Salida

1

Yayoi observaba su alianza de boda como si no la hubiera visto nunca. Un anillo de platino con un diseño convencional.

Recordaba perfectamente el día en que lo habían comprado. Era un domingo de principios de primavera, y había ido con Kenji a elegirlo a unos grandes almacenes. Después de echar un vistazo al escaparate, Kenji había entrado en la joyería y había escogido el más caro, insistiendo en que se trataba de algo para toda la vida. Yayoi no había olvidado los nervios y la alegría que había experimentado ese día. ¿Adónde habían ido a parar esos sentimientos? ¿En qué momento se había apagado el amor que ambos se profesaban?

Había matado a Kenji. De repente, sintió una fuerte punzada en el corazón. Al fin se había dado cuenta de la gravedad del acto que había cometido.

Se levantó de la silla de la sala de estar y se dirigió a la habitación. De pie, frente el espejo, se levantó el jersey y observó su estómago para comprobar que la causa que la había impulsado a matarlo seguía ahí. Sin embargo, el hematoma que simbolizaba el odio que había nacido entre ellos había perdido intensidad hasta desaparecer sin dejar rastro.

No obstante, ése había sido el motivo por el que había asesinado al hombre que insistió en comprarle el anillo más caro, que iba a ser para toda la vida; ni siquiera estaba dispuesta a aceptar su culpa. ¿Podía seguir viviendo así?, pensó mientras se dejaba caer sobre el tatami.

Al cabo de unos instantes, alzó los ojos y vio a Kenji, mirándola desde la foto del altar familiar, impregnada del olor a incienso que los niños encendían de forma intermitente. Mientras observaba el rostro que le sonreía desde una foto tomada en un camping, Yayoi empezó a sentirse indignada.

¿Por qué cambió? ¿Por qué era tan cruel con ella? ¿Por qué nunca se mostró dispuesto a ayudarla con los niños? A medida que se formulaba esas preguntas y se secaba las lágrimas que le brotaban de los ojos, sus antiguos sentimientos resurgieron, como una oleada, y arrastraron consigo cualquier indicio de arrepentimiento.

Quizá no tenía que haberlo matado, pero aun así no podía perdonarlo, se repetía una y otra vez. El hecho de haber acabado con su vida no significaba que perdonara todo lo que le había hecho. Jamás podría hacerlo. Todo había sido culpa suya, por haber cambiado tanto, por serle infiel, por haberla traicionado. Quien acabó con la felicidad de la pareja no había sido otro que el propio Kenji.

Volvió a la sala y abrió la puerta corredera que daba al jardín, donde, aparte de los triciclos y el columpio, ya no cabía nada más. A un extremo del mismo se alzaba la decolorada pared de hormigón de la casa adyacente. Yayoi se quitó el anillo y lo tiró con todas sus fuerzas hacia el jardín de sus vecinos, pero rebotó en la pared y volvió a caer en algún punto de éste, lo que hizo que se arrepintiese de haberse deshecho de la alianza, aun cuando también se sentía satisfecha por haber roto con todo.

Contempló la franja de piel blanca que resaltaba en su dedo anular a la luz de noviembre. Había algo ridículo en la marca de ese anillo que no se había quitado en ocho años. La marca de una ausencia y de una liberación. El signo que anunciaba que todo había terminado.

De repente, oyó el timbre del interfono.

¿Acaso alguien había visto lo que acababa de hacer? Salió al jardín con los pies descalzos y estiró el cuello para mirar hacia la puerta de entrada, donde un hombre alto y con traje parecía esperar tranquilamente. Por suerte, no se dio cuenta de que ella lo observaba desde el jardín.

Se apresuró a entrar en casa e, ignorando los negros grumos de tierra que se habían pegado a sus medias, cogió el interfono.

—¿Quién es? —preguntó.

—Me llamo Sato. Conocí a su marido en Shinjuku.

—Ah.

—He venido a presentarle mis respetos.

—Ya —dijo Yayoi.

Aunque la visita le resultaba un incordio, no podía echar de casa a alguien que se había desplazado hasta su hogar para expresar sus condolencias. Echó un rápido vistazo a la sala y al dormitorio, donde se encontraba el altar, y, tras decidir que estaban presentables, se dirigió al recibidor. Al abrir la puerta, un hombre robusto y con el pelo corto le hizo una profunda reverencia.

—Siento molestarla —dijo con voz suave y afable—. Lamento mucho lo que le ha sucedido a su marido.

Yayoi correspondió a la reverencia como una autómata, aunque no pudo evitar sentirse ridícula, pues Kenji había muerto a finales de julio, hacía ya casi cuatro meses. Ahora bien, como de vez en cuando aún recibía llamadas de condolencia de conocidos que acababan de enterarse de lo sucedido, se esforzó por actuar con naturalidad.

—Le agradezco su visita.

Sato le dirigió una larga mirada. Observó su rostro, sus ojos y su nariz. Y, aunque su gesto no le resultó desagradable, Yayoi tuvo la sensación de que la conocía y que estaba contrastando la realidad con la información de que disponía.

También ella lo miró. Se preguntaba qué tipo de relación podía haber tenido con Kenji aquel hombre de gesto indescifrable, tan diferente de aquellos con los que se relacionaba su marido y de sus compañeros de trabajo, sencillos y francos. Sin embargo, el barato traje gris y la sosa corbata que llevaba evidenciaban que se trataba de un oficinista de medio pelo.

—Si no es molestia, me gustaría presentarle mis respetos —insistió él con un tono más humilde, como si hubiera percibido las reservas de Yayoi.

—Adelante —dijo ella, obligada a dejarlo entrar, a pesar de que, mientras lo guiaba por el pasillo, empezaba a arrepentirse de haberlo invitado a pasar—. Es aquí —le informó a la par que señalaba la habitación donde había puesto el altar.

Sato se arrodilló y juntó sus manos frente a la foto de Kenji. Yayoi se dirigió a la cocina para preparar té sin dejar de mirar hacia la habitación, preguntándose por qué ese hombre no le había traído un presente de condolencia, como era costumbre. No es que le importara demasiado, pero formaba parte del protocolo.

—Gracias —le dijo cuando él hubo terminado—. ¿Quiere sentarse?

Dejó la bandeja con el té encima de la mesa de la sala. Sato se sentó delante de ella y la miró a la cara. Yayoi se extrañó al ver que en sus ojos no había ni rastro de tristeza por la muerte de Kenji, ni siquiera parecía sentir compasión por ella o curiosidad por lo ocurrido.

Él le dio las gracias pero no probó el té. Yayoi dejó un cenicero en la mesa, pero tampoco fumó. Se quedó sentado con las manos en el regazo, como si no quisiera dejar pruebas de su visita. Yayoi empezó a inquietarse. Masako le había advertido que actuara con cautela, y hasta ese momento no fue plenamente consciente de lo crítico de la situación.

—¿Dónde conoció a mi marido? —preguntó tratando de disimular su miedo.

—En Shinjuku.

—¿En qué zona de Shinjuku?

—En Kabukicho.

Yayoi levantó la cabeza, sorprendida por su respuesta. Al detectar su recelo, él sonrió intentando inspirarle confianza, pero ella advirtió que la sonrisa moría en sus labios y no llegaba a los ojos, completamente inexpresivos.

—¿Kabukicho?

—No disimule.

Yayoi se quedó de piedra: acababa de recordar la llamada de Kinugasa anunciándole la desaparición del propietario del casino que Kenji solía frecuentar. Sin embargo, se negaba a admitir que pudiera tratarse de la misma persona.

—¿Qué quiere decir?

—Tuve un encontronazo con su marido… esa misma noche —dijo Sato, e hizo una pausa para comprobar su reacción. Yayoi contuvo la respiración—. Usted sabe mejor que yo lo que pasó después, pero desconoce los problemas que me ha causado. He tenido que cerrar mis locales y el negocio se ha ido al garete. He perdido mucho más de lo que una pobre ama de casa como usted pueda imaginar.

—¡Qué insinúa! —exclamó Yayoi mientras hacía ademán de levantarse de su asiento—. Váyase de aquí inmediatamente.

—¡Siéntese! —le ordenó Sato en voz baja y amenazadora.

Yayoi se quedó inmóvil, a un palmo de la silla.

—Voy a llamar a la policía.

—Adelante. Estoy seguro de que preferirán hablar con usted que conmigo.

—¿Por qué? —preguntó Yayoi volviendo a tomar asiento—. ¿Qué quiere decir? —añadió presa del pánico.

No podía pensar. Sólo deseaba que aquel hombre se fuera cuanto antes.

—Lo sé todo —dijo Sato—. Sé que usted mató a su marido.

—¡Eso es mentira! —gritó histérica—. ¿Cómo se atreve a decir algo así?

—La van a oír —le advirtió él—. Las paredes son muy delgadas y, si sigue gritando, todo el vecindario se enterará de que es culpable.

—No sé de qué me habla —repuso ella llevándose las manos a las sienes.

El intenso temblor de sus manos hizo que le temblara toda la cabeza. Dejó caer los brazos a ambos lados y se quedó inmóvil.

Las palabras de Sato la ayudaron a tranquilizarse. Se había pasado los últimos cuatro meses preocupada por la reacción de sus vecinos ante lo sucedido y, pese a saber que se trataba de una percepción falsa, tenía la sensación de que todo el mundo hablaba de ella.

—Se estará preguntando cuánto sé, ¿no es así? —dijo Sato y se echó a reír—. Pues lo sé todo.

—¿Sobre qué? —preguntó ella y lo miró atemorizada desde el otro lado de la mesa—. No sé a qué se refiere.

Yayoi no tenía mucha experiencia, pero incluso ella era consciente de que tenía ante ella a un hombre peligroso y libre de cualquier atadura, que había experimentado el dolor y el placer hasta un punto que ella ni siquiera era capaz de imaginar. Seguramente jamás se había cruzado con nadie semejante por la calle. Procedían de mundos tan distintos que parecía imposible que hablaran el mismo idioma. Incluso quedó impresionada al pensar que Kenji se había enfrentado a un tipo como aquél.

—¿Tanto le han impresionado mis palabras? —le preguntó Sato al ver su aire distraído.

—No sé de qué me habla —insistió Yayoi.

Sato se llevó una mano a la barbilla, como si meditara qué diría a continuación. Yayoi sintió asco al ver sus dedos largos y finos.

—Esa noche, su marido y yo nos peleamos. Cuando regresó, usted lo estranguló en el recibidor. Sus hijos lo oyeron todo, pero usted los convenció para que no dijeran nada. El mayor… ¿Cómo se llama? Ah, sí, Takashi…

—¿Cómo sabe…? —exclamó Yayoi.

—Es tan ingenua como me habían dicho —murmuró él observándola con interés—. Quizá un poco mayor, pero si se adecentara un poco podría ganarse la vida en algún club.

—¡Basta! —gritó ella al imaginar que la acariciaba con sus sucias manos.

Con la cara encendida por la ira, cayó en la cuenta de que Kenji se había enamorado de una mujer del club de ese hombre.

—¿Qué pasa? —preguntó Sato al percibir su cambio de expresión—. ¿Se ha acordado de algo?

—Mi marido tuvo la mala suerte de entrar a su local.

—Vaya… —murmuró él—. Veo que no sabe a qué se dedicaba cuando salía por ahí. ¿Alguna vez se ha preguntado cómo lo veía la gente? ¿Alguna vez se ha planteado que también usted era responsable de sus actos? Debe de ser muy cómodo adoptar el papel de pobre esposa despistada…

—¡Basta! —gritó de nuevo Yayoi tapándose los oídos ante el torrente de acusaciones envenenadas que vomitaba aquella boca.

—Ya se lo he dicho antes: si grita de ese modo los vecinos se enterarán de todo. Aunque, bien mirado, corren muchos rumores respecto a usted. Al menos podría pensar en el futuro de sus hijos.

—¿Por qué sabe el nombre de Takashi? —preguntó ella bajando la voz.

Al parecer, el veneno empezaba a surtir efecto.

—¿Aún no lo pilla? —preguntó él con cara de pena.

—¿Se lo ha dicho Yoko? —preguntó mientras se le llenaban los ojos de lágrimas—. Me ha traicionado.

—¿Traicionado? —repitió Sato—. Era su trabajo.

¿Su trabajo? Entonces, ¿todo había sido mentira? Yayoi recordó cómo Masako la había alertado sobre Yoko desde el principio. Era una ingenua, pensó mientras derramaba lágrimas de autocompasión.

—Ya es un poco tarde para echarse a llorar —dijo Sato en voz baja.

—Pero… —objetó Yayoi.

—¡Nada de peros! —gritó Sato. Yayoi levantó la cabeza—. También sé que pidió ayuda a sus compañeras para descuartizar el cadáver.

Yayoi bajó los ojos y se miró las manos. Había sido una estúpida al creer que podía romper con el pasado con sólo deshacerse de su alianza de boda. El verdadero final era ése, e iba a acabar con todas ellas.

—Es una lástima cómo ha ido todo, ¿verdad? —prosiguió Sato con una sonrisa—. Seguro que hubiera preferido que me cayera la pena de muerte, ¿no es así?

—Voy a llamar a la policía, se lo contaré todo.

—No sea ingenua —dijo a la par que se llevaba una mano al cuello para aflojarse el nudo de la corbata—. Y deje de pensar sólo en usted.

La seda gris, ribeteada con una fina franja marrón, le recordó una piel de lagarto. Si decidía estrangularlo, ¿babearía como Kenji? Incapaz de soportar esa imagen, cerró los ojos y empezó a temblar de pies a cabeza.

—Señora Yamamoto —continuó Sato levantándose y rodeando la mesa hasta llegar a su lado. Yayoi se encogió en la silla, incapaz de responder—. Señora Yamamoto —repitió Sato.

—¿Qué quiere? —preguntó mientras levantaba la vista, aterrorizada.

Él consultó la hora en su reloj.

—Tenemos que darnos prisa, los bancos están a punto de cerrar.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Yayoi, aunque al mirarlo comprendió sus planes—. ¿Quiere mi dinero?

—Exacto.

—No puedo dárselo. Lo necesito para poder vivir.

—Es lo único con lo que puede pagarme.

—¡No quiero!

—¿Cómo que no quiere? ¿Prefiere que le parta el cuello? —le preguntó Sato con suavidad, rodeándole la garganta con los dedos.

Yayoi se quedó inmóvil, como un gato agarrado por el pescuezo.

—¡Basta, por favor! —le suplicó entre sollozos.

—¿Con qué me quedo? ¿Con su cuello o con el dinero?

El miedo le había paralizado el cuerpo, pero su cabeza asintió varias veces. Se dio cuenta de que estaba a punto de perder el control sobre su vejiga.

—Llame al banco y dígales que su padre ha muerto repentinamente y que necesita sacar el dinero. Que estará allí dentro de unos minutos con su hermano.

—De acuerdo —murmuró ella.

Sato la tenía agarrada del cuello mientras hablaba por teléfono.

—Muy bien —dijo liberándola—. Ahora, cámbiese.

—¿Que me cambie?

—Pues claro, imbécil. ¿Cómo quiere que la crean si va al banco vestida así? —preguntó Sato mirando despectivamente su desaliñado jersey y su vieja falda—. Creerán que va a pedir un préstamo —añadió mientras la sujetaba del brazo y la arrancaba de la silla.

—¿Qué quiere que haga? —susurró sin dejar de temblar.

Se había orinado y tenía la falda mojada, pero olvidó la dignidad, el amor propio e incluso el miedo, y echó a andar mecánicamente hacia el dormitorio.

—Abra el armario —le indicó Sato.

Yayoi obedeció y descorrió la frágil puerta contrachapada.

—Escoja.

—¿Qué escojo?

—Un traje o un vestido. Algo formal.

—No tengo nada. Lo siento —se disculpó Yayoi entre sollozos—. No tengo nada formal.

Además de presentarse en su casa sin avisar, ese desgraciado la había obligado a abrir su armario y a disculparse por no tener la ropa adecuada.

—Qué triste —dijo Sato mirando el armario, que sólo contenía trajes y abrigos de Kenji—. Vaya, pero si tiene un vestido de luto.

—¿Quiere que me lo ponga?

Yayoi cogió la bolsa de la tintorería que protegía el vestido negro de verano que se había puesto para el velatorio de Kenji y que su madre le había comprado al comprobar que no tenía nada apropiado para la ocasión. Para el funeral había alquilado un quimono.

—Perfecto —dijo Sato—. Si la ven vestida de negro la compadecerán y no pondrán ningún problema.

—Pero es un vestido de verano.

—¿Qué más da?

Media hora después, Yayoi y Sato entraban en la sala privada de la sucursal de un banco cercano a la estación de Tachikawa.

—¿Quiere retirar los cincuenta millones? —le preguntó el director de la oficina intentando hacerle cambiar de idea.

Yayoi no respondió, y se limitó a asentir con la cabeza sin levantar los ojos del suelo, tal como le había indicado Sato.

—Nuestro padre ha muerto repentinamente y tenemos prisa —explicó Sato, que se hacía pasar por el hermano de Yayoi.

El banco no podía rechazar su demanda, pero aun así el director intentaba encontrar el modo de impedir la operación.

—¿Y si hacemos una transferencia a otro banco? —dijo—. Es peligroso ir por la calle con esa cantidad de dinero.

—Por eso la acompaño —respondió Sato.

—Ya…

El director miró a Yayoi, hundida en el sofá y ajena a la negociación, y decidió no insistir. Al cabo de escasos minutos, apareció un empleado con el dinero y lo dejó encima de la mesa. Sato introdujo los fajos de billetes en un sobre que le proporcionó el banco, y lo guardó en una bolsa de nailon que había traído.

—Gracias —dijo al tiempo que cogía a Yayoi del brazo y se ponía de pie. Yayoi se levantó como un robot, pero su cuerpo estaba flácido y estuvo a punto de caerse. Sato la cogió por la espalda y la ayudó a enderezarse—. ¿Qué te pasa, Yayoi? Nos esperan en el velatorio.

Su actuación fue convincente. Yayoi se dejó llevar hasta la salida. Cuando por fin se encontraron a solas en la calle, Sato la empujó y ella fue tambaleándose hacia atrás, hasta que pudo agarrarse a una barandilla. Sato paró un taxi y, antes de subirse, se volvió para mirarla.

—¡Eh! ¿Lo has entendido?

—Sí —respondió ella, asintiendo mansamente con la cabeza.

Yayoi miró cómo el taxi desaparecía… con sus cincuenta millones. El regalo inesperado de Kenji le había durado un suspiro.

Sin embargo, el shock de perder el dinero fue aún más intenso al tener que tratar con alguien tan horrible como Sato. No obstante, se sentía aliviada por haber sobrevivido al encuentro. Cuando Sato la cogió por el cuello, Yayoi pensó que la iba a matar.

A decir verdad, subestimaba a los hombres. La mayoría no eran más que bestias crueles y despiadadas.

Exhausta, alzó la cabeza para mirar el reloj de la estación. Eran las dos y media. Como había salido de casa sin abrigo, tenía frío. Mientras se abrazaba por encima del fino vestido de verano, decidió no contarle nada de lo sucedido a Masako. Desde la discusión en la fábrica, no podía soportar su mirada acusadora.

Sin embargo, se sentía desorientada: se había quedado sin dinero, sin trabajo y sin sus compañeras de la fábrica. No tenía ni idea de qué hacer o adonde ir. Empezó a andar sin rumbo por la estación de Tachikawa.

Al cabo de unos minutos cayó en la cuenta de que, para bien o para mal, Kenji había orientado su vida: la salud de Kenji, el humor de Kenji, el sueldo de Kenji… Había vivido pendiente de él. Le entraron ganas de reír. Al final, había sido ella la que había decidido cuándo poner fin a su vida.

Al atardecer, Takashi volvió del jardín, donde había estado jugando, y al ver a su madre abatida alargó una mano hacia ella.

—Mamá, se te ha caído esto.

—¡Oh! —exclamó Yayoi al ver el anillo que había tirado esa misma mañana.

Estaba un poco rayado, pero por lo demás seguía intacto.

—Es importante, ¿verdad? Es una suerte que lo haya encontrado.

—Gracias —respondió Yayoi al tiempo que se ponía el anillo en el dedo.

Recordó las palabras de Masako: «No volverás a estar a salvo en todo lo que te resta de vida». Tenía razón. No estaba a salvo. Jamás lo estaría. Al ver que los ojos de su madre se llenaban de lágrimas, Takashi la miró contento.

—Qué bien que lo haya encontrado, ¿verdad, mamá?

2

Masako se quedó paralizada.

De hecho, lo que realmente se le había paralizado fue su capacidad de pensar con claridad. Sus funciones motrices seguían funcionando con normalidad. Dispuso el Corolla en diagonal delante de su plaza de aparcamiento y, tras dar marcha atrás, lo aparcó como solía hacerlo. Incluso realizó la maniobra con más soltura de lo habitual, pero una vez hubo aparcado y echado el freno de mano, se quedó sentada al volante, mirando hacia abajo e intentando controlar su respiración. No quería mirar hacia la plaza de al lado, donde se encontraba el Golf verde de Kuniko.

Yoshie y ella eran las únicas personas de la fábrica que sabían que Kuniko había muerto. Sin embargo, ahí estaba su coche, aparcado en el lugar habitual, como si hubiera acudido al trabajo. La plaza había estado vacía durante los últimos días, de modo que quien lo había traído hasta ahí no podía ser sino Satake o alguien relacionado con su muerte. Y sólo podía tener un objetivo: como Yoshie iba en bicicleta y nunca entraba en el parking, el vehículo estaba ahí para asustarla a ella.

Satake debía de estar cerca. Pensó si no sería mejor dar la vuelta e irse por donde había venido. Presa de rabia y angustia, dudó unos instantes antes de abandonar la seguridad del coche y adentrarse en la oscuridad del parking.

Sin embargo, esa noche no estaba sola. En la entrada había aparcados dos de los camiones que distribuían las cajas de comida en los supermercados, y sus conductores, ataviados con el mismo gorro y uniforme blanco que los empleados de la cadena, estaban frente a la garita, fumando y charlando animadamente con el guardia. De vez en cuando le llegaban sus carcajadas.

Masako se armó de coraje, salió del coche y rodeó con lentitud el Golf de Kuniko. Estaba aparcado de cualquier manera, exactamente del mismo modo en que lo dejaba ella, atravesado hacia la derecha y con las ruedas delanteras giradas. Era como si estuviera viva y fuera a encontrarla en la sala de descanso de la fábrica. Sin embargo, le había seccionado el cuello con sus propias manos. Se miró las palmas para convencerse, pero en seguida alzó los ojos avergonzada por lo absurdo de la situación.

Era evidente que había estudiado todos los movimientos de Kuniko. De ser así, era probable que también estuviera observándola a ella. Al pensar en la atención y en la tenacidad de Satake, notó que se le formaba un nudo en el estómago. En esta ocasión, no fue sólo su cerebro sino también su cuerpo el que se quedó paralizado por el miedo. Sus piernas no le respondían, y se quedó inmóvil en medio del parking, desesperada por su reacción.

En ese momento, el guardia dejó de hablar con los transportistas y se volvió para saludarla con una sonrisa. Como la noche anterior había rechazado su compañía, su gesto podía tomarse como una broma.

—Buenas noches —le dijo él.

Como si de un lubricante se tratara, al oír esas palabras Masako echó a andar de nuevo y se acercó al grupo.

—¿Ha visto quién conducía ese coche? —preguntó.

—¿Cuál? —inquirió el guardia.

—El Golf verde —explicó ella con la voz quebrada.

—Vamos a ver —dijo el guardia cogiendo la lista de matrículas que tenía en la garita—. Es de Kuniko Jonouchi, del turno de noche, de modo que… —le informó enfocando la página con su linterna.

Masako lo interrumpió, molesta por escuchar una información que ya sabía.

—¿No dice nada de que dejara el trabajo?

—Ah, sí, es verdad. Hace seis días. Qué raro —dijo entrecerrando los ojos y mirando la hoja—. Habrá venido a buscar algo —añadió mientras echaba un vistazo al coche.

—¿Sabe a qué hora ha llegado?

—Ni idea —dijo mirando a los transportistas—. No la he visto llegar. Y eso que empiezo el turno a las siete.

—Creo que anoche ya estaba —dijo uno de los transportistas mientras con una mano se aguantaba la máscara a la altura de la barbilla para poder fumar.

—No estaba —aseguró Masako.

—¿Ah, no? —repuso el camionero con evidente fastidio al ser contradicho—. Si usted lo dice…

Sólo habían pasado tres días desde que había descuartizado el cadáver de Kuniko y, al igual que sus dedos agrietados, sus nervios crispados reaccionaban mal al entrar en contacto con el aire frío. Intentó controlar el miedo que le hacía temblar y aceptar la nueva situación. Sin embargo, la aparición del coche de Kuniko era tan desconcertante que le costaba distinguir entre sueño y realidad.

—¿Por qué está tan interesada en ese coche? —le preguntó el otro camionero al ver que se quedaba callada.

—Porque su propietaria ha dejado el trabajo —respondió ella mirando al grupo—. ¿No han visto quién lo conducía?

—No —respondió el guardia con la vista clavada de nuevo en su hoja—. De hecho, tampoco lo hemos visto llegar.

—Gracias de todos modos.

Masako emprendió el oscuro camino que llevaba a la fábrica, pero apenas había dado unos pasos sintió una mano cálida y pesada en el hombro.

—¿Quiere que la acompañe?

Masako se volvió y encontró al guardia plantado detrás de ella. El nombre que figuraba en su placa identificativa era Sato.

—Está pálida —añadió él.

Masako dudó, sin saber qué contestar. Aunque no le incomodaba su compañía, quería estar sola para poder pensar con calma antes de empezar el turno. El guardia se echó a reír.

—Ya sé que el otro día dijo que quería ir sola —afirmó—. No quiero importunarla.

—No se preocupe —respondió Masako—. Si lo prefiere, puede acompañarme parte del camino.

El guardia cogió la linterna que colgaba en su cintura, la encendió y empezó a andar guiando a Masako, que no pudo evitar mirar de nuevo el coche de Kuniko antes de seguirlo. Caminaba con premura y en seguida la adelantó varios metros.

—Tiene mala cara —le dijo—. ¿Se encuentra bien?

Habían dejado atrás las casas que quedaban a la derecha del camino y estaban en el tramo más oscuro del trayecto. Los escasos edificios parecían fundirse con la oscuridad circundante. En el cielo apenas brillaban dos estrellas solitarias. El guardia se detuvo y sus gruesas botas negras quedaron dentro del haz amarillo de la linterna.

—Sí —respondió ella deteniéndose e intentando verle el rostro, pero la gorra se lo impedía.

—¿La chica del Golf es amiga suya?

—Sí.

—¿Por qué ha dejado el trabajo? —preguntó con suavidad.

Masako prosiguió su camino sin responder. No quería hablar de Kuniko. Pero incluso, en medio de la oscuridad, notó que la seguía observando, como si entre ambos se hubiera creado un campo magnético. Se le aceleró el pulso.

—Gracias —se esforzó por decir sin detenerse—. Seguiré sola.

El guardia se quedó donde estaba. Sato y Satake: dos apellidos parecidos; su mano en el hombro había sido demasiado insistente y había preguntado por Kuniko… Masako estaba aturdida. Le resultaba imposible calcular el espesor de la oscuridad que la rodeaba. Ya no sabía qué creer. Incapaz de valorar sus sospechas, echó a correr por el camino.

Al llegar a la fábrica, se dirigió directamente al vestuario en busca de Yoshie, pero no la encontró. Desde el día en que se habían hecho cargo del cadáver de Kuniko no había ido al trabajo. Masako sospechaba que había gastado el dinero que habían cobrado para hacer el traslado. ¿O acaso también le había pasado algo?

Se sentó sola a un extremo de la larga mesa de la sala, escondiendo los mechones de cabello debajo del gorro e intentando pensar en los últimos acontecimientos.

Mientras encendía un cigarrillo, se le ocurrió que Satake podía haber encontrado alguna manera de entrar en la fábrica y miró hacia el grupo de hombres que había en la sala. No había ninguna cara nueva, pero eso no le sirvió para tranquilizarse.

Sacó una tarjeta telefónica de su cartera, se acercó al teléfono público de la sala y marcó el número de móvil de Jumonji.

—¿Es usted, Masako? —preguntó aliviado.

—¿Te pasa algo?

—Nada. Pero es que últimamente he recibido muchas llamadas extrañas y estaba a punto de no contestar —explicó Jumonji amedrentado.

—¿Qué tipo de llamadas?

—Creo que se trata de él. Cuando respondo, un hombre me dice: «Tú eres el siguiente». Ya sé que sólo es una amenaza, pero como lo he visto en carne y hueso se me ponen los pelos de punta.

—¿Y cómo sabe tu número?

—No le habrá sido muy difícil. Como voy dando tarjetas a troche y moche…

—¿Y no dice nada más?

—No. Y utiliza un móvil, no sé de dónde llama. Tengo la sensación de estar vigilado las veinticuatro horas del día. De todos modos, he decidido irme. Cuídese.

—¡Un momento! —se apresuró a decir Masako para que no colgara—. Tengo que pedirte un favor.

—¿De qué se trata?

—El Golf de Kuniko ha aparecido en el parking de la fábrica.

—¿Qué? —exclamó asustado—. ¿Cómo?

—Ni idea —dijo Masako casi en un susurro—. Pero, como es imposible que lo haya traído Kuniko, no me queda más alternativa que suponer que es obra de Satake.

—Entonces está en peligro. Será mejor que se vaya cuanto antes.

—Ya lo sé —respondió ella—. Pero te estaría muy agradecida si pudieras venir al parking y vigilarlo para averiguar quién conduce ese coche.

—Seguro que es él.

—Pero quiero saber adónde va.

—Lo siento, pero no puedo —dijo Jumonji.

Era evidente que sólo pensaba en su integridad. Masako siguió hablándole para calmarlo hasta que finalmente lo convenció para verse en un Denny’s a las seis, en cuanto ella terminara el turno.

Por culpa de la llamada estaba a punto de llegar tarde a la cadena. Se apresuró a fichar y bajó la escalera a toda prisa. Los cerca de cien empleados del turno de noche estaban en fila, esperando a que se abrieran las puertas. Masako se puso al final de la cola. Los días en los que ella, Yoshie, Yayoi y Kuniko se disputaban con el resto de empleados los primeros lugares de la fila para poder desempeñar las tareas más sencillas parecían formar parte de un pasado muy lejano.

Las puertas se abrieron y los empleados entraron formando una nueva cola en las picas para lavarse las manos. Masako esperó de nuevo. Cuando le llegó el turno, se acercó a una de ellas y abrió el grifo con el codo. Mientras empezaba a lavarse las manos, tuvo la impresión de que los problemas de los últimos días se aferraban a ella con una obstinación enfermiza, del mismo modo en que la grasa de Kuniko se había aferrado a sus manos, le había pringado los dedos y se había secado bajo sus uñas. Por mucho que frotara, se resistía a abandonarla.

Se enjabonó bien las manos y se las frotó con el cepillo hasta que le quedaron casi en carne viva.

—Si te sangran, no podrás trabajar —le advirtió Komada a su espalda.

—Ya lo sé.

—¿Te pasa algo?

—No.

Masako sumergió las manos en el cubo del desinfectante y se las secó con una gasa esterilizada. A continuación limpió el delantal, pero ese acto le hizo recordar lo difícil que le había resultado limpiar la sangre oscura y pegajosa de Kuniko, y movió la cabeza de un lado a otro para borrar esa imagen.

—Masako —dijo Kazuo al pasar por su lado con el carro cargado de arroz—. ¿Se encuentra bien?

—Sí —respondió ella fingiendo decidir a qué cadena dirigirse.

—Lo tengo en mi taquilla —le anunció Kazuo.

—Gracias.

Al ver que nadie había reparado en ellos, Kazuo le susurró:

—Hoy parece alterada.

¿Alterada? ¿Dónde había aprendido esa palabra? Ella lo miró y le pareció más tranquilo que de costumbre, más seguro de sí mismo. Era como si el muchacho que había sido hasta hace poco se hubiera convertido en un adulto digno de confianza. Aunque sólo fuera por esa noche, necesitaba su fortaleza y serenidad.

Nakayama, el encargado, los vio hablando y se acercó.

—¿A qué viene tanta cháchara? ¡A la cadena!

Masako obedeció, no sin pensar que la fábrica guardaba ciertas semejanzas con una prisión. Cualquier conversación privada estaba prohibida, e incluso las necesidades fisiológicas estaban bajo control. Lo único que se esperaba de los empleados era que cumplieran con el trabajo sin rechistar.

—Ánimo.

La voz de Kazuo pareció arroparla como un manto protector… tal vez insuficiente: Yoshie y Yayoi no habían aparecido por la fábrica, Jumonji estaba a punto de huir, y Kuniko estaba muerta, así que se había quedado sola para enfrentarse a Satake. Tenía la impresión de que era eso precisamente lo que él había planeado desde el principio, de que había hecho todo lo posible para aislarla. Concentrada en su trabajo, Masako intentaba averiguar qué podía querer de alguien como ella.

A las cinco y media, cuando terminó el turno, se cambió sin pérdida de tiempo y abandonó la fábrica. Aún no había amanecido. Eso era lo peor del invierno: tanto al empezar como al acabar era noche cerrada.

Se dirigió al parking rápidamente, pero el Golf ya no estaba. ¿Quién y cuándo se lo había llevado? Se quedó un momento inmóvil en medio del parking, imaginando cómo Satake había rodeado su Corolla, cómo había tocado las puertas y cómo había mirado el interior. Debía de haber sonreído al oler su miedo. Al pensar en ello se le puso la piel de gallina. No iba a permitir que jugara con ella. No pensaba terminar como Kuniko.

Como quien se toma una medicina amarga, se esforzó por tragarse no sólo el miedo que sentía en esos momentos, sino también todo lo que tenía atascado en la garganta, como la muerte de Kuniko o la presencia de Satake. Abrió la puerta, entró en el coche helado y lo puso en marcha. Al fin empezaba a vislumbrarse un ligero resplandor blanquecino en el cielo de levante.

Masako tenía la vista clavada en el negro poso de café del fondo de su taza.

No tenía nada más que hacer. Había fumado demasiado y había tomado demasiado café. La camarera ya no se acercaba a su mesa, con la certeza de que no iba a pedir nada más.

Estaba en Denny’s, esperando a Jumonji. Eran más de las siete, y el local estaba atestado de gente desayunando antes de iniciar su jornada laboral. El ambiente estaba impregnado de olor a comida. Llevaba allí más de una hora y, justo cuando empezaba a convencerse de que Jumonji no se presentaría, apareció ante ella.

—Siento llegar tarde —dijo.

Vestía un jersey negro y una chaqueta beige de gamuza sucia.

—Me tenías preocupada.

—No podía conciliar el sueño y he tardado en dormirme; no he oído el despertador.

Masako escrutó su rostro ojeroso; pensaba que también ella debía de tener el mismo aspecto.

—No has estado vigilando el parking, ¿verdad?

—No, lo siento —dijo al tiempo que sacaba un cigarrillo del bolsillo—. Tenía demasiado miedo.

—Yo también tengo miedo —susurró Masako, pero él no pareció oírla.

Permanecieron durante unos instantes en silencio, con la vista fija en el ventanal que reflejaba la tranquila mañana de invierno. Una hilera de abedules brillaba con los rayos del sol matinal.

—Siento no haberla ayudado —dijo Jumonji disculpándose de nuevo.

De la noche a la mañana, su rostro joven y bien formado había adquirido unos rasgos tensos y afilados.

—No importa. De todos modos, pasará lo que tenga que pasar.

—Pero no por eso vamos a quedarnos de brazos cruzados esperando a que se nos lleve por delante —dijo mientras se sacaba el móvil del bolsillo y lo depositaba encima de la mesa, como si se tratara de un objeto indeseable—. Aunque sepa quién es, cuando llama me entra el pánico. Era un tipo horrible.

—Por eso llama —dijo Masako—. Sólo quiere asustarte.

—Supongo.

—¿Cómo debe de ser? —preguntó Masako para sí.

Le hubiera gustado ver la imagen que se había reflejado en la retina de Jumonji, o en la de Kuniko antes de morir.

—Es difícil de describir con palabras —repuso Jumonji mirando con cautela a su alrededor. La cafetería estaba llena de trabajadores que leían el periódico. Masako quería pedirle que fuera a la fábrica para hacer una comprobación, pero estaba segura de que no aceptaría—. De todos modos, Kuniko ya ha desaparecido del mapa —dijo, y se arrellanó en su asiento. La camarera le trajo una carta enorme, pero él no mostró ninguna intención de querer consultarla—. Por cierto, no fue nada fácil —prosiguió llevándose las manos a los hombros—. Debía de pesar por lo menos el doble que el viejo.

El cadáver de Kuniko había necesitado trece cajas, y debía de haber sido duro enviarlas de una sola vez, recogerlas en el destino y llevarlas al vertedero. En lugar de responder, Masako echó un vistazo al parking del restaurante. Sus ojos se obstinaban en buscar el Golf verde.

—Masako, ¿no va a marcharse? —le preguntó Jumonji—. ¿Piensa quedarse en la fábrica?

—De momento sí.

—¿Y por qué no lo deja? —preguntó sorprendido—. Debe de tener siete u ocho millones ahorrados. ¿No tiene suficiente? Ya sé que no es asunto mío, pero es más de lo que pueda ganar trabajando cinco años en la fábrica. —Masako bebió un sorbo de agua pero no respondió. Sabía que Satake la seguiría dondequiera que fuera—. Yo me voy hoy mismo —añadió Jumonji.

La camarera se acercó a la mesa y él pidió una hamburguesa.

—¿Y adónde vas?

—Espero que Soga me encuentre un lugar, aunque también es un tipo bastante duro —respondió Jumonji. Masako nunca había oído hablar de aquel individuo—. Me gustaría quedarme en Shibuya o en algún barrio donde haya ajetreo. Supongo que dentro de un año se habrá olvidado de mí. A decir verdad, jamás he tenido ninguna relación con Yamamoto.

Al oír esas palabras, a Masako le sorprendió el optimismo de sus planes. En su caso, era plenamente consciente de la imposibilidad de retomar la vida que había llevado hasta entonces.

—Bueno, me voy —anunció Masako—. Por cierto, ¿qué vas a hacer con esto? —añadió señalando el móvil que había dejado encima de la mesa.

—No lo necesito —respondió él—. Voy a cambiar de número.

—¿Te importa si me lo llevo?

—Como quiera. Pero lo cancelaré en breve.

—Por supuesto. Sólo quiero escuchar su voz.

—Adelante —dijo él desrizándolo por encima de la mesa.

—Hasta la próxima —se despidió ella al tiempo que guardaba el móvil en su bolso.

—Cuídese, Masako.

—Gracias. Y tú también.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted. Ojalá podamos volver a intentarlo.

Jumonji alzó el vaso de agua y brindó esbozando una sonrisa que se desvaneció en dos segundos.

Al llegar a casa no había nadie.

La taza de Yoshiki estaba encima de la mesa, medio llena de café. Masako la llevó al fregadero y cogió un cepillo para lavarla. Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que imprimía tanta fuerza que a punto estuvo de desconchar la porcelana. ¿Realmente podía seguir viviendo en esa casa? Cerró el grifo y se encogió de hombros. Justo cuando estaba a punto de encontrar una salida, Satake parecía dispuesto a llevársela al infierno.

Recordó las palabras de Yoshie la mañana después del tifón, cuando le pidió ayuda. Tras unos instantes de duda, le había dicho que estaba dispuesta a irse con ella al infierno. ¿Era el infierno su destino? Se sentó en el sofá, agotada, no tanto por la dura jornada laboral como por la sensación de que todos sus esfuerzos habían sido en vano.

De pronto, el teléfono de Jumonji empezó a sonar. Masako vaciló unos segundos, mirando el aparato, pero finalmente lo cogió y respondió. Al otro lado se hizo el silencio. Masako esperó sin decir nada.

—Tú eres el siguiente —dijo una voz.

—¿Diga? —dijo Masako en voz baja. Silencio. Al parecer, lo había sorprendido—. ¿Satake?

—¿Masako Katori? —preguntó Satake con un ligero temblor en la voz que denotaba alegría.

Parecía como si hubiera estado esperando ese momento.

—Yo misma.

—¿Qué se siente al descuartizar un cadáver?

—¿Por qué nos persigue?

—La persigo a usted.

—¿Por qué?

—Porque es una insolente. Voy a enseñarle cómo funciona el mundo.

—Ocúpese de sus propios asuntos.

Satake soltó una carcajada.

—Usted será la siguiente. Dígale a Jumonji que le ha adelantado.

La voz le resultaba familiar. Justo cuando empezaba a rebuscar entre sus recuerdos, la llamada se cortó.

3

La voz seguía en su cabeza. La había escuchado no hacía mucho. Se levantó del sofá, cogió la chaqueta y el bolso y salió de casa. El motor del Corolla aún estaba caliente.

Estaba segura de que lo había visto varias veces, pero necesitaba asegurarse. Buscaría una confirmación mientras él estuviera durmiendo.

Si el guardia que se hacía llamar Sato era Satake, todo encajaba. Habría podido encontrar a Kuniko en el parking y entablar conversación con ella acompañándola hasta la fábrica. Además, su puesto también le habría permitido observarla a ella.

Masako recordó cómo su linterna se había paseado por su rostro en su primer encuentro; la hostilidad manifiesta de sus ojos cuando ella se había girado para enfrentarse a él; la presión de su mano sobre su hombro la noche anterior… Una serie de pequeños detalles que en su momento calificó de extraños.

No había duda. Sin embargo, era consciente de que esa confianza podía convertirse en pánico y obligarla a huir. Pero no iba a conformarse con eso. Antes de escapar, deseaba verlo muerto, si bien no estaba segura de tener las agallas suficientes para hacerlo. En todo caso, no quería terminar como Kuniko. Su cuerpo se tensó, y pisó el acelerador con tanta fuerza que estuvo a punto de empotrarse contra el camión que circulaba delante de su automóvil.

El guardia que se hacía llamar Sato era Satake. El recuerdo de sus ojos oscuros le trajo a la memoria el sueño que había tenido varias semanas atrás y en el que se había excitado al sentir la presencia de alguien estrangulándola. Lo sabía, había sido una premonición, y tuvo la extraña sensación de que si él llegaba a ponerle las manos encima, ella cedería. La noche anterior, en ese camino mal iluminado, había sentido una especie de corriente que fluía entre ambos. Incluso en ese momento había sabido, de algún modo, que Sato era Satake.

Mientras circulaba con lentitud entre el denso tráfico de primera hora de la mañana, dejó que sus pensamientos afloraran con libertad, revisando los últimos meses y proyectándose hacia el futuro. ¿Era ella la perseguidora o la perseguida? ¿Iba a ser el verdugo o la víctima? «Porque es una insolente», le había dicho. No podía permitir que se saliera con la suya. Llena de rabia, cayó en la cuenta de que estaba en guerra con Satake.

Hizo el trayecto acostumbrado para volver a la fábrica. Al llegar, el parking estaba casi al completo con los coches de los empleados del turno de día. Eran las ocho y media. El turno empezaba a las nueve, de modo que aún podían llegar más vehículos. Dejó el Corolla en el camino que llevaba a la fábrica abandonada y fue andando hasta la garita del guardia. Satake había sido relevado por un hombre mayor con gafas. Cuando Masako se acercó, lo encontró leyendo el periódico, con las hojas dobladas y casi pegadas a la cara.

—Buenos días —dijo ella. Él alzó los ojos para mirar su cara exhausta a través de sus gafas—. Trabajo en el turno de noche, y me preguntaba si podría darme la dirección del guardia que está aquí a esa hora… Creo que se llama Sato.

—Sí, me suena, pero no lo conozco. Yo empiezo a las seis de la mañana. Pero puede preguntarlo en la oficina.

—¿Quiere decir la oficina de la fábrica?

—No, pertenecemos a otra empresa. Llame a este número —le dijo entregándole una tarjeta donde se leía: «Yamato, Servicios de Seguridad».

—Gracias —dijo Masako mientras se la guardaba en el bolsillo de sus vaqueros.

—¿Por qué necesita su dirección? —inquirió el hombre con una sonrisa.

—Quiero pedirle una cita —respondió Masako muy seria.

El hombre soltó una risotada y la miró de arriba abajo. Masako sabía que su rostro reflejaba una expresión resuelta y adusta, muy alejada de cualquier tipo de romanticismo, pero el hombre debió de ver algo bien diferente.

—Quién pudiera ser joven.

«¿Joven?», se sorprendió Masako sonriendo irónicamente.

—¿Cree que accederán a darme su dirección?

—Si les dice eso, no le quepa duda —respondió, y volvió a ocultarse tras su periódico.

De vuelta al coche, Masako marcó el número de la empresa con el teléfono de Jumonji.

—Yamato, ¿diga? —respondió un hombre mayor, con voz relajada.

—Me llamo Kuniko Jonouchi y trabajo en la fábrica de Miyoshi Foods. El guardia del turno de noche, Sato, encontró algo que yo había perdido, y querría enviarle un obsequio como muestra de agradecimiento.

—Vaya.

—¿Podría darme su dirección?

—¿La de aquí o la particular?

—La particular, si no le importa.

—Un momento.

Masako quedó sorprendida por el trato informal de la empresa, como si todos los empleados fueran prejubilados. No tenía nada que ver con las empresas de seguridad que solían transportar el dinero del banco donde había trabajado antes.

—Se llama Yoshio Sato —le anunció el hombre al cabo de unos segundos—. Vive en el apartamento 412 del Complejo Municipal Tama, en el barrio de Kodaira.

—Muchas gracias.

Después de colgar, subió la calefacción del coche. Había sentido un escalofrío. No se le había ocurrido que Satake pudiera vivir en el mismo edificio que Kuniko. Debía de haber planeado su trampa con tiempo, con sumo cuidado. De nuevo, su atención por los detalles la asombró y la horrorizó. Eran como peces atraídos hacia las redes que había desplegado hacía tiempo. Kuniko había sido la primera, pero ahora era su turno. Al recibir el chorro de aire caliente de la calefacción la frente se le perló de sudor; al secársela con la mano notó que se trataba de un sudor frío.

De repente pensó en Yayoi. No sabía nada de ella desde que discutieron en la fábrica, y se preguntaba si no le ocultaría algo. Marcó su número.

—Yamamoto, ¿diga? —le oyó decir con voz afectada.

—Soy yo.

—¿Masako? ¡Cuánto tiempo!

—¿Todo va bien?

—Sí. Los niños están en la guardería, todo está tranquilo. —En contraste con el tono tenso de Masako, parecía relajada—. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada. Me alegro.

—Por cierto, he decidido irme a vivir con mis padres.

—Buena idea.

—¿Qué tal estás tú? ¿Y la Maestra?

—Hace días que no viene a trabajar.

—¿De veras? Qué raro. ¿Y Kuniko?

—Ha muerto.

Yayoi soltó un pequeño grito y guardó silencio. Masako esperó.

—¿La han asesinado? —preguntó Yayoi.

—¿Por qué lo dices?

—No sé, un presentimiento…

Masako intuía que le ocultaba algo.

—Ha muerto.

—¿Cuándo?

—No lo sé.

—¿Cómo murió?

—No tengo ni idea. He visto su cadáver —explicó; aunque decidió no mencionar las marcas de cuerda en el cuello.

—¿Has visto su cadáver? —preguntó Yayoi intrigada.

—Sí.

—Masako —dijo, presa del pánico—, ¿qué está sucediendo? ¿Y por qué?

—Creo que hemos despertado a un monstruo terrible de su letargo.

—¿Quieres decir que fue él quien la mató?

Además de mencionar de nuevo el asesinato, había relacionado inmediatamente el monstruo con Satake. Masako se reafirmó en su intuición.

—Entonces, ¿sabes quién es? —le preguntó. Yayoi no respondió. Se oía el rumor de un televisor encendido—. Si te ha pasado algo tienes que contármelo. Nuestra vida puede depender de ello. ¿No lo entiendes?

Su voz irritada retumbaba dentro del coche. Mientras esperaba la respuesta de Yayoi, miró desesperadamente el cenicero desbordante de colillas.

—No —respondió Yayoi—. No ha pasado nada.

—Bueno, pues me alegro. Ten cuidado…

—Masako —dijo Yayoi interrumpiéndola—, ¿crees que es culpa mía?

—No.

—¿De veras?

—De veras.

Masako colgó. Nunca le había echado la culpa a Yayoi. En todo caso, se acusaba a sí misma. Sin embargo, no tenía la menor intención de disculparse ante sus compañeras ni sentía el más mínimo arrepentimiento por cómo había llevado el asunto. Lo único que le preocupaba era que alguien bloqueaba su salida; y ella sólo quería encontrar la manera de franquearla. Sabía que, aunque hiciera partícipes a sus compañeras de sus planes, ninguna la secundaría; de todos modos, tampoco quería compañía.

Bajó los ojos para mirar sus huesudas manos, la única fuente de consuelo que le quedaba. Se las llevó poco a poco a la cara y recordó que ella era la única persona en quien podía confiar. Nadie más. Recordó lo sola que se había sentido al darse cuenta de ello, un día de verano, en el bosque, mientras visitaba el lugar donde había enterrado la cabeza de Kenji.

La temperatura en el coche había ido en aumento y el aire se había enrarecido. Se sintió somnolienta y cerró los ojos sin parar el motor.

Cuando despertó, media hora después, nada había cambiado: ante ella, el solitario camino que llevaba a la fábrica. La hierba que crecía a ambos lados estaba chamuscada por las heladas nocturnas. Desde donde se hallaba sentada veía la cubierta de hormigón que Kazuo había destapado, que seguía abierta, como una tumba profanada. Dentro de diez horas, Satake pasaría por ese camino, uniformado, como si tal cosa.

La estación de Higashi Yamato estaba vacía, como siempre. En un solar cercano, lleno de malezas, se alzaban remolinos de polvo.

Un grupo de escolares vestidos con colores chillones hacían cola ante la pista de patinaje. Masako aparcó detrás de la estación, dejó al grupo de niños atrás, y avanzó rápidamente por la calle hasta adentrarse en un callejón lleno de bares cerrados. El aire era frío y olía a basura. Masako aceleró ante el temor de llegar tarde.

Llegó a un pequeño restaurante de sushi con el cartel de cerrado en la puerta y subió la endeble escalera que llevaba al Million Consumers Center. Al llegar al final del pasillo, pegó una oreja a la puerta de contrachapado. Al principio no oyó nada, pero tras unos segundos pudo distinguir los pasos de alguien en el interior.

—Jumonji —dijo—. Abre. Soy Masako.

Al cabo de unos instantes, Jumonji abrió la puerta con la misma expresión en el rostro que le había visto a primera hora de la mañana, aunque ahora estaba impregnado de sudor, tal vez por las prisas en terminar los preparativos. Los cajones de las mesas y del archivador estaban abiertos. Tratándose de Jumonji, seguro que estaba buscando algo valioso que llevarse antes de que llegaran sus empleados.

—Ah, es usted —dijo él.

—Lo siento. ¿Te he asustado? —preguntó Masako. Él esbozó una incómoda sonrisa pero no respondió. Era raro que no hubiera nadie más en la oficina—. ¿Tus empleados te han abandonado?

—Uno de ellos vendrá por la tarde, pero va a llevarse una buena sorpresa —dijo sonriendo de nuevo y acompañándola a su mesa—. ¿Qué sucede? Creía que no volvería a verla.

—Me alegro de encontrarte. De hecho, querría que me informaras sobre el crédito de Kuniko. Antes de concedérselo, hiciste algunas averiguaciones, ¿verdad?

—Sí, claro —respondió—. ¿Por qué lo dice?

Masako observó su rostro agotado.

—Sé quién es Satake —anunció.

—¿Quién? —preguntó Jumonji abriendo los ojos.

—Un guardia de seguridad que se hace llamar Sato y trabaja en el parking de la fábrica.

—¡Diablos! —exclamó Jumonji, sorprendido porque Satake hubiera llegado a ese extremo o quizá porque Masako lo hubiera descubierto—. ¿Está segura?

—Y no sólo eso —prosiguió Masako—. Ha estado viviendo en el mismo bloque de Kuniko.

—En Adachi conocí a muchos chiflados, pero ninguno como éste —murmuró al recordar al tipo que había visto la noche en la que había recogido el cadáver de Kuniko—. Éste es peor.

Mientras Jumonji se frotaba las comisuras de los labios, como si quisiera limpiarse algo pegajoso, Masako echó un vistazo a la oficina casi vacía.

—Parece que el negocio no va muy bien.

—Más que no ir muy bien, está a punto de cerrar —admitió Jumonji—. De todos modos, el expediente de Kuniko debe de estar por ahí. Puede buscarlo usted misma, pero aún no sé muy bien qué pretende.

Masako buscó el apartado de la «J» en el cajón. Tal como había imaginado, había pocos clientes: sólo tres. Cogió los documentos de Kuniko y ojeó el cuestionario, cumplimentado con la mala letra de Jumonji, en busca de posibles créditos impagados.

—¿Qué quiere hacer? —inquirió Jumonji con curiosidad mientras se quitaba la chaqueta de gamuza y se quedaba sólo con un jersey negro.

—Estoy buscando algo que me pueda ser útil.

—¿Para qué?

—Para tocar las narices a Satake.

—Ni lo sueñe —le advirtió Jumonji en voz baja—. Es mejor que huyamos.

Masako examinó la foto de Kuniko en la fotocopia de su carnet de conducir. Iba muy maquillada, y su rostro se veía apagado y amarillento.

—¿Jumonji?

—¿Qué?

—¿Cómo te declaras en bancarrota?

—Es muy fácil —dijo él—. Sólo hay que comparecer ante el juez.

—Supongo que no podríamos encontrar a nadie que se hiciera pasar por Kuniko —dijo señalando la foto.

Aunque lograran convencerla, Yayoi no se parecía en nada, y además no tenían tiempo.

—¿Qué está tramando? —le preguntó Jumonji mirándola directamente a la cara.

—Kuniko podría haberse declarado en quiebra y haber puesto a Satake como consignatario.

—Buena idea —dijo él con una risa nerviosa—. Aunque no podamos fingir la quiebra, podemos hacerlo consignatario e informar a los acreedores de que Kuniko se ha fugado. Hoy en día es posible hacerlo todo por teléfono. Puedo llamar a unos colegas. Conozco a algunos capaces de cualquier cosa con tal de ganar algún dinero.

—¿Puedes decirles por teléfono que Satake es el consignatario?

—Sí. Ni siquiera es necesario un contrato. Sin embargo, hay un inconveniente: él no es responsable de los pagos, pero aun así pueden acosarle hasta que alguien pague.

—Eso es todo lo que quiero —dijo Masako—. ¿Puedes dar el aviso de que Kuniko ha desaparecido?

—Delo por hecho.

—Debes de tener sellos preparados, ¿verdad? —añadió Masako—. Podemos rellenar varios impresos con su nombre.

Jumonji se acercó a su mesa y, con una expresión de pilluelo, sacó una caja de galletas de su cajón, llena de sellos falsos.

—Lo tiene bien merecido por escoger un apellido tan común —dijo mientras sacaba tres sellos con el nombre de Sato.

—Podrás irte en cuanto terminemos.

—No me va a llevar más de dos horas —dijo alardeando.

—Así podremos sacarlo de su madriguera —dijo Masako con una sonrisa al imaginarse a Satake durmiendo plácidamente en su piso.

4

Asustarla sin más hubiera sido aburrido.

Satake estaba en la terraza del supermercado que había frente a la estación. El lugar estaba prácticamente vacío, tal vez a causa del día frío y nublado, o porque el supermercado estaba perdiendo clientes por culpa de las grandes superficies que habían abierto en las afueras. Exceptuando una pareja con su hijo pequeño y un par de colegiales en busca de intimidad, no había nadie más.

Satake llevaba un buen rato observando la improvisada tienda de mascotas que había al lado de la sala de juegos. Las cinco jaulas sucias que había fuera estaban ocupadas por cachorros de razas comunes. Al acercarse a ellos con el cigarrillo en la mano, los animales retrocedieron hasta el fondo de sus jaulas.

Recordó que Anna lo había acusado entre llantos de tratarla como a un perrito faldero, y por un momento echó en falta la piel suave y el rostro perfecto de la chica a la que había convertido en la número uno del Mika, en la número uno de su tienda de mascotas.

Anna sabía que no podría volver a ser la número uno por mucho que se esforzara. Las cosas eran así. Su éxito se debía a que había ignorado que su situación era, precisamente, comparable a la de una mascota. Todo había terminado en el momento en que se había dado cuenta de ello, y a partir de ahí había adquirido una dignidad que la acompañaría el resto de sus días. Se trataba de una cualidad imprescindible para el hombre que quisiera enamorarse de ella, pero despreciable para alguien dispuesto únicamente a comprar su cuerpo. Los clientes sólo querían cuerpos desprovistos de pudor, como caídos del cielo. Por eso él había intentado mimar y cuidar a Anna, con la esperanza de que no abriera los ojos; de ahí la ironía de que los hubiera abierto por enamorarse justamente de él.

Parecía que las cosas le iban bien en el nuevo local, pero estaba convencido de que su éxito no iba a llegar al año de vida. Sintió lástima por ella, una lástima parecida a la que sentía por los cachorros encerrados en esas jaulas. Metió uno de sus largos dedos entre los barrotes, pero el perrito retrocedió, asustado.

—No tengas miedo —le dijo Satake.

Si te perdían el miedo y los tenías todo el día pegados a ti, era aburrido. Por otro lado, si no conocían el miedo, eran demasiado confiados y se convertían en unos estúpidos. Era un rasgo muy propio de las mascotas: o bien eran aduladores o cabezotas. Harto de mirar a los cachorros, se fue de la tienda, se asomó a la sala de juegos vacía y excesivamente iluminada y decidió dar un paseo por la terraza.

Los grises y sórdidos edificios se extendían hacia la cordillera de Tama. «Vaya mierda de barrio», pensó Satake escupiendo sobre el césped artificial. Al levantar la vista, vio que la pareja con su hijo y los colegiales lo miraban consternados.

Masako Katori llevaba cuatro días sin aparecer por la fábrica, desde el día en que había dejado el Golf de Kuniko en el parking. Tal vez había dejado el trabajo. De ser así, sería un gesto decepcionante. Se había emocionado al encontrar una mujer con los nervios de acero, pero si un insignificante truco como ése la había asustado, eso quería decir que no le iba a servir de nada.

¿También ella le tenía miedo, como cuantos le conocían? ¿Se habría hecho demasiadas ilusiones la noche en que la había acompañado hasta la fábrica al sentir una suerte de afinidad?

Volvió a pasar por delante de la tienda de mascotas, donde los perros y gatos lo siguieron con ojos apenados, y bajó la escalera precipitadamente. Tenía la sensación de que algo empezaba a marchitarse en su interior. Mientras bajaba a toda prisa, su pulso se aceleró y su cuerpo recordó la emoción que había experimentado aquella tarde de verano en Shinjuku, persiguiendo a esa mujer. Su expresión había sido indescriptible. Pero Masako lo había decepcionado. Estaba furioso con ella. Tenía unas ganas locas de hacerle daño, y no se iba a conformar sólo con matarla como había hecho con Kuniko.

¿Acaso había sido un error pensar que estaba predestinado a tener una relación con Masako? Satake apretó los puños en el interior de los bolsillos de su cazadora.

En una sala de pachinko situada cerca de la estación, Satake sacó el premio gordo tres veces seguidas en la misma máquina, que era el máximo de veces permitidas por las normas del local. Antes de irse, le dio una patada a la máquina y un empleado tuvo que llamarle la atención.

—¡Señor!

—¿Qué pasa? —repuso él.

Al ver sus ojos amenazantes, el empleado se quedó petrificado. Satake sacó tres billetes de diez mil yenes del bolsillo, los tiró al suelo y, chascando la lengua, se detuvo para ver cómo el chico los recogía. Con lo que había cobrado de Yayoi tenía suficiente para permitirse esas extravagancias. Si jugaba al pachinko no era por el dinero.

Satake estaba cada vez más excitado. Le parecía curioso que, después de matar a alguien, pudiera estar sediento de violencia, pero llevaba unos días tan lleno de rabia que tenía la sensación de que su cuerpo no podría contenerla. Aun así, había una parte de él que observaba con serenidad su progresión hacia el estallido final.

Atravesó una galería comercial desierta, malhumorado y con los hombros caídos. Las tiendas nuevas eran endebles y artificiales, mientras que las más antiguas mostraban un aspecto sombrío y deprimente. Tenía hambre, pero no quería perder el tiempo comiendo. Su objetivo no era otro que dejar el Golf en el parking y esperar a Masako. Volvió al supermercado para recoger el coche. Abrió la puerta y miró el amasijo de casetes y zapatos esparcidos por el coche: todo estaba tal y como Kuniko lo había dejado. Un par de viejos zapatos planos tirados en el asiento del acompañante le hicieron pensar en ella, y les dirigió una mirada llena de odio. La única prueba de que el coche tenía un nuevo conductor era el cenicero, si bien Satake se preocupaba de vaciarlo regularmente.

Si daba una vuelta por el barrio, tal vez podría encontrar a Masako. Tenía ganas de volver a verla. Si había dejado la fábrica, sólo podía buscarla de ese modo, con sumo cuidado, como si caminara por la cuerda floja.

Recordaba la expresión de Masako al descubrir el Golf de Kuniko en el parking de la fábrica. Su rostro se había paralizado durante unos instantes, y seguidamente se había vuelto inexpresivo, si bien sus labios apretados la habían delatado. Había visto su reacción incluso desde su garita. El asombro de Masako aumentó cuando, al salir de su coche y rodear el Golf, comprobó que estaba aparcado tal como lo solía hacer Kuniko. La prueba de ello era que no había podido disimular el temblor en su voz cuando se le había acercado para preguntarle por el coche. Había sido una sensación única. Al recordar esa voz, Satake se echó a reír en silencio. Pero el miedo solo no era suficiente. O, mejor dicho, el miedo estaba bien siempre y cuando no se convirtiera en adulación. Pensó en los cachorros de la tienda de mascotas y en las súplicas de Kuniko para que no le hiciera daño. Con una súbita irritación, bajó la ventanilla y tiró los zapatos de ella, que cayeron rodando, cada uno por un lado, sobre el asfalto manchado.

Después de aparcar el Golf en la plaza de Kuniko, y mientras se disponía a cerrar la puerta, una chica se le acercó, como si hubiera estado esperándolo. El no la conocía, pero, a juzgar por su delantal y sus zapatillas, debía de ser un ama de casa del bloque. No iba maquillada, pero llevaba el pelo de punta y engominado, como si se tratara de una peluca. A Satake no le gustó el contraste.

—¿Conoce a Kuniko, la propietaria de este coche? —le preguntó la chica.

—Pues claro que la conozco. Lo estoy utilizando, ¿no? —respondió Satake con evidente malhumor. Sabía que cuanto más usara el Golf, más preguntas le harían.

—Lo siento, no quería… —se apresuró a disculparse la chica, sonrojándose. Al parecer, había sacado conclusiones precipitadas sobre su relación con Kuniko—. Como últimamente no la he visto…

—Yo tampoco sé dónde está —dijo él.

—¿Y utiliza su coche? —preguntó ella con extrañeza.

—Soy el guardia de la fábrica donde trabajaba. Cuando ambos supimos que vivíamos en el mismo edificio, me pidió que cuidara de su coche durante su ausencia —explicó al tiempo que blandía las llaves en el aire para que viera el llavero con la letra K.

—Me parece bien —repuso la chica—. Pero ¿dónde estará?

—De viaje. No creo que tengamos que preocuparnos.

—Hace días que no aparece, y no ha dejado instrucciones sobre el turno de la limpieza. Si la llamo, siempre salta el contestador, y su marido también lleva tiempo sin aparecer por aquí.

—Kuniko dejó la fábrica —dijo Satake—. Quizá haya vuelto con sus padres.

—¿Y usted utiliza su coche en su ausencia? —preguntó la chica, de nuevo con un deje de sospecha en su voz.

—Le pago —respondió él.

—Sí, ya —dijo ella mostrando una seriedad repentina al oír que había dinero de por medio.

A Satake le pareció chocante: vivía a expensas del sueldo de su marido, pero no le gustaba hablar de algo tan banal como el dinero.

—Disculpe —dijo él—. Tengo prisa.

Decidió que tendría que dejar de utilizar el coche, excepto para ir a trabajar. Al llegar al bloque, vio a un hombre de mediana edad con un impermeable nuevo, de pie, al lado de los buzones. Su primera reacción fue pensar que se trataba de un policía, pero después de haberlo observado de reojo decidió que más bien tenía pinta de vendedor. Sin embargo, al ver que miraba con interés el buzón del apartamento 412, Satake se apresuró a entrar en el ascensor.

Al llegar al tercer piso, salió al pasillo y, después de asegurarse de que el ascensor no bajara de nuevo a la planta baja, echó a andar hacia su apartamento. Como siempre, soplaba un frío viento del norte. Cuando estaba a punto de sacarse del bolsillo las llaves del piso, alzó la vista y vio a un joven plantado ante su puerta. Llevaba una cazadora blanca y unos pantalones morados, y tenía el pelo teñido de naranja. Satake vio cómo se guardaba algo en el bolsillo, tal vez un móvil, y le dio mala espina.

—¿El señor Sato? —le preguntó el joven, como si lo conociera.

No era un policía sino un yakuza. Satake ignoró la pregunta y se dispuso a abrir la puerta mientras se preguntaba qué relación tendría el chico con el tipo del impermeable. Sin embargo, al agarrar el pomo se dio cuenta de que éste estaba cubierto con una tela negra. El chico lo miraba en silencio, ahogando una risotada.

—¿Qué coño es esto? —murmuró Satake.

—Míralo bien —le dijo el joven.

Al ver que eran las bragas de Kuniko que había utilizado como mordaza, a Satake se le subió la sangre a la cabeza.

—¿Lo has hecho tú? —le dijo agarrándolo por el cuello de la cazadora.

El chico no se dejó impresionar y esbozó una vaga sonrisa sin sacarse las manos de los bolsillos.

—No. Cuando he llegado ya estaban ahí.

—Mierda.

Debía de haber sido obra de Masako. Después de soltar al muchacho, Satake cogió las bragas y se las metió en el bolsillo: el nailon estaba frío por haber permanecido a la intemperie.

—Yo no he sido —repitió el chico dándole un codazo en el costado—. ¿Crees que puedes ir por ahí empujando a quien te venga en gana?

—¿Qué quieres? —preguntó Satake con un empujón.

—Enseñarte esto —respondió sacando un papel del bolsillo. Era un pagaré de dos millones de yenes emitido por una agencia de crédito llamada Midori a nombre de Kuniko Jonouchi.

—¿Qué es esto?

—Eres consignatario del crédito, y Kuniko ha desaparecido.

—Yo no sé nada de eso —se defendió, si bien sabía que lo habían pillado.

Era imposible que una agencia de crédito estuviera dispuesta a prestar dos millones a Kuniko, de modo que era evidente que se trataba de una encerrona para joderlo. Esos mañosos iban a perseguirlo a todas horas, haciéndose notar dondequiera que fuera.

—¿Cómo que no sabe nada? —inquirió el chico en voz alta. A mitad del pasillo se abrió una puerta y apareció una mujer que los miró asustada: sin duda ése era el objetivo del visitante—. ¿Y esto qué es? —insistió mostrándole de nuevo el documento con su sello en el espacio reservado al consignatario.

—Ése no es mi sello —respondió Satake con una sonrisa.

—Entonces, ¿de quién es?

—Ni idea.

En ese momento se abrieron las puertas del ascensor y apareció el hombre del impermeable, que echó a andar hacia ellos. Era obvio que trabajaban juntos.

—Me llamo Miyata —dijo al llegar donde estaban—. Trabajo en East Credit. Nuestra cliente Kuniko Jonouchi tiene varios pagos de su coche atrasados y, según nos han informado, ha desaparecido.

—¿También avaló eso? —preguntó Satake.

—Creo que sí. Aquí figura su sello.

Satake chascó la lengua, preguntándose cuántos más iban a aparecer. Masako, seguramente con la ayuda de Jumonji, debía de haberlo convertido en consignatario de varios créditos, los habría repartido entre sus contactos en el mundo de las finanzas y habría hecho circular el rumor de que Kuniko había desaparecido.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Supongo que no tengo otra salida. Déjenme los documentos y veré qué puedo hacer.

Satisfechos con su cambio de actitud, ambos le entregaron sendas copias de los contratos.

—¿Cuándo piensa pagarnos? —preguntó el chico.

—Dentro de una semana como mucho.

—Si no cumple, volveré con unos colegas que le van a hacer famoso en el barrio.

En la primera visita no solían ser tan amenazantes, pensó Satake. Sin duda, Jumonji se había encargado de enviar a sus amigos más duros.

—Entendido —dijo.

Durante la conversación, varios vecinos habían salido de sus apartamentos y los observaban desde una distancia prudencial. Los dos hombres estaban complacidos por haberlo puesto en ese brete.

—Esperamos su colaboración.

Tras asentir con la cabeza a las palabras de Miyata, Satake abrió la puerta y entró en su apartamento. El chico hizo ademán de echar un vistazo al interior sin disimular, pero Satake se lo impidió y cerró la puerta antes de encender la luz. Miró por la mirilla, pero ya habían desaparecido.

—Mierda —murmuró tirando las bragas al suelo y dándoles un puntapié.

Mientras tanto iban a estar vigilándolo, controlando todos sus movimientos. Y lo que era aún peor: sus vecinos también iban a estar pendientes de él. La mujer del parking debía de haber hablado con uno de los dos hombres y por eso debía de haberlo abordado. No tenía inconveniente en desembolsar un millón de yenes para pagar las supuestas deudas, pero, en cambio, no podía permitirse quedarse en ese piso ahora que los vecinos iban a estar atentos a sus movimientos. Además, era evidente que las agencias de crédito lo seguirían hasta la fábrica si no pagaba en el plazo de una semana, con lo que debía poner punto y final al jueguecillo de acosar a Masako.

Cogió la bolsa negra de nailon que había traído con él desde Shinjuku y metió el dinero, los informes de la agencia de detectives y las bragas de Kuniko. A continuación, echó un vistazo al piso vacío y su mirada se fijó en la cama que había al lado de la ventana: había soñado con atar ahí a Masako y torturarla, pero ya no podría hacerlo.

No obstante, esbozó una leve sonrisa. Volvía a sentir el placer que había experimentado al conocerla, aunque con intensidad renovada. Un placer incluso más intenso que el que había sentido el día en que había perseguido a la otra mujer por las calles de Shinjuku. Sus ganas de matar a Masako eran más fuertes que las que había experimentado ese día, y eso era una buena noticia.

Dejó la luz encendida, cogió la bolsa y salió del apartamento. Después de comprobar que no hubiera nadie en el pasillo, bajó por la escalera de servicio. Al llegar a la planta baja, vio al chico de la cazadora blanca mirando en dirección a su ventana. Aparentemente confiado al ver la luz encendida, bajó la guardia para contemplar a una chica que volvía del trabajo.

Satake aprovechó la oportunidad para escurrirse entre el vertedero y unos matojos y salió a la calle. Tendría que buscarse un hotel. No sabía cuánto tiempo tardarían en advertir que se había escapado.

Esa noche acudió al trabajo con un Nissan March de alquiler.

Estaba seguro de que Masako aparecería. A esas horas ya sabría que su plan había funcionado y acudiría a ver los resultados del mismo. Eso es lo que hubiera hecho él y, al fin y al cabo, eran iguales. Mientras esperaba a que apareciera el Corolla, se puso a fumar en la garita.

Llegó poco antes de las once y media, como siempre. Cuando Satake alzó la cabeza, vio fugazmente su rostro inexpresivo a través del haz que emitían los faros, pero pasó a su lado, ignorándolo. Era una engreída. Debía de tener la mente ocupada en los problemas que le había causado, imaginó Satake. Su sangre bullía con el intenso odio y la perversa admiración que había conseguido que sintiera por ella.

Masako cerró la puerta de un golpetazo y echó a andar por la gravilla. Satake salió de la garita y le cerró el paso.

—Buenas noches —la saludó.

—Buenas noches —respondió ella mirándolo a la cara.

Su pelo caía sobre los hombros de una vieja parka, y un esbozo de sonrisa asomaba en su rostro enjuto. Sin duda, haber resuelto el misterio de su identidad y haberlo expulsado del apartamento le habían dado confianza.

—¿Quiere que la acompañe? —le preguntó Satake intentando controlar su rabia.

—No, gracias.

—Caminar en la oscuridad puede ser peligroso.

Masako dudó unos instantes.

—El peligro es usted —le espetó, provocándolo.

—No sé a qué se refiere.

—No disimules, Satake.

Recordaba haber sentido una excitación incontrolable cuando había perseguido a aquella mujer por Shinjuku, pero lo que Satake experimentaba en esos momentos era diferente. Ahora podía controlar su agitación a pesar de que ésta le atravesaba el cuerpo, en busca de una salida. El placer aplazado era aún más intenso.

—Eres una arpía.

Masako no le hizo caso y se dirigió hacia la fábrica. ¿Realmente se arriesgaría a ir sola? Satake la siguió de cerca, con la absoluta certeza de que podía oír los latidos de su corazón y notar la tensión de sus hombros. Sin embargo, Masako siguió andando en la oscuridad, sin mostrar el menor atisbo de miedo. Satake encendió su linterna y enfocó el suelo que había a varios pasos por delante.

—¡Te he dicho que me dejes! —exclamó Masako—. No quiero que me mates en un lugar así.

Al ver la reacción airada de Masako, Satake sintió una nueva oleada de placer. Su rabia se intensificó. Aquella pasión tan fuerte nada tenía que ver con lo que había sentido por Anna, deseo y odio unidos por el peligro de la autodestrucción. ¿Y si la agarraba por el cuello y la arrastraba hasta la fábrica abandonada? Esa idea cruzó por su mente durante unos instantes, pero al final le pareció demasiado vulgar.

—No es el escenario adecuado, ¿verdad? —dijo Masako como si le hubiera leído el pensamiento—. Quieres matarme haciéndome sufrir. ¿Por qué no…?

La interrumpió el chirrido de los frenos de una bicicleta. Masako y Satake se volvieron a la vez.

—Buenas noches.

Era Yoshie. Sorprendida por la presencia de Satake, lo miró de reojo y se bajó de la bicicleta.

—Maestra. ¿Qué te trae por aquí?

—Quería verte —dijo Yoshie—. Me alegro de haberte encontrado.

Satake le enfocó el rostro durante unos instantes. Ella entrecerró los ojos y miró a Masako, que sonreía fuera del haz de luz de la linterna.

5

Estaba a salvo. Al ver a Yoshie, Masako suspiró aliviada.

Su respiración se había detenido al darse cuenta de que podía matarla, y estaba segura de que lo hubiera hecho si ella hubiera mostrado el menor signo de debilidad. La situación le recordó a su infancia, a una ocasión en la que la había perseguido un perro rabioso después de cometer el error de mirarle a los ojos. Se había librado por los pelos, se dijo mientras intentaba recuperar el aliento.

Ahora sabía que su odio estaba a punto de explotar y que había disfrutado de la experiencia de llevarlo hasta el límite. Había visto el placer en sus ojos, se había dado cuenta de lo que le gustaba: jugar al gato y al ratón con ella. Pero también había percibido que estaba trastornado, y que su trastorno lo arrastraba irremisiblemente hacia la debacle. Ese algo también habitaba en su interior: en la parte de ella a la que no le hubiera importado morir en sus manos.

Fijó la vista en la oscura fábrica abandonada. El día en que decidió ayudar a Yayoi con el cadáver de Kenji no había imaginado qué le deparaba el destino: ese edificio desierto era la imagen del vacío que sentía en su interior. ¿Había vivido cuarenta y tres años sólo para darse cuenta de eso? No podía dejar de mirarlo.

—¿Quién era ése? —le preguntó Yoshie mirando atrás hacia el parking y empujando su vieja bicicleta por el camino lleno de baches.

—El guardia —respondió Masako.

Satake las observaba de pie, al lado de la garita, un faro en medio de la oscuridad.

—Me da mala espina —dijo Yoshie.

—¿Por qué?

—No sé… —respondió Yoshie, pero no prosiguió, como si le diera pereza entrar en detalles.

El faro de su bicicleta proyectaba una débil luz sobre el camino.

—¿Qué querías, Maestra? —le preguntó Masako.

Llevaban una semana sin verse, desde el día en que se habían hecho cargo del cadáver de Kuniko.

—Ah, perdona… —dijo Yoshie suspirando pesadamente—. Tengo tantas cosas en la cabeza.

Se había puesto el viejo canguro que usaba en invierno. Masako pensó en el gastado forro blanco y a punto de romperse, y se preguntó si también Yoshie se desgastaría un día del mismo modo.

—¿Qué cosas? —le preguntó Masako, convencida de que Satake no la había molestado.

Era evidente que sólo estaba preocupada por sí misma.

—Miki se ha fugado —anunció—. No la he visto desde el día en que desapareció el dinero. Sabía que su hermana era un mal ejemplo, pero nunca pensé que fuera capaz de irse sin decir nada. Me he quedado sola y no tengo ganas de nada… —Masako la escuchaba en silencio, se preguntaba si Yoshie tenía alguna salida—. Es todo tan absurdo… Se fue antes de saber que iba a cobrar ese dinero, convencida de que no podría ir a la universidad… La vida es absurda…

—Volverá.

—No lo creo. Hará igual que su hermana. Acabará liada con algún inútil. Mis hijas son así de bobas. No hay nada que hacer. Nada que hacer —repitió Yoshie mientras avanzaban por el camino.

Parecía como si se disculpara por algo, pero Masako no sabía muy bien por qué. Dejaron atrás la fábrica abandonada y salieron a la ancha calle bordeada por el muro gris de la planta de automóviles. Al girar a la izquierda vieron la fábrica.

—Bueno, hoy y basta —añadió Yoshie irguiéndose.

Sus hombros caídos le hacían parecer mayor de lo que era.

—¿Lo dejas?

—Sí. No tengo ganas de seguir trabajando aquí —dijo.

Masako no le contó que también era su última noche. Había acudido con la intención de anunciar su decisión y de recoger el dinero y el pasaporte que le guardaba Kazuo. Si lograba sobrevivir, podría escapar de Satake.

—Quería hablar contigo —prosiguió Yoshie—. Por eso he venido.

¿Acaso no podían hablar en la sala de descanso después del trabajo? Intrigada por las intenciones de Yoshie, Masako esperó al pie de la escalera a que su compañera aparcara la bicicleta. En el cielo no se veía ni una estrella. Parecía que hubiera una espesa capa de nubes, pero éstas eran también invisibles. Oprimida, como si tuviera un peso encima, Masako dirigió la vista hacia la fábrica. Justo en ese momento, se abrió la puerta y apareció Komada.

—Masako.

—¿Sí?

—¿Sabes si Yoshie va a venir?

—Ha ido a aparcar la bicicleta.

Al oír su respuesta, Komada bajó la escalera a todo correr, con el quitapelusas en la mano. Yoshie apareció justo cuando él llegaba abajo.

—¡Yoshie! —exclamó—. ¡Vuelve a casa!

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Tu casa está ardiendo. Acaban de llamar.

—¿De verdad? —preguntó, blanca.

—Venga, no pierdas tiempo —la apremió Komada con una mirada apenada.

—De todos modos, aunque corra no voy a llegar a tiempo —dijo Yoshie con absoluta serenidad.

—Pero ¡qué dices! Venga, ¡date prisa!

Yoshie dio la vuelta y echó a andar lentamente hacia el aparcamiento de bicicletas. Al llegar los empleados, Komada subió la escalera para regresar a su puesto.

—¿Han dicho algo de su suegra? —le preguntó Masako.

—No, pero parece que el fuego ha destruido toda la casa —dijo desviando la vista, consciente de que era una noticia horrible.

Masako se quedó sola esperando a Yoshie, que tardó varios minutos en aparecer, con el rostro cansado, como si se hubiera estado preparando para lo que le esperaba.

—Lo siento, pero no puedo ir contigo —le dijo Masako.

—Lo sé —respondió Yoshie—. Ya me lo imaginaba, por eso he venido a despedirme.

—¿Tenías seguro?

—Algo.

—Cuídate —le dijo Masako.

—Tú también. Y gracias por todo —dijo Yoshie con una pequeña reverencia antes de emprender el camino por el que había venido.

Masako observó cómo la luz de su bicicleta se alejaba hacia la fábrica de automóviles. A lo lejos, la ciudad teñía el cielo con una leve luz rosácea, mientras que mucho más cerca se veía el resplandor de una vieja casa en llamas. Ésa era la salida por la que había optado Yoshie. Sin ninguna de sus dos hijas, había perdido la esperanza y, con ésta, el último motivo que la había hecho dudar. Masako se preguntó si no había sido ella la que la había empujado a hacerlo. Le había hablado del peligro que suponía Satake, y debía de haberle metido esa idea en la cabeza. Se quedó unos instantes contemplando el paisaje, incapaz de apartar los ojos de él.

Cuando finalmente subió las escaleras y entró en el vestíbulo, Komada se sorprendió al verla.

—¿No has ido con ella?

—No —respondió Masako.

Komada le pasó el quitapelusas por la espalda sin prestar atención, como si no pudiera creer que abandonara a su amiga en una situación tan crítica.

Era prácticamente la hora de empezar el turno. Masako se apresuró a entrar en la sala para buscar a Kazuo, pero no lo encontró ni con el grupo de brasileños ni en el vestuario. Consultó las fichas y averiguó que era su noche libre. Se puso los zapatos y, tras hacer caso omiso a Komada, salió por la puerta.

En un instante todo había cambiado. Ésa iba a ser la noche en cuestión. Echó a andar hacia la residencia donde vivía Kazuo.

Un poco más adelante la esperaba Satake. Giró a la izquierda, sin dejar de mirar a los seres imaginarios que parecían poblar la oscuridad. La residencia de Kazuo estaba al otro lado de los campos y las casas dispersas que la rodeaban. La ventana de Kazuo, en el primer piso, era la única luz encendida en el edificio. Masako subió la escalera metálica sin hacer ruido y llamó a la puerta. Oyó una respuesta en portugués y la puerta se abrió. Kazuo, en camiseta y vaqueros, se quedó mirándola sorprendido. Al fondo brillaba la luz de un televisor encendido.

—Masako —dijo.

—¿Estás solo?

—Sí —respondió.

Se apartó para dejarla entrar.

En el ambiente flotaba el olor a una especia que Masako no supo reconocer. Al lado de la ventana había una litera y un armario con las puertas abiertas de par en par. Encima del tatami había una pequeña mesa cuadrada. Kazuo parecía estar viendo un partido de fútbol, pero apagó el televisor y se volvió para mirarla.

—¿Quiere el dinero?

—Lo siento, no sabía que hoy era tu día libre. ¿Podemos ir a buscarlo?

—Claro —dijo escrutándola con preocupación.

Masako evitó su mirada, sacó un cigarrillo y buscó un cenicero. Kazuo también se encendió uno y dejó un cenicero con el logo de CocaCola encima de la mesa.

—Espere aquí. En seguida vuelvo.

—Gracias —dijo Masako mirando a su alrededor.

Ese pequeño apartamento le pareció el único lugar del mundo donde podía estar segura. El compañero de Kazuo debía de estar en la fábrica, puesto que la cama de abajo estaba hecha.

—¿Puede contarme qué ha pasado? —le preguntó Kazuo, pues temía que se fuera en seguida.

—Intento huir de un hombre —respondió Masako hablando poco a poco, como si el calor del apartamento empezara a derretirla—. No puedo contarte por qué me persigue, pero voy a utilizar el dinero para fugarme, para irme de Japón.

Kazuo se quedó pensativo, con la vista clavada en el suelo. Al cabo de unos instantes, soltó una bocanada de humo y alzó su rostro moreno.

—¿Adónde irá? Hay países donde no es fácil entrar.

—Ya lo sé —respondió ella—, pero me da igual. Donde sea con tal de irme de aquí.

Kazuo se llevó la mano a la frente. Parecía saber que la situación de Masako era de vida o muerte.

—¿Y su familia?

—Mi marido quiere estar solo. Se ha retirado de la vida. Es su carácter. Y mi hijo ya es mayor.

¿Por qué le contaba eso a Kazuo? No se lo había explicado a nadie. Quizá le resultaba más fácil porque él no dominaba su idioma… Sin embargo, en cuanto hubo expuesto sus circunstancias, rompió a llorar.

—Está sola —le dijo Kazuo.

—Sí —admitió ella enjugándose las lágrimas con el reverso de la mano—. Hubo un tiempo en que nos llevábamos bien, pero las cosas han cambiado. Supongo que lo he echado todo a perder.

—¿Por qué?

—Porque quiero estar sola. Porque quiero ser libre.

Kazuo también lloraba. Las lágrimas le corrían por las mejillas y caían sobre el tatami.

—¿Estar solo es lo mismo que ser libre?

—Así es como lo veo yo, al menos ahora mismo.

Huir. ¿De qué huía? ¿Hacia dónde? No tenía ni idea.

—Es muy triste —murmuró Kazuo—. Lo siento.

—No lo sientas —repuso Masako negando con la cabeza y cogiéndose las rodillas—. Sólo quiero ser libre. Me da igual.

—¿De veras?

—Me da igual morir —confesó Masako—. He perdido la esperanza.

Kazuo parecía turbado.

—¿En qué?

—En la vida. —Él se echó de nuevo a llorar. Masako lo observó, conmovida porque un joven extranjero vertiera lágrimas por ella. Los sollozos de Kazuo parecían no tener freno—. ¿Por qué lloras? —le preguntó al fin.

—Porque me lo ha contado. Hasta ahora se ha mostrado siempre muy distante conmigo.

Masako sonrió. Kazuo guardó silencio y se secó las lágrimas con el brazo. Ella dirigió la mirada a la bandera brasileña, verde y amarilla, que colgaba en la ventana.

—¿Adónde puedo ir? —le preguntó—. No he salido nunca de Japón.

Kazuo alzó la cabeza, con sus grandes ojos negros enrojecidos por el llanto.

—¿Por qué no va a Brasil? Ahora es verano.

—¿Cómo es?

Él sonrió.

—No sé cómo explicarlo, pero es maravilloso. Maravilloso.

Verano. Masako cerró los ojos como si intentara imaginarlo. El verano lo había cambiado todo. El olor a gardenia, la hierba espesa alrededor del parking, el brillo del agua sucia en la alcantarilla… Al abrir los ojos, vio que Kazuo se vestía para salir. Se había puesto una cazadora negra sobre la camiseta y se había calado la gorra en la cabeza.

—Vuelvo en seguida —dijo.

—Kazuo, ¿puedo quedarme aquí?

Él asintió. Tres horas y Satake se habría ido. Masako reposó los codos sobre la mesa y cerró los ojos, agradeciendo poder tomarse un pequeño descanso.

Despertó con el ruido que hizo Kazuo al volver. Eran ya las dos. Mientras se desabrochaba la cazadora y sacaba el sobre con el dinero, Masako sintió un soplo del frío procedente del exterior.

—Aquí tiene.

—Gracias —dijo ella y cogió el sobre, que mantenía el calor de su cuerpo.

Lo abrió y miró el contenido: su nuevo pasaporte y siete fajos de un millón de yenes cada uno. Con eso podía afrontar su partida. Cogió uno de los fajos y lo dejó encima de la mesa.

—Coge esto. Por habérmelo guardado.

Kazuo se sonrojó.

—No lo quiero. Estoy contento con haberla ayudado.

—Te queda más de un año en la fábrica, ¿no?

Kazuo se mordió los labios y se quitó la cazadora.

—Vuelvo a Brasil antes de Navidades.

—¿De veras?

—Sí. No tengo por qué quedarme aquí. —Se sentó a la mesa y miró a su alrededor. Masako sintió envidia de la nostalgia que se reflejó en sus ojos al mirar la bandera—. Sólo quería ayudarla. ¿Sus problemas tienen que ver con esto? —le preguntó al tiempo que se sacaba la llave que llevaba colgada del cuello.

—Sí —asintió ella con la cabeza.

—¿Quiere que se la devuelva?

—No —contestó.

Kazuo sonrió aliviado. Era la llave de casa de Kenji. Ella la miró en su palma. Todo había empezado con esa llave. No, no era cierto, había empezado con algo en su interior: su desesperación y sus ansias de libertad, eso era lo que la había llevado hasta ahí.

Metió el sobre en el bolso y se levantó. Kazuo cogió el dinero de encima de la mesa e intentó devolvérselo.

—Quédatelo, por favor —insistió ella—. Es mi manera de darte las gracias.

—Es demasiado —repuso él mientras intentaba meterlo en su bolso.

—Quédatelo —repitió ella—. De todos modos, es dinero sucio. —Al oír esas palabras, Kazuo se detuvo y frunció el ceño. ¿Acaso su conciencia no le permitía aceptarlo?—. Te lo mereces —dijo—, después de trabajar como un condenado en la fábrica. Y, de todos modos, el dinero siempre es sucio. —Kazuo soltó un gran suspiro y dejó el fajo en la mesa, tal vez para no ofenderla—. Me voy. Gracias por todo.

Él la abrazó con delicadeza. Era la primera vez que Masako se encontraba en brazos de un hombre desde aquella noche de verano en que el propio Kazuo la había abordado en la fábrica abandonada, y experimentó una sensación que hacía años que no sentía. Su calor pareció fundirla, abrirla poco a poco. Se echó de nuevo a llorar.

—Tengo que irme —dijo al fin.

Kazuo la alejó de sí, rebuscó en un bolsillo, sacó un papel y se lo alargó.

—¿Qué es?

—Mi dirección en Sao Paulo.

—Gracias —dijo Masako.

Lo dobló con cuidado y se lo guardó en el bolsillo de los vaqueros.

—Venga a verme. En Navidades. La estaré esperando. Prométame que vendrá.

—Te lo prometo.

Masako se calzó sus viejas zapatillas. El aire frío se colaba por la rendija de la puerta. Kazuo se quedó plantado en el recibidor, mirando al suelo y mordiéndose los labios.

—Adiós.

—Adiós —respondió Kazuo, como si ésa fuera la palabra más triste del mundo.

Masako bajó la escalera en silencio, tal como la había subido. Las casas cercanas tenían las persianas bajadas. El barrio estaba dormido. La única luz que había en la calle provenía de las escasas farolas.

Se subió la cremallera de la parka y echó a andar hacia el parking. Salvo sus pasos sobre el pavimento, la noche era silenciosa y solitaria. Al llegar al lugar donde Kazuo había levantado la tapa de la alcantarilla, se detuvo y, después de dudar unos instantes, se sacó del bolsillo el papel con su dirección, lo hizo añicos y lo tiró a la alcantarilla.

Esperaba escapar, pero también se había resignado al hecho de que quizá muriera en el intento. La amabilidad de Kazuo había sido un breve consuelo, pero al otro lado de la puerta que ella misma había abierto le esperaba un mundo más cruel.

Se acercó al parking. Las luces de la garita estaban apagadas: entre las tres y las seis estaba vacía. Aunque Satake hubiera querido esperar a que acabara su turno, sabía que por la mañana habría más gente, de modo que no correría ese riesgo. Antes de entrar en el parking echó un vistazo a su alrededor, pero le pareció desierto. Aliviada, empezó a atravesar el solar, pateando la gravilla suelta sobre la tierra. Al acercarse a su Corolla, vio que algo colgaba del retrovisor derecho. Alargó la mano para tocarlo y soltó un grito: eran las bragas de Kuniko. Se las había dejado en la puerta de su piso, y ahora él le devolvía el favor. Indignada, las arrojó al suelo.

En ese preciso instante, notó un largo brazo que la agarraba por detrás. No tuvo tiempo de gritar. Intentó forcejear, pero el brazo la tenía sujeta con firmeza. Sintió unos dedos cálidos que se cernían sobre su boca, y el brazo, enfundado en el uniforme de guardia de seguridad, le apretaba en la parte inferior del cuello. No podía respirar. Sin embargo, no sentía miedo. No sentía el terror que experimentaba en su sueño. Simplemente, tuvo la extraña sensación de volver a un lugar conocido.

6

Quería fundirse en la oscuridad. Se sentó en el coche con las ventanillas bajadas, esperando a que el aire de la noche lo envolviera por completo. Ésa era la única manera que tenía de relajarse; de hecho, ésa era la sensación que más había echado de menos en prisión: el contacto con el aire fresco.

Tenía los brazos y las piernas entumecidos por el frío, y había empezado a temblar. Si fuera verano estaría amodorrado, pero ahora tenía la mente clara y despejada. Envuelto por la oscuridad, su mano sentía una densidad en el aire imperceptible a la luz del día. Sacó el brazo por la ventanilla y notó la brisa fría.

Esperaba a Masako; aún vestía de uniforme. Había aparcado delante de ella, al fondo del parking, dispuesto a esperarla hasta las seis. Se preguntó cómo reaccionaría cuando, al volver exhausta del trabajo, encontrara las bragas de Kuniko colgando del retrovisor del Corolla. Quería estar presente para ver su rostro, su pelo desgreñado, sus oscuras ojeras.

En el instante en que se disponía a encender un cigarrillo, oyó a alguien caminando por la gravilla. Eran los pasos de una mujer delgada. Guardó el cigarrillo en el bolsillo y contuvo la respiración. Masako había vuelto. Miró unos instantes a su alrededor y, a continuación, satisfecha al comprobar que él no estaba, echó a andar hacia su automóvil sin tomar más precauciones. Satake abrió la portezuela en silencio y salió del coche.

Al ver el regalo que le había dejado, Masako gritó. Consciente de la oportunidad que se le presentaba, Satake se le acercó y la agarró por detrás. Al pasarle el brazo por el cuello, el miedo de ella le atravesó el cuerpo como un fogonazo y se dio cuenta de lo mucho que le atraía.

—No te muevas.

Masako se defendió desesperadamente. Satake le puso el brazo izquierdo en el cuello y con el otro le rodeó el cuerpo. Sin embargo, las uñas de ella se le clavaron en la piel a través del tejido de su uniforme y le propinó una patada entre las piernas. Tuvo que emplear todas sus fuerzas para reducirla, pero al final logró que perdiera la conciencia.

Por fin era suya. Se echó su cuerpo flácido al hombro y volvió al coche en busca de cuerdas y bolsas. ¿Adónde podía llevarla ahora que ya no vivía en el apartamento 412? Sin lugar adonde ir ni tiempo para buscar uno, se dirigió a la fábrica abandonada.

Al llegar a la alcantarilla, vio que la tapa estaba abierta en uno o dos puntos, de modo que encendió su linterna para ver por dónde pisaba. El agua sucia brillaba bajo sus pies. La tapa de hormigón tembló bajo el peso de ambos, pero no cedió y Satake logró atravesar la alcantarilla. Al llegar a la fábrica, dejó el cuerpo de Masako en unas hierbas secas y comprobó la persiana oxidada. Empujó con todas sus fuerzas y consiguió alzarla unos centímetros, pero el chirrido asustó a Masako, que se revolvió inquieta. Finalmente, decidió levantarla lo justo para colarse por debajo e introducir a Masako después.

El edificio estaba vacío y helado, y olía a moho. Enfocó la linterna a un lado y a otro. Parecía un enorme ataúd de hormigón. Sin embargo, cerca del techo había una hilera de ventanas por las que la luz se filtraría al amanecer.

Al parecer, había sido una fábrica de cajas de comida, de la que sólo quedaban las planchas metálicas de una vieja cinta transportadora y una plataforma de carga frente a un mostrador. Satake esbozó una leve sonrisa, pensando que las planchas frías serían un lugar ideal para atar a Masako.

Ella seguía inconsciente. La alzó y la depositó en la larga rampa metálica. Indefensa, con la boca ligeramente abierta, parecía una paciente anestesiada a punto de ser operada.

Satake le quitó la parka y le rasgó la chaqueta del chándal. A continuación, le sacó las zapatillas y los calcetines y los tiró al suelo. Mientras intentaba quitarle los vaqueros, ella empezó a volver en sí, tal vez al sentir el metal frío sobre su piel. Sin embargo, estaba desorientada, desconocía dónde estaba o qué le había sucedido.

—Masako Katori —dijo Satake enfocándola con la linterna.

Deslumbrada, apartó los ojos del haz de la linterna y alargó los brazos, buscándolo.

—¡Desgraciado!

—Lo que tienes que decir es: «¡Me has pillado, cabrón!» —dijo Satake inmovilizándole los brazos contra la rampa—. Venga, dilo.

—¿Por qué?

—Porque sí.

Satake bajó la guardia unos instantes, y Masako le dio una patada en la entrepierna. Mientras él se retorcía de dolor, Masako se revolvió y bajó de la rampa con un movimiento sorprendentemente ágil para una mujer de su edad. A continuación, logró liberarse de él y desapareció en la oscuridad de la fábrica.

—¡No creas que vas a escapar! —le avisó Satake al tiempo que la buscaba con la linterna, cuya luz era demasiado débil para un espacio de aquellas dimensiones.

Finalmente decidió hacer guardia ante la persiana y esperar. Si bloqueaba la salida, tarde o temprano la atraparía. Además, la situación era de su agrado: cuanto más se le resistía, más se excitaba. Su testarudez incrementaba su odio y su placer a partes iguales.

—¡Ríndete, Masako!

Su voz resonó por todo el edificio. Al cabo de unos instantes, escuchó la respuesta de Masako.

—No pienso rendirme. Quiero saber por qué me persigues.

Al parecer, estaba en algún rincón alejado de la entrada.

—Por lo que me hiciste.

—Entonces, ¿por qué no persigues a Yayoi?

—Ya lo he hecho.

—¿Cómo?

Su voz temblaba, a causa del miedo o el frío. Iba descalza y sólo llevaba puesta una camiseta. Debía de estar congelada. Satake se acercó con sigilo a la rampa, cogió la ropa que le había quitado y la tiró a un rincón para asegurarse de que no pudiera recuperarla. En ese momento, volvió a escuchar su voz en la oscuridad.

—Te llevaste su dinero, ¿no? ¿No tienes suficiente? ¿Por qué vas sólo a por mí?

—No lo sé —murmuró Satake girándose hacia la dirección de donde provenía su voz.

—¿Porque perdiste tus negocios?

—En parte —respondió él.

»Pero también porque eres la única que conoce al verdadero Mitsuyoshi Satake, la única que ha logrado romper la coraza que me había construido a lo largo de estos años.

—Pero no es sólo eso —dijo Masako, con la voz más serena—. Te intereso, ¿verdad? —Esta vez no respondió, pero echó a andar hacia el lugar de donde procedía la voz—. Es curioso. Tengo cuarenta y tres años. A esta edad los hombres ya ni te miran, y además nunca he sido una mujer atractiva. Tiene que haber otro motivo.

La pesada bota de Satake golpeó una lata de aluminio, lo que produjo un gran estruendo. Masako no dijo nada más. Satake aguzó el oído, intentando adivinar dónde se había escondido.

Oyó un leve ruido detrás de él, y se volvió para buscarla hacia el otro lado del edificio. La vio alzar la persiana de la plataforma de carga y, corriendo a toda prisa, consiguió atraparla cuando ya tenía medio cuerpo fuera.

La cogió por las piernas, la arrastró hacia dentro y, sin pensarlo dos veces, le dio un par de bofetadas. Después de caer al sucio suelo de hormigón, la enfocó con la linterna para verle la cara. Ella se echó el pelo hacia atrás y lo miró a los ojos. Era la misma expresión que vio en la anterior ocasión. La agarró del pelo y la obligó a levantarse.

—Eres un cabrón —le espetó.

—Sí, lo soy —dijo él mirando sus ojos furiosos—. Te he estado esperando.

—Tú sueñas —le dijo ella con voz firme.

—No, no sueño —respondió él sin apartar la mirada de su rostro.

No tenía los rasgos tan marcados como los de la otra mujer. Quien lo observaba ahora con esos ojos llenos de hostilidad era Masako Katori. Su rostro era diferente del de la otra mujer: los labios de Masako eran más finos y más severos. Sin embargo, su mirada era idéntica. El corazón de Satake se inundó de alegría y de expectativa, como una oleada creciente. ¿Hasta dónde lo llevaría? ¿Finalmente iba a sentir todo el placer que había mantenido encerrado en el fondo de su corazón? ¿Iba por fin a enseñarle lo que había significado esa primera experiencia?

Le arrancó la camiseta y la dejó en bragas y sostén.

—Basta —le ordenó ella—. Mátame ya.

Sin hacerle caso, le quitó la ropa interior. Al quedarse desnuda, ella volvió a forcejear, pero él la cogió de los brazos y, después de echársela al hombro, la llevó de nuevo a la rampa y la inmovilizó. Al sentir su peso encima, a Masako se le cortó la respiración y se desvaneció. Satake cogió la cuerda que había traído consigo, le ató un extremo a cada muñeca y estiró sus brazos por encima de la cabeza para anudarlos a la rampa.

—¡Está helado! —exclamó ella retorciéndose al contacto con el gélido metal.

Satake la observó unos segundos a la luz de la linterna. Tenía un cuerpo flaco y unos pechos diminutos. Empezó a desnudarse poco a poco.

—Puedes gritar lo que quieras —le dijo—. Nadie vendrá en tu ayuda.

—Quizá no lo sepas, pero están derruyendo el edificio de al lado.

—No digas bobadas —repuso él dándole otra bofetada.

Había querido controlar su fuerza, pero la cabeza de Masako se fue bruscamente hacia un lado. Si no actuaba con cuidado, la mataría antes de lo previsto. Tampoco quería que perdiera la conciencia. La miró preocupado unos instantes, pero ella se volvió con un hilo de sangre en los labios y le dirigió una mirada de desprecio.

—Acaba conmigo de una vez.

La otra mujer había sido igual de insistente, gritándole que la matara mientras él le pegaba. Su excitación iba in crescendo mientras su cabeza oscilaba entre ambas mujeres, entre el sueño y la realidad, como transportado por un ascensor a gran velocidad. Se inclinó hacia delante y mordió sus labios sanguinolentos. Al oír a Masako mascullar varios insultos entre dientes, le abrió las piernas a la fuerza.

—Estás seca.

—¡Desgraciado!

Ella se resistió desesperadamente, intentando mantener las piernas cerradas y deshacerse de él, pero él era más fuerte y la penetró. Sintió un calor intenso, pero gritó de dolor, quizá por estar demasiado seca. Al ver su expresión tímida, Satake advirtió que tenía menos experiencia de la que había imaginado. Empezó a moverse con lentitud. No había estado con una mujer desde aquel lejano día de Shinjuku. El sueño oscuro que mantenía oculto en el fondo de su corazón empezó a derretirse, emergió a la superficie y se convirtió en algo real, le prometía llevarlo a algún lugar. Al cielo y al infierno. Estaba convencido de que al alcanzar el orgasmo con Masako podría llenar el espacio abierto entre ambos. Había nacido para eso, y para eso estaba dispuesto a morir. Pero entonces, de repente y demasiado pronto, se corrió.

—¡Pervertido! —exclamó Masako escupiéndole saliva ensangrentada.

Él jadeó, se limpió con la mano la saliva de la mejilla y la restregó en las de ella. A continuación, le mordió un pecho a modo de castigo. Ella intentó gritar, pero el sonido murió en su garganta antes de llegar a sus dientes castañeteantes a causa del frío. Por las ventanas del techo se filtraba la primera luz del alba.

A medida que el sol se encaramaba por el cielo, la fábrica empezó a llenarse de luz.

Los detalles del interior empezaron a cobrar vida. El revestimiento de la pared estaba descascarillado y podía verse el hormigón entre los desconchones. Los tabiques que habían separado la cocina de los lavabos se habían venido abajo, dejando al descubierto los inodoros y los grifos. El suelo estaba lleno de latas de aceite y cubos de plástico, mientras que cerca de la entrada se alzaba una montaña de latas de refrescos. Con todo, no dejaba de ser un enorme ataúd de hormigón.

Satake se volvió al oír un ruido. Un gato había entrado en la fábrica, pero al verlo huyó como alma que lleva el diablo. Debía de haber ratas. Se sentó en el suelo, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Alzó la vista y observó a Masako, que se retorcía en la fría rampa y temblaba de pies a cabeza. En menos de una hora, la luz los alcanzaría, y entonces volvería a violarla, esta vez mirándola a la cara. O eso era lo que esperaba.

—¿Tienes frío? —le preguntó.

—Sí.

—Pues tendrás que esperar.

—¿A qué?

—A que te toque el sol.

—¡Imposible! ¡Estoy helada! —gritó con rabia, arrastrando las palabras a causa de la paliza.

Tenía las mejillas y el labio inferior hinchados. Incluso desde su posición, Satake podía ver que tenía la piel de gallina, y recordó la idea de rebanar esas pequeñas protuberancias con una navaja. Pero aún no. Mejor dejarlo para el final.

Se imaginó la hoja fina y afilada hundiéndose en su cuerpo. ¿Le provocaría el mismo placer que diecisiete años atrás? Aquella emoción le había obsesionado desde entonces, y deseaba experimentarla de nuevo. Sacó una funda negra de su bolsa y la dejó en el suelo.

Los rayos de sol alcanzaron por fin el cuerpo de Masako. Al sentir su caricia, Masako se relajó y su piel pálida recobró el color, como si su cuerpo sufriera un proceso de deshielo. Satake se le acercó.

—En tu fábrica también hay una rampa como ésta, ¿verdad? —Masako lo miró en silencio—. ¿La hay o no? —insistió él cogiéndola del mentón.

—No voy a responder.

Tenía demasiado frío para hablar, pero sus palabras rezumaban rabia.

—Seguro que nunca imaginaste que ibas a estar atada a una igual. —Masako miró hacia otro lado—. Dime, ¿cómo se descuartiza un cadáver? ¿Así? —preguntó mientras la cogía del cuello y deslizaba un dedo hasta la entrepierna. La presión de su dedo le dejó una línea morada en su piel fría—. ¿Cómo se te ocurrió la idea de descuartizarlo? ¿Qué sentiste al hacerlo?

—¿Y a ti qué te importa?

—Eres como yo. Has llegado demasiado lejos para volver.

Ella lo miró a los ojos.

—¿Qué hiciste?

—Abre las piernas —le ordenó haciendo caso omiso de su pregunta.

—No.

Masako cerró las piernas con fuerza, y cuando él se inclinó para abrirlas, le propinó un rodillazo en la cara. Él lo intentó de nuevo, encantado de que ella aún pudiera oponer resistencia. El sol invernal brillaba en su cara. Al ver sus ojos cerrados y sus dientes apretados, intentó abrírselos.

—Mírame.

—No.

—Te los voy a arrancar —la amenazó apretándole las órbitas.

—Si son para verte a ti, prefiero que me los arranques.

Cuando Satake apartó las manos de sus ojos, Masako separó un ápice los párpados, y dejó entrever unos ojos llenos de rabia.

—Muy bien, ódiame más.

—¿Por qué? —preguntó ella, como si en verdad quisiera saberlo.

—Me odias, ¿no es así? Del mismo modo en que yo te odio a ti.

—Pero ¿por qué?

—Porque eres una mujer.

—Entonces mátame —le suplicó.

Seguía sin entender, pensó Satake. La otra lo había entendido perfectamente, pero con ésta no había manera. Irritado, la abofeteó de nuevo.

—Eres un bestia —le espetó ella—. Estás enfermo.

—Pues claro que lo estoy —respondió él acariciándole el pelo—. Y tú también. Lo supe desde el momento en que te vi.

Masako no contestó, pero lo miraba con odio. Él la besó por primera vez, saboreando su sangre salada. Las cuerdas le habían rasgado la piel de las muñecas y había empezado a sangrar, igual que la otra vez.

Satake alargó el brazo para coger la navaja que había dejado en el suelo. La desenfundó con una mano y la dejó sobre el metal, junto a la cabeza de Masako, que gritó al percibir el frío y el peligro del objeto.

—¿Tienes miedo?

Masako cerró los ojos; temblaba de pies a cabeza. Satake le abrió los párpados para ver el miedo o el odio que la dominaban, y la penetró de nuevo, con desesperación. Pero ¿qué era lo que buscaba? ¿A la otra mujer? ¿A Masako? ¿Acaso se buscaba a sí mismo? Ya no sabía si vivía un sueño o la realidad. Pese a haber perdido la noción del tiempo, sintió que poco a poco su cuerpo se fundía con el de la mujer con la que estaba copulando. Su placer se convertía en el de ella, y el de ella en el de él.

Si llegaban al final, se desvanecería, desaparecería de este mundo. Pero le daba igual: nunca había pertenecido a él.

Sentía un irresistible deseo de unirse a ella, de fundirse con ella. Mientras le besaba los labios con violencia, se dio cuenta de que ella lo miraba con la misma intensidad.

—¿Te gusta? —dijo con un tono de voz rayando en la ternura.

Masako profirió un grito ahogado, pero no respondió. Iban a correrse a la vez. Cuando ella estaba a punto de llegar al orgasmo, Satake cogió la navaja. Tenía que penetrarla aún más. Sentía algo en su interior, una especie de calor que se propagaba por todo su cuerpo. Iba directo al cielo.

—Por favor… —susurró ella.

—¿Qué?

—Corta las cuerdas.

—No.

—Si no lo haces, no puedo correrme —le suplicó en un susurro—. Quiero correrme contigo.

Estaba a punto de llegar al orgasmo, de modo que no había ningún peligro. Satake alargó la mano y cortó las cuerdas. Ella lo rodeó con sus brazos y se aferró a su espalda. Él le cogió la cabeza. Nunca lo había hecho de esa manera. Las uñas de Masako se clavaron en su espalda y sus cuerpos se movieron a la vez. Cuando estaba a punto de llegar al final, Satake soltó un grito, sintiendo que finalmente había superado el odio que lo corroía, y buscó de nuevo la navaja.

En ese momento vio la hoja brillando a su espalda. Masako se había hecho con ella y estaba a punto de utilizarla. La cogió del brazo y, tras forcejear para tirar la navaja al suelo, le dio un puñetazo brutal en la cara.

Ella se quedó tumbada sobre un costado, con las manos en el rostro.

—¡Zorra! Tendremos que empezar de nuevo —le gritó Satake jadeando y bajando de la rampa.

Achacaba su rabia no tanto al hecho de que Masako hubiera intentado matarlo como a que hubiera arruinado el placer que tanto le había costado recuperar. Además, estaba decepcionado porque ella no hubiera querido compartir sus sentimientos.

Masako se había desmayado. Él le tocó el punto de la mejilla donde la había golpeado. Si volvía a apiadarse de ella no sería capaz de matarla, y nunca vería colmada su profunda necesidad. Se llevó las manos a la cabeza. Ella tenía razón: era un enfermo.

Masako despertó al poco tiempo.

—Déjame ir al lavabo —dijo con la cabeza ladeada y temblando violentamente.

Le había pegado demasiado fuerte. Si no se controlaba, la mataría antes de lograr su objetivo.

—Adelante.

—Tengo frío —dijo ella al tiempo que se incorporaba.

Se agachó lentamente, recogió su parka y se la puso sobre los hombros desnudos. Satake la siguió hasta el rincón donde habían estado los viejos lavabos de la fábrica. No había tabiques ni pilares, sólo tres tazas que parecían surgidas de la nada. Estaban sucias y mugrientas, y era imposible saber si la instalación de agua funcionaba, pero Masako se sentó en la más próxima, como si las fuerzas la hubieran abandonado e, ignorando la mirada de Satake, empezó a orinar.

—¡Date prisa!

Se levantó lentamente y, con las piernas temblorosas, echó a andar de nuevo hacia la rampa. A los pocos pasos, tropezó con una lata de aceite y puso las manos en el suelo para no caerse de bruces. Satake se le acercó y, cogiéndola del cuello de la parka, la obligó a ponerse en pie. Ella se metió las manos en los bolsillos de la parka y se quedó ahí plantada, medio aturdida.

—¡Venga, date prisa! —dijo él alzando la mano en ademán de golpearla de nuevo.

Pero antes de que pudiera abofetearla, notó algo frío en la mejilla, como la caricia de un dedo helado. ¿Había sido el dedo de Masako? Al creer que le había tocado un fantasma, miró a su alrededor y se llevó la mano a la mejilla. La sangre manaba a borbotones de una profunda herida.

7

Mucho antes, cuando todo había empezado, Masako se había quedado tendida, inmóvil, sintiendo cómo el frío se apoderaba de ella. Su cuerpo respondía a los estímulos, pero su cerebro estaba embotado, como si se encontrara en un mundo incomprensible.

Se esforzó por abrir los párpados y vio un oscuro vacío que parecía extenderse hasta donde le alcanzaba la vista. Se encontraba en un agujero húmedo y oscuro. En lo alto veía una luz tenue. El cielo. Su brillo apenas visible se filtraba por la hilera de ventanucos del techo. Recordó que sólo unas horas antes había visto ese cielo sin estrellas.

Poco a poco recuperó el olfato, y con él los olores conocidos: a humedad, a hormigón y a moho. No tardó en darse cuenta de dónde se encontraba: la fábrica abandonada.

Pero ¿por qué tenía las piernas al descubierto? Se pasó las manos por el cuerpo y vio que sólo llevaba puestas una camiseta y la ropa interior. Tenía la piel seca y helada como una roca, como si ya no le perteneciera. De pronto, una luz intensa la deslumbró y alzó la mano para evitarla.

Satake pronunció su nombre. La había atrapado. Al recordar cómo la había asaltado en el parking, soltó un gemido de desesperación. Estaba dispuesto a divertirse con ella y a acabar con su vida. Cuando por fin vislumbraba su salida, había quedado atrapada en un mundo de pesadilla.

Furiosa por su propia falta de atención, miró hacia la luz y gritó.

—¡Desgraciado!

De inmediato, él replicó con una extraña orden:

—Deberías decir: «¡Me has pillado, cabrón!»

Y entonces se dio cuenta de que había caído en una fantasía suya, que intentaba revivir alguna experiencia que le había sucedido en el pasado. Poco a poco fue consciente del horror que entrañaba esa situación: la venganza de Satake guardaba relación con su propio pasado, no con Kenji. Había acertado al decirle a Yayoi que habían despertado a un monstruo.

A los pocos segundos, consiguió darle una patada en la entrepierna y, tras deshacerse de él, se ocultó en la oscuridad. Mientras huía, sólo deseaba una cosa: desaparecer, esconderse y que nadie la encontrara jamás. Satake le provocaba un miedo casi ancestral, parecido al que la noche provoca a los niños. Pero no huía sólo de él: también huía de algo encerrado en su propia oscuridad y que la presencia de ese hombre había reavivado.

Los desechos esparcidos por el suelo le laceraban las plantas de los pies: fragmentos de hormigón, piezas metálicas, bolsas de plástico y otros objetos que no podía identificar pero que quedaban aplastados bajo su peso. Pero no era momento de preocuparse por eso. Siguió corriendo en la oscuridad, evitando el haz de la linterna, en busca de una salida.

—¡Ríndete, Masako! —gritó su voz cerca de la entrada.

Ella le respondió que no pensaba hacerlo. Él no quería contarle lo que quería, si bien Masako estaba convencida de que no se trataba sólo de venganza. Le hubiera gustado saber qué lo impulsaba a actuar. Cuando su voz volvió a escucharse a través del ambiente húmedo de la fábrica, ella imaginó la expresión de su cara.

Algo le dijo que se movía, tomando su voz como referencia para localizarla, y decidió acercarse a la plataforma de carga sin que él se diera cuenta. Intentaría abrir la persiana oxidada. Mientras tanto, Satake enfocaba su linterna a un lado y otro, como si jugara al escondite. Ella llegó a la plataforma y, subiéndose al mostrador de hormigón, levantó la persiana sin importarle el ruido que pudiera hacer. Tenía la libertad al alcance… siempre y cuando pudiera salir a tiempo. Deslizó la cabeza y los hombros por la abertura, y por unos instantes olió el aire del exterior, impregnado por la densa fetidez de la alcantarilla.

Pero él la atrapó, la arrastró de nuevo hacia dentro y le pegó; no sintió un dolor real, sólo una enorme decepción por haber llegado tan lejos, a un suspiro de la libertad, y haberla perdido para siempre. Además, había algo que la aterrorizaba: el hecho de no saber por qué Satake iba sólo a por ella y no a por sus compañeras.

Ahora estaba atada a las planchas de la vieja cinta transportadora. Antes de que su piel tuviera tiempo de calentar el metal, sintió que el frío le entraba por ambos costados y le robaba el calor acumulado. Nunca había sentido tanto frío, pero aun así no estaba dispuesta a rendirse. Mientras permaneciera con vida, combatiría el frío, así que empezó a retorcerse con la esperanza de que el movimiento pudiera calentar su cuerpo. Si no lo hacía, su espalda se quedaría pegada al metal.

Él la abofeteó de nuevo en la cara. Mientras gemía de dolor, lo miró a los ojos en busca de un signo de locura, consciente de que si lo estaba, sólo le quedaba resignarse a su suerte. Pero no estaba loco. No se trataba de un simple juego ni de una simple paliza. La pegaba para que lo odiara. Por algún motivo que no alcanzaba a comprender, necesitaba que ella lo despreciara con toda su alma, y sólo la mataría cuando llevara su odio al límite.

Cuando él la penetró, Masako se sintió humillada por el hecho de que su primer acto sexual en años fuera una violación y porque un hombre pudiera satisfacer sus deseos de esa manera con una mujer de su edad. Pocas horas antes, Kazuo la había abrazado de un modo totalmente distinto y había hallado consuelo, pero el contacto con Satake sólo le provocaba repulsión. En ese instante entendió que el acto sexual podía ser una fuente de odio: lo odiaba como hombre del mismo modo que él la odiaba como mujer.

Masako era consciente de que Satake estaba inmerso en un sueño, en una interminable pesadilla que sólo él podía entender, y de que ella no era sino un objeto de su fantasía. Durante unos minutos se preguntó cómo podía escapar del sueño de alguien, pero finalmente concluyó que lo más importante era entenderlo, adivinar cuál iba a ser su próximo paso. Si no lo hacía, su sufrimiento sería en vano. Tenía que averiguar qué le había sucedido. Mientras Satake se abalanzaba sobre ella, miró al vacío: la libertad se encontraba a su espalda.

Cuando él hubo terminado, lo insultó diciéndole que era un pervertido, si bien sabía que no lo era. No era ni un pervertido ni un loco, sino un alma en pena que buscaba algo desesperadamente, y si creía que podía encontrarlo en ella, quizá pudiera seguirle el juego… y salir con vida.

Esperó con impaciencia a que el sol entrara en la fábrica y la reconfortara. El frío era insoportable y doloroso de un modo que nunca había imaginado. Durante un rato había intentado moverse para calentarse, pero ahora su cuerpo temblaba de manera incontrolable, como si tuviera convulsiones.

Con todo, el aire gélido de la fábrica quizá no se calentara hasta que el sol estuviera en lo alto, y Masako se preguntó si podría resistir hasta entonces. No quería rendirse, pero empezaba a asumir que moriría congelada.

Para distraerse de los espasmos que la atenazaban, miró a su alrededor. El esqueleto de la fábrica era como un enorme ataúd. Llevaba dos años pasando casi cada noche por ese lugar camino a su trabajo. No pudo evitar pensar que estaba destinada a morir ahí, que ése era el cruel destino que la esperaba al otro lado de la puerta que había abierto con tanta determinación. «Socorro», dijo para sí. Pero el socorro que esperaba no era el de Yoshiki o el de Kazuo, sino el de Satake, el del hombre que la estaba torturando.

Se volvió para mirarlo. Estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, mirando su cuerpo tembloroso, pero no parecía divertirse; parecía mantenerse a la espera.

Pero ¿qué esperaba? Masako escrutó su rostro a través de la oscuridad. De vez en cuando miraba los ventanucos, como si aguardara la llegada del amanecer. También temblaba, pero estaba desnudo, como si el frío no le importara.

Al notar su mirada, alzó la cabeza. Sus ojos se encontraron en la pálida luz. Irritado, encendió su mechero y se lo acercó a la cara unos instantes, antes de prender fuego a un cigarrillo. Súbitamente, Masako supo que aguardaba a que la estancia se iluminara para poder ver lo que tanto deseaba contemplar y, cuando lo hubiera visto, matarla. Cerró los ojos.

Al cabo de unos minutos percibió un movimiento en el aire y, al abrirlos, vio a Satake de pie, sacando algo de su bolsa. Era una funda negra; tal vez contuviera la navaja con que se disponía a matarla. Al verla, el frío que sentía en la espalda se intensificó.

Finalmente, el sol se filtró por las ventanas y sintió cómo se abrían los poros cerrados de su piel; de nuevo pudo respirar con regularidad. Si lograba que el cuerpo se le calentara un poco, intentaría dormir un rato. Pero entonces se acordó de la navaja y sonrió para sí. ¿De qué le serviría si hiciera lo que hiciese estaba dispuesto a matarla?

Normalmente, a esa hora salía de la fábrica y regresaba a su casa para preparar el desayuno o poner una lavadora. Entonces, cuando el sol ya estaba lo suficientemente alto en el cielo, tenía que dormir. ¿Qué pensarían Yoshiki y Nobuki al comprobar que había desaparecido? Independientemente de si moría ahí mismo o lograba escapar, para ellos ya había desaparecido. De hecho, Yoshiki admitió que no iría a buscarla. Mejor así, pensó Masako, consciente de lo lejos que había llegado.

Cuando hubo suficiente luz, Satake intentó acercarse a ella.

—En tu fábrica también hay una rampa como ésta, ¿verdad? —le preguntó, aparentemente divertido por la broma.

Ella seguía atada a las planchas metálicas, como si fuera un ingrediente más a punto de ser introducido en una caja, pero intentaba no dejar traslucir su miedo. Satake tenía razón: nunca había imaginado estar atada a una cinta transportadora como ésa. Yoshie, que era quien controlaba la velocidad de la cinta, había encontrado una salida, pero ella no.

—Dime, ¿cómo se descuartiza un cadáver? —le preguntó mientras deslizaba un dedo desde su mentón hasta la entrepierna, fingiendo diseccionarla. Ella gritó al sentir dolor en su piel fría—. ¿Cómo se te ocurrió la idea de descuartizarlo? ¿Qué sentiste al hacerlo? —Masako se dio cuenta de que Satake intentaba reavivar su odio—. Eres como yo. Has llegado demasiado lejos y ahora no puedes regresar al punto de partida.

Tenía razón: no había vuelta atrás. Las puertas se habían cerrado a su paso; primero la que se había cerrado el día en que descuartizaron a Kenji. Sin embargo, ¿qué le había pasado a Satake para actuar de ese modo? Lo miró a los ojos y vio una oscura laguna… ¿o era más bien un vacío?

De pronto, él le introdujo un dedo helado entre las piernas, y Masako soltó un grito. Y al penetrarla por segunda vez, su cuerpo quedó sorprendido por la calidez de Satake, como si agradeciera la presencia de una fuente de calor más potente que la tenue luz del sol. Su miembro duro y cálido empezó a derretir su frialdad desde dentro. Ese punto de contacto entre ambos era sin duda el lugar más cálido de toda la fábrica. A Masako le incomodaba que su cuerpo fuera capaz de sentir placer con tanta facilidad, y no estaba dispuesta a que Satake supiera que lo había aceptado. Volvió a cerrar los ojos; él lo interpretó como un signo de rechazo.

—¡Abre los ojos! —le ordenó apretándole las órbitas.

«Si quiere arrancármelos, que lo haga —pensó Masako—. Así no sabrá que mi cuerpo ha reaccionado a sus embestidas.» Lo odiaba con toda el alma, y le horrorizaba pensar que pudiera adivinarlo si la miraba a los ojos.

Él le dijo que la odiaba porque era una mujer. Si eso era cierto, ¿por qué la había violado? Había vuelto a pegarle para reavivar su repulsión, pero lo único que ella experimentó fue pena por un hombre que necesitaba ser odiado para poder sentir placer. Su pasado empezaba a cobrar forma entre las brumas.

—Eres un bestia —le espetó ella—. Estás enfermo.

—Pues claro que lo estoy —respondió él—. Y tú también. Lo supe desde el momento en que te vi.

Saber que había sido su parte oscura lo que lo había atraído hacia ella hizo que lo odiara con más fuerza. Satake seguía moviéndose dentro de ella. De pronto le besó los labios, y fue entonces cuando Masako adquirió plena conciencia de lo desesperado que estaba por poseerla. Alargó la mano para coger la navaja, la desenfundó y la dejó junto a su cabeza. Masako cerró los ojos instintivamente al sentir tan cerca el frío metal, pero Satake la obligó a abrirlos y la miró a la cara. Ella le aguantó la mirada, dispuesta a clavarle la navaja en cuanto pudiera, del mismo modo en que él le había clavado su miembro.

La luz del día había iluminado completamente la fábrica, pero en los ojos de Satake se reflejaba una luz diferente a la del sol: el primer indicio de que Masako empezaba a ser real para él, de que empezaba a conmoverlo. Sin embargo, no parecía tratarse de un sentimiento duradero. Del mismo modo en que ella había querido morir en sus manos, él deseaba otro tanto. Ahora ya lo entendía todo.

Masako supo cómo el sueño en el que Satake había estado atrapado empezaba a disiparse. Se hallaba más cerca del mundo real. Sus cuerpos se unieron y sus ojos se encontraron. Al ver su imagen reflejada en ellos, la invadió una oleada de placer. No le hubiera importado morir en ese mismo instante, pero la presencia de la navaja cerca de su rostro la devolvió a la realidad.

Él le pegó hasta que perdió el sentido; al recobrar el conocimiento sentía un dolor nauseabundo en la mandíbula. Satake la observaba furibundo. Ella lo había echado todo a perder en el preciso instante en que él se disponía a llegar al punto que tanto había anhelado.

Masako le dijo que tenía que ir al lavabo. Cuando Satake le dio permiso, bajó las piernas al suelo y se incorporó. No sabía cuánto tiempo llevaba maniatada. La sangre volvió a fluir por sus extremidades, y sintió que el embotamiento se transformaba en dolor, y el dolor en llanto. Se agachó para recoger su parka, se la arrojó a los hombros y cerró los ojos, esperando a que su piel se acostumbrara al frío tejido. Satake la observaba en silencio.

Se dirigió hacia los lavabos que había en un rincón de la fábrica, pero tenía las piernas rígidas y le costaba horrores dar un paso. Un objeto punzante se le clavó en la planta del pie, pero no sintió dolor. Al llegar al lavabo, se sentó en la primera taza y orinó, ignorando la atenta mirada de Satake. Dejó que la orina le mojara los dedos; le provocaba punzadas de dolor en la piel aterida de frío. Tras ahogar un gemido, se levantó, se metió las manos en los bolsillos y volvió junto a Satake.

—¡Date prisa! —le gritó.

Ella tropezó con una lata de aceite y cayó al suelo. Al ver que le costaba levantarse, Satake la agarró por el cuello de la parka, como si fuera una cría de gato, la obligó a incorporarse, impaciente por que volviera a la mesa de tortura. Las manos de Masako, aún en sus bolsillos, empezaban a recobrar el calor, aunque sus dedos aún temblaban.

—¡Venga, date prisa! —insistió él.

Ella cerró la palma sobre algo y, cuando él levantó la mano para pegarle de nuevo, sacó la mano del bolsillo y le rasgó la mejilla con el bisturí que había encontrado en el interior del mismo. Satake alzó los ojos unos instantes, confuso, y a continuación se llevó la mano al rostro. Masako contuvo la respiración mientras observaba cómo la sangre manaba a borbotones. El bisturí había hecho una profunda incisión en su mejilla izquierda. Desde la comisura del ojo hasta la barbilla.

8

Satake cayó de espaldas y quedó sentado en el suelo.

Tenía la mano adherida al rostro y la sangre le fluía a través de los dedos. Masako soltó un alarido, impulsada por una sensación de pérdida irreparable.

—Me has jodido —murmuró Satake escupiendo la sangre que se le acumulaba en la boca.

—Ibas a matarme —repuso ella. Él separó su mano de la mejilla y se quedó mirándola—. Quería darte en el cuello, pero tengo la mano dormida.

Sin embargo, su mente y su boca parecían funcionar por cuenta propia. Al ver que todavía tenía el bisturí en la mano, lo arrojó al suelo y rebotó con un ruido hueco. Antes de salir de casa había cogido el bisturí que le había proporcionado Jumonji, lo había clavado en un tapón de corcho y se lo había guardado en el bolsillo.

—Eres especial —le dijo Satake hablando con dificultad—. Debería haber dejado que me mataras… Hubiera sido bonito…

—¿Querías matarme?

—No lo sé… —dijo él negando con la cabeza y mirando hacia el techo.

La luz que se colaba por los ventanucos era cegadora y proyectaba hileras de polvo en suspensión que unían el techo con el suelo de hormigón, como si fueran los focos de un teatro. Masako desvió la vista hacia el punto en que él tenía enfocada la mirada. Aún temblaba, pero ya no era a causa del frío sino porque era consciente de que había sesgado la vida de Satake con sus propias manos. Al otro lado de los ventanucos se extendía un cielo azul pálido; un nuevo día estaba a punto de empezar, como si no hubiera pasado nada, como si los horrores de esa noche jamás hubieran acontecido. Satake observó el charco de sangre que se había formado a sus pies antes de añadir:

—No quería matarte… Sólo verte morir.

—¿Por qué?

—Porque entonces te hubiera querido.

—¿Sólo entonces?

Él la miró a los ojos.

—Creo que sí.

—No te mueras… —murmuró ella.

En sus ojos apareció un ligero rastro de sorpresa. La sangre que manaba de su rostro había teñido su cuerpo de rojo, y él había empezado a gemir de dolor.

—Yo maté a Kuniko… —dijo—, y a otra mujer que se parecía a ti. Al acabar con su vida, algo dentro de mí murió también. Por eso, al verte, pensé que no me importaría morir de nuevo…

Masako se quitó la parka para poder abrazarlo mejor. Tenía el rostro abotargado y amoratado, era consciente que debía de tener un aspecto horrible, pero no le importaba.

—Yo estoy viva —dijo—. No te mueras.

—Es demasiado tarde —repuso él casi aliviado. Su cuerpo se estremecía. Ella acercó su cara a la herida para examinarla. Era enorme y profunda; juntó la piel y la mantuvo unida—. Es inútil —dijo él—. Me has seccionado una arteria.

Sin embargo, Masako se resistía a rendirse y seguía aguantándole la cara mientras la vida se le iba poco a poco. Volvió a mirar a su alrededor: se habían encontrado en ese enorme ataúd, se habían comprendido y ahora tenían que despedirse.

—¿Me das un cigarrillo? —le pidió él con un susurro.

Masako cogió los pantalones de él, sacó un cigarrillo del bolsillo, se lo puso en los labios y lo encendió. En pocos segundos quedó empapado en sangre, pero Satake logró extraer una delgada columna de humo.

Masako se arrodilló frente a él y lo miró a la cara.

—Te llevaré a un hospital.

Satake sonrió levemente. Debía de tener también algún tendón seccionado, porque su sonrisa no fue más que un movimiento apenas perceptible en la parte del rostro que no tenía bañada en sangre.

—La mujer a quien maté dijo lo mismo… Debe de ser el destino…

El cigarrillo cayó de sus labios y chisporroteó en el charco de sangre. Satake cerró los ojos, se había abandonado a su suerte.

—Venga, vamos.

—Si vamos a un hospital, acabaremos en la cárcel.

Tenía razón. Si salían de la fábrica, todo el peso de la ley caería sobre ellos.

Satake empezó a sufrir convulsiones y ella lo abrazó con más fuerza. Cuando sus cabezas se juntaron, notó que su piel había empezado a enfriarse.

—Me da igual —dijo ella—. Quiero que sobrevivas.

—¿Por qué? —preguntó él en voz baja—. Después de lo que te he hecho…

—Si mueres, también yo moriré. No podré seguir viviendo.

—Yo lo he hecho.

Satake cerró los ojos.

Masako intentaba taponarle la herida y detener la hemorragia, pero él parecía estar cada vez más lejos. Finalmente entreabrió los ojos y le preguntó de nuevo:

—¿Por qué quieres que sobreviva?

—Porque te entiendo —respondió Masako—. Somos iguales, y quiero que vivamos los dos.

Cuando se inclinó para besarle los labios ensangrentados, él la miró con ojos serenos. Entonces, como si no estuviera habituado a hablar con esperanza, dijo con voz vacilante:

—Nunca lo había pensado… pero con cincuenta millones… Si lográramos llegar hasta el aeropuerto de Narita, quizá podríamos salvarnos.

—Me han dicho que en Brasil se vive bien.

—¿Me llevas contigo?

—Claro. Yo tampoco tengo adonde volver.

—Ni adonde ir… ni adonde volver… —dijo Satake. Masako miró sus manos ensangrentadas—. Seremos libres —añadió en un murmullo.

—Sí, libres —confirmó ella. Él alargó el brazo y le acarició la mejilla, pero sus dedos estaban terriblemente fríos—. Apenas sangras —le dijo.

Satake se limitó a asentir con la cabeza, consciente de que Masako mentía.

9

Masako caminaba por uno de los largos pasillos de la estación de Shinjuku, aunque no sabía adónde se dirigía. Parecía avanzar como una autómata, limitándose a poner un pie delante del otro. Se dejó llevar por la multitud y, a los pocos minutos, se encontró cerca de la salida.

Después de dejar atrás las puertas de acceso, se dirigió a las galerías comerciales subterráneas. Vio su reflejo en el espejo de una zapatería. Las gafas de sol casi le ocultaban el rostro entumecido; ante la imagen del espejo se ajustó bien la parka, como si quisiera ocultar el dolor que se escondía en su interior. Se detuvo y se quitó las gafas de sol para observar su cara. Su rostro apenas evidenciaba las marcas de la paliza de Satake, pero sus ojos estaban hinchados de tanto llorar. Se volvió a poner las gafas y, al alzar la vista, vio que estaba frente al ascensor que llevaba al centro comercial. Una vez en el interior de la cabina, pulsó el botón del último piso. No tenía adonde ir.

Al abrirse las puertas, se encontró en una planta llena de restaurantes. Lo único que quería era un lugar donde poder descansar lejos de miradas curiosas. Se sentó en un banco al lado de una ventana y depositó en su regazo la bolsa de nailon negra que contenía los cincuenta millones de Satake y los seis suyos.

Sacó un cigarrillo de su bolso y lo encendió. Al recordar la última voluntad de Satake, sus ojos se llenaron de lágrimas y decidió apagar el cigarrillo en el cenicero de acero inoxidable que se encontraba frente a ella. Al entrar en contacto con el agua, chispeó levemente, del mismo modo en que lo había hecho el cigarrillo de él en su charco de sangre.

Deseosa de irse de allí, se puso de pie y cogió la bolsa. A través de los enormes ventanales se veía todo el barrio de Shinjuku. Detrás de la avenida Yasukuni se extendía Kabukicho. Apoyó la mano en el cristal y miró los rótulos de neón apagados y los chillones carteles decolorados, que brillaban pálidamente a la luz de esa tarde de invierno. Las calles estaban tranquilas, como un animal de caza nocturna que duerme por el día. Ese era el barrio de Satake, caótico y hedonista. La puerta que había abierto al escoger trabajar de noche le había conducido hasta allí, hasta un lugar desconocido.

Quiso echar un vistazo al edificio que había albergado el casino, pero su decisión reavivó demasiadas sensaciones, que le recordaron el tacto de su cuerpo; soltó un leve gemido, deseando poder verlo de nuevo. Había pasado dos días enteros tumbada en la cama de un hotel, sintiéndose vacía y desgraciada.

Iría a Kabukicho a respirar el aire que él había respirado, a ver las cosas que él había visto. Buscaría a un hombre que se le pareciera y continuaría su sueño. La esperanza que había perdido volvía a renacer en su interior.

Con decisión, echó a andar por el pasillo, pero la suela de sus viejas zapatillas chirrió sobre el piso encerado. Se detuvo cuando sólo había dado unos pasos, sorprendida por el ruido, y se giró hacia la ventana. Por un momento, el mundo exterior le pareció teñido por la oscuridad de la fábrica abandonada.

No, no iría allí. No podía vivir siendo prisionera de otra vida, tal como había hecho él, atrapado en un sueño del pasado, incapaz de ir hacia delante o hacia atrás, encerrado en su mundo interior.

Pero ya que había llegado hasta allí, ¿adónde iría? Se miró las manos. Durante los últimos dos años había llevado las uñas cortas, y tenía la piel agrietada a causa de los desinfectantes. Pensó en sus más de veinte años en la caja de crédito, en el hecho de haber dado a luz y haber formado una familia… ¿Qué significaba todo aquello? En realidad, no era más que el resultado de todos esos años, y las marcas que habían dejado en ella. A diferencia de Satake, que había escogido vivir un sueño, ella había afrontado todo lo que la vida le había deparado. Al pensar en ello, se dio cuenta de que su idea de libertad era distinta de la de Satake.

Pulsó con fuerza el botón del ascensor. Compraría un billete de avión. La libertad que buscaba era suya y sólo suya, no de Satake, ni de Yayoi, ni de Yoshie, y estaba convencida de que la encontraría. Si se le cerraba una puerta, encontraría otra que poder abrir. El ascensor gemía como el viento mientras se dirigía a su encuentro.