Teresa Lupo estaba junto al cadáver que reposaba en un ángulo extraño sobre la brillante superficie de acero de la mesa de la morgue. Era una profesional que siempre parecía ser dueña de los cuerpos que estudiaba, pero especialmente en aquel caso. Y además se la veía enormemente complacida. Habían pasado ya dos semanas del descubrimiento del cadáver hecho por Nic Costa y Gianni Peroni en el lecho del Tiber, a un par de kilómetros de la playa de Ostia, custodiado por aquellos dos norteamericanos que no dejaban de gritar. Bobby y Lianne Dexter habían vuelto a Washington y se peleaban ya, con el consejo de sus abogados, por quién se quedaba la custodia de los gatos tras el divorcio. Se sentían afortunados por haber escapado de Europa sin cargos (lo cual, en opinión de Lianne, demostraba qué clase de gente había allí). Mientras tanto, Costa y Peroni no es que fueran ya un equipo, pero sí de alguna manera habían conseguido ser compañeros que podían pasar el día y terminarlo con la sensación del deber cumplido y la promesa de que aquella relación tan artificial terminaría pronto.
La prensa internacional se había hecho eco del hallazgo del cadáver; incluso se las habían arreglado para hacerse con una fotografía en la que se veía aquel rostro sereno y yerto que había salido de debajo de la tierra contaminada. Era todo un misterio. Nadie sabía su edad exacta, ni si la chica había muerto por causas naturales o si había sido asesinada. En algunos de los periódicos más sensacionalistas de Italia se especulaba con teorías varias, como por ejemplo la de que en algunas culturas antiguas se asesinaba a los seguidores de cierto culto que no pasaban una determinada prueba de acceso.
Pero Nic Costa no había prestado atención a nada de todo aquello. Era absurdo especular antes de que Teresa Lupo hubiera emitido su juicio, y al parecer, ya había llegado a una conclusión. A las diez de la mañana los había citado en la morgue. A las doce, Teresa comparecería en rueda de prensa para hablar de sus hallazgos, y el hecho de que hubiera organizado todo aquello por su cuenta, sin contar antes con el permiso de Leo Falcone, resultaba revelador. Significaba que no había investigación criminal abierta. Peroni y él habían sido invitados por pura cortesía, y puesto que habían encontrado ellos el cadáver, se merecían conocer sus secretos. Pero Nic hubiera preferido haber quedado al margen. Estaba empezando a recuperar el gusto por su trabajo, por la sensación de que podía ser bueno en él, y si aquel era un caso cerrado, prefería estar en otro sitio, ocupándose de algo que mereciera la pena.
Los tres, Falcone, Peroni y Costa, estaban sentados en un banco frío y duro viéndola hacer algunas observaciones de última hora. Parecía algo nerviosa. Aquello era un ensayo general, un repaso previo a la conferencia de prensa que iba a formar parte de su vuelta a la vida policial después de haber jurado no volver jamás. Teresa Lupo había dejado brevemente su trabajo tras el caso Denney. Estaba muy unida a Luca Rossi y había sentido el dolor de su muerte más que nadie en la comisaría. Más quizás que el propio Nic Costa, su compañero, y desde luego bastante más que Leo Falcone, quien a pesar de haber sufrido por la pérdida de uno de sus hombres, estaba demasiado obsesionado con el trabajo como para dejarse distraer por nada durante mucho tiempo.
El dolor la había apartado del cuerpo, y el mismo dolor la había empujado de nuevo a su seno. Estaba enganchada como todos ellos. Era incapaz de quedarse fuera. Le gustaba conocer a sus clientes, como ella los llamaba, intentar comprender sus vidas y lo que les había empujado a quedar a merced de su bisturí. Desentrañar esos misterios la llenaba, y estaba empezando a mostrarlo abiertamente. El peso que soportaba sobre los hombros había disminuido, pensaba Costa. La cola de caballo que llevaba antes había desaparecido y ahora lucía su cabello negro mucho más corto, peinado de modo que disimulara su cuello de descargador de muelles. Tenía una cara grande y expresiva, y unos ojos saltones de color azul y mirada inquieta. Había algo obsesivo en ella, algo que espantaba a los hombres que intentaban acercársele. Quizás precisamente por eso Teresa era la patóloga que todos los policías querían tener de su parte, por enérgico que fuera su carácter y afilada que resultara su lengua.
—Diez años. Veinte a lo sumo —sugirió Peroni—. Pero claro, ¿cómo voy a saberlo yo, si soy sólo un poli degradado? Si cometo errores la responsabilidad es tuya, Leo. Estoy acostumbrado a lidiar con gente que sé desde el principio que es culpable, y estas historias no son lo mío.
—¿Cómo dices? —contestó Falcone, llevándose la mano al oído.
—Señor —se corrigió Peroni mansamente—. Es usted quien tiene la responsabilidad, señor.
Falcone estaba allí sentado con su traje gris como recién sacado de la tienda, acariciándose pensativo la barbita plateada y puntiaguda, mirando el cadáver. Había vuelto de sus vacaciones el día anterior y lucía un intenso bronceado en la cara y en su calva. Estaba casi del color del cadáver de la mesa, y parecía a kilómetros de allí. A lo mejor tenía la cabeza en la playa, o dondequiera que fuese de vacaciones. A lo mejor se había puesto a disposición del cuerpo por la epidemia de gripe que estaba diezmando la ciudad. La gente faltaba al trabajo a montones y aquella mañana la comisaría tenía tantas mesas vacías que parecía Navidad.
Teresa sonreía. Peroni había dicho exactamente lo que ella quería oír.
—Una sugerencia razonable, incluso para venir de un poli degradado. ¿Y puedes decirme en qué te basas?
—Mírala —contestó Peroni señalando la mesa—. Está hecha una pena, pero no huele demasiado mal. No hay nada pudriéndose ahora mismo. Estoy seguro de que has visto cosas mucho peores. Olido cosas mucho peores.
Ella asintió.
—El olor es del tratamiento. Lleva en la ducha desde que llegó. Quince por ciento de polietileno glicol en agua destilada. He investigado mucho este caso: he buscado en libros, hablado con gente, incluso estoy en contacto con algunos académicos en Inglaterra por correo electrónico que saben exactamente qué hacer con un cuerpo en este estado. Dentro de unas diez semanas poco más o menos, puede que necesitemos secarla en el congelador para terminar el trabajo en condiciones.
—¿No habrá que enterrarla? —sugirió Costa—. Eso es lo que se hace con los muertos, ¿no?
Teresa enarcó las cejas.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Crees que la universidad iba a permitirlo?
—¿Y desde cuándo esta chica les pertenece? Tenga la edad que tenga, es un ser humano. Si no se va a derivar una investigación criminal, ¿cuál es el problema? ¿Cuándo se transforma un cadáver en un espécimen, y quién lo decide?
—Yo —replicó Falcone, como si le hubieran arrancado de su sueño de golpe. Costa lo miró con atención. Algo raro estaba pasando. Falcone no era el de siempre. No parecía tan frío ni tan distante como era habitual en él, sino más bien melancólico, lo cual era una rareza en una persona en la que era imposible discernir una sola emoción humana. ¿Con quién habría estado de vacaciones? El matrimonio del inspector había terminado hacía años. De vez en cuando circulaban rumores por la comisaría de que tenía relaciones esporádicas, pero no pasaban de ser rumores. Cuando Leo Falcone estaba en la Comisaría, no existía nada que no fuera el trabajo. Cuando salía de allí, abandonaba el cuerpo por completo. Nunca se mezclaba con los compañeros, ni quería que lo invitasen a cenar. A lo mejor el inspector, siempre tan sereno y displicente en lo que respectaba a la vida de los demás, no poseía el control de la suya propia. A lo mejor se había ido de vacaciones solo para tumbarse en una playa soleada a leer un libro como un eremita, a dejar que el sol lo tostara y hacerse aún más introvertido.
—Escuchadme —dijo Teresa—. Os prometo aclararlo todo. Así que un par de décadas, ¿eh? No está mal, pero andas un poco despistado. Así como unos dos mil años, más o menos.
Peroni se rio quedamente.
—Alguien ha estado dándole al canuto aquí, Leo. Perdón, señor.
—Ten paciencia —le advirtió Teresa, señalándole con un dedo—. No puedo ser precisa aún, pero podré daros algo bastante exacto dentro de muy poco. Este cuerpo ha estado en una turbera todo ese tiempo. Desde el momento mismo en que metes un cuerpo en esa clase de barro, empieza a momificarse. Es una especie de mezcla entre la momificación y el bronceado, de consecuencias impredecibles. Además, hay que contar con la acción de los vertidos industriales que van a parar a esa zona y que quién sabe qué efecto tienen. En el cuerpo hay partes duras como la madera y otras blandas, casi flexibles. Ni siquiera he contemplado la posibilidad de hacer una autopsia convencional por razones que pronto os resultarán evidentes, así que Dios sabe en qué estado estará por dentro. Pero tengo una fecha. La turba prácticamente inutiliza la técnica del carbono, y aunque no voy a daros detalles técnicos, os diré que el ácido que hay en el agua destruye cualquier cosa que pudiéramos utilizar en la técnica del carbono. No obstante, podemos intentar otras cosas como por ejemplo investigar su colesterol, que es prácticamente inmune a la inmersión. Pero en este momento estoy trabajando con un material orgánico extraído de la tierra que tiene bajo las uñas. Y ese material data del año 50 al 230 de nuestra era.
Los tres la miraron en silencio.
—¿En serio es posible algo así? —preguntó Falcone al final.
Teresa se acercó a su mesa y abrió un sobre grande y marrón que tenía junto al ordenador.
—Por supuesto. No es nada nuevo. Los arqueólogos tienen un término acuñado para este tipo de hallazgos: las momias de los pantanos. Llevaban siglos en esos lugares, pero nadie supo de ellas hasta que se empezó a extraer la turba de los pantanos para utilizarla en jardinería. El área que queda detrás de Fiumicino no era lo suficientemente extensa para que mereciera la pena su comercialización. Y os recuerdo que este invierno ha llovido mucho. Quizás la lluvia haya arrastrado parte de la tierra de la superficie y eso haya contribuido a su descubrimiento.
Se acercó a ellos y les entregó varias fotografías. Eran cuerpos marrones, algunos en posturas que indicaban haber sufrido violencia, otros medio ahogados medio momificados, todos ellos algo más exagerados que el que tenían sobre la mesa, pero todos de similitudes reconocibles.
—Fijaos en este —dijo, señalando la primera fotografía. Era la cabeza de un hombre que parecía haberse vuelto de cuero. Sus facciones estaban casi intactas y su rostro poseía una expresión llena de serenidad, con los ojos cerrados como si durmiera. Llevaba una especie de capa basta de piel en la que aún se podían apreciar las puntadas de las costuras—. Es el Hombre de Tollund, Dinamarca. Fue encontrado en 1950. Que no nos engañe su expresión, porque le ahorcaron. Fue ejecutado por alguna razón. Se le sometió a la prueba del carbono, que dictaminó que su muerte acaeció hace unos dos mil años. Y este…
En la siguiente fotografía aparecía un cuerpo entero: se trataba de un hombre reclinado en una especie de roca. Los signos de violencia eran más evidentes en aquella ocasión. Tenía el cuello en un ángulo imposible y era pelirrojo.
—El hombre de Grauballe, también en Dinamarca. El descubrimiento tuvo lugar cerca del otro, pero la momia es todavía más antigua, del tercer siglo antes de Cristo. A este le habían degollado. Se encontraron también restos de un hongo del centeno llamado ergot u hongo mágico en su estómago. No es fácil recrear lo que pudo pasar, pero en todas estas momias hay una característica común: su muerte fue violenta, quizás como parte de algún ritual. En casi todas se han encontrado restos de narcóticos. Mirad…
Fue mostrándoles más y más fotos. Algunas de las momias aparecían en posturas que denotaban haber sufrido algún tipo de violencia, una postura que cualquier policía que hubiese estado presente en la escena de un crimen reconocía a la perfección.
—La niña de Yde, en Holanda, apuñalada y estrangulada. Tenía unos dieciséis años. El hombre de Lindow, en Inglaterra. Apaleado, estrangulado y arrojado a los pantanos. El hombre de Daetgen, en Alemania, apaleado, apuñalado y decapitado. La mujer de Borremose, en Dinamarca, con el rostro desfigurado por un martillo o un pico. Todos ellos pertenecían a sociedades primitivas paganas y agrarias. Quizás hicieron algo mal, o puede que se tratara de sacrificios rituales. Los pantanos tenían a veces un significado espiritual para esas tribus. Puede que fueran ofrendas al Dios de las aguas. No sé.
Falcone dejó las fotos. No parecían interesarle.
—No me importa lo que pasara en Dinamarca hace un par de miles de años. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Cómo murió esa chica?
—Mire, jefe —respondió con aspereza—. Nuestros recursos son limitados. Como ha dicho Nic, ¿cuándo pasamos de tener un cadáver a tener un espécimen? Este cuerpo es muy antiguo, y yo soy patóloga criminalista, no historiadora. Hay gente que puede hacer una autopsia completa, porque no es trabajo para nosotros.
—¿Cómo murió? —repitió Falcone.
Ella se volvió a mirar la cara de la chica, yerta y apergaminada.
Teresa Lupo siempre sentía compasión por sus clientes, aunque hubieran expirado miles de años atrás.
—Como todos los demás: violentamente. ¿Es eso lo que quería saber?
—Normalmente es lo primero que necesitamos saber —replicó Falcone.
—Normalmente —corroboró ella, y luego señaló al cadáver sobre la superficie reluciente de la mesa—. ¿Y esto le parece normal?
A veces mantener abierta la casa de la Via Giulia le parecía una estupidez. Emilio Neri había adquirido la propiedad hacía ya treinta años en pago de la deuda de un banquero demasiado aficionado al juego. Neri, que entonces era un capo emergente en el mundo del hampa de Roma, había accedido de mala gana a quedársela en propiedad, porque en realidad habría preferido llevarse a aquel imbécil a un lugar discreto, sacarle los ojos y tirarlo después en alguna cuneta. Pero todo había ocurrido en un tiempo en el que no era libre para tomar decisiones. Tendrían que pasar aún diez años para que adquiriera el derecho a tener nombre propio y a decidir las ejecuciones, así como para llevarse su porcentaje de cada transacción que se registrara en los libros de la familia. Para entonces el banquero había recuperado ya su prestigio y no había vuelto a cometer la torpeza de deberle un céntimo, todo ello para fastidio de Neri.
En los años setenta la Via Giulia era todavía una zona habitada sólo por romanos, y no la lujosa calle para extranjeros ricos y anticuarios en que se convertiría más tarde. La calle había sido trazada por Bramante para el papa Julio II en el siglo dieciséis y discurría en paralelo al río, algo más baja que la transitada vía del margen del río, y originalmente se había pretendido que fuera una suntuosa entrada al Vaticano por el puente de acceso a Castel Sant’Angelo. El mercado de Campo dei Fiori quedaba a un par de minutos andando, el Trastevere a un minuto más cruzando por el puente peatonal de Ponte Sisto, construido en la edad media. En los atardeceres de verano Neri solía dar un paseo por ese trayecto haciendo una pausa en el centro del puente para contemplar el cauce del río y la impresionante cúpula iluminada por los últimos rayos del sol de San Pedro. No es que fuera hombre dado a contemplar paisajes, pero aquella vista le complacía especialmente. Quizás fuera esa la razón de que aún no se hubiera desprendido de la casa, aunque ahora podía permitirse comprar la propiedad que se le antojara en Roma y estaba empezando a adquirir un patrimonio que incluía casas en Nueva York, Toscana, Colombia y dos casas de campo en su Sicilia natal.
El paseo por el Trastevere le hizo perder un poco la noción de sí mismo. Los restaurantes de aquellas calles eran buenos, algo a lo que él era incapaz de resistirse. Hasta cumplir los cincuenta se había mantenido en bastante buena forma. Era un hombre corpulento, fornido y musculoso que podía imponer su voluntad por la fuerza o la violencia bruta si era necesario. Pero eso duró hasta que la comida y la bebida le hicieron pagar su precio. Ahora, con sesenta y cinco años, pesaba demasiado. A veces se miraba en el espejo y se preguntaba si podía hacer algo, pero le bastaba con recordarse quién era para convencerse de que su físico carecía de importancia. Tenía todo el dinero que un hombre podía desear y una esposa joven y hermosa dispuesta siempre a complacerle y que además sabía que le convenía mirar hacia otro lado si a él se le antojaba alguna distracción ocasional.
Estaba gordo, sí. Roncaba de vez en cuando y tenía una halitosis que le obligaba a masticar caramelos de menta casi con la misma rapidez con la que algunos de sus esbirros consumían cigarrillos. ¿Y a quién le importaba? Él era Emilio Neri, un nombre respetado en Roma y fuera de ella. Tenía influencias. El dinero entraba constantemente en sus cuentas de paraísos fiscales, procedente de la prostitución, la droga, el blanqueo de dinero, las armas e inversiones de dudosa legitimidad. No tenía que preocuparse ni de su físico, ni de su olor. Que se preocuparan los demás.
En aquella vida muelle y acomodada sólo había una pequeña desazón, que para pesar de Neri, vivía en el piso de abajo, encima del que ocupaban las seis personas de servicio que empleaba sólo para que llenaran el espacio vacío y limpiaran las cosas antes de que tan siquiera se hubieran ensuciado. Adela y él ocupaban los dos últimos pisos de la casa junto con su inmensa terraza, mientras que su único hijo, ocupaba desde hacía unos meses el piso inmediatamente inferior. Mickey había vuelto a casa después de tres años de vivir en Norteamérica y de tocarles las narices a los amigos que su padre tenía allí. De todos modos era un arreglo temporal. Neri quería tenerle controlado para asegurarse de que no volvía a meterse en lío de drogas. Una vez hubiera encontrado su equilibrio, volvería a dejarle suelto. Quizás le buscase un apartamento en algún otro barrio de Roma, o puede que lo enviara a Sicilia; allí su familia podría tenerlo vigilado. Todo aquello lo hacía por su propio interés, ya que Mickey había crecido dentro de la organización y podía causar bastantes daños si se iba de la lengua con gente equivocada. Pero en su preocupación por el chico también había cierto grado de lealtad paternal. Mickey era un zoquete, un rasgo que había heredado de su madre, una actriz de medio pelo churruscada siempre como un trozo de tocino que Neri conoció a través de un productor de cine barato con el que entabló cierta relación mientras lavaba dinero invirtiéndolo en una película de Fellini. Los cinco años que había durado su matrimonio habían acabado por ponerle en el disparadero: o se divorciaba de semejante esperpento, o la mataba. Ahora ella vivía dedicada a seguir tostándose al sol perpetuo de Florida, con lo que a aquellas alturas debía tener un asombroso parecido con las iguanas, criaturas que seguramente poseían más inteligencia estando dormidas que su ex mujer despierta.
Mickey nunca había querido estar con su madre, sino que prefería andar pegado a su padre. Se creía un jefe de familia en potencia y nunca desperdiciaba la oportunidad de dárselas de ello. Además tenía problemas con las mujeres: no podía dejar de perseguirlas, estuvieran casadas o no. Su única gracia era la adoración que mostraba por su padre. Todos los demás, incluida Adela, acataban la voluntad de Neri por miedo, pero Mickey seguía absolutamente todas las órdenes de su padre por una razón mucho más sencilla. Los niños suelen idolatrar a sus padres hasta que cumplen los siete o los ocho años, y a partir de ese momento empiezan a verlos tal y como son. Pero Mickey seguía llevando esa venda en los ojos. Llevaba la adulación en los genes y Emilio Neri lo encontraba conmovedor, lo cual le empujaba a hacer tonterías como dejar que el muchacho se quedara en su casa cuando le daba la gana, a pesar de que Adela y él, que con treinta y dos años era sólo un año menor que ella, no se soportaban, y a desdeñar los problemas que causaba su hijo cada vez que se acercaba demasiado a las drogas o a la bebida, problemas que resultaban de vez en cuando muy caros de arreglar.
A veces Emilio se preguntaba quién mimaba a quién, y desde que Mickey se había ido a vivir con ellos, se lo preguntaba con asiduidad.
La mañana estaba ya mediada y los dos no habían dejado de atacarse mutuamente desde el desayuno. Adela estaba medio tumbada en el sofá, aún con el pijama puesto, y parecía enfrascada en una revista de decoración. Se estaba tomando un zumo de naranjas sanguinas casi tan rojo como el color de su pelo. Uno de sus empleados iba al supermercado y se las compraba por kilos mientras ella se quedaba en la cocina y contemplaba cómo Nadie, la antipática cocinera que había contratado para que la atendiera a ella en exclusiva, las exprimía una tras otra. Prácticamente vivía de esos zumos, algo que a Mickey le ponía de los nervios. A lo mejor por eso estaba tan delgada. ¿Por qué casarse con una pelirroja con el cuerpo de un lápiz, le decía casi constantemente a su padre, cuando podía tener a la mujer que se antojara en todo Roma?
—Sigo pudiendo tener a la mujer que se me antoje en Roma —le contestó Emilio.
—Sí. Entonces, ¿por qué?
—Porque no quiero tener el mismo retrato sobre la chimenea que tienen los demás. Dejémoslo así.
—Pues no lo entiendo.
Emilio pasó uno de sus brazos de gorila por los hombros del muchacho. Mickey había heredado el físico de su madre. Era delgado, fibroso y guapo. Una pena que vistiera siempre con ropa de adolescente, y que se hubiera teñido la melena de un rubio exacerbado y artificial.
—Ni falta que hace. Haced el favor de no pasaros el día discutiendo. Por lo menos cuando yo esté delante.
—Perdón, papá —contestó inmediatamente.
Emilio no iba a admitirlo en voz alta, pero a veces él tampoco entendía por qué estaba con Adela. Era distinta a las demás mujeres con las que se había acostado: fría, aventurera, siempre dispuesta a todo lo que él le propusiera. A pesar de ser bastante joven, le había enseñado algunas cosas en la cama que él desconocía. A lo mejor ahí estaba el misterio, porque desde luego no era su personalidad lo que le atraía de ella, ya que aparte de su necesidad de dinero y seguridad, poco más comprendía de ella. Si era sincero consigo mismo tenía que reconocer que Adela era una mascota cara, un adorno vivo que añadía un toque de belleza a su vida.
—Bueno —suspiró, volviéndose a mirarlos—. ¿Qué va a hacer hoy mi familia?
—¿Te apetece que salgamos? Podríamos comer fuera —sugirió Adela.
—¿Para qué molestarse? —pinchó Mickey—. Puedo decirle a alguien que baje al mercado y te traiga un par de hojas de lechuga. Te durarán toda la semana.
—¡Eh! —gritó su padre—. ¡Ya está bien! Y no quiero que envíes a nadie a hacer cosas que puedas hacer tú. No les pago para que vayan a comprarte el tabaco.
Mickey volvió a hundir la nariz en la revista de coches que estaba leyendo y no contestó, pero Neri sabía lo que estaba pensando: entonces, ¿para qué les pagas? La verdad es que no le gustaba tener servicio en la casa. Adela decía que los necesitaban por su posición social, pero él había crecido en una familia humilde y tradicional de Roma y había tenido que abrirse paso en los suburbios del Testaccio, y se sentía incómodo con la servidumbre. Un par de hombres se ocupaba de la seguridad, y eso estaba bien. Pero una casa era sólo para la familia, no para compartir con desconocidos.
—Yo tengo trabajo —dijo—. Tengo que ir a ver a un par de personas y no volveré hasta por la tarde.
—Entonces, yo me iré de compras —contestó ella, con un toque de desilusión en la voz.
Mickey movió despacio la cabeza. Adela se pasaba la vida de compras.
—Y tú, Mickey…
—¿Sí? —preguntó, cerrando la revista.
—Quiero que vayas a ver a ese idiota de Cozzi. Quiero que le aprietes un poco los tornillos y que le revises las cuentas. Esa sanguijuela nos la está pegando, lo sé. Deberíamos estar ganando más en una semana de lo que él nos ingresa en un mes.
—¿Qué quieres que haga si veo algo?
—¿Si ves algo? —Neri se acercó y le revolvió el pelo—. No quiero que vayas de chico duro. Déjame a mí esas decisiones.
—Pero…
—Ya me has oído.
Los miró a ambos. Adela actuaba como si el chico ni siquiera existiera.
—Me gustaría que los dos os comportarais como seres civilizados. Me haríais la vida mucho más fácil.
Mickey y Adela ni siquiera se miraron.
—Familia —suspiró Neri antes de llamar abajo para que le prepararan el Mercedes. Luego introdujo el código de seguridad que abría la enorme puerta de metal. A veces le daba la sensación de estar en una cárcel, escondido detrás de sus guardaespaldas, conduciendo un coche que había sido blindado discretamente. Pero el mundo era así.
—Adiós —se despidió y salió sin mirar atrás.
Mickey esperó un poco fingiendo leer hasta que por fin dejó la revista y miró a Adela. Ella se había terminado el zumo de naranja y seguía tumbada con su pijama de seda malva, los ojos cerrados y el pelo rojo y brillante derramado sobre el cuero blanco del sofá, fingiendo dormir. Pero los dos sabían que estaba despierta.
—A lo mejor tiene razón.
Ella abrió los ojos y giró la cabeza despacio para mirarle. Sus ojos verdes e inquietos brillaban, no por la inteligencia que se ocultaba tras ellos, sino por la mentira que se agazapaba en su fondo.
—¿En qué?
—En que deberíamos llevarnos mejor.
Adela se espabiló de pronto. Parecía alarmada. Incluso asustada. Miró la puerta.
Mickey se levantó, estiró los brazos y bostezó. Llevaba una camiseta fina de algodón y unos vaqueros de diseño. Ella lo miraba preocupada. Se oyó el ruido de la puerta principal al cerrarse tres pisos más abajo e inmediatamente después el rumor del Mercedes que se alejaba.
Adela Neri se levantó del sofá, fue hasta la puerta y echó la llave. Luego se acercó a su hijastro, le bajó la cremallera y hundió la mano en sus pantalones.
—Tienes que comprarte un pijama nuevo —dijo él.
—¿Qué?
Agarró con las dos manos la chaqueta y rasgó la seda. El tejido cedió al primer tirón y plantó sus manos sobre sus pechos blancos y escurridos. Luego se agachó y los lamió un instante antes de bajarle de un tirón los pantalones para recorrerla toda con las manos abiertas. Mordió brevemente su vientre pequeño y terso antes de descender hasta su entrepierna cubierta de un vello castaño.
Luego se levantó y alzándola por las piernas dio unos pasos hacia delante hasta que la espalda de ella quedó contra la puerta. Adela lo miraba fijamente y Mickey creyó leer algo en sus ojos. Necesidad, quizás. O quizás no.
—Nunca había deseado follarme a un montón de huesos como tú —murmuró—. Ahora no quiero otra cosa.
La mano de Adela se movía furtiva, suave, enérgica y descarada al mismo tiempo, y su pene crecía a toda velocidad. Se bajó los vaqueros y se rodeó las caderas con las piernas de ella, sujetándola con fuerza.
—Si llega a enterarse, Mickey…
—Estamos muertos —contestó él.
Mickey empujó con las caderas hacia delante y la penetró. Jamás se había sentido tan bien. Adela gemía, se volvía loca, le mordía el cuello, le murmuraba palabras sucias al oído, le tiraba del pelo. Él empujó más, y aún más, hasta que ella quedó llena.
—Merece la pena —jadeó, consciente de que iba a tener que concentrarse para poder prolongar el placer. A lo mejor también sabía ella cómo conseguirlo—. Cada segundo merece la pena.
—Vamos a ver —dijo Teresa Lupo—. Me he pasado muchas noches dándole vueltas e intentaré resumirlo todo lo posible. Mirad…
Todos se acercaron al cadáver. Parecía bastante joven, pensó Costa, a medio camino entre niña y mujer. Debía rondar los diecisiete, si acaso, y tenía un rostro desconcertante. Daba la impresión de albergar vida todavía, y desde luego era hermosa. Sus facciones parecían sajonas o escandinavas, con la perfección simétrica y exacta que él asociaba con las mujeres rubias del norte.
Alguien le había lavado parte del pelo, y descubriéndolo de un rubio al que la turba había conferido un tono rojizo. El olor era muy penetrante.
—Recordaréis que nuestro querido amigo el buscador de reliquias intentó quitarle la cabeza creyendo que se trataba de una estatua —dijo Teresa, señalando la cavidad de la garganta—. Esta herida la causó el filo de su pala. Por cierto, que me sorprende que lo dejaseis marchar de rositas, pero eso es cosa vuestra.
—Tienes toda la razón —se sumó Peroni.
—Ya hemos hablado de ello, Gianni —contestó Costa—. ¿De qué íbamos a acusarle?
—De conducir ebrio, por ejemplo.
—No habríamos podido retenerlos en el país hasta que se celebrara el juicio.
Peroni frunció el ceño.
—¿Y de falta de respeto? Ya, ya sé que no es un delito tipificado, pero debería serlo.
—Estoy de acuerdo —intervino Teresa sonriendo, y con un puntero señaló una zona del cuello de la chica justo por encima del corte que había abierto la pala de Bobby Dexter—. Aun así, todavía puede verse lo que ocurrió en el momento de la muerte. El primer golpe que le dieron aquí no fue el de esa pala. La chica tenía el cuello cortado, por delante y por detrás. Quien lo hizo seccionó la garganta de parte a parte. No fue un ataque frontal. En ese caso habría un corte desde el centro hacia un lado. Mirad.
Había más fotos sobre la mesa. Eran ampliaciones detalladas del cuello.
—Por un lado está el corte que hizo ese imbécil, en el que apenas hay tierra. Pero aquí…
De cerca, la herida más antigua, teñida por las aguas ácidas y pardas en que había estado sumergida durante años, era inconfundible.
—Eso no ocurrió hace dos semanas, sino poco antes de que la arrojaran a la ciénaga. Así murió.
Falcone señaló las fotos con un gesto de la cabeza y dijo:
—Buen trabajo. Es todo lo que quería saber.
—Hay más —añadió ella, intentando no parecer demasiado ansiosa.
Falcone se rio. Sorprendentemente la encontraba divertida.
—No me digas, doctora. Has resuelto el caso. Tienes el motivo, el cuándo y el autor.
—Esa última parte queda fuera de mi alcance, pero en cuanto al resto, ten un poco de paciencia.
El inspector sonrió y con un movimiento de la mano le pidió que continuara.
Sobre la mesa había un libro que ella les mostró. Se titulaba Dionisio y la Villa de los Misterios. La fotografía de la cubierta era una pintura antigua en la que se representaba a una mujer desaliñada que se cubría el rostro con la mano por el terror que le inspiraba una criatura de la noche que con ojos demoníacos la miraba desde el borde de la imagen. El tiempo había dañado la pintura y la criatura resultaba irreconocible, pero no lo quise representaba en el cuadro. Era una especie de ceremonia en la que la mujer era agredida sexualmente. Puede que incluso sacrificada.
—Este libro ha sido escrito por un profesor de la universidad de Roma —les explicó—. Me habló de él un académico de Yale que había trabajado con una momia de los pantanos encontrada en Alemania, cerca de una ciudad romana.
—¿Esto es relevante? —preguntó Falcone.
—Eso creo. La mayor parte de estas muertes no fueron accidentales, sino rituales. El profesor que escribió este libro está intentando averiguar de qué se trató en este caso.
—¿Algo que ver con Dionisio? —preguntó Costa—. No lo entiendo. Eso está en Pompeya. Fuimos a verlo en un viaje del colegio.
—Yo también —dijo Peroni—. Fue la primera vez que me emborraché.
—Vaya par de dos —sonrió—. Sí, Nic. La Villa de los Misterios está en Pompeya, y según este tipo que resulta que es el mayor especialista vivo en los misterios de Dionisio, según fuentes de toda solvencia, fue un foco importante del culto a Dionisio, pero no el único. Pompeya estaba en provincias. En lo suburbios, vamos. Lo que ocurría allí eran menudencias comparado con lo que ocurría en otros sitios, y en Roma en particular. ¿Quién tiene las iglesias más grandes: ellos o nosotros?
Falcone suspiró.
—Vale. ¿Y qué dice exactamente ese libro?
Teresa señaló la portada. La imagen de aquella mujer aterrorizada podía pasar perfectamente por contemporánea, pensó Nic.
—El culto a Dionisio provenía de Grecia. Seguramente lo conoceréis mejor como Baco.
—¿Baco? —se sorprendió Peroni—. ¿Quieres decir que esto es el resultado de una borrachera orgiástica?
—Ves demasiadas películas malas. El culto a Dionisio iba mucho más allá que la bebida. Era un culto secreto, prohibido mucho antes de la era cristiana precisamente por lo que acarreaba, y no fue fácil de erradicar. De hecho siguió habiendo rituales de este tipo en Sicilia y Grecia hasta hace pocos siglos. A lo mejor siguen celebrándose y simplemente no lo sabemos.
Falcone miró significativamente el reloj.
—Mi jurisdicción se ciñe a Roma.
—De acuerdo. Quedémonos en Roma —dijo, y abrió el libro por una página marcada con un papelito amarillo—. Aquí hay unas fotografías de un lugar en Ostia. Son los suburbios, pero cuando esta muchacha fue arrojada a los pantanos, era la zona portuaria de Roma, bastante más grande que Pompeya. Aquí vivía mucha gente rica y se construyeron muchas villas a las afueras de la ciudad, incluida esta…
Señaló un punto en el mapa y pasó la página. Había una serie de fotografías de un edificio antiguo con aspecto de iglesia y luego algunos murales pintados en el interior. Una de las escenas era la misma que ilustraba la cubierta del libro. El resto era un frenesí de figuras bailando, humanas y míticas, moviéndose, apareándose.
—En Pompeya hay todavía más murales similares a estos, y lo que se muestra en ellos según este libro es la ceremonia de iniciación al culto. Lo cierto es que no hay nadie que entienda lo que significan, pero la cuestión es que estaban por todo el lugar. En Ostia y en Roma. Seguramente el más importante de estos lugares debe andar cerca del centro. El sancta sanctorum.
—¿Es lo que él llama el Palacio de los Misterios? —preguntó Nic.
—Exacto —asintió—, y es seguramente el lugar donde murió esta pobre chica. He examinado cuidadosamente la tierra que tenía bajo las uñas, y no proviene de Ostia: podría ser de cualquier punto del centro de Roma.
Peroni parecía perdido.
—¿Quieres decir que esos sitios eran templos o algo así, y que los mantenían ocultos?
—No tanto. Más bien lugares secretos de diversión que podían utilizar en un momento dado.
Peroni pasó un dedo por las ilustraciones.
—¿Utilizar para matar?
Teresa se encogió de hombros.
—No lo sé. Leyendo el libro a veces tienes la sensación de que este tío está seguro de lo que dice, y otras veces te da la impresión de que se lo inventa. Lo que sí dice es que si la iniciación salía mal, las consecuencias podían ser muy graves. Se celebraba una especie de acto misterioso con un representante del dios. Un acto seguramente sexual. Todos se drogaban hasta perder casi el sentido, así que supongo que no les costaba mucho hacer lo que quisieran con estas chicas. Pero si la iniciada se arrepentía en el último momento…
No necesitó acabar la frase.
—¿Es virgen? —preguntó Peroni.
—Ya os he dicho que no he querido hacer una autopsia completa hasta tener idea de la fecha de la muerte. Ahora que ya la conocemos, puedo pasarles el cuerpo a los arqueólogos de la universidad, que supongo que podrían averiguarlo, pero por lo que yo he visto va a ser difícil de decir. ¿Necesitas saberlo?
—Seguramente no. Mira, ya te he dicho antes que yo no soy detective, pero me da la impresión de que no hay mucha tela que cortar aquí. Incluso podría ser todo una coincidencia. Además, y no me gusta tener que decirlo, lo de la tierra de las uñas sólo sirve para saber la antigüedad de esa tierra, y no de la momia.
—Ya lo sé —admitió—, pero no quiero que os despistéis. Estoy intentando montar un caso. ¿Veis lo que tiene en la mano?
La muchacha llevaba una especie de bastón o estandarte de aproximadamente un metro de largo pegado al cuerpo, cuyo extremo desaparecía bajo su brazo. La base tenía una especie de protuberancia, redonda y nudosa.
—Es exactamente como lo describe el libro. Y en este caso no son conjeturas, sino datos históricos. He tomado muestras. Está hecho con tallos de hinojo trenzados. Arriba tiene una piña entretejida con todo lo demás. El nombre del instrumento es thyrsus o tirso, y se emplea en los rituales de Dionisio. Mirad.
Pasó varias páginas del libro. Una ilustración mostraba a una mujer medio desnuda que sostenía en la mano aquel mismo objeto y que lo blandía ante un sátiro, mitad hombre, mitad cabra, que la miraba con lascivia.
—Lo empleaban como protección. Y como instrumento de purificación.
—¿Lo has fechado ya? —preguntó Falcone.
—El coste de los análisis de radio-carbono es alto. ¿Quieres que invierta dinero y tiempo en esto, en lugar de emplearlo en un cadáver fresquito y recién llegado de la calle?
Falcone señaló el libro con un gesto de la cabeza.
—Sólo preguntaba. Has trabajado muy duro, doctora. Enhorabuena.
Pero no parecía interesarle lo que hubiera podido encontrar.
—Queda un detalle —dijo ella rápidamente, como si temiera que fueran a marcharse de un momento a otro.
—¿Qué es?
—La encontraron con un detector de metales, ¿os acordáis? Pero resulta que no hay nada metálico en su cuerpo. Ni collares, ni anillos, ni pulseras.
Esperó a que le dieran una respuesta, y como no llegó, volvió junto a la mesa y sacó unas radiografías de la cabeza, que colocó sobre el estómago del cadáver.
—¿Veis?
Era la imagen del cráneo de la chica. Había un objeto brillante en él, bastante pequeño, en la parte baja.
—Una moneda bajo la lengua —les aclaró—. Para pagar a Caronte, el barquero que llevaba a los muertos al submundo. Sin su intervención no se podía llegar. No he necesitado consultarlo en los libros porque cuando era niña me encantaba la mitología.
Para sorpresa de Nic, Falcone se animó de pronto con aquel descubrimiento.
—¿La has sacado?
—Todavía no. Os estaba esperando.
—¡Por Dios, Teresa!
—Oiga, jefe, que este no es el único cliente que tengo, ¿sabe?
Claro que lo sabían. Como sabían también lo mucho que le gustaba tener razón y demostrarlo.
Teresa miró la cara de la muchacha, con la boca entreabierta y los dientes perfectos. Luego volvió a examinar la radiografía para decidir por dónde empezar. Cogió un escalpelo y con un movimiento limpio y preciso, hizo una incisión en la mejilla izquierda de la chica, paralela al labio inferior. Dejó el escalpelo y lo cambió por un pequeño fórceps de acero.
—En aquel tiempo se fechaban las monedas. Si la fecha de esta pertenece al periodo que yo he determinado, espero que me invitéis a cenar, uno a uno, en el restaurante que yo elija.
—Trato hecho —respondió inmediatamente Falcone.
—¡Qué ilusión! —exclamó, fingiendo estar encantada como una colegiala mientras probaba los fórceps para asegurarse de que iban a funcionar como debían—, ¡de cena con la poli! Qué suerte tengo. ¿Y de qué hablaremos? ¿De fútbol? ¿De sexo? ¿De filosofía experimental?
El fórceps entró en el corte y Teresa lo hizo girar con gran habilidad empujando, tanteando, abriéndose paso, hasta que las pinzas atraparon algo.
—Pásame una de esas bandejas —le dijo a Costa—. Esto os va a costar una pasta, chicos.
Muy despacio saco el fórceps de la boca de la chica y depositó el objeto en la bandeja. Luego echó un líquido sobre él y lo limpió cuidadosamente con un pequeño cepillo.
El objeto era una pequeña moneda que quedó relativamente brillante. Era plateada en el círculo exterior y con el centro dorado, aunque ambos colores parecían estarse transformando en cobre por la humedad de la tierra. Aquella moneda les resultaba familiar.
Teresa tiró del brazo de una enorme lupa para examinar la moneda sobre un atril, y los cuatro se arremolinaron entorno a la lente para mirar. Le dio la vuelta dos veces, sólo para asegurarse.
Peroni estaba al lado de Teresa y movió despacio la cabeza.
—Mi muchacho coleccionaba monedas hasta que alguien le dijo que era una chorrada —les contó—. Yo le ayudaba a clasificarlas. Una vez le compré una de esas que estaba como nueva. La habían acuñado el primer año de su emisión, en 1982. Quinientas liras. ¿Sabíais que fue la primera moneda del mundo en la que se combinaron dos metales? Nadie lo había hecho antes. Y otra cosa. Si miráis el reverso, justo encima del Quirinal, veréis el valor de la moneda escrito en Braille. En eso también era única.
Nadie le estaba prestando atención.
—¡Eh! Que este viejo poli está compartiendo información con sus compañeros. ¿Estáis tomando notas, o estoy hablando solo?
—Mierda… —murmuró Teresa sin apartar la mirada de la moneda—. Mierda…
—¿Quieres decir que el cuerpo lleva en el barro no mucho más de veinte años? —preguntó Costa.
—Ni siquiera —le respondió Falcone.
Todos se volvieron a mirarle. El comisario sacaba de su maletín un expediente del que sacó a su vez una fotografía. Era el retrato de una adolescente rubia y de pelo largo. Sonreía a la cámara.
Dejó la foto sobre el pecho del cadáver, encima de la radiografía del cráneo. Las facciones eran idénticas.
—¿Lo sabías?
Teresa no podía creerse lo que estaba pasando. No era capaz de contener ni su extrañeza ni su consternación. Peroni se reía en voz baja, y sus hombros subían y bajaban como si tuvieran muelles.
Falcone estaba inclinado sobre el cadáver, examinando algo que tenía en el hombro izquierdo. Una marca, o un tatuaje tal vez.
—Sólo era una posibilidad. No olvides, doctora, que yo llegué ayer de vacaciones. Casi ni he tenido tiempo de sacar esto… —movió el expediente en el aire— … del fondo del cajón.
—¿Lo sabía? —repitió ella.
Falcone seguía examinando la marca y Costa hizo lo mismo. Era un tatuaje circular, casi del tamaño de una moneda, del rostro de un demente con unos labios enormes, tirabuzones largos y que parecía aullar.
—Se supone que es una máscara que se utilizaba en el teatro en Roma —les dijo Falcone—. Dionisio era también el dios del teatro, y esta máscara se utilizaba durante su culto. Te mereces esa cena, doctora. Yo haré los honores. Casi has acertado, con un par de milenios de diferencia.
—¿Lo sabías? —insistió por tercera vez, señalándolo con un dedo gordezuelo—. Pues cómete tú solo la cena, y que te aproveche.
—De acuerdo —contestó él bajo la mirada atenta de sus tres subordinados. Falcone no podía apartar la mirada del tatuaje. Tenía algo en la cabeza, algo que parecía no querer compartir con ellos.
—Cancelarás la rueda de prensa, ¿no?
—A ver —murmuró ella—. ¿Y qué digo?
—Pues invéntate una excusa. Diles que te duele la cabeza, o que no tenemos el personal necesario con esto de la gripe. Lo cual, por otra parte, es cierto.
Falcone recogió la foto y la guardó en un sobre. Costa reparó en que ni tan siquiera les había dejado ver el nombre.
—Señor…
—¿Sí? —los ojos de Falcone no dejaban entrever nada—. Cuánto me alegro de que vuelvas a estar entre nosotros.
—¿Qué quiere que hagamos?
—Pues detener a alguien. Id a echar una mano en el Campo dei Fiori. Hay un montón de carteristas por allí.
—Me refiero a qué quiere que hagamos con esto.
Falcone echó un último vistazo al cuerpo.
—¿Con esto? Nada. Esa pobre cría lleva dieciséis años en el barro, así que un día o dos más no supondrán ninguna diferencia. Y os voy a decir algo que quiero que quede claro —añadió, dirigiéndose a los tres—, no quiero que digáis una sola palabra de lo que tenemos aquí a nadie. Ni en este edificio, ni fuera de él. Os llamaré cuando os necesite.
Le vieron salir con paso decidido. Teresa era el vivo retrato de la tristeza y la desilusión.
—Lo tenía todo resuelto —se quejó amargamente—. Sabía exactamente lo que había ocurrido. Hablé con toda esa gente de la universidad. Dios mío…
—Ya le has oído —contestó Costa—. Lo has hecho bien. Y lo decía en serio. Teresa pasó una mano por la madera en que se había transformado la piel de la muchacha. No necesitaba la compasión de Costa. Ya había superado la desilusión. Es más: había quedado reemplazada por algo nuevo, algo potencialmente más excitante.
El cadáver que había sobre la mesa no era ya un artefacto histórico, sino una víctima de asesinato, y requería su atención.
Costa miró primero el escalpelo que ella tenía en la mano y después a Peroni.
—Hala, al Campo —le dijo, y su compañero asintió.
—Supongo que tiene razón en lo de que no hay prisa —dijo Peroni ya en el coche—, pero preferiría que Leo hablase un poco más. No me gusta que me dejen a oscuras.
Costa se encogió de hombros. Conocía a Falcone lo suficientemente bien como para permitir que su actitud le molestara.
—Lo hará cuando considere que ha llegado el momento. Siempre es así.
—Lo sé. Esa actitud sería desastrosa en narcóticos. No puedes dejar al margen a tu gente.
Peroni debía haber presenciado el ascenso de Falcone en el cuerpo. La relación entre ambos era difícil de calificar: podría decirse que se trataba de una amistad teñida de suspicacia, algo bastante poco normal. Falcone era un policía listo, un trabajador serio que si un caso merecía la pena, se empleaba en cuerpo y alma. Se había ganado el respeto de todos por su talento, y en ocasiones se mostraba severo e inflexible. Pero como la popularidad parecía importarle un comino, a veces actuaba como si le gustase la antipatía y el resentimiento que generaba. Así le resultaba más fácil tomar las decisiones duras que en un momento u otro debía afrontar.
Peroni se encendió un cigarrillo y echó el humo por la ventana.
—¿Ya has invitado a salir a Bárbara Martelli?
¿De dónde habría salido esa pregunta?, se sorprendió Costa.
—Todavía no estoy preparado.
—Bueno, al menos eres sincero. ¿Cuánto tiempo hace que no has estado con una mujer? No te molestes por la pregunta, que en mi departamento tenemos estas conversaciones constantemente.
—Supongo que porque en tu departamento medís ese tiempo por horas —espetó sin pensar, e inmediatamente deseó poder borrar lo que había dicho.
La expresión de Peroni cambió. Se sentía herido.
—Perdona, Gianni. No pretendía decir lo que he dicho. He hablado sin pensar.
—Por lo menos ya me llamas por mi nombre. Supongo que eso significa que podemos decirnos lo que queramos.
—Yo no…
—No pasa nada. No te disculpes. Tienes derecho a decirme que estoy siendo un imbécil si es lo que piensas.
Peroni era más complicado de lo que pretendía aparentar. Eso estaba claro y Nic lo había comprendido así. En parte quería hablar de lo que había pasado, aunque por otro lado el tema le hiciera sentirse incómodo.
—¿Por qué lo hiciste, Gianni? Tenías mujer, hijos y todo eso, y aun así, te liaste con una prostituta.
—¡Vamos, Nic! Eso es el pan nuestro de cada día. No pensarás que sólo los solteros se ponen cachondos, ¿no?
—No. Lo que pasa es que me cuesta imaginarte en esa situación.
Peroni suspiró.
—¿Te acuerdas de lo que te dije una vez? Todos tenemos nuestro lado oscuro.
—Pero no todo el mundo deja que ese lado le gobierne.
—Te equivocas. De un modo u otro, termina por pasar. Tanto si te das cuenta como si no. ¿Que por qué lo hice? Pues a lo mejor por la razón más sencilla del mundo: que la chica era preciosa. Delgada, joven y rubia. Y joven… ¿o ya lo he dicho? A lo mejor hizo que me sintiera vivo. Cuando llevas casado veinte años, se te olvida lo que es eso porque antes de que tú digas una palabra, tu mujer ya sabe lo que vas a decir. Soy culpable dos veces, lo admito.
Costa no dijo nada. Temía romper los delicados lazos que se habían ido creando entre ellos en las últimas semanas.
—Ah, ya —dijo Peroni un instante después—. Estás pensando: ¿pero quién demonios se cree este tío que es? ¿Casanova?
—Hombre, es que tu aspecto no es precisamente el de un latin lover.
—¿Ah, no?
—Venga, Gianni.
Costa sabía lo que estaba pasando, pero no se atrevía a preguntar.
—¿Me estás llamando feo? Porque siempre hay alguien que se atreve a hacerlo, Nic, y tengo que advertirte que no me gusta.
—No… —se volvió y miró su cara desfigurada durante un instante—. Es que me estaba preguntando…
—¿Qué?
—¿Qué te pasó en la cara?
Gianni se echó a reír.
—Eres la pera, de verdad. En todo el tiempo que llevo trabajando aquí, eres la primera persona que me ha hecho esa pregunta directamente. ¿Puedes creértelo?
—Sí —contestó Costa—. Es que es una pregunta muy personal, y a la mayoría de la gente no le gustaría que te la tomases a mal.
—¿Qué quiere decir eso de que es una pregunta personal? Vosotros tenéis que ver este careto todos los días en el trabajo, y yo tengo que vivir viéndome así en el espejo. Esto… —dijo, señalándose la cara con el dedo—, es sólo un hecho más de la vida.
Costa tuvo la sensación de que estaban progresando.
—¿Y?
Peroni volvió a reír.
—Increíble. Que quede entre los dos, ¿eh? Porque no lo sabe nadie. La mayoría piensa que esta cara me la dejó así algún delincuente, y se preguntan cómo debió quedar el otro. Y a mí me gusta esa versión.
Costa asintió.
—Fue un policía el que me hizo esto. Yo tenía doce años. Él era el policía del pueblo, y yo era el bastardo. En el sentido literal de la palabra. Mi madre trabajaba para la pareja que tenía el único bar del pueblo y en algún momento se dejó engañar. Siempre fue bastante inocente. Así que me pasé doce años siendo el chico sin padre del pueblo y aguantando lo que eso conlleva: salivazos, golpes, risas en el colegio… hasta que un día el chaval de la clase que era mi principal acosador se pasó de la raya y dijo algo de mi madre. Y yo le di la paliza de su vida. La verdad es que es la única vez que he hecho algo así. No lo necesito. Me basta con mirar a la gente y decirles buh…
Costa se quedó pensando.
—Me lo creo.
—Vale. El problema fue que no caí en la cuenta de que el imbécil al que le estaba dando la paliza era el hijo del policía del pueblo. Al rato se presentó su padre, y venía muy cocido. Y una cosa condujo a la otra. Cuando se cansó de darme con el cinturón, se puso esas cosas de metal que llevaba, según él sólo para protegerse, ya me entiendes, y se las colocó en los puños.
Peroni miró hacia delante.
—Me desperté en el hospital dos días después, con la cara hecha un desastre y con mi madre sentada al lado de la cama. No veía nada. Lo primero que me dijo mi madre fue que no se me ocurriera decírselo a nadie. Y después, que no me mirara de momento en el espejo.
Nic suspiró.
—Podrías haber pedido ayuda a alguien.
Peroni lo miró a los ojos.
—Tú eres de ciudad, ¿verdad?
—Podría decirse que sí.
—Ya se ve. De todos modos, un par de semanas más tarde salí del hospital y comencé a darme cuenta de que las cosas habían cambiado. La gente me miraba y acto seguido clavaba la mirada en sus zapatos. Una pareja incluso se cambió de acera. ¿Pero sabes qué fue lo peor de todo? Por aquel entonces yo ayudaba los fines de semana a mi tío Fredo a vender sus cerdos, así que seguí con mis trabajos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Después de un tiempo, vino a mí con lágrimas en los ojos y me despidió. Nadie le compra carne a alguien que tenga una cara como la mía. Sin duda eso fue lo peor de todo. Yo no quería dedicarme a otra cosa que no fuera criar cerdos y venderlos los fines de semana, pero… no pudo ser —se cruzó de brazos y se recostó en su asiento—. Entonces decidí hacerme policía. ¿Qué más podía hacer? En parte quería vengarme de aquel bastardo que me destrozó la cara, pero principalmente, y para hacer honor a la verdad, te diré que también quería igualar las cosas. Jamás le he puesto la mano encima a nadie en este trabajo, y nunca lo haré, a menos que haya una buena razón, y en veinte años no la he encontrado. Es cuestión de equilibrio.
Costa no supo qué decir.
—Lo siento, Gianni.
—¿Por qué? Hace años que lo superé. Sin embargo tú te has pasado este último medio año perdiéndote en la botella. Me das lástima, muchacho.
Seguramente se merecía un comentario así.
—Está bien. Empatados.
Peroni lo miraba con aquellos ojos suyos que parecían poder verlo todo.
—Te voy a decir una cosa sólo una vez, Nic. Estás empezando a gustarme, e incluso he llegado a pensar que voy a echar de menos este tiempo que estamos pasando juntos. No es que me gustara prolongarlo, ya te imaginarás, pero quiero darte un consejo: deja de engañarte pensando que eres especial porque no lo eres. Hay montones de personas en el mundo intentando sobrellevar una vida que en algún momento se torció. Sólo somos uno más. Y después de este discurso… —añadió estirándose todo lo que podía mientras Costa aparcaba en un hueco bastante pequeño—, tengo que pedirte una cosa. Quiero que me cubras —le pidió, mirándole esperanzado—. Tengo algo importante que hacer. Nos encontraremos aquí dentro de dos horas.
Nic no sabía qué decir. Cubrir a un compañero durante un par de horas no era raro, pero no se imaginaba que Peroni hiciera esas cosas.
—¿Algo que yo deba saber?
—Es personal. Mañana es el cumpleaños de mi hija y quiero mandarle algo que le haga pensar que a lo mejor su padre no es el cerdo del que le han hablado. Puedes ocuparte del Campo tú solo. Limítate a no pillar algún pez gordo, ¿vale?
Leo Falcone estaba leyendo el expediente que tenía sobre la mesa e intentaba concentrarse en el caso. No quería prisas. Que las cosas salieran a la luz pública demasiado pronto sólo servía para que las personas a las que quería entrevistar estuvieran sobre aviso, aunque teniendo en cuenta la cantidad de filtraciones que partían últimamente de la Comisaría, seguramente ya se habrían enterado de todo. Un poco de calma le daría el tiempo necesario para acostumbrarse de nuevo al trabajo después de las dos semanas que se había pasado solo en un lujoso hotel en las playas de Sri Lanka. No había conocido a nadie particularmente interesante y tampoco había buscado con ahínco la compañía de nadie. Había sido un respiro tedioso y frustrante que le había dejado un sabor agridulce en la boca. Se alegraba de estar de vuelta y sobre todo con un caso apasionante como aquel.
Aun así, un pensamiento no dejaba de rondarle la cabeza. Durante aquellas largas y monótonas vacaciones se había dado cuenta de su soledad. Habían pasado ya cinco años desde su divorcio y aunque en ese tiempo había conocido mujeres atractivas e interesantes, ninguna le había estimulado lo suficiente para que su relación fuera más allá de una sucesión de comida, cine y la satisfacción de la necesidad física. La noche anterior, mientras consumía toda una botella de maravilloso, oloroso y carísimo Brunello, un comportamiento nada habitual en él, se había dado cuenta de que en su vida sólo había tenido dos amores verdaderos: su esposa Mary, que había vuelto a Londres para seguir con su carrera en derecho, y la razón por la que Mary le había abandonado, Rachele D’Amato.
En aquel momento, a la luz del sol apenas empañada por los restos de la resaca, había descubierto una curiosa coincidencia. En Sri Lanka había pensado en aquellas dos mujeres conscientemente y por primera vez desde hacía años, y al volver a Italia descubrió que ambas iban a entrar de nuevo en su vida. Mary le había escrito para invitarle a su boda con un rico abogado inglés que se celebraría en una casa de campo en Kent. Tendría que inventarse una excusa para declinar la invitación. Seguro que ella se lo esperaba. Sabía que se la había enviado por pura cortesía, nada más. Su infidelidad la había herido profundamente, y su repentina marcha, sin darle tan siquiera la oportunidad de una reconciliación, le había hecho a él más daño del que quiso reconocer en su momento. O quizás el daño proviniera de Rachele D’Amato, que le abandonó del mismo modo terminante que Mary y con bastante menos elegancia en cuanto él quedó libre.
Nunca se perdonaría por haber permitido que ocurrieran tales cosas, del mismo modo que tampoco se lo perdonaría a ellas. Y ahora Mary iba a casarse y Rachele era una abogada que iba subiendo como la espuma en el escalafón de la día, organización con la que iba a tener que ponerse en contacto por el caso que Teresa Lupo le había puesto en las manos.
Su animosidad contra la DIA iba más allá del escozor que le había provocado el lance que había destrozado la carrera de Gianni Peroni, una actuación que tenía más que ver con las relaciones públicas que con la persecución del crimen organizado. Ese sentimiento había ido creciendo con el paso de los años. Es más, no había un solo policía en la comisaría que oyese el nombre de la DIA y no sintiera cierto temor, y al descubrir la identidad de la muchacha se había dado cuenta que no iba a poder evitarlos. De hecho ya tendría que haberse puesto en contacto con ellos teniendo en cuenta la clase de personas a las que iba a tener que interrogar.
Hojeó la ingente cantidad de páginas de que constaba el informe e intentó recordar cómo era el caso cuando se abrió. En aquellos años él era un simple detective. El inspector al cargo era Filippo Mosca, un policía de Roma a la antigua usanza que, como muchos de su generación, no se preocupaba de ocultar que mantenía amistad con personas a las que debería evitar.
El diecinueve de marzo se presentó la denuncia por la desaparición de Eleanor Jamieson, cuarenta y ocho horas después de que su padre adoptivo la viera por última vez. Acababa de cumplir dieciséis años y vivía en la villa que Vergil Wallis tenía alquilada en la colina del Aventino desde que el año anterior llegara de Nueva York en Navidad. La muchacha era inglesa. Su madre había abandonado a Wallis un año antes tras sólo seis meses de matrimonio. Falcone no pudo averiguar por qué. Ni entonces fue posible ni ahora lo sería porque la madre se suicidó en Nueva York diez días después de la desaparición de su hija adoptiva.
Había sido un caso infernal. Wallis había resultado ser un hombre muy curioso: educado y culto, pero de raza negra y nacido en un gueto. Rondaba entonces los cuarenta y tantos. Sus explicaciones acerca de sus negocios y evolución habían sido vagas, lo mismo que sobre los movimientos de la chica, sus amigos y el motivo por el que podía haberse escapado de casa. Tampoco había podido dar una razón convincente de por qué había tardado dos días en denunciar su desaparición, ya que lo único que había aducido era que estaba fuera de Roma en viaje de trabajo. Incluso les había entregado a regañadientes las pocas fotos que tenía de ella, en las que se veía a una chica joven, de aspecto inocente y muy guapa, con el pelo rubio largo y una brillante sonrisa. Y en el hombro, bien visible en la fotografía que le habían tomado un día antes de que desapareciera, aquel curioso tatuaje del que Wallis no podía darles razón. A Falcone le había fascinado nada más verlo. En aquel momento había una verdadera fiebre del tatuaje siguiendo la estela de las estrellas de la pantalla y de los cantantes de rock que se tatuaban el cuerpo entero. Pero era la primera vez que veía uno semejante. Aquel antiguo símbolo no parecía encajar con la chica, sino que daba la impresión de ser más bien una especie de marca y no algo al azar de las modas.
Además no parecía propio de ella. Según Wallis, Eleanor había estado viajando por Italia un tiempo antes de meterse en un curso intensivo de italiano dos semanas en una escuela cercana al Campo dei Fiori. Era una chica inteligente que obtenía buenos resultados académicos, y había comentado su intención de tomar clases a finales de aquel año en una escuela de bellas artes en Florencia. Tenía algunos conocidos en Roma, pero según Wallis, ningún novio ni presente ni pasado. Nada de lo que pudieron indagar les dio pista alguna sobre por qué había desaparecido. Su padre adoptivo les dijo que el diecisiete de marzo se subió a su motocicleta a las nueve de la mañana y nunca llegó a su destino.
Bastaron un par de días de investigación para que la impotencia que acompaña a los casos de secuestro cayera sobre el equipo de Mosca como una losa. Nadie había visto a Eleanor de camino al centro. Una recreación de sus supuestos últimos movimientos que habían mostrado en televisión no había servido para descubrir una sola pista entre quienes la hubieran presenciado. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Pero a Falcone todo aquello le había olido fatal desde un principio, y no tardó en averiguar por qué. Mosca, en un aparte, le hizo saber a la mañana del tercer día de investigación lo que un amigo suyo del Ministerio de Asuntos Exteriores había oído la noche anterior. Vergil Wallis no era, como él decía, un honrado hombre de negocios de Los Ángeles al que le gustaba tanto Roma que estaba pensando en comprarse una casa en la ciudad, sino un mandamás del crimen organizado de la costa oeste, un falsificador que había subido alto en el escalafón de la delincuencia y que había decidido irse a vivir a Roma Dios sabe el porqué. La Interpol llevaba años siguiéndolo y nunca había conseguido procesarle por ninguno de la gran variedad de cargos que se le imputaban, desde el chantaje al asesinato. Tampoco a los carabineros asignados al caso les iba mucho mejor.
Todo eso ocurrió poco antes de la creación de la DIA y ya entonces la policía civil del estado mantenía una incómoda rivalidad con los carabineros, que pertenecían al ejército. Las competencias de cada cuerpo no estaban claramente definidas, y a veces esa línea de separación era deliberadamente borrosa. Falcone estaba de acuerdo personalmente con la opinión cada vez más extendida de que lo mejor sería contar con una fuerza policial estatal y unificada. Era una solución lógica e inevitable. Pero quienes dirigían ambas organizaciones lo consideraban una herejía, de modo que manifestar su opinión en público podía costarle el puesto así que tuvo mucho cuidado de no abrir la boca. Además lo que él pensara era irrelevante. La DIA siguió adelante con su trabajo, lo que añadió otra capa de complejidad a la lucha contra el crimen, que crecía y se hacía más fuerte cada año.
Y Vergil Wallis seguía libre. Menudo avance.
Mosca decidió cerrar el caso de Eleanor Jamieson con discreción, aduciendo que no merecía la pena seguir investigando por falta de pruebas. La relación de Wallis con el crimen organizado de Italia no era fácil. Algunas historias, recopiladas con no poco riesgo y grandes gastos, le definían como un diplomático del crimen, alguien que intentaba asegurar los intereses de sus socios cuando entraban en conflicto con los de los sicilianos. Y en opinión de Falcone, tenía sentido. Las relaciones del crimen organizado de la costa oeste al que Wallis representaba con la mafia italiana en Estados Unidos no eran muy estrechas, lo cual generaba numerosos malentendidos. Los jefes habían aprendido hacía ya tiempo que los pactos y las asociaciones incluso con aquellos a los que odiaban ingresaban más dólares en sus cuentas que la competencia implacable y las guerras. El dinero era lo que importaba. Ya nadie acudía a las barricadas a defender el honor en unos tiempos pragmáticos en los que el dinero era el rey.
Falcone había estado presente en tres de los interrogatorios a los que se había sometido a Wallis y aún no sabía qué pensar de él. Era un hombre reflexivo y que se expresaba con corrección, a diferencia de los demás delincuentes que había conocido. Era un hombre culto que sabía más sobre la antigua Roma que muchos italianos. Se decía que se había educado para diplomático estudiando leyes y que había ido ascendiendo en el escalafón poco a poco, de modo que no resultaba difícil imaginarle limando las asperezas de una relación que seguramente estaba siempre al borde del desastre.
Sin embargo había un problema fundamental: según se decía por la calle, su primer contacto había sido Emilio Neri, un ase sino brutal que se había ido abriendo paso desde de los barrios marginales del Testaccio a base de eliminar a cualquiera que le estorbara en sus aspiraciones. En la actualidad, Neri figuraba en diferentes órganos directivos de teatros de la ópera en Italia y Norteamérica, vivía en una casa elegante de la Via Giulia rodeado por un ejército de servidumbre y guardaespaldas. Era un lugar que Falcone conocía bien por las veces que inútilmente había ido allí a interrogarle. El muy canalla se escondía tras una cuidada apariencia de elegancia que engañaba al público en general, a aquellos que eran demasiado estúpidos o le temían tanto como para no darse cuenta de la verdad. Casi desde el momento mismo en que Falcone ingresó en el cuerpo comenzó un seguimiento exhaustivo de su carrera, y no sin razón. Neri sobornaba a cualquier policía que se prestase a su juego con el fin de tenerlo de su lado. Falcone mismo había rechazado un ofrecimiento de ese tipo que sin mucho disimulo le había hecho uno de sus sicarios durante la investigación del caso de una red de extorsión que estaba acosando a algunas de las tiendas más pequeñas del Corso, caso que Mosca cerró justo cuando estaban haciendo más progresos. Tres policías que se sabía figuraban en la nómina de Neri habían sido detenidos por corrupción en la pasada década, pero ninguno le había señalado como la fuente de la abundancia descubierta en sus cuentas bancarias. Preferían la cárcel a las consecuencias de su furia.
Lo que distinguía a Neri de sus compañeros de oficio era el control obsesivo y personal que ejercía sobre los miembros de su familia. La mayoría de jefes de su mismo nivel habían dejado tiempo atrás de ensuciarse las manos en el día a día de la dirección de una organización criminal. Sin embargo Neri no había querido apartarse de la primera línea de acción. Seguramente lo llevaba en la sangre como recuerdo de sus primeros años en el Testaccio. Le gustaba demasiado. Incluso se rumoreaba que de vez en cuando imponía su ley en persona con la misma cruda violencia que cuando era joven y empezaba, aunque quizás requiriera la ayuda de alguno de sus esbirros para que le sujetara a la víctima mientras él se explicaba a sus anchas. Demasiadas veces había clavado su mirada en aquellos ojos grises y mortecinos para no saber lo mucho que podía disfrutar haciéndolo.
Leyó la última página del informe, y conociendo a Neri como lo conocía, entendió hasta la última coma. Decía que Neri y Wallis habían empezado siendo grandes amigos. Sus familias cenaban juntas, y seis semanas antes de que Eleanor Jamieson muriera, Wallis y ella habían pasado unos días de vacaciones con la familia Neri en una de sus extensas fincas de Sicilia, donde debió cerrarse alguna clase de acuerdo. Los jefes de Wallis estaban encantados, lo mismo que su anfitrión.
Pero poco después, poco más o menos cuando desapareció la muchacha, su relación se enfrió. Al parecer, aprovechando su estancia en Sicilia, Wallis había pasado por encima de Neri para hablar con algunos de los jefes de mayor edad, algo que enseguida llegó a oídos de este. Luego se oyó hablar de que una transacción de drogas salió mal y dejó a los americanos fuera del negocio y muy enfadados. Neri nunca había podido resistirse a la tentación de poner a la gente contra las cuerdas, y se las arregló para escamotearles un montón de dinero más, después de quedarse con su comisión «legítima».
Hubo un enfrentamiento entre los dos. Un informador les contó que incluso llegaron a las manos. Después, los dos quedaron en situación comprometida ante sus jefes. A Neri le dijeron abiertamente que acababa de perder su trabajo como enlace con los norteamericanos, mientras que Wallis se llevó también lo suyo, aunque siguió viviendo en Roma durante medio año más, sin nada que hacer aparte de salvar el trasero. Fue una tregua incómoda y difícil. Uno de los lugartenientes de Wallis fue asesinado dos meses después. Apareció degollado dentro de un coche cerca de un burdel del Testaccio. Poco después, un policía que figuraba en la nómina de Neri fue encontrado muerto de modo que pareciera suicidio. ¿Habría alguna conexión entre todo aquello? ¿El cuerpo casi momificado de una chica de dieciséis años podría exhortar a aquellos viejos fantasmas a salir de sus tumbas? Y si así fuera, ¿en qué habría cambiado el mundo respecto al que ellos conocían, con la DIA pegada a los talones?
Consultó su reloj. Eran poco más de las doce, y mientras sacaba su agenda del cajón, pensó en los escrupulosos protocolos que había que seguir cuando un caso tenía que ver con conocidos delincuentes de las familias.
—¿Diga?
La voz fría y distante de Rachele D’Amato aún seguía perturbándole, y por un instante se preguntó si la verdadera razón que le había impulsado a hacer aquella llamada era personal o profesional. Quizás ambas. Y las dos perfectamente legítimas.
—No sabía si te iba a encontrar. Está todo el mundo en la cama con gripe.
Ella tardó un instante en contestar.
—Ya no me meto en la cama tanto como antes, Leo. Ni enferma, ni sana.
Había hablado con lentitud deliberada y Falcone creyó entender lo que decía entre líneas. Nadie había ocupado su puesto cuando lo que hubo entre ellos terminó, y él lo sabía. Se ocupaba de averiguarlo de vez en cuando.
—Quería preguntarte si tienes tiempo de comer conmigo. Hace tanto tiempo que no nos vemos.
—¡Vaya! —parecía complacida—. Qué sorpresa. ¿Cuándo?
—Hoy. En la bodega a la que solíamos ir. Estuve allí la otra noche y tienen un blanco nuevo de la Toscana que deberías probar.
—Yo no como con vino. Eso es cosa de policías. Además, tengo planes, y he de darme prisa. Nosotros también tenemos un montón de gente enferma.
—Entonces, a cenar. Esta noche.
—No me digas que ya no trabajas veinticuatro horas al día, Leo. ¿Qué te ha pasado?
—Nada. Es que…
No sabía qué decir. Rachele decía que había sido su trabajo lo que les había separado cuando Mary se marchó, pero no era cierto. Había sido él, su posesividad y su pasión por ella, un sentimiento que no sentía correspondido.
—No te disculpes —dijo ella con sequedad—. Yo también trabajo todas las horas del mundo.
—Lo siento.
—No tienes por qué. Tenéis un cadáver, ¿no? ¿Es el de la hija de Wallis?
—Sí —suspiró, preguntándose quién demonios habría hablado.
—No te enfades, Leo, que yo también tengo un trabajo que cumplir.
El cuerpo llevaba dos semanas en la morgue. Cualquiera podía haber visto el tatuaje y haber atado cabos. Iba a ser imposible saber quién se había ido de la lengua.
—Lo sé. Y lo haces muy bien, Rachele.
—Gracias.
¿Por qué habría tenido que enamorarse de dos abogadas? ¿Por qué no de otras mujeres que fueran un poco menos curiosas, o un poco más indulgentes?
—Entonces, tenemos que vernos —anunció ella—. Ya te llamaré yo. Ahora tengo que irme.
Ni siquiera le preguntó si le parecía bien. Rachele no cambiaría nunca.
—Ah, oye…
—¿Sí? —preguntó Falcone, aunque sabía lo que iba a decir.
—Esto es sólo profesional. Nada más. ¿Lo entiendes?
Claro que lo entendía, pero no por ello dejaba de albergar esperanzas.
Costa cruzó la calle abarrotada y se dirigió al Campo dei Fiori. Había vivido allí y había recuerdos importantes, partes de su vida y su personalidad estampadas por aquel barrio. A veces lo echaba de menos. Cuando vivía allí era un hombre inocente, joven e intacto que había tenido sus pequeños escarceos, amoríos breves que para Gianni Peroni no contarían siquiera. Por otro lado, estaba el lugar en sí. Aquella plaza de adoquines siempre sucia, el mercado que atraía a tantos turistas, a pesar de que los precios estaban más altos que en cualquier otra parte. No obstante era una parte auténtica de Roma, una comunidad humana y palpitante que nunca se había desligado de su entorno natural. Como siempre recorrió con gusto la Via dei Giubbonari y desembocó en la plaza. Los puestos estaban muy concurridos y en ellos se vendían hortalizas y verduras de primavera: endivias, calabrese y cavolo nero junto con naranjas olorosas de Sicilia, almacenadas durante los meses de frío y que sólo valían para zumo y poco más. Había todo tipo de hongos: boletus «cep» y otras variedades, armillaria melea… los pescaderos agrupados en una esquina tenían veneras y langostinos, rodaballo y redes de mejillones. Fue recorriéndolo todo y se compró un manojo de rúcula silvestre y otro de berros. Por último añadió un poco de parmesano para equilibrar.
—Tenemos un excelente prosciutto, señor policía —dijo la mujer, que lo había reconocido—. Mire…
Y le mostró un trozo de carne sonrosada. Si no fuese vegetariano, no habría podido encontrarlo mejor en todo Roma.
—Gracias pero paso.
—Ser vegetariano es antinatural —declaró la mujer—. Vuelva por aquí algún día que tenga tiempo y hablaremos de ello. Me tiene muy preocupada.
—Ya tengo bastante gente preocupada por mí —respondió Costa.
—Eso quiere decir que hay algo que no va bien.
Y se llevó el prosciutto. Cuando la mujer del puesto ya no podía verlo, se lo regaló al chaval kosovar que siempre andaba pidiendo por la plaza mientras tocaba un viejo violín con bastante poca fortuna. Luego le dio al padre un billete de diez euros. Era un ritual del que se había ido olvidando con el paso del tiempo: dos veces al día, todos los días debía realizar una buena obra, le decía siempre su padre. Volver al Campo le había recordado por qué era necesario. Llevaba demasiado tiempo solo, encerrado en su granja a las afueras de la ciudad, pensando. A veces era necesario salir y dejar que la vida actuara por sí sola.
Se había abierto paso entre el gentío que se acumulaba en Il Forno y estaba tomando un poco de pizzeta bianca, algo salada y recién sacada de horno, cuando vio lo que estaba pasando. Leo Falcone estaba en lo cierto. El Campo atraía a los turistas, y con los turistas llegaban los problemas: carteristas, timadores, incluso a veces cosas peores. La policía siempre tenía gente de servicio por allí, de uniforme y de paisano. A los carabineros también les gustaba el lugar. Solían aparcar sus relucientes Alfas en los lugares más insospechados y apoyados distraídamente en el maletero escrutaban a la gente con mucho aplomo y frialdad desde detrás de sus gafas oscuras, con sus uniformes oscuros bien planchados.
Costa intentó evitar a los carabineros. Ya había bastante rivalidad dentro de la misma policía para extenderla a aquellos soldados disfrazados de agentes. Las jurisdicciones de ambos cuerpos coincidían. Ellos podían arrestar a las mismas personas que él, y en los mismos lugares. La mayor parte de las veces era sólo cuestión de quién llegaba antes. Es más: había un viejo dicho según el cual los más guapos se metían en el cuerpo de carabineros por lo bien que sentaba el uniforme y lo que se ligaba con él, mientras que los feos se metían en la policía estatal porque no podían conseguir otra cosa. Y no era mentira.
Allí estaba aquel par de carabineros, en mitad del Campo, de pie, tiesos como escobas junto a su vehículo mientras una mujer rubia y delgada se dirigía a ellos muy enfadada empleando un italiano desastroso, señalándoles con un dedo y mostrándoles una fotografía en la mano izquierda.
«No te metas», se dijo Costa, pero se acercó de todos modos. La mujer estaba lívida, y conocía unos cuantos tacos en italiano. Costa tomó un bocado de su pan y siguió escuchando.
Luego miró la foto que la mujer tenía en la mano y algo le provocó un escalofrío en la espalda tan intenso que la comida se le cayó de la mano.
Era una locura y lo sabía. El rostro de aquel retrato le había traído a la memoria la fotografía que Leo Falcone había dejado sobre el cuerpo que ocupaba la mesa de disección de Teresa Lupo aquella misma mañana. Recordó lo que había visto allí: una imagen antigua de una chica rubia que se parecía mucho al rostro que ahora tenía delante. Ambas apenas iniciada su vida adulta, convencidas de que el futuro sólo podía reservarles amor y felicidad.
Y no tenía por qué ser así.
Los carabineros eran lo mejorcito de cada casa, unos majaderos más preocupados por mantener sus Ray-Ban limpias que por ocuparse de un delito que parecía haber ocurrido delante de sus narices. Creyó reconocer a uno, pero no podía estar seguro. Se parecían todos tanto. Lo que sí era cierto es que hablaban igual, con su voz de clase media y marcada pronunciación nasal. Se estaban burlando de la mujer y parecían inmensamente aburridos.
—¿Me están escuchando? —gritó ella.
—No nos queda otro remedio —contestó uno, que parecía el mayor de los dos. No debía tener más de treinta años.
—Esta chica —insistió, señalando la foto—, es mi hija y acaban de secuestrarla delante de ustedes, que no han hecho nada por impedirlo.
El uniformado de menos edad miró a Costa como diciendo no se te ocurra meterte. Nic no se movió.
El que más hablaba se apoyó de nuevo en el Alfa, acomodó su trasero un poco más arriba, sacó un paquete de chicles y se metió uno en la boca, mostrando una fila de dientes perfectos.
La mujer estaba plantada frente a ellos con los brazos en jarras, hecha una furia. Costa miró la foto una vez más. Madre e hija podrían pasar por hermanas, aunque con una diferencia de unos quince años. La madre estaba un poquito más llena y tenía el pelo un tono más oscuro que el de su hija, que de tan blanco resultaba muy poco natural.
Se acercó y mientras ella se esforzaba por recuperar el aliento le preguntó, echando mano de lo que recordaba de su inglés:
—¿Puedo ayudarla?
—No —contestó el carabinero mayor—. Ya te puedes ir largando y meterte en tus asuntos.
Ella miró a Costa, aliviada de poder hablar en inglés.
—Podría traerme a un policía de verdad. Es la ayuda que necesito.
Nic sacó la placa.
—Yo soy un policía de verdad. Nic Costa.
—Hay que joderse —murmuró el uniforme que hablaba, y apartándose por fin del coche, se plantó delante de Costa. Era mucho más alto.
—Su hija adolescente se ha largado con el novio en una moto, y ella cree que es un secuestro. A nosotros nos parece más una jovencita en busca de diversión —las Ray-Ban miraron a la mujer con un brillo negro y letal—. A nosotros nos parece perfectamente comprensible, pero si tú no tienes nada en lo que entretenerte, que te aproveche. Te la regalo. Pero llévatela de aquí, haz el favor.
Nic consiguió sujetar a la mujer por un brazo cuando ya se plantaba frente a la cara del carabinero. De no haberlo hecho, el muy imbécil se hubiera llevado una buena sorpresa.
—¿Vosotros lo habéis visto? —les preguntó.
El más joven habló por fin.
—Sí. Habría sido difícil no verlo. Yo creo que precisamente pretendía que lo viera todo el mundo. ¿Tienes idea de lo que hay por aquí? El otro día pillamos a una pareja haciéndolo a plena luz del día. Y ella quiere que empecemos a revolver Roma con Santiago porque su hija se ha ido en moto con un tío.
La mujer movió la cabeza. Parecía casi enfadada consigo misma, se giró hacia el Corso, seguramente la calle por la que había desaparecido la moto.
—No es propio de ella —dijo—. Es imposible que esté pasando algo así. Y no me puedo creer que ni siquiera la policía quiera escucharme.
Cerró los ojos y Nic se temió que fuera a echarse a llorar. Miró el reloj. Peroni volvería al coche en cuarenta minutos. Tenía tiempo.
—Déjeme invitarla a un café.
La mujer dudó y guardó la fotografía en un sobre. Había más dentro y Costa volvió a preguntarse si no se le estaría desbocando la imaginación, pero es que la chica se parecía tanto a la de la foto de Falcone…
—¿De verdad es usted policía como esos dos?
—No exactamente. Verá, yo soy civil… es que lo de las fuerzas del orden en este país es un poco complicado, incluso para nosotros.
Ella guardó el sobre en el bolso y se lo colgó del hombro.
—En ese caso, acepto el café.
—Buen trabajo, chicos —le dijo al mayor, dándole unas palmadas en el brazo—. Me encanta ver lo bien que se os dan las relaciones públicas. Nos hacéis la vida mucho más fácil.
Y seguido por un torrente de insultos, cogió a la mujer por el brazo y se alejaron de allí. Unos pasos más allá, se volvió a mirarla. Parecía menos ansiosa, y eso transformaba su rostro. Iba vestida con vaqueros y una vieja cazadora, pero de alguna manera aquella ropa no parecía encajar con ella. Parecía casi un disfraz. Había algo distinto y elegante bajo aquella ropa, algo que todavía no podía identificar con claridad.
La llevó a un pequeño café que quedaba a espaldas de la plaza. Había tarros de café molido sobre el mostrador de los que la gente se servía en la taza para reforzar la cafeína, y la mujer se apoyó en la barra con la desenvoltura de quien va por allí todos los días.
—Me llamo Miranda Julius —dijo—, y esto es una locura. A lo mejor soy yo la loca. Va a lamentar haberme traído aquí.
Costa la oyó referir su historia lenta y metódicamente, dedicando mucha atención a los detalles. Ojalá todas las declaraciones fueran así.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella al terminar.
—Nada.
—A mí me parece que sí —contestó mirándole abiertamente a la cara.
Costa recapacitó. A lo mejor la chica se había escapado de verdad con un novio que su madre no conocía. A lo mejor era simplemente eso. La desazón de la mujer se basaba en la intuición, no en los hechos. Simplemente sentía que algo no iba bien. Era comprensible que aquellos majaderos de uniforme hubieran querido deshacerse de ella.
—Dice que volvió ayer con un tatuaje.
—Menuda estupidez. Otra discusión más. No esperaba que las cosas salieran así. No vinimos a Italia para eso.
Vista de cerca, era mayor de lo que le había parecido en un primer momento. Unas finas arrugas partían de sus ojos azules, brillantes e inteligentes, pero lejos de afear añadían carácter a un rostro que en su juventud debió ser incluso demasiado hermoso. Parecía una modelo que se hubiera hecho algo deliberadamente en la cara para parecer más interesante.
—¿Cómo era?
—¿El tatuaje? Ridículo. ¿Qué se puede esperar de una chica de dieciséis años? Al parecer, se lo hizo hace un par de días, pero hasta ayer no se atrevió a decírmelo, cuando ya estaba cicatrizado. Dice que fue idea de él, quienquiera que sea, pero por supuesto ella estaba encantada. ¿Quiere verlo?
—¿Qué?
Sacó del bolso un sobre con fotos.
—Le saqué una fotografía. Esta mañana he revelado el carrete. Por eso llevo tantas fotos. Soy fotógrafa, por cierto. Es una especie de obsesión.
—¿Sabe lo que es?
—Ella me lo dijo. Una máscara de teatro, o algo por el estilo. Si hubiera sido de los Grateful Dead, lo habría entendido. No le hizo gracia que quisiera hacerle una foto, pero me dio igual. Un tatuaje… —miró a Nic con absoluta franqueza—. Si yo hubiera hecho algo así cuando tenía su edad. Señor Costa…
—Nic.
—¿Qué ocurre?
—No lo sé. Tengo que hacer unas llamadas. Discúlpeme un momento.
Empezaba a asustarse.
—Seguramente no es nada —dijo, y hasta él mismo se dio cuenta de lo patético de sus palabras.
Miranda Julius tenía alquilado un apartamento en el último piso del Teatro de Marcelo, el extenso complejo en forma de fortaleza que quedaba a la sombra de la colina del Capitolio. Lo había encontrado por Internet, y se había decidido a alquilarlo tanto por la historia del lugar como por el buen precio que les proponía el dueño por alquilarlo durante dos meses. Aunque había cambiado mucho a lo largo de los siglos, la construcción del teatro la inició Julio César, la concluyó su hijo adoptivo Augusto y a lo largo de su vida fue utilizado tanto como fortaleza como palacio antes de pasar a manos particulares. El apartamento tenía vistas al río Tiber y en sus márgenes el tráfico era tan intenso que se oía aún a través del doble cristal de la ventana. Nic había pasado por delante de aquel edificio en incontables ocasiones pero nunca había entrado y al hacerlo decidió que no envidiaba a ninguno de sus propietarios. Era un sitio demasiado ruidoso, demasiado al margen de la ciudad, en Roma pero sin formar parte de ella.
Le preocupaba haber exagerado. Había llamado a Falcone sin hablar antes de ello con Peroni, lo cual seguramente era un error. Su compañero había vuelto cuando ya todo estaba en marcha, y Falcone se había cabreado todavía más al saber que había invitado a Teresa Lupo a unirse al grupo, pero a él le parecía importante. Teresa había leído el libro aquel que citaba en la morgue, y si estaba en lo cierto, ella era la única persona con acceso inmediato a la investigación y al análisis que necesitaban. Los cuatro estaban sentados en aquel momento escuchando a Miranda Julius, y todos se preguntaban si aquello podría ser mera coincidencia.
Miranda y su hija Suzi habían llegado a Roma desde Londres hacía una semana. Ella era fotógrafa de prensa con base en Londres, pero acudía a donde quiera que su agencia la enviara. Suzi vivía con su abuela, y con ella había pasado la mayor parte de su vida. Estudiaba Bellas Artes en la universidad local. Su madre había decidido que faltara a sus clases durante dos meses para marcharse las dos de vacaciones a Roma en uno de esos experimentos en los que la madre pretende conocer a la hija. Suzi se había apuntado a clases de italiano en la Piazza della Cancelleria, la misma escuela a la que asistía la difunta Eleanor Jamieson. Ambas habían empezado a visitar los museos de la ciudad en su tiempo libre. Unos pocos días después, Suzi hizo un amigo. No en la escuela, sino en algún sitio cercano. Un chico reticente a conocer a su madre por razones que Miranda sólo podía imaginar.
—¿Cuántos años tiene su hija? —preguntó Falcone.
—Cumplió dieciséis en diciembre.
—¿Y usted?
Teresa lo miró de frente. Falcone era siempre directo con las mujeres, tanto que incluso podía resultar insultante.
—Tengo treinta y tres años, inspector —contestó sin tardar—. Sí, estoy segura de que ya ha restado. Estaba en el instituto cuando me quedé embarazada. El padre era un cerdo que desapareció incluso antes de que naciera la niña.
Tenía un acento y una dicción de clase alta que no encajaba con el modo en que iba vestida. Rezumaba dinero. De hecho, aquel apartamento tenía que haberle costado un pico.
—¿Es relevante todo esto? —preguntó—. No me importa con testar a sus preguntas, pero me gustaría saber por qué.
—Cuando una adolescente desaparece, cualquier cosa puede ser relevante —contestó Nic.
Ella apartó la mirada de Falcone y se volvió al ventanal y al zumbido del tráfico.
—Si es que ha desaparecido, que a lo mejor estoy exagerando. Podría aparecer en cualquier momento por esa puerta, y entonces no sabría qué hacer —dijo, mirándolos a todos. Aquella confianza era falsa, pensó Nic. El miedo era palpable en su cara, aunque a lo mejor él era el responsable de ese miedo—. ¿Quieren decirme por qué se lo están tomando de repente tan en serio?
Falcone obvió la pregunta.
—El tatuaje. Háblenos del tatuaje.
—¿Y qué quieren que les diga? Que me di cuenta de que llevaba unos días con manga larga y que de pronto, ayer, me lo dijo. Él fue quien le dijo que se lo hiciera. Incluso le sugirió cómo debía ser y hasta la llevó a un sitio que él conocía. Creo que llegó a pagarlo incluso.
—¿Cómo se llama ese hombre? —preguntó Costa—. ¿Le dijo dónde vivía?
—Al parecer, aún no estaba preparada para que yo lo conociera —respondió, negando con la cabeza—. Todavía no.
—¿Le explicó por qué?
—Es una cría de mentalidad muy infantil para la edad que tiene. Sigue en la etapa en que le da vergüenza hablar con su madre. ¿Qué tenía que hacer yo? No se estaba acostando con él y eso es lo verdaderamente extraño. Miren, a mí no van a darme el premio de madre del año. Mientras Suzi crecía, yo andaba por cualquier rincón del mundo fotografiando gente muerta, pero conozco a mi hija y sé que podemos hablar, así que estoy segura de que no se estaba acostando con ese chico. Todavía no. Era como si estuvieran esperando algo. De hecho… —dudó— … la verdad es que no se ha acostado con nadie. Suzi es virgen por decisión propia. A lo mejor viéndome a mí se ha dado cuenta de lo que puede pasar.
—¿Esperando a qué? —preguntó Falcone.
—Se lo diría si lo supiera, pero estoy segura de cuándo va a ocurrir: dentro de dos días. El diecisiete de marzo. La oí hablando por teléfono y quedando con él ese día. Parecía muy entusiasmada, aunque por supuesto no me habló de ello.
Demasiadas coincidencias, pensó Costa al conocer la fecha.
—¿Podríamos echar un vistazo a su habitación?
—Desde luego. Es la que está ordenada. Al final del pasillo.
Falcone hizo un gesto con la cabeza a Costa, pero Teresa se levantó y lo siguió sin que nadie se lo pidiera. Los dos salieron pasillo adelante mientras Falcone seguía mareando a Miranda Julius, cuya habitación Costa no se resistió a mirar. Desde luego no era la ordenada: había ropa por todas partes, un par de cámaras de aspecto profesional y una agenda electrónica abierta y lista para trabajar.
—Dios bendito —protestó Teresa cuando ya no podían oírlos—. Este hombre tiene los modales de un perro de presa. No me puedo creer que haya estado casado. ¿Qué buscamos, Nic? ¿Quieres explicarme por qué estoy aquí? El caso es el de una chica perdida, ¿no?
—Pensé que te gustaría tener la oportunidad de hacer de policía.
Ella se paró en seco.
—Tengo una autopsia a medio terminar en la morgue. Es un cadáver que por su aspecto se diría que lleva miles de años enterrado en los pantanos y resulta que lleva sólo dieciséis. Tengo problemas científicos con nombres que ni siquiera podrías pronunciar, ¿y tú crees que me gustaría tener la oportunidad?
Nic abrió la puerta de la habitación de la chica.
—¿Quieres mirar o no?
—Déjame pasar —dijo, adelantándose y entrando la primera en la habitación. Nic la vio observar su contenido y cerrar de nuevo la puerta. No quería seguir oyendo la voz de Falcone—. ¿Esta es la habitación de una adolescente? Pero si incluso la mía está peor. A propósito… —Teresa había empezado a pensar, y a Nic le encantaba verla en plena ebullición—, ¿cómo es que la madre tiene esa pinta? Parece más la hermana que la madre de la chica, y sólo es un año más joven que yo, leche. Si la lleváramos a la Comisaría, hasta el último mono se echaría mano a la entrepierna.
—También lo harían contigo si no temieran que les saltaras los dientes.
—Pero si ni siquiera tú podías dejar de mirarla, que me he dado cuenta.
Él prefirió no contestar y se acercó a la mesa que había junto a la cama. Sobre ella había un álbum de fotos tamaño cuartilla, en blanco y negro, y lo abrió. Imágenes de todas las guerras que habían aparecido en los últimos diez años en los titulares de prensa estaban allí: Afganistán, Palestina, Ruanda, lugares en África que ni siquiera era capaz de identificar. Teresa se acercó.
—Así que se refería a esto cuando dijo que se ganaba la vida fotografiando muertos —comentó Teresa.
—Al parecer es fotógrafa de guerra.
Había cuerpos rotos y cubiertos de sangre en el suelo. Niños perdidos con ojos como platos los miraban desde el papel.
—Esto hace que mi trabajo parezca normal —continuó—, ¿qué puede empujarte a hacer esta clase de trabajo, sobre todo teniendo una hija que te espera en casa?
—No lo sé.
¿Estarían allí aquellas fotos porque le gustaban a su hija, o sería quizás porque Suzi se hacía la misma pregunta que ellos? Había una gran complejidad bajo la superficie.
—Si mi madre se dedicara a sacar fotos como estas, creo que yo también me escaparía —sentenció Teresa, pensativa—. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Nic había trabajado muchas veces en casos de niños perdidos, sabía lo que sentían, y no tenía nada que ver con aquello.
—Desde luego. La mayoría de las veces los niños no huyen en busca de nada sino huyendo de algo. ¿Crees que eso es lo que está pasando aquí? Están de vacaciones, Teresa. Ya no sé cuántos casos de niños perdidos he llevado, y ninguno era un turista de vacaciones en el extranjero.
—Vale. Tienes razón. Pero de todos modos…
Había un montón de instantáneas de familia en la mesilla, tomadas todas ellas por Miranda Julius. La mayoría eran de la chica y aparecía encantadora y feliz. Unas cuantas las había tomado otra persona, un desconocido quizás, o un camarero. Estaban delante de la Villa Borghese, o en la Plaza de España, comiendo pizza, riendo. Nic las miró y sintió una punzada de culpabilidad. Si él estaba en lo cierto, Suzi Julius podía estar metida en una buena, una situación que sólo podía causar dolor a su madre, tuviera el resultado que tuviese. Las fotografías hablaban, contaban historias, y aquellas dos mujeres estaban unidas. Se querían.
Teresa también las estaba mirando.
—Bonitas fotos —se limitó a decir—. Me alegro de saber que no sólo retrata muertos.
Nic tuvo un instante de duda en el que le pareció percibir una nota amarga en la voz de Teresa, una nota que parecía decir míralas y envídialas porque tú nunca conocerás algo así, tú nunca sentirás esa felicidad o ese dolor.
—¿Te imaginas lo que debe ser tener esa responsabilidad? —le preguntó ella—. ¿Lo que debe ser saber que alguien depende de ti hasta ese punto?
Nic pensó en su padre, fallecido tiempo atrás, y pensó que sí, que sí que lo sabía, pero desde el punto de vista del que dependía del otro.
—A la madre se le ve en la cara —continuó Teresa—. Pasara lo que pasase, tanto si discutieron como si no, no deja de preguntarse si habría podido hacer algo.
—Siempre es así —contestó él—. Tú eres patóloga y no lo has visto.
Teresa cogió la mejor de las fotos: estaban las dos riendo en el Ponte Sisto, bajo el sol pálido de invierno.
—Que sea siempre así no lo hace más fácil.
—No.
A lo mejor lo del parecido era sólo un engaño de su imaginación. Era duro comparar a aquella chica llena de vida con el cadáver de madera que reposaba en la mesa de acero.
—¿De verdad se parece a la chica muerta, o es cosa de mi imaginación? —le preguntó a Teresa—. ¿Podría significar algo? ¿Crees que podría haber despertado las ganas del que cometió el crimen hace dieciséis años?
Teresa se encogió de hombros.
—Un poco traído por los pelos, ¿no te parece? Sí, es una chica rubia, joven y bonita, si te refieres a eso. Según las fotos, yo diría que está un poco flaca para el gusto de los italianos. La madre es más de nuestro tamaño. Bueno, del de algunas. En Roma encuentras rubias flacas a puñados, Nic. ¿Por qué iba a tardar dieciséis años en cruzarse con una? Admítelo: lo más probable es que sea una chica que ha huido de su madre.
—No lo creo —contestó tras un instante—. Hay algo que no encaja. ¿Qué demonios significa todo esto? ¿Qué es lo que ocurre exactamente? ¿De dónde dice ese libro tuyo que sacaban a las víctimas?
—No eran víctimas, Nic. Lo estás malinterpretando. Pasar por ello era un privilegio, aunque en un principio seguramente no se lo pareciera.
—A menos que saliera mal —le recordó.
—A menos que saliera mal. Pero no pudo torcerse muchas veces. Esas jóvenes eran regalos. Algunas de ellas eran esclavas entregadas por sus propietarios y otras las entregaban sus propios padres. Salían cambiadas. Eran acólitas del Dios y eso debía significar algo.
—¿Pero qué? Sigo pensando que algo no funciona.
—No lo sé. Yo soy patóloga, no arqueóloga, ni policía. Tampoco soy psiquiatra. Fíjate en lo que me estás diciendo: algo no funciona. ¿De verdad vas a ir con eso a Falcone?
—Tú eres la única persona que tengo ahora mismo y que ha investigado todo esto. Por favor…
Ella suspiró y buscó asiento.
—No me hagas esto, Nic. No tomes todo lo que digo como si fuera palabra de Dios. Además, no me gusta ser imprecisa. Mi formación es precisamente la contraria.
—Tú sólo dirígeme y yo me encargaré de comprobarlo todo, te lo prometo. Háblame más de ese ritual.
—No sé más que lo que he leído. Era una ceremonia de iniciación a la edad adulta que se celebraba un día en particular con chicas elegidas: el diecisiete de marzo. ¿Te suena? Se montaban una fiesta por todo lo alto, con asistencia masculina, por supuesto: sacerdotes y parásitos que pretendían meterse en la juerga. Bebían, bailaban y se metían en el cuerpo todo tipo de narcóticos conocidos en la antigua Roma. Y luego se hacían cosas que asustarían a los mismísimos Ángeles del Infierno. Pero todo ello giraba en torno a las chicas. Se trataba de darles algo que pudieran utilizar en su vida adulta. Un atributo, quizás. O la pertenencia a un club que pudiera abrirles puertas más adelante.
Nic la miraba atento.
—Mira Nic, incluso el tipo que escribió ese libro ha admitido que la mayor parte es pura deducción. Nadie sabe de verdad qué pasaba. Sólo que de vez en cuando el asunto se les iba de las manos hasta el punto de que llegaron a prohibir las ceremonias mucho antes de que aparecieran los cristianos con su rollo de paz y amor. Era demasiado para ellos. Eso sí, se limitaron a capturar a los organizadores y darles una muerte discreta en algún rincón para después relanzar toda la historia como una ceremonia admisible y estupendísima llamada la Liberalia. Una estrategia parecida a la que usaron para implantar la Navidad. ¿A qué sustituyó? ¿Quién lo sabe?
—Así que, dos mil años después, les ha salido un imitador. Un tío que quiere volver a montar el mismo ritual.
—Eso no lo sabemos. Lo único que tienes es un tatuaje, una fecha…
—Y un cadáver.
—Que no tiene ninguna conexión con el caso de esta chica —opuso—. Sé sincero contigo mismo. Seguramente la madre tiene razón. La chica aparecerá dentro de nada con una sonrisita satisfecha pensando «menos mal que me lo he quitado de encima». Virgen a los dieciséis, por amor de Dios. ¿Pero qué clase de vida lleva esta gente?
Él ya no la escuchaba. Había empezado con el ritual del buen policía: abría cajones y rebuscaba en su contenido con un poco más de respeto que muchos otros, que habrían vaciado directamente el contenido en el suelo.
—¿Te das cuenta —dijo ella de pronto—, que si conociera a alguien y tuviera un niño, cuando tuviera la edad de Suzi Julius yo seria una cincuentona? Dios, no sé muy bien quién es la virgen aquí.
Costa abrió el cajón inferior, deslizó la mano bajo un camisón perfectamente doblado y la miró.
—¿Qué?
Sacó un par de cosas: cosas inquietantes, de significado oscuro y pérfido.
Una era el tallo seco de una planta, a cuyo extremo más fino habían unido una piña que colgaba torpemente, sujeta con celo. Parecía el trabajo de un niño de primaria.
—Estaba intentando averiguar cómo hacerlo —musitó Teresa.
—¿Cómo se llamaba este chisme?
—Tirso —se lo quitó de las manos para olerlo, y su expresión cambió de repente—. Es hinojo. Igual que el de la momia.
—¿Y esto? —era una bolsa de plástico llena de semillas que Costa olió—. No es marihuana.
—Marihuana corriente no es, desde luego.
Teresa miró dentro de la bolsa con una expresión de honda tristeza.
—¿Teresa?
—Encontré algo parecido en los bolsillos de la chica muerta. Estoy esperando el informe del laboratorio, pero por mi limitada experiencia culinaria, diría que es una mezcla de especias: comino, cilantro, hinojo también, seguramente algún alucinógeno. Algo fúngico. El hongo mágico, seguramente.
Nic esperó. ¿Cómo podía saberlo?
—Según dicen en el libro, formaba parte del ritual. Un pequeño regalo del Dios. Una forma de agradecerles lo que estaban a punto de darle a cambio.
—¿Y qué era?
Teresa guardó silencio.
—Intenta imaginártelo —insistió Costa—. Usa tu intuición femenina.
—Si lo hacían bien, iban al paraíso. Perdían la virginidad a manos de algún cretino del templo ataviado con la máscara del tatuaje para ponerse en el papel. Todo el ritual tenía que ver con el éxtasis, físico, mental, espiritual…
Cerró los ojos intentando recordar.
—El libro decía que en el ámbito público, el diecisiete de marzo era la fecha en que los muchachos romanos alcanzaban la mayoría de edad. En privado, las mujeres alcanzaban también una especie de estatus. Al menos las que estaban familiarizadas con estos cultos.
—¿Y si lo hacían mal? Si decían que no…
—Supongo que en ese caso tendrían que enfrentarse a un Dios muy enfadado. ¿De verdad crees que esta pobre chica puede formar parte de algo así pensando que se trata de una especie de juego?
Nic se quedó mirando el cetro casero y la bolsita de semillas.
—Es una posibilidad que no podemos pasar por alto.
—No hay pruebas suficientes para que Falcone se decida.
Tenía razón. Lo que habían encontrado no era más que espirales de humo reflejadas en un espejo distante y borroso. No había nada que pudiera sugerir la respuesta a la pregunta más obvia: ¿por qué ella? ¿Por qué una muchacha inglesa que sólo llevaba una semana en Roma?
Volvieron al salón. Miranda Julius estaba sofocada y tenía los ojos hinchados. Falcone debía haberse empleado a fondo. Bastó con que los viera entrar para que leyera en su cara.
—¿Qué hay? —preguntó.
Costa le mostró el tirso y el paquete de semillas.
—¿Había visto esto antes? ¿Sabe lo que es?
Ella contestó que no con la cabeza.
—No tengo ni idea. ¿Dónde lo han encontrado?
—En el dormitorio de Suzi —contestó Costa.
—¿Pero qué es?
—Podría ser una coincidencia.
—Podría ser cualquier cosa —intervino Falcone—. Vamos a ponernos manos a la obra en la desaparición de su hija, señora Julius. Haremos circular su descripción. Lo que suele ocurrir en casos como este es que el niño o la niña vuelven a casa. Normalmente antes llaman por teléfono. Seguramente hoy mismo.
—Mire, hay tiempo todavía —dijo Teresa—. Quedan muchos cabos sueltos. Si…
Falcone se levantó y bastó con una mirada suya para que Teresa no siguiera hablando.
—Doctora —dijo entre dientes—, yo no voy por ahí diseccionando cuerpos, así que no vayas tú interrogando testigos.
Costa pensó que Teresa iba a darle una bofetada, y se preguntó qué ocurriría en ese caso, pero lo que hizo la forense fue sentarse junto a Miranda y pasarle un brazo por los hombros.
Falcone apartó a Costa y a Peroni de ellas.
—Esto es serio —dijo Costa—. Sé que parece raro, pero…
—No me digas cómo hacer mi trabajo —le cortó Falcone—. Tenemos un caso claro de asesinato y una adolescente perdida que añadir a la lista de todas las semanas. No hay nada que relacione ambos casos. Nada con lo que se pueda contar. Sé sincero, Nic. Si hubiera…
Costa miró a Falcone. Ojalá no fuera siempre tan reservado. Era una coincidencia, sí, pero no por eso debían rechazarla.
—Podríamos entregarle su foto a los medios.
—¿Y qué quieres que les digamos? ¿Que es la foto de una niña a la que su madre no ha visto desde esta mañana? ¿Quieres que quedemos como idiotas?
—Me importa un comino cómo quedemos.
Peroni le dio una palmada a Costa en la espalda.
—Piénsalo bien, Nic. ¿Por dónde podemos seguir?
—Haz circular la foto en las comisarías —ordenó Falcone caminando ya hacia la puerta, viendo cómo Teresa lo miraba con el ceño fruncido y sin separarse de la madre—. Asegúrate de que la ve todo el mundo. Y saca lo que tengamos en el circuito cerrado de televisión del Campo. Ya lo revisaremos más tarde. Es posible que tengas razón, Nic, pero todavía no quiero lanzarme a eso. Además, tenemos una cita. Y me refiero a vosotros dos. No metas a tu amiga en esto, que tiene otro trabajo que hacer.
En los últimos tiempos, cuando Emilio Neri salía a ocuparse de sus negocios delegaba todo el trabajo muscular en Bruno Bucci, un rufián de treinta años y buenos músculos nacido en Turín. Bucci llevaba a sueldo de Neri desde que era un adolescente y se ocupaba de los camellos que trabajaban en la estación de Termini y sus aledaños. Le gustaba como empleado y como hombre. Era un tipo taciturno, leal y tenaz que sabía cuando hablar y cuando callarse. Nunca volvía hasta que el trabajo estuviera hecho, costara lo que costase. Y si Neri sentía ganas de darle una paliza personalmente a alguien, no le importaba ser él quien sujetara al pobre diablo y se ocupara de quitarle de la cabeza las dudas que pudiera generarle el hecho de que quien le estaba cambiando la cara rondase los setenta y resoplara como un fuelle viejo.
A veces se preguntaba por qué Mickey no había salido así. Eso le proporcionaría una gran tranquilidad en cuanto a quién iba a sucederle al mando del imperio que había creado, una abdicación que iba a llegar más pronto que tarde, teniendo en cuenta cómo se encontraba últimamente. Y no era cosa de la edad, que en ese sentido estaba convencido de poder seguir llevando las riendas una década más. Era otra cosa. Aburrimiento quizás, o la sensación de estar fuera de lugar. Una casa tan grande, la servidumbre, incluso Adela, tumbada todo el día como una muñeca… todos esos símbolos de dinero y poder le parecían irreales, impropios casi, una cárcel de marfil que amenazaba con ahogarle en lujo.
Debería estar pensando ya en la transición, pero siempre que lo hacía se encontraba con el escollo del carácter de Mickey. El muchacho hada casi siempre lo que se le decía, pero al mismo tiempo andaba tras sus propios asuntos, pequeñas estafas que prefería guardarse para sí. Neri se había visto obligado a ocuparse de sus descalabros de drogas, mujeres y dinero en demasiadas ocasiones. Eso sí, el chico no lo negaba. Bastaba con hacerle las preguntas adecuadas. Cuando Mickey tenía veinte años podía soportarlo, pero a aquellas alturas empezaba a estar harto. A lo mejor debía buscarle alguna especie de compensación, algo en lo que pudiera ocuparse y dejar que Bucci dirigiera el negocio y que él se limitara a recibir los beneficios.
Consideró la posibilidad desde el punto de vista de Bucci. Sabía lo que cualquier trabajador del hampa con un poco de ambición haría en ese caso: esperar a que el viejo palmase y luego quedarse con todo tras enviar al inútil del hijo a conducir un taxi o a servir de comida para los peces. El mundo funcionaba así. Él habría hecho lo mismo. Las familias eran entidades imperfectas, y nada duraba para siempre.
Habían pasado la mañana reclamando deudas por la ciudad, y durante todo ese tiempo no había parado de darle vueltas al modo en que Adela y Mickey se atacaban en su presencia. A lo mejor debía castigarlos a ambos. La cuestión es que no podía quitárselos de la cabeza y no conseguía entender por qué. Las ideas no le fluían ya tan rápido como antes. ¿Se le estaría escapando algo? ¿Andaría Mickey metido en algún otro lío? Se recostó en el respaldo del asiento trasero de su Mercedes blindado y cerró los ojos. Ojalá no tuviera que preocuparse constantemente por los dos. Adela, la muy zorra, se gastaba una verdadera fortuna al mes con su tarjeta de crédito. Lo sabía bien porque revisaba hasta el último céntimo de las cuentas. Y Mickey hacía otro tanto. Parecía consumirle el deseo de poseer cualquier cosa con motor. Había tenido cuatro deportivos en cuatro meses, además de un verdadero arsenal de vehículos de dos ruedas, e incluso había estado a punto de comprarse una avioneta Piper Comanche de cuatro plazas. Afortunadamente el dueño de la escuela de vuelo le llamó discretamente para ponerle al tanto. Y por otro lado, estaban las mujeres de todas formas, tamaños, colores y pasados. Lo único que tenían en común era el dinero que consumían, por supuesto ni un solo céntimo generado por su hijo.
A su manera, Neri los quería a los dos. O quizás, para ser más exactos, le gustaba poseerlos a los dos y que ambos dependieran de él en todos los sentidos. A cambio debían seguir ciertas normas, y una de ellas era no mostrar en su presencia la inquina que se tenían. Pero al parecer no eran capaces ni de eso, y el resentimiento que ello le generaba iba creciendo por momentos, dificultándole la concentración en el trabajo. En una ocasión había dejado a Bucci dándole una buena soba a un chulo de Termini para llamar a Mickey y saber qué estaba haciendo, pero lo único que consiguió fue escuchar un mensaje grabado en el móvil. Luego ordenó a Bucci que localizase a Toni Lucarelli. Era el dueño de un bar en el Trastevere que estaba desviando pasta de la que debía ir a parar a manos de Neri para mantener un asunto de faldas al otro lado de la ciudad. Le había dado él personalmente unos cuantos golpes en la cara, no muy duros porque no tenía el corazón puesto en ello. Lucarelli era un buen tipo. Lo que pasaba es que quería divertirse más de lo que su bolsillo le permitía.
Pero el muy estúpido lo echó todo a perder al echarse a llorar en lugar de soportar su castigo como un hombre. En un principio pensó en darle rienda suelta al de Turín y que se despachase a gusto con el mierda aquel que lloraba como un bebé en el almacén de su barucho. Pero no podía quitarse la imagen de Adela de la cabeza: la fría e insensible Adela, que tenía demasiadas artimañas en la cama para una mujer de su edad y que miraba a su hijo como si no fuera nada, con frialdad tal que parecía deliberada, como si se estuviera riendo de algo. Ordenó a Bucci que siguiera solo un poco más mientras él llamaba a Adela, pero tampoco consiguió hablar con ella. Un día fantástico. La vida sería tan sencilla si no tuviera que ir por ahí así, con un guardaespaldas pegado a los talones… pero no se podía ser el jefe y no tener enemigos.
No necesitó castigar a nadie más. Bastó con un poco de intimidación. A la hora de comer, cuando ya había terminado con la que se suponía era una placentera ocupación para él, decidió pasarse por el Vaticano a ver a un amigo. Hablaron de otro aspecto del negocio de Neri: fondos en paraísos fiscales, evasión de impuestos, blanqueo de dinero y contabilidades paralelas. Luego comieron en un pequeño restaurante cerca de allí propiedad de un antiguo empleado de Neri en el que nunca pagaba la cuenta, por supuesto. El hombre del Vaticano se escabulló en cuanto pudo tras haber tomado sólo un plato de espagueti carbonara, temeroso de que pudieran verlo con él, pero Neri se quedó a disfrutar de un buen cordero con achicoria y un zabaglione. Pero ni aun así consiguió quitarse a Mickey y Adela de la cabeza.
Al poco recibió la llamada en la que le informaron de lo que estaba ocurriendo en la Comisaría. Intentó retroceder dieciséis años en sus recuerdos e hizo unas cuantas anotaciones en la libreta que llevaba siempre en el bolsillo interior de la chaqueta: nombres, acontecimientos, gente a la que debía llamar… todo lo escribía allí. Necesitaba acudir a sus notas con demasiada frecuencia últimamente. Su memoria ya no era la de antes.
—A la mierda —farfulló con la mirada puesta en los platos ya vacíos—. Eso ya es historia y yo soy demasiado viejo y demasiado rico para que esas cosas me salpiquen.
Cuando salió a la calle, cerca de la Piazza del Risorgimento, Bruno Bucci le esperada sentado en un murete junto al Mercedes negro, y le pareció que había algo desconcertante en él. Por fin se dio cuenta de lo que era: había una emoción pintada en su rostro luengo e inexpresivo. Estaba cabreado.
—El coche se ha estropeado —le dijo—. No arranca.
—Tanto dinero, ¿y para qué te sirve? —contestó Neri, moviendo despacio la cabeza con la mirada puesta en aquel trozo de metal negro—. ¿Por qué tengo que molestarme por algo así?
—He llamado al taller. Han dicho que tardarían dos horas.
Mañana me pasaré por allí. Quiero explicarles un par de cosas en persona.
Neri lo miró a los ojos. Sus iris castaños parecían casi siempre mortecinos, pero sabía que eso no era más que una pose. Bucci era un tipo listo al que no se le escapaba nada.
—Hazlo —le contestó, dándole una palmada en la pierna—. ¿Sabes que te digo? Pues que la vida es muy corta para preocuparse por cosas así. Tómate la tarde libre, que ya hemos terminado. Estamos en primavera. Vete a ver al chulo de antes y dile que debería darnos algo extra para mantenernos contentos.
Bucci cambió de postura.
—Se lo agradezco, jefe, pero no necesito esa clase de cosas. Ahora no. Pero se lo agradezco de todos modos.
—Bien, Bruno —le respondió, pensando de nuevo en su hijo—. Me gusta que trabajes para mí.
—A mí también me gusta trabajar para usted. Espéreme aquí, que voy a buscar un taxi y le acompañaré a casa.
—¡No! —se rio—. Lo he dicho en serio: estamos en primavera y quiero que te despiertes un poco, que te sientas vivo. Por hoy ya no quiero saber nada más de las deudas. A veces me resulta muy aburrido. Vete y disfruta. Invita a alguna chica a cenar esta noche. Pago yo.
—Es usted muy amable, jefe —respondió, y de nuevo sus ojos parecieron dos bolas inanimadas—, pero se supone que no debo dejarle solo.
Neri frunció el ceño.
—¿Qué insinúas? ¿Que no puedo cuidarme solo?
—No, jefe. Es que usted siempre dice que…
—¡A la mierda! Ahora digo otra cosa. ¿Quién se va a atrever a hacerme nada? Además, del modo que voy a volver a casa… —sonrió—. Hay que sentirse libre de vez en cuando, Bruno. ¿Lo comprendes?
—¿Cómo piensa volver a casa?
—En un modo de transporte único: el autobús que para en esa esquina. Quiero poder mirar a los ojos a gente desconocida e intentar averiguar qué llevan dentro. Hace años que no lo hago, y es un error. Te quedas aislado.
—¿En autobús? —repitió Bucci.
—Sí, ¿por qué no? —contestó, y se quedó un instante pensativo—. ¿Te importa si te hago una pregunta?
—No.
—Es sobre el idiota de mi hijo y Adela. ¿Qué crees que debería hacer con ellos? Me están volviendo loco.
Bruno Bucci se removió incómodo y Neri se sorprendió de su reacción. Incluso le resultó difícil creerse lo que estaba viendo: el hombre de hielo de Turín había enrojecido.
—¿Se te comió la lengua el gato? ¿Es que te he hecho una pregunta inconveniente?
—Me encantaría poder ayudarle, jefe, y usted lo sabe. Si hay algo que yo pueda hacer… sólo tiene que decirlo.
—¿Que puedas hacer tú? —se rio Neri, que seguía sin comprender—. ¿Pero de qué estás hablando, Bruno? Sólo te estaba pidiendo tu opinión. El problema lo tengo yo: quiero a mi hijo y quiero a mi mujer, pero ellos no pueden ni verse. Y tú crees que puedo pedirte a ti que lo arregles. Dios bendito…
—Es que no tengo opinión al respecto.
Neri le dio una palmada en el hombro.
—Sí, claro. Ay, la gente del norte. Creéis tener respuesta para todo. Lo que pasa es que no quieres decirme lo que piensas.
—En eso tiene razón —contestó Bruno, clavando sus ojos marrones e impasibles en los de su jefe.
—Ten —le dijo, dándole unos cuantos billetes morados—. Estoy de acuerdo contigo: es sólo asunto mío. No debería haberte preguntado. Anda, diviértete. Haz lo que quieras, que a mí no me importa. Sólo tiene que decírmelo… eres de lo que no hay.
—Gracias —contestó, levantándose mientras contaba los billetes.
Cuando su espalda se perdió calle abajo, Neri murmuró para sí:
—Humildad. Eso es lo que le falta al mundo en esta época.
Caminó hasta la esquina y entró en la plaza intentando recordar cuándo había montado por última vez en autobús, y cómo era ser joven.
El buen humor no le duró mucho. Había cola y un montón de turistas empujando, forcejeando para abrirse paso, haciendo preguntas estúpidas. Le costó diez minutos llegar hasta la puerta del autobús. Cuando consiguió entrar en el 64 ya de mal humor, estaba dándole vueltas otra vez a lo mismo: su estúpida familia.
No había dónde sentarse hasta que un hombre no mucho más joven que él, bien vestido y que sonreía constantemente se levantó y le ofreció su asiento. ¿Por qué no habría seguido el consejo de Bucci de tomar un taxi, en lugar de subirse en aquel trasto? «Pues porque eres un viejo chocho», pensó para sí. «Y seguramente los demás empiezan también a darse cuenta de que lo eres».
Aquel hombre no dejaba de sonreír, algo inexplicable teniendo en cuenta que estaban metidos en un apestoso y desbordado autobús. Se le estaba haciendo eterno el trayecto sobre el puente hasta llegar a la Via Arenula, donde se bajaría y llegaría andando hasta su casa.
—Siéntese usted —espetó—. ¿Qué le ha hecho pensar que necesito que me ceda el asiento?
—Nada —contestó el hombre, sonriendo. Parecía un carterista seguro de sus habilidades, o uno de esos actores de segunda fila de las películas de Fellini—. Es que he pensado que a lo mejor…
—Pues se equivoca —le plantó.
Y siguió aferrado a la cincha que colgaba de la barra preguntándose por qué no habría querido aceptar el asiento y darles un descanso a sus pobres y sudorosos pies. En aquel momento lo ocupaba un adolescente negro con unos cascos pegados al cráneo de los que se escapaba un siseo metálico.
Se bajó en la Via Arenula entre otro buen montón de gente y tuvo que esperar casi cinco minutos para poder cruzar la calle. Cuando llegó a casa iba sin aliento y bañado en sudor, aún con el pensamiento puesto en Adela, Mickey y la llamada que había recibido de la Comisaría.
La casa estaba vacía y eso no le gustó. Quería que estuvieran allí cuando llegase él. Cuando el teléfono sonó supo que no iba a poder evitar que aquel otro olor, el del cadáver viejo que habían descubierto, se le pegara también a la piel.
Veinte minutos después de dejar el Teatro de Marcelo, Nic Costa y Gianni Peroni seguían al coche de Falcone por una calle estrecha y de uso privado que partía de la colina del Janículo, un extenso parque situado a espaldas del Trastevere y que dominaba el río.
Peroni engulló lo que le quedaba de su segunda porchetta del día y tras sacudirse las migas que le habían quedado en la chaqueta y que fueron a parar al suelo del Fiat, dijo:
—Me gusta como conduces, Nic. Con cuidado pero sin pasarte, atento a todo y rápido si es necesario. Cuando me restituyan a mi puesto anterior, te ofreceré trabajo como conductor mío. Puedes llevarme donde quieras. La mayoría de los que he tenido no sabían más que dar volantazos. Demasiado para un hombre tan sensible como yo.
Abrió una barrita de chocolate y le dio un mordisco antes de volver a guardársela en el bolsillo sin terminar.
—Vas a engordar si sigues comiendo así —observó Costa.
—Llevo quince años pesando lo mismo. Lo quemo todo con tanta tensión. Tú sólo conoces mi fachada exterior: tranquilo, inalterable, cauteloso, feo como la madre que me parió. Y eso es lo que quiero que veas. Pero por dentro soy una olla a presión. Tengo traumas que pueden quemar cualquier cantidad de carbohidratos y colesterol. Fíjate y verás. ¿Me has visto engordar un solo gramo desde que nos conocemos?
—No.
—Pues claro que no. Además, deberías saber que la carne, incluso la mierda de carne que venden con ese nombre en Roma, y el pan son los mejores antídotos que existen contra la gripe. Olvídate de todas esas chorradas de las frutas y las verduras. ¿Te has fijado en los chimpancés? Los tíos se pasan el día estornudando o dándole. A veces incluso las dos cosas al mismo tiempo.
Nic se quedó pensándolo.
—Yo nunca he visto estornudar a un chimpancé.
—Entonces tienes que desarrollar tus dotes de observación. Bueno, ¿necesitas que te de la manita para entrar ahí o puedo quedarme en el coche y echarme una siesta? Con tanta momia y tantas lecciones de historia, ha sido un día agotador para un animal nocturno como yo.
Peroni sacó su paquete de cigarrillos, pero al ver la cara de Costa, se lo pensó mejor.
—Vale, vale. Te haré una concesión al día y vas que te matas. En cuanto a lo de la chica inglesa, Nic, Falcone está haciendo todo lo posible dadas las circunstancias, haciendo circular la foto y demás. Yo no soy detective, pero lo que dice su madre es tan indefinido…
—A veces las cosas son así. ¿No pasa lo mismo en narcóticos?
—La verdad es que no. Nosotros nos limitamos a hacer cumplir la ley, no a investigar. Intentamos mantenerlo todo bajo control, que nadie verdaderamente inocente salga herido y que la droga se mantenga fuera de la ecuación en la medida de lo posible. Yo no soy como tú. Digamos que soy un trabajador social. Si la historia se pone violenta, se nos va de las manos. Nosotros no somos más que informadores de uniforme que manejan rumores que vosotros utilizáis después. Un trabajo muy popular, ya sabes.
—¿Y qué haces cuando necesitas información?
—La pido sin más. Soy bueno preguntando, y no hay por qué ponerse nervioso. Así que déjame decírtelo otra vez: ¿cuál es el problema? ¿Te apetece estar un poco más con la madre? Cada uno sabe lo que debe hacer con su vida sexual, pero yo te aconsejaría que salieran con Bárbara. Es una buena chica.
—¿Qué quieres decir?
Peroni era demasiado directo a veces. Y demasiado observador también.
—Pues quiero decir que he visto cómo mirabas a la inglesa. No me entiendas mal: es una mujer muy guapa pero con aire, digamos, de segunda mano. Mayor que tú, aunque eso no tiene por qué ser malo, pero no es mi tipo. Hay algo excesivo en ella. Puede que sea la bebida o las pesadillas, no lo sé.
—Yo simplemente creo que sabe más de lo que dice.
Peroni no había sido tan perspicaz, o a lo mejor había andado un poco lento.
—Nic —le contestó, poniendo una mano en su brazo—, ya has oído a Falcone. Dijo que a lo mejor tenías razón, pero piénsatelo bien. Acabas de reincorporarte, y hay gente en la Policía a quienes les parece una locura que Falcone te haya dado una segunda oportunidad. Estás a prueba, como yo.
—Y piensas que si insisto en esto puedo echar a perder tus opciones y las mías.
—Si quieres verlo así —concedió—. En parte es eso, pero en esta ocasión estaba pensando en ti. En serio. En estas últimas semanas te he ido conociendo y sé que a veces te tomas las cosas de un modo demasiado personal. Que haces tuyos los problemas de los demás.
—Gracias por el cumplido.
—Es una hoja de doble filo, porque esa es la mejor manera de que te hundan. O de hundirte tú.
—No voy a hundirme, Gianni. Y olvídate de mí. ¿Qué pasa con la chica que ha desaparecido? ¿Y si las dos están relacionadas? Todo eso de los rituales y…
Peroni suspiró.
—¿Una hierba y unas cuantas semillas? Lo de que a Teresa la llamen la loca no es casualidad, ¿sabes? A mí me gusta esa mujer como a todo el mundo, pero tienes que admitir que esto es forzar un poco las cosas. Aunque estuviera en lo cierto con el cadáver, no hay modo de relacionarlo con la chica desaparecida. Las separan dieciséis años y no tienen absolutamente nada en común aparte del físico. ¿Tú qué dices? ¿Que alguien sigue con todo eso de los rituales? ¿Y cómo es que no hemos sabido nada en este tiempo? ¿Crees que no ha pasado por Roma una sola chica rubia y guapa desde que estuvo la del pantano?
Era una buena pregunta.
—A lo mejor todo fue saliendo bien hasta esta ocasión. A lo mejor sólo hay muertos si las cosas se tuercen. Si de pronto la chica ya no quiere seguir adelante. No lo sé.
Peroni asintió.
—Entonces bastaría con que la chica le siguiera el juego a ese cerdo para que la dejase libre, ¿no?
Aún más. Nic recordó lo que Teresa le había contado que se decía en el libro: las chicas recibían una recompensa. Se les daba a probar brevemente el paraíso, lo que las convertía en iniciadas, en parte integrante de un club. Y ello les permitiría ver el ritual desde dentro cuando volviera a celebrarse. Tendrían la oportunidad de ver la iniciación de otra.
—Podría ser —contestó.
—Entonces no hay para tanto. Las mujeres llevan haciendo esa clase de cosas desde Adán y Eva.
Gianni Peroni pertenecía a otra generación, y no debía olvidarlo.
—En este siglo, sí que tiene importancia.
Peroni lo miró fijamente un instante antes de volver a hablar.
—Perdona. Es que de vez en cuando se me escapa el dinosaurio que llevo dentro. Olvidémoslo, ¿vale? Pero mi consejo es que mantengamos la cabeza baja y hagamos lo que se nos ha ordenado. Así se progresa en la policía de hoy.
Oyeron el motor de un coche deportivo. Era un Alfa Romeo negro coupé que se detuvo cerca del coche de Falcone. Una mujer elegante, vestida con un traje de chaqueta oscuro con la falda por encima de la rodilla y la chaqueta ajustada se bajó del coche y con suma desenvoltura abrazó a Falcone y lo besó en la mejilla.
Peroni cerró los ojos.
—Mierda… ya me he quedado sin siesta. Desde luego, no hay Dios, o si lo hay, es un bastardo. ¿Ves? Una razón más para escuchar a este dinosaurio. ¿Sabes quién es?
Costa negó con la cabeza.
—Es la mujer de hielo de la DIA: Rachele D’Amato —le contó Peroni—. También está todo muy revuelto últimamente por allí. Se dedica a montar operaciones en burdeles. Y claro, si organizaras algo así, no ibas a contárselo a los de narcóticos, ¿verdad? Óyeme bien: nunca jamás se te ocurra acercarte a ella, ¿entiendes? Al menos hasta que seas inspector jefe, e incluso entonces yo me pondría guantes. Falcone se la estuvo tirando hasta que se enteró su mujer. ¿Qué demonios estará haciendo aquí? Mejor dicho, ¿qué demonios hacemos nosotros aquí? Con vosotros estoy siempre en la oscuridad.
Falcone y la mujer charlaban animadamente delante de la puerta, pero parecía una conversación profesional, al menos por parte de la mujer.
—¿Alguna otra cosa más que necesite saber sobre ella?
—Desde luego —respondió Peroni—. Aborrece a la policía. Para ella somos todos unos gilipollas. A lo mejor es por su experiencia con Falcone. Unos gilipollas y unos corruptos. Empapeló a dos hombres de narcóticos el año pasado por aceptar sobornos.
—Me alegro —espetó Costa. Odiaba a los policías corruptos y no podía comprender que alguien sintiera compasión por ellos en el cuerpo.
—Ah, se me olvidaba que eres de los que tienen conciencia —se burló Peroni—. Pues déjame decirte algo, chaval: eran buena gente. Habían metido a muchos en la cárcel que se merecían estar allí, así que hasta que tú hayas hecho lo mismo, te sugiero que no prejuzgues a nadie. En ese trabajo no siempre se puede ser blanco o negro, porque si lo eres la gente no confía en ti.
Costa se le quedó mirando. Ojalá pudiera comprenderle mejor, porque a veces decía cosas que le dejaban muy inquieto.
—En cualquier caso, esa perra tiene riñones. Se dice por ahí que el año pasado quisieron liquidarla. Cuando se enteró de que iban tras ella, se presentó en casa del tipo, que estaba desayunando con su madre, y consiguió llegar a un acuerdo.
La gente que trabajaba para la DIA corría peligro constantemente. Nic conocía a uno al que una explosión en Sicilia dejó muy malherido. En ella no trabajaban sólo policías, sino también abogados, personas que a los ojos de la mafia eran objetivos fáciles de alcanzar.
—¿Sigue estando en la lista?
—Está viva, ¿no?
Peroni bajó del coche y se dirigió a la puerta. Nic lo siguió. Rachele D’Amato era una mujer de unos treinta años, delgada y perteneciente a un tipo que Costa reconocía con facilidad: mujeres dedicadas a su trabajo, serias, pero a las que no les importaba jugar con la atracción que ejercían para salirse con la suya. Y ella tenía mucho con lo que trabajar. Era algo más alta que Nic, con la clase de figura que despertaba la envidia de otras mujeres: su traje realzaba su fina cintura, y la chaqueta sin abrochar dejaba a la vista una blusa ajustada color crema con un escote revelador. Tenía un rostro hermoso pero duro, con una sonrisa falsa que acentuaba el carmín rojo intenso, y un pelo castaño largo e inmaculado que llevaba sin flequillo y recogido en una coleta. No le costó trabajo imaginársela con Falcone. Formarían una pareja de lo más convincente. Pero se preguntó hasta qué punto habrían confiado el uno en el otro.
—No es que me queje pero ¿qué hace un civil aquí?
Rachele D’Amato se volvió y sonrió.
—Ah, a ver si me acuerdo. Era detective Peroni, ¿verdad?
—Sí —sonrió—. No tenía yo muy claro si iba a reconocerme con la ropa puesta. Es que no recuerdo que me mirara a la cara ni una sola vez aquella noche memorable. En fin… Te presento a la señorita de la DIA, Rachele D’Amato. Es una monada, ¿verdad? ¿Por qué no las habrá tan guapas en la policía?
Costa sonrió y no dijo nada.
—Bueno, ¿y es que pasaba por aquí? —continuó—. No, mejor no me conteste. Es todo un detalle que se haya parado a saludarnos. Por cierto, que esto es lo que se llama trabajo policial. Tiene ante usted a los únicos tres policías de toda Roma que tienen el conducto nasal intacto, aunque no puedo garantizar que este vegetariano vaya a mantenerse así mucho tiempo más. Será mejor que no lo pierda de vista por si acaso.
Falcone lo miró con desprecio y presionó un botón del videoteléfono.
—La señorita D’Amato está aquí porque yo le he pedido que nos ayudara.
Pero Peroni no estaba dispuesto a rendirse.
—No me diga que esto también es un burdel, jefe. Últimamente los ponen en los sitios más insospechados. Vaya, vaya. Me parece que me he equivocado. No será que este tipo es un gorila. No, porque no recuerdo que los hubiera por esta parte de la ciudad. Más bien diría que se trata de la casa de un playboy o algo así.
La observación era muy acertada. La casa principal quedaba a unos cien metros de la verja de seguridad. Parecía la reproducción de una villa imperial, un palacio de una sola planta construido en torno a un patio central al que se accedía por una avenida flanqueada por estatuas clásicas y en cuyo centro había un estanque y una fuente.
Rachele D’Amato miró a Costa de arriba abajo.
—No te conozco —dijo—, pero si Leo te ha emparejado con este, es que debes haber hecho algo muy malo.
—Nic Costa —se presentó, ofreciéndole la mano—. Es que me gustan los desafíos.
—A mí también, chaval —farfulló Peroni.
—Ahora que ya hemos terminado con las formalidades —continuó ella—, os diré que estoy aquí porque no podéis hacer esto sin mí. Lo siento por vosotros, pero así es como son las cosas. Wallis tiene antecedentes, y aunque él no me preocupa, conoce a gente que sí que me preocupa. ¿Basta con eso?
La pantalla del portero automático se iluminó y apareció el rostro de un hombre negro, bien parecido y que hablaba un italiano perfecto.
—Policía —se presentó Falcone, mostrando la placa—. Necesitamos hablar con usted.
—¿Qué quieren?
—Se trata de su hijastra, señor Wallis. Hemos encontrado un cadáver y necesitamos identificarlo.
Costa vio que las palabras de su jefe le habían causado dolor.
—Pasen —dijo Vergil Wallis, y las puertas automáticas les franquearon el paso.
Silvio Di Capua había aprendido mucho en los tres años que llevaba como ayudante de Teresa Lupo en la morgue. Le había enseñado trucos que no se aprendían en la facultad de medicina y comentarios socarrones que hacer cuando los policías se desmayaban o vomitaban. También le había abierto las puertas de la Comisaría presentándole a todo el mundo para que pudiera ser sus ojos y oídos y así poder inventariar todos los rumores que circulaban por la comisaría. Pero por encima de todo, Teresa le había mostrado a Di Capua, un buen muchacho, católico, educado en colegio de frailes, un hombre que a sus veintisiete años nunca había estado con una mujer, el placer desinhibido que podían proporcionar las palabras libres del corsé impuesto por las costumbres, el buen gusto y la dignidad.
Hasta conocerla a ella, Silvio era de la opinión de que el italiano era la lengua civilizada y estructurada que se leía en libros y periódicos y que empleaba en la conversación con sus compañeros en la facultad. Teresa Lupo había decapitado ese mito en cuestión de semanas y le había llenado la cabeza con todo tipo de jergas y expresiones coloquiales tan pasmosas y llenas de color que para el inocente e impresionable Silvio Di Capua fue como entrar en un mundo nuevo y glorioso.
Tres años después, todavía seguía escuchando su verbo florido y pleno como quien asiste a una experiencia emocionante, un ejercicio que revelaba dimensiones antiguas y ocultas, distinto al de su infancia. Él maldecía ya como un camionero, aunque no siempre eligiera la mejor de las opciones y careciera, lo sabía bien, del perfecto cronometraje de ella. A veces incluso había tenido que tragarse las palabras, ya que en alguna que otra ocasión le habían metido en una situación comprometida, como aquella vez en que un gorila estuvo a punto de darle una paliza al malinterpretar un comentario sin mala intención que había hecho sobre ciertas prácticas privadas y antinaturales.
A veces se preguntaba si no estaría enamorado de su jefa, aunque en su imaginación ese sentimiento no pasara de ser algo sano, casto y etéreo, previo al sexo físico, algo que Silvio Di Capua encontraba tan desconcertante e indeseable como la primera vez que se lo describieron en toda su extensión quince años antes, en el internado del colegio.
Tampoco solía ahondar demasiado en esos sentimientos. Y era consciente de sus limitaciones. Silvio era algo más bajo que ella y había empezado a perder pelo a los dieciocho, de modo que lucía una especie de calvicie de canónigo, una corona de pelo lacio que se dejaba crecer por pura pereza. Tenía una voz rasposa y de falsete que a algunas personas les resultaba muy molesta, había empezado a engordar y su rostro era tan anodino que a menudo tenía que presentarse más de una vez para que lo reconocieran. Y parecía diez años más joven de lo que era en realidad. Su vida era una existencia accidental en el devenir de la historia de la humanidad y él era consciente de ello. Sin embargo no por ello dejaba de admirar a Teresa Lupo hasta la adoración, un sentimiento que crecía día a día en aquella dulce primavera.
Estaba también el asunto del mote que un garrulo con el uniforme de policía de tráfico le había puesto a Teresa el año anterior y que había perdurado con insoportable insistencia. Nadie se atrevía a llamarla Teresa la Loca a la cara, y él tendría que aprender a responder a quien lo hiciera, porque incluso ella llegaba a llamarse a sí misma con aquel mote horrible.
Acababa de dejar el cuerpo encontrado en los pantanos en lo que entre los empleados de la morgue se conocía como la ducha cuando un policía de paisano apareció en la puerta. Habían traído el cadáver de un yanqui de cabello hirsuto y que esperaba su atención en la mesa de disección. Teresa había hecho un breve trabajo preliminar en él —las pruebas habituales de sobredosis— y luego se lo había pasado junto con unas breves instrucciones antes de coger su abrigo y marcharse. En aquel momento Di Capua tenía la cara pegada a la pantalla del ordenador.
—Eh, tú, «Monje» —ladró el policía desde la puerta—. A ver si en Internet encuentras lo que te falta. Pero antes dime dónde está la loca. Falcone quiere tener esa autopsia en el despacho cuanto antes, y por lo menos yo, no quiero desilusionarle.
Di Capua levantó la vista y frunció el ceño.
—La doctora Lupo no está.
El tipo se había acercado a una de las bandejas de aluminio y estaba toqueteando el instrumental; luego se acercó al cadáver y con el extremo de unos fórceps y absoluta indiferencia, alzó el pene fláccido y gris del muerto.
—Oye, nene, no te pongas borde conmigo, que ya tengo bastante con la loca. ¿Qué demonios le pasa a esa mujer? Es como si tuviera la regla todos los días. No tendrás tú el mismo problema, ¿no?
Di Capua se levantó para interponerse entre aquel imbécil y el cadáver.
—No te acerques nunca a un yanqui sin ir protegido. Últimamente se dice que puedes contagiarte de sida con sólo oler el mismo aire. ¿No lo sabías?
El tipo dio un paso hacia atrás.
—Me estás tomando el pelo.
—En absoluto. Los primeras síntomas se parecen a los de la gripe que anda ahora por aquí: dolor de garganta, congestión nasal… —hizo una pausa—. Y un picor tan grande de nariz que no puedes dejar de rascarte.
El policía olisqueó el aire y comenzó a limpiarse la cara con un pañuelo arrugado y sucio. Di Capua señaló un cartel que colgaba de la pared.
—Imagino que no sabrás latín.
El policía se volvió a mirar. Hic locus est ubi mors gaudet succurrere vitae.
—Dice No tienes que estar loco para trabajar aquí, pero ayuda.
—Casi. Lo que dice es que «Este es el lugar en el que la muerte se regocija de poder ayudar a los vivos».
—¿Y qué clase de chorrada es esa?
Di Capua miró el cadáver. La incisión en forma de Y griega que Teresa había hecho partiendo de ambos hombros, pasando por el centro del pecho hasta alcanzar la región púbica había marcado la carne del muerto con una línea oscura y fina. El cráneo estaba marcado del mismo modo para apartar la piel y permitir el acceso al cerebro. En condiciones normales y con el personal suficiente ya tendría terminada la autopsia, pero Teresa se había marchado ya y con la epidemia de gripe no quedaba nadie más excepto aquel policía.
—Chorradas de patólogos —le contestó, y con mano firme y decidida sacó la sierra de calar, tiró de la piel ya seccionada y comenzó a acceder al Cráneo partiendo de la parte frontal.
El policía palideció y dio una arcada.
—No vomites en la morgue —le advirtió—. Trae mala suerte.
—Mierda… —le oyó gemir, incapaz de apartar la mirada del trayecto de la sierra.
—El informe preliminar está ahí —le dijo, señalando la mesa de Teresa y el expediente que había junto al ordenador—. Pero es eso, preliminar. Apenas un vistazo. Y por cierto, me llamo Silvio. O Doctor Di Capua. ¿Queda claro?
—Sí —contestó el policía, llevándose la mano a la boca, y salió de la morgue así, con el expediente en una mano y la otra cubriéndose para no vomitar.
—¿Por qué tanto aspaviento? —le gritó—. Es sólo un cadáver, hombre.
Había cuestiones más importantes de las que preocuparse. De Teresa, por ejemplo. ¿Dónde se habría ido, tan enfadada como había salido de allí? ¿Por qué estaría metiendo la nariz en el trabajo de la policía, una vez más? Y sobre todo, ¿por qué no se daba cuenta de lo que sentía por ella?
—¿Saben en qué mes estamos? —les preguntó Vergil Wallis—. En marzo. ¿Tienen idea de lo que eso significa?
Estaban en la habitación principal de la villa de la colina del Janículo. Era una estancia bastante rara: medio oriental, medio romana clásica. Había estatuas de las épocas imperiales, copias quizás, junto a delicados jarrones de porcelana con grabados japoneses: crisantemos y escenas campestres en las que apenas aparecían personas. Una joven oriental muy delgada y que llevaba una túnica blanca les servía el té, aunque Wallis apenas parecía notar su presencia.
En la breve conversación que habían mantenido mientras caminaban hasta la entrada de la casa, Rachele D’Amato les había informado de que Wallis hacía tiempo que había abandonado el crimen organizado y que en aquel momento repartía su tiempo entre Italia y Japón, sus dos pasiones. Al parecer era un devorador de dos épocas en particular: la Roma imperial y el periodo Edo. Aparentaba tener unos cincuenta años, seguramente diez menos de los que tenía en realidad. Era alto y estaba delgado y en buena forma. Llevaba el pelo oscuro muy corto y su rostro era de rasgos equilibrados e inteligentes, dominados por unos ojos grandes perspicaces y siempre alerta. Sin el beneficio de la información que les había proporcionado D’Amato, Costa habría dicho que su porte era el de un artista o un intelectual. Había sólo un signo externo de su pasado sobre el que Rachele le había advertido: antes de llegar a Roma como emisario de sus jefes, Wallis había vivido en Tokio durante varios años estrechando los lazos con los Sumiyoshigumí, una de las tres grandes familias yakuza japonesas, y durante ese tiempo el dedo meñique de la mano izquierda desapareció en una especie de ritual de hermanamiento con el clan japonés. A diferencia de la mayor parte de los integrantes de una yakuza, no intentaba disimular la amputación con una prótesis. A lo mejor le gustaba creerse por encima de esas cosas. O muy lejos ya, según Rachele D’Amato. Y a Costa se le ocurrió pensar que ese acto era en sí mismo un ritual, una ceremonia de pertenencia, en aquel caso de hermanamiento. Si Teresa Lupo estaba en lo cierto, era una ceremonia similar a la que le había arrebatado la vida a su hijastra.
—Significa guerra —dijo Costa—. Marte, o marzo, es el dios de la guerra.
Con un gesto, Wallis le pidió a la muchacha más té.
—Cierto. Pero Marte era mucho más que eso. Perdonen que me extienda, pero este es mi pasatiempo cuando estoy aquí, que es al menos la mitad del año.
Su italiano era casi perfecto. Si Nic cerraba los ojos podría creer que estaba en compañía de un nativo. El tono suave e inteligente de Wallis bien podría ser el de un profesor de universidad.
—Marte fue el padre de Rómulo y Remo, es decir que, en cierto sentido, es el padre también de Roma. Su culto iba más allá de su sentido belicoso. En el mes de marzo se rendía culto a la salud del estado, lo que equivaldría a decir para los romanos, a la salud del mundo. Era el renacimiento, la renovación a través del ejercicio del poder y de la fuerza.
—¿Y del sacrificio? —preguntó Nic.
Wallis miró a su alrededor mientras consideraba la pregunta.
—Es posible. ¿Quién puede saber lo que pasaba aquí hace dos mil años? —se preguntó, admirándose de sus caras de sorpresa—. ¿No lo sabían? No me lo puedo creer. Pensaba que la DIA lo sabía todo. Construí esta villa hace diez años a partir de los restos que encontré de un viejo templo. La reconstrucción me entretuvo. Tengo mucho tiempo libre. Algunas de las piezas que ven aquí las encontramos sepultadas en la tierra. No irán a decírselo a los del arqueológico, ¿verdad? En el testamento se lo dejo todo a la ciudad, así que no le hará ningún daño a nadie que estas piezas pasen conmigo una temporadita. Además, ustedes tienen montones.
—No hemos venido por las estatuas —dijo Rachele D’Amato.
Wallis la miró con un brillo de frío desdén en la mirada.
—Parece mentira. Crecen ustedes en un lugar como este y van siempre con los ojos cerrados. Pero la gente cambia. Hace una década era más fácil manejar a los responsables de lo que lo sería hoy. Antes eran más… razonables. Hoy no habría podido hacerlo, desde luego. Son diferentes. Yo también lo soy —hizo una pausa—. Usted es de la día, ¿verdad? Sé que nos hemos visto antes. ¿Dos o tres veces, quizás?
—Dos.
—Ya. Entonces yo era muy generoso con mi tiempo, pero ya no lo soy. Hoy no es necesaria su presencia aquí. Sabe usted tan bien como yo que me retiré no mucho después de que desapareciera mi hijastra, así que no hay razón para que haya venido hoy. Entiendo que la policía tenga que venir, dadas las circunstancias, pero no tengo nada que decirle a usted.
Peroni miró a Costa y le guiñó un ojo.
—Todo eso ya lo sé… —contestó ella, sorprendida por tanta franqueza.
—Entonces ¿por qué está aquí? —la interrumpió.
—Por quien fue usted.
—Fui, no lo olvide —repitió—. Estoy intentando tomarme esto con calma, pero deben comprender que para mí es el recuerdo de una doble pérdida.
—¿Una doble pérdida? —preguntó ella.
—Mi esposa murió en Nueva York poco después de que desapareciera Eleanor.
Aquel recuerdo resquebrajó su confianza.
—Lo había olvidado —dijo en voz baja—. Lo siento.
—¿Que lo había olvidado? —parecía más perplejo que dolido—. ¿Un detalle como ese?
Ella se esforzaba por encontrar el modo de mantener viva aquella conversación.
—¿Qué ocurrió? —intervino Costa, intentando ayudar.
—Pregúnteselo a ella. Como ya he dicho, se supone que lo saben todo.
—No lo recuerdo —murmuró.
—¿Ah, no? —Wallis parecía estar disfrutando de un triunfo, lo que le hizo pensar a Nic que algo oscuro seguía palpitando dentro de aquel hombre—. Pues lea los informes. Mi esposa y yo nos habíamos separado un año antes de que ocurriera. Le había alquilado un apartamento en el piso quince de un edificio cercano al Centro Rockefeller. Poco después de que Eleanor desapareciera, saltó por el balcón.
Los tres hombres se miraron entre sí. Costa sabía lo que todos estaban pensando: era imposible determinar qué sentimiento inspiraba en Wallis la muerte de su esposa.
—Lo siento. No obstante —insistió D’Amato—, los protocolos exigen que un representante de la DIA esté presente si la policía debe interrogar a alguien con su historial.
Wallis apenas sonrió.
—¿Qué historial? Nunca me han procesado. Nunca he confesado haber cometido delito alguno. Puede que incluso no haya cometido delito alguno.
—En ese caso le ruego me disculpe, pero así es como debe hacerse.
Wallis se encogió de hombros.
—El amor que la burocracia inspira a los italianos es una de las pocas cosas que no comprendo de este país. No pretendo ofenderla, señora, pero insisto: aquí está usted fuera de lugar. Con la policía no puedo negarme a hablar, dadas las circunstancias, pero con usted es distinto —señaló las puertas que daban al patio—. No es nada personal, pero debe irse. No hablaré si está usted presente. Por favor, salga.
—Pero… —balbució y miró a Falcone en busca de apoyo, pero el inspector se encogió de hombros. Peroni se reía por lo bajo.
—Esto es totalmente impropio —gruñó entre dientes—. Hablaremos fuera —le dijo a Falcone.
Con una sonrisa Wallis la vio salir.
—Hay un proverbio japonés que dice que el enemigo de ayer es el amigo de hoy. Pero eso no siempre es así. Una pena, porque es una mujer encantadora.
—La primera vez que oigo a alguien decir eso de ella —murmuró Peroni.
—Así que creen haber encontrado a mi hijastra —dijo Wallis mirándolo como si le reprochara su comentario—. ¿Están seguros?
—Lo estamos —contestó Falcone.
—Entonces, ¿por qué demonios han tardado tanto en decírmelo? Han pasado dos semanas desde que apareció el cuerpo.
—¿Sabía que teníamos un cuerpo? —se sorprendió Falcone.
—Vamos, inspector. Eleanor no era hija mía, pero yo la quería. Era una chica estupenda: brillante, encantadora, comprometida. A su madre también la quería, aunque no siempre fuera fácil. De todos modos, creo que en parte era culpa mía. Pero Eleanor… —los ojos le brillaban al hablar de ella—, era capaz de sacar lo mejor de su madre y hacerlo crecer. Con sólo dieciséis años estaba llena de vida. Todo le interesaba: la historia, los idiomas… —hizo un gesto con el brazo que abarcó toda la habitación—. Voy a contarles algo que no le he contado a esa mujer de la DIA. Eleanor y su madre fueron quienes me dieron todo esto.
—¿Cómo? —le preguntó Costa.
Un dolor recóndito apareció brevemente en sus ojos.
—Porque ellas consiguieron que me diera cuenta de que todo esto existía. Tenían la educación suficiente para abrirle los ojos a un muchacho del gueto que hasta entonces sólo había soñado con cosas así. Mis amigos me enviaron a la facultad de derecho y allí fue donde se me desarrolló el gusto por los clásicos, pero fueron Eleanor y su madre quienes verdaderamente despertaron mi pasión. Lo irónico del caso es que, si ella siguiera viva hoy, yo no sería lo que soy. Fue su desaparición lo que me hizo reflexionar sobre mí mismo. Su pérdida dio un rumbo nuevo a mi vida, pero ella se llevó la peor parte del trato. ¡Ojalá no hubiera sido así!
Entonces se dirigió a Falcone.
—Por supuesto que sabía que habían hallado un cadáver. Un padre que pierde a su hija, aunque sea sólo hija de su mujer, lee ya para siempre el periódico de otra manera. No dejamos de preguntarnos si de verdad ha acabado todo, si de verdad lo sabemos todo. Y es de ahí de donde parte el dolor, no ya de la pérdida en sí misma. No de las imágenes que te haces en la cabeza de cómo pudo morir. Es la falta de certeza, la duda, lo que te corroe por dentro, de día y de noche.
Hizo un gesto elocuente con la mano. No tenía más que decir.
—Podría habernos llamado —dijo Costa.
—¿Cada vez que en el país se encuentra el cuerpo de una muchacha? ¿Tiene usted idea de cuántas veces habría tenido que llamarles? ¿Sabe cuánto habría tardado la gente en pensar que estoy majara?
Tenía razón. Había visto los casos suficientes de personas desaparecidas para saber lo que pasaba cuando la investigación llega a un callejón sin salida: ni cuerpo, ni rastro, ni pistas sobre cómo se había producido la desaparición. Con demasiada frecuencia se alcanzaba un punto muerto en el que los padres se transformaban en una carga que deberían soportar los servicios de ayuda psicológica y no la policía, puesto que sólo ellos podían ayudar ya.
—¿Están seguros? —preguntó Wallis de nuevo—. ¿Completamente seguros?
—Sí —respondió Falcone.
—Sin embargo en los periódicos se decía que el cadáver era antiguo.
Falcone frunció el ceño.
—Fue un error que cometieron los patólogos. El cuerpo se encontró en una turbera, lo que dificultó la ejecución de las pruebas. Además yo estaba de vacaciones, y no quedaba nadie que hubiera participado en la investigación original.
—Todos cometemos errores. ¿Y qué es lo que quieren de mí?
—Necesitamos que venga a la Comisaría para una identificación formal.
Wallis negó con la cabeza y podría decirse que esbozó una sonrisa.
—¿Qué sentido tiene identificar el cadáver de alguien que murió hace dieciséis años? Además, acaban de decirme que están seguros de que es ella.
—No es cuestión de lo que usted piense —intervino Costa.
—Lo sé. Vi una fotografía suya en el periódico y pensé que… que quizás. Pero no es mi hija a quien tienen ustedes, sino un cadáver. Dispondré su entierro con una funeraria y la veré entonces, cuando ambos estemos preparados.
—No —replicó Falcone con firmeza—. Eso es imposible. Estamos ante un caso de asesinato, señor Wallis, y el cuerpo no saldrá de la morgue hasta que yo lo autorice. Si llevamos a alguien ante los tribunales…
Todos percibieron la nota de inseguridad en la voz de Falcone y Wallis se quedó mirándolo fijamente y en silencio.
—Necesito que rememore aquel tiempo —le pidió—. Tenemos que reabrir el caso. Existen los informes de entonces, pero puede que recuerde algo más.
—No se me ha ocurrido nada —respondió Wallis inmediatamente—. Nada en absoluto. Ya se lo conté todo entonces. Ahora recuerdo menos, y seguramente así es mejor.
—Quizás si lo intentara… —sugirió Costa.
—No, no recuerdo nada más.
—La chica fue asesinada brutalmente. Es posible que de un modo ritual.
Wallis parpadeó varias veces.
—¿Ritual?
—Un antiguo ritual romano. Dionisíaco, quizás. Hay un lugar en Pompeya llamado la Villa de los Misterios. Un profesor universitario ha escrito un libro sobre cómo podría interpretarse todo aquello. ¿Lo ha leído?
—Yo leo historia, no conjeturas —replicó, aunque a decir verdad parecía intrigado—. No sé nada de rituales dionisíacos.
Costa miró a Falcone. Aquella casa estaba llena de antigüedades romanas, y había sido construida en el emplazamiento de un templo antiguo. Según sabían, Wallis se pasaba seis meses al año dando rienda suelta a su pasión privada por la historia antigua. Era inconcebible que no supiera absolutamente nada del tema.
—Señor Wallis —intervino Falcone—, puede que se trate de una coincidencia, pero ha desaparecido otra joven. Se ha marchado hoy con un desconocido, pero es posible, sólo posible, que su hija desapareciera en el transcurso de uno de esos rituales. Y también es posible que la misma persona haya vuelto a actuar. ¿Tiene idea de si Eleanor había asistido a algún culto extraño?
Wallis enarcó las cejas sorprendido.
—¿Cómo? ¿Me están tomando el pelo? Era demasiado lista para participar en esas sandeces. Además, si algo fuera mal yo me habría dado cuenta, ¿no?
—¿Y no fue así? —preguntó Costa—. El día que desapareció su hija, ¿fue un día como cualquier otro?
—Se lo conté todo hace dieciséis años. Aquel día cogió su motocicleta para ir a la escuela de idiomas, y sinceramente me quedé preocupado. Una muchacha como ella en moto por el centro de Roma. Me preocupaba que alguien pudiera llevársela por delante. Muy listo yo, ¿verdad?
Falcone le mostró una de las fotos que habían recogido en el apartamento de Miranda Julius. En ella aparecía Suzi sonriendo feliz en el Campo. La reacción de Wallis fue sorprendente. Parecía más impresionado por aquello que por cualquier otra cosa que hubieran podido decirle. En su rostro vio el mismo dolor que había podido observar a través de la pantalla de vídeo del portero automático. Cerró los ojos y se quedó callado casi durante un minuto.
Cuando los abrió, los miró a todos uno por uno.
—¿Qué demonios es esto? ¿Un truco?
Parecía incapaz de articular palabra.
—No —contestó Costa—. Es una foto de la chica que acaba de desaparecer. Conoció a alguien, y ese alguien la convenció de que se tatuara en el hombro el mismo motivo que llevaba Eleanor. Alguien que debió hablarle de esos rituales y que le dijo que algo iba a ocurrir el diecisiete de marzo, el mismo día que Eleanor desapareció. ¿La conoce?
Wallis le escuchaba con suma atención y tras mirar de nuevo la fotografía se la devolvió a Falcone.
—No, lo siento. Perdonen que haya perdido así el control, pero es que esa chica me ha recordado tanto a Eleanor. Su mismo pelo rubio… supongo que eso es lo que querían saber, ¿no?
Falcone evitó mirarle a los ojos.
—Queremos la verdad. Por eso estamos aquí.
—Para mí todo esto forma parte del pasado. Supongo que ustedes tendrán ideas nuevas.
—No tenemos nada —reconoció con amargura—. Un cadáver, unas cuantas coincidencias… y usted —concluyó mirándole a los ojos.
—Yo no voy a servirles para nada, inspector. Ya no le sirvo a nadie. Sólo soy un viejo que intenta vivir con un poco de dignidad. Mi hija hace mucho que murió, y yo ya hace años que me lo imaginaba. Uno nunca se cree que puedan desaparecer de la noche a la mañana para casarse y tener hijos, sin volver a dar señales de vida. Déjenme llorar por ella. Y ahora esta otra chica… si pudiera hacer algo, lo haría. Créanme.
Falcone estaba empezando a cansarse.
—Necesito que venga con nosotros a comisaría para que identifique el cadáver. Tenemos que revisar la declaración que…
—¡Una declaración que hice hace dieciséis años! ¿Qué quieren que añada a hora?
—A veces, señor —intervino Costa—, se recuerda más al ver las cosas con perspectiva. Hay detalles que parecen insignificantes en el momento de los hechos y que después resultan ser importantes.
—No —replicó Wallis con firmeza—. Ya tuve que tragar bastante entonces. ¿Es que soy sospechoso de algo? ¿Tengo que buscarme un abogado?
—Como guste —respondió Falcone—, pero en lo que a mí respecta, no es usted sospechoso.
—Entonces no pueden obligarme a acompañarles. No olviden, caballeros, que soy abogado y que la carrera me la pagaron unas personas que necesitaban perentoriamente la asistencia de un abogado. Sé que la ley que yo conozco es la norteamericana, pero digamos que la actitud es la misma, así que no me toquen las narices que no voy a permitirlo. Esta reunión se ha terminado. Contrataré los servicios de una funeraria para que se haga cargo del cuerpo. Cuando esté todo preparado, enterraré a mi hija.
Wallis dio una palmada y la muchacha de la túnica blanca se presentó en la habitación, hizo una leve inclinación de cabeza y se quedó aguardando sus instrucciones.
—Los caballeros se marchan, Akiko. Acompáñales a la puerta, por favor.
La joven volvió a inclinarse y miró insistentemente a la puerta.
—«Escúchame bien: yo no voy por ahí destripando cadáveres, así que no quiero que tú vuelvas a interrogar a ningún testigo potencial». ¿Pero quién se cree Falcone que es? Si no fuera por mí, no sabría ni la mitad de lo que sabe. Gratitud sería mucho pedir, lo sé, pero un poco de respeto no estaría mal.
Teresa Lupo iba al volante de su Seat León rojo cereza a ciento sesenta kilómetros por hora en la autopista que discurría en paralelo a la costa, más allá del aeropuerto de Fiumicino, y es taba dirigiendo sus comentarios al muñeco regordete y naranja de Garfield que colgaba del retrovisor salpicado de ceniza gris, como si el muñeco acabara de sobrevivir al incendio de Pompeya. El gato era su compañero en los muchos viajes solitarios que realizaba, un amigo que sabía escuchar.
El comentario de Falcone le había escocido, y seguía bulléndole en la cabeza mientras terminaba el informe preliminar sobre el cuerpo encontrado en la ciénaga. Pero confiaba en que no le hubiera nublado el entendimiento. En principio no había nada que añadir a lo que sabían. La chica había muerto porque le habían rebanado la garganta. La herida de arma blanca era bastante limpia, más de lo que habría cabido esperar en los tiempos del Imperio.
Luego estaba la colección de grano y semillas que había enviado a un experto en horticultura de Florencia para que los analizara. Y aunque acometería una autopsia en profundidad a la mañana siguiente, sabía que poco más iba a obtener de ella. Toda la información que les servía de apoyo en los casos normales —restos de tejido, pintura, cabellos humanos, restos de sangre y muy especialmente, el ADN— o nunca habían estado presentes, o aquellas aguas ácidas y marrones habían borrado todo rastro del cuerpo de aquella pobre criatura.
Pero lo que seguía molestándola era el modo en que Falcone denostaba la piedra angular de su teoría original. La chica había muerto hacía sólo dieciséis años y no los dos mil de los que ella había hablado en un principio, pero la primera idea que se le había ocurrido, es decir, que todo aquello estuviera inmerso en una trama de oscuros rituales dedicados a Dionisio, seguía siendo posible. Al consolar a Miranda Julius, la madre de la joven desaparecida quien, hecha un manojo de nervios, se había echado a llorar desconsoladamente en su apartamento del Teatro de Marcelo, supo que Nic Costa estaba en lo cierto. Aquella parte del misterio —quién había desaparecido con Suzi y por qué— seguía necesitando explicación. Quizás fuese lo más importante. Según todos los indicios, Suzi seguía viva.
Falcone lo estaba enfocando desde el punto de vista de un policía, y seguramente tenía razón. Casi siempre la tenía. No obstante, no podía desprenderse de la sensación de que había una cuestión intelectual que necesitaba resolverse. Veinticuatro horas después, cuando Suzi Julius siguiera sin duda en paradero desconocido, Falcone podría si le parecía bien mandar a la calle a sus hombres para buscarla por todas partes. Podría poner una fotografía de la muchacha en manos de las cadenas de televisión y de los periódicos y esperar que alguien la reconociera. Y todo ello estaría bien, pero llegaría demasiado tarde. Falcone había pasado por alto el aspecto más importante: con Eleanor Jamieson alguien había ejecutado un ritual de dos mil años de antigüedad. ¿Por qué? ¿Qué clase de persona se comportaría así? ¿Qué lo motivaba? Y sobre todo, ¿de dónde sacaba las ideas? ¿Existiría una especie de manual que habría ido pasando de generación en generación? Y si así era, ¿quiénes eran esas personas?
No podía quitarse la imagen de Miranda Julius de la cabeza. Ella no tenía ni idea de lo que era ser madre, y por instinto intuía que nunca llegaría a saberlo. Aun así, había sentido una emoción extraordinaria palpitando dentro de la mujer sentada en el sofá de aquel impersonal apartamento que ya parecía alojar a una sola persona. Quizás Miranda no fuese una buena madre. A lo mejor su hija era una joven caprichosa que hacía lo que le daba la gana. No sería la primera vez que se lanzaban a la búsqueda de una persona cuya desaparición resultaba ser después una pataleta infantil. Pero eso no importaba. Era su obligación actuar como si aquel fuese el delito más serio del mundo, y seguir trabajando así hasta que Suzi Julius estuviera sana y salva en los brazos de su madre.
O no.
Esa era la razón por la que conducía como una loca a toda velocidad por la autostrada hacia la costa y Ostia. Esa era la razón por la que estaba rompiendo reglas que podían estallar y salir disparadas en un millón de direcciones distintas, capaces de dañar seriamente su carrera. Necesitaban saber más del aspecto en el que Falcone parecía precisamente menos interesado: qué ocurría en aquellos rituales y por qué alguien pensaba que merecía la pena resucitarlos.
Sólo un hombre podía hablarle al respecto: el profesor Randolph Kirk, de la Universidad de Roma. Llevaba su libro constantemente en el pensamiento, y no sólo porque fuera el único trabajo académico que había podido encontrar sobre el particular, a pesar de que era a partes iguales fruto de la investigación y de la imaginación. Kirk parecía conocer todas las respuestas y no querer desvelarlas. Quizás tuviera pensado publicar una continuación al libro. Podía ofrecerse a leer su manuscrito cuando consiguiese hablar con él en la excavación en la que Randolph Kirk parecía estar trabajando.
Salió de la autovía por una vía de servicio para consultar el mapa. No estaba muy lejos de donde había sido encontrado el cuerpo de la chica: a un par o tres de kilómetros, a lo sumo. Aquella cercanía suscitó en ella un pensamiento inesperado que desechó enseguida. Cinco minutos después encontraba la excavación. Estaba al borde del terreno que pertenecía a Ostia Antica, no lejos de la estación de tren cuya vía comunicaba con Roma. Había un cable eléctrico y un muro para proteger la excavación y mantuvo el dedo pegado al timbre de la puerta porque no estaba segura de que sonara en algún lado. Los únicos edificios que se veían desde allí eran un par de oficinas móviles junto a la pared del fondo.
Tras un momento apareció una sola figura. Era un hombre algo calvo, de unos cincuenta años, barba entre gris y negra, gafas gruesas y ojos de mirada ausente. Randolph Kirk era poco más o menos de su misma estatura y algo fondón. Tenía las mejillas sonrosadas y la nariz roja como un pimiento. A lo mejor era aficionado a la bebida. Caminaba de un modo peculiar, con un leve balanceo, como si tuviera problemas de cadera. En lugar del atuendo color caqui que se esperaba, llevaba unos enormes pantalones vaqueros baratos y un viejo chubasquero verde. La verdad es que se sintió desilusionada. Se había imaginado un hombre al estilo Indiana Jones, de aspecto descuidado pero romántico. A lo mejor sacar casas viejas del barro no atraía a ese tipo de hombres.
Entonces le vio estornudar estruendosamente, a pleno pulmón, y acto seguido se limpió tan profundamente la nariz que el ruido hubiera podido despertar a los muertos. Teresa cerró los ojos sin pensar, consciente de que el aire a su alrededor había quedado húmedo de fluidos.
Cuando volvió a abrirlos, Randolph Kirk estaba excavando en aquellas fosas nasales enormes, rojas y bulbosas con el pañuelo más sucio que había visto nunca, cubierto con oscuros restos que parecían jeroglíficos extraterrestres.
—¿Profesor Kirk? —preguntó, obligándose a sonreír.
—¿Sí? —respondió él, mirando a su alrededor.
Estaba sola. ¿Tanto le asustaba una mujer?
—Soy Teresa Lupo. Hemos hablado por teléfono sobre su libro.
Había alabado obsequiosamente su trabajo. A los escritores les gustaba.
—Ah, perdóneme —dijo, y se precipitó a abrir la cerradura—. Soy un grosero. Pase, por favor, y sea bienvenida.
Hablaba con ese acento preciso y entrecortado que los ingleses de buena educación empleaban siempre en Italia. La clase de dicción de los académicos de Cambridge y Oxford, que son de la opinión de que hablar en lenguaje coloquial y vernáculo sería rebajarse.
Un nuevo estornudo huracanado le obligó a interrumpirse.
—Maldito resfriado. Son odiosos.
Teresa pasó por delante de él manteniendo las distancias. Avanzaron junto a los restos excavados de una antigua villa cubiertos por andamios y lonas y se encaminaron a uno de los bloques móviles. Una vez allí, Kirk la condujo a su despacho. Era un auténtico caos: papeles por todas partes, trozos de piedra, fotografías de pinturas y un ventanuco por el que apenas entraba luz. El profesor se dejó caer en un viejo sillón de cuero que parecía haber salido también de la excavación y ella se acomodó en un pequeño taburete que seguramente estaba destinado a los estudiantes. Kirk le ofreció una lata de Coca-cola caliente que ella no aceptó.
—¿Le ha gustado mi libro?
—Me ha encantado, profesor. Me ha abierto los ojos. Siempre había pensado que ese periodo de la historia era particularmente interesante y su libro me ha iluminado muchas páginas oscuras.
—Vaya —suspiró, y se tragó un par de pastillas con un trago largo de la Coca-cola—. Es usted muy amable. ¿Sabe que no he ganado nada con ese libro? El editor me dio una miseria por el manuscrito, imprimió unas cuantas copias y luego las dejó tiradas en un garaje. Es un milagro que haya podido leerlo.
—Los milagros ocurren.
—Desde luego —sonrió, brindando con la lata.
Ella miró por la ventana. El lugar estaba desierto.
—¿No trabajan hoy?
—El resto del equipo está en un viaje de trabajo en Alemania esta semana. Yo he venido a poner al día algunos papeles —le explicó, señalando los montones que tenía sobre la mesa.
—¿Seguro que debería estar trabajando, con ese catarro que tiene y la epidemia de gripe que hay?
—Es necesario —contestó, y añadió pomposo—, soy el jefe del departamento.
—Desde luego —respondió ella, mirando con repugnancia el pañuelo que volvía a sacar del bolsillo.
—¿Querría verla?
—¿El qué?
—¿Qué va a ser? Nuestra Villa de los Misterios. Normalmente no dejamos entrar a nadie sin una cita previa, y aún así somos muy selectivos. No se imagina la cantidad de robos que sufrimos. Sólo hace un par de semanas, dos norteamericanos estuvieron merodeando por la valla de seguridad con un detector de metales. ¿No es increíble? Tuve que enviar a dos muchachos para que los echaran.
—Increíble, sí. Más tarde quizás.
Parecía desilusionado por su reacción. Quizás debería haberse mostrado más entusiasta.
—No es tan famosa como la de Pompeya, desde luego, pero no por eso resulta menos interesante.
—¿Es igual de grande?
—Será incluso mayor cuando hayamos terminado de excavarla.
—¿Tan grande? No sabía que esos templos lo fueran.
El profesor parecía incómodo, como si fuera una pregunta que no esperaba.
—La palabra templo no es la más adecuada. Estos establecimientos eran lugares privados para la práctica religiosa, y los templos son construcciones más públicas.
—Desde luego —pensó en el barro que había bajo las uñas de la chica muerta. No podía provenir de Ostia. Era de Roma, sin duda—. Me preguntaba… si han encontrado algo tan fascinante en los alrededores de Roma, ¿cómo sería uno de estos lugares en la capital?
—Impresionante. Gigantesco. Y supongo que debe andar por ahí, en algún sitio, esperando que alguien lo encuentre. Como decía en el libro, sería el Palacio de los Misterios. El origen del culto. El lugar que todo acólito desearía visitar al menos una vez en la vida. Pero no he encontrado a nadie dispuesto a darme el dinero para acometer la búsqueda, por desgracia —miró tristemente los papeles que tenía sobre la mesa—. Aunque tuviera tiempo de hacerlo.
Aquel hombre era una curiosa mezcla de arrogancia y de auto compasión. También le gustaba ironizar. A lo mejor su libro sólo era eso: una especie de broma histórica.
—Me encantaría dar una vuelta por la excavación, profesor, pero antes tengo unas cuantas preguntas importantes que hacerle.
Él se sorprendió. Parecía incluso preocupado.
—¿Ah, sí?
Teresa se cruzó de brazos, apoyó los codos en la mesa y clavó la mirada en sus ojos acuosos. Randolph Kirk no estaba bien, y no era sólo por el resfriado. Parecía cansado, como si no hubiera dormido mucho aquellos últimos días. Y estaba nervioso.
—Tengo que ser sincera con usted. Cuando le llamé, le dije que yo también era profesora y que necesitaba consejo, pero no fui del todo sincera con usted.
—¿No?
—Profesor, estrictamente hablando esta no es una visita oficial —dijo, mostrándole su identificación—. De hecho, nadie sabe en la Comisaría que estoy aquí, así que no tiene que preocuparse.
—Tampoco quiero hacerle perder el tiempo con explicaciones innecesarias. —«Tampoco se las creería», pensó. No se podría creer lo estúpidos que podían ser los policías a la hora de emplear fuentes académicas e intelectuales—. Verá: yo soy patóloga y trabajo para la policía. En este momento tengo un cadáver en el laboratorio y yo juraría que proviene de uno de los rituales que usted describe con tanta precisión en su libro. Es el cuerpo que encontraron esos norteamericanos de los que me hablaba antes. El caso apareció en los periódicos.
—¿Ah, sí? —se sorprendió. Randolph Kirk no daba la impresión de leer el periódico o de ver la televisión.
—Es una joven y tiene un tatuaje en el hombro. Es de una máscara que grita. Llevaba un tirso de hinojo, con una piña en el extremo y encontré semillas en uno de sus bolsillos, del tipo que usted menciona en su libro. El cuerpo fue localizado no lejos de aquí en una ciénaga, lo que lo preservó, desbarató las técnicas convencionales de análisis cronológico y me confundió… nos confundió durante un tiempo.
El doctor cambió de postura en su viejo sillón de cuero, que se quejó ruidosamente.
—Oh.
Aquel hombre estaba empezando a resultarle molesto.
—Todo tal y como usted lo describía en el libro. Además la joven tenía dieciséis años, la edad justa. El único detalle distinto es que había sido degollada. Desde detrás, de un solo tajo y con una hoja bien afilada.
Teresa hizo el gesto alzando y arqueando el brazo como si blandiera el arma. Kirk palideció ligeramente y el pañuelo le tapó la mitad de la cara.
—Además no puede ser lo que yo pensé que era en un principio. No es una momia de los pantanos arrojada allí miles de años atrás. Sabemos quién es, o al menos eso creemos. Y murió hace dieciséis años. Incluso le metieron en la boca una moneda. La propina para el barquero. ¿Podría mejorarlo usted?
—No —contestó en voz muy baja—. No podría.
—Necesito saber más de lo que motivaba a esa gente. ¿Qué esperaban conseguir exactamente? ¿Conocimiento?
—No, conocimiento no.
—Entonces ¿qué? ¿Algún tipo de ventaja personal, o se trataba de pertenecer a un club o algo así?
El profesor contestó tras reflexionar un momento.
—Un club —dijo—. Es una idea interesante.
Teresa empezaba a exasperarse.
—Puesto que usted sabe tanto sobre esos rituales, esperaba que pudiera ayudarme. Verá, es que hay otra chica. Hoy ha desaparecido y en cierto modo… —se esforzó por encontrar las palabras adecuadas para describir una situación tan poco habitual— … su caso se asemeja un poco. Y yo tengo la impresión de que mañana, que es diecisiete de marzo, podría ocurrir algo.
—¿Diecisiete de marzo?
Tenía otro tic, además del de hurgarse en aquellas enormes fosas nasales, que era empujarse constantemente las gafas con el índice de la mano derecha y hacerlas resbalar sobre su nariz marcada de viruela. Seguramente le ayudaba a pensar.
—¿Es usted policía?
—No. Soy patóloga, pero trabajo para la policía.
—¿Por qué no les ha dicho que venía a verme?
—Porque… —era una pregunta extraña que incomprensiblemente desató las alarmas en su cabeza—. ¿Puede ayudarme, profesor?
Las gafas seguían yendo y viniendo sobre su nariz.
—Discúlpeme un instante —dijo el profesor, levantándose de pronto—. Tengo un problema digestivo y he de salir un momento —y desde la puerta añadió—. Espéreme. Puede que tarde un poco.
Treinta minutos después, convencida de estar haciendo el idiota, se levanto y fue a la puerta, pero no pudo abrir. Randolph Kirk la había cerrado con llave. Sin perder un instante se acercó a la ventana. El viejo cierre debía llevar años oxidado. Era obvio que aquella ventana no se había abierto en mucho tiempo.
—Mierda —murmuró—. Mierda, mierda, mierda.
La cobertura era apenas de una línea en su teléfono móvil y se preguntó a quién podría llamar y qué decir. Falcone se iba a subir por las paredes… como si eso importara en aquel momento.
—No te pongas nerviosa —se dijo en voz alta—. Es un profesor universitario, tiene la nariz como una piña y el virus de la gripe bailándole la Macarena por las venas. A menos que entre por esa puerta con un hacha en las manos, no tienes de qué preocuparte.
Y miró a su alrededor buscando algo que emplear como arma. Había un pequeño martillo de mango corto en un armario, pero nada más.
—Nic —murmuró y marcó su número—. Ven a rescatarme, Nic, maldita sea…
El número sonó una vez y la línea quedó muerta. Se oyó un ruido fuera. Era una moto, de gran cilindrada a juzgar por el ruido del motor.
Dejó de marcar y escuchó con atención. Aquello podía ser importante.
Un par de segundos después, todo quedó en silencio. Una fuerza invisible, quizás el avance de su propia sangre por las venas, estaba ahogando todos los ruidos del exterior, de lo cual seguramente debía alegrarse porque estaba familiarizada con los muertos pero no con la muerte, y algo le hacía presentir que era eso lo que iba a ocurrir. Cuando trabajaba como médico la gente moría en el hospital, pero eso era en cierto modo lo que esperaba. Nada ocurría de buenas a primeras, violentamente, como les ocurría a muchos de los fallecidos que estudiaba en su mesa de acero pulido. Pero no sabía lo que era presenciar un acto semejante.
Y allí estaba ella, siendo testigo de lo que ocurría unos metros más allá, al otro lado de la endeble puerta del despacho del profesor Randolph Kirk. Por encima del latido de su corazón escuchó el drama que se estaba interpretando como si se tratara de un serial radiofónico. Aquellas dos voces, ambas altas, una cada vez más fuerte, la otra cada vez más apagada por el miedo.
Entonces llegó el grito y el disparo de un arma, tan atronador que ya no pudo oír nada más.
Por un momento se quedó sin aliento hasta que de pronto ocurrió algo. Fue como si se le abriese un vacío en el corazón, una página en blanco en la que se escribió la oscura y honda certeza de que un ser humano, el profesor Randolph Kirk para ser exactos, acababa de expirar. Un ser humano había desaparecido de la faz de la tierra y lo más estremecedor de todo era que en su imaginación Teresa sentía como si algo, el espíritu del muerto quizás, su alma en fuga, hubiera traspasado su propio cuerpo dejándole una palabra impresa en la cabeza: huye.
No podía pensar con claridad. Casi ni podía respirar. Se oyeron pasos que se acercaban y petrificada se quedó mirando la puerta, oyendo cómo alguien manipulando un llavero intentaba encontrar la llave de la cerradura de la puerta.
—Apaga ese trasto —ordenó Falcone—. Quiero pensar.
Estaban en su despacho viendo las cintas del circuito cerrado de televisión del Campo cuando sonó el teléfono de Costa. Había sonado una sola vez antes de que él lo apagara. Las cosas no iban bien. Rachele D’Amato se lamía las heridas de su ego y no parecía interesada en establecer ninguna conexión con Suzi Julius. Falcone había estado leyendo el informe preliminar de la autopsia de Eleanor Jamieson con gesto adusto y las imágenes del vídeo eran lo que cabía esperar, pero aún así inquietaban a Costa.
El motorista que acababa de aparecer llevaba un casco brillante con visera oscura e iba vestido de cuero negro como si fuera un pandillero dispuesto a robar bolsos. La chica parecía llevar la palabra turista escrita en la frente. Aparecía abriéndose paso entre la gente congregada en el Campo vestida con una camiseta, vaqueros negros y un bolso de lona al hombro. Estaba justo delante de dos carabineros de uniforme que recostados en su coche bostezaban de aburrimiento. Era increíble su falta de atención. Suzi parecía estar huyendo de algo, o al menos eso le parecía a él. La cuestión era que debería haberles llamado la atención.
El motorista apretó el embrague. A la chica le pasaba algo raro. No podría decir si reía o lloraba. Entonces apareció otra figura a todo correr: era Miranda Julius, que se abría camino a duras penas entre el tropel de compradores, gritando a su hija que ya se alejaba.
A lo mejor lo estaba interpretando todo mal. A veces los policías se excedían en sus deducciones y se inmiscuían en situaciones domésticas en las que era mejor no intervenir. Malinterpretaban los hechos y luego la cosa les salpicaba. Suzi se acercó a la moto, besó el casco, se subió en la parte trasera del asiento y se agarró a la cintura del conductor. La máquina se lanzó hacia delante y los dos desaparecieron serpenteando y esquivando a la gente.
Cuando la moto llegaba ya a la esquina, la chica se volvió soltándose de una mano, como si buscara a alguien. Miranda se detuvo y miró a los carabineros. Jadeaba. Suzi se llevó la mano a los labios y le lanzó un beso de despedida antes de que la moto terminara de desaparecer en el Corso.
¿Una adolescente huyendo con su novio? Podía ser. Daba la impresión de ser un drama doméstico, sencillo, casi interpretado deliberadamente para el consumo público. Y a lo mejor para la chica era así. Pero había algo que no terminaba de encajar. La moto no llevaba matrícula y ni siquiera los pandilleros iban tan de negro y con visera oscura. Tampoco les gustaban las motos de tanta cilindrada y tan voluminosas. Las motocicletas pequeñas eran más manejables y baratas.
—No me gusta —dijo cuando terminó la cinta—. ¿Por qué no lleva matrícula la moto?
Rachele D’Amato cambió de postura en su sillón.
—¿Podríamos centrarnos en lo que tenemos entre manos, por favor? No estoy aquí para perseguir adolescentes que se escapan de casa.
—Podría estar relacionado —dijo Falcone—. Costa tiene razón. Hay algo extraño en todo esto.
Se levantó y abrió la puerta del despacho. La comisaría estaba en cuadro. Por culpa de la gripe apenas había diez hombres de los pocos más de veinte que ocupaban normalmente las mesas. Falcone miró al oficial que estaba más cerca de la puerta.
—Bianchi, ¿quién sabe más de cintas de circuito cerrado?
Bianchi lo pensó un momento.
—¿De los que estamos aquí? Yo. Ricci es el experto, pero de tanto estornudar se le estaban saliendo los ojos de las cuencas. Si quiere puedo llamarlo y pedirle ayuda. ¿De qué se trata?
—Hay que examinar algunas secuencias de las cámaras que hay en el Corso. Quiero saber adonde fue esa moto.
Bianchi dudó.
—Eh… bueno, es un trabajo de chinos, señor. Cada cámara cubre unos cien metros, no más. Ya lo he hecho en otras ocasiones y sólo podemos conseguir un kilómetro al día. Si se ha ido lejos necesitaremos una semana, y eso con un poco de suerte.
Falcone frunció el ceño y volvió a examinar la oficina.
—Dedícale un día. A lo mejor no ha ido tan lejos.
—Bien, señor.
—Y entrega un par de fotos a los medios. Que no armen demasiado jaleo. Sólo diles que se trata de una chica que se ha perdido y que estamos buscando información. Diles que no hay razones para preocuparse pero que nos gustaría saber si alguien la ha visto.
—De acuerdo, jefe —contestó Bianchi, y descolgó el teléfono.
Falcone volvió a su despacho, cerró la puerta y miró a D’Amato.
—Dime algo de Wallis que yo no sepa.
Ella abrió los ojos de par en par.
—¿Hablas en serio? Wallis no está dispuesto a hablar conmigo, y si tú pretendes tener con él una conversación significativa, tampoco lo estará a hacerlo contigo.
—En este caso, creo que no habla por sí solo —intervino Costa—. Al menos no del todo. Es como si estuviera mirando hacia atrás todo el tiempo. ¿Por qué?
Ella lo miró con frialdad. Sabía la respuesta pero no estaba dispuesta a transmitírsela de balde.
—¿Y bien? —insistió Falcone.
Ella murmuró algo entre dientes.
—Wallis metió la pata hasta el fondo con Emilio Neri, el mafioso del que debía hacerse amigo.
—Eso ya lo sabemos —respondió Falcone con impaciencia.
—Quizás, pero ¿entendéis también las implicaciones? Tanto los americanos como los sicilianos tuvieron que intervenir para separarlos, y a los peces gordos nos les gustan esas cosas. El castigo de Wallis fue el retiro, pero tengo la impresión de que si se enteran de que anda otra vez metiendo las narices donde no debe o hablando con nosotros con demasiada soltura, tendrá problemas.
—¿Y cuál fue el castigo para ese tal Neri? Recuerdo su nombre de alguno de nuestros casos —preguntó Peroni.
—Un tirón de orejas. Tened en cuenta que Neri jugaba en casa y por lo tanto lo más probable era que saliera victorioso. Además, Neri es un tipo distinto de animal. Wallis es un tipo educado, con límites, que se metió en el ajo por negocios, y no por venganza. Neri robaría a su mismísima abuela en su lecho de muerte.
Nada de todo aquello les ayudaba a comprender lo que había pasado con la hijastra de Wallis, pensó Costa. O a imaginar cuál podía ser el paradero de Suzi Julius.
—¿Y si Neri tuvo algo que ver en la muerte de la chica? —preguntó—. A lo mejor fue ese su modo de castigar a Wallis.
—Neri es un criminal —dijo Falcone—. Si quisiera matar a alguien, mataría al propio Wallis —y mirando a D’Amato, añadió—, te equivocas si piensas que Neri no tiene su propio código. Los hombres como él tienen reglas. Las necesitan para mantener su posición dentro de sus huestes, y matar a una adolescente para castigar a su padre no parecería bien. Dañaría su posición. Además, tendría que hacer saber que había sido cosa suya. Si no, ¿para qué molestarse? Si hubiera sido él, nos habríamos enterado.
—Aun así, hay montones de razones por las que hablar con él —dijo ella.
—Claro, claro —exclamó Peroni, rebosando ironía—. Así la DIA tendría la excusa perfecta para seguir en el caso. Y si se tratara sólo de un interrogatorio por asesinato, se quedaría sin pretexto.
—Estoy intentando ayudar —replicó ella dedicándole una mirada asesina—. ¿Queréis hacer el favor de dejar de tratarme como si fuera la mala?
Peroni se volvió a mirar por la ventana y empezó a silbar.
—¿Y la chica? —preguntó Costa—. ¿Dónde encaja Suzi Julius?
Falcone se volvió a mirar la imagen congelada que tenían en la pantalla. Era del Campo, con Miranda Julius inmóvil, la mirada puesta en la dirección que había tomado la moto para marcharse.
—Ojalá lo supiera. Esperemos que se trate sólo de una adolescente más que escapa de sus padres, y no podremos tratar su desaparición de otro modo hasta que no haya indicios de lo contrario. Si surge alguna sospecha de que sea algo más, y quiero pruebas, me lo hacéis saber inmediatamente. Hasta entonces… —se aseguró de que Costa lo mirara—, dejemos claras nuestras prioridades. Tenemos un caso de asesinato en las manos y en eso vamos a concentrarnos. Es lo único que sabemos con seguridad por ahora.
—Suzi Julius sigue viva…
No podía quitarse de la cabeza la imagen de su madre, todo el dolor y el miedo que había palpado en ella.
—Lo sé. Estamos haciendo todo lo que podemos, Nic.
—Y nosotros también estamos en ello, ¿no? —preguntó D’Amato—. Ya conoces las normas, Leo. Este caso está relacionado con el crimen organizado. Os guste o no, la gente con la que estáis hablando ha estado metida en ello durante años. Y Neri lo sigue estando.
—Sí. También vosotros —Falcone consultó su reloj y luego la miró—. Siempre y cuando se comparta la información. Toda la información —precisó—. ¿Queda claro?
Ella sonrió.
—¿Cómo podría ser de otro modo?
Falcone se levantó y los tres hicieron lo mismo para seguirle.
—Hablemos con la bruja que tenemos en la morgue sobre ese cadáver. Este informe es mínimo y ella lo sabe.
Costa conectó su teléfono al salir del despacho. No le gustaba tener que apagarlo, porque no quería estar ilocalizable.
Se encendió cuando iban ya pasillo adelante y sonó casi inmediatamente. La voz de Teresa Lupo se oyó con tanta fuerza que casi le hizo daño en el oído.
Tuvo tiempo de transmitir un solo mensaje entrecortado y la línea quedó muerta.
Cometer estupideces es, en algunas circunstancias, algo natural.
Uno piensa en tirar un monitor de ordenador contra una ventana atascada cuando sabe de ante mano que el marco es demasiado pequeño para poder salir por él, aun en el caso de que se consiga romper el cristal.
Te acomodas en nana falsa villa romana de la colina del Janículo e intentas recordar cómo eran los días en que tenías que intrigar para mantenerte vivo.
Y, en el caso de Emilio Neri, cuyo teléfono móvil había estado echando chispas toda la tarde, te paseas como un león enjaulado en tu palacio de ricachón de la Via Giulia mientras no dejas de sorprenderte del modo en que el pasado puede resucitar de buenas a primeras, y mientras maldices al veleidoso de tu hijo y a la derrochadora de tu mujer preguntándote dónde demonios están cuando necesitas poder gritarles.
El miedo y la furia comparten la misma imprecisa frontera. Ver girar el pomo de la puerta frente a ella, le provocaba a Teresa la misma cantidad de miedo que de rabia, y ambas le impedían razonar. Pero luego fue el instinto quien la hizo reaccionar y colocarse a un lado, junto a los goznes de la puerta, empuñando aquel pequeño martillo con las dos manos, esperando.
Fue sólo un momento. La puerta comenzó a abrirse despacio. Teresa contuvo la respiración. ¿Qué esperaba encontrar quien entraba? Una figura acobardada en un rincón. Eso tenía que ser.
—Pues te has equivocado —se dijo y esperó a que la puerta se abriera en un ángulo de cuarenta y cinco grados, lo suficiente para que el que entraba pudiera pasar.
Tenía la musculatura de una patóloga, y algo de exceso de peso. Respiró hondo, dio un paso hacia atrás y se lanzó con el hombro contra la puerta, que se cerró golpeando el cuerpo del atacante. Volvió a abrir y a empujar, y alguien gritó de dolor. Entonces se asomó y le vio: era una figura vestida de negro con un casco de visera oscura que le ocultaba el rostro. Estaba agachado y se llevaba las manos al pecho. Con un poco de suerte le habría roto un par de costillas. Una pistola larga y negra había quedado en el mugriento suelo del despacho y le dio una patada, pero sólo consiguió alejarla un metro más o menos de él. Entonces soltó el martillo, agarró al intruso por el casco y tiró con fuerza.
El motero cayó de bruces al suelo. No era un tipo grande. Si hubiera asistido a clases de defensa personal como tantas veces se había dicho que haría, habría podido controlar la situación, incluso darle una paliza, atarlo a una silla, agitar la varita mágica y ser Linda Hamilton en Terminator 2, toda músculos y determinación. O algo parecido. Se le estaba yendo la cabeza, y eso era peligroso. Con un pie lo apartó de la puerta y salió. Qué alegría ver la luz de la tarde entrar por la ventana de aquella otra estancia, más grande que la del despacho.
Cerró, quitó la llave y la tiró al otro lado de la habitación. Jadeaba, le costaba respirar. ¿Qué debía hacer?
Debes mirar.
El profesor Randolph Kirk estaba tirado boca arriba en el suelo sobre un charco de su propia sangre, con la mirada muerta y clavada en el techo. Tenía un agujero negro e irregular en el centro de la frente por el que salía una materia viscosa, y dejándose llevar por la fuerza de la costumbre comenzó a pensar en la autopsia, en todas las incisiones, en todos los órganos que tendría que examinar para llegar a la conclusión obvia: que aquel tipo había muerto porque alguien le había metido una bala en el cerebro.
Temblándole la mano, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta y marcó el número de Nic Costa, intentando no equivocarse y rezando sin parar.
Su voz sonó en el auricular. Parecía sorprendido y tan joven.
—¡Nic! ¡Nic! —le gritó—. ¡Ayúdame!
No oyó nada. Quizás fuera su respiración o alguna interferencia causada por la electricidad estática lo que se oía en la línea.
—Estoy al lado de Ostia Antica —siguió—. En el sitio del que te hablé ayer. ¡Por favor…!
Entonces hubo un ruido a su espalda, un ruido tan intenso que debió convencer a Nic de que se trataba de algo muy serio. Un ruido que le recordó a Teresa lo idiota que era.
Le había dejado el arma.
—Imbécil —se increpó, y salió corriendo con el estallido de los disparos descargando sobre la cerradura de la puerta siguiéndole los pasos.
Tres Alfa Romeo de la policía pasaron a toda velocidad por Pirámide, aullando las sirenas y centelleando sus luces azules. Falcone iba en el primero de ellos y Peroni iba al volante. Conducía por el centro de la calle, echando a todo el mundo hacia los lados, y Costa iba agarrado al salpicadero intentando encontrarle sentido a todo aquello.
—Esta mujer es imbécil —murmuró Falcone. Habían hablado con el «Monje» que trabajaba con Teresa y en cuanto le habían metido el miedo en el cuerpo, les había dicho dónde estaba—. ¿Quién se cree que es?
—Deberíamos haber hablado nosotros con ese hombre —dijo Costa, a lo que Falcone contestó incorporándose en el asiento de atrás y dándole una palmada en el hombro.
—Estaba en mi lista para mañana, listillo. Pero hay que hacer las cosas paso a paso —volvió a recostarse y dejó vagar la mirada por la línea gris de casas de los suburbios que se dibujaba fuera del coche. El sol, como una bola roja y venenosa, se ponía en el horizonte, más allá de la neblina azul. La ciudad parecía un lugar lúgubre y muerto—. Y nadie debe ir solo a un sitio así. Por si no os habéis dado cuenta, en este caso nos las estamos viendo con peces gordos, y no quiero correr riesgos. No soporto los funerales.
Rachele D’Amato venía en el siguiente coche. Falcone lo había dispuesto así.
—Aunque pueda parecer que me repito —intervino Peroni—, ¿de verdad necesitamos que nos acompañe esa mujer?
—¿Quién sabe? —contestó Falcone—. Cuando lleguemos, te lo diré.
—Teresa ha ido a ver a un profesor universitario, ¿no? ¿Qué puede tener que ver con la mafia?
Falcone no contestó y Peroni pegó un pisotón al freno para esquivar un coche de limpieza urbana; luego bajó la ventanilla y le dedicó todo tipo de obscenidades a su conductor.
Volvió a las cinco y media, cargada de bolsas en las que iba impreso el nombre de los mejores diseñadores. Estaba perfecta. Adela siempre lo estaba. Se acababa de cortar el pelo y su rojo parecía algo menos feroz, como si un matiz rubio palpitase bajo la superficie. No había un solo mechón fuera de su sitio. Llevaba un traje de pantalón en seda blanca y arrugada y una chaqueta gris estilo oriental que Neri no podía decir si era nuevo o no. Se compraba tanta ropa que seguramente tiraba la mitad del contenido del armario todas las semanas para hacer sitio a sus nuevas adquisiciones.
La vio entrar en la cocina y preparase un spremuta, al que añadió un chorrito de vodka ruso Stolichnaya.
—¿Se puede saber dónde demonios estabas? Te he llamado al móvil.
—Me he quedado sin batería.
—Pues haz el favor de cargarlo antes de salir. Si es que vuelves a salir, claro, porque estoy pensando implantar el toque de queda en esta casa.
Ella se acercó y lo besó en la mejilla, sin olvidarse de deslizar una mano que le acariciara por encima de la cremallera de los pantalones.
—¿Un mal día, cariño?
—El peor. ¿Y dónde está mi familia cuando la necesito?
Adela parpadeó varias veces. Tenía unas largas pestañas negras que Neri supuso que debían costarle un riñón.
—¿Me necesitabas? —repitió, y volvió a posar la mano en el mismo sitio. Él la apartó.
—No tengo tiempo para eso.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer por ti? —le preguntó quejosa.
—Se supone que eres mi mujer y que tienes que estar aquí para apoyarme cuando lo necesite. Pero llego a casa, ¿y qué me encuentro? A dos de mis hombres y a esos criados estúpidos que no hacen más que dar vueltas y joder la santísima.
—¿Apoyarte? ¿Qué clase de apoyo quieres?
Preferiría que no siguiera por ese camino. Normalmente no lo hacía, pero llevaba un tiempo comportándose de un modo distinto. El cambio había tenido lugar al poco de llegar Mickey a vivir con ellos. La verdad es que el crío era como la piedra que se mete en una ostra: siempre rechinando, siempre fastidiándolo todo para, al final, no ser perla. ¿En qué andaría metido últimamente? Esa ropa tan absurda que le había dado por llevar y su pelo teñido de rubio estaban empezando a molestarle. Y el modo en que Adela y él se mordían la yugular… un pensamiento inesperado se le materializó en la cabeza. A veces uno sólo veía lo que quería ver, lo que se suponía que debía ver, y no la verdad.
—Olvídalo. ¿Ha salido contigo Mickey? Debería haber vuelto hace horas.
—¿Salir conmigo? —respondió, mirándole como si hubiera perdido el juicio—. ¿Es que no te parece que ya lo veo bastante aquí? Es tú hijo, no el mío. Tú sabrás dónde anda y a quién se está follando.
Neri no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Adela nunca hablaba así.
—Cuidado con esa boca —le advirtió, levantando una mano dada la vuelta.
—No se te ocurra pegarme, Emilio. Ni lo intentes siquiera.
Él apretó los puños como si fuera a golpearla, pero se contuvo. Demasiadas cosas estaban ocurriendo ya para dejar que ideas como aquella le rondaran la cabeza. Ya se ocuparía de Adela más tarde. Y de Mickey, si era necesario.
—¿Dónde está? —repitió.
—No lo he visto desde esta mañana. Salió antes del mediodía. A lo mejor está tirándose a alguna puta estúpida en el asiento de atrás del coche. Es lo que le gusta, ¿no?
Ya habían discutido sobre ese tema en otra ocasión. Dos meses atrás la policía se había encontrado a Mickey tirándose a una prostituta africana barata en el Alfa Spider de su padre, aparcado en un callejón cerca de la Via Veneto. El muy idiota ni siquiera conocía la ley en virtud de la cual la policía podía incautarse del coche en un caso así. Neri necesitó ejercer todo su poder de persuasión, además de pagar un abultado soborno, para recuperar el puñetero coche. Otro gasto más. ¿Sería siempre tan alto el coste de la paternidad? ¿Habría aprendido su hijo la lección? Seguramente no. Le importaba una mierda.
—Escúchame —le dijo Neri, sujetándola por los escuálidos hombros y zarandeándola un poco—, y escúchame bien.
Ella se soltó, pero no parecía tenerlas todas consigo. A lo mejor estaba presintiendo el cambio en la atmósfera y se preguntaba cómo iba a afectarle.
—Por si no te has dado cuenta, no estoy pasando por un buen momento —continuó—, lo cual significa que para ti tampoco lo es, si es que eres capaz de comprenderlo. Están ocurriendo cosas a las que un hombre de mi edad no debería tener que enfrentarse, y aunque puede que algunas sean responsabilidad mía, otras son culpa de personas que deberían haber sabido hacerlas de otro modo. Sólo quiero que te quede claro.
—¿Qué clase de cosas, Emilio? —le preguntó, sorprendida por tanta y tan repentina franqueza.
Se oyó el ruido de un par de coches que se acercaban por la calle y que se detenían bajo la ventana. Había empezado a llover y unas finas líneas de agua resbalaban por la cortina negra y plateada de la noche, empapando el tráfico denso de aquellas horas en Lungotevere.
Neri la vio mirar fijamente a los hombres que se bajaron de los coches. No era idiota, y sabía identificar a los de su calaña. Normalmente él no permitiría que entrasen en su casa.
—¿Por qué están aquí?
—¿Has estado en guerra alguna vez? —le preguntó. Era una palabra que detestaba sólo con pronunciarla. Las guerras no deberían producirse. Costaban dinero y podrían meterte en líos con quienes pensaban que esas cosas pertenecían al pasado.
—Por supuesto que no.
—Pues empieza a aprender —murmuró casi para sí mismo—, porque esos que vienen son soldados.
—Cuatro ruedas son siempre mejor que dos —pensaba en voz alta mientras conducía el Seat León a ciento veinte kilómetros por hora sobre el camino tortuoso y lleno de baches que partía de la excavación. Se estaba metiendo ya en el coche cuando le vio salir dando trompicones de la oficina, aún con el casco y la visera oscura cerrada, como si fuera un insecto mortífero en persecución de su presa.
Aquel gusano iba en moto y ella en coche, lo cual tenía que suponer alguna diferencia en su favor. Ya se había hecho de noche, y una llovizna como grasienta caía del cielo. Cuatro ruedas son siempre…
Pero aquel motorista parecía tener una clase única y especial de gravedad. Al coronar una cuesta y pisar el arcén firme de la carretera a la que se incorporaban, el Seat quedó brevemente suspendido en el aire y tomó, chillando las ruedas, dirección al aeropuerto.
Cuando consiguió hacerse de nuevo con el control del coche y viendo con cierta dosis de alivio las luces de la terminal a un par de kilómetros de distancia, reunió el valor suficiente para mirar por el retrovisor. La moto le iba comiendo terreno. Conducía la Honda como el mismísimo diablo, y parecía pegarse al resbaladizo asfalto mejor que el coche. Al llegar al final de la pista de baches, le sacaba unos trescientos metros, y en aquel momento la moto había engullido la mitad de esa distancia. Avanzaba a velocidad de vértigo.
—Mierda… —murmuró y por el rabillo del ojo miró el móvil que llevaba en el asiento de al lado. No se atrevió a volver a llamar. Necesitaba las dos manos para sujetar el volante y necesitaba mantener el pensamiento centrado en salvar la vida.
Metió cuarta, pisó el acelerador y adelantó a un par de camiones lentos, uno de los cuales estaba iniciando a su vez la maniobra de adelantamiento. El metal de ambos leviatanes inundó el retrovisor mientras se rebasaban el uno al otro, y de pronto la moto se coló entre ambos, en un hueco que no podía tener más de un metro de ancho.
—Dios… ¿Qué hago ahora? ¿Dónde demonios está la policía?
La terminal no parecía quedar más cerca, pero de todos modos la idea de estar a salvo bajo sus luces empezaba a perder firmeza. A aquel insecto depredador poco le importaban las luces. Aunque se presentara en el mostrador mismo de Alitalia para primera clase, él la seguiría a lomos de su rutilante máquina, deteniéndose sólo lo justo para meterle un par de balas en la cabeza antes de desaparecer, porque eso era lo que hacían los moteros.
Su perseguidor estaba cada vez más cerca. Con un par de acelerones estaría junto a su ventanilla, llamando con los nudillos.
—Y una mierda —dijo en voz alta, y dio un volantazo hacia la izquierda frenando al mismo tiempo.
El motorista se dio cuenta enseguida. No iba a chocarse contra el coche y a saltar por encima del techo impelido por la fuerza de la velocidad, sino que apoyó una enorme bota de cuero en el suelo e hizo que la moto se deslizara sobre el asfalto mojado, controlando el derrapaje, sin dejar de mirarla ni un instante.
—Muy bien —dijo Teresa, y apretando los dientes pisó a fondo el acelerador, enderezó la trayectoria del coche y se lanzó hacia una barrera que impedía el paso a una carretera en construcción que quedaba unos cientos de metros más adelante.
Había hombres de chaqueta blanca y casco amarillo trabajando en la zona y tocó el claxon con todas sus fuerzas. Los hombres se dispersaron y el León comenzó a derrapar lateralmente, con el volante dando tirones como si fuera una criatura salvaje. Instintivamente lo hizo girar hacia el mismo lado que derrapaba el coche y sintió que recuperaba el control. Algo golpeó el parabrisas trasero y salió por el delantero, arrebatándole la visión de la carretera. Un círculo de cristal opaco y resquebrajado era lo que quedaba entre ella y el negro vacío que era el mundo que se le venía encima. Miró el cuadro. Iba a noventa kilómetros por hora. No se oía nada excepto el aullido animal de su coche contra el asfalto.
—Hoy no es un buen día —murmuró absurdamente, y sin saber por qué soltó el volante. Había algo que estaba llamando su atención.
La cabeza de una figura negra, larga y letal aparecía y desaparecía en la ventanilla. Llevaba el brazo extendido. El insecto parecía dispuesto a picar.
Aunque sabía que era una estupidez, se agachó en su asiento doblándose por la cintura y se cubrió la cabeza con las manos mientras rezaba pidiendo protección.
El León experimentó una sacudida que lo volvió todo patas arriba y por un instante en el que su consciente se dio cuenta de que el universo no estaba como debiera, se preguntó si habría llegado ante las puertas del gran secreto llamado muerte. Y con él llegó otro pensamiento todavía más inquietante mientras el León rodaba, saltaba y daba más y más vueltas.
—Que no la haga el Monje —murmuró—. Cualquiera menos él.
El horrísono sonido que siguió fue el del metal al encogerse, al tiempo que ella salía despedida hacia todas partes como si fuera un guisante dentro de una lata. Sintió un dolor penetrante en la cabeza.
Por fin el mundo dejó de moverse.
El coche había quedado panza arriba, y algo caliente y pegajoso le caía por la cara. Era sangre. Con la mano se palpó la herida No era más que un corte por encima de la sien derecha.
—Qué mala suerte —se lamentó, y tuvo ganas de echarse a reír.
Alguien intentaba tirar de la puerta del conductor que había quedado mirando hacia el cielo negro de la noche. Oyó voces, pero no se movió. ¿Qué habría sido del insecto? El mundo entero le parecía un lugar hostil. La humanidad había desaparecido del planeta.
Entonces sintió una bocanada de aire frío en la cara. Varios rostros la miraban y algunos decían todas las idioteces habituales sobre la conducción de las mujeres.
—¿Puede moverse? —le preguntó alguien que llevaba un casco amarillo y le tendía la mano.
Intentó incorporarse y pudo hacerlo. Todo funcionaba. Sólo tenía unas cuantas magulladuras y un pequeño corte.
Tenía que haberse marchado. No se atrevería a acercarse a ella habiendo tanta gente, y mientras salía del coche estuvo a punto de echarse a reír de puro histerismo. El León había acabado de lado y en mitad de una obra. Unos cuantos metros más adelante había un enorme agujero en el asfalto, un abismo tan grande que podría albergar a un tren.
—¿Dónde está la moto? —preguntó.
El hombre que la había ayudado a salir miró hacia el agujero.
—Me temo que ahí dentro.
—¿Es muy hondo?
—Mucho. Estamos trabajando en el metro.
—Vaya —se sorprendió, y no pudo evitar sonreír a pesar de los golpes y el dolor de lo que debía ser una costilla rota.
En la distancia se oían sirenas y se veían desde allí las luces de unos coches de policía que se acercaban. Entonces pensó en Falcone y en su mal genio, y luego en Randolph Kirk y en Suzi Julius, la chica perdida.
—Estamos trayendo una grúa —le dijo el hombre—. ¿Es que habían discutido? Hemos llamado a un médico.
Teresa asintió y se estiró la ropa para adoptar un aire profesional mientras se preguntaba cómo le iba a contar aquello a Falcone.
—¿Un médico? Gracias, pero estoy bien.
El hombre la miró extrañado y luego señaló al agujero.
—Era para él…
—Ah.
Teresa se acercó al borde del socavón y miró hacia la nada. Luego se agachó a por un trozo de asfalto para lanzarlo al vacío mientras gritaba, ¡maldito cabrón…!
—Yo me ocuparé de él —anunció, agarrando el brazo del hombre para separarlo del borde—. Soy forense. Trabajo para la policía, así que llévese a todos estos de aquí, que ya no hay nada que ver.
La zona de las excavaciones del profesor Kirk había quedado delimitada por una cinta de la policía. Los focos iluminaban las oficinas portátiles y las manchas de sangre que habían quedado en el suelo. El «Monje» había sido asignado al caso, ya que Teresa Lupo aducía, y no le faltaba razón, que el conflicto de intereses le impedía tomar parte objetivamente. La verdad era que quería estar con el segundo equipo, el que iba a ocuparse de recuperar el cadáver del enorme y oscuro agujero de Fiumicino, ansiosa por ver cómo aquel cuerpo pasaba de ser el insecto negro de su imaginación a un ser humano real y muerto.
Falcone no se había opuesto. Es más, ni siquiera parecía cabreado. A lo mejor había reservado su furia para otro momento en que ella estuviera más receptiva.
Nic Costa observaba cómo el «Monje» y su equipo retiraban el cuerpo, mientras Falcone había hecho un aparte con Rachele D’Amato y ambos parecían enfrascados en una conversación privada. Peroni los miraba sin dejar de murmurar por lo bajo.
—Se va a quedar hasta que esto acabe —dijo Nic cuando ya no pudo soportarlo más—, así que será mejor que te vayas haciendo a la idea.
—¿Por qué? Este tío no trabajaba para el crimen organizado. ¡Era profesor, Nic!
—De eso no podemos estar seguros. Sabemos menos de lo que sabíamos hace dos horas.
Suzi Julius estaba por ahí en alguna parte, aunque su nombre y su misteriosa desaparición estuviesen quedando ya en el subconsciente colectivo del cuerpo, apartados por asuntos más urgentes. A lo mejor andaba cerca. Puede que estuviera incluso allí mismo, muerta, gracias a todas esas magníficas normas que impedían actuar antes de transcurridas cuarenta y ocho horas. Miró a su alrededor, al otro oficial y a la silueta baja y voluminosa de aquella antigua villa romana.
—Voy a dar una vuelta —anunció—. No creo que Falcone vaya a echarme de menos.
No había nada de interés en la otra oficina. La villa parecía más prometedora. Por su exterior bien podría ser una iglesia antigua o algo así. Sus paredes eran de ladrillo y argamasa, y aunque la oscuridad escondía la mayor parte de los detalles, se imaginó que sería de aquel color miel claro que él conocía bien por haber crecido en la Via Appia Antica. Debía tener unos cuarenta metros cuadrados y en la parte delantera había un pequeño jardín sepultado bajo un montón de piedras caídas y protegido por una verja, con un pequeño mosaico imposible de identificar en la oscuridad. La entrada porticada estaba abierta y al traspasarla se encontró en una antesala oscura y fría de la que partían dos cámaras paralelas que conducían al centro del edificio. También estaban abiertas y también vacías. El centro de la construcción debía haber sido una especie de sala sin ventanas. Aquello no podía ser una casa normal. No tenía sentido.
Había una puerta vieja de cuarterones de madera que impedía la entrada al interior, sujeta con una cadena herrumbrosa y un candado, y para abrirla fue a su coche a por una linterna y una palanca. Tardó poco en hacer saltar el cierre y la linterna describió un brillante arco de luz en el interior, negro como la noche, que iluminó las sombras de las paredes. No había nada en la sala. No era más que un cuadrado vacío. Entonces, ¿para qué el candado y la cadena?
Fue estudiando con detenimiento las paredes desnudas, y cuando estaba a punto ya de salir, tropezó con algo. Era un panel de madera encastrado en el suelo de ladrillo, de factura reciente. Y también tenía un candado, esta vez nuevo y brillante, que mantenía unidas unas abrazaderas.
Empleó de nuevo la palanca y soltó el cierre, y al retirar la tapa de madera quedaron al descubierto una sucesión de peldaños estrechos y altos que conducían a una cava subterránea y lóbrega.
Pero había un tendido de luz que se perdía escalera abajo, cuyo interruptor estaba fijado a la tosca pared de la cava. Una bombilla desnuda, quizás la primera de unas cuantas, colgaba ante él. No sabía nada de arqueología, pero aquello le resultó un poco raro. ¿No sería más normal que usaran focos portátiles?
No debería entrar allí solo. Esa clase de cosas se hacían siempre en pareja, ya que cabía la posibilidad de que hubiera alguien allí. Aquel era un lugar perfecto para esconderse, para pasar desapercibido y esperar a que amainara la tormenta. Y después trasladar a Suzi a otra parte. O dejar un cadáver en una zona pantanosa.
—No hay tiempo —se dijo. Además estaba hasta las narices de las caras que le ponían cada vez que mencionaba a la chica.
Sacó la pistola y con ella en la mano y la espalda pegada a la pared, fue bajando los peldaños de uno en uno. La temperatura cayó en picado. Olía como a hongos, el hedor inconfundible de las cosas podridas.
El silencio era absoluto. Al llegar abajo encendió el interruptor y tuvo que agacharse para poder pasar bajo el dintel de la puerta.
La sala estaba bien iluminada. Tenía que haber sido restaurada, porque era imposible que las pinturas originales de las paredes hubieran podido conservarse con aquellos colores tan brillantes y nítidos durante dos mil años, aunque también cabía la posibilidad de que no fueran originales. A lo mejor las habían pintado hacía poco.
Nic las miró detenidamente y pensó esto es una pesadilla. Y quizás lo fuera. A lo mejor se trataba de un esfuerzo desesperado por quitarse de la cabeza aquel veneno, exorcizarlo mediante la transformación de los demonios vivos que habitaban en la mente de un hombre en imágenes representadas en una pared antigua y pagana.
La cámara era rectangular y sus paredes estaban cubiertas de pinturas, todas ellas con un fondo rojo brillante. Una especie de friso confeccionado de mosaico con delfines y monstruos marinos coronaba cada escena, y unas columnas también pintadas las separaba. El autor había pretendido que las imágenes se interpretaran sucesivamente, como si se tratara de un relato. Según les había contado sucintamente Teresa aquella misma mañana, tenía que ser el rito de iniciación a los misterios de Dionisio.
A la derecha, cubriendo la pared más corta en la que estaba la puerta, parecía empezar el relato. Una figura masculina imponente que quizás fuese la representación del dios, se reclinaba lánguidamente en un trono dorado, con un sátiro cornudo a cada lado, ambos mirando a sendos cuencos plateados de agua. A sus pies había una joven cuyo rostro quedaba oculto tras un velo y que portaba en la mano un objeto fálico rematado con una piña: el tirso del que les había hablado Teresa. La pared siguiente contenía tres imágenes: un niño desnudo leía el texto de un manuscrito. Tres bailarinas tomadas por las manos y con los rostros en éxtasis, bailaban en torno a una urna. Una vieja bruja vestida de oscuro y apoyada en el tronco podrido de un árbol miraba con malicia a una hermosa joven que sentada delante del espejo jugaba con su pelo.
La pared que quedaba frente a la puerta la ocupaba un solo trabajo. La joven estaba entrando en presencia del dios. Unos esclavos negros la flagelaban con sus látigos mientras los sátiros tocaban la flauta en un segundo plano. Había terror en el rostro de la iniciada. El dios la contemplaba con lascivia desde su trono.
Nic se giró para ver la tercera pared. Más rituales: latigazos, bebedizos, bailes, apareamientos. Las cuatro imágenes contaban una orgía, pero una de ellas rayaba ya con la locura, como si fuera algo nacido de la imaginación de El Bosco. En las esquinas de la imagen había borrachos inconscientes o vomitando. Una mujer embarazada amamantaba al mismo tiempo a un niño y a una cabra. Había mujeres tumbadas boca arriba abrazando leones y caballos. Dos muchachas tenían una sangrienta pelea en el suelo.
Y en la última imagen había una ejecución: una mujer accedía a presencia del dios con los ojos vendados. Luego era degollada desde atrás por un sátiro que no dejaba de sonreír y que pegaba sus genitales a las nalgas de la mujer.
Nic se giró aún más para ver la representación final, la contrapartida de lo que había en la pared opuesta. El dios seguía sentado en su trono pero llevaba una máscara, la misma máscara obscena y aulladora que se había empleado como fuente para el tatuaje que había visto en la fallecida Eleanor Jamieson y en Suzi Julius, aunque ambos eran malas imitaciones. En el rostro del dios había una furia ciega y devoradora que no podía concentrarse en un garabato sobre la piel.
La iniciada estaba desnuda, medio de pie sobre él y mirando hacia delante mientras él la acometía desde atrás, agarrando su seno izquierdo con fuerza. El rostro de ella quedaba parcialmente cubierto por un velo, pero se veía su boca abierta en un grito de agonía. La erección del dios se veía entre las piernas abiertas de la joven. Los sátiros y demás parásitos contemplaban la escena ávidamente, con los ojos y la boca muy abiertos.
¿Sería aquella la odisea a la que la hijastra de Wallis se había negado, quizás en una habitación muy similar a aquella? Y si no era aquella, ¿dónde estaría? En cualquier parte porque, si Teresa estaba en lo cierto, aquella villa no era más que una pálida imitación. En algún lugar de Roma estaba la Villa de los Misterios, el corazón del culto, un templo oculto similar a aquel y construido también bajo tierra.
Aquello no cuadraba. Un hombre solo no podía llegar a aquel extremo. Randolph Kirk no podía ser la figura que conducía la moto a la que Suzi Julius se había subido tan alegremente en el Campo. El conductor tenía que ser un hombre joven, alguien a quien ella conociera.
Tenía que intentar analizar detalles prácticos. Aquella excavación no estaba en activo, ya que no había signos de que así fuera por ninguna parte. Sin embargo, había gente que acudía allí regularmente, a juzgar por alguna colilla que había visto en el suelo y el envoltorio de algún dulce. La universidad debía ocuparse del mantenimiento porque seguramente era un lugar de estudio.
Se acercó a las esquinas para iluminar con la linterna los rincones más oscuros.
Algo brillante llamó su atención cerca de la imagen del dios y de la iniciada, y con un sobre de plástico que se sacó del bolsillo se agachó para recogerlo. Era una goma elástica del pelo, en rojo brillante, amarillo y verde, la clase de goma que llevaría una chica joven. Examinó el resto de la estancia pero no encontró nada más.
Una vez terminó, volvió a subir por la escalera y se encaminó a la oficina portátil. Se estaba haciendo tarde. Falcone parecía cansado y de mal humor, y Rachele D’Amato estaba a su lado en silencio.
—Ya analizarán la escena del crimen cuando hayan terminado aquí —dijo Falcone cuando Costa le contó lo que había visto—. Habiendo pasado ya dieciséis años no puede quedar nada, Nic, si es lo que esperas. Además, Teresa ya ha dicho que seguramente la mataron en la ciudad.
—Lo sé —contestó y le mostró la goma—. Pero esto no tiene dieciséis años.
Rachele D’Amato lo miró con interés.
—Es la clase de goma que llevan las niñas. ¿Permiten la entrada de niños durante las visitas?
—Imagino que no —contestó Nic, recordando las imágenes.
—¿Tú crees? —preguntó Falcone—. Nos hemos vuelto muy liberales últimamente. De todos modos, hoy ya es tarde. Si crees que hay algo que puede merecer la pena, ve a ver a la madre, pero tú solo, que andamos mal de hombres. Si lo reconoce, llévalo al laboratorio. Debe haber millones de gomas como esa, y tenemos que estar seguros. Luego vete a casa y descansa, que mañana nos espera un día duro.
—Y que lo digas —dijo ella en voz baja.
Nic los vio intercambiar una mirada y se preguntó si habría algo entre ellos, y si ese algo podría entorpecer el brillante juicio de su jefe.
—¿Cómo estás? —le preguntó su jefe en un aparte—. Pareces cansado. ¿Has bebido últimamente?
—No —contestó Nic, molesto—. ¿Qué es usted: mi jefe, o mi niñera?
—Un poco de los dos. Al menos por ahora —le contestó Falcone y sonó su teléfono. Oyó lo que tuvieran que decirle y dirigiéndose a Nic, dijo—: Espérame.
Costa sentía curiosidad por saber lo que le habían dicho.
—Por ahora vamos a seguir con tu historia —le dijo el jefe—. La gente de Fiumicino me ha dicho que están a punto de sacar el cuerpo. Parece ser que Teresa está como loca por ponerle la mano encima.
—¿Y te parece mal? —intervino Rachel.
—Desde luego —respondió Falcone, y echó a andar tan deprisa que los otros dos casi tuvieron que correr para no quedar atrás.
Había dejado de llover y el silencio comenzaba a enseñorearse del centro de Roma. Una generosa luna contemplaba su propio reflejo en las aguas negras y bruñidas del Tiber, y los últimos coletazos del invierno seguían haciendo descender por la noche una temperatura que durante el día era ya primaveral.
Adela Neri estaba sola en su dormitorio. Su marido seguía levantado, hablando con los hombres de gris que habían entrado en sus vidas. Sus voces se colaban por debajo de la puerta y se mezclaban con sus pensamientos más íntimos. No tenía ni idea de dónde estaba Mickey. No había llamado, lo cual era raro pero no sorprendente. Últimamente andaba más atolondrado que de costumbre, debido en parte a las drogas que consumía sin que lo supiera su padre, y en parte a los negocios que llevaba al margen de él y al terror que le provocaba la posibilidad de que se enterara. Pero por encima de todo, lo que más descentrado le tenía era la repentina e intensa fijación que había empezado a sentir por su madrastra, fijación que ella no tenía la más mínima intención de desalentar. Le gustaba que pensara en ella así, y ser consciente de que podía volverle loco. Poseía ese mismo poder sobre Emilio, pero de un modo más amortiguado y controlado. Siempre había sido así. Y en los últimos tiempos, ese poder empezaba a flaquear. Emilio había comenzado a pagar la factura de la edad, y era consciente de que el cambio pronto sería inevitable.
Con Mickey era distinto. Haría cualquier cosa que le pidiera. Lo que fuese. Y era un hombre joven que no se limitaba a retozar con ella un par de minutos para luego dar media vuelta y quedarse dormido, roncando y resoplando. Era cierto que Emilio la compensaba bien, pero sus regalos ya no ejercían sobre ella el poderoso atractivo de antes. El mundo físico tenía sus limitaciones y con la edad llegaba la consciencia de que había objetivos en la vida mucho más apetecibles: el poder, el control, la seguridad, la capacidad de decidir libremente su destino.
Mickey no era el único hombre al que tenía obnubilado. La verdad es que le sorprendía haber tenido tantos amantes y durante tanto tiempo sin que nadie se enterara. Había sido cuidadosa y discreta, eso sí, y desde luego había elegido a hombres que sabían que no les convenía presumir. Aun así, Emilio Neri era un hombre perspicaz y curioso y vengativo que últimamente la miraba de un modo que no le gustaba nada. Un día llegaría a descubrirlo todo, y no se podía ni imaginar cuál sería su reacción. Una vida como la que ella llevaba tenía un destino invariable: un periodo de pasión, seguido de otro de satisfacción, y después el final del viaje: aburrimiento, indolencia, desastre. A menos que se hicieran planes con antelación. A menos que se hiciera el movimiento adecuado en el momento adecuado. Emilio era cada vez más lento y más estúpido, y se acercaba la hora de la sucesión, antes de que el reloj de arena se quedara vacío y el imperio reducido a un puñado de polvo.
Nic aparcó el coche junto a la mole del antiguo teatro romano, caminó hasta el portal, entró y subió. Aún seguía intentando aclararse las ideas, comprender qué estaba pasando. Era como devanar una madeja de lana.
—¿Sí?
Parecía ansiosa, expectante, y notó su desilusión al reconocer quién era.
—Necesito hablar con usted —le dijo—, es sólo una cosa que tengo que comprobar. Lo siento.
—No se preocupe —contestó ella antes de dejarle entrar.
Miranda Julius estaba sola en el salón al que llegaba el runrún del tráfico de Lungotevere, aún a pesar de lo tarde de la hora. Llevaba un amplio pijama de algodón blanco y una bata roja, y debía acabar de salir de la ducha porque todavía tenía el pelo mojado. Parecía más joven. A lo mejor era por sus ojos, que le parecieron más grandes de lo que él los recordaba, y de un azul más brillante e intenso. El dolor le dejaba un rastro de delicada y aguda belleza. Desde luego no podía ni imaginarse lo que debía estar pasando aquella mujer.
—No hay noticias, ¿verdad? —preguntó.
—No. Lo siento.
Miranda suspiró, aunque parecía que era lo que se esperaba.
—¿Quiere tomar algo, o no puede por su trabajo?
Ella tenía en la mano una copa de vino tinto, y Nic recordó cuántas veces se había sumergido en aquella fragante y rica bebida desde la muerte de su padre, y lo que había tenido que luchar para salir de él y secarse. Pero el deseo nunca desaparecía del todo.
—Sólo un sorbo —le dijo, y ella sacó de la cocina una botella de Barolo de un buen año. Era una cosecha cara.
—Me la beberé esta noche. Es que no puedo dormir. No dejo de preguntarme… ¿cómo no ha podido verla nadie?
Nic había visto a bastantes mujeres en aquella misma situación. Algunas se desmoronaban, otras se encerraban en sí mismas, pero Miranda Julius era distinta. Parecía decidida a no permitir que la agonía de la desaparición de su hija la derrotara. Ojalá pudiera seguir así hasta el final.
—No —contestó con sinceridad—. Es pronto. Y que nadie la haya visto no es ni bueno ni malo. Es más, podría seguir siendo una muchacha que se ha escapado de su casa. Le sorprendería saber con qué frecuencia ocurren esas cosas.
Ella alzó su copa.
—Gracias, Nic. Gracias por intentarlo.
Entonces le sirvió a él torpemente, tanto que unas gotas del vino le cayeron en la chaqueta.
—Ay, perdón —se disculpó, intentando secarlas con un pañuelo de papel—. Es que ya me he tomado un par de copas antes de que usted llegara. Ayuda, ¿sabe?
—No se preocupe.
Nic probó el vino. Era delicioso. Tenía cuerpo y estaba lleno de delicados matices.
—Voy a hacerle una pregunta que podrá parecerle un poco absurda, pero tengo que hacérsela: ¿reconoce esta goma? ¿Tenía Suzi alguna así?
Ella se quedó mirándola un instante.
—Puede que sí. Pero esas gomas las hay a montones.
—Lo sé. ¿Sigue teniéndola aquí?
Los dos entraron en la habitación de la muchacha y buscaron en la ropa y en los cajones. Todo estaba muy ordenado. En un cajón de la mesilla encontraron un puñado de gomas, pero ninguna de ellas se le parecía.
—¿Dónde la ha encontrado? —quiso saber ella.
—Podría pertenecer a cualquiera. Voy a llevarla al laboratorio a analizar, y necesito algo de su hija con lo que poder compararla. Un cepillo del pelo, por ejemplo.
Había dos sobre la cómoda y Nic eligió el más grande. Tenía restos de cabello dorado y suave, algo más claro que el de su madre. Miranda había clavado los ojos en él y no estaba dispuesta a renunciar a su pregunta.
—Nic… ¿dónde?
—Esta tarde han asesinado a un profesor universitario cerca del aeropuerto. Estaba trabajando en la excavación de una villa en la que podrían estarse practicando ritos antiguos. No lo sabemos con certeza.
—¿Y lo han asesinado?
—Sí. No sabemos por qué. Sinceramente dudo que haya alguna conexión, porque no hay pruebas de que Suzi haya estado allí. Pero aun así queremos analizar la goma.
—¿Ha habido…? —tragó saliva, agarrada a la copa como a una tabla de salvación—. En esa ceremonia… ¿han herido a alguien más?
—No tenemos constancia de que le haya ocurrido nada a Suzi —respondió con firmeza.
—Tú sabes algo que no me estás contando. No es la primera vez que se celebra ese ritual, ¿verdad?
—Puede que no.
—¿Y murió alguien en esa otra ocasión?
—Hace dieciséis años de eso. Es demasiado tiempo.
—¿Quién era ella? —le preguntó mirándole a los ojos.
—No puedo decírselo, pero de todos modos, seguramente es mera coincidencia.
Era evidente que no se lo estaba creyendo. Miranda Julius volvió al salón, sirvió más vino y se quedó después junto a la mesa, nerviosa e insegura. Él la siguió. Estaba temblando, así que dejó su copa y con suavidad la sujetó por los hombros.
—Puedo pedir que venga alguien a hacerle compañía, Miranda. Una mujer policía. No tiene por qué estar sola.
Había algo en ella en aquel momento, una intensidad distinta, como quien está intentando comprender algo, y Nic cayó de golpe en la cuenta de que se estaba sintiendo atraído por aquella mujer herida y singular.
—¿Sabes un efecto curioso que tienen los hijos? —le preguntó—. Que te vuelven loco y al mismo tiempo, te obligan a mantenerte cuerdo. Tardé años en darme cuenta de que esa era la razón por la que me mantenía lejos de Suzi. Si vivía con ella, me obligaría a ser responsable. Me vería en la obligación de intentar ser algo que en realidad no soy, así que decidí dejarla en algún lugar seguro para poder irme a donde me diera la gana. A lugares que para mí tenían sentido a pesar de estar perdidos de la mano de Dios porque en ellos podía olvidarme de su existencia.
—¿Y qué cambió?
—¿Por qué crees que cambió algo?
—Pues por el hecho de que estés aquí con ella. Eso no habría ocurrido antes, ¿no?
Su reflexión debió parecerle interesante y Nic bajó los brazos. Estaba empezando a pensar cosas que no debía.
—Por una vez quise hacer lo que debía hacer —le confesó—. Era casi como si me hubiera olvidado de su existencia, de una parte de mí que…
Sirvió de nuevo el vino y apuró su copa compulsivamente.
—Se merecía algo mejor, así que saqué dos billetes y alquilé este apartamento. Fue sin pensar, pero me pareció una buena idea. Irnos al aeropuerto y salir para algún sitio, sin más. Las dos juntas.
—¿Por qué ahora?
No parecía desear darle muchas vueltas a todo aquello porque le provocaba dolor, un dolor que despertaba en Nic una curiosidad incomprensible.
—Supongo que porque necesitaba a alguien. Había un vacío en mi vida, y con mi egoísmo característico, pensé que a lo mejor había llegado el momento de llenarlo con la familia. El año pasado —continuó, ladeando la cabeza— estuve trabajando en otro de esos agujeros de Oriente Medio, viendo cómo las personas se arrancaban los ojos las unas a las otras. Entonces salía con un hombre, un periodista francés que me hacía reír. Pero eso era todo, aunque también es cierto que me bastaba. No necesitaba más. Hasta que un buen día se montó en un jeep y…
Dejó la copa y se acercó a él para mirarle fijamente a los ojos.
—Fue un accidente de coche sin más. Increíble, ¿verdad? Tantos años oyendo silbar las balas, conduciendo sobre campos de minas para que luego un día cualquiera vayas por una carretera y el idiota que conduce gire a la derecha en lugar de a la izquierda y ya está: te despeñas. Y mueres.
—Lo siento.
—¿Por qué? —le preguntó con severidad—. No lo conocías. Ni a él, ni a mí.
El aliento le olía a vino pero el cuerpo le olía a algo distinto. A un perfume caro, quizás.
—Y yo no lo quería. Me gustaba y le respetaba. Antes de que todo eso ocurriera me había prometido que iba a dejarle. Debería ser más fácil así, pero resulta precisamente lo contrario —confesó, y apoyó la mano en el pecho de Nic.
—Miranda, estás angustiada —le dijo él, apartándose—. Deja que llame a una mujer policía para que se quede contigo.
—No quiero —su voz sonaba algo pastosa, pero era más por cansancio que por el efecto del alcohol—. Perdona —susurró—. Es una costumbre que tengo cuando las cosas van mal. Me refiero a acostarme con desconocidos. ¿Sabes una cosa?
Él no se atrevió a contestar, porque su pensamiento andaba perdido por regiones en las que no debería poner el pie.
—A veces ayuda. A veces es incluso lo mejor.
Despacio volvió a acercarse, se abrazó a él y apoyó la cabeza húmeda sobre su pecho. Nic sintió la suavidad de sus labios en el cuello.
—No quiero quedarme sola esta noche. Por favor, Nic. Sólo abrázame si es lo que quieres, pero no me dejes, por favor.
Nic volvió a apartarse haciendo un ímprobo esfuerzo.
—Tengo que irme. Te llamaré mañana por la mañana. Todo va a salir bien, te lo prometo.
—Claro —contestó ella, y a Nic le fue imposible averiguar qué estaba pensando.
Hacía frío fuera y una lluvia fina y apacible caía formando un velo por delante de la luna. Y mientras caminaba hasta donde había aparcado el coche, pensó en lo cerca que había estado de rendirse, en si ella tendría razón y en si todo ello tenía alguna importancia.
Las luces brillantes de la grúa fueron las que despertaron a Teresa Lupo al sacar su carga de aquella gruta artificial, una carga que quedó bamboleándose en el aire como si se burlara de ella. Miró el reloj y bostezó. Eran casi las doce de la noche de un día interminable. Las magulladuras le dolían horrores y necesitaba desesperadamente dormir, pero un hombre había intentado matarla y esa experiencia era nueva para ella. Además, quería ocuparse personalmente de su cadáver. Necesitaba mirarle a los ojos e intentar encontrar alguna explicación en ellos.
Falcone se había pasado casi una hora hablando por teléfono antes de que ella se quedara adormilada. Tras el breve relato de lo acontecido en la oficina de Randolph Kirk, apenas se había dirigido a ella, y si ese iba a ser todo su castigo, al final iba a resultar que había sido su día de suerte. Era consciente de que había sacado el pie del tiesto en varias ocasiones, pero si con ello contribuía a encontrar a Suzi Julius, o si conseguía tirar del hilo de la madeja que envolvía la muerte de Eleanor Jamieson, todo habría merecido la pena. Puede que todo fuera perdonado incluso.
Rachele D’Amato estaba metida en su coche, sin hablar con nadie. El equipo de la morgue, algo escasos de efectivos al tener que dividirse entre la oficina de Kirk y el aeropuerto, hacía su trabajo en silencio, conscientes de que algo no iba bien. Había tres cuerpos distintos ocupándose del caso: la policía, los forenses y la día. Tres cuerpos que apenas se comunicaban entre ellos. Asuntos particulares, sensibilidades heridas y situaciones anteriores habían desfigurado lo que debería ser una relación profesional e impersonal. Y ella era tan culpable como todos los demás.
—Qué más da —murmuró—. Si encontramos una sola cosa que nos ayude con la chica, habrá valido la pena.
Falcone se acercó con Peroni, y Rachele D’Amato salió del coche y se unió a ellos. Todos parecían muy cansados.
—Tenemos un cuerpo —dijo el inspector—. Supongo que quieres verlo.
—Por supuesto.
Llevaba horas esperando que encontrasen el modo más seguro de sacarlo. Había sido necesario llevar más maquinaria, cables más largos, equipos de hombres con casco blanco que desaparecían en el agujero con cara de pocos amigos y preguntándose por qué tenían que estar allí.
El cadáver estaba ya en el suelo, sujeto a una polea que brillaba bajo el sol artificial de los focos, y Teresa sintió que flaqueaba su deseo de verle la cara. La imagen de aquel insecto de cabeza negra intentando arrebatarle la vida se quedaría con ella mucho tiempo.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó a Falcone mientras se acercaban al pequeño grupo de personas congregadas un poco más allá del borde del boquete.
—No estaría mal que lo identificaras.
—Puedo quitarle el casco y rebuscar en sus bolsillos. ¿Qué pasa con la moto?
—Eso ya lo hemos comprobado —contestó Peroni—. La matrícula era falsa pero hemos podido identificar a su propietario por el troquel del chasis. Fue robada en Turín hace tres semanas. Últimamente se han producido muchos robos allí de motos de gran cilindrada. Creen que puede tratarse de un grupo organizado.
—Lo es —intervino D’Amato—. Las mafias de Turín lo tienen todo perfectamente organizado. Tenemos gente de inteligencia infiltrada. Neri está en el ajo, pero no es el único. Además…
—Ya hablaremos después —la cortó Falcone.
Estaban junto al cuerpo que colgaba boca arriba de la polea, con los miembros adoptando ángulos extraños y antinaturales, como si fuera una muñeca rota. El brazo izquierdo estaba casi arrancado de su sitio. La piel se había desgarrado y dejaba a la vista el hueso a la altura del hombro. Teresa pidió que apagaran aquellas luces tan cegadoras. Tenían suficiente iluminación con los focos de campaña que habían llevado ellos.
—Es más bajo de lo que a mí me parecía —dijo. A lo mejor eso era propio de los cadáveres: que al conocerlos ya difuntos, no se sabía cómo eran estando vivos.
Falcone consultó el reloj y suspiró.
—Paciencia —dijo ella en voz baja y se agachó junto al cuerpo preguntándose si iba a ser capaz de reunir el respeto por los muertos que intentaba poner en cada autopsia que realizaba.
El motociclista falleció seguramente nada más darse contra el muro del agujero, antes incluso de que su cuerpo maltrecho cayera hasta el fondo. Tenía el cuello roto, aplastado por encima del hombro derecho. El casco había soportado el golpe, o casi. Una línea rota marcaba el lugar del impacto, y la visera negra estaba cubierta de arañazos, polvo y barro.
—Pobre infeliz —murmuró automáticamente e intentó soltar el cierre del casco. Normalmente le habría pedido a Falcone que se largara, que resultaba muy delicado intentar quitarle el casco allí, sobre aquella tierra baldía de Fiumicino. Podían esperar a que fuera trasladado a la morgue y hacerlo allí con sus herramientas y con los usos propios de su trabajo. Pero él no quería esperar y ella tampoco. Además, aquel hombre ya estaba muerto, y el cuerpo que enterrasen no iba a estar precisamente en perfectas condiciones.
Teresa le pidió a uno de sus ayudantes que le trajera el maletín, y de él sacó un escalpelo para cortar la sujeción del casco; luego, con todo el cuidado posible, tiró de él. Inicialmente notó cierta resistencia así que colocó de forma más correcta la cabeza para volver a intentarlo. Muy despacio y con gran cuidado consiguió quitárselo.
Un cabello rubio manchado de sangre cayó al suelo.
Peroni se dio la vuelta sin dejar de maldecir y nadie habló durante un instante.
Bajo el arco de luz quedó Bárbara Martelli, la policía de tráfico con la que la mayoría de hombres de la Comisaría habían soñado alguna vez. Sus rizos rubios cayeron desmadejados en mar cando un rostro que mostraba una última mueca de dolor. Tenía los ojos entreabiertos y su boca de dientes siempre tan blancos y perfectos traicionaba la crueldad con que había muerto. Tras los labios carnosos y cada vez más pálidos, la sangre que le había subido por la garganta se los había teñido de negro.
—¡Dios mío! —exclamó Peroni sin dirigirse a nadie en particular—. Dios bendito…
Teresa bajó la cremallera de la cazadora negra y el cuero dejó al descubierto una inconfundible forma de mujer. Martelli seguía llevando la camisa del uniforme, sobre la que una mancha negra y húmeda iba ascendiendo hacia el cuello. La recordaba bien. No se parecía a ninguna de las demás mujeres del cuerpo. A veces la había visto entrar en la comisaría sabiendo que los ojos de todos los hombres estaban puestos en ella, lo mismo que los de muchas mujeres, y se había preguntado cómo sería ser tan atractiva y cuánto esfuerzo costaría mantener un cuerpo que cada mañana se levantaba de la cama siendo perfecto. Qué envidia. Y qué ridículo le parecía todo eso en aquel momento. Era imposible cuadrar la situación. ¿Por qué había tenido que ser precisamente Bárbara Martelli quien pasaportara a Randolph Kirk al infierno? ¿Habría sido decisión suya extender aquel privilegio a la indefensa patóloga que habían dejado encerrada en un despacho, o la situación se habría desarrollado así por pura casualidad? ¿Recibiría órdenes de alguien? ¿De quién? Tenía la sensación de que el tiempo discurría hacia atrás: cada vez sabían menos y el mundo se iba volviendo más encenagado e ilógico.
—Si me lo hubieras pedido, habría mirado hacia otro lado —musitó para sí misma.
Entonces vio algo más y no fue capaz de discernir si la niebla se disipaba o si se tornaba más impenetrable aún.
Falcone la sacó de su ensimismamiento al ponerle una mano en el hombro.
—Gracias, doctora —le dijo con cara avinagrada. Su barbita plateada parecía señalarla.
—De nada.
—No —no era eso lo que quería decir—. Gracias a ti, tengo también un policía muerto.
—¿Qué?
Falcone había dado media vuelta y se alejaba. No podía creérselo. Incluso Peroni parecía perplejo.
—¡Eh! —le gritó.
Falcone se volvió y Teresa recordó en aquel momento un truco que había aprendido durante el breve tiempo que practicó el rugby femenino. Con el pie trabó la pierna que Falcone tenía más atrasada con lo que el jefe quedó desequilibrado, le agarró por un brazo y empleando su propio peso lo tiró al suelo en un abrir y cerrar de ojos. Peroni los miraba como si fueran seres despreciables y Rachele D’Amato observaba la escena atónita. Mejor no pensar en la cara que tendría su personal.
—Imbécil —farfulló mientras lo arrastraba junto al cuerpo. Una vez allí lo soltó y señaló el hombro de la fallecida.
—¿Ves eso? —espetó, obligándole a acercar la cara—. ¿Lo ves?
—Sí —contestó el inspector sin aliento e intentando recuperar algo de la dignidad perdida. Parecía lamentar lo ocurrido. Incluso se diría que pretendía disculparse, si es que le quedaba resuello para hacerlo.
Lo que Teresa había señalado era pequeño pero llamativo. Había sido dibujado con detalle en la piel de Bárbara Martelli empleando tinta negra. Un rostro tatuado coronado de pelo ensortijado en cuyos labios carnosos se dibujaba una mueca aulladora.
—De nada —le dijo Teresa en voz baja y luego ordenó a sus hombres que trasladasen el cuerpo.