abiertamente a la cámara.

—¿Le reconoce?

Miranda se fijó en su rostro.

—No. Nunca le había visto hasta esta mañana en el periódico. Mi italiano no es bueno, pero he comprendido de qué se trataba. Es el hombre que murió en la excavación arqueológica, ¿no? —Sí.

—¿Y crees que tiene algo que ver con este otro asesinato? Me refiero al de esa chica que murió hace dieciséis años.

—Hay pruebas de que utilizaba chicas jóvenes para su propio… entretenimiento. Solo y con otros.

Ella dijo algo entre dientes.

—¿Y ahora qué? ¿Dónde está mi hija, Nic? ¿Encerrada donde ese monstruo haya podido meterla, esperando que alguien la encuentre? Podríamos tardar una eternidad. Dios… —cerró los ojos un instante—. No puedo soportar imaginármela así. Es demasiado horroroso.

—Estamos haciendo circular su foto por todas partes. Alguien tiene que haberla visto.

—Esto no tiene sentido. Suzi no desaparecería sin más con un hombre así. Es absurdo. Míralo, es un viejo. ¿Qué podría ofrecerle? Además es imposible que fuese él el conductor de la moto.

—No —admitió—. Puede que él simplemente la localizara y que otra persona hiciese el resto.

—¿Pero por qué Suzi? ¿Por qué ella?

—Por pura mala suerte —contestó, encogiéndose de hombros—. Coincidencia. Estos casos a veces son así. A Kirk parecían gustarle especialmente las rubias, y puede que le recordarse a otra persona.

Ella supo inmediatamente de qué estaba hablando.

—¿A la chica que encontraron? Vi su fotografía, y se parecen.

—Es sólo una teoría. Tenemos dos posibles caminos en los que trabajar. Podemos hacer todo lo habitual: asegurarnos de que vea su fotografía el mayor número de gente posible, monitorizar las llamadas que recibamos relacionadas con el caso. Y podemos trabajar intentando comprender lo que paseó realmente, por qué Kirk organizaba esos juegos, con quién y dónde.

—Podría ser en cualquier parte, ¿no?

—No.

Aquel era un punto importante. Se trataba de un ritual, una fiesta que no se estaba celebrando en la Villa de los Misterios en Ostia. El escrupuloso trabajo de Teresa lo había demostrado ya. Kirk debía tener otra localización, más grande y más importante. Seguramente en la ciudad. Quizás Suzi estuviera atrapada allí, esperando. ¿Esperando a quién?

—Necesito que veas unas cuantas fotografías más —le dijo al tiempo que abría los expedientes.

Miranda examinó la fotografía que acompañaba a la placa de identificación de Bárbara Martelli.

—También he visto su foto en el periódico —dijo—. Rubia. ¿Era otra de sus mujeres?

—Es posible.

—¿Por eso lo mató?

—No lo sabemos —admitió—. ¿La había visto antes, Miranda? Por favor, intente recordar. ¿Es posible que Suzi coincidiera con ella en algún lado?

Miranda suspiró.

—En varias ocasiones preguntamos cómo llegar a algún sitio a la policía. A lo mejor hablamos con ella, no lo sé, y creo que de todos modos no me acordaría.

—De acuerdo. ¿Y a él? ¿Lo conoces?

Colocó una foto de Vergil Wallis sobre la mesa.

—No. ¿Es italiano?

—Norteamericano. ¿Has hablado con algún compatriota desde que llegaste? —No entendía qué sentido tenía aquella pregunta.

—Creo que no. Imagino que recordaría a ese hombre de haberlo visto alguna vez. ¿Qué significa esto, Nic? ¿Por qué iba a estar metido en esto un norteamericano?

—No podemos descartar ninguna opción. ¿Conoces a este otro?

Miranda estudió una foto de Veniamino Vercillo.

—No.

—¿Y a este?

El rostro grande y feo de Neri la miró desde la mesa.

—Qué hombre más horrible. Parece un gánster. ¿Esta es la clase de gente que podría estar reteniendo a Suzi? Porque ella no se iría voluntariamente con alguien así. No es tan tonta.

Costa rebuscó entre las fotos.

—Esa foto se tomó en la Comisaría, cuando le estábamos interrogando por algo, y no siempre tiene ese aspecto. La gente tiene diferentes caras y se pone una u otra según la ocasión. A veces hay que pensar más allá de lo que se ve.

—Gracias por el consejo —le respondió con frialdad.

—Mira.

Le mostró un juego nuevo de fotografías que le habían comprado a un fotógrafo que cubría una velada de ópera. Neri estaba allí con su otra cara, la de hombre de negocios amante del arte, con su esposa al lado. Los dos iban vestidos impecablemente, Neri de chaqué, Adela con un vestido de seda que marcaba perfectamente su figura.

—Tienes razón. Parece distinto —concedió—. ¿Es su mujer?

Nic asintió.

—Parece demasiado joven para él. ¿Es de esa clase de hombres?

El no contestó.

—¿Es de los que les gustan las jovencitas?

—Ella no es tan joven como parece. Al menos, no de la edad de Suzi. A Neri le gustan muchas cosas, y puede que estuviera metido en los jueguecitos de Kirk, pero también es posible que sea más complicado.

Ella volvió a estudiar la foto.

—La mujer no parece feliz. Yo diría que es como un objeto, algo que él posee.

—Deduces mucho de una fotografía.

—No te olvides de que me gano la vida haciendo fotos. Es como contar una historia. Quieres que la gente las vea y que se haga una idea de lo que pasa, de cómo son los demás. Si no, es sólo una imagen vacía, sin sentido, sin drama, sin humanidad. Sólo formas en un papel. Es la historia que palpita detrás lo que le confiere carácter —pasó rápidamente entre las demás fotos—. Son bastante buenas. Quienquiera que sea él, y quienquiera que sea su mujer, son un tema interesante. Se ve que hay mucho entre ellos, pero no necesariamente bueno. Yo podría…

Se paró en una de ellas y la miró en silencio.

—¿Has recordado algo? —le preguntó Nic cuando ya no pudo esperar más.

—No. A él no lo conozco de nada, pero a este otro…

Señaló a un hombre que había salido en la esquina de la foto. Era más joven, iba vestido para la ocasión y parecía aburrido.

—A él sí que lo he visto en algún sitio —hizo una pausa tratando de ordenar sus ideas—. Fue al poco de llegar. Estábamos en el Campo, tomando un café en una terraza. Él estaba sentado en la mesa de al lado. Me fui al baño y cuando volví, había estado dándole la lata a Suzi, intentando conseguir que le diera el teléfono.

Costa miró la foto y sintió una punzada de esperanza.

—¿Qué ocurrió?

—Nada. Bueno, eso creo. Era muy pesado, y su inglés no era bueno. No me gustó. Ahora que lo pienso, no me gustó nada. Era uno de esos tíos pegajosos que yo imaginaba que íbamos a encontrarnos constantemente en Roma.

—¿Crees que pudo darle su número a Suzi?

—Estoy intentando pensar…

Había algo allí. Lo presentía.

Miranda se volvió hacia él de pronto con los ojos abiertos de par en par.

—Dios mío —susurró, preocupada—. Ahora lo recuerdo. Suzi se comportó de una manera extraña a partir de ese momento. Casi sospechosa. Estuvimos incluso a punto de tener una bronca.

—Entonces, ¿crees que podría haberle dado algo? ¿Su número de teléfono quizás?

—Es posible, pero no puedo asegurártelo, Nic. No sé… han pasado días ya.

—¿Y crees que ella podría no habértelo dicho?

No le gustó ver el dolor que le causaba responder.

—Supongo. Las chicas de esa edad cometen estupideces de vez en cuando y no saben admitirlo. Al menos yo era así. Sé que estaba incómoda por algo. Debería haberme imaginado que… —los ojos se le humedecieron—. Qué idiota soy. ¿Cómo pude pensar que una chica de su edad iba a estar encantada con pasar unas vacaciones con su madre como única compañía? Una madre, además, que apenas ha estado con ella en toda su vida. ¿Por qué iba a querer estar conmigo? ¿Cómo se puede ser tan arrogante? Recuerdo que le dije que me parecía un imbécil, exactamente la clase de hombre italiano sobre la que siempre te advierten. Y ella me miró como si no supiera lo que estaba diciendo. Como si fuera una vieja. Luego estuvimos un rato sin decir ni palabra, esperando que pasara la tormenta.

Nic estaba recogiendo rápidamente las fotos, deseoso de terminar.

—Pero no se pasó.

—Esto podría sernos de mucha ayuda.

—¿Cómo? ¿Es que sabes quién es ese hombre?

Costa se preguntó hasta dónde debía revelarle.

—Miranda —le dijo, tomando su mano—, tenemos reglas en cuanto a lo que debemos decir o no en el curso de una investigación.

—A la mierda con esas reglas. Soy su madre, la razón por la que está metida en este lío.

—Tú no eres la culpable de nada. Suzi tiene dieciséis años. Ya no es una niña de la que se deba cuidar veinticuatro horas al día.

—Tú no la conoces. Ni a ella, ni a mí. No puedes hacer esa clase de juicios.

No se estaba compadeciendo de sí misma. Más bien se odiaba.

—Sé lo suficiente. Estás haciendo todo lo que se puede hacer en estas circunstancias, así que no empieces a culparte antes de que…

La palabra se le había escapado y ella se volvió hacia la ventana intentando contener las lágrimas.

—¿Antes de qué? ¿De que haya motivo?

—No quería decir eso.

—¿Quién es ese hombre? Por lo menos dime eso.

—Es el hijo del otro. Se llama Neri, Mickey Neri.

Nic se levantó barajando en la cabeza todas las posibilidades y lo que diría Falcone cuando se enterara. Afuera la tarde se estaba agotando. Pronto se haría de noche. Esa clase de operaciones no eran fáciles en la oscuridad, así que tenían que darse prisa. Había poco tiempo.

—¿Qué clase de hombre es ese Mickey? —le preguntó ella.

—El mejor —le contestó, sonriendo—. Al menos para nosotros. No un profesor universitario, o una figura anónima vestida de esmoquin. Mickey Neri es un delincuente de una familia de delincuentes, y no muy listo. Lo conocemos. Sabemos dónde vive, y sabemos cómo conseguir de él lo que queramos. Miranda…

Sólo necesitaban la orden judicial, y con la identificación de Miranda en la foto, no tardarían en conseguirla. Entonces podrían entrar a saco en la casa de Via Giulia, llevarse a Mickey para interrogarle y desmembrar el imperio de Neri de un solo golpe.

Nic puso las manos en los hombros de ella y deseó poder comunicarle la misma esperanza que empezaba a bullirle dentro.

—La encontraremos. Te lo prometo.

Ella retrocedió.

—Promesas.

sep

El día se estaba agotando. Emilio Neri estaba en la terraza, apoyado en la barandilla, mirando hacia la calle y respirando el humo de Longotevere. Cuando era un crío, el aire de Roma era más limpio, más nítido, pero con los años había acabado por corromperse, como casi todo en el mundo. Cuando era joven, uno podía pasearse por el centro histórico en una noche como aquella, del brazo con su pareja, simplemente viendo escaparates y parando para tomarse una copa antes de cenar. Ahora no había más que prisas, carreras, si es que el tráfico las permitía. La gente iba de acá para allá hablando por el móvil en lugar de hablar cara a cara con los demás. En ese sentido, Roma no era el peor lugar. En Milán o Londres se tenía la sensación de que la gente se pasaba la vida encerrada en conversaciones solitarias con trozos de plástico. Al menos su ciudad natal mantenía una vena testaruda de humanidad en el corazón. Aún se podía pasear por el Ponte Sisto y experimentar ese sentimiento.

Pero no había tiempo de hacerlo, y ya nunca lo habría. Esa parte de su vida era ya pasado. Ahora tenía que consolidar el futuro y la reputación que dejaría al marcharse.

Se volvió cuando Mickey subía la escalera. El muchacho se detuvo junto a unas macetas en las que vegetaban tristemente unas palmeras a las que el invierno había maltratado con dureza. Se había cambiado de ropa, pero seguía llevando unas prendas estúpidas en un hombre de su edad: vaqueros de campana y un jersey negro y fino del que habría necesitado por lo menos una talla más. Tenía ya treinta y dos años, y debería dejar de intentar parecer un adolescente. Además, temblaba.

Con un gesto de la mano lo llamó a su lado y juntos se volvieron hacia fuera, junto a la barandilla de hierro. Neri rodeó los hombros de su hijo con un brazo.

—Nunca te han gustado las alturas, Mickey. ¿A qué se debe?

Mickey se arriesgó a mirar hacia la calle e intentó retroceder un paso, pero su padre se lo impidió.

—No lo sé.

—¿Te acuerdas de lo que le pasó a la mujer de Wallis? Cuando ya no pudo soportarlo más, o al menos eso me imagino yo que pasó, saltó del piso cincuenta en el que estaba su apartamento en Nueva York. Un momento estaba llorando junto a la ventana y al momento siguiente, la recogían del suelo con pala. ¿Qué puede empujar a una persona a hacer algo así? ¿La culpa quizás, o sólo pura estupidez?

Neri lo empujó contra la barandilla y aunque el chico intentó retroceder, no se lo permitió.

—¿Sabes? —continuó—, a veces una sola cosa resuelve muchos problemas. La policía encuentra un cadáver, un despojo humano tirado en la acera, se montan una historia que encaje y ya está.

—Papá… —se quejó, intentando en vano soltarse.

—Cállate. ¿Sabes por qué le tienes miedo a las alturas? Te lo voy a contar. Un día, cuando eras muy pequeño, tu madre y tú estabais dándome la lata sin parar. Era verano, y estábamos aquí arriba. En aquella época no teníamos servidumbre en la casa. Yo no lo permitía. Lo de ahora ha sido idea de Adela. Adela tiene muchas ideas, pero supongo que eso tú ya lo sabes. Pues como te iba diciendo, aquí estabais tu madre y tú. Debías tener tres o cuatro años, y no dejabas de gritar porque ella no tenía el juguete que tú querías o algo así, y yo estaba tumbado en aquel viejo sofá de mimbre que teníamos antes de que se compraran todos estos trastos de diseño. Y pensé: me paso el día trabajando, os mantengo vivos, parásitos, y vosotros sólo sabéis gritar, llorar y protestar.

Apretó el hombro de su hijo y lo miró directamente a los ojos.

—No te acuerdas, ¿verdad?

—N… no —balbuceó.

—Yo creo que en el fondo sí que te acuerdas. Lo que pasa es que está ahí metido… —soltó por un instante a su hijo para darle con el dedo índice en la sien—, junto con el resto de la mierda que llevas ahí.

—Yo no… —empezó a decir, pero su padre hizo un movimiento inesperado. Con sus manazas le agarró por el cuello, lo empujó brutalmente contra la barandilla y Mickey se dobló por la cintura, de modo que quedó con medio cuerpo fuera de la terraza, mirando las losas de la calle que, desde aquella altura, parecían el dibujo de las alas de una mariposa muerta.

Emilio Neri, con un empujón bestial de la rodilla, sacó las piernas de su hijo fuera de la barandilla, de modo que el muchacho quedó colgando tan sólo de su brazo, igual que aquella vez cuando era un niño. Neri se sentía tan fuerte como entonces, puede que incluso más, e igualmente sereno. Aquella vez su cara quedaba muy cerca de la de Mickey y ambos habían empezado a sudar como cerdos.

—¿Lo recuerdas ahora? —le preguntó.

Mickey estaba empezando a llorar e intentaba desesperadamente apoyar los pies en algo. Su padre olió la orina que le mojaba la pernera de aquellos malditos pantalones de campana.

—¡Por favor…! —gimió.

—Me he enterado de una cosa, Mickey. Es uno de esos cuentos que se traen y se llevan, que entran y salen de las habitaciones de esta casa apestosa. He oído que te has estado tirando a Adela a mi espalda. Te han visto y te han oído, en eso y en todas las demás cosas que has hecho y que crees que yo no sé. Me gustaría que intentaras ver esto desde mi punto de vista. ¿No te das cuenta de lo fácil y agradable que sería dejar que tu cara se estrellara contra las piedras de la calle?

Mickey respondió con algo ininteligible.

—No me dices nada, hijo. Quiero oírte decir que lo he entendido mal.

El muchacho cerró los ojos y volvió a abrirlos como si pensara que podía estar en un sueño.

—Lo has…

Neri bajó el brazo sólo un segundo y la cabeza de Mickey rebotó en el vacío. El muchacho gritó aterrado y luego quedó mudo: su padre había vuelto a sujetarlo.

—No debes mentirme, Mickey. Si tengo la impresión de que me mientes, te dejaré caer. ¿Para qué me sirve un hijo en el que no puedo confiar?

Mickey gimoteó y no dijo nada.

—Así que vamos a empezar otra vez, y piensa bien lo que vas a decirme. La historia que he oído sobre Adela y tú, ¿es cierta?

Mickey movió la cabeza de lado a lado.

—¡Di algo! —le ordenó su padre.

—¡Es mentira! ¡Es mentira!

Neri contempló el rostro aterrorizado de su hijo y luego lo izó hasta la barandilla. Mickey tiró un par de macetas al patalear para volver a la seguridad de la terraza, y Neri las vio caer a la calle. Un hombre vestido de oscuro dio un respingo al oír el golpe y miró a los tejados.

—Deberías tener más cuidado —dijo Neri, ofreciéndole un pañuelo—. Podrías herir a alguien.

Las lágrimas le rodaban por la cara y sollozaba.

—¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

Neri se encogió de hombros.

—Un padre se merece saber la verdad. Si me hubieras dicho otra cosa, estarías en la calle. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí —susurró, y Emilio Neri tuvo que contener la risa. El pobre creía de verdad que se había librado.

—He sido un mal padre. He intentado protegerte en lugar de dejar que te endurecieras al contacto con toda la mierda que la gente como nosotros tiene que aguantar. Me han dicho que quieres entrar en acción.

—Sí —murmuró Mickey no muy convencido. Aunque ya había dejado de llorar, seguía teniendo un mohín adolescente en la boca. Herencia de su madre.

—Bien. Ya es hora —se abrió la chaqueta y sacó una pistola. Era una beretta pequeña y negra que Mickey miraba espantado y mudo. Neri sala colocó en las manos.

—Cógela, que no te va a morder. Es una de las mías. Funciona bien.

—¿Q… qué?

—Ya conoces las reglas. En este círculo sólo se puede llegar hasta un punto sin liquidar a alguien. Tú nunca lo has hecho. Sólo has dado un par de palizas, y no es lo mismo, ¿verdad? Sé sincero.

—No.

Neri le dio una palmada en la espada.

—Quiero verte contento. Es la hora. Nada complicado, ya verás. Tú sólo entras y sin decir nada, le pones la pistola en la cabeza y disparas. ¿Podrás hacerlo?

—¿Yo solo?

—¿Algún problema?

—No. ¿Quién?

Neri miró el reloj. Su mente estaba ya en otro sitio.

—Un policía. Lo siento, pero no tengo nada mejor. La próxima vez, intentaré conseguirte un ser humano de verdad.

sep

Vergil Wallis llevaba un traje negro, una camisa blanca in maculada y corbata negra. Estaba preparado para el funeral.

—Me gustaría ver el cuerpo de Eleanor.

—Está usted de luto —contestó Falcone—. ¿Por la muerte de quién? Ayer no parecía encontrarle mucho sentido.

D’Amato lo miró frunciendo el ceño. Era una grosería hablarle así, por mucho que fuera un gánster retirado. A Falcone no le importaba ya.

—Ayer me pilló desprevenido y no pude pensar con claridad. Espero que nunca tenga que pasar por algo así, inspector. Te pasas años rezando por descubrir la verdad, y luego, cuando la descubres, desearías no haberlo anhelado tanto. Incluso te preguntas si no lo habrás provocado tú mismo.

—Todavía no sabemos la verdad. Ni siquiera estamos cerca. Tampoco estamos recibiendo demasiada ayuda.

Wallis asintió y no dijo nada.

—Si accedemos a que vea el cuerpo, tendremos que hablar después —exigió D’Amato—. Con los dos —añadió, y Wallis asintió impasible—. Y me temo que no está usted en posición de negociar. ¿Quiere que llame a un abogado?

—No lo necesita. Al menos por ahora —respondió Falcone.

Fue él el primero en bajar por las escaleras que conducían a la planta baja y al edificio adyacente. Había sólo un hombre de guardia, un tipo bajo y moreno con coleta al que Falcone no había visto antes. Silvio Di Capua y el resto del equipo estaban aún en la oficina de Vercillo, intentando arreglárselas sin Teresa. No iba a ser fácil. Poca gente y menos talento.

El joven asintió cuando le dijeron el nombre de Eleanor Jamieson.

—La tenemos en un sitio especial porque según la jefa necesita un tratamiento distinto. Dicen que se ha vuelto loca. ¿Es cierto?

—Enséñanos el cuerpo —ladró Falcone.

El tipo salió al pasillo sin dejar de hablar.

—Ahora sí que estamos apañados. No pensarán dejar al «Monje» solo en el ruedo, ¿verdad? Es un buen chico, y sabe lo que hace, pero como organizador… debería ver su taquilla.

Entraron en otra sala. El cuerpo de caoba de Eleanor Jamieson reposaba sobre una mesa de acero rodeada de instrumentos de la profesión que parecían máquinas de reanimación que hubieran llegado demasiado tarde. Tubos de plástico transparente alimentaban una red de pipetas y toberas, todo ello sostenido por trípodes plateados, de las que salía una especie de niebla dirigida al cuerpo que le proporcionaba un brillo de cuero terso bajo la luz agresiva de la sala. El lugar olía al producto químico que se estuviera utilizando para preservar el cuerpo, y a Falcone le picó la garganta.

—No me pregunte qué hay que hacer cuando el líquido se acabe —dijo el ayudante—. Teresa fue quien lo preparó todo. Dice que un profesor inglés le envió por correo la receta. Que era al parecer el mejor modo de evitar que se encoja como un par de zapatos viejos.

—Fuera —espetó Falcone y la coleta desapareció.

Wallis se había sentado en una silla que había en un rincón de la sala. Tenía la mirada clavada en el cadáver. Eleanor seguía llevando puesta la túnica de tela de saco ya que la autopsia propiamente dicha aún no había comenzado. Y tardaría en comenzar, ya que aquel cuerpo extraño y medio momificado era demasiado para Silvio Di Capua. Tendrían que recabar ayuda de fuera, o convencer a Teresa Lupo de que volviese al trabajo, y no estaba seguro de cuál de las dos opciones era la mejor. Teresa era una bomba de relojería. Sólo su habilidad como forense le había servido hasta la fecha para mantener su puesto de trabajo, pero su análisis sería el más rápido; eso sí, si no habían más interrupciones.

D’Amato se sentó a un lado de Wallis y Falcone al otro. La sala daba a la calle, y los sonidos del día a día en la ciudad de Roma se colaban por una pequeña ventana: coches, voces, retazos de música y el rugido furioso de los cláxones. A pesar de haber trabajado ya en incontables casos de asesinato a lo largo de su carrera, Falcone seguía sin sentirse cómodo en la morgue, y no era la presencia funesta del cadáver lo que le moles taba sino el modo en que la muerte se acomodaba en mitad de la vida, tan cómoda, tan fácilmente, al otro lado de la cortina, desapercibida por todos excepto por aquellos a quienes afectaba directamente.

Miró a Rachele D’Amato y con un gesto de la cabeza le indicó que empezase. ¡Ojalá encontraran respuesta para todas las preguntas que le rondaban la cabeza! Rachele había introducido a la DIA en el caso con gran habilidad, aunque tenía que reconocer que sus colegas y ella parecían saber mucho más que la policía. Alguien estaba filtrando información, y ella había asumido que se trataba de fuentes de la Comisaría. Y quizás estuviera en lo cierto. Todo el mundo sabía que la Policía tenía su cuota de hombres vendidos, pero a él le molestaba que jamás se cuestionara a la DIA. ¿Alguna vez se habría preguntado si las filtraciones podían provenir de sus propias filas? Y de ser así, ¿lo hablaría con un simple policía? Su relación profesional discurría sólo en una dirección, lo mismo que había pasado con la personal. Ahora, como entonces, volvía a estar en desventaja, y eso le molestaba enormemente.

—Señor Wallis —comenzó—, en este caso estamos casi por completo en la oscuridad. Carecemos de motivo, de fecha exacta, puede que incluso de lugar. ¿Qué piensa que pudo ocurrir?

—¿Por qué me lo pregunta? Usted me dijo que no estaba bajo sospecha.

—Debe haberse hecho alguna idea.

—¿Por qué? ¿Por qué cree que ha de ser así?

—¿Tuvo algo que ver Emilio Neri? ¿Conocía bien a Eleanor?

—¿Neri? Ese nombre me suena. Pero quizás debería hacerle esa pregunta directamente a él.

—Fueron juntos de vacaciones a Sicilia. Por favor, no intente jugar con nosotros. Neri estuvo allí, y su hijo también. ¿Quién más?

Wallis asintió.

—Hace tanto tiempo que… ya no me acuerdo.

Falcone suspiró.

—Confiaba en que pudiera ayudarnos. Ya le dije ayer que hay otra chica desaparecida en circunstancias muy similares a las de su hija. Estamos seguros de que corre peligro.

Wallis se quedó pensándolo un momento y luego dijo:

—Eso no tiene sentido. Antes me han dicho que no conocen las circunstancias de la muerte de Eleanor, y ahora dicen que esa otra chica está en la misma situación. No lo entiendo. ¿En qué quedamos?

—Este no es momento de juegos —espetó Falcone—. Necesitamos su colaboración.

Wallis tenía la mirada fija en el cuerpo, brillante y pulido bajo las luces.

—No sé nada de esa otra chica.

Con sumo cuidado y atenta a su reacción, D’Amato dijo:

—¿Qué hay de la madre de Eleanor? ¿Es que no quiere que se haga justicia por ella?

—Su madre se suicidó. Nadie le hizo nada.

—¿Y no siente usted remordimientos? ¿No tiene sentido de… culpa?

—Murió por elección propia.

Había pronunciado aquellas palabras con dificultad. Era obvio que estaba tocando una fibra sensible.

—Mi pregunta no tiene que ver con ella, sino con usted.

Él consultó su reloj con los ojos vidriosos.

—No quiero hablar del tema.

Falcone vio endurecerse el rostro de Rachele. Había tanta determinación en ella. Estaba hecha para ese trabajo. Evidentemente había cambiado con los años, porque la mujer que él recordaba, la mujer a la que quizás había querido una vez, no podía aislar de aquel modo sus sentimientos.

—¿Las quería usted? Eleanor no era hija suya, y su esposa ya le había dejado. ¿Las quería a aquellas alturas, cuando el matrimonio había terminado tiempo atrás?

Wallis esquivó la pregunta.

—Es usted una mujer muy persistente. Se lo voy a decir sólo una vez: ellas me cambiaron. Antes, yo era lo que era, pero ellas vieron algo en mí que ni siquiera yo había visto. A cambio, yo aprendí a quererlas, y al mismo tiempo a odiarlas. Un hombre como yo no está hecho para cambiar. No es bueno. Le complica mucho la vida con los jefes.

Falcone miró el cuerpo.

—¿Podría ser esto cosa de sus jefes?

—¿Con qué clase de gente cree que me trato? —explotó—. Era una niña, por amor de Dios. ¿Creen que podría…? —se detuvo con la voz rota—. Esto es algo personal, y no quiero seguir hablando. No es asunto suyo. No tengo nada que decirles.

—¿Dónde ha estado esta mañana? —preguntó Falcone.

—En casa. Con mi ama de llaves.

—¿Y sus socios? —preguntó D’Amato.

—¿Socios?

Rachele sacó un cuaderno de notas y leyó unos cuantos nombres.

—Tenemos toda una lista de hombres a los que usted conoce, y que tienen sus mismos orígenes. Llegaron a Roma ayer.

—¡Pues claro!

Esperaron en silencio.

—¡A jugar al golf! ¿Es que siempre tiene que ser todo malo en esta ciudad? Nos reunimos una vez al año en primavera. He reservado en Castelgandolfo para el domingo, y luego iremos a cenar. Llámelos si quieren para confirmarlo. Llevamos años haciéndolo. Desde que yo me vine a Roma. Es una reunión anual de viejos amigos, o viejos soldados si lo prefieren. Soldados retirados, ¿juega usted al golf, inspector?

—No.

—Una pena —hizo una pausa para darle peso a sus palabras—. Yo creía que los policías eran aficionados a los clubes. Es un buen método para conocer gente.

—No todos lo somos. No nos ha preguntado usted por qué.

—¿Por qué qué?

—Por qué quería saber dónde estaba esta mañana.

Wallis cambió de postura en la silla. No le gustaba que le pillaran desprevenido. Era el signo más claro que había visto de una grieta en la coraza con la que se protegía.

—Suponía que me lo diría usted de todos modos.

—El contable de Neri, un tal Vercillo, ha sido asesinado.

Ni siquiera pestañeó. Se limitó a mirar a Falcone con su rostro sombrío y sin expresión y por primera vez se dio cuenta de que en otro tiempo debió ser un hombre impresionante.

—Comisario, ¿le parezco la clase de persona que iría por ahí asesinando contables? Y si en algún momento llegase a cometer un acto así, ¿de verdad cree que empezaría por un contable?

—No quiero ni oír hablar de guerras —le advirtió—. Ni se les ocurra provocar algo así en nuestras calles. Si quieren pelearse por lo que sea, háganlo lejos de aquí, donde nadie más pueda salir mal parado.

—¿Guerra? ¿Quién ha hablado de guerra?

—Ya se lo he dicho.

—¿Y qué es lo que me ha dicho? —el americano descansó la mano en su brazo, y Falcone olió en su aliento algo dulce—. Pues nada más que lo más obvio. Pero precisamente usted debería ser consciente, inspector, de que la guerra es el estado natural de la humanidad. Es la paz y la armonía las que nos son ajenas, y esa es la razón por la que nos cuesta tantísimo crearlas entre tantas miserias. Las guerras ya no forman parte de mi mundo, ni aquí ni en ninguna otra parte, pero otros… —abrió las manos— pueden pensar de otro modo. En cualquier caso, no es asunto mío.

—¿Y si la guerra se la hacen a usted? —preguntó D’Amato.

El sonrió.

—Entonces, la policía tendrá la oportunidad de ganarse el sueldo.

Había sólo un modo de atacar la siguiente pregunta.

—Neri ha sugerido que usted podría haber mantenido relaciones sexuales con ella —le preguntó sin ambages—. Tengo que hacerle la pregunta, señor Wallis: ¿es cierto eso?

—¿Va a creer todo lo que le diga esa escoria? ¿Piensa que un hombre como él iba a decirle la verdad, suponiendo que supiera hacerlo?

—Creo que sabe más de lo que me ha contado. Y eso mismo pienso de usted.

—No puedo hacer nada para cambiar lo que usted piense de mí.

Falcone sacó una fotografía del expediente que llevaba: Eleanor y Bárbara Martelli, con su pequeña cohorte de admiradores. Iban vestidas, y Eleanor no parecía saber lo que iba a ocurrir.

—¿Qué es esto?

—Creemos que esta foto fue tomada poco antes de que Eleanor fuera asesinada.

—¿De dónde la han sacado?

—Eso no puedo decírselo. Son pruebas. ¿Conoce a estos hombres? ¿Sabe de qué clase de… evento se trata?

—No.

—¿Conoce a la otra mujer?

—No.

Falcone miró a Rachele D’Amato. Aquel iba a ser un hueso duro de roer. Sus respuestas no estaban siendo las que debían ser.

—¿Le dice algo esta fotografía? Si estamos en lo cierto, debió ser tomada escasamente horas antes de la muerte de Eleanor, y uno de estos hombres podría ser su asesino. ¿Seguro que no conoce a ninguno?

—A este sí lo conozco —dijo, señalando una figura—. Y usted también. Era compañero suyo. Mosca, ¿verdad?

—¿De qué lo conocía? —preguntó D’Amato.

—De alguna celebración, supongo. Nada más.

Falcone le mostró más de cerca la foto.

—¿Una celebración como esta? ¿Se imagina dónde pasó Eleanor sus últimas horas? ¿Se hace una idea de lo que pudo ocurrir?

Sacó unas cuantas más, de las tomadas más tarde. Bárbara y Mosca en el suelo, desnudos y entrelazados.

—Yo no me dedico a esta clase de cosas en mi tiempo libre —dijo Wallis con frialdad—, y Eleanor tampoco. Y tampoco creo que ella se hubiera mezclado en algo así por su propia voluntad, sabiendo lo que iba a ocurrir. ¿Tiene alguna foto de ella en estas circunstancias, comisario?

—No —concedió Falcone—, lo cual no deja de ser interesante. ¿Entiende cuál es mi problema? La idea de que Eleanor salió de casa un buen día y fue secuestrada al azar por un desconocido no encaja. Estuvo aquí antes de morir, en compañía de hombres que se movían en sus círculos: crimen organizado y policía. Como si su presencia fuera… —hizo una pausa deliberada para darle énfasis a sus palabras— … un regalo, quizás.

Wallis asintió pensativo.

—Una idea interesante, pero que presupone que los hombres a los que iba a ser ofrecida como regalo tenían algo que ofrecer a cambio. ¿Algo que ofrecer, a quién? A mí no. ¿Quién podría ser el destinatario del regalo?

—En la autopsia encontraremos pruebas de ADN —contestó Falcone—. En este momento sólo puedo pedírselo, pero nos sería de utilidad que nos facilitara una muestra del suyo. Los del equipo forense se ocuparán de todo, y no será más que un instante. Con una muestra de saliva bastaría, o con un cabello si lo prefiere.

—¿ADN? —repitió, inmutable—. ¿Pretende decirme que después de tantos años aún puede servir de algo?

—Seguramente. ¿Hay algún problema?

—Dígame qué necesitan —respondió. Volvía a mirar el cuerpo, y su contestación fue una especie de acto final. No iba a volver—. Ya he visto suficiente. No quiero contestar más preguntas. Me gustaría saber cuándo puedo disponer el entierro.

Falcone llamó al ayudante de laboratorio para que organizase la recogida de la muestra y los dos salieron de la sala.

—¿ADN? —repitió ella cuando se hubieron marchado—. Una idea interesante, pero Wallis ha hecho la pregunta correcta: ¿aún puede haber restos de ADN en ese cuerpo? Creía que la forense había dicho que la turba lo había vuelto todo inservible.

—No tengo ni idea —admitió—. Sólo quería comprobar si iba a negarse.

—¿Y qué significa que no se haya negado?

—Pues que nos deja en la oscuridad. Podría haber estado en la fiesta, pero también puede pensar que no vamos a conseguir averiguarlo. Podría ser que simplemente no tengamos la foto.

—Si no tenemos con qué comparar su ADN, no nos va a servir de nada, Leo.

—Ya. ¿Qué hay del material que te di del despacho de Vercillo? ¿Cuándo podrás disponer de la orden para ir a casa de Neri? Quiero entrar lo antes posible.

Ella le dedicó una de aquellas sonrisas diplomáticas que venía a decir ni lo sueñes. Todo aquello la consumía más de lo que pensaba. Quería poseer el caso, y que el caso la poseyera a ella. No debía haber nada más en su vida. Toda aquella ropa de diseño, sus coqueteos, no eran más que las herramientas de su nueva profesión.

—Tardaremos por lo menos una semana. No puedo arriesgarme a echarlo todo a perder por las prisas. Hay montones de leyes en cuanto a la protección de la intimidad. Toda la información de que disponemos es sobre estafa, evasión de impuestos y fraude, y tenemos que estar seguros de lo que tenemos entre manos antes de poder presentarle el caso al juez. Para vosotros es más fácil. Es un caso de asesinato y un secuestro. Os darán la orden sin problemas. Sólo tienes que pedirla.

—Ya he hablado con los del departamento legal, y dicen que no hay caso sólo con lo que tenemos. Necesito más.

—No puedo ayudarte.

Se la veía pensativa. A lo mejor de verdad pretendía ayudar.

—¿Sabes, Leo? Tu vida sería mucho más fácil si pudieras extraer alguna prueba física del cuerpo de Eleanor. El problema es que has perdido a tu mejor forense. Deberías llamarla. Este caso es más importante que tu orgullo.

—Esto no tiene nada que ver con mi orgullo, sino con que esa mujer me amarga la existencia. Y con que está enferma.

—Sería capaz de salir del mismísimo ataúd si pensara que puede ayudar. Si pudieras convencerla de ello…

—No sé.

Falcone se levantó de su silla y ocupó la que Wallis había dejado vacía para mirar a Rachele. No era una mirada profesional sino personal. Intentaba ser quien fue una vez para sondear el terreno.

—¿Alguna vez te preguntas qué habría pasado si hubieras girado a la izquierda en lugar de a la derecha?

—¿Para qué iba a hacerlo?

—Para nada, supongo. Pero yo lo hago de todos modos. Por ejemplo: ¿qué habría pasado si me hubieras dicho que sí cuando te invité ayer a comer, cuando todo lo que teníamos aquí era un cuerpo de muchos años? Costa habría hablado con esa mujer y habría llamado a quienquiera que estuviese de servicio. Nosotros habríamos vuelto aquí y habríamos ido a ver a Wallis con una idea completamente distinta de todo.

A Rachele no le gustaba aquella conversación.

—Habría llegado a tus manos tarde o temprano, lo mismo que estaba sobre mi mesa.

—Lo sé, pero a lo mejor habríamos tenido la oportunidad de aclararlo todo entre nosotros antes de que toda esta locura empezase. A mí me hubiera gustado que fuese así.

—Las cosas están claras hace tiempo —contestó, alisándose innecesariamente la falda—, ¿o necesitas que te lo vuelva a repetir?

—No. Después de que rechazaras mi invitación, hice una llamada. Tú ya te habías marchado, y pregunté si alguien sabía a qué clase de reunión habías ido. Pero no había reunión, ¿verdad? Habías quedado con alguien.

Ella enrojeció.

—¿Me has estado espiando?

Él se encogió de hombros.

—Soy policía. ¿Qué esperabas?

—Esto es increíble —murmuró—. A ver si te enteras, Leo —le espetó, dándole con el dedo índice en el pecho—. Tengo una vida que no tiene nada que ver contigo, y que nunca lo tendrá. Haz el favor de mantenerte al margen. No te atrevas ni a mirar por la cerradura cuando pases por delante de mi puerta.

—No debe ser ni policía, ni abogado. Lo sabríamos todos.

—Lo que deberías hacer es concentrarte en lo que tienes entre manos, y olvidarte de mi vida privada. Llama a Teresa Lupo, discúlpate con ella e intenta convencerla de que vuelva. La necesitas, Leo.

Él asintió.

—Lo haré. Perdóname, Rachele. No debería haberlo hecho, pero es que me…

Ella ya no le escuchaba. Nic Costa se acercaba por el pasillo, y a juzgar por la expresión de su cara, iba a pasar un buen rato sin volver a pensar en Rachele D’Amato.

sep

Eran la siete menos cuarto y Emilio Neri, con su abrigo largo y gris y un grueso Cohíba entre los dedos, seguía fuera a pesar del frío, contemplando satisfecho desde la terraza de su casa en la Vía Giulia cómo los últimos rayos del sol se escondían tras el humo y la niebla del oeste. Aquel momento formaba parte de un ritual, era un elemento más del viaje. Rituales… dieciséis años atrás, otro ritual había entrado a formar parte de su vida. En aquel momento se había mostrado indeciso, cínico incluso. El profesor universitario no era más que un idiota, un hombre que se sentía solo y que buscaba compañía fácil. Había accedido a su proposición porque le hacía gracia y porque podría obtener algún beneficio de las fotos. No pensaba creerse nada de lo que le dijeran. Participaría en ello igual que los demás, sólo por pasar el rato y por disfrutar de lo que se le pudiera ofrecer. Pero con la edad había empezado a preguntarse si se equivocaba, ya que no había podido olvidar las palabras de Randolph Kirk. Todo era cíclico, le había dicho; un bucle en el que se sustentaba el meollo de la vida: la caza, el cortejo; después el matrimonio, la consumación. Y al final, la locura, el frenesí que era quizás el objeto final de todo porque dentro de ese breve ataque de locura residía un secreto arcano sobre la naturaleza humana: la simple verdad de que había una bestia bajo la piel de los hombres, que siempre la había habido y que iba a permanecer allí para siempre. Llegado el momento, había que reconocer su presencia y dejarla ir para después verla volver, saciada, de nuevo a su jaula. No había alternativa. Randolph Kirk lo llamaba ritual. Para él era simplemente naturaleza humana, nada más. Si dieciséis años antes hubiera sido más listo, seguramente no estaría metido en aquel lío. Quizás habría sido más listo ahora.

Neri no era hombre al que le gustase regodearse en sus errores. Aquel trance iba a ofrecerle la oportunidad de reconstruir su vida, de adaptarla a sus deseos. Podía deshacerse de la farsa que llevaba veinte años consumiéndole. No tendría por qué volver a malgastar el tiempo en la ópera, o asistir a reuniones interminables de organizaciones caritativas que no entendía, esforzándose por permanecer despierto. El dinero, el poder y el control que le proporcionaba sobre hombres que no pertenecían a su círculo habitual le habían cegado a lo que era de verdad. Aparte de aquella ocasión de la que ya le separaban dieciséis años, la bestia nunca había salido de su jaula, e incluso entonces su periplo había estado delimitado por las circunstancias. Había llegado el momento de aclarar las cosas, de permitir que el mundo le recordara por lo que era en realidad antes de volar a un retiro cómodo al otro lado del Atlántico, en algún lugar en el que fuera intocable.

Bucci y tres soldados que este había elegido personalmente aguardaban sus órdenes de pie en el otro extremo de la terraza. No los conocía personalmente, pero confiaba en el buen juicio de Bucci. Tenía mucho que ganar para jugársela. Aquella iba a ser una noche digna de ser recordada, un instante que quedaría para los anales de la historia de la delincuencia, un momento en que un hombre de la vieja guardia daría un paso al frente para dejar claro lo que le pertenecía y cómo quería legarlo.

Se le vinieron a la memoria las sandeces que Vergil Wallis solía decir sobre la historia y el deber, y cómo ambas cosas estaba grabadas en el alma romana y terminaban siempre por aflorar sin tener en cuenta el coste o el riesgo. Quizás el tipo no era tan estúpido como se lo parecía entonces. Contemplando la ciudad desde las alturas como estaba en aquel momento, una última vez desde la casa que quizás no volvería a ver, se sintió como un hombre guiado por el destino, empujado por lo que había habido antes que él, decidido a dejar huella de su paso.

—¿Lo tenéis todo claro? —les preguntó a los cuatro hombres que había con él en la terraza—. ¿Sabéis lo que hay que hacer?

Bucci asintió.

—¿Alguna pregunta más, alguna duda? Cuando salgamos de aquí, será un viaje sin retorno. No podréis cambiar de opinión, ni vosotros ni yo. Mañana os despertaréis en un mundo distinto. Bruno será vuestro jefe. Es un buen hombre. Además, ya sabéis lo que recibiréis de mi parte como muestra de gratitud. Seréis felices y ricos. Tendréis oportunidades. Esta ciudad es vuestra, ¿entendido?

Eran hombres de confianza que no le defraudarían.

—Una cosa más: no caben errores. Si alguno de vosotros mete la pata, los demás lo juzgarán. ¿Queda claro?

—Ya lo saben, jefe —respondió Bucci.

—Eso espero —murmuró, y tras dar una última chupada al puro, lo tiró a la calle y se asomó a ver el puntito rojo caer—. ¿Sabes cuándo llegará la policía?

—Pronto. Puede que en media hora.

—¿Y estás seguro de que podremos salir de aquí sin problemas?

—Es pan comido. En cuanto aparezcan traeremos su coche a la puerta. Franco conducirá a toda velocidad, y esos idiotas irán tras él. Tenemos varios coches más esperando en la parte trasera y saldremos por el Campo. No nos verán.

Neri se volvió a mirarle.

—¿Estás seguro? ¿Has pagado a quien debías?

—Sí.

—¿Lo veis? —interpeló a los otros—. Aquí tenéis un hombre que sabe manejarse. Ahora cuida de mí, y luego cuidará de vosotros. Así es como funcionan las cosas. Esperadme abajo. Quiero hablar con la familia. Bruno, dile a Mickey que suba. Quiero aclarar las cosas con él.

Se marcharon sin decir palabra y Neri se sentó a la mesa. Quedaban restos del desayuno aún. Se oyó un ruido en la puerta y Mickey entró. Parecía perdido, asustado.

Se levantó, se acercó a él, lo abrazó y lo besó en ambas mejillas.

—Mickey, Mickey, hijo… ¿Por qué tienes esa cara de funeral? Esto es lo que tú querías, ¿no? Ser independiente.

—Sí —murmuró.

—¿Sigues enfadado conmigo por lo de antes? —le preguntó, pellizcándole la mejilla—. Comprenderás que si me entero de algo así, tengo que preguntar. Lo entiendes, ¿verdad?

—Sí —respondió con la vista en el suelo—. ¿Y era necesario hacerlo así?

—Sí —se rio—. Tu viejo es un cabrón, ¿verdad? ¿Cómo crees que has llegado a vivir en un palacio como este? ¿Cómo es que nunca te ha faltado de nada? Esa escenita no tiene importancia. Ahora voy a darte el regalo que debí darte hace años. Esta es tu puesta de largo, hijo, y tienes que estar a la altura. Es culpa mía que no lo hicieras antes. Te he mimado demasiado, Mickey, y ha sido un error, pero es que los padres siempre queremos proteger a nuestros hijos de la mierda que hay en el mundo. No puedes culparme por ello, pero no podía durar para siempre. A un hombre le llega impepinablemente la hora de ponerse a prueba, y ese momento ha llegado para ti.

Y volvió a abrazarle con fuerza.

—No tendrás miedo, ¿verdad? Cuéntame lo que sientes, hijo. Puedes ser sincero con tu padre.

—No —contestó. Tenía un aspecto horrible. Debía andar otra vez metido en la droga, seguro—. Es que…

—Estar asustado no tiene nada de malo. A veces incluso te despeja la cabeza. La primera vez que maté a un hombre lo pasé francamente mal. Era un imbécil que andaba por Monti que no pagaba lo que debía y que se creía más de lo que era. Estuve a la puerta de su garito diez minutos con el arma metida en el abrigo preguntándome si iba a tener el valor de entrar. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?

Aquel pelo rubio tan ridículo le fastidiaba más que nunca.

—Pues que me di cuenta de que si no lo mataba yo, algún cabrón vendría y me mataría a mí. Así son las cosas en este negocio. A veces no se puede elegir. Hay que hacer lo que hay que hacer. ¿Y quieres saber otra cosa? —tiró de él y le susurró al oído—. Que con el tiempo se va haciendo más fácil. La primera vez tienes dudas y no dejas de preguntarte cómo será cuando la luz se le apague en los ojos. Supongo que andarás pensando cosas por el estilo, ¿no?

—Más o menos.

—Seguro. No serías humano si no tuvieras dudas. Pero lo importante es que no te olvides de que la segunda vez será más fácil. Y la tercera, sientes una gran curiosidad. Te preguntas, mirándole a la cara, qué es lo que se le está pasando por la cabeza. Le miras a la cara y piensas que a lo mejor le estás haciendo un favor. Que a lo mejor va a conocer un viejo secreto antes que tú —sonrió y le dio una palmada en la espalda—. Pero ese secreto no existe. La cuarta vez lo sabes sin ninguna duda. Un momento se respira y al siguiente se deja de respirar, que es como debe ser, así que ya no vuelves a pensar en ello. Y si hay algún verraco que te toca las pelotas, incluso disfrutas haciéndolo. Créeme. Se lleva en la sangre, Mickey. Una vez le coges el aire, te sale solo.

No parecía convencido. Es más, daba la impresión de que ni siquiera estaba allí.

—¿Por qué un policía?

—Porque es lo que necesito. ¿Es que eso te preocupa?

—A nadie le gusta que maten policías.

Neri arrugó la nariz.

—Eso depende de qué policía sea —respondió—. Tienes que marcar la diferencia. Eres el hijo del jefe, no lo olvides, y nunca podrás dirigirlos si piensan que estás a su mismo nivel. ¿Lo entiendes?

Mickey asintió y Neri sacó la pistola de la chaqueta de su hijo para examinarla detenidamente.

—Matar a alguien es lo más fácil del mundo, siempre y cuando lo hagas bien. Te acercas, le apuntas a la cabeza y disparas. Eso es todo. Trabájalo, Mickey, porque es un talento que vas a necesitas. Vamos, andando.

—¿Y luego?

—¿No te lo he dicho? Luego las cosas se nos pondrán un poco complicadas. Será mejor que no volvamos por aquí en un tiempo. Lo único que tienes que hacer es mantener siempre encendido el móvil.

—¿Qué? —se sobresaltó—. ¿Y dónde quieres que vaya?

Pero qué torpe era. A veces incluso se preguntaba si era hijo suyo.

—Yo te llamaré —contestó, devolviéndole el arma—. Confía en tu padre. Tu bienestar es mi principal preocupación.

Mickey se guardó la pistola.

—De acuerdo —musitó.

—Y cuando veas a Adela, dile que suba. Quiero hablar con ella.

Había estado dándole vueltas a esa parte del asunto. Quizás podía haber encontrado otro modo de enfocarlo, pero no quería parecer indulgente. La benevolencia podía acarrear consecuencias más peligrosas, y tampoco quería complicar las cosas más de lo necesario.

—¿Sabes? Ahora que lo pienso, no sé cómo pude tragarme esa historia sobre Adela y tú. Siempre estoy dispuesto a creer lo peor de ti y eso no es justo. Te debo una disculpa, hijo, porque tú nunca has tenido nada con Adela, ¿verdad?

—Nunca —respondió Mickey, pero sin mirar a su padre a los ojos.

sep

Costa iba de camino al salón de conferencias, a la reunión convocada por Falcone cuando ella apareció de pronto en una esquina.

—Estás horrible —le enjaretó Teresa Lupo nada más verle.

Costa se paró en seco y la miró frunciendo el ceño.

—¿Ah, sí?

—No, pero quería decírtelo yo antes de que me lo dijeras tú a mí.

Casi antes de terminar la frase rompió a toser en un puñado de pañuelos de papel, con los ojos llorosos y enrojecidos.

—Pues yo te encuentro bastante bien, la verdad. Es increíble lo que puede hacer una aspirina.

—¡Será hijo de…!

—¡Eh! Para el carro. Lo que tienes es fiebre. Deberías darte un baño de agua fría.

—Lo que debería hacer es estarme en la cama, pero el marrano de Falcone ha hecho algo increíble: disculparse. Es alucinante.

Parecía incluso molesta.

—Pues sí que lo es. ¿Lo has grabado?

—Ojalá. No creo que vuelva a oír algo así.

—Ni tú ni nadie. ¿Y qué vas a hacer?

—Sólo he venido a cumplimentar una hoja de gastos, a recoger el correo y a rascarme el trasero. No parece que haya mucho que hacer para mí, ¿no?

—Teresa…

—No te acerques si no quieres que te pegue el virus. Como empiece a contagiar a sus hombres, para qué queremos más.

—¿Estás bien?

—No —respondió y se encogió de hombros—. Pero tampoco estoy peor de lo que estaba antes. Perdóname, Nic. No sé qué me pasó. Pensar en esa pobre chica sola y perdida, abandonada por mi culpa, y vosotros preocupados sólo por la maravillosa Bárbara… el que alguien intente matarte lo pone todo patas arriba, ¿sabes?

—Estoy de acuerdo.

—¡Genial! —exclamó—. Por fin estamos de acuerdo en algo. Podríamos hablar de ello mientras cenamos: pesadillas que tenemos en común.

—Cuando esto termine. Porque terminará en algún momento. Al menos, eso espero.

Ella señaló el salón de conferencias con un gesto de la cabeza.

Un río de policías iba entrando. Se diría que habían convocado a la dotación completa de la Comisaría.

—Tienes la misma cara del gato que se comió al ratón. ¿Eso es bueno o malo?

—Espero que bueno.

—Me alegro —respondió ella, aunque no parecía demasiado convencida—. ¿Y qué se supone que debo hacer yo si los chicos listos de la clase lo tenéis ya todo atado? ¿Por qué se ha disculpado conmigo el jefe?

—Podrías ocuparte de la lista de espera de autopsias, por ejemplo. Tu ayudante parece a punto de derrumbarse.

—Silvio siempre parece a punto de derrumbarse, pero a la gente como él hay que darles espacio, Nic. No se puede estar encima de ellos constantemente.

—Vale. ¿Y qué tal si le echaras un vistazo a Eleanor Jamieson? A lo mejor hay algún resto de ADN que podamos usar.

—¿ADN? —repitió—. Como ya os he dicho cien veces, el cuerpo llevaba más de dieciséis años en turba. ¿Quién os creéis que soy yo? ¿La Virgen María?

—Sí. Es lo que espera Falcone. Y ya que estamos, nos vendría muy bien saber a quién llamó Kirk mientras te tenía encerrada en ese despacho.

Teresa cruzó los brazos y se llevó una mano a la mejilla.

—A ver si soy capaz de recordar el ruidito que hacían los números al marcarlos… Pues no. No puedo ayudarte.

—Tú has preguntado y yo me limito a contestar. Me voy, que tengo que perseguir a los malos y buscar niñas perdidas.

Ella volvió a limpiarse la nariz.

—¿Alguien ha hablado con Regina Morrison?

—No que yo sepa. ¿Deberíamos haberlo hecho?

—Regina era la jefa de Kirk. En el expediente que me dejó debe haber una lista de todas las excavaciones en las que ha trabajado, porque a él no podemos preguntárselo ya. ¿Dónde crees que un tipo como ese escondería a alguien?

Costa asintió pensativo.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Poniéndome en tu lugar. Intentando imaginarme lo que es ser policía.

No lo había dicho con palabras, pero Nic captó la idea: ellos deberían haberse hecho ya esa pregunta. Y lo habrían hecho de no estar tan desbordados.

—Gracias —le dijo, y entró el último en la sala.

sep

Adela Neri no se molestó en ponerse una chaqueta para salir a la terraza. A lo mejor no esperaba estar allí mucho tiempo.

—Estás temblando. Ten.

Neri se quitó el abrigo y se lo puso sobre los hombros.

—Estás muy considerado hoy. ¿Qué tripa se te ha roto?

—Esa lengua tuya se está volviendo demasiado afilada, Adela. Antes no eras así.

Se sentó a la mesa y apartó las migas del desayuno con aspavientos exagerados, como queriendo llamar la atención sobre ello. Adela se sentó frente a él. Parecía incómoda, como intentando descifrar de qué humor se encontraba.

—Es que ahora estamos en esa etapa en nuestro matrimonio.

—¿Ah, sí? —no parecía hacerle demasiada gracia—. Es la primera vez que me encuentro en esa etapa. Ni siquiera me pasó con la madre de Mickey. Lo nuestro funcionó hasta que de pronto dejó de funcionar. Un momento no podíamos estar separados y al siguiente, no podíamos ni vernos, pero contigo no me siento así. Tú eres joven, Adela. Dime una cosa: ¿te pone mirarme, a pesar de lo viejo que soy y todo lo demás?

Hubo un brillo de crispación en sus ojos verdes.

—No seas ridículo. ¿Por qué se te ocurre pensar algo así?

—¿Por qué? Pues porque soy viejo y feo, Adela. Y gordo. Mientras que tú… mírate, Adela. No podrías bajar andando por la calle sin que algún crío te desnudara con la mirada.

—Nunca me han interesado los críos, ya lo sabes.

—¿Y yo te interesaba?

—Tú me interesas.

—Quizás —se encogió de hombros—. A lo mejor es por el dinero. Ya no lo tengo claro, Adela, pero en fin… lo que quiero decirte es que vamos a tener que separarnos durante un tiempo. Es una cuestión práctica. Tengo muchos problemas en este momento, y no hay por qué complicarte a ti la vida. Esto no tiene nada que ver contigo.

Ella lo miró con desconfianza.

—Soy tu esposa, y tus problemas son mis problemas. Si…

—No, no, no —la interrumpió—. No me vengas con chorradas. No tienes por qué fingir. Además, no hay tiempo. Voy a decírtelo de otra manera: no quiero que te veas envuelta en lo que está pasando. Es por puro egoísmo, ¿sabes? Son cosas de hombres. Tenemos que hacer cosas que una mujer no debe saber. Tu presencia lo complicaría todo.

La miró desde donde estaba sentado y de pronto no sintió nada por ella.

—Puede que alguien resulte herido, y si te tengo cerca podría dar una impresión equivocada. Podría parecer que formas parte del asunto. Algunas de esas familias del sur… a veces da la impresión de que son las mujeres las que lo dirigen todo. Pero aquí no se trabaja así. Quiero que te separes de mí porque no quiero tener que preocuparme de si te vas de la lengua. ¿Lo comprendes?

—Yo no hablo cuando no hay que hacerlo —se molestó.

—¿Quién sabe lo que esos bastardos de la DIA podrían hacer? A la policía sé cómo manejarla, pero a esos otros… —consultó el reloj—. En fin, que me marcho ahora y no sé cuándo volveré, si es que vuelvo. Tenemos que separarnos durante un tiempo —repitió.

Ella asintió, y Neri no podría decir si estaba molesta o no.

—¿Dónde vas a estar?

Él la miró con sus ojos vidriosos y no dijo nada.

—¿Cómo podré ponerme en contacto contigo, Emilio? Soy tu mujer.

Él ahogó la risa.

—No te preocupes, que hay dinero en el banco. Podrás pagar las facturas, comprar, hacer lo que quieras. Dame un par de meses; después me pondré en contacto contigo. A lo mejor tenemos una segunda luna de miel. A lo mejor entonces estamos preparados para disfrutarla, pero si tú no quieres, hablaré con mis abogados. Será mejor hacerlo de mutuo acuerdo si es posible.

—¿Y ahora qué? —le preguntó, cuando en realidad hubiera deseado gritarle, pero no se atrevía—. ¿Qué hago ahora?

—Quédate aquí —dijo, abarcando la terraza con un gesto del brazo—. Tienes una casa preciosa y podrás tener otra vez el servicio que tanto te gusta. Sé que no te gusta limpiar, pero yo no puedo soportar tener a toda esa gente en casa. A lo mejor me equivocaba, no sé, pero ¿quién iba a querer tener extraños en su propia casa? Cuando me vaya, podrás hacer lo que te dé la gana. No me importa con quién te veas —añadió tras una breve pausa que dejara claro el significado de sus palabras—. No me importa qué hagas para pasar el rato.

Ella se levantó y le dejó el abrigo sobre las piernas.

—Vas a necesitarlo.

—Sí. Dime una cosa, Adela.

—¿Qué?

—¿Alguna vez me has sido infiel? No es que importe ya, a estas alturas. Tengo cosas más importantes en las que pensar.

—¿Por qué iba a serte infiel?

—No sé. Por el sexo. Porque te apeteciera. Yo qué sé.

Pero ninguna de aquellas razones impulsaría a una mujer como Adela.

—Tonterías. Por esas cosas no movería yo ni un dedo.

Emilio se rio.

—Sí, tienes razón. Eres una chica lista. Eso es lo que más me impresionó de ti al principio. Nunca me han gustado las tontas.

—Gracias.

—Pero no te olvides de que en todo tiene que haber un equilibrio. Si alguien mata a alguno de mis hombres, yo tengo que reaccionar. Si alguien me jode, yo tengo que joderle, pero más y mejor. Lo mío tiene que ser final. Gano porque sé mantener el equilibrio. Esto es muy serio, Adela. Mejor que no asomes la cara, créeme.

Se levantó, se acercó a ella y la besó brevemente en la mejilla.

—Quédate aquí. Ponte a ver la tele, prepárate una copa y cuando venga la poli, les dices que me he ido a pescar. ¿Vale?

Hasta sus oídos llegó el rugir conocido de un motor. Los neumáticos chirriaban sobre el empedrado de la Via Giulia. Emilio Neri supo lo que significaba aquel alboroto: que el primer acto había comenzado.

—Ciao —se despidió, y bajó la escalera.

sep

La noche era fría, clara y estrellada, y en el cielo rielaba una luna plateada en cuarto creciente. El convoy de la policía encabezado por un coche patrulla, todo luces azules y sirenas, partió en dos el tráfico de la hora punta de la tarde. Falcone iba con Costa y Peroni, justo delante de la furgoneta llena de efectivos que cerraba la comitiva. No dejaban de oírse voces urgentes por la radio. Los hombres de uniforme apostados a las puertas de la casa de Neri habían informado de la repentina salida de su coche quince minutos antes. Un equipo se había separado para darle caza, pero lo había perdido cerca del río. El segundo vio dos coches más salir de un callejón trasero y les fue imposible seguirlos.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Costa—. ¿Seguirle?

—¿Seguir a quién? —respondió Falcone—. Sólo tenemos la matrícula del coche de Neri, y me jugaría el sueldo a que ese malnacido no iba en él. Vamos a ver quién queda en la casa. Me interesa hablar primero con el hijo, dondequiera que esté. Dios, ¿cómo ha podido saber Neri cuándo íbamos a llegar?

Costa y Peroni intercambiaron una significativa mirada. Falcone había montado una operación a gran escala: diez coches, la mitad de ellos con distintivos de la policía. La DIA aportaba otros dos vehículos, conducido el primero de ellos por Rachele D’Amato. No era fácil mantener en secreto algo así.

Tomaron la Vía Giulia tableteando sobre los adoquines del pavimento y se encontraron con los flashes de las cámaras, los focos de la tele y un gran despliegue de periodistas de todos los medios esperando a las puertas de la casa de Neri.

Falcone se puso pálido de furia al recordar la promesa que Rachele D’Amato le había hecho a Neri aquella mañana: que de un modo u otro, su caída iba a ser algo público. Maldiciendo sonoramente, miró hacia delante y vio su coche, su figura delgada bajándose y colándose entre el marasmo de buitres, en dirección a la casa.

—Quedaos aquí —ordenó—. No quiero tener a toda esa gente en la chepa después. Y no quiero que ella entre antes que nosotros.

Costa paró el coche junto a una fuente medieval y los tres contemplaron horrorizados la melé que estaba teniendo lugar en mitad de la calle. Los de la televisión peleaban con los de la prensa, intentando conseguir el mejor sitio. El primer coche patrulla había llegado y los hombres empezaban a bajar. D’Amato y algunos de sus hombres se habían colocado tras unos corpulentos oficiales de uniforme esperando que les abrieran un pasillo para poder llegar ante la puerta que en un par de segundos echarían abajo. No quedaba mucho sitio. Una pequeña furgoneta con el logotipo de un canal de televisión por cable estaba aparcada con la parte de atrás prácticamente pegada a la pared del edificio. Los hombres que tenían que tirar la puerta abajo casi tuvieron que colarse de lado para poder alcanzar su objetivo, ya que el vehículo les estorbaba para trabajar.

Entonces uno de ellos se subió al techo y desde allí le propinó un golpe a la madera. La puerta cedió. Varias manos se introdujeron para abrir las cerraduras. Rachele D’Amato fue la primera en llegar junto a la puerta, seguida por un par de hombres de la DIA.

—Mierda —maldijo Falcone entre dientes y echó a correr seguido por Costa y Peroni. Cuando llegaron, tres hombres de uniforme les esperaban para recibir instrucciones.

—La próxima vez, esperad a que yo llegue —espetó Falcone—. No dejéis entrar a nadie más, y no dejéis salir a nadie sin mi permiso.

Subieron escaleras arriba. La habitación en la que aquella mañana habían visto a los esbirros de Neri, estaba vacía. La colilla de un cigarrillo aún humeaba en un cenicero y había una taza de café a medio terminar en una mesita baja. Peroni la tocó.

—Todavía está caliente. Lo han hecho muy bien.

—Es que sabían lo que hacían —murmuró Falcone.

Se oyeron voces masculinas en la habitación de al lado. Discutían, hasta que una mujer les mandó callar. Al instante entraron donde estaban ellos.

—No hay un alma en la casa, Leo —declaró Rachele, cruzándose de brazos ante Falcone—. ¿Volvéis a tener filtraciones en la Comisaría?

—No empecemos. ¿Y tú quién demonios te crees que eres para entrar antes que nosotros? ¿Y el circo que hay en la calle? ¿Cómo has tenido el valor de llamar a todos esos buitres? Esta es una investigación de la policía, no tuya. La DIA ni siquiera tiene permiso para estar aquí…

Ella abrió el bolso y sacó unos documentos.

—¿Quieres leerlos?

—Me dijiste que…

—He cambiado de opinión. La información que hemos obtenido del despacho del contable vale su peso en oro. Podemos encerrar a este cerdo y a unos cuantos más de por vida.

—Si consigues encontrarle. ¿Qué crees que van a decir los medios de eso?

—¡Leo —gritó—, yo no los he llamado! Nadie de la DIA lo ha hecho, así que si quieres encontrar al responsable no me mires a mí.

—Claro… Vosotros siempre tan limpios, ¿verdad?

—Leo…

Costa estaba al teléfono hablando con los de operaciones y colgó.

—Han encontrado el coche de Neri, pero él no iba dentro. Eran un par de hombres suyos que andaban dando vueltas sin rumbo por el Testaccio. Un cebo.

—¿Dónde demonios están el hijo y la mujer? No creo que se hayan ido todos juntitos de vacaciones. ¿Qué estará haciendo?

—Preparándose para una guerra, tal vez —sugirió Rachele—. Tenemos la casa para nosotros solos. Podemos revolverla de arriba abajo. Es un regalo.

Peroni le puso una mano en un hombro.

—Me parece que aquí hay un conflicto de intereses, querida. Nosotros buscamos a una chica perdida, por si te le ha olvidado y nos importan un comino los libros de Neri. Eso puede esperar.

—Necesitamos al hijo —dijo Falcone, y se asomó a la ventana para mirar a la calle. La turbamulta se estaba dispersando. Los de los medios empezaban a hacer las maletas. A ellos también los habían engañado, aunque por lo menos se llevaban una historia: una redada fallida de la policía. Aun así, no había acción, nada que poner en primera página de los informativos. Unos policías echando abajo una puerta en Via Giulia era información de segunda división. Quienquiera que les hubiera soplado lo que iba a ocurrir sabía que iban a perder el tiempo, lo cual señalaba al mismo Neri aunque por razones insondables para Falcone.

Miró a Rachele D’Amato.

—Haz lo que quieras aquí. Si encuentras algo que pueda estar relacionado con el caso Julius, llámame. Y no te lo estoy pidiendo. Si retrasas un solo segundo nuestra investigación, yo mismo hablaré con los medios. Tenemos que encontrar a Mickey Neri y a esa chica. Tenemos que encontrar a alguien con quien poder hablar.

—De eso nada, Leo. No intentes cargarme a mí el muerto. Nosotros sólo nos ocupamos del trabajo de la DIA, no del tuyo. Deja aquí a algunos hombres si quieres investigar.

—¡No tengo hombres que dejar! —le gritó tan fuerte que incluso los hombres que estaban fuera dejaron de hablar un instante—. ¿Es que no lo entiendes? ¡Disponemos de un día para encontrar a esa chica, puede que incluso menos, y no tenemos ni idea de dónde puede estar! Ni siquiera sabemos por dónde empezar a buscar. Pero si hay algo claro es que no está ni aquí, ni en tus malditos libros. Está dondequiera que ande Mickey Neri.

—¡Leo! ¡Leo!

Su voz le siguió escaleras abajo con sus hombres. Ella había ganado. Neri estaba huyendo, lo cual le proporcionaba carta blanca para investigar el imperio del viejo canalla. ¿Tanto le suponía devolverles el favor? ¿Por qué la DIA quería vengarse con tanto encono de Neri? ¿Por qué era esa venganza más importante que la vida de una adolescente?

Salieron de la casa por el exiguo espacio que quedaba entre la furgoneta y la pared. Los periodistas casi habían desaparecido ya. Quedaban unos cuantos policías de uniforme y de paisano esperando, incómodos por haber oído la discusión.

—Se terminó —dijo Falcone—. Por ahora, esto se queda para la DIA. Volvamos a la Comisaría. A ver qué pasa con los teléfonos.

Los hombres asintieron sin decir palabra.

—Imbéciles de mierda… —iba diciendo Falcone entre dientes mientras caminaban hasta el coche.

—Tienen sus prioridades, Leo —observó Peroni, lo que le valió una mirada fría y dura de Falcone—. Lo siento, señor, pero no puede esperar nada más por ese lado. El chaval y yo podemos quedarnos un rato si quiere.

—No serviría de nada. Ya nos llamará ella si encuentra algo.

¿Qué imagen daríamos si no? Además estoy convencido de que ahí no hay nada que pueda servirnos. Neri lo tenía todo planeado hasta el último detalle. Nos está dejando en ridículo. Le encantaría que nos quedásemos en su casa buscando bajo las alfombras y en todos los rincones.

—Eso es cierto —corroboró Peroni—. Me sigue resultando difícil pensar como vosotros. Es todo tan… furtivo.

El teléfono de Costa sonó y se hizo a un lado para poder escuchar bien lo que aquella voz cargada de ansiedad tenía que decirle.

—¿Para qué habrá organizado Neri este teatro? —se preguntó Falcone. Era un montaje demasiado insignificante para un tipo como Neri. El empacho que con ello había causado a la policía era irrelevante, y los medios no se habían quedado ni cinco minutos al enterarse de que no iba a haber arresto, que no iban a poder fotografiar al gordinflón esposado y con la cabeza baja para evitar las cámaras. Todos habían desaparecido de inmediato.

Sólo quedaba aquella furgoneta.

—Jefe —le dijo Costa con impaciencia—, creo que tenemos algo. Acaba de recibirse una llamada anónima de alguien que dice haber visto a una chica que podría ser Suzi, hace menos de media hora.

—¿Dónde? —preguntó Falcone, aún perdido el pensamiento en lo que acababa de ocurrir, intentando encontrarle algún sentido.

—Por Cerchi. No nos han dado una posición exacta.

—Pues menuda carreterita —se quejó Peroni—. Podríamos pasarnos toda la noche subiendo y bajando sin verla.

Cerchi recorría el perímetro del Circo Máximo, un campo ahora vacío en forma de estadio que quedaba detrás de la colina Palatina y desde donde se veían todos los palacios de los césares.

Costa recordó lo que Teresa le había dicho sobre Regina Morrison.

—Kirk y Mickey podrían haber utilizado viejas excavaciones arqueológicas. Podríamos hablar con su jefa en la universidad. Debe tener alguna lista de todas las excavaciones en las que haya trabajado.

—Consíguela —ordenó y cuando iba a abrir la puerta del coche, se detuvo—. Intenta localizarla, Nic. Vámonos directamente. Aquí no hay nada más que hacer.

Pero miró por última vez la calle. Habían aparcado a unos cincuenta metros de la puerta de Neri y no quedaba un solo periodista por allí, pero aquella condenada furgoneta seguía aparcada allí, subidas a la acera las ruedas de atrás.

—¿Veis ese coche que está aparcado delante de la puerta? ¿Habéis visto a alguien subir o bajar de él?

—Yo no he visto a nadie —contestó Peroni, sorprendido.

Falcone miró a Costa barajando mil posibilidades en la cabeza.

—Yo tampoco —contestó Costa—. ¿Está pensando que…?

No pudo terminar la frase. El suelo tembló bajo sus pies. Los adoquines trepidaban como si los sacudiera un terremoto. Luego siguió un bramido que parecía irreal de tan violento, un muro de potencia sonora que se derrumbaba sobre su cabeza.

Una especie de lengua de fuego salió de la parte trasera de la furgoneta y el vehículo se levantó en el aire como si una fuerza invisible lo hubiera lanzado hacia el cielo. Durante un instante el mundo quedó detenido, hasta que una cacofonía de ruido seguida por una fuerza brutal e incontrolable les golpeó como si fuera un puño de hierro.

Cuando todo terminó, Costa estaba tirado en el suelo, tapándose las orejas con las manos, jadeando y aturdido. Peroni estaba apoyado contra el coche, con la boca abierta, atónito, y Falcone corría tan rápido como le permitían las piernas en dirección a la casa de Neri ante la que ardía como una tormenta de fuego el amasijo de metal ennegrecido a que había quedado reducida la furgoneta, y que comunicaba sus llamas a los restos maltrechos del edificio.

Nic se levantó como pudo y Peroni hizo lo mismo. El aire olía a humo y al producto químico con que habían fabricado el explosivo. Las alarmas de los coches de las proximidades se habían disparado por la onda expansiva, un hombre gritaba en la acera agarrándose el vientre y otros dos permanecían inmóviles en el suelo. Un equipo de policías de uniforme que se habían materializado en una furgoneta antidisturbios estaban paralizados, preguntándose por dónde empezar.

Pensar era imposible. Costa miró los rostros de los hombres que le rodeaban, desfigurados por la impresión, y no pudo reconocer a ninguno. En aquel brote inesperado de locura, el mundo se había vuelto anónimo, un simple contenedor de víctimas.

La explosión se había llevado por delante dos pisos del edificio. A medida que el polvo se iba asentando, Costa pudo ver varias habitaciones de la casa de Neri abiertas como un libro: mesas y sillas, una televisión, una cocina que la explosión había seccionado por la mitad… las llamas salían y entraban por ellas. En el segundo piso una figura demente y oscura parecía bailar como si quisiera evitar las llamas que la rodeaban, hasta que de pronto cayó al suelo, rodó y se desplomó por la pared abierta a la calle y quedó engullida por la polvareda que se arremolinaba en torno a la furgoneta.

Leo Falcone estaba peleándose con el montón de escombros que ocupaban el lugar que, momentos antes, había sido la puerta principal de Emilio Neri, arrancando ladrillos uno a uno para liberar la entrada. Ante él había un cuerpo roto, descoyuntado en un ángulo imposible, y un brazo delgado, ensangrentado y ennegrecido por la deflagración, reposaba inmóvil sobre los cascotes.

Una voz serena y firme le habló en su interior, diciéndole: piensa.

Mientras llegaban las ambulancias, en tanto que la sirena de un coche de bomberos aullaba para abrirse paso entre los vehículos desparramados por la explosión, Nic revisaba sus notas en busca de un número. Luego se refugió en la relativa tranquilidad de la entrada de una tienda de antigüedades e hizo una llamada.

—Señora Morrison —dijo tras oír una voz de acento entrecortado responder al teléfono—, usted no me conoce, pero soy un detective amigo de Teresa Lupo. Necesito hablar con usted.

sep

Había un reñido partido de fútbol en la televisión: la Roma contra el Lazio. El enfrentamiento local por antonomasia. La Roma le estaba dando una buena paliza al equipo contrario una vez más. Toni Martelli oía los gritos entusiasmados de los vecinos. Él era del Lazio. Para él, la Roma seguía siendo el equipo de las clases bajas, de la chusma que dirigía últimamente el cotarro. Hacía años que no iba al campo. Al estar fuera del cuerpo había perdido todos los favores. Y sin Bárbara, ni siquiera podía contar con los pocos que ella pudiera conseguirle.

Falcone le había llamado poco antes para decirle que en una semana poco más o menos podría disponer del cuerpo. Antes aún si tenía una información que darle, a lo que le había contesta do que ya sabía por dónde podía meterse el ofrecimiento. Su hija estaba muerta. ¿De qué iba a poder hablar?

A continuación había recibido una segunda llamada en la que le habían dado una noticia que en el fondo ya se esperaba, así que había cerrado con llave la puerta del piso tras aprovisionarse de unos cuantos cigarrillos y una botella de grappa que había pedido al bar de la esquina y se había dispuesto a esperar viendo mientras el partido, una guerra disfrazada de deporte, humanidad brutal fingiendo ser algo noble y elegante, como un salvaje que intentara bailar ballet.

La llave sonó en la puerta poco después de las diez. Algún negado intentaba entrar, manipulando con torpeza la cerradura.

—Cabrones —protestó—. Ni siquiera tienen la decencia de enviar a un hombre de verdad.

Apagó la tele y la luz que tenía al lado para que la habitación quedara como tenía planeado y él permaneció en su silla sumido en la oscuridad. No era fácil verle. Había ladeado dos lámparas del salón para que iluminaran el pasillo en dirección a la puerta. Quien entrase tendría que mirar directamente a la luz, quizás cubrirse un poco los ojos con la mano. Lo tenía todo pensado. Se imaginaba cuál iba a ser el resultado final, pero no quería vender barato el pellejo.

Una figura entró dando tumbos, tan asustado que ni siquiera pensó en dar la luz. Martelli tenía el mando a distancia que le había proporcionado el asistente social del ayuntamiento. Cuando se era un tullido, había que sacar partido a las escasas ventajas que eso podía proporcionarte. Esperó a que la figura se aproximase a la puerta y encendió la luz. Las tres bombillas que la iluminaban se encendieron al mismo tiempo, y Mickey Neri se quedó clavado en el sitio, vestido todo de negro, las manos vacías intentando estúpidamente protegerse los ojos.

—Tengo un arma, imbécil —le dijo Martelli desde la trinchera de oscuridad tras la que se había ocultado—. Una escopeta. ¿Quieres ver cómo la uso?

Mickey dio media vuelta, dispuesto a huir y Martelli cargó ruidosamente el arma con uno de los cuatro cartuchos que tenía.

—Siéntate, hijo —se burló—. Déjame verte.

Mickey Neri entró despacio en la habitación y se desplomó en la silla que le había indicado.

—Mickey —suspiró—. Te envía tu padre, ¿verdad?

—Sí —contestó, y Martelli percibió un desprecio patético bajo el miedo—. ¿Nos conocemos?

—Hace mucho tiempo. Cuando andábamos todos metidos en cosas que deberían estar muertas y enterradas. Me ofende que no te acuerdes. Recuerdo que… —Martelli empezó a toser irremediablemente, y el ataque continuó hasta que consiguió controlar las flemas—. Recuerdo que cuando os entregué a mi hija sin saber verdaderamente lo que iba a pasar, tú fuiste de los que quiso probar la mercancía.

—Como has dicho antes, hace mucho tiempo —contestó, arrugando la cara en un esfuerzo por recordar—, mucha gente confunde los recuerdos de lo que ocurrió entonces.

—Yo no.

Mickey asintió. Miraba abiertamente a Martelli, y este le había leído el pensamiento. Se estaba preguntando hasta qué punto estaba enfermo.

—Yo recuerdo perfectamente que usted no rechazó lo que se le ofreció a cambio, señor Martelli. Es más, recuerdo que usted tampoco lo pasó mal. Todos los viejos… todos queríais meterla en algo fresco y joven. Teníais tantas ganas como los demás.

Martelli hizo un gesto con el arma y volvió a toser, pero no tanto como antes.

—Los jóvenes de ahora sois todos iguales. No respetáis nada.

Apretó el gatillo y disparó. La bala fue a incrustarse poco más o menos a un metro de un aterrorizado Mickey, arrancando un buen trozo de madera a la mesa del comedor. Toni Martelli empezó a contar. Estaban en un bloque de pisos. Alguien lo habría oído y llamaría a la policía.

—¡Estás loco, cabrón! Eres un…

—¡Cállate! Tu padre y yo hicimos un trato, del que imagino que tú no sabrás nada. Si sales vivo de aquí, todo queda olvidado contigo. Pero si cuando llegue la policía eres un trozo de carne tirado en la alfombra, soy yo quien gana. Maté a un cretino que entró a robar en mi casa, y me quité de encima a su hijito, haciéndole un favor a Emilio Neri, que me deberá una. ¿Qué te parece, Mickey? Tu padre debe estar muy cabreado contigo, ¿no? ¿Tú qué dices?

—¿Y tú te has creído todas esas gilipolleces? —gritó Mickey, aterrorizado, los ojos abiertos de par en par—. Porque, si es verdad lo que dices, estamos los dos muertos.

—Yo ya lo estoy, imbécil.

Martelli tosió, y siguió tosiendo, y de pronto sintió como si algo hubiese cobrado vida dentro de su cuerpo, como si el cáncer se hubiera asustado con tanto ruido y tanta violencia. Un dolor negro y extraordinario le subió desde el vientre, congelando la poca sensibilidad que le quedaba en la espalda, cegándole.

—Iiiiiiiii… —chilló, tambaleándose en la silla, intentando que no se le escurriera el arma que parecía haber cobrado vida propia.

Había morfina por alguna parte. Bárbara la guardaba por si acaso. No la había necesitado desde que ella murió. Algo parecía haber acabado con la punzante agonía con que la enfermedad le castigaba de vez en cuando, pero la tregua había sido sólo momentánea. El tormento había vuelto con fuerzas renovadas, empañándole la visión y nublándole el pensamiento.

No podía seguir soportándolo así que soltó la escopeta dejándola caer sobre sus piernas y con la mano libre, giró la silla tan rápido como pudo, buscando a tientas la munición que había dejado preparada. Consiguió meter dos cartuchos en la cámara y dos explosiones sacudieron la habitación. La primera destrozó la ventana que daba al jardín. El cristal roto dejó pasar el rugido que debía acompañar a alguna jugada del partido y que provenía de los salones de su mismo edificio. La segunda salió en dirección opuesta, hacia el lugar que ocupaba Mickey Neri, que se había tirado al suelo y buscaba protección.

El pensamiento se le aclaró un poco y el dolor disminuyó. La silla dejó de dar vueltas y aquel estúpido grito se le ahogó en la garganta. Entonces supo que había llegado el fin de un modo u otro. El ofrecimiento de Neri no tenía sentido. Un destino negro y omnipotente estaba cercándolo, y nada ni nadie podía protegerle.

Mickey Neri se arrastraba por el suelo. Martelli oyó sus aullidos desesperados y se preguntó si le habría herido de muerte.

—¿Oyes al conejito? —se burló—. ¿Qué le hace chillar? ¿El dolor, o saber que este es el fin? ¿Es que no tienes huevos, chaval?

—¡Viejo loco y cabrón! —masculló Mickey desde algún lugar que la visión disminuida de Martelli no lograba identificar—. Podría darte lo que quisieras. Los dos saldríamos de esta.

—Tú no tienes nada que yo pueda querer. Nadie tiene nada que me pueda servir ya.

Empuñó el rifle sabiendo que sólo le quedaba un cartucho y que tenía que acertar, porque si no lo hacía Mickey Neri saldría vivo de allí, y eso sí que sería un crimen.

Volvió a toser, y a toser, y a toser, hasta que el sonido de su propia respiración le taponó los oídos. Se estaba ahogando en su propia sangre sin saber por qué, preguntándose por qué los médicos no le habían dicho que el fin sería así. El arma seguía sobre sus piernas, pero no tenía fuerzas ni para tocarla. Y Mickey Neri había dejado de revolverse en el suelo. Es más, había salido de su escondite y le miraba esperanzado. El muy imbécil ni siquiera estaba herido.

—¿Pero qué demonios…? —intentó decir, pero no pudo porque tenía la boca llena de algo desconocido.

Y el dolor era distinto.

Miró la escopeta. Estaba cubierta de sangre. De su propia sangre. Se le salía del pecho y le resbalaba camisa abajo.

Quiso enfadarse. Quiso matar a alguien.

Una mujer entró por la puerta abierta y se acercó. Era una mujer delgada, con el pelo rojo y una cara que le hizo sentir miedo.

—¿Pero quién…?

Llevaba un arma en la mano y la empuñaba con decisión, como debía hacerse.

Mickey Neri se puso de rodillas y la miró como si la luz del mismo Dios brillara en sus ojos.

La mujer movió la cabeza y su pelo rojo se movió despacio. Parecía desilusionada.

—Se hace así —dijo, y acercándose a Toni Martelli sonrió brevemente, y mirándole a los ojos, le metió una bala en la cabeza.

sep

Trabajando con las manos un hombre sólo podía ir paso a paso. El ladrillo, el cristal y el cemento le destrozaban los dedos. Un polvo áspero y asfixiante le llenaba la boca y se le solidificaba en los ojos. Cada vez que Falcone y él intentaban apartar algo del cuerpo inconsciente y roto de Rachele D’Amato, un nuevo cascote parecía ocupar su lugar. La casa de Neri estaba perdiendo solidez, igual que el mundo. Su antigua estructura estaba a punto de venirse abajo, dejando en su vientre un enorme agujero. Apenas quedaba tiempo. Falcone estaba peleando con una vieja viga de madera que se había partido como un diente podrido y que Rachele tenía sobre el pecho. No conseguía desplazarla y a Peroni se le ocurrió que quizás fuese lo mejor. En aquella oscuridad era imposible saber qué parte del edificio dependía de qué otra para seguir en pie. Si quitaban la pieza equivocada, el frágil resto de pared podía precipitarse sobre ellos.

—Leo —le dijo, apoyando una mano en su brazo—. Esto es una locura. Igual lo que conseguimos es que se le venga toda la casa encima.

Pero el comisario seguía apartando cascotes.

—¡Leo! —le gritó, tirando de su hombro.

Falcone se detuvo. Parecía perdido. Nunca lo había visto así, y resultaba alarmante. Necesitaban que mantuviera la cabeza fría. Todo el departamento giraba a su alrededor. No había nadie más.

—El equipo de rescate ha llegado y ellos saben lo que hacen. Es su trabajo. Volvamos nosotros al nuestro, ¿eh?

El edificio estaba siendo rodeado de coches: camiones de bomberos con sus oficiales moviéndose despacio entre la carnicería, intentando evaluar cómo proceder; servicios de urgencia con sus chalecos amarillos preguntándose por dónde empezar.

—Respira —musitó Falcone—. Lo he visto.

Rachele D’Amato seguía viva por los pelos, y Peroni señaló las bolsas negras que varios hombres estaban colocando sobre algunos cuerpos.

—Ha tenido suerte. Tenemos por lo menos tres muertos.

Podía haber sido peor. Si los de antidisturbios hubiesen estado fuera de la furgoneta en lugar de dentro, por ejemplo. Si los de los medios se hubiesen quedado a ver en qué paraba todo aquello. Demasiado para calibrarlo en aquel momento. Había sido una carnicería premeditada a una escala que no había conocido nunca la ciudad, un asesinato deliberado y calculado.

Dos bomberos se acercaron, miraron a Rachele D’Amato y les gritaron que se quitaran de en medio.

—Intentábamos ayudar —les dijo Peroni.

—Muy amables —respondió uno de ellos mientras colocaba un equipo a su lado y pedía a voces una grúa portátil—. Ahora, déjennos trabajar.

Falcone cerró los ojos un instante, intentando contener la furia.

—Soy el oficial responsable de… —comenzó a decir, pero lo que vio en los ojos del bombero le hizo callar.

—Me importa un comino quién sea usted —espetó—. Estamos aquí para sacar a esta gente, y si se interpone en mi camino, que Dios le asista.

—Vale, está bien —respondió Peroni, y tiró suavemente de Falcone para apartarlo.

Los bomberos ni siquiera le habían oído. Estaban ya en el suelo, apartando con cuidado parte de los escombros mientras pedían a voces más equipo y médicos.

Falcone contemplaba la escena deshecho.

—Gianni, ¿tienes un cigarrillo? Estaba intentando dejar de fumar.

Peroni se sacudió algo el polvo de la chaqueta e hizo lo mismo con Falcone. Los dos estaban hechos un asco y ni siquiera se habían dado cuenta.

—Siempre voy bien provisto de cigarrillos. Por cierto, que me halaga que vuelvas a llamarme por mi nombre. Pensaba que nunca íbamos a volver a tutearnos.

Se alejaron lo suficiente del desastre para liberarse el humo y el polvo. Tres ambulancias más llegaron y patinaron sobre los adoquines al frenar. Más equipos de médicos y enfermeras salieron de los interiores iluminados con fluorescentes y se pusieron manos a la obra. Una corta comitiva de coches negros llegó después, y tanto Falcone como Peroni supieron lo que significaba: los peces gordos llegaban a hacer acto de presencia. Hombres de los servicios de seguridad, burócratas, la jerarquía de la día. Aquello había dejado de ser una investigación por asesinato. Rayaba en el terrorismo, de modo que el juego había pasado a llamarse de otro modo.

Con el brazo Peroni quitó algunos restos que habían caído sobre el capó de un Renault y se sentaron. Encendió un cigarrillo y se lo pasó a Falcone, y vio que le temblaban las manos. Este le dio un par de caladas y maldiciendo lo tiró al suelo.

—¿Sabes cuánto me cuesta un cigarrillo de estos? —protestó Peroni—. Soy el único de la Comisaría que los compra en el estanco. Nada de mercado negro, ni cosas así.

—Ya. Tú y tus originales ideas sobre la honradez. No lo entiendo. Y yo que pensaba que eras el único hombre de estupefacientes en el que podíamos confiar, para que luego vayas tú y lo eches todo a perder por una mujer. ¿Y para qué?

Peroni lo miró de soslayo. Falcone era un tío guapo, de un modo frío y duro, y aquella incapacidad suya para hablar de sus temores verdaderos, que eran en aquel caso su preocupación por Rachele D’Amato, era una rara debilidad en él, una debilidad que en cierto modo le hacía más humano.

—Era una mujer muy guapa, te recuerdo. Prostituta, eso sí, pero no debemos olvidar ningún detalle. La gente hace idioteces de vez en cuando, Leo. Todos tenemos el gen de la locura, aunque siempre intentamos convencernos de lo contrario. Te dices: no, el trabajo es más importante que lo demás. O el matrimonio. O los niños. Y te crees capaz de encerrar esos pensamientos en el fondo oscuro de tu mente, que es donde deben estar. Y lo consigues, al menos durante un tiempo, hasta que de repente, el día que menos te lo esperas, el gen loco se despierta y te das cuenta de que es absurdo luchar contra él porque resistirse sería todavía peor. Sería maltratarte a ti mismo. Pero creo que eso ya lo sabes tú.

Falcone miró el edificio derruido.

—Una bomba. No me lo puedo creer. ¿En qué mierda está pensando Neri?

—¿Crees que ha sido él? Tiene enemigos. El americano, por ejemplo.

Falcone miró compungido a los bomberos que seguían trabajado para liberar el cuerpo de Rachele.

—¿Por qué iban a poner una bomba en un edificio vacío? Nadie es tan estúpido. Neri sabía que íbamos a venir, y el muy animal nos dejó ese regalito para…

Estaba intentando analizar la situación y a Peroni no le hacía gracia verle lleno de dudas.

—No tiene sentido. Es como una declaración final, pero de esta no puede escaparse sobornando a algún político, o a algún policía.

Eso era cierto. Aquel era el fin de la carrera de Neri, lema que ser así. O, para ser más exactos, era el acto final que Neri había escogido para anunciar el cierre de sus actividades en Koma. Algo, los documentos al descubierto tras la muerte de su contable quizás, una amenaza desconocida para ellos, debía haberle convencido de que no había posibilidad de dar marcha atrás y de que tenía que huir, buscar un santuario anónimo en el que el Estado Italiano no pudiera tocarle.

Peroni pensó en el extraño cuerpo brillante y castaño que aguardaba en la morgue. Todo parecía conducir a aquel primer cadáver. Todo lo ocurrido manaba de su hallazgo y seguían sin tener ni idea de por qué, nada que pudiera explicar los demonios que habían escapado de la tierra una vez quedó a la luz del día aquella fosa de Fiumicino.

Falcone se volvió de pronto a mirarle sin pestañear, como si quisiera advertirle de que no pretendiera mentirle.

—Dime la verdad: ¿crees que este caso me sobrepasa? ¿Que se me está escapando?

—¿Qué? —Peroni lo miró casi sin saber qué decir—. ¿Desde cuándo tienes que ser tú un superhombre? Este caso es demasiado para todos nosotros. El mundo… —hizo un gesto con la mano señalando la escena que tenían ante sí—, se ha vuelto loco. No sólo el bastardo de Neri.

Se oyó un crujido que provenía de la casa. La pequeña grúa que habían hecho venir para liberar a Rachele había empezado a funcionar. Los bomberos se gritaban los unos a los otros, las vigas se movían y las paredes empezaban a ceder. Había más luz en la escena. Era la luz descarnada e implacable de la televisión. Las cámaras habían vuelto para ver lo que se suponía que debían haber presenciado desde un principio.

Falcone se levantó y volvió a sacudirse el polvo. Peroni le imitó.

—Leo —le dijo, poniéndole la mano en el brazo—, no puedes hacer nada. Esté como esté, tú no vas a poder ayudarla, y si se despierta y te encuentra junto a su cama como si fueras un marido deshecho, le va a dar un pasmo.

—¿Ah, sí? —le preguntó con frialdad—. ¿Tan bien la conoces como para decir eso?

—Sé que está casada con su trabajo, igual que tú. Y cuando se despierte lo primero que va a preguntar es qué has hecho para cazar a los hijos de perra que han montado todo esto. Tú ofrécele un ramo de flores y verás cómo te lo tira a la cara.

Falcone lo miró pensativo y Peroni se preguntó si no lo habría interpretado todo mal.

—¿De verdad crees que se trata de eso, Gianni? ¿De una historia de pareja?

—No sé…

—Sale con alguien. Ella misma me lo dijo.

—Venga ya. ¿De verdad te parece que está saliendo con alguien? Lo que yo creo es que está jugando contigo, Leo. Las mujeres son así.

—Quién sabe.

Su atención estaba centrada en una reunión improvisada que estaba teniendo lugar al otro lado de la calle. Los hombres que habían acudido en coches negros estaban hablando al lado del lugar de la deflagración. Debería acercarse, responder a sus preguntas, intentar satisfacerlos.

Peroni suspiró.

—Por amor de Dios, Leo. Precisamente en momentos como este es cuando la gente se vuelve a mirarte, y si te encuentran hecho un mar de dudas, ¿cómo van a ser capaces de seguir adelante? Ten… —encendió un cigarrillo y se lo ofreció. Falcone lo aceptó de mala gana—. Escúchame, por favor, que mi cabezota de policía no tiene ni idea de lo que está pasando aquí. La gente se ha vuelto loca hoy. ¿De dónde ha salido tanto chiflado, Leo? ¿Y para qué? ¿Quién les ha dado rienda suelta?

Falcone se rascó la barbilla y no dijo nada.

—Bien —respondió Peroni—. Eso es indicativo de actividad cerebral. Vamos, ofréceme alguna respuesta.

Falcone movió apesadumbrado la cabeza y tiró el cigarrillo.

—Me estás costando una pasta hoy, tío —protestó Peroni Vale, vamos a cambiar de tema. A ver, puedes echarme la bronca si quieres, que voy a darte motivo. Hace un rato, pero no puedo decirte exactamente cuándo, Costa se ha ido solo a comprobar esa historia de la chica rubia que han visto en Cerchi. No quería ir… bueno, en el fondo sí, pero no quería que se le notara, así que le dije que se largara. ¿Quién sabe? En cualquier caso, le he dado una orden, así que ya puedes patearme el trasero.

Hubo una chispa de interés en la cara de Falcone, y Peroni se alegró.

—¿Qué habían dicho? ¿Sólo que era una chica rubia que se parecía a Suzi Julius?

—Nada más. Antes de que ocurriera todo esto, tú dijiste que te parecía interesante, o eso creo.

—Y lo era. Lo es —miraba hacia el otro lado de la calle. La cabeza le había vuelto a funcionar—. O quizás…

—¿Quizás qué?

El Falcone de siempre empezaba a resurgir. Y los hombres de negro habían empezado a mirar a su alrededor preguntándose por qué nadie había reconocido su presencia.

—Ya no voy a darte más la lata, Leo. O te espabilas y vuelves a ser tú, o alguien va a volver a mandarte de vacaciones y a poner en tu lugar a algún imbécil que te mantenga caliente el asiento.

—Vale, vale. Puede que se trate de lo que Rachele llevaba todo el tiempo advirtiendo que podría ocurrir: una guerra. Y de alguna manera, puede que Suzi Julius… —hizo un gesto con la mano hacia el otro lado de la calle— y toda esta gente no sean más que… ¿cómo lo llaman? Eh… Daños colaterales. Cuerpos atrapados en el fuego cruzado. Es una guerra. Neri contra Wallis. O Neri contra nosotros, contra el mundo, contra todo. No lo sé.

Peroni no parecía convencido.

—¿Y no es necesario que haya un detonante para que estalle la guerra?

—La chica. La hija adoptiva de Wallis. Neri o su hijo quizás le hicieron algo por lo que Wallis quiere cobrarse venganza. Pero Neri ha decidido dar el primer paso contra todos nosotros.

—Desde luego hay que reconocer que vivís en un universo muy complicado. ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—No he llegado. Ni siquiera he recorrido la mitad del camino.

—¿Y qué hacemos? ¿Qué se supone que hace la policía en una guerra?

—¿Tenemos hombres en casa de Wallis?

—No. La DIA se encargaba de eso, ¿recuerdas?

—Ya —asintió pensativo—. ¿Te acuerdas de lo que dijo Wallis?

—De todas sus palabras, pero refréscame la memoria.

—«La guerra es el estado natural de la humanidad».

—Chorradas. El letargo es el estado natural de la humanidad. ¡Fíjate en esto! ¿Qué tiene de natural?

—Nada, o todo, si se tiene ese gen loco del que hablas —respondió, consultando el reloj—. Estamos interpretando mal todo esto, Gianni. Nos empeñamos en racionalizar algo que no es racional.

—¿Ves? —exclamó Peroni, dándole una palmada en la espalda—. ¡Todavía eres capaz de hablar como el Leo de siempre si te pones a ello! Vamos a hacer de policías de una vez, ¿vale? Este no es lugar para nosotros. Ya llamarás al hospital más tarde, que tenemos trabajo. Además… —añadió, señalando a los hombres de la acera de enfrente, que daban la impresión de estarse cabreando y mucho—, me parece que te esperan.

Falcone asintió y se acercó a hablar con ellos mientras Peroni se quedaba sentado en el capó del coche y encendía otro cigarrillo intentando encontrarle sentido a lo que acababa de escuchar. La voz del comisario le llegó en la oscuridad. Estaba discutiendo con aquellos tipos, defendiendo su postura, su territorio, lo cual le pareció música celestial. En realidad, y a su manera, a Falcone le importaba todo un comino, y eso era lo que le hacía único, insustituible; era la razón por la que sus hombres lo seguirían al mismísimo infierno, aunque la mitad de las veces no pudieran soportarle.

A la áspera luz artificial de los focos de la televisión, vio salir una camilla de entre el caos. Unos cuantos hombres llevaban a Rachele D’Amato a una ambulancia, uno de ellos con una botella de suero en la mano. Apenas se distinguía su cara, pero le bastó para ver que estaba inconsciente. En realidad lo que parecía era muerta. Recordó lo que Falcone había dicho y la impresión que había sentido él de que no eran celos sino curiosidad lo que se escondía tras su interés. A él desde luego no le parecía que estuviera saliendo con alguien, sino que simplemente pretendía hacerle llegar a Leo el mensaje de que mantuviera las distancias. Nada más. Era la forma de ser de Leo lo que le impedía darse cuenta.

Falcone también estaba mirando la camilla en aquel momento, y le oyó maldecir en voz baja antes de acercarse a la puerta de la ambulancia.

Peroni se acercó también.

—Está en buenas manos.

—Lo sé —le respondió, pero pudo ver que su pensamiento estaba ya en otro sitio.

—¿Qué te han dicho?

Falcone clavó sus ojos grises en él y no respondió.

—Vale, vale. Ya me meto la lengua donde me quepa.

—No importa lo que hayan dicho —dijo de pronto y frunciendo el ceño cuando los hombres de negro volvían a los coches—. Quiero encontrar a esa chica. ¿Has sabido algo de Costa?

—Todavía no.

—Llámalo.

Y Peroni llamó. Y llamó otra vez, y otra más, y entre que nadie contestaba, la inseguridad de Falcone y su propia confusión, se iba cabreando por momentos. Luego decidió llamar al centro de control para preguntar si Nic Costa había dado señales de vida.

La mujer que le contestó no podía creerse que la llamara para eso.

—¿Sabe lo que ha pasado esta noche en el centro, inspector? Han explotado varias bombas, ha habido un tiroteo en San Giovanni, ¿y quiere que me ponga a buscar el bar en que se haya metido su compañero?

—¡Costa no bebe! —espetó.

Aunque quizás en aquel momento lo podía estar haciendo. Es más, todos deberían hacerlo. A lo mejor la realidad cobraba sentido viéndola a través del velo rojo de un buen vino.

—Ya, claro. Igual está en el ensayo del coro.

La llamada se cortó y Gianni seguía sin saber qué hacer, pero un instante después, repasando mentalmente lo que le había dicho la telefonista, comenzó a ver algo de luz.

—Mierda…

—¿Dónde demonios se ha metido? —preguntó despegando los ojos de la ambulancia que se alejaba calle abajo, sirenas y luces encendidas.

—No lo sé, pero hay problemas en San Giovanni. ¿Te dice algo ese nombre?

sep

La calle Cerchi se extendía bajo el saliente de la colina Palatina, desde la roca Tarpeya que queda detrás del Capitolio hasta la moderna y transitada calle de San Gregorio, que conduce al Coliseo. Nic Costa había aparcado junto al espacio abierto que una vez fue el Circo Máximo. Ojalá la información que les habían dado por teléfono le hubiera conducido a alguna otra parte. Aquella zona, de noche, era refugio de toda clase de vagabundos y camellos que se ocultaban en las oscuras esquinas donde las autoridades no podían verlos.

Había estado en las cinco localizaciones que los documentos de Regina Morrison le habían sugerido como posibles centros de trabajo de Randolph Kirk. Eran lugares complejos, con entradas múltiples y no todas fáciles de encontrar. Le había costado tiempo revisarlas, pero todas ellas parecían cerradas tiempo atrás, abandonadas definitivamente. Una vez allí, le había mostrado la foto de Suzi a unos cuantos drogatas, pero la mayoría estaban demasiado asustados o demasiado drogados para responder algo con sentido, y los pocos que estaban medianamente bien no habían querido ayudar a un policía solitario en aquellos andurriales. Peroni tenía razón: Cerchi era una calle demasiado larga.

Pensó en su compañero y en el resto del equipo que tan cerca habían estado de la explosión de la casa de Neri. Se sentía mal por dejarles, pero Peroni había insistido mucho. Un par de manos más o menos no se iba a notar mientras que Suzi Julius seguía necesitando su ayuda. La verdad es que la habían desatendido, y Miranda lo sabía tan bien como ellos. Esa certeza brillaba en sus ojos de mirada inteligente y perspicaz. Y era una desatención difícil de rectificar.

¿Y qué vas a hacer tú?, le preguntó una voz interior. Irme a casa —contestó—. Dormir.

Verdaderamente estaba agotado, y sería maravilloso dejarse caer en la hermosa cama de matrimonio que le esperaba en el viejo caserío de la Via Appia, arrullado por las voces fantasmales que llegaban desde el corredor. Aquella idea le hizo recordar lo importante que era para él la familia, el núcleo cerrado y casi perfecto que le protegía de la crueldad del mundo.

Incluso siendo una familia destrozada por la tragedia.

La muerte prematura de su padre seguía angustiándole. Era un sufrimiento que no le desearía a nadie. Miró el reloj. Casi las doce de la noche. Si estaban en lo cierto, dieciséis años atrás Eleanor Jamieson había sido aniquilada, víctima de una oscura ceremonia en la que habían participado… ¿quién, en realidad? ¿La familia de un delincuente romano? ¿Un puñado de ruines parásitos en busca de juerga que no sabían que las cámaras de Neri estaban filmando sus correrías? Suzi Julius podía enfrentarse a un destino similar durante las próximas veinticuatro horas, simplemente por mala suerte, por tener un determinado físico, por haber tomado la calle equivocada en el momento equivocado. Y nadie tenía la más mínima idea de dónde podía estar. Neri y su hijo habían desaparecido dejando una estela de sangre y destrucción, y Vergil Wallis, al menos en aquella ocasión, parecía ser ajeno al juego. No tenían ninguna pista. Sólo caos, anarquía y violencia.

Miró por última vez a su alrededor y se fijó en una zona de sombra que había un poco más adelante, a unos veinte metros más o menos. Le había dado la impresión de que alguien se había movido allí, desapareciendo después bajo la gran colina Palatina. Una cabellera rubia había desaparecido en la oscuridad, seguida de una forma masculina. Podría tratarse simplemente de una pareja de amantes en el instante robado al día que tanto habían estado esperando.

Se cercioró de que la Beretta estaba en su sitio bajo la chaqueta y caminó hacia la sombra con el oído atento a los ruidos de la noche: el zureo de las palomas adormecidas, el runrún del tráfico que pasaba y el correteo de las ratas entre las piedras derrumbadas que quedaban al pie de los restos de los palacios imperiales.

sep

Una voz a lo lejos, vagamente femenina y en tono de súplica, salió de la entrada cavernosa de la cueva, más visible por la luz amarilla y brillante que habían encendido dentro.

Nic Costa sacó el móvil y miró la pantalla, aunque ya sabía lo que iba a ver. Estaba directamente bajo la pared de roca de la colina, y la señal iba a verse bloqueada por la piedra. Lo más razonable sería alejarse unos metros hacia el centro de la calle, contactar con Falcone y pedir ayuda, pero no podía perder el contacto con la chica. Además, tampoco podía descartar del todo el que se tratara de una pareja de amantes. No le gustaba hacerse el héroe, pero en aquella ocasión no había alternativa, de modo que fundiéndose con la oscuridad y pegando la espalda a la pared de roca, avanzó en dirección a la luz, hacia el sonido que era el de la voz de un hombre que hablaba tan bajo que no consiguió entender lo que decía.

Seguir el sonido allí dentro no era tarea fácil, ya que aquel lugar era una red de cámaras someramente iluminadas, intercomunicadas y dispuestas como en cadena desde la entrada, que debía ser una de las muchas que había en la roca a modo de ratoneras gigantes. Aquella cueva debería haber figurado en la lista de Randolph Kirk. Quizás lo estaba y Regina Morrison no había oído hablar del lugar. O quizás, si se trataba del enclave más íntimo de Kirk, su altar de los altares, lo mantenía en secreto.

Pasó por delante de cuatro pequeñas cámaras, todas ellas apenas iluminadas por una bombilla que pendía directamente de un cable sujeto al techo, igual que en Ostia. Había visto cuatro más que se perdían en la oscuridad del otro lado. Aquel lugar era un laberinto subterráneo, un dédalo excavado en roca viva. Ojalá hubiera esperado la llegada de los refuerzos, y ojalá pudiera oír lo que decía aquel hombre.

Intentó imaginar lo que tenía ante sí, pero era imposible. Cada vez que le parecía que se acercaba a la voz, llegaba a una esquina y se encontraba con la negrura más impenetrable, de tal modo que poco después ya no era capaz de discernir si avanzaba o si retrocedía. Las piernas le pesaban como si fueran de plomo y le dolía la cabeza. Incluso llegó a tropezarse en más de una ocasión, con el ruido consiguiente, y las voces parecían entonces virar en torno a él, propagándose en todas direcciones.

Llegó ante un hueco de escasa altura y al entrar se vio deslumbrado por la intensidad de lo que encontró.

Tres bombillas desnudas colgaban del techo como si fueran tres soles amarillos. En las paredes de piedra, por todas partes, solapándose unas con otras, había fotografías en color, todas ellas de dos únicos rostros en las mismas dos tomas: Suzi Julius, feliz y sonriente, con su melena rubia cayéndole en torno a la cara, y Eleanor Jamieson, en una foto algo deslustrada por los años pero aún con un sorprendente parecido a Suzi. Podrían ser hermanas. No era de extrañar que al verla, Kirk hubiese empezado a recordar.

Giró sobre sus talones. Aquel lugar le mareaba y no supo dónde mirar ni hacia dónde ir. Instintivamente se palpó el arma.

—Dios mío —musitó una voz femenina y asustada que le llegó como flotando, pero que pronto quedó reemplazada por el sonido que producía algo que cortaba el aire.

Nic Costa sintió un dolor de agonía en la parte de atrás de la cabeza y se dio cuenta de que caía, aún aturdido por la intensidad de lo que había visto en aquella habitación. Luego, oscuridad.