Cuando despertó al atardecer, Masako se sentía un poco triste. El hecho de que con la llegada del otoño anocheciera antes era bastante deprimente. Sin moverse de la cama, observó cómo el sol desaparecía paulatinamente para dar paso a la oscuridad.
En esos momentos, trabajar en el turno de noche se le antojaba insoportable. No era de extrañar que muchas de las mujeres en su misma tesitura acabaran neuróticas. Con todo, lo que las llevaba a la depresión no era tanto la oscuridad como la sensación de vivir con el paso cambiado, de ir siempre a contracorriente.
¿Cuántas mañanas había pasado atareada, sin un momento para respirar? Siempre había sido la primera en levantarse para preparar el desayuno y la comida, tender la ropa, vestirse, soportar el malhumor de Nobuki y llevarlo a la escuela. Había vivido muchos días pendiente del reloj, yendo de aquí para allá, sin tiempo ni siquiera para hojear el periódico o leer un libro, durmiendo menos horas de las necesarias para llegar a todo y sacrificando los pocos días festivos para hacer la colada y limpiar la casa. Ésos habían sido días normales, inocentes y libres de la tristeza que sentía en esos momentos.
Sin embargo, no tenía ganas de volver a vivirlos, de cambiar su situación actual. Al levantar una piedra caliente por el sol, quedaba expuesta la tierra húmeda y fría que yacía debajo, y ahí era donde Masako había encontrado su lugar. En esa tierra no había ni rastro de calidez, pero aun así era suave y acogedora. Vivía en ella como lo haría un insecto. Masako volvió a cerrar los ojos. Tal vez porque su sueño había sido ligero e irregular, no había conseguido recuperarse del cansancio y se notaba el cuerpo pesado. Finalmente, como arrastrada por la fuerza de la gravedad, se sumió de nuevo en un estado inconsciente y empezó a soñar.
Bajaba lentamente en el ascensor de la Caja de Crédito T, con los ojos fijos en los familiares paneles de color verde pálido, plagados de rasguños causados por el carro con el que se transportaba el dinero en metálico por el edificio. La propia Masako también había cargado pesadas bolsas de monedas en ese mismo ascensor en numerosas ocasiones. El ascensor se detuvo en el primer piso, donde se encontraba la sección financiera a la que había pertenecido Masako. Era un lugar tan conocido que hubiera podido recorrerlo con los ojos cerrados. Sin embargo, ya no tenía nada que hacer ahí. Las puertas del ascensor se abrieron y ella se quedó mirando la sala oscura durante unos segundos. Pulsó el botón para cerrar las puertas y, en ese preciso instante, un hombre se coló en el interior de la cabina.
Era Kenji, al que creía muerto. Masako dejó de respirar. Kenji vestía una camisa blanca, unos pantalones grises y una corbata oscura. El mismo atuendo que llevaba el día de su fallecimiento. La saludó con cordialidad y se quedó quieto, dándole la espalda y mirando las puertas del ascensor. Masako observó su nuca cubierta de cabello y, de forma instintiva, se echó hacia atrás: sin darse cuenta, había empezado a buscar las cicatrices de las incisiones que ella misma le había practicado.
El ascensor descendió poco a poco hasta la planta baja, las puertas se abrieron y Kenji salió hacia la zona oscura donde estaba la recepción. Al quedarse sola, Masako sintió que un sudor frío recorría su cuerpo; no sabía si seguir los pasos de Kenji y perderse con él en la oscuridad.
Cuando por fin se decidió y salió del ascensor, alguien la asaltó por la espalda. Antes de que pudiera escapar, unos brazos largos la sujetaron por detrás y la inmovilizaron. Intentó gritar para pedir ayuda, pero la voz se le quebró en la garganta. Las manos del hombre le cernían el cuello. Intentó zafarse, pero sus brazos y piernas no le respondían. Siguió sudando profusamente, como si el miedo y la frustración que la atenazaban se filtraran por sus poros. El hombre le apretó el cuello y ella se quedó paralizada por el terror. Sin embargo, al sentir el calor de sus manos y la proximidad de su agitado aliento, Masako tuvo el oscuro impulso de ceder, de relajarse y dejar que la matara. De repente, el terror desapareció, como si hubiera entrado en un estado de ingravidez, y fue reemplazado por una intensa sensación de placer. Masako se echó a llorar, sorprendida y extasiada a la vez.
Al abrir los ojos, se puso boca arriba e intentó controlar el ritmo de su corazón, que seguía latiendo con desenfreno. Evidentemente, no era el primer sueño erótico que tenía, pero sí era la primera vez que su placer había estado ligado al miedo. Se quedó unos instantes inmóvil en la oscuridad, rememorando el sueño y sin salir del asombro que le producía que su subconsciente pudiera albergar esa escena.
¿Quién era el hombre del sueño? Mientras recordaba la sensación de sus brazos al agarrarla, intentó analizar todas las posibilidades. Estaba segura de que no se trataba de Kenji. Había aparecido en el sueño como un fantasma que la guiaba hacia sus miedos. Tampoco era Yoshiki. Durante todos los años que habían estado juntos, ni una sola vez había tenido un comportamiento violento. Tampoco eran los brazos de Kazuo. Entonces, sólo podía ser la inquietante «presencia» invisible que la perseguía últimamente. Pero ¿qué significaba que su miedo apareciera ligado al placer? Por unos instantes, Masako permaneció absorta en una sensación que hacía mucho que no sentía.
Al cabo de unos minutos, se levantó, encendió la luz de la habitación y, tras descorrer las cortinas, se sentó frente al tocador. Al verse en el espejo, frunció el ceño: su cutis aparecía pálido y amarillento bajo la luz fluorescente. Su rostro había empezado a transformarse a partir del día en que descuartizó el cadáver de Kenji. Era plenamente consciente de ello. Las pequeñas arrugas que tenía entre las cejas se habían profundizado y su mirada ahora era más penetrante. Parecía mayor. Sin embargo, sus labios estaban entreabiertos, prestos a gritar el nombre de alguien. ¿Qué le estaba sucediendo? Se llevó una mano a la boca, pero no pudo ocultar el brillo que se reflejaba en sus ojos.
Un ruido la devolvió a la realidad. Yoshiki o Nobuki debían de haber vuelto a casa. Echó un vistazo al reloj de la mesilla: eran casi las ocho. Se peinó apresuradamente, se puso una chaqueta sobre los hombros y salió de la habitación. Le llegó el ruido de la lavadora del baño. Yoshiki debía de estar lavando su ropa. Hacía tiempo que se lavaba sus prendas aparte.
Masako llamó a la puerta de su habitación. Al no obtener respuesta, decidió abrir y lo encontró sentado en la cama, de espaldas a la puerta y escuchando música con los auriculares puestos. La estancia era pequeña, pero aún lo parecía más después de que Yoshiki hubiera trasladado una cama, unas estanterías y un escritorio. Parecía el cuarto de un estudiante realquilado. Masako le dio un golpecito en el hombro. Él se volvió sorprendido y se quitó los auriculares.
—¿No te encuentras bien? —le preguntó al verla en pijama.
—No. Me he quedado dormida —respondió ella.
Sintió un escalofrío y se abotonó la chaqueta.
—¿Que te has quedado dormida? Pero si son las ocho de la tarde —dijo Yoshiki cortante—. Suena raro, ¿no crees? —comentó.
—Tienes razón —admitió Masako mientras se apoyaba en el poyete de la ventana—. Suena raro.
A través de los auriculares que reposaban sobre la cama se escuchaba música clásica. Una melodía desconocida.
—Hace días que no preparas la cena —dijo Yoshiki sin mirarla.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque lo he decidido así.
—Como quieras —repuso Yoshiki sin saber aún el motivo de su decisión—. ¿Y qué cenas?
—Cualquier cosa.
—¿Y nosotros tendremos que apañarnos por nuestra cuenta? —preguntó con una sonrisa amarga.
—Exacto —respondió Masako—. Lo siento, pero creo que es mejor así.
—¿Por qué?
—Porque me he convertido en un insecto. Sólo quiero estar en el suelo, sin hacer nada.
—Si quieres vivir como un insecto, allá tú.
—¿Quieres decir que como mujer soy mejor?
—Supongo que sí.
—Creo que tú también estarías mejor si vivieras como un insecto.
—No digas bobadas —le espetó Yoshiki mirándola irritado.
—De hecho, eso es lo que eres al refugiarte en tu pequeño mundo. Te pasas el día en el trabajo, y cuando vuelves a casa te encierras aquí y nos ignoras —dijo Masako señalando la habitación—. Es como si vivieras en una pensión.
Al ver que la conversación tomaba unos derroteros que prefería evitar, Yoshiki cogió los auriculares y dio una respuesta vaga.
Masako se quedó mirándolo. Había cambiado mucho; su pelo se había encanecido y estaba más ralo. Había adelgazado y su cuerpo desprendía siempre un leve olor a alcohol. Pero, más que los cambios físicos, lo que la sorprendía era que parecía seguir buscando una integridad moral de forma desesperada.
Durante los primeros años de casados, Yoshiki valoraba su libertad por encima de todo y había intentado vivir con intensidad. Pese a que el trabajo le exigía mucha dedicación, en sus ratos libres siempre se había comportado como un hombre cálido y generoso, y había amado a una joven e inocente Masako. Ella, por su parte, se consideraba afortunada por estar con un hombre como él y le había correspondido su amor.
Ahora, sin embargo, cuando podía escapar del trabajo parecía querer escapar también de la familia. El mundo que lo rodeaba estaba corrompido; por supuesto lo estaba el trabajo, pero también Masako, quien al escoger el turno de noche le había coartado la libertad. Nobuki había tomado la dirección contraria y se hallaba en medio del camino. Cuanto más se esforzaba por mantener su integridad, más intolerante se volvía para con quienes no conseguían vivir según sus normas. Aun así, si su respuesta era esconderse, cortar con todo y con todos, acabaría viviendo como un ermitaño. Y Masako no deseaba compartir su vida con alguien así. Esa idea, pensó, guardaba relación con el placer que había sentido durante el sueño que acababa de tener. Algo se había liberado en su interior.
—¿Por qué ya no quieres acostarte conmigo? —le preguntó de repente, alzando la voz para que la oyera a través de los auriculares.
—¿Qué? —repuso él quitándoselos.
—¿Por qué estás siempre aquí encerrado?
—No sé. Porque quiero estar solo —respondió él con la vista clavada en los lomos de las novelas perfectamente alineadas en la librería.
—Todo el mundo quiere estarlo.
—Tal vez sea así.
—¿Por qué ya no quieres acostarte conmigo?
—Las cosas van como van —dijo sin ocultar su incomodidad—. Tú también estás cansada.
—Tienes razón.
Masako intentó evocar las circunstancias que les habían llevado a dormir en habitaciones separadas desde hacía cuatro o cinco años, pero no consiguió recordar los detalles. Seguramente, había sido la acumulación de numerosos malentendidos.
—El sexo no es lo único que une a las parejas —dijo él.
—Ya lo sé —murmuró Masako—, pero al parecer también rechazas todo lo demás. Te comportas como si no soportaras estar conmigo o con Nobuki.
—Fuiste tú quien decidió trabajar en el turno de noche —repuso él alzando la voz inesperadamente.
—No tuve otro remedio —objetó Masako—. Ya sabes que a mi edad no hubiera encontrado otro empleo.
—Eso no es cierto —soltó Nobuki mirándola a los ojos—. Hubieras encontrado un puesto de contable en cualquier pequeña empresa. Pero estabas molesta, dolida con la situación y no querías arriesgarte a que volviera a sucederte lo mismo.
No era de extrañar que alguien tan sensible como Yoshiki comprendiera su reacción, pensó Masako. Incluso estaba segura de que había compartido su dolor.
—O sea que, según tú, todo se derrumbó cuando empecé a trabajar por las noche.
—No estoy diciendo eso. Pero es evidente que los dos queríamos estar solos.
Masako sabía que su marido tenía razón: tanto el uno como el otro habían escogido caminos diferentes. No estaba triste, pero sí desanimada. Ambos permanecieron en silencio.
—¿Te sorprendería que me fuera? —preguntó ella.
—Si desaparecieras de un día para otro, supongo que sí. Me preocuparía.
—¿Irías a buscarme?
Yoshiki meditó la respuesta durante unos instantes.
—Lo dudo —respondió finalmente.
Se puso de nuevo los auriculares y dio la conversación por terminada.
Masako se quedó mirando su perfil. Había decidido irse de casa algún día, y lo único que le faltaba para dar ese paso estaba guardado debajo de la cama que acababa de dejar, en una caja que contenía sábanas y edredones: cinco millones de yenes.
Abrió la puerta sin hacer ruido y salió al pasillo, donde encontró a Nobuki, de pie en medio de la oscuridad. Este se sorprendió al verla, pero no se movió de donde estaba. Masako cerró la puerta tras de sí.
—¿Estabas escuchando?
Nobuki se limitó a apartar la mirada, incómodo.
—Quizá creas que negándote a hablar evitarás todo lo que no te gusta —le dijo Masako levantando la cabeza para mirarlo a los ojos—, pero no es así.
Nobuki seguía en silencio. Era difícil imaginar que ese chico tan grandullón hubiera salido de su vientre. Sin embargo, ahora era ella quien estaba a punto de romper los lazos que les unían.
—Voy a irme —le anunció—. Pero ya eres mayor para hacer lo que te apetezca. Si quieres volver al instituto, vuelve; si quieres irte de casa, vete. Tú decides.
Masako miró el rostro enjuto de su hijo y, pese a que sus labios temblaron un instante, no dijo nada. No obstante, cuando ella se volvió y echó a andar por el pasillo, Nobuki soltó un grito con su voz adolescente:
—¡Estoy harto de sermones, vieja!
Era la segunda vez que le oía hablar en lo que iba de año.
Su voz era casi la de un adulto. Masako se dio la vuelta para mirarlo; advirtió que tenía lágrimas en los ojos, pero cuando intentó hablarle de nuevo él le dio la espalda y corrió escalera arriba. Masako sintió un dolor opresivo en el pecho, pero aun así sabía que no quería encontrar el camino de vuelta.
Por primera vez en muchos meses, pasó por casa de Yayoi de camino al trabajo.
La brisa arrastraba las hojas secas que chocaban contra el parabrisas, y éstas producían un frufrú agradable. Entró un poco de aire fresco y Masako subió la ventanilla, pero justo en ese instante se coló un insecto y empezó a zumbar en el oscuro interior del vehículo. Recordó la noche en la que, después de enterarse de lo ocurrido por boca de la propia Yayoi, había conducido por esa misma carretera preguntándose si debía o no ayudarla. El aroma de las gardenias había inundado el coche momentáneamente. A pesar de que aquello había sucedido en verano, le parecía una escena perteneciente a un pasado muy remoto.
Oyó un ruido en el asiento trasero. Pese a saber que se trataba del mapa que había dejado allí y que seguramente se habría caído al suelo, tuvo la sensación de que se trataba de Kenji, que la acompañaba a visitar a su esposa.
—¿Vienes conmigo? —preguntó Masako en voz alta mirando hacia atrás.
Estaba tan acostumbrada a ver a Kenji en sueños que ya lo consideraba un viejo amigo. Irían juntos a ver a Yoko Morisaki, la chica que se quedaba con los niños de Yayoi mientras ella estaba en la fábrica.
Al igual que había hecho la noche en la que había ido a recoger el cadáver, Masako entró en el callejón donde vivía Yayoi y aparcó frente a su casa. Una suave luz amarillenta se filtraba a través de las cortinas de la sala de estar. Cuando llamó al interfono, le respondió la voz angustiada de Yayoi.
—Soy Masako —anunció—. Siento presentarme a estas horas.
Yayoi pareció sorprenderse, y al instante Masako oyó unos pasos que se acercaban por el pasillo.
—¿Pasa algo? —le preguntó Yayoi con el flequillo mojado sobre la frente.
Seguramente acababa de bañarse.
—¿Puedo pasar?
Al entrar en el pequeño recibidor y cerrar la puerta tras de sí, Masako no pudo evitar que sus ojos se dirigieran directamente a donde había encontrado a Kenji aquella noche. Yayoi sabía lo que esa mirada significaba y se apresuró a apartar los ojos de ahí.
—Aún no estoy lista —dijo.
—Ya lo sé —respondió Masako—. Son sólo las diez, pero quería hablar contigo.
Yayoi se puso seria, como si recordara la discusión mantenida en la fábrica.
—¿Sobre qué?
—¿A qué hora viene Yoko? —inquirió Masako escuchando con atención hacia el fondo de la sala.
Los niños debían de haberse acostado; sólo se oía el sonido del noticiario en la televisión.
—Pues… —dijo Yayoi frunciendo el ceño—, ya no viene.
—¿Por qué? —preguntó Masako, que empezaba a experimentar un miedo inexplicable.
—Hace una semana me dijo que tenía que volver a su pueblo —explicó Yayoi—. Intenté convencerla para que no se fuera, pero no hubo manera. Los niños se quedaron desconsolados, y ella casi se echa a llorar.
—¿De dónde era?
—No lo sé —admitió Yayoi sin ocultar su decepción—. Sólo me dijo que se pondría en contacto conmigo más adelante. Con lo amigas que éramos…
—Yayoi, tienes que contarme cómo la conociste.
Tras vencer sus reticencias, Yayoi le contó con pelos y señales cómo se había desarrollado su relación con Yoko. A medida que Yayoi hablaba, Masako no tenía duda alguna de que la chica había ido a fisgonear. Al verla tan callada, Yayoi le preguntó:
—¿Por qué te preocupas tanto por ella? Creo que exageras.
—Aún no estoy segura, pero es posible que nos estén espiando. Será mejor que tengas cuidado.
—Pero ¿qué estás diciendo? ¿Quién nos espía? ¿Y por qué? —gritó Yayoi. Tenía la cara mojada por las gotas que le caían del pelo, pero no parecía importarle—. ¿La policía?
—Creo que no.
—Entonces, ¿quién?
—Ni idea —respondió Masako negando con la cabeza—. Pero tengo muy malas vibraciones.
—¿Y crees que Yoko está metida en esto?
—Quizá sí.
Lo más probable era que Yoko ya hubiera dejado el piso, de modo que no serviría de nada intentar encontrarla en su casa. Aun así, era obvio que, quienquiera que estuviera detrás de todo eso, no escatimaba en gastos. La mera idea de que alguien estaba dispuesto a alquilar un piso para poder estar cerca de Yayoi le ponía los pelos de punta.
—Quizá fuera de la compañía de seguros —aventuró Yayoi.
—Pero ya han dicho que te van a pagar, ¿no?
—Sí. La semana que viene.
—¿Crees que lo saben? —preguntó Masako.
Yayoi se frotó los brazos, como si tuviera frío.
—Me están persiguiendo. ¿Qué voy a hacer ahora?
—Saben quién eres porque saliste en televisión. Creo que deberías dejar la fábrica. Será mejor que no te dejes ver demasiado por la calle.
—¿Tú crees? —le preguntó Yayoi—. Si dejo la fábrica, todo el mundo sabrá que he cobrado una suma de dinero.
Masako chascó la lengua; todo lo que había hecho Yayoi hasta ese momento había estado motivado por la inquietud, por el qué dirían cuantos la conocían. Desde el asesinato de Kenji se había convertido en una mujer calculadora.
—No tienes por qué preocuparte —le dijo Masako—. No tienes que temer a nadie.
—Tienes razón —asintió Yayoi.
Sin embargo, en su rostro había una sombra de duda, como si tampoco se fiara de Masako.
—No voy a decir nada —le aseguró ésta.
—Ya lo sé. Además, ya tienes tus dos millones —le espetó Yayoi mostrándole que seguía dolida por la discusión del otro día.
—Pues sí. Es un buen precio por descuartizar a tu marido. —Masako levantó la mano y añadió—: Nos vemos.
—Gracias por venir —le dijo Yayoi.
En cuanto cerró la puerta del coche, Yayoi salió corriendo de casa. Masako abrió la puerta del acompañante.
—Se me olvidaba —dijo Yayoi sentándose a su lado y llevándose las manos a la cabeza, todavía húmeda.
El coche se impregnó de la juvenil fragancia del acondicionador.
—¿Qué?
—¿De qué se trata el trabajo que mencionaste el otro día en la fábrica? ¿Es otro cadáver?
—No pienso decírtelo.
Masako le dio al contacto y el ruido del motor resonó por las tranquilas calles del barrio.
—¿Por qué? —insistió Yayoi mordiéndose sus labios bien formados.
Masako tenía la vista clavada en el parabrisas, cubierto de hojas secas.
—Porque no quiero.
—Pero ¿por qué?
—No tienes por qué saberlo. Eres demasiado inocente.
Yayoi salió del coche sin añadir nada más. Mientras Masako daba marcha atrás y dejaba el callejón, escuchó el portazo que Yayoi dio al entrar en su vivienda.
Cuando Kuniko se levantó, ya empezaba a anochecer. Lo primero que hizo fue encender el televisor y atacar la caja de comida preparada —de la fábrica donde trabajaba, evidentemente— que había comprado en la tienda de la esquina.
Era un menú de ternera a la brasa, seguramente compuesto en la cadena de al lado. Por el modo en que la carne estaba dispuesta sobre el arroz, supo al instante que lo había hecho alguna novata, y se alegró por ello: normalmente las nuevas empleadas no podían seguir el ritmo de la cadena y la caja se les alejaba antes de que pudieran terminar su cometido, por lo que caía en las cajas más carne de la que correspondía.
Que le tocara una de esas cajas era señal de que iba a tener un buen día. Emocionada, contó los trozos de carne: ¡once! Le parecía curioso que Nakayama no hubiera tenido un ataque de los suyos, se dijo riendo. La Maestra era capaz de cubrir el arroz con sólo seis trozos.
La Maestra… Últimamente parecía estar muy animada. De un día para otro había dicho que pensaba pagarle la universidad a su hija y que estaban buscando piso. Era imposible que contara sólo con los quinientos mil yenes que había cobrado de Yayoi. Con eso sólo podría pagar el traslado.
Quizá tuviera dinero ahorrado. No, imposible, se dijo Kuniko negando con la cabeza. Su situación económica era ruinosa. De hecho, ella hubiera preferido morir a vivir como Yoshie. Había algo que no encajaba, concluyó Kuniko, quien tenía un sexto sentido en todo lo relacionado con los asuntos económicos.
Entonces puso en marcha su imaginación, y pensó que quizá Yayoi le había pagado más de quinientos mil yenes a Yoshie. Y, en cuanto le vino esa idea, no pudo parar. La felicidad de los demás le parecía insoportable, y no le costó convencerse de que Yayoi la había tratado peor que a su compañera, lo que echó aún más leña al fuego. Decidió que esa noche hablaría con Yoshie… no, mejor con Yayoi, y averiguaría lo sucedido. Satisfecha por su resolución, cogió los palillos y se dispuso a disfrutar de la comida.
Mientras comía, recordó con una sonrisa que aún le quedaban ciento ochenta mil yenes de los que había cobrado. Después de pagar los intereses de algunos créditos, se había comprado una chaqueta de cuero rojo, una falda negra y un jersey morado. También le gustaban unas botas, pero había decidido sacrificarlas por unos cuantos productos cosméticos. Y todavía le quedaban ciento ochenta mil yenes. No había nada que la hiciera más feliz que tener dinero contante y sonante en el bolsillo. Y deshacerse de las deudas que había contraído con Jumonji también había sido un golpe de suerte.
No tenía ninguna curiosidad por saber los motivos de Jumonji para insistir en conocer su secreto ni cómo había utilizado la información que ella le había proporcionado. Mientras no volviera a perseguirla, no le importaba en absoluto. Evidentemente, se le había pasado por la cabeza que si todo salía a la luz podían detenerla, pero ahora que la policía había perdido interés en el tema no tenía por qué preocuparse.
En su fuero interno, el suceso parecía formar parte del pasado remoto. Lo único en que pensaba era en sacar algún otro provecho de él. Estaba dispuesta a recurrir al chantaje o a la amenaza con tal de sacar tajada.
Tiró la caja vacía a la basura y empezó a prepararse para ir a la fábrica. Se lavó la cara y se puso ante el espejo para maquillarse. Quitó el plástico de la barra de labios que acababa de comprar: un nuevo marrón otoñal. La vendedora la había convencido para que se la quedara, pero ahora se daba cuenta de que ese tono no le favorecía en nada a su rostro ancho y pálido. Le resaltaba demasiado los labios. Cuando la había probado en la perfumería, la chica le había dicho que le realzaba la imagen, y ella se lo había creído. Cuatro mil quinientos yenes tirados por la borda.
Kuniko se arrepintió de su compra. Para eso, más le hubiera valido comprarse uno de ochocientos yenes en cualquier supermercado. Con todo, quizá pudiera arreglarlo cambiando la base que utilizaba. Satisfecha con esa idea, se puso a hojear las revistas en busca de las páginas dedicadas al maquillaje. En efecto, podría solucionarlo con una nueva base… y con unas nuevas botas.
Compraba para satisfacer sus deseos, pero era una espiral interminable, pues las nuevas adquisiciones le suscitaban nuevos deseos. Se trataba de una carrera sin tregua, aunque, en realidad, ésa era la razón de vivir de Kuniko; o, mejor dicho, ésa era Kuniko.
Una vez hubo terminado de maquillarse, se puso el jersey morado y la falda negra nuevos junto con unas medias también negras, y al mirarse al espejo se vio especialmente guapa. Mientras se contemplaba complacida, sintió que algo despertaba en su interior.
Un hombre. Quería un hombre. ¿Cuánto tiempo hacía que no se acostaba con nadie? Sacó un pequeño calendario de Mister Minute. Tetsuya se había ido a finales de julio. Por lo tanto, hacía más de tres meses que no estaba con nadie. Era un inútil, pero vivir con él tenía al menos esa ventaja. Al sentirse tan sola de repente, se echó sobre la cama, donde había un montón de ropa esparcida.
Anhelaba que alguien le dijera lo guapa que estaba con sus prendas nuevas, alguien que la abrazara. Y no un fantoche como Tetsuya, sino un hombre de verdad. Cualquiera le serviría, aunque fuera un pervertido o un desconocido. Su deseo creció de forma descontrolada, pidiendo ser satisfecho de inmediato.
Del mismo modo en que las cosas que compraba estimulaban sus ganas de adquirir nuevos productos, su imaginación hacía aumentar su deseo sexual desenfrenadamente. De pronto pensó en Kazuo Miyamori. Era un poco más joven que ella, pero, quizá a causa de su origen medio japonés y medio brasileño, era un chico guapo y apuesto. Hacía tiempo que Kuniko se había fijado en él. Se había comportado muy amablemente cuando ella y Yoshie le habían pedido que les guardara el dinero, y si, como ella sospechaba, compartía piso con otro brasileño, sin duda tendría ganas de tener compañía femenina. Segura de que sus suposiciones eran ciertas, decidió abordarlo esa misma noche en la fábrica. Exacto, eso es lo que haría. Al recordar que aún tenía dinero en la cartera, se levantó de la cama con ánimo renovado.
Kuniko abrió la puerta del coche. Llevaba la chaqueta de cuero en la mano para que se viera el jersey morado. Como había ido a la peluquería, decidió no bajar la capota del Golf. Lo único que le preocupaba era encontrarse con Masako en el parking. No soportaba verla, y últimamente hacía todo lo posible por evitar trabajar en la misma cadena que ella. Para ello tenía que llegar un poco más pronto de lo habitual, así que arrancó con precipitación.
Al llegar al parking de la fábrica, vio a un hombre plantado al lado de la garita de vigilancia.
Llevaba un uniforme azul marino, con una porra colgando del cinturón y una linterna sujeta al bolsillo de la camisa. Kuniko salió del coche decepcionada por la presencia del guardia; tal como había predicho Masako, ya no tendría ocasión de conocer al violador de la fábrica abandonada. Cerró la puerta del coche y miró al guarda.
—Buenas noches —saludó el hombre con una leve reverencia.
Impresionada por ese gesto, lo miró con detenimiento. Los guardias de la fábrica solían ser jubilados, pero ése era mucho más joven de lo habitual. Era robusto y el uniforme le favorecía. Como todo estaba a oscuras no pudo verle bien la cara, pero imaginó que también le gustaría.
—¡Buenas noches! —dijo devolviéndole el saludo con entusiasmo.
Él pareció sorprendido por su cordialidad.
—¿Va a la fábrica?
—Exacto.
—Pues la acompaño —dijo el guardia acercándose a su coche.
Tenía una voz suave y agradable.
—Ah, ¿sí? ¿De veras? —preguntó Kuniko con coquetería.
—Sí. Tengo que acompañar a todas las empleadas.
—¿Una a una?
—Sí, pero sólo hasta la fábrica abandonada. A partir de ahí el camino está iluminado.
La luz de la garita alumbró su perfil por un instante. Sus facciones no tenían nada de especial, si bien sus gruesos labios eran atractivos e inspiraban confianza. Sin embargo, su rostro tenía algo que lo hacía difícil de clasificar.
Kuniko se alegró de haberse puesto su ropa nueva y de haberse maquillado con más esmero del acostumbrado. Como tenía la esperanza de que pasara algo, esperó un momento en la entrada del parking a que el guardia se sacara la linterna del bolsillo y la enfocara hacia el camino. Apareció un pequeño círculo iluminado de gravilla a sus pies, y ambos echaron a andar por el sendero. Emocionada, Kuniko imaginó que emprendían juntos una aventura.
—¿Ese coche es suyo? —le preguntó el guardia más animado, como si le hubiera contagiado su entusiasmo.
—Sí.
—No está nada mal —dijo él impresionado.
—Gracias —respondió Kuniko con una sonrisa, olvidando que aún le quedaban tres años para pagarlo.
—¿Cuánto hace que lo tiene?
—Tres años —contestó contenta, como si estuviera hablando con un chico—. Pero es muy caro. Por el… por eso de la gasolina.
—¿El consumo?
—Eso es —confirmó Kuniko agarrándose del brazo del guardia.
Al notar sus músculos, el corazón le dio un vuelco.
—¿Cuántos litros gasta?
—Ni idea. Pero el chico de la gasolinera me dijo que muchos.
—Ya. Y la dirección va un poco dura, ¿verdad?
—Pues sí —dijo Kuniko sonriendo de felicidad—. Sabe mucho de coches, ¿no? ¿Ha conducido alguno?
—¡Ya me gustaría! Pero un coche de importación como ése… —respondió él sonriendo vagamente mientras se detenía frente a la fábrica abandonada.
El edificio en ruinas siempre le había transmitido malas vibraciones, pero en ese momento le pareció un escenario adecuado para la aventura, como si fuera el decorado de un parque de atracciones.
—Bueno, ya hemos llegado —añadió el guardia.
Kuniko se sintió decepcionada al ver que su paseo terminaba súbitamente. El guardia le deseó buenas noches y se despidió.
—¡Gracias! —repuso ella contenta por haber descubierto una perspectiva tan prometedora.
¿Quién sabía adónde podía llevarla? Como respuesta a ese nuevo estímulo, sus deseos empezaron a emerger a la superficie. Decidió que iba a comprarse un nuevo vestido a juego con las botas. De color negro, claro, que adelgazaba. Cuando llegó a la fábrica seguía aún tan contenta que no prestó la menor atención a Kazuo Miyamori.
Tarareando, se puso el uniforme, que empezaba a estar sucio; pronto tendría que lavarlo. Entonces llegó Yoshie con su camiseta gastada y un jersey negro encima, pero con un nuevo broche de plata en el pecho. Kuniko lo vio al instante y calculó su precio mentalmente: valía como mínimo cinco mil yenes. Era un lujo demasiado caro para la Maestra.
—Has llegado muy pronto, ¿verdad?
La cara de desprecio con que Yoshie dijo esas palabras le hizo bullir la sangre, pero aun así pudo controlarse.
—Buenas noches —le respondió tan educadamente como le fue posible—. Llevas un broche precioso.
—Ah, sí —dijo Yoshie con una leve sonrisa—. Lo compré en un impulso. Siempre había querido uno, pero no podía permitírmelo. Podía elegir entre el broche o hacerme la permanente, y me decidí por el broche. Al fin y al cabo, soy una mujer.
—¿Lo has comprado con el dinero de Yayoi? —preguntó Kuniko bajando la voz.
—Sí —admitió Yoshie enrojeciendo—. ¿Acaso es algo malo?
—No, qué va.
Después de cambiarse, antes de que Masako llegara, se lanzó a preguntarle a Yoshie lo que hacía tiempo deseaba saber.
—Maestra, quería preguntarte algo sobre el dinero de Yayoi.
—¿De qué se trata? —inquirió Yoshie bajando también la voz y mirando a su alrededor.
—¿Cobraste lo mismo que yo?
—¿Qué insinúas? —respondió molesta.
—Nada, nada —se apresuró a aclarar Kuniko—. Sólo me preguntaba si no he cobrado demasiado por lo poco que hice. Me sabe mal, con todo lo que has hecho tú… Además, como Masako me había prometido sólo cien mil…
—No te preocupes —le dijo Yoshie dándole un golpecito en sus anchos hombros—. Todas hicimos lo mismo.
—Entonces, ¿de verdad cobraste quinientos mil?
—Sí —dijo Yoshie asintiendo con la cabeza sin mirarla.
Estaba mintiendo.
—Si es así, ¿cómo puedes permitirte tantos lujos?
—¿De qué hablas? —preguntó Yoshie atónita.
—Pues de todo lo que has hecho últimamente. Seguro que te has gastado más de quinientos mil.
—Aunque fuera verdad, no es asunto tuyo.
—Conque no es asunto mío —dijo Kuniko mirando el broche con malicia.
Yoshie dirigió la vista hacia la sala, en busca de ayuda, y en su rostro apareció una sonrisa de alivio. Masako acababa de llegar. Llevaba un jersey ajustado y unos pantalones, ambos de color negro.
—¡Guau! —exclamó Kuniko de forma exagerada—. Si lleva ropa de mujer…
Al parecer, Masako no oyó el comentario e, ignorándolas, se fue directa al cenicero que había al lado de las máquinas de bebidas y encendió un cigarrillo. Mientras fumaba con cara de pocos amigos, se distrajo con los anuncios colgados en la pared. Kuniko estudió el nuevo aspecto de su compañera y llegó a la conclusión de que era falso que no hubiera cobrado nada de Yayoi. La habían engañado. Sin embargo, no se atrevía a enfrentarse a Masako.
—Hasta luego —dijo a Yoshie al tiempo que salía del vestuario con el gorro en la mano.
Pasó por detrás de Masako, que seguía mirando a la pared, y salió al pasillo. Yayoi era la siguiente. La interrogaría hasta sonsacarle la verdad.
La esperó en la entrada, pero no apareció. Entonces se acercó al lugar donde estaban las fichas y, mientras las revisaba, sintió una presencia detrás de ella.
—Yayoi no va a venir —le anunció Masako, que ya se había cambiado.
—¿Qué?
—Ya me has oído —le espetó Masako apartándola con el brazo y cogiendo su ficha.
—¿Qué quieres decir? —preguntó enfadada por el miedo que le causaba Masako—. ¿Que no va a venir hoy o que no va a venir más?
—Que no va a venir más.
—¿Y por qué?
—Quizá porque no le gustaba que la chantajearas —repuso Masako.
Cogió sus viejas Stan Smith de uno de los compartimentos que había en la entrada. Aunque al principio eran blancas, la grasa y la salsa que utilizaban en la cadena les habían conferido una pátina marrón.
—¿Cómo puedes ser tan ruin? —gritó Kuniko—. Yo sólo…
—Déjanos en paz de una vez —le espetó Masako enfurecida.
Al ver sus ojos brillar de rabia, Kuniko se quedó de piedra.
—¿Qué quieres decir?
—Cobraste quinientos mil de Yayoi y Jumonji te canceló las deudas por contarle lo sucedido. ¿Qué más quieres?
Kuniko se quedó boquiabierta: Masako sabía lo de Jumonji.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo contó él mismo. Veo que, además de inútil, también eres una estúpida.
Kuniko frunció el ceño. No era la primera vez que Masako le decía esas mismas palabras.
—No sé por qué eres tan maleducada.
—Eso lo serás tú —repuso Masako dándole un codazo.
—Pero ¿qué haces? —se quejó Kuniko al notar el huesudo brazo de Masako en el costado.
—Gracias a tu chivatazo iremos todas al infierno —le espetó Masako—. Serás idiota, has cavado tu propia tumba.
Dicho esto, echó a andar hacia la escalera que llevaba a la planta. Cuando su esbelta figura desapareció tras la esquina, Kuniko se dio cuenta por primera vez de que había cometido un grave error.
Sin embargo, y como era habitual, su arrepentimiento no duró mucho. Si la situación empeoraba en la fábrica, buscaría otro trabajo. Era una lástima, ahora que acababa de conocer a ese guardia tan apuesto, pero si las cosas se ponían feas no dudaría en alejarse de Masako y compañía.
Miró la caja de madera que contenía las fichas de todos los empleados. Llevaba cerca de dos años en la fábrica y se había acostumbrado a esa vida, pero había llegado el momento de buscar un empleo diferente, más fácil, mejor remunerado y con unas compañeras más agradables. O mejor aún, compañeros. Un trabajo así tenía que existir, aunque fuera en algún club nocturno, pensó Kuniko, más confiada en su aspecto que de costumbre. Sí, empezaría a buscar al día siguiente. Sus ganas de conseguir siempre algo mejor la ayudarían a ponerse en marcha. Y, de paso, podría alejarse del lío en que ella y sus compañeras estaban metidas.
A la mañana siguiente, al volver a casa cansada después de toda la noche trabajando, le esperaba una grata sorpresa.
Aparcó el Golf en su plaza y, tras pasar por delante de la hilera de desastrados buzones, se dirigió a la entrada del bloque. Al oír sus pasos, un hombre que estaba de pie ante uno de los buzones se volvió.
—Vaya, qué casualidad —dijo el hombre. Kuniko no lo reconoció—. Ayer nos vimos en el parking de la fábrica —añadió.
—¡Ay, perdone! —exclamó ella—. No le había reconocido.
Era el guardia del parking. No vestía uniforme, sino una cazadora azul marino y unos pantalones de trabajo grises. No lo había reconocido porque no le había visto muy bien la cara debido a la oscuridad del aparcamiento.
Cerró la portezuela del buzón, aún cubierta de pegatinas de los hijos de los anteriores inquilinos, y de nuevo se volvió para mirarla. Tenía cierto atractivo, si bien había algo extraño, incluso siniestro, en su aspecto. A Kuniko se le aceleró el corazón. La caja de comida seguía dándole suerte.
—¿Siempre vuelve a esta hora? —le preguntó el hombre, sin darse cuenta del azoramiento de Kuniko y echando un vistazo a su barato reloj digital—. Debe de ser un trabajo duro, ¿verdad?
—Sí —convino ella—. Pero el suyo también lo es.
—Acabo de empezar —dijo él ladeando la cabeza—, o sea que aún no puedo quejarme. —Se sacó un cigarrillo del bolsillo de la americana y miró hacia fuera con ojos soñolientos. El sol de noviembre empezaba a asomar—. En invierno debe de ser duro.
—Una se acaba acostumbrando —comentó Kuniko.
Decidió no decirle que estaba a punto de dejar la fábrica.
—Ya —repuso él—. Por cierto, no me he presentado: me llamo Sato —dijo mientras se sacaba el cigarrillo de la boca y le ofrecía una educada reverencia.
—Yo soy Kuniko Jonouchi —se presentó Kuniko al tiempo que le devolvía la reverencia—. Vivo en el cuarto.
—Encantado —dijo Sato sin disimular su satisfacción, mostrando una dentadura blanca y sana.
—El gusto es mío —dijo Kuniko—. ¿Vive con su familia?
—No, no —masculló Sato—. Estoy divorciado. Vivo solo.
¡Divorciado! Los ojos de Kuniko refulgieron de alegría, pero Sato no lo advirtió. Tal vez le avergonzara hablar de su vida privada, y por eso había desviado la mirada.
—Vaya —dijo Kuniko—. No lo lamento, yo estoy más o menos igual.
Sato la miró sorprendido. A Kuniko le pareció detectar un ligero rastro de alegría en sus ojos, tal vez hasta deseo. Eso la hizo decidirse: ese mismo día se compraría las botas y el vestido, y un collar dorado. Antes de despedirse, miró por encima del hombro de Sato para comprobar el buzón que acababa de cerrar: el del piso 412.
Estaba preocupada. Mientras limpiaba el baño, Masako no dejaba de pensar en ello, pero no lograba dar con la respuesta.
Limpió con una esponja la suciedad incrustada en la bañera y empezó a aclararla esperando a que la espuma desapareciera por completo. Sin embargo, cuando estaba a punto de terminar, el mango de la ducha se le resbaló y se le cayó al suelo, con lo cual el tubo empezó a retorcerse como una serpiente y soltó un chorro de agua fría que la dejó empapada. Al agacharse para recoger el mango, un escalofrío le recorrió la espalda.
Había estado lloviendo desde primera hora de la tarde y había refrescado. Era un día frío, típico de finales de diciembre. Se secó la cara con la manga del jersey y cerró la ventana del baño, dejando fuera el frío y el sonido de la lluvia. Mientras observaba su ropa mojada, se quedó unos instantes pensando; el frío de los azulejos le subía por las piernas.
El agua que había rociado el baño bajaba por las paredes hasta formar pequeños riachuelos y desaparecer por el sumidero. La sangre y los fluidos corporales de Kenji, así como los de ese otro hombre, habían desaparecido por ese mismo sumidero y debían de haber llegado al mar. Los trozos del anciano, dondequiera que Jumonji los hubiera llevado, debían de haberse convertido en cenizas que también reposarían en el fondo del mar. Mientras escuchaba la lluvia, que caía sordamente al otro lado de la ventana, recordó el rumor del agua en la alcantarilla durante el tifón e imaginó los desechos que arrastraba atascados momentáneamente en el desagüe. También en su cerebro había algo atascado, pero no era capaz de concretar qué. Rememoró los acontecimientos de la noche anterior.
Como había pasado por casa de Yayoi, llegó al trabajo más tarde de lo habitual.
Le disgustaba llegar con retraso, pero estaba preocupada por que Yoko hubiese desaparecido de casa de Yayoi sin dejar rastro. ¿Iba tras el dinero del seguro o bien era otro su objetivo? ¿Debía hablarlo con Jumonji o quizá él también estuviera involucrado en su aparición? Ya no podía fiarse de nadie. Se sentía desamparada, como si estuviera hundida en el fondo del mar, en plena noche.
Al llegar al parking vio que la nueva garita estaba iluminada. No había ningún guardia, pero la luz le pareció algo similar a un faro en la costa. Aliviada, puso marcha atrás para aparcar el Corolla en su plaza de parking. El Golf de Kuniko ya estaba allí.
En seguida apareció el guardia, avanzando por el camino de regreso de la fábrica. Se detuvo frente a la garita y apagó la linterna. Se dio cuenta de que había un nuevo coche en el parking y volvió a encenderla. Enfocó un instante la matrícula del Corolla para comprobar el número en la lista que le había proporcionado la dirección de la fábrica. Aun así, Masako consideró que se entretenía demasiado.
Masako paró el motor y escuchó los pasos del guardia acercarse por la gravilla. Era un hombre de mediana edad, alto y robusto.
—Buenas noches. ¿Va a la fábrica? —preguntó con una voz suave y agradable al oído. De hecho, lo era tanto que Masako se preguntó por qué ese hombre habría escogido un trabajo tan solitario.
—Sí —respondió Masako.
El haz de la linterna se paseó por su rostro durante lo que también le pareció una eternidad. Eso la incomodó, sobre todo porque él se mantenía oculto en la oscuridad, y levantó el brazo para protegerse.
—Lo siento —se disculpó el guardia.
Masako cerró el coche y echó a andar hacia la fábrica. Cuando vio que el guardia la seguía a varios pasos de distancia, se volvió, molesta.
—La acompaño —se explicó él.
—¿Por qué?
—Para protegerla de los ataques. Es una nueva medida…
—No se preocupe —lo cortó Masako—. Ya soy mayorcita.
—Pero si le pasa algo, será culpa mía.
—Llego tarde. Debo darme prisa.
Se volvió y echó a andar de nuevo, pero el guardia insistió en seguirla enfocándole el camino con la linterna. Enfurecida, se detuvo en seco y dio media vuelta, consciente de que le sería imposible librarse de su oscura mirada. Por un instante tuvo la sensación de que lo había visto antes. Él la miraba fijamente.
—¿No nos co…? —empezó a decir, pero en seguida se dio cuenta de que no lo conocía de nada—. No, nada…
Aquellos pequeños ojos la observaron serenamente bajo la visera de su gorra. Por el contrario, sus labios eran gruesos y carnosos. Masako apartó la vista de tan extraño rostro.
—Está muy oscuro —dijo él—. La acompaño hasta ahí.
—No insista —repuso ella—. Iré sola.
—De acuerdo.
Al darse la vuelta, Masako creyó entrever un rastro de rabia en sus ojos. Le pareció raro que alguien se enfadara por eso.
A la mañana siguiente, cuando Masako volvió al parking, él ya no estaba. Eso era todo lo que había sucedido… pero aun así fue suficiente para darle que pensar.
¿Por qué de repente aparecían todas esas personas? Nada la incomodaba tanto como las situaciones que no podía controlar. Se encaminó a su habitación para cambiarse la ropa mojada, pero en ese momento sonó el teléfono. Lo cogió en ropa interior.
—¿Diga?
—Hola. Soy Yoshie.
—Maestra. ¿Pasa algo?
—No sé qué hacer —dijo Yoshie con voz llorosa.
—¿Qué pasa?
—¿Puedes venir? Necesito tu ayuda.
A Masako se le puso la piel de gallina. Aún no habían encendido la calefacción, pero esta súbita reacción no era sólo por el frío. Temía que hubiera ocurrido algo grave y deseaba saberlo de inmediato.
—¿Qué pasa?
—No puedo contártelo por teléfono —murmuró Yoshie para que su suegra no la oyera—, y tampoco puedo salir.
—De acuerdo —accedió Masako—. Voy para allá.
Se puso los vaqueros y la camiseta negra que se había comprado hacía unos días. Había empezado a vestir la ropa que le gustaba, como cuando trabajaba en el banco. Y sabía por qué lo hacía: estaba recuperando la personalidad que había abandonado hacía mucho tiempo. Sin embargo, a medida que reunía las diferentes piezas se daba cuenta de que, al igual que era imposible recomponer una muñeca rota, también le sería imposible volver a ser la mujer que había sido.
Veinte minutos más tarde, aparcaba cerca del callejón donde vivía Yoshie.
Abrió el paraguas y, evitando los charcos, llegó a la vieja casa de su compañera. Yoshie la esperaba impaciente. Llevaba un chándal gris y una chaqueta color mostaza cubierta de pelusa. Estaba pálida y parecía que hubiera envejecido diez años. Cogió su paraguas y salió a recibirla hasta el callejón.
—¿Podemos hablar aquí? —dijo echando pequeñas nubes de vaho por la boca.
—Como quieras —respondió Masako desde debajo de su paraguas.
—Siento que hayas tenido que venir.
—¿Qué ha sucedido?
—El dinero ha desaparecido —anunció Yoshie con lágrimas en los ojos—. Lo tenía escondido en el suelo de la cocina, y ya no está.
—¿Todo? ¿El millón y medio?
—No. Lo que me quedaba. Me gasté un poco y te devolví lo que te debía. Ha desaparecido un millón cuatrocientos mil yenes.
—¿Y sabes quién se lo ha llevado?
—Sí —asintió Yoshie vacilando—. Creo que Kazue.
—¿Tu hija mayor?
—Sí. He salido a comprar y, al volver, Issey ya no estaba. Al principio he pensado que habría salido a jugar, pero después he visto que era imposible, con esta lluvia. Entonces he empezado a buscarlo y he visto que su ropa también había desaparecido. He preguntado a la abuela y me ha dicho que Kazue ha venido en mi ausencia y se ha llevado al niño. Entonces he mirado en la cocina y…
Yoshie estaba destrozada.
—¿Es la primera vez que hace algo así?
—Creo que Kazue tiene esta manía —dijo avergonzada—. Ya sé que debería haberlo ingresado en el banco, pero temía que los servicios sociales lo descubrieran.
—Maestra, ¿lo sabía alguien más?
—No… Sólo le comenté a Miki que iba a cobrar una importante suma de dinero.
—¿Cuando le dijiste que le ibas a pagar la universidad?
—Exacto. Se puso muy contenta —respondió Yoshie echándose de nuevo a llorar—. ¿Cómo puede haber robado un dinero que era para su hermana?
—¿No habrá sido Miki?
—Imposible. No iba a robar su dinero. Y, además, Issey ya no está. Seguro que Kazue llamó a casa y Miki le dijo que iba a ir a la universidad… Voy a echar de menos a Issey.
El recuerdo de su nieto hizo que Yoshie se echara a llorar aún con más fuerza.
—¿Estás segura de que ha sido Kazue? —insistió Masako. Necesitaba saberlo, si bien aún no le había contado las razones a Yoshie—. ¿No puede haber sido alguien más?
—Tiene que haber sido ella —respondió Yoshie—. Conoce el agujero de la cocina desde que era una mocosa.
Entonces, pensó Masako, debía de haber sido Kazue. No había nada que hacer. Se quedó en silencio mientras observaba el tejido viejo y empapado de su anorak. Su intuición había apuntado hacia la mano de esa «presencia» invisible.
—¿Y qué voy a hacer ahora? —le preguntó Yoshie—. ¿Qué puedo hacer? —preguntó, siguiendo su costumbre de repetir las cosas.
—Y yo qué sé. No puedes hacer nada.
—Masako… —dijo entonces en un tono de súplica.
—¿Qué?
—¿Puedes prestarme algo?
Masako vio los ojos desesperados de su compañera debajo del paraguas.
—¿Cuánto?
—Un millón. Bueno, setecientos mil.
—Imposible —dijo Masako negando con la cabeza.
—Por favor. Tengo que trasladarme —le suplicó Yoshie juntando sus manos y sosteniendo el paraguas contra el pecho.
—Si te dejo esa suma, tendrás que devolvérmela y no podrás. Es difícil prestar a alguien como tú.
—Pareces un banco —dijo Yoshie—. Tienes a tu marido, y no necesitas el dinero.
—Eso no es asunto tuyo —le espetó Masako.
Yoshie se quedó en silencio, paralizada por las palabras de Masako.
—Tú no eres así —le dijo mirándola a los ojos.
—He aprendido a serlo.
—Pero si me dejaste el dinero para el viaje de Miki…
—Eso es diferente. Es increíble que te hayas dejado robar por tu hija.
—Ya lo sé —admitió Yoshie.
Masako esperó en silencio, moviendo los dedos helados con los que sostenía el paraguas.
—No te prestaré el dinero: te lo daré.
—¿Eh? —exclamó Yoshie esbozando una sonrisa—. ¿Qué quieres decir?
—Te doy un millón.
—¿Estás segura?
—Sí. Me has ayudado mucho. Te lo traeré pronto.
Masako creía que Yoshie lo merecía.
—No sabes cómo te lo agradezco —dijo Yoshie haciendo una reverencia bajo la lluvia—. Por cierto…
—¿Qué?
—¿Tendremos otro encargo?
Bajo el paraguas, su rostro parecía más pequeño.
—De momento no —respondió Masako.
—Me llamarás, ¿verdad?
—¿Tantas ganas tienes de hacerlo? —preguntó Masako con un tono apagado, pero Yoshie, que nada sabía de la presencia que la perseguía, asintió convencida.
—Sí. Necesito el dinero, y ésa es la mejor manera de ganarlo. Supongo que estoy más desesperada que la pobre Kazue.
Yoshie se volvió y se metió en su casa, vieja y destartalada. El agua bajaba con fuerza por el canalón agujereado y golpeaba ruidosamente en el suelo. Masako tenía los pantalones empapados hasta la rodilla y se puso a temblar de frío. Igual que le pasaba cuando estaba a punto de pillar un resfriado, le pareció que todo necesitaba de su atención.
La puerta de la terraza estaba abierta de par en par.
Estaban a cinco grados. El aire frío del amanecer entraba en el piso, que estaba prácticamente a la misma temperatura que el exterior.
Satake se subió la cremallera de la cazadora azul marino y, sin quitarse los pantalones grises que había llevado toda la noche, se tumbó en la cama. Todas las ventanas del piso estaban abiertas para que circulara el aire, excepto la que daba al pasillo, en la cara norte.
Piso 412. Un pequeño apartamento largo y estrecho que daba al norte y al sur, con dos habitaciones y una cocina comedor. Al igual que en su piso de Shinjuku, había quitado todas las puertas y no había puesto un solo mueble, salvo una cama ubicada de modo que desde ella pudiera verse el cielo de Musashi.
En ese momento brillaban las últimas estrellas, pero Satake no estaba de humor para contemplarlas: tenía los ojos cerrados y los dientes apretados para combatir el frío. No tenía sueño. Simplemente no quería distracciones que le impidieran evocar, una y otra vez y con todo detalle, el rostro y la voz de Masako.
Veía su cara iluminada por la linterna en la oscuridad del parking, su mirada atenta, los labios finos y agradables y las mejillas tensas. Al recordar la sombra de miedo que había atravesado ese rostro marcado por el sacrificio, Satake sonrió para sí.
«No insista. Iré sola.»
Su voz baja rechazándolo le resonaba una y otra vez en los oídos. Recordaba su figura avanzar por el oscuro camino. Él la siguió, y tuvo la impresión de que perseguía el fantasma de otra mujer. Cuando ella se volvió y su cara quedó de nuevo iluminada por el haz de la linterna, el cuerpo de Satake se estremeció de placer al ver esas pequeñas arrugas en la frente, que denotaban irritación. Masako se parecía mucho a la mujer a la que había matado hacía tanto tiempo: su rostro, su voz, incluso su frente arrugada.
La mujer era diez años mayor que Satake, pero había sido un error creer que había muerto: durante todos esos años había vivido escondida en ese barrio triste y polvoriento, con el nombre de Masako Katori. Ella también se había percatado. Había empezado a preguntarle si no se conocían, lo que le había permitido romper su escudo protector. Eran cosas del destino, pensaba él.
Recordó el caluroso día en que, diecisiete años atrás, había visto por primera vez a esa mujer en las calles de Shinjuku.
Últimamente, algunas de las chicas que trabajaban para los clubes de su grupo habían decidido cambiar de patrón y, en consecuencia, habían desaparecido. Según los rumores, detrás de las deserciones se ocultaba una mujer de unos treinta y cinco años que también se había dedicado a la prostitución. Irritado por la idea de que una mujer le hiciera la vida imposible, Satake dedicó tiempo y esfuerzo para tenderle una trampa, hasta que finalmente logró cazarla: una de sus chicas de confianza consiguió citarla en una cafetería una tarde bochornosa y que amenazaba lluvia.
Él la observaba discretamente, esforzándose por pasar desapercibido. Vestía ropa chillona y barata: un cortísimo vestido azul sin mangas de una tela sintética que marcaba su figura y que daba calor sólo con mirarlo, y unas sandalias blancas que dejaban al descubierto la manicura desconchada de sus uñas. Llevaba el pelo corto, y tenía un cuerpo tan flaco que por la sisa del vestido podía verse la tira de su sujetador negro. Sin embargo, sus ojos le dijeron que se encontraba ante una mujer fuerte e ingeniosa. Y fueron esos ojos los que lo descubrieron antes de entrar en la cafetería. La mujer se perdió entre la multitud.
Satake recordaba perfectamente la expresión de aquel rostro en el momento en que lo había descubierto. Después de un destello de rabia por haber caído en su trampa, lo miró de hito en hito para demostrarle que estaba dispuesta a escapar. A pesar del peligro, osó insultarlo con esa mirada, y eso le hizo bullir la sangre. Se prometió atraparla y darle una paliza hasta matarla. Cuando decidió tenderle la trampa no había planeado asesinarla, sólo asustarla un poco, pero esa mirada desató una fuerza que hasta entonces había permanecido aletargada en su interior.
Mientras la perseguía por las calles, Satake se sorprendió al comprobar el creciente grado de excitación que sentía. Sabía que si echaba a correr la atraparía en cuestión de segundos, pero eso hubiera sido demasiado fácil. Decidió jugar a despistarla, permitir que se sintiera a salvo y, justo entonces, atraparla. Eso prolongaría su agonía y sería mucho más divertido. Mientras avanzaba entre el gentío que deambulaba por las calles en ese húmedo atardecer, Satake estaba sediento de violencia. Su mano ansiaba atraparla por el pelo y arrojarla al suelo.
La mujer se sentía cada vez más acorralada. Atravesó la avenida Yasukuni y se abalanzó escalera abajo, hacia la planta subterránea de los almacenes Isetan. Seguramente sabía que si se adentraba en Kabukicho le concedería demasiada ventaja, pero Satake conocía Shinjuku como la palma de su mano. Fingiendo perderle el rastro, se metió en un parking, atravesó a todo correr el pasaje subterráneo que cruzaba la autopista Shin Oume y salió al otro lado de la calle. En cuanto ella salió del lavabo donde se había escondido, segura de que lo había despistado, él le agarró el brazo por detrás. Aún recordaba el tacto de su piel empapada en sudor después de correr por las calles.
Sorprendida, se volvió hacia él y lo insultó con toda su rabia.
—Eres un cabrón.
Su voz era grave y áspera.
—Creías que ibas a escapar, ¿verdad?
—No me das miedo.
—Espera y verás —le dijo él poniéndole la navaja en el costado y reprimiéndose para no apuñalarla ahí mismo.
Al notar la afilada hoja a través del vestido, ella pareció entender qué estaba pensando él y no dijo nada. Satake la llevó hasta su apartamento sin que ella opusiera resistencia. Mientras la sujetaba del brazo para que no se escapara, se dio cuenta de que se le marcaban los huesos. Su rostro era enjuto, pero sus ojos brillaban como los de un animal salvaje. Una mujer interesante, pensó Satake, e incluso podía encontrar cierto placer en la idea de que se le resistiera. Confuso por esa idea, se dio cuenta de que era la primera vez que sentía algo parecido. Hasta entonces, las mujeres no habían sido más que meros objetos de placer, de modo que las prefería hermosas y obedientes.
En cuanto llegaron al apartamento, puso el aire acondicionado a máxima potencia, corrió las cortinas y encendió la luz. Mientras el ambiente del piso empezaba a refrescarse, Satake la abofeteó. Había deseado hacerlo desde el instante en que la vio. Mientras la golpeaba, en lugar de pedirle perdón, ella se mostró cada vez más desafiante. A ojos de Satake, esa actitud aumentaba su atractivo y le daba ganas de seguir pegándole. Finalmente, cuando su rostro no era más que una masa entumecida, la ató a la cama y, tras perder la noción del tiempo y con el zumbido del aire acondicionado como único acompañamiento, la violó una y otra vez.
Sus cuerpos estaban empapados en sangre y sudor. Las correas de cuero que le sujetaban las muñecas le seccionaron la piel y, como consecuencia, aparecieron nuevos regueros de sangre que descendían por sus brazos. Al besarle los labios, Satake percibió el sabor metálico de la sangre y cogió la navaja con la que la había amenazado en la calle.
Mientras seguía violándola y besándola en los labios, la mujer gritó. En ese instante, el odio desapareció de sus ojos y se entregó a él por completo. Satake se sintió frustrado por no poder llegar más adentro, y sólo entonces se dio cuenta de que le estaba clavando la navaja en el costado. Por sus gritos supo que había alcanzado el clímax, y se corrió sintiendo un intenso placer.
Fue un verdadero infierno. La apuñaló por todo el cuerpo e introdujo sus dedos en las heridas, consciente de la imposibilidad de adentrarse más en su cuerpo. Entonces la cogió en brazos en un ávido deseo de fundirse con ella, buscando una manera de penetrar en su cuerpo y murmurando una y otra vez que la amaba. En ese momento, unidos en una amalgama de carne y sangre, el infierno se convirtió en el paraíso. Un infierno y un paraíso que sólo ellos dos podían entender y que nadie tenía la potestad de juzgar.
Esa experiencia le cambió la vida. La persona que había sido hasta ese momento desapareció y se convirtió en un Mitsuyoshi Satake absolutamente nuevo. Esa mujer representaba la frontera que separaba al antiguo Satake del nuevo. Nunca había imaginado que conocería a una mujer como ésa. A su parecer, ella había sido un factor con el que no había contado, aquello que no había controlado; en definitiva, su destino. Y ahora que por fin había conseguido olvidar esa mano oscura y helada que le recorría la espalda, aparecía Masako Katori invitándole de nuevo a adentrarse en el infierno y en el paraíso.
Mientras contemplaba las estrellas, imaginó a Masako en la fábrica. Su solitaria figura yendo y viniendo por el frío suelo de hormigón. Seguramente se sentía aliviada, incluso un poco orgullosa, de haberse librado del acoso de la policía… del mismo modo que aquella mujer se había alegrado al creer que lo había despistado.
Sin embargo, estaba equivocada. Cuando la atrapara, sus ojos vigilantes traslucirían todo su arrepentimiento. Cuando la golpeara, sus tensas mejillas sangrarían en abundancia. Mientras recordaba sus ojos entrecerrados protegiéndose del haz de la linterna, Satake sintió que su deseo y su instinto asesino cobraban forma como la hoja de un cuchillo en una piedra de afilar.
Imaginó que Masako había convencido a sus compañeras para ayudar a Yayoi a deshacerse del cadáver. Sabía que Yayoi no tenía el ingenio ni las agallas para hacerlo, y en cuanto conoció a Masako perdió su interés por ella. Lo único que le podía aportar era el dinero del seguro; poco más podía esperar de la mujer de un inútil como Yamamoto. No le importaba en absoluto ni su drama doméstico, ni las peleas, ni el asesinato, ni el posible arrepentimiento. Lo único que sentía por Yamamoto y por su esposa era desprecio.
Al conocer a Masako había olvidado el motivo de querer vengarse de ellas.
Satake alargó las manos y se agarró a la sencilla cabecera metálica de la cama, helada a causa del viento invernal que se filtraba por las ventanas. Sus palmas quedaron entumecidas. La desnudaría y la ataría ahí mismo. La amordazaría y la torturaría con las ventanas abiertas de par en par. Con el frío se le pondría la carne de gallina, cuyas minúsculas protuberancias cortaría con su navaja. Y si se resistía, siempre le quedaba la opción de destriparla. No iba a permitirle que le pidiera clemencia. Una mujer como Masako podía soportar eso y más.
Quizá al final le susurrara al oído, como lo había hecho la otra mujer, suplicándole que la llevara al hospital. Esas palabras le habían hecho debatirse entre el deseo de salvarla y el de compartir su muerte. Nunca había sentido nada igual a la mezcla de placer y dolor ante su muerte inminente. Al recordar la voz de la mujer se puso a temblar y, por primera vez desde que saliera de la prisión, tuvo una erección. Se bajó la bragueta, se cogió el pene y, respirando agitadamente a la par que expelía por la boca un vaho helado, empezó a masturbarse.
Por fin amaneció.
Satake se levantó y observó por la ventana la violácea silueta de las montañas y las nubes rojizas que dejaban paso al sol naciente. La figura del monte Fuji se alzaba imponente detrás de las montañas. Masako regresaría a casa con ojos soñolientos. Podía imaginarlo tan claramente que casi creía tocarla si alargaba la mano: su rostro malhumorado, sus gestos al encender un cigarrillo, sus pasos firmes sobre la gravilla del parking… También sabía exactamente la cara que había puesto mientras la había seguido por el camino que llevaba a la fábrica: una mirada llena de odio y rencor. Igual que la otra mujer.
«Duerme. Duerme tranquila. Hagas lo que hagas, te mataré», pensó Satake mirando en dirección al barrio donde vivía Masako.
Cuando el sol apareció en el cielo, cerró la puerta de la terraza y corrió las cortinas. En su piso anocheció de nuevo.
Desde el exterior le llegó el sonido de unos altavoces que anunciaban algún producto.
Satake abrió los ojos y echó un vistazo a su reloj: eran las tres de la tarde. Sin salir de la cama, encendió un cigarrillo y miró el techo, intentando averiguar si las manchas de color marrón eran reales o un efecto producido por las rendijas de las cortinas.
Encendió la lámpara que había al lado de la cama y miró la montaña de papeles que reposaban en el suelo. En la moqueta había manchas de comida de los anteriores inquilinos, pero los informes estaban ordenados y bien apilados: eran el resultado de la investigación que había encargado a una agencia de detectives. Yayoi, Yoshie, Kuniko y Masako. Y, gracias a las pistas obtenidas de Kuniko y Masako, Jumonji. En total le había costado casi diez millones de yenes.
Encendió otro cigarrillo y cogió los informes para releer la información que prácticamente se sabía de memoria. El primero era el de Yoko Morisaki, que había conseguido meterse en casa de Yayoi.
INFORME SOBRE YAYOI YAMAMOTO
Hijo mayor de los Yamamoto (5 años): «Aquella noche —la de la desaparición de Yamamoto— oí que papá había vuelto a casa. Mamá fue a recibirlo y estuvieron hablando en la entrada, pero a la mañana siguiente mamá me dijo que lo debía de haber soñado, o sea que no estoy seguro. Pero la noche anterior se pelearon y papá pegó a mamá. Tuve tanto miedo que no pude dormir. En el baño, vi varias veces el morado que mamá tenía en el estómago.»
Hijo menor de los Yamamoto (3 años): «Papá y mamá se peleaban a menudo. Como yo estaba siempre en la cama no lo sé, pero creo que cuando papá regresaba siempre gritaban. Entonces yo tenía miedo y me tapaba con el futón, como si estuviera dormido. De aquella noche —la de la desaparición de Yamamoto— no me acuerdo. Pero Milk —el gato huyó y ya no quiere entrar en casa. No sé por qué.»
Vecina (46 años): «Ella es muy guapa, de modo que cuando me enteré de que empezaba a trabajar de noche imaginé que habría otro hombre. De hecho, a menudo les oíamos discutir a media noche o a primera hora de la mañana. Ahora está más guapa que antes, y eso ha provocado muchos rumores en el barrio.»
Vecina (37 años): «He oído que el gato se acerca a los niños cuando éstos lo llaman, pero no quiere saber nada de su madre. Dicen que al verla sale corriendo asustado. Al saber que desde esa noche no ha querido entrar en casa, todo el mundo dice que debió de ver algo raro. Cuando pienso que su sangre y sus vísceras pudieron colarse por el sumidero de esa casa, se me ponen los pelos de punta.»
Yayoi Yamamoto no está muy bien vista en el barrio, especialmente por la transformación que ha experimentado desde el incidente. Las sospechas tienen su origen en su aparente indiferencia ante la muerte de su marido, da la sensación de que se ha liberado de una carga, además de que se la ve más guapa y más arreglada que antes.
Durante mi estancia en su casa, he podido observar varias muestras de alegría por la muerte de su marido. Por otro lado, tuve la ocasión de observar su reacción ante la llamada de la policía anunciándole la desaparición del propietario del casino que había sido detenido como sospechoso, y puedo asegurar que fue una reacción de alegría. Quizá pensara que la policía se centraba sólo en ese sospechoso y creyera que podría relajarse y olvidar el incidente. Cuando le pregunté por el hematoma que había mencionado su hijo mayor, me respondió que su marido le había pegado, pero no ofreció más explicaciones.
Como está a punto de recibir el dinero del seguro de vida de su marido, dice que va a dejar la fábrica. Sin embargo, cuando sus compañeras (especialmente Masako Katori) llaman por teléfono, suele adoptar una actitud sumisa; incluso parece temer a Masako. No he descubierto pruebas ni rumores de la existencia de otro hombre.
Está previsto que a finales de noviembre le ingresen cincuenta millones en su cuenta corriente.
INFORME SOBRE MASAKO KATORI
Vecina (68 años): «Su marido trabaja en una constructora. Parecen llevarse bien. Sin embargo, nunca les he visto salir juntos. Dicen que su hijo (diecisiete años) no habla con ellos. Antes nos molestaba con su música, pero últimamente no le oímos. Si me lo encuentro por la calle, nunca me saluda. Su madre tampoco es muy sociable, pero al menos saluda. Con todo, es una mujer un poco rara, y no cuida mucho su aspecto.»
Chica que estudia para los exámenes de ingreso en la universidad y vive al otro lado de la calle (18 años): «No pasa desapercibida, ya que siempre se va con su coche antes de medianoche y vuelve al amanecer. Desde mi escritorio veo su casa, de modo que puedo observar lo que pasa durante el día. Aquella mañana —el día siguiente a la desaparición de Yamamoto— recibió la visita de dos mujeres. Una iba en bicicleta y la otra en un coche verde. Creo que se fueron hacia el mediodía.»
Agricultor del barrio (75 años): «Aquella mañana —el día siguiente a la desaparición de Yamamoto—, una chica que salió de casa de los Katori intentó dejar su basura aquí y tuve que reprenderla. Llevaba unas bolsas que parecían pesar bastante, quizá diez kilos cada una. Cuando le llamé la atención, no opuso resistencia y se fue sin decir nada. Los Katori nunca han hecho algo así.»
Encargado de la fábrica (31 años): «Lleva dos años trabajando con nosotros. Es responsable y trabajadora. He oído que antes trabajaba en una empresa relacionada con la contabilidad, de modo que contemplo la posibilidad de ofrecerle un contrato fijo. En la cadena, sus capacidades están desaprovechadas. Se llevaba muy bien con Yoshie Azuma, Yayoi Yamamoto y Kuniko Jonouchi. Solían trabajar en equipo, pero desde lo sucedido con el marido de Yayoi sólo Masako y Yoshie trabajan juntas casi cada día.»
Antiguo compañero en Caja de Crédito T (35 años): «Masako era una empleada muy competente, pero su testarudez le hizo perder la confianza de sus superiores y de sus compañeros. No sé qué ha sido de ella.»
Masako Katori está bastante bien considerada tanto en su barrio como en su trabajo actual. Sin embargo, la mayoría de los que la conocen afirman no saber muy bien lo que está pensando. No existen rumores de relaciones extramatrimoniales, y su vida familiar parece estable. Aun así, nunca ha formado parte de ninguna organización y apenas se relaciona con sus vecinos.
En cuanto a su marido, tampoco hay relaciones extramatrimoniales. Sus compañeros afirman que muestra poco interés por su trabajo. Quizá por eso no tiene perspectivas de ascenso en la empresa constructora donde trabaja. Al hijo de los Katori lo expulsaron del instituto cuando cursaba primero. Actualmente trabaja por horas como enlucidor. Se rumorea que no se habla con sus padres.
En una fecha posterior al incidente, Yoshie Azuma y Akira Jumonji (Akira Yamada), del Million Consumers Center, se reunieron en casa de Masako Katori. Jumonji llegó en un Nissan Cima azul marino e introdujo un paquete de dimensiones considerables en la casa. Tres horas después, salió con ocho cajas y las metió en el coche. Desconozco el contenido y el destino de las cajas. A Jumonji pude identificarlo por la matrícula del Cima.
INFORME SOBRE AKIRA JUMONJI (AKIRA YAMADA)
Ex empleado de Million Consumers Center (25 años): «El jefe alardeaba de haber formado parte de una banda de Adachi llamada Los Budas de Seda. Al parecer, el cabecilla es el jefe de los Toyosumi. A la menor oportunidad nos echaba a sus colegas, lo que nos amilanaba bastante. Me estaba planteando dejar el trabajo. Ya sé que era una agencia de crédito de pacotilla, pero no tenía por qué ir proclamando a los cuatro vientos sus relaciones con las mafias.»
Empleado de una sala de juegos de Kabukicho (26 años): «Como le gustan las jovencitas, siempre venía a ligar con las colegialas. Yo solía reírme de él, pero lo cierto es que no le iba nada mal y siempre salía con una niña mona agarrada del brazo. Aseguraba que los negocios le iban viento en popa, pero creo que lo pasaba peor de lo que quería admitir. Era un tipo raro. Ya debe de saber que se había cambiado el nombre.»
Empleada de un club de su barrio (30 años aprox.): «El otro día vino diciendo que había cobrado una buena cantidad de dinero, pero como sé que se dedica a los créditos, sólo lo creí a medias. Es un buen cliente, pero a veces resulta un poco pesado.»
Los informes describían a la perfección lo que habían hecho Masako y sus compañeras. Sin embargo, últimamente se había juntado con ese tal Jumonji y, al parecer, había emprendido un negocio a pequeña escala: descuartizar cadáveres. Su tenacidad era increíble, se dijo Satake esbozando una sonrisa.
Cansado de leer, dejó los informes a un lado. Los altavoces aún sonaban en la calle. Corrió un poco las cortinas para que los débiles rayos del sol invernal entraran en el piso y contempló las minúsculas motas de polvo que flotaban en el aire, esperando con impaciencia a que se pusiera el sol. Quedaban varias horas hasta las siete, hora en que debía partir hacia su nuevo trabajo.
Al cabo de unos minutos sonó el interfono. Satake se levantó de un salto y escondió los informes debajo de la cama.
Al descolgar el interfono, oyó la voz afectada de Kuniko.
—¿Señor Sato? Soy Kuniko, la del cuarto.
La había pillado al vuelo. Satake sonrió y se aclaró la voz.
—Un segundo —dijo—. En seguida abro.
Descorrió las cortinas y abrió la puerta de la terraza para airear el apartamento. Mientras arreglaba las sábanas, se aseguró de guardar los informes en una bolsa.
Al abrir la puerta, una ráfaga del gélido viento del norte le hizo llegar el fuerte olor del perfume que llevaba Kuniko. Era Coco, de Chanel. Satake lo recordaba porque un cliente se lo había regalado a Anna y había tenido que decirle que no se lo pusiera para trabajar: los perfumes fuertes se pegaban a la ropa de los clientes y causaban problemas.
—Siento molestarle —dijo Kuniko mientras se alisaba el pelo y la falda.
—No se preocupe —repuso él—. Adelante.
—Gracias —dijo ella entrando en el apartamento.
Su voluminoso cuerpo ocupó el recibidor. Iba con un vestido negro, unas botas nuevas y un grueso collar dorado, como si fuera a salir. Fiel a su costumbre, Satake se fijó en sus prendas y accesorios: todos de imitación.
Mientras esperaba a que Satake la invitara a pasar al comedor, Kuniko miró con descaro hacia el interior del piso.
—Vaya, qué piso tan espacioso.
—Mi esposa se llevó todos los muebles. Es un poco triste, pero esto es todo lo que me dejó —explicó Satake señalando la cama al lado de la ventana.
Kuniko echó un vistazo a la cama e inmediatamente apartó la mirada, fingiendo incomodidad. Fue un gesto bastante coqueto, pero de haber sabido lo que Satake planeaba hacerle en esa cama hubiera salido de allí como alma que lleva el diablo.
—¿Le he despertado? —preguntó—. Me preguntaba si estaba bien. Como ayer no fue al trabajo…
—Era mi día libre.
—Ah. Bueno, en realidad venía a despedirme.
—¿A despedirse? —preguntó Satake sorprendido.
—He dejado la fábrica.
—Qué pena —comentó, intentando aparentar decepción.
—Pero no me mudo del bloque —le anunció alegremente—. Seguiremos siendo vecinos.
—Oh, cuánto me alegro —dijo Satake—. No es que sea un piso muy cómodo, pero si quiere pasar… —Kuniko se agachó para quitarse las botas. Las cremalleras le habían dejado una marca en las pantorrillas—. Espero que no le importe sentarse en la cama.
Kuniko se acercó a la cama sin decir una palabra, mientras Satake la observaba de espaldas, calculando los pasos que iba a dar. Todo sucedía más rápido de lo que había planeado, pero no se le presentaría una ocasión mejor. No había necesitado ninguna excusa para invitarla y, como había dejado el trabajo, nadie iba a echarla de menos.
—No tengo ni una mesa —dijo.
—Pues a mí me gusta así —respondió Kuniko sentándose en la cama—. Mi piso está tan lleno de trastos… —añadió, mirando extrañada a su alrededor—. Es como una oficina, ¿verdad? ¿Dónde guarda la ropa?
—No tengo nada más —respondió Satake señalando la cazadora y los pantalones que llevaba, arrugados después de la siesta.
Kuniko lo observó con detenimiento.
—Los hombres sois muy afortunados —dijo por fin Kuniko—. Podéis vivir casi sin nada —añadió, antes de sacar un cigarrillo de su bolso imitación Chanel. Satake dejó un cenicero limpio encima de la cama—. Cerca de aquí hay un bar que está bien —comentó mientras encendía el cigarrillo—. ¿Le apetece ir?
—Es que no bebo —respondió Satake.
Quedó decepcionada por la respuesta, pero pronto se recuperó.
—¿Y si vamos a cenar?
—De acuerdo. Estoy listo en un minuto.
Satake entró en el baño y se lavó la cara y los dientes. Al mirarse en el espejo vio que el pelo y la barba le habían crecido. Su aspecto ya no era el de un empresario de Kabukicho, sino el de un guardia de seguridad de mediana edad. Sin embargo, en el fondo de sus ojos vio que la fiera que había estado en letargo durante tantos años empezaba a despertar.
Se secó con una toalla y abrió la puerta. Kuniko seguía sentada en la cama, esperando.
—Kuniko, ¿qué le parece si pedimos algo de comer?
—¿Por ejemplo?
—¿Le apetece un poco de sushi?
—Buena idea —aceptó Kuniko con una sonrisa.
Satake no tenía la menor intención de llamar a ningún sitio: no quería que nadie supiera que Kuniko estaba en su apartamento.
—Le prepararé un café —dijo poniendo agua a hervir.
Lo del café era mentira: la cocina estaba tan vacía como el resto del piso. No obstante, abrió un armario y se quedó mirándolo, como si buscara algo. De repente, al sentir una presencia detrás de él, se volvió y se topó con Kuniko, que miraba por encima de su hombro.
—Pero si está vacío… —murmuró ella.
—¿El qué? —dijo él secamente.
Kuniko se quedó petrificada, como si acabara de pisar una serpiente en mitad de un camino.
—Sólo quería ayudar… —se excusó dando un paso hacia atrás.
Al volverse para dirigirse a la cama, Satake le pasó el brazo derecho por el cuello y le tapó la boca. Sus palmas se embadurnaron de pintalabios. Levantó el voluminoso cuerpo de Kuniko y, pese a que ésta pataleó unos segundos, su propio peso acabó por hacerla ceder a la presión de su brazo. Cuando Kuniko cayó al suelo inconsciente, Satake se encaminó hacia la cocina a apagar el fogón.
Al regresar al comedor, arrojó su cuerpo flácido sobre la cama y empezó a desnudarla. Terminada la operación, le ató las muñecas y los tobillos a la cama, tal como había imaginado esa misma mañana. Era un ensayo perfecto para lo que iba a hacerle a Masako. Sin embargo, al ver el cuerpo rollizo de Kuniko ante él, su deseo se esfumó y con él, el complicado plan que había elaborado. Con una mueca de hastío, hizo una bola con las bragas que le había quitado y se las metió en la boca.
Kuniko volvió en sí al instante y, con los ojos abiertos de par en par, miró desesperadamente a su alrededor para intentar averiguar qué estaba pasando.
—No vas a gritar, ¿verdad? —le advirtió en voz baja pero con un tono amenazante.
Kuniko negó con la cabeza, y Satake le quitó las bragas de la boca, de manera que un hilo de saliva quedó suspendido en el aire.
—No me hagas daño, por favor —le suplicó ella—. Haré todo lo que me digas.
Satake la ignoró. Estaba ocupado poniendo bolsas de basura debajo de su cuerpo para que no le ensuciara las sábanas.
—¿Qué haces? —preguntó ella mientras se revolvía en la cama.
—Nada. No te muevas.
—Por favor —insistió ella, con lágrimas en los ojos—. No me hagas daño.
—Yayoi mató a su marido, ¿verdad?
—Sí, sí —confesó Kuniko asintiendo con la cabeza.
—Y tú, Masako y Yoshie descuartizasteis el cuerpo.
—Sí.
—¿Fue idea de Masako?
—Sí.
—¿Y cuánto os pagó Yayoi?
—Quinientos mil a cada una.
Satake soltó una carcajada al darse cuenta de que lo habían hecho por una miseria. Aun así, por su culpa él había perdido los negocios que tanto esfuerzo le había costado levantar.
—¿Masako también?
—No, ella no cobró nada.
—¿Y por qué?
—Porque es una arpía —dijo Kuniko soltando la primera palabra que le pasó por la cabeza.
Satake volvió a reír.
—¿Cómo se conocieron Masako y Jumonji?
Kuniko dudó unos instantes, sorprendida de que ese hombre supiera tantas cosas sobre ellas.
—Creo que ya se conocían.
—¿Y por eso te prestó el dinero?
—No. Fue una casualidad.
—Menuda historia —le espetó mientras ella rompía de nuevo a llorar—. Un poco tarde para echarse a llorar, ¿no crees?
—No me hagas daño. Te lo suplico.
—Un momento —dijo él—. ¿Cómo se enteró Jumonji?
—Yo se lo conté.
—¿Se lo has explicado a alguien más?
—No.
—¿Sabías que tus compañeras han abierto un pequeño negocio haciendo lo mismo que hicisteis a Yamamoto? —Mientras hablaba, Satake se sacó el grueso cinturón de cuero. Al verlo, Kuniko empezó a mover la cabeza con frenesí—. ¿Lo sabías? —insistió Satake.
—¡No! —exclamó Kuniko.
—O sea que no confían en ti. Ya no te necesitan.
Satake le enrolló el cinturón alrededor del cuello, y Kuniko intentó soltar un grito que ahogó en un gemido. Al ver que aún necesitaba amordazarla, Satake recogió las bragas del suelo y se las metió hasta la garganta. A pesar de que Kuniko dejó de respirar y se quedó con los ojos en blanco, él dio un último tirón al cinturón con todas sus fuerzas. Era el segundo asesinato que cometía, pero no sintió ninguna emoción.
Desató el cadáver de la cama y lo puso en el suelo, donde lo envolvió en una manta. A continuación, lo sacó a la terraza y lo colocó en un rincón, a salvo de las miradas indiscretas de los vecinos. Al alzar la cabeza, vio que el sol se estaba escondiendo detrás de las montañas que había visto esa misma mañana y que ahora se fundían con la oscuridad que las rodeaba.
Después de cerrar la puerta de la terraza, examinó el contenido del bolso de Kuniko. Cogió varios billetes de diez mil yenes de la cartera y dos juegos de llaves: el primero, del Golf, y el segundo, tal vez de su apartamento. A continuación, metió la ropa y los zapatos en una bolsa y, después de coger sus llaves y la cartera, salió al pasillo con la bolsa en la mano. Había anochecido y, si bien el viento había amainado, era incluso más frío que el de la mañana. Subió al piso de arriba por la escalera de emergencia y echó un vistazo al pasillo. Por suerte, no había nadie. Entonces, evitando como pudo los triciclos y las plantas que abarrotaban el pasillo, llegó hasta la puerta del piso de Kuniko y la abrió con la llave que le había cogido del bolso.
Vio ropa nueva, bolsas y envoltorios. Vació la bolsa con las prendas de Kuniko y salió de la vivienda. Después de comprobar que no había nadie en el pasillo, cerró la puerta y se dirigió al ascensor.
Al llegar a la planta baja, arrojó la llave a una papelera y se encaminó al parking que había detrás del edificio para recoger su bicicleta. Pocos instantes después se convertiría en un guardia de seguridad de camino a su trabajo.
Jumonji estaba en el cielo.
A su lado había una preciosa colegiala con el uniforme de un famoso instituto. El pelo teñido de castaño le caía sobre las mejillas, de piel tersa y clara, y tenía los labios rosados permanentemente entreabiertos. Sus cejas arqueadas resaltaban sus bonitos ojos y su minifalda apenas cubría sus piernas de modelo.
—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Jumonji esforzándose para que su voz no traicionara su excitación.
—Me da igual —murmuró ella con una voz dulce y rasposa—. Lo que tú quieras.
Su cuerpo desprendía un olor que Jumonji no acertaba a identificar. Vestía ropa de marca. Era una chica perfecta, como un milagro caído del cielo. ¿De dónde habría salido? Era completamente distinta a las colegialas con las que Jumonji acostumbraba a salir, chicas que se pasaban horas y horas en bares deprimentes y cuyo pelo olía a champú barato. Sin embargo, gracias al dinero que había conseguido con su nuevo negocio, podía permitirse llevar a esa chica a un buen hotel sin dejarse impresionar por los cien mil yenes que ella le había pedido por adelantado.
—¿Qué te parece si vamos a un hotel?
—Como quieras.
—¿Quieres decir que…?
La chica asintió tímidamente, y él empezó a pensar en un hotel al que pudieran llegar antes de que ella cambiara de idea. En ese momento, su móvil empezó a sonar en el bolsillo.
—Perdona un segundo —dijo. Ese día había delegado su trabajo en la agencia en una empleada de confianza para así poder divertirse. Pensando que se trataba de ella, contestó con brusquedad—. Jumonji, ¿diga?
—¿Akira? ¿Dónde estás, chaval? —dijo una voz monótona pero inconfundible.
—¿Soga? ¿Qué tal? Gracias por lo del otro día.
La chica notó cómo cambiaba de tono y se dio la vuelta enfadada. Ante el temor de que escapara, Jumonji la cogió del brazo.
—No tienes por qué agradecérmelo —repuso Soga—. ¿Estás en Shibuya? —preguntó intrigado por el ruido de fondo.
—Sí, bueno… —comentó Jumonji dándole a entender lo inoportuno de la llamada.
—¿De veras? No me digas que un tipo tan serio como tú va a ligar a Shibuya.
—Es que… —dijo Jumonji rascándose la cabeza.
Seguía agarrado al brazo de la chica, quien miraba a su alrededor, sin disimular las ganas de liberarse de él. Había muchos hombres en Shibuya que, al igual que Jumonji, deseaban estar con una joven como ésa. De hecho, algunos se le habían acercado. Al ver sus ojos ávidos, Jumonji empezó a impacientarse.
—¿De qué color te has teñido el pelo? —prosiguió Soga, aprovechando la ocasión para chincharle.
—¿Querías algo?
—Estás con una chica, ¿verdad? Mira que eres asaltacunas…
—Llámalo como quieras —respondió Jumonji—. Oye, ¿no podríamos hablar más tarde?
—Pues no —contestó Soga con seriedad—. Tenemos un trabajillo.
—¿Qué? —exclamó Jumonji soltando a la chica, que aprovechó la ocasión para desaparecer con dos o tres tipos iguales a él que merodeaban por allí.
«¡Mierda!», pensó Jumonji al ver cómo se alejaba, con su minifalda y su precioso trasero. Pero los negocios eran los negocios. Con el dinero que ganaría, podría permitirse diez chicas como ésa. Centrándose en la conversación, pidió disculpas a Soga.
—Perdona, estaba un poco distraído.
—Vaya, ¿se te ha escapado? —dijo Soga—. Mejor así. Más te vale estar centrado. Si la cagas, eres hombre muerto.
Al imaginar la mirada de su socio pronunciando esas palabras, Jumonji notó un sudor frío en las axilas.
—Lo siento.
—Bueno, de todos modos, el primero no fue nada mal. El cliente quedó satisfecho.
—Oh.
La conexión falló unos instantes. Jumonji se apartó del gentío para refugiarse bajo un toldo.
—Sólo tienes que hacerlo igual de bien. Lo tendremos esta noche.
—¿Esta noche? —repitió Jumonji, preguntándose si podría ponerse en contacto con Masako.
Consultó su reloj y comprobó con alivio que eran las ocho. A esa hora aún estaría en casa.
—Es carne fresca. No podemos esperar mucho.
—Entendido.
—Hemos quedado en la entrada trasera del parque Koganei, a las cuatro.
—Ahí estaré.
—Esta vez nos llega por otra vía —dijo Soga con un tono más apagado de lo habitual—. También iré yo, para asegurarme de que todo salga bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jumonji.
Los jóvenes que pasaban por su lado lo miraban extrañados, quizá porque no estaban acostumbrados a ver a alguien hablando con tanta seriedad por un móvil.
—El viejo del otro día me lo proporcionó un proveedor de total confianza, pero el de hoy ha aparecido de la nada.
—¿Cómo? ¿No pertenece a tu círculo de contactos?
—No —explicó Soga—. Al parecer, el tipo ha oído hablar del servicio y quiere que lo hagamos nosotros. Cuando le he dicho que le iba a costar diez millones, ni se ha inmutado.
—Así te sacas un millón más.
—Y tú también —repuso Soga, adoptando el papel de patrón generoso.
Jumonji había olvidado a la chica y recuperado el buen humor. Si no informaba a Masako, se sacaría tres millones de una tajada.
—Muchas gracias, Soga.
—Recuerda que toda precaución es poca. Iré acompañado. Quizá sea mejor que desempolves tu katana.
—No digas bobadas —dijo Jumonji con una sonrisa.
En cuanto colgó, se preguntó si Soga habría hablado en serio respecto a lo de la katana, pero estaba demasiado excitado ante la perspectiva de ganar dinero como para preocuparse. Sacó su agenda del bolsillo y buscó el número de Masako; si no conseguía ponerse en contacto con ella, se vería obligado a pasar otro día errando por la ciudad con un cadáver en el maletero.
Masako respondió inmediatamente. A juzgar por su voz, estaba resfriada.
—Tenemos otro trabajo —le anunció—. ¿Le va bien?
—¡Vaya, qué rápido! —exclamó ella.
—Será que lo hicimos bien —dijo él. En lugar de sumarse a su entusiasmo, Masako guardó silencio. Jumonji captó su incomodidad, pero tenía que convencerla—. Cuento con usted, Masako.
—¿Y si te niegas? Sólo por esta vez.
—¿Por qué?
—No tengo buenas vibraciones.
—Es sólo el segundo trabajo —dijo Jumonji—. Si no lo acepto, mi reputación caerá en picado.
—Mejor eso que arriesgarse a algo peor —dijo Masako enigmáticamente.
—¿Qué quiere decir?
—No sé… Algo me huele mal.
—Quizá no se encuentre bien, pero eso no tiene nada que ver con el trabajo —insistió Jumonji empezando a desesperarse—. Tengo que ir hasta Kyushu para deshacerme de él. Usted no es la única que se arriesga.
—Ya lo sé —murmuró ella.
Jumonji se enfadó.
—Si se echa atrás, me veré obligado a recurrir a la Maestra. Y si ella tampoco quiere, a Kuniko. Esa foca haría cualquier cosa por dinero, ¿no es así?
—No lo hagas —respondió Masako—. Si mete la pata, nos vamos todos al garete.
—¡Por eso mismo! —exclamó Jumonji—. Lo haremos como la primera vez. Cuento con usted.
—De acuerdo —transigió finalmente Masako—. Por cierto, ¿puedes proporcionarnos unas gafas protectoras?
En cuanto tomaba una decisión, le gustaba ir al grano. Jumonji suspiró aliviado.
—Llevaré las que uso para ir en moto.
—Perfecto. Te llamaré si surge algún contratiempo.
Satisfecho por cómo había ido la negociación, Jumonji cortó la comunicación y miró su reloj. Quedaban varias horas hasta las cuatro. ¿Tendría tiempo de encontrar a una joya como la de antes? Con lo que iba a cobrar, podría pagar lo que le pidiera. Se volvió de nuevo hacia la calle para iniciar su búsqueda. No podía perder tiempo pensando en por qué Masako se había mostrado tan reticente a aceptar el trabajo.
Las cuatro de la madrugada. Jumonji aparcó el Cima en la entrada trasera del parque Koganei.
Detrás de la verja que daba a la calle crecía un espeso muro de vegetación. Al otro lado de la calle se alzaba una hilera de casas con los postigos cerrados. No había ninguna farola, y la zona estaba oscura y desierta. Jumonji miró hacia los árboles del parque, intentando ignorar el inquietante crujido de las hojas. De pronto recordó que Kuniko había dejado cerca de allí la parte del cadáver de Kenji que le correspondía, y la coincidencia no le pareció un buen augurio.
Hacía frío. Se sorbió la nariz, y al intentar abotonarse la americana se dio cuenta de que no le quedaba ni un solo botón. Era culpa de la chica a la que había intentado llevarse a la cama. La había tomado por una colegiala, pero tenía veintiún años. Al salir del baño, la había pillado rebuscando en su americana. Los botones debían de haberse caído al arrebatársela de las manos. «Mala suerte», se dijo, aunque se apresuró a olvidar esas palabras. Dentro de pocas horas cobraría tres millones de yenes. No podía decir que tuviera mala suerte. Mientras se esforzaba por ver las cosas con optimismo, oyó el motor de un coche que se acercaba por la derecha e iluminaba con los faros la parte trasera del Cima.
—Buenas —lo saludó Soga con cara de sueño.
A pesar de la hora, llevaba un abrigo de cachemira beige sobre un traje negro. Iba acompañado por el chico del pelo teñido de rubio, que estaba al volante, y por otro muchacho con la cabeza rapada que se bajó al mismo tiempo que él del Nissan Gloria negro.
—Gracias por venir —le dijo Jumonji.
—Tengo curiosidad por ver qué pinta tiene ese tipo —dijo Soga alzándose el cuello del abrigo y metiendo las manos en los bolsillos.
—El tipo y su mercancía —comentó Jumonji.
—Claro. Si está dispuesto a pagar diez millones, debe de ser digno de ver.
—Tienes razón.
—¿Piensas meterlo ahí? —preguntó Soga señalando el Cima.
—¿Dónde si no?
—¡Uf! ¡Qué asco! —exclamó Soga con una mueca.
La primera vez, el chico rubio y el de la cabeza rapada le habían traído el cadáver y el dinero, y Soga se había limitado a organizado todo por teléfono. Jumonji se había molestado porque cobrara dos millones sólo por eso.
—No es más que una parte del trabajo.
—Bueno, tú sabrás —le dijo Soga, tras darle un golpecito en el hombro.
En ese momento vieron los faros de una furgoneta que se les acercaba desde el otro lado. Por un instante a Jumonji le pareció que se trataba de un animal a punto de embestirlos.
—Es él —dijo Soga.
Apagó el cigarrillo contra la verja y le dio la colilla al chico teñido de rubio.
—¿Qué hago con esto? —preguntó el joven.
—No podemos dejar ninguna prueba aquí, imbécil. Cómetela.
—¿Me la como?
—Guárdala donde quieras, estúpido.
El chico se apresuró a meter la colilla en el bolsillo de su chaqueta. Jumonji tragó saliva. Había dejado de tener frío.
La furgoneta se detuvo frente a ellos, pero los faros siguieron encendidos, impidiéndoles ver la matrícula. La puerta del conductor se abrió y salió un hombre. Iba solo. Era alto y fornido, y vestía de forma sencilla: pantalones de trabajo y una cazadora. Su gorra le tapaba la cara. Sin embargo, al verlo, a Jumonji se le puso la carne de gallina.
—Soy Soga, de los Toyosumi —se presentó Soga.
—¿Qué hace aquí tanta gente? —murmuró el hombre.
—Lo siento. Como no ha venido por la vía normal… ¿Podría decirnos cómo se ha enterado de nuestro servicio?
—¿Acaso importa?
—Sí.
—No insista —dijo el hombre al tiempo que sacaba un sobre del bolsillo de su cazadora y se lo alargaba.
Soga lo cogió y comprobó el contenido. Jumonji miró por encima de su hombro y vio varios fajos de billetes de diez mil. Después de contar el dinero, Soga asintió con la cabeza.
—Muy bien —dijo—. Adelante.
El hombre abrió la puerta de la furgoneta. En el interior había un bulto con forma humana envuelto en una manta. Era un cuerpo bajo y grueso. Una mujer, pensó Jumonji paralizado. Nunca había contemplado esa posibilidad.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? —le preguntó el hombre con sorna al tiempo que tiraba del cadáver para sacarlo.
Los chicos de Soga se acercaron para ayudar, pero el hombre dejó caer el cadáver sobre el asfalto y cerró la puerta. Sin volverse, se subió a la furgoneta, dio marcha atrás, y se fue por donde había venido. El sonido del motor resonó por la calle durante unos segundos hasta desaparecer. Todo fue visto y no visto.
—Menudo mal rollo —comentó Jumonji.
—¿Qué esperas de un asesino? —repuso Soga con una sonrisa.
¿Realmente la habría matado él?, se preguntó Jumonji mientras miraba el cuerpo rechoncho envuelto en una manta y atado con una cuerda.
—¿Por qué se ha ido dando marcha atrás?
—Para que no viéramos la matrícula, imbécil —respondió Soga—. Y para asegurarse de que no le seguimos.
Jumonji empezó a temblar al darse cuenta del lío en que se había metido. Debía haberlo imaginado al ver la furgoneta.
Soga abrió el sobre, cogió tres fajos y le dio el resto a Jumonji.
—Toma —le dijo—. Todo tuyo.
Jumonji se guardó el sobre en el bolsillo y observó a los esbirros de Soga mientras introducían el bulto en el maletero del Cima.
—Es una mujer, ¿verdad? —preguntó como si se tratara de un trasto viejo.
—Eso parece —coincidió Soga volviéndose hacia él—. Igual es una colegiala.
—No digas eso —respondió Jumonji, que sintió un escalofrío, provocado en parte por el aire helado del amanecer.
Los esbirros cerraron el maletero con un fuerte golpe y se alejaron del coche olisqueando y frotándose las manos, como si acabaran de tocar algo sucio.
—Nos vamos —dijo Soga, y le dio un golpecito en el hombro—. Que te vaya bien.
—Soga —dijo Jumonji mirándolo a los ojos.
No quería quedarse solo. Soga se lamió los labios inquieto.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?
—No.
—No la cagues, ¿me oyes? Hay mucho en juego.
El chico rapado había abierto la puerta del Gloria y esperaba a Soga. Éste se subió al coche y le hizo una señal para que arrancara. A los pocos segundos, Soga y sus muchachos desaparecieron por donde habían venido, como si huyeran del escenario de un crimen. Jumonji se quedó en la calle, a oscuras. Tras vencer las ganas de salir corriendo, entró en el Cima y arrancó. Era la primera vez en su vida que tenía tanto miedo.
Cuando llevaba unos minutos conduciendo por las calles de la ciudad, se dio cuenta de que no temía tanto al cadáver que llevaba en el maletero como al hombre que se lo había entregado.
Finalmente, Masako dejó atrás el resfriado.
Al mirarse en el espejo vio un rostro pálido, pero sin los signos de embotamiento en los ojos y la nariz que le habían causado tantas molestias durante toda la semana. Pensó que era una ironía que se hubiera recuperado para cumplir ese encargo.
Por suerte, Yoshiki se había ido a la oficina a la hora habitual, y Nobuki también había salido a primera hora. Desde su última conversación, Yoshiki parecía más propenso a encerrarse en su cuarto. Como Masako le había anunciado su intención de irse, hacía lo posible para reforzar sus defensas y no sentirse herido. Parecían estar separados pese a vivir bajo el mismo techo, si bien la situación no la entristecía. Por su parte, Nobuki había empezado a comunicarse de nuevo y, aunque sus preguntas se limitaban a asuntos prácticos como la comida, por lo menos era un avance.
Sacó el jabón y los botes de champú del baño, extendió la tela encerada y abrió la ventana para que se disipara la humedad de la noche anterior. Iba a ser un día inusualmente caluroso para la época del año. Sin embargo, ni su recuperación ni el buen tiempo eran suficientes para mitigar su inquietud. ¿Cómo podía explicárselo a Jumonji y a Yoshie cuando se habían mostrado encantados de recibir el nuevo pedido? ¿Qué significaba esa «presencia»?
A decir verdad, Masako empezaba a tener una vaga idea de su identidad. Se le había ocurrido mientras guardaba cama por el resfriado, si bien no tenía ninguna prueba en que basar sus suposiciones.
Después de cerrar la ventana y echar el pestillo, se dirigió al pasillo. Estaba impaciente, una impaciencia que no era fruto de la expectación sino del miedo. No obstante, no temía tanto la llegada del cadáver como lo que podía suceder después. El hecho de no saber qué le depararía el futuro la convertía en un manojo de nervios.
Se puso las sandalias de Nobuki y salió al recibidor. No podía entrar en casa y quedarse esperando, pero tampoco salir a recibir a Jumonji, de modo que se quedó ahí de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho para controlar su miedo.
—Mierda —murmuró.
Todo le parecía mal. No soportaba haberse visto superada por las circunstancias y no haber tenido tiempo de prepararse. Quizá fuera eso lo que esa «presencia» quería.
Aunque fuera sólo unos minutos, el Cima de Jumonji aparcado frente a su casa llamaría la atención, por lo que había pensado en utilizar su Corolla, pero no habían tenido tiempo. La primera vez había salido bien, pero nadie les garantizaba que en la segunda tuvieran la misma suerte. Le daba rabia haberse involucrado en algo tan mal organizado, y tenía la impresión de haber cometido algún error, de olvidar algo. Mientras dudaba, aún de pie en el reducido espacio del recibidor, su inquietud se fue hinchando como un globo a punto de explotar.
Era una mañana calurosa. El barrio estaba tan tranquilo como de costumbre. En el campo del otro lado de la calle se alzaba una columna de humo. Sólo se oía el silbido lejano de un avión a reacción y el ruido de alguien fregando los platos. Era una mañana típica de un barrio de las afueras. Masako observó el suelo rojo del solar de enfrente. La mujer que había manifestado interés en comprarlo no había vuelto a aparecer. Todo seguía como siempre, pero aun así no las tenía todas consigo.
Se oyó el ruido de una bicicleta al frenar.
—¡Buenos días! —exclamó Yoshie.
Vestía su habitual chándal gris y un viejo canguro negro que debía de haber heredado de Miki. Masako se fijó en sus ojos, enrojecidos y entrecerrados: los mismos que ella tendría si hubiera ido a trabajar.
—Hola, Maestra —la saludó Masako—. ¿Estás a punto?
—Sí, claro —respondió Yoshie más entusiasmada que de costumbre—. A decir verdad, tenía ganas de tener otro trabajo. ¿Recuerdas que te lo comenté?
—Date prisa —la apremió Masako mientras dejaba la bicicleta en el porche.
Yoshie se apresuró a entrar en casa y se quitó los zapatos.
—¿Qué tal tu resfriado? —le preguntó preocupada.
No se veían desde el día en que Masako había ido a su casa bajo la lluvia.
—Ya está curado.
—Me alegro. Pero no creo que este trabajo sea bueno para tu salud, con tanta agua y todo lo demás.
Se refería al hecho de que la última vez habían comprobado que era mejor dejar el grifo abierto mientras descuartizaban el cadáver.
—¿Y en la fábrica? ¿Todo igual?
—Pues no —respondió Yoshie en voz baja—. Kuniko lo ha dejado.
—¿Eh? ¿Kuniko?
—Sí. Hace tres días. El jefe intentó convencerla, pero ya sabes cómo es. No hemos vuelto a verla —explicó mientras se quitaba el canguro y lo doblaba con cuidado. Masako observó distraídamente el gastado forro blanco—. Yayoi tampoco viene. Como me aburría sin vuestra compañía, he puesto la cadena a dieciocho. Si hubieras visto cómo se quejaban las demás. Son unas niñatas.
—Ya lo creo.
—Por cierto, anoche el brasileño preguntó por ti.
—¿El brasileño?
—Ese chico… Miyamori.
—¿Qué quería?
—Me preguntó si habías dejado el trabajo. Creo que le gustas.
Sin hacer caso del tono burlón de Yoshie, Masako recordó el rostro ofendido de Miyamori mirándola de pie en medio del camino que llevaba a la fábrica. Le pareció una imagen muy lejana. Yoshie esperó un momento a que dijera algo, pero al ver que no lo hacía prosiguió.
—Su japonés ha mejorado muchísimo, como todavía es joven…
Yoshie estaba muy locuaz, tal vez como consecuencia de la tensión acumulada ante la tarea que les aguardaba. Masako dejaba que las palabras de su compañera le resbalaran como gotas de lluvia y esperaba a que amainara para exponerle sus temores. En ese momento oyeron un coche acercarse.
—¡Ya está aquí! —exclamó Yoshie irguiéndose.
—Un momento —dijo Masako mientras miraba por la mirilla de la puerta de entrada.
El Cima de Jumonji estaba aparcando frente a su casa. Era la hora prevista. Masako entreabrió la puerta y se asomó. Jumonji salió del coche con la cara grasienta después de pasar la noche en vela.
—Masako —le susurró a través de la puerta—, creo que el cadáver de hoy no te va a gustar en absoluto.
—¿Por qué?
—Es una mujer —murmuró.
Masako chascó la lengua. El trabajo era horrible de por sí, pero aún lo era más descuartizar un cuerpo semejante al suyo. Después de mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie los viera, Jumonji abrió el maletero. Al ver el bulto enrollado en una manta, Masako se echó atrás. El cadáver del viejo que habían descuartizado también era bajo, pero muy delgado, apenas tenía carne. Sin embargo, esta vez se trataba de un cuerpo rechoncho con el torso abultado.
—¿Qué pasa? —preguntó Yoshie acercándose por detrás.
Al ver el fardo soltó un grito. A Kenji y al anciano también los habían envuelto en una manta, pero la meticulosidad con que habían atado a ese cadáver tenía cierto aire siniestro.
—Entrémoslo —dijo Jumonji.
Alargó los brazos hacia el bulto sin mirarlo. Masako cogió un extremo del cuerpo flácido y pesado, y entre los dos lo llevaron hasta el baño. Al dejarlo sobre la tela encerada, se miraron intrigados.
—He pasado mucho miedo. El tipo que me lo entregó era horrible.
—¿Por qué?
—Llevaba escrito en la cara que la había matado.
—¿Por qué dices eso? —inquirió Yoshie llevándose una mano al pecho—. Sólo lo entregó, ¿no?
—Ya sé que parece raro, pero supe de inmediato que había sido él quien la había asesinado —repuso alzando la voz.
Tenía los ojos inyectados en sangre. Masako no replicó, pero estaba de acuerdo con él. En el caso de Yayoi, también ella había pensado lo mismo: la noche en la que había matado a Kenji no parecía la misma.
—Venga, ábrelo —dijo Yoshie—. Eres el hombre.
—¿Yo?
—Pues claro.
Jumonji cogió las tijeras, temeroso, se agachó y cortó la cuerda. A continuación, cogió un extremo de la manta y tiró de él, dejando al descubierto unas piernas blancas y gruesas, con manchas moradas en las pantorrillas. Yoshie soltó un grito y se escondió detrás de Masako. Después apareció un tronco rollizo, sin aparentes signos de violencia y con los pechos henchidos caídos a ambos lados. La mujer, aunque gorda, estaba en la flor de la vida.
El cadáver estaba completamente desnudo, pero la cabeza seguía envuelta en la manta, como si se negara a revelar su identidad. Masako se agachó para ayudar a Jumonji a destapar el cuerpo y su mano se quedó paralizada en el aire: la cabeza estaba cubierta con una bolsa de plástico negro atada al cuello con una cuerda.
—Esto es horrible —comentó Yoshie mientras salía del baño.
Jumonji estaba pálido, parecía a punto de vomitar.
—No le habrán destrozado la cara, ¿verdad? —preguntó horrorizado.
—Un momento —dijo Masako con un presentimiento.
Cogió las tijeras y cortó la bolsa rápidamente.
—Es Kuniko.
Ahí estaba: el rostro flácido, la lengua fuera y los ojos entreabiertos. Con la presencia de ese cuerpo conocido, el baño, que hasta entonces no había sido más que el lugar destinado a descuartizar cadáveres, se convirtió en un velatorio. Jumonji se quedó petrificado; Yoshie empezó a sollozar.
—¿Cómo era ese tipo? —preguntó Masako a Jumonji—. ¿Quién era?
—No lo he visto bien —respondió exhausto—. Era alto y fuerte, y tenía una voz profunda.
—Eso no nos sirve de nada —repuso Masako exasperada.
—¿Cómo quiere que sepa quién era? —se quejó Jumonji mirando hacia otro lado.
Yoshie lloraba sentada en la pequeña sala que daba acceso al baño.
—Es un castigo del cielo —repetía—. No teníamos que habernos metido en este embrollo.
—¡Cállate! —le ordenó Masako mientras salía del baño y la agarraba del cuello de la camisa—. ¿No lo entiendes? Van a por nosotros.
Yoshie la miró atónita, no entendía lo que Masako intentaba explicarle.
—¿Qué quieres decir?
—¿Quieres más pruebas? Nos han enviado a Kuniko.
—Tal vez se trate de una casualidad —murmuró Yoshie.
—Pero ¿qué dices? —exclamó Masako exaltada.
Se puso un dedo en la boca y se lo mordió para controlarse.
—Cuando me dijeron que fuera a recogerlo al parque Koganei —intervino Jumonji—, me pareció un mal presagio.
—¿Al parque Koganei? —repitió Masako sintiendo un escalofrío. O sea que lo sabían todo. Y por eso habían matado a Kuniko y se la habían entregado a modo de amenaza. Pero ¿por qué? Se volvió para mirar el rostro inexpresivo de Kuniko—. ¡Imbécil! —le gritó—. ¡Al menos podrías contarnos qué es lo que sucede!
Jumonji la cogió del brazo.
—¿Se encuentra bien, Masako?
—¿Qué te pasa? —dijo Yoshie boquiabierta.
—Quizá ahora me creáis.
—¿El qué?
—Que van a por nosotros —dijo girándose para mirarlos—. Se metieron en casa de Yayoi para espiarla, y también husmearon por aquí. Ahora han encontrado a Kuniko, la han matado y nos la han enviado.
—Pero ¿por qué? —preguntó Yoshie medio llorosa—. Aunque hayan matado a Kuniko, ¿por qué iban a enviarla aquí? Tiene que ser una coincidencia.
—No seas ingenua —insistió Masako—. Quieren que sepamos que están al corriente de todo.
—Pero ¿por qué?
—Venganza —dijo Masako.
En el instante en que pronunció esa palabra, el misterio pareció resolverse por sí solo. Ese tipo quería venganza, una venganza cara y complicada. Al principio había pensado que iba tras el dinero del seguro, pero se había equivocado. Si hubiera querido dinero, no se hubiera gastado diez millones para asustarlos enviándoles el cadáver de Kuniko. Era terrible. Masako luchaba desesperadamente para no romper a llorar.
—Pero ¿quiénes son? —preguntó Jumonji con el ceño fruncido.
—Quizá sea el propietario del casino. Es el único de quien sospecho.
Jumonji y Yoshie se miraron.
—¿Cómo se llama? —quiso saber Jumonji.
—Mitsuyoshi Satake —respondió después de consultar el periódico—. Tiene cuarenta y tres años. Lo dejaron libre por falta de pruebas y después desapareció.
—¿El tipo que viste podía tener cuarenta y tres años? —le preguntó Yoshie a Jumonji.
—No lo sé. Estaba oscuro y llevaba una gorra. Pero la voz quizá sí fuera la de un hombre de esa edad. O sea que yo soy el único que lo ha visto —añadió Jumonji con una mueca, como si hubiera recordado algo desagradable—. Espero no tener que verlo nunca más.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Yoshie echándose de nuevo a llorar—. ¿Qué voy a hacer?
—Coge el dinero y vete —le dijo Masako mientras seguía mordiéndose el dedo.
—No puedo irme —respondió Yoshie.
—Entonces, tendrás que andarte con cuidado.
Dicho esto, Masako se volvió hacia el cadáver de Kuniko. Eso era lo primero que había que solucionar. ¿Tenían que descuartizarlo? En realidad, no había ninguna necesidad de hacerlo, puesto que el cliente no estaba interesado en hacerla desaparecer. Aun así, era muy arriesgado deshacerse de ella tal cual.
—¿Qué hacemos con Kuniko? —preguntó finalmente.
—Vayamos a la policía —propuso Yoshie sentada al lado de la lavadora—. No quiero acabar como ella.
—Si acudimos a la policía, nos detendrán a todos. ¿Es eso lo que quieres?
—No —respondió Yoshie—. Entonces, ¿qué hacemos?
—Deshacernos de ella —dijo Jumonji sin dejar de mirar los grandes pechos de Kuniko.
—¿Dónde?
—Donde sea. Y después haremos como si nada hubiera sucedido.
—Estoy de acuerdo —dijo Masako—. Pero tenemos que asegurarnos de que la culpa del asesinato recaiga en Satake.
—¿Y cómo? —inquirió Jumonji observándola con escepticismo.
—No lo sé. Pero tenemos que demostrarle que no le tenemos miedo.
—¿Qué necesidad hay de hacer eso? —preguntó Yoshie, incrédula—. ¿Acaso te has vuelto loca?
—Tenemos que devolverle el golpe. Si no, acabará con todos nosotros.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? —insistió Jumonji mientras se acariciaba la barba de dos días.
—Tal vez devolviéndole el cadáver de Kuniko.
—No sabemos dónde vive —objetó Yoshie con las manos en la cara.
—Tienes razón —admitió Masako.
—Un momento —dijo Jumonji haciendo un gesto con la mano—. Pensemos con calma. Es importante.
De repente, Masako se dio cuenta de que Kuniko tenía algo en la boca, así que se puso unos guantes de plástico y se lo sacó. Eran unas bragas negras de encaje. Al recordar la ropa interior barata que solía llevar en la fábrica, pensó que se las había puesto esperando que alguien se las quitara.
—Le debieron servir de mordaza mientras la estrangulaba —observó Jumonji horrorizado, con los ojos fijos en las marcas que Kuniko tenía en el cuello.
—Jumonji, ¿pudiste ver si ese tipo era atractivo? —le preguntó Masako con las bragas en la mano.
—No le vi bien, pero sí, parecía apuesto.
Debía de ser un ligue, pensó Masako al tiempo que intentaba recordar si Kuniko había mencionado a algún hombre. Sin embargo, últimamente no habían hablado mucho, de modo que no sabía nada de su vida sentimental.
—Supongo que sólo nos queda una alternativa: descuartizarla —dijo encogiéndose de hombros.
—Conmigo no cuentes —murmuró Yoshie—. No pienso participar en esta locura.
—O sea que no necesitas el dinero —dijo Masako—. Olvídate del millón que te prometí. Lo haré sola y cobraré tu parte.
—Un momento —repuso Yoshie levantándose de un salto—. Tengo que mudarme de casa.
—Tienes razón. No puedes quedarte toda la vida en esa vivienda. Si hay un incendio, adiós Yoshie —dijo Masako maliciosamente. Entonces se volvió hacia Jumonji, quien ignoraba de qué estaban hablando—. Tráenos las cajas. Seguiremos el plan original: te las llevarás a Kyushu.
—¿O sea que lo hacemos?
—¿Acaso nos queda otra opción?
Masako intentó tragar saliva, pero ésta se le atragantó en la garganta, como si su cuerpo no quisiera aceptarla. También su cerebro se negaba a aceptar lo que estaban a punto de hacer.
—Voy a buscar las cajas —anunció Jumonji, contento por poder salir de ahí.
Masako le dirigió una mirada reprobadora.
—Ni se te ocurra salir corriendo —le advirtió Masako—. ¿Me has entendido?
—Sí.
—Aún tienes mucho que hacer.
—Ya lo sé —replicó ante la insistencia de Masako.
—¿Qué vas a hacer, Maestra? —preguntó Masako a Yoshie, que seguía sentada, con los ojos clavados en el cadáver de Kuniko.
—Cuenta conmigo —respondió Yoshie—. Lo hago, cobro y me traslado.
—Como quieras.
—Y tú ¿adónde piensas ir?
—De momento, me quedo.
—¿Por qué? —inquirió Yoshie alzando la voz, pero Masako no le respondió.
De hecho, apenas oyó la pregunta de su compañera, ya que estaba pensando en las palabras que había dicho Jumonji: «O sea que yo soy el único que lo ha visto». Se preguntó si eso sería verdad, si ella no habría coincidido en algún sitio con ese tal Satake. No podía quitarse esa idea de la cabeza.
—En seguida vuelvo —dijo Jumonji.
Masako se puso el delantal de plástico y se dirigió a Yoshie, que seguía postrada en el suelo.
—Maestra, pon la cadena a dieciocho.
Kazuo subió la chirriante escalera metálica que llevaba a su piso, ubicado en el edificio prefabricado de dos plantas que hacía las veces de residencia para los empleados brasileños de la fábrica. Los matrimonios tenían una vivienda para ellos solos, pero los jóvenes solteros como Kazuo tenían que compartirla con otro compañero. El espacio era exiguo: una pequeña sala de seis tatamis, una cocina y un baño. La única ventaja que tenía era que se podía ir al trabajo a pie.
Al llegar al rellano, Kazuo se detuvo y echó un vistazo a su alrededor. En la casa de campo al otro lado de la calle el viento agitaba la ropa olvidada en el tendedero, mientras que en la estrecha calle que daba acceso a su edificio una hilera de crisantemos secos brillaba a la blanquecina luz de las farolas. El paisaje de los primeros meses de invierno era desolador.
En Sao Paulo ya era verano, pensaba Kazuo a la par que experimentaba una opresión en el pecho. Las puestas de sol, el olor a feijoa y el aroma a flores llenaban las calles, las chicas bonitas con sus vestidos blancos, los niños que jugaban en los callejones, la pasión en las gradas del estadio del Santos. ¿Qué hacía él ahí, lejos de todo eso?
¿Ése era el país de su padre?, se preguntaba mientras miraba de nuevo el paisaje que le rodeaba. La oscuridad lo había cubierto todo, excepto algunas luces encendidas en las casas más cercanas, donde vivía gente desconocida, y, un poco más allá, el brillo azulado que desprendían las farolas de la fábrica. Ése nunca podría ser su hogar.
Se apoyó en la baranda metálica, se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. Su compañero de piso estaría en casa, mirando la tele. Los únicos lugares donde podía tener un poco de intimidad eran ese pasillo y la parte de arriba de la litera que compartía con Alberto.
Se había propuesto dos metas. O, para ser más exactos, tres. La primera era trabajar dos años en la fábrica y ahorrar dinero suficiente para comprarse un coche. La segunda, conseguir que Masako lo perdonara. Y la tercera, adquirir un nivel aceptable de japonés para alcanzar su segundo objetivo. De momento, la única que le parecía posible superar era la tercera. Había mejorado mucho con el idioma, si bien la persona destinataria de sus esfuerzos evitaba hablarle desde aquella mañana. Tal como iban las cosas, ni siquiera tendría la oportunidad de intentar convencerla.
Era evidente que se había equivocado. Masako no estaba dispuesta a perdonarle, o al menos no del modo que a él le hubiera gustado, es decir, de forma que le permitiera enamorarse de él. Así pues, al darse cuenta de que la segunda meta era prácticamente inalcanzable, su decisión de perseverar en la primera empezó a tambalearse.
Al fin y al cabo, conseguir a Masako había resultado ser lo más difícil. Pero no se debía a la meta en sí misma ni nada parecido, sino que era algo que escapaba a su control. Y tal vez fuera ése el verdadero objetivo: aprender a aceptar los hechos que escapaban a su control. Al comprender esa realidad, Kazuo se echó a llorar aún con más fuerza.
De pronto pensó que había llegado el momento de volver. Ya había tenido suficiente: por Navidades regresaría a Sao Paulo. Le daba igual si no podía comprarse un coche. Lo único que podía hacer en Japón era rellenar cajas de comida aborrecible. Si quería estudiar informática, lo haría en Brasil. Quedarse en Japón era demasiado duro.
En cuanto tomó esa decisión, se sintió más ligero, como si hubieran escampado los nubarrones que cubrían el cielo. Las metas que se había impuesto le parecían irrelevantes; ahora se sentía como alguien que había perdido la batalla consigo mismo. Alzó la vista y dirigió una mirada hostil a la fábrica, que se alzaba en medio de la oscuridad.
En ese instante oyó una débil voz femenina que lo llamaba desde la calle.
—¡Miyamori!
Kazuo miró hacia abajo, convencido de que la voz era una imaginación suya, y vio a Masako. Llevaba unos vaqueros y una vieja parka con tiras de celo tapando los agujeros. Kazuo observaba perplejo a la persona en quien había estado pensando hasta ese momento. Parecía un sueño.
—¡Miyamori! —repitió Masako, esta vez más fuerte.
—Sí —respondió él al tiempo que bajaba la escalera.
Masako estaba en la sombra, evitando la luz de las farolas, seguramente para que no la vieran los inquilinos de los pisos de la planta baja. Kazuo dudó unos segundos, pero finalmente se acercó a ella. ¿A qué había venido? ¿A humillarlo? Sin embargo, su repentina aparición había reavivado su interés por lograr su objetivo, como si alguien hubiera echado un tronco a un fuego a punto de apagarse. Kazuo se detuvo, nervioso, intentando dominar sus emociones.
—Quiero pedirte un favor —dijo ella sin andarse con rodeos.
De cerca, su rostro era como una madeja de hilo imposible de desenmarañar, pero aun así era atractivo. Hacía mucho tiempo que no estaban frente a frente, y Kazuo estaba ansioso por escuchar sus palabras.
—¿Podrías guardarme esto en tu taquilla?
Masako sacó un sobre de su bolso negro. Parecía contener documentos y pesar bastante. Kazuo lo observó con detenimiento, sin saber muy bien si cogerlo.
—¿Por qué?
—Porque no conozco a nadie más que tenga una taquilla en la fábrica.
Al escuchar esas palabras, Kazuo se sintió decepcionado. Ésa no era la respuesta que esperaba.
—¿Hasta cuándo?
Masako hizo una pausa antes de responder.
—Hasta que lo necesite. ¿Me entiendes?
—Sí —respondió él.
La curiosidad que sentía iba en aumento. ¿Por qué no se quedaba ella el sobre? ¿No estaría más seguro en su casa? Y si necesitaba una taquilla, en la estación había muchas.
—Te estás preguntando por qué lo hago, ¿verdad? —dijo Masako relajándose un poco—. No puedo tenerlo en casa, pero tampoco quiero arriesgarme a que me lo roben si lo dejo en el trabajo o en el coche.
Kazuo cogió el sobre. Tal como había imaginado, era muy pesado.
—¿Qué hay dentro? —preguntó—. Si quiere que se lo guarde tendrá que decírmelo.
—Dinero y mi pasaporte —respondió Masako al tiempo que sacaba un cigarrillo del bolsillo de la parka y lo encendía.
Kazuo parecía sorprendido. Si el sobre contenía dinero, había una buena suma. ¿Por qué se lo confiaba a él?
—¿Cuánto?
—Siete millones —dijo ella con el mismo tono seco con el que anunciaba el número de cajas en la cadena.
—¿Y el banco? —preguntó Kazuo con voz temblorosa.
—Imposible.
—¿Puedo preguntarle por qué?
—Porque es imposible —respondió Masako exhalando una bocanada de humo y mirando hacia un lado.
Kazuo se quedó pensativo.
—¿Y si no estoy cuando lo necesite?
—Esperaré hasta que pueda ponerme en contacto contigo.
—¿Cómo?
—Vendré aquí.
—De acuerdo. Vivo en el piso 201. Cuando venga, iremos a buscarlo a la fábrica.
—Gracias.
Kazuo se preguntó si valía la pena decirle que iba a regresar a Brasil a finales de año, pero decidió no hacerlo. Le preocupaba más el lío en el que parecía estar metida Masako.
—Hace días que no acude a la fábrica.
—No. He estado resfriada.
—Pensé que lo habría dejado.
—No voy a dejar el empleo —respondió Masako volviéndose hacia la calle oscura que conducía a la fábrica abandonada.
Kazuo percibió una sombra de miedo en sus ojos y se convenció de que le había sucedido algo malo. Algo relacionado con la llave que había arrojado a la alcantarilla. Siempre había sido especialmente sensible para ese tipo de cosas, lo que a la vez era una ventaja y un inconveniente. Estaba convencido de que en esa ocasión supondría una ventaja para él.
—¿Tiene algún problema?
Masako se volvió para mirarlo.
—Se me nota, ¿no es así?
—Sí —dijo él asintiendo con la cabeza.
El miedo de ella se reflejaba en sus pupilas.
—Tengo un problema, pero no necesito ayuda… Sólo que me guardes el sobre.
—¿Qué tipo de problema? —insistió Kazuo, pero Masako apretó los labios y no respondió. Él creyó haberse excedido—. Lo siento —dijo sonrojándose en la oscuridad.
—No te preocupes. Soy yo quien debería disculparse.
Kazuo se guardó el sobre en el bolsillo interior de su cazadora negra y se subió la cremallera. Masako se sacó un llavero del bolsillo y se volvió para irse. Debía de haber aparcado cerca de allí.
—Hasta luego.
—Masako —dijo Kazuo.
—¿Sí?
—¿Me perdona?
—Claro.
—¿Del todo?
—Sí —dijo ella con la vista clavada en el suelo.
Kazuo estaba desconcertado: acababa de superar con facilidad la prueba que consideraba más difícil. Con demasiada facilidad. La observó durante unos instantes; comprendía que había sido tan fácil porque no se trataba del tipo de perdón que él esperaba: si no conseguía conquistar su corazón, el perdón no le servía de nada.
Se llevó la mano al pecho y, mientras buscaba la llave que llevaba colgada del cuello, tropezó con el grueso sobre que acababa de guardarse.
—Pero… —Murmuró él. Sin levantar los ojos, Masako ladeó la cabeza, esperando a que prosiguiera—. ¿Por qué me ha dado un sobre tan importante?
Kazuo necesitaba saberlo. Masako apuró el cigarrillo, lo tiró al suelo y lo pisó para apagarlo.
—No estoy segura —dijo levantando la cabeza—. Supongo que no tengo a nadie más a quien recurrir.
Kazuo miró sorprendido las finas arrugas que se formaban alrededor de sus labios. Por primera vez se daba cuenta de lo sola que estaba. Si tuviera familia o amigos en quien confiar, ¿qué necesidad tendría de poner algo tan valioso en manos de un extranjero a quien apenas conocía? Masako se giró hacia un lado para rehuir su mirada y dio un puntapié en el suelo, haciendo volar varias piedrecillas que aterrizaron detrás de Kazuo. Éste tragó saliva y repitió las palabras que acababa de oír.
—¿No tiene a nadie?
—No —admitió Masako negando con la cabeza—. No tengo a nadie ni conozco ningún sitio seguro donde guardarlo.
—¿Porque no puede confiar en nadie?
—Exacto —respondió ella mirándolo de nuevo a la cara.
—¿Y confía en mí? —preguntó.
La observaba conteniendo la respiración.
—Sí —respondió ella sin apartar la mirada.
Masako le dio la espalda y echó a andar por el oscuro camino que llevaba a la fábrica.
—Gracias —murmuró él.
Inclinó la cabeza y se llevó la mano derecha al pecho, no al bolsillo donde se había guardado el dinero, sino al corazón.