Estaba sin blanca. Por mucho que buscó por todo el piso, apenas encontró un puñado de calderilla y unos pocos billetes de mil yenes en su cartera.
Kuniko llevaba varios minutos con los ojos clavados en el pequeño calendario que le habían dado en Mister Minute, pero por más que lo mirara los días eran los que eran: la fecha del pago a Million Consumers Center estaba a la vuelta de la esquina.
Masako había insistido en que, si era necesario, solicitarían otro préstamo para pagar lo que debían a Jumonji, pero al parecer se había olvidado por completo de los problemas de Kuniko. ¿Y qué había sido de la promesa de Yayoi de pagarles por la ayuda prestada? Hasta el momento no había visto ni un solo yen. Las dos la habían obligado a participar en ese horrible crimen y, encima, la dejaban en la estacada.
En un arrebato de furia, Kuniko dio un manotazo a la pila de revistas de moda que había encima de la mesa, que cayeron sobre la moqueta con un ruido sordo, y se dedicó a pasar las páginas con los dedos de los pies, fijándose en los anuncios de sus marcas favoritas, que la incitaban a gastar: Chanel, Gucci, Prada… Se sumió en una especie de ensoñación repleta de bolsos, zapatos, accesorios y nuevas tendencias para el otoño.
Aquellas revistas las había conseguido en el punto de recogida del barrio. En sus páginas había alguna que otra mancha de comida o bebida, pero le daba igual: lo importante era que le habían salido gratis.
Su suscripción al periódico había caducado, y últimamente no iba mucho en coche para ahorrar en gasolina. Las únicas distracciones que le quedaban eran las series y los programas de cotilleo, de modo que no iba a hacer ascos a unas revistas que alguien ya había leído. Seguía sin tener noticias de Tetsuya y en agosto había faltado muchos días al trabajo, por lo que su cuenta se encontraba a cero. No estaba acostumbrada a pasar ese tipo de apuros, y cuanto más se prolongaba esa situación, más ganas tenía de gritar que estaba harta de todo.
Había intentado buscar un empleo de día, pero pronto advirtió que el salario de los que ella podía desempeñar era insuficiente para hacer frente a sus deudas. No le hubiera importado trabajar en algún club nocturno, donde podría ganar más, pero no confiaba en su aspecto, ni siquiera para intentarlo. Por tanto, la mejor opción seguía siendo trabajar en el turno de noche de la fábrica de comida preparada, donde podía sacarse un sueldo más o menos digno en menos horas. En su interior parecían convivir dos impulsos contradictorios, como dos caras de una misma moneda: el deseo de ser rica, vestir bien y ser admirada por todo el mundo, y una especie de sentimiento de inferioridad que la empujaba a agazaparse en la oscuridad, donde nadie la viera.
Quizá debía optar por declararse en bancarrota. Había llegado a pensar seriamente en esa posibilidad, pero si lo hacía nadie estaría dispuesto a concederle ninguna tarjeta de crédito. También podría ir tirando con lo que tuviera, pero la perspectiva de vivir esperando y aplazando sus caprichos no le apetecía en absoluto. Además, con la promesa de Yayoi aún pendiente, no valía la pena ni plantearse esa opción.
Sin darle más vueltas, decidió no esperar más y telefonear a Yayoi. Si lo había aplazado hasta ese momento era porque temía la presencia de la policía, pero ahora ya no le importaba.
—Hola, soy Kuniko.
—Ah —respondió Yayoi incómoda.
Era evidente que su llamada no era oportuna, pero aun así Kuniko se decidió a hablar.
—He leído en el periódico que has salido muy bien parada.
—¿A qué te refieres? —preguntó Yayoi para despistar.
Se oía como ruido de fondo el sonido de un televisor y la voz de sus hijos. Para acabar de perder a su padre parecían muy animados, pensó Kuniko dirigiendo su rabia incluso a los niños.
—No disimules —dijo—. He leído que han cogido al propietario del club.
—Sí, eso parece.
—¿Eso parece? Tienes más suerte de la que te mereces.
—Y tú también. Ya sé que no debería decirlo, pero si no hubieras tirado eso ahí nadie habría sabido nada. Masako está furiosa.
Yayoi era siempre tan dócil que Kuniko quedó desconcertada por su respuesta.
—Ya… —dijo—. Mira quién habla. Yo no he matado a nadie.
—¿Qué quieres? —preguntó Yayoi tapando el auricular—. ¿Ha pasado algo?
—Pues sí. Quiero mi dinero. Quiero que me pagues lo que me prometiste. ¿Podrías darme por lo menos una fecha?
—Ah, sí, claro. No es seguro, pero quizá te pague en septiembre.
—¿En septiembre? —exclamó Kuniko—. Te lo van a dar tus padres, ¿no? ¿Por qué no se lo pides ya? Sólo faltan diez días.
—Sí, ya… —dijo Yayoi escuetamente.
—Me darás quinientos mil, ¿verdad?
—Sí. Eso es lo que tengo pensado.
—Muy bien —dijo aliviada—. Aun así, estoy en apuros. ¿No podrías anticiparme cincuenta mil?
—Si pudieras esperar un poco más…
—Si pudiera esperar, ¿qué? ¿Acaso vas a cobrar un seguro de vida?
—No, claro que no —se apresuró a negar Yayoi—. No tenía.
—Así que estás como yo: sin marido y sólo con el sueldo de la fábrica. ¿Cómo piensas vivir?
—Si quieres que te diga la verdad, todavía no he pensado en el futuro. Supongo que no me moveré de aquí y seguiré educando a los niños. Mi madre también cree que es lo mejor. Al menos por ahora.
Kuniko se irritó: el futuro de Yayoi no le importaba en absoluto.
—¿Y tus padres no van a ayudarte?
—Supongo que si se lo pido no se negarán, pero no les sobra el dinero.
—Pues Masako insinuó más bien lo contrario.
—Lo siento.
—De todos modos, tu padre tiene un trabajo fijo, ¿no? Seguro que cobra un buen pico cada mes.
Kuniko siguió insistiendo, desesperada por sacarle algo, pero Yayoi no dejó de repetirle que tenía que esperar. Al final, tras caer en la cuenta de que la llamada le saldría demasiado cara, decidió colgar.
El paso siguiente fue llamar a Masako. Kuniko la veía cada noche en la fábrica, pero apenas se hablaban. Desde que se había enterado de que Masako conocía a Jumonji, su temor hacia ella había aumentado. A pesar de sus problemas económicos, seguía viéndose como alguien que vivía en el mundo elegante de las revistas y no quería tener nada que ver con los callejones oscuros por los que solían moverse personajes como Masako y Jumonji.
No obstante, el día del pago se acercaba y tenía que hacer algo. Olvidando que una urgencia similar la había obligado a involucrarse en el problema de Yayoi, marcó el número de Masako.
—¿Diga?
Masako estaba en casa y, a diferencia de la llamada telefónica a Yayoi, no se oía ningún ruido de fondo. Kuniko se preguntó qué debía hacer todo el día sola en esa casa. Al recordar la escena del baño, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. ¿Se duchaba sobre esos azulejos que habían estado ensangrentados? ¿Qué sentía al sumergirse en la bañera que había contenido aquellas bolsas macabras? Esas imágenes hicieron que Masako le pareciera aún más temible.
—Soy Kuniko… —anunció con voz temerosa.
—Se acerca el día del pago, ¿verdad? —dijo Masako saltándose las formalidades.
No lo había olvidado.
—Exacto. ¿Qué puedo hacer?
—A mí no me lo preguntes. Es tu problema.
—Pero ¿no dijiste que si era necesario pediríamos otro préstamo para pagarle? —protestó Kuniko sintiéndose traicionada.
—Pues pídelo tú —repuso Masako—. Seguro que encuentras a alguien dispuesto a prestarte lo que necesites. Con eso pagas lo que le debes a Jumonji, y después buscas a alguien que te preste algo más para devolver lo que te han prestado.
—¿Y eso qué me soluciona? Es un círculo vicioso.
—Es lo que has estado haciendo hasta ahora. No sé de qué te extrañas.
—¡No digas eso! Sólo te estoy pidiendo consejo.
—No te creo —le espetó Masako—. Lo que estás pidiendo es dinero.
Kuniko se arrepintió de haber llamado.
—¿Por qué no me prestas algo? Yayoi me ha dicho que espere.
—No puedo. Yayoi os pagará cuando esté más tranquila. Pero hasta entonces tendrás que apañártelas.
—Pero ¿cómo?
—Averígualo tú misma —le dijo Masako secamente.
Kuniko colgó mosqueada. Algún día le haría pagar toda su arrogancia, pero por lo pronto estaba indefensa ante ella. Dio un pisotón en el suelo para aliviar su frustración.
En ese preciso momento, sonó el interfono. Sorprendida, se encogió ante el temor de cualquier contacto con el mundo exterior. Hubiera querido sumergirse en un lodazal y pasarse el día escondida. Respirando aceleradamente, se cogió la cabeza con las manos.
El interfono volvió a sonar. Tal vez se tratara de la policía. Rezó para que no fuera Imai, el agente que la había interrogado hacía tres semanas. Creía que no le había dicho nada importante, pero no le había gustado el modo como la había mirado. ¿Qué haría si le decía que alguien había visto un Golf verde cerca del parque Koganei? Definitivamente, no quería verlo.
Tras decidir fingir que no estaba en casa, bajó el volumen del televisor. Al hacerlo, quien fuera que llamara empezó a golpear la puerta.
—¿Señora Jonouchi? Soy Jumonji, del Million Consumers Center. ¿Está en casa?
Kuniko respondió al interfono, desconcertada.
—Aún me quedan un par de días, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Jumonji aparentemente contento de haberla encontrado en casa—. He venido para hablarle de otro asunto.
—¿De qué?
—Le aseguro que no la voy a defraudar. ¿Puedo entrar un momento?
¿Qué querría? Abrió con una mezcla de cautela y curiosidad y vio a Jumonji plantado frente a la puerta, con una caja de pasteles en la mano. Vestía de forma más informal que de costumbre: llevaba puestas unas gafas de sol, unos pantalones caqui y una camisa hawaiana muy chillona con unas aves del paraíso sobre un fondo negro.
—¿Qué quiere? —quiso saber Kuniko, arrepentida de llevar puestos unos shorts que dejaban al descubierto sus gruesos muslos.
—Siento presentarme sin avisar, pero quería hablarle de algo —dijo Jumonji alargándole la caja.
Kuniko mostraba recelo, pero la sonrisa del joven acabó por desarmarla.
—Adelante —dijo finalmente.
Jumonji, que nunca había entrado en su piso, miró a su alrededor sin disimulo antes de sentarse a la mesa del comedor. Kuniko se apresuró a recoger las revistas esparcidas por el suelo.
—¿Probamos los pasteles? —propuso mientras dejaba sobre la mesa dos platos, dos tenedores y la última botella de té Oolong que quedaba en la nevera—. Si quiere preguntarme por el pago, pasado mañana lo haré efectivo —mintió.
—De hecho, no he venido por eso. Se trata de un asunto que me tiene muy intrigado.
Jumonji sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y ofreció uno a Kuniko, que lo aceptó gustosamente. Hacía días que debía racionar incluso el tabaco. Jumonji observó cómo lo encendía con su propio mechero y daba una larga calada.
—Si quiere, quédese el paquete.
—Gracias —aceptó ella dejando el paquete cerca.
—Parece que no le va muy bien…
—Pues no, tiene razón —dijo Kuniko bajando finalmente la guardia—. No sé nada de mi marido.
—Esta noche va a ir a la fábrica, ¿verdad? Por eso he venido sin previo aviso, para hablar con usted antes. Quería preguntarle acerca de la persona que firmó su aval, la señora Yamamoto. —Kuniko lo miró sorprendida. Él la observaba con las cejas arqueadas y una sonrisa agradable—. Al día siguiente, mientras leía el periódico, caí en la cuenta de que debía de ser la esposa del hombre a quien encontraron descuartizado en el parque. ¿No es así? Y desde entonces me he estado preguntando por qué accedió a firmar el aval con todo lo que le está pasando.
Jumonji hablaba muy bien.
—Porque se lo pedí. Trabajamos juntas y nos llevamos bien.
—Pero ¿por qué no se lo pidió a la señora Katori? Trabajó más de veinte años en una caja de crédito y sabe mucho del tema.
—¿En una caja de crédito? —repitió Kuniko, pues no tenía ni idea del pasado de Masako.
Ahora que lo sabía, podía imaginársela al fondo de una oficina bancaria, sentada frente a un ordenador.
—En definitiva, querría saber por qué escogió a la señora Yamamoto como avaladora.
—¿Y por qué quiere saberlo?
La pregunta de Kuniko era predecible. Jumonji sonrió y se pasó las manos por el pelo teñido de castaño.
—Por simple curiosidad.
—Se lo pedí a ella porque es una buena persona. Y Masako no lo es. Sólo por eso.
—¿Y no le importó pedírselo a pesar de que su marido había desaparecido?
—En ese momento no lo sabía.
—Es curioso que accediera a estampar su sello en el aval con todo lo que estaba pasando.
—Lo hizo porque es una buena persona.
—Muy bien. Pero entonces, ¿por qué la señora Katori retiró el aval?
—No tengo ni idea —admitió Kuniko.
Era obvio que Jumonji no había ido a visitarla por «simple curiosidad». Al comprender que se encontraba en peligro, sintió miedo.
—La señora Katori sí debía de saber que el señor Yamamoto había desaparecido —comentó Jumonji—, y debía de pensar que su amiga podría meterse en problemas si su nombre constaba en el contrato.
—No es eso. Lo anuló porque cree que soy idiota.
—¿Está segura? —preguntó él mientras cruzaba las manos en la nuca y miraba hacia el techo, como si le divirtiera jugar a los detectives.
Kuniko, por su parte, empezaba a sentirse a gusto en su compañía.
—Creo que probaré el pastel.
—Adelante. Seguro que está bueno. Se lo he preguntado a una jovencita.
—¿A su novia? —inquirió Kuniko con el tenedor en el aire y mirándolo a los ojos.
—No, no —negó Jumonji frotándose las mejillas para ocultar su rubor.
—Estoy segura de que usted debe de tener mucho éxito entre las jovencitas —insistió Kuniko.
—Se equivoca.
Kuniko se concentró en el pastel y abandonó su intento por descubrir qué era lo que había traído a Jumonji a su casa. Éste echó un vistazo a su reloj.
—Por cierto, ¿cuántos pagos le quedan? —preguntó repentinamente.
—Creo que ocho.
—Ocho. En total, unos cuatrocientos cincuenta mil yenes. Hagamos un trato: si me cuenta todo lo que sabe, le cancelo la deuda.
—¿Qué quiere decir?
—Pues eso: que no tendrá que devolver el dinero.
Kuniko se quedó pensativa, intentando imaginar qué pretendía Jumonji. De pronto se dio cuenta de que tenía un poco de nata en el labio.
—¿Todo lo que sé de qué? —preguntó mientras se pasaba la lengua por el labio.
—Sobre lo que hicieron.
—No hicimos nada —repuso manteniendo el tenedor con firmeza.
Sin embargo, en su cabeza la balanza con que lo sopesaba todo se había desequilibrado.
—¿Nada? —preguntó Jumonji—. ¿De veras? He hecho mis investigaciones y he averiguado que usted, Katori, Yamamoto y otra mujer son muy amigas. ¿Seguro que Yamamoto no les dio lástima y la ayudaron?
—¿Lástima?
—Exacto. Por el mal momento que estaba atravesando.
—No hicimos nada de nada —insistió Kuniko dejando el tenedor—. ¿En qué tendríamos que haberla ayudado?
—Usted misma me dijo que iba a cobrar un dinero, ¿no es así? —dijo Jumonji con una sonrisa—. ¿Tiene algo que ver con esto?
—¿Con qué?
—No disimule —dijo Jumonji, repitiendo la expresión que ella misma había utilizado hacía poco con Yayoi—. Con el asesinato de Yamamoto.
—Han detenido al propietario de un club de Shinjuku.
—Eso es lo que dicen los periódicos. Pero aquí hay algo que huele mal.
—¿Qué?
—Tres mujeres ayudando a su amiga.
—Ya le he dicho que nadie ha ayudado a nadie.
—Entonces, ¿por qué la señora Yamamoto aceptó avalar su crédito en un momento como ése? Mucha gente no lo haría aunque no tuviera nada por lo que preocuparse. Venga, cuénteme lo que sabe y le cancelo la deuda.
—¿Y qué va a hacer si se lo cuento? —dijo Kuniko casi sin darse cuenta.
Durante unos instantes, en los ojos de Jumonji brilló la luz del triunfo.
—No haré nada —aseguró—. Sólo quiero saciar mi curiosidad.
—¿Y si no le cuento nada?
—Pues tendrá que devolver su crédito. El próximo plazo vence pasado mañana, ¿verdad? Ocho pagos más, de cincuenta y cinco mil doscientos yenes cada uno. Puede pagarlos, ¿verdad?
Al recordar que estaba sin blanca, Kuniko se volvió a lamer los labios, pero la nata ya había desaparecido.
—¿Y cómo me demuestra que cancelará los pagos? —preguntó ella.
Jumonji abrió la carpeta que tenía en el regazo y sacó unos documentos doblados: era el pagaré de Kuniko.
—Lo romperé delante de usted —anunció.
Al instante, el fiel de la balanza interior de Kuniko se decantó por cancelar la deuda. Si se olvidaba de los pagos que debía a Jumonji, podría quedarse con el dinero que iba a darle Yayoi. Después de llegar a esa conclusión, la decisión fue fácil.
—De acuerdo. Se lo voy a contar.
—¿De veras? ¡Es perfecto! —exclamó con una sonrisa.
Sin embargo, su tono no delataba alegría.
El resto fue coser y cantar. Kuniko incluso se divirtió describiendo con pelos y señales cómo Masako y Yayoi la habían amenazado para que participara en sus horribles planes. Ya habría tiempo para pensar en las consecuencias. De momento, ella, poco amante de vivir aplazando sus caprichos, conseguía aplazar su sufrimiento.
Jumonji se sentó en un banco del pequeño parque que había en frente del bloque donde vivía Kuniko.
Se puso un cigarrillo en los labios; al sacar el encendedor del bolsillo de sus pantalones caqui se dio cuenta de que la mano le temblaba. Sonriendo para sí mismo, lo cogió con fuerza y encendió el cigarrillo. Al alzar los ojos tras la primera calada, vio el balcón del piso de Kuniko. Aparte del aparato del aire acondicionado, no había más que un amasijo de bolsas de basura negras. ¿Qué debían contener?
En el parque, una decena de niños de entre seis y ocho años jugaban a pillar a la luz del atardecer. Se perseguían como posesos, como si supieran que se acercaba la hora de volver a casa, el final de las vacaciones y el inicio de las clases y las actividades extraescolares. Salpicaban barro a su paso, y sus gritos le resonaban en los tímpanos. Jumonji encontraba excesiva toda esa energía infantil, por lo que se hundió en el banco y se quedó un buen rato inmóvil.
La historia que acababa de escuchar lo había conmocionado. No se trataba solamente de la sorpresa que suponía constatar que sus sospechas eran ciertas, sino también del shock de descubrir que Masako Katori se encontraba implicada en el asunto. Incluso él mismo, pese a su violento pasado, hubiera evitado el trabajo de deshacerse de un cadáver, y no digamos de descuartizarlo. Admiraba la valentía de Masako. ¿Quién hubiera imaginado que una mujer como ella tendría las agallas suficientes para hacer algo así?
—Guau, qué fuerte… —murmuró para sí.
Entonces notó el calor de la llama del cigarrillo, a punto de consumirse, en la punta de los dedos. Fue como una señal de lo que empezaba a arder en su interior: quería unirse a ella y hacer algo malo, algo fuerte. Y ganar dinero con ello. Nunca le había gustado trabajar en equipo, pero con Masako sería diferente. Porque se podía confiar en ella.
Recordaba haberla visto años atrás en una cafetería cerca de la caja de crédito donde trabajaba. El local estaba abarrotado. La mayoría de clientes eran empleados del banco, que habían ocupado las mesas sin tener en cuenta si se sentaban con alguien a quien conocían; Masako estaba sola, sentada a una mesa para cuatro, cerca de la ventana. En aquel momento le extrañó que nadie hubiera compartido asiento con ella, pero después se enteró de que sus compañeros le hacían el vacío.
Ella no parecía molesta: se limitaba a beberse el café tranquilamente y a leer el periódico de información económica que había desplegado encima de la mesa, como si de un hombre se tratara. Sus compañeros, apretujados en las mesas circundantes, tenían un aspecto ridículo.
Jumonji soltó una carcajada y aplaudió un par de veces. Los niños pararon de jugar y lo miraron extrañados, pero él no les hizo el menor caso. A pesar de que nunca se había sentido atraído por una mujer madura, intuía que en cuestión de negocios podría confiar más en ella que en cualquier hombre. Quizá pensara eso porque la había conocido de joven.
Sacó el móvil y la agenda de un bolsillo y marcó un número telefónico. Le respondieron de inmediato.
—Oficina central de Tayosumi, ¿dígame?
—Soy Akira Jumonji. ¿Podría hablar con el señor Soga?
El joven le pidió que esperara un momento y empezó a sonar Lover’s Concerto, que no casaba en absoluto con una oficina de yakuzas.
—¿Akira? Cuando me han dicho que tenía una llamada de un tal Jumonji no sabía quién coño era —dijo Soga en un tono neutro. Sin embargo, Jumonji sabía que bromeaba—. Di que eres Yamada, hombre.
—Te di mi tarjeta, ¿no?
—Sí, pero no es lo mismo verlo escrito que oírlo.
Pese a su aspecto, a veces Soga hacía comentarios supuestamente cultos.
—Me gustaría hablarte de un asunto. ¿Podemos vernos un día de éstos?
—¿Un día de éstos? ¿Por qué no hoy mismo? Vayamos a tomar algo. ¿Te va bien en Ueno[8]?
Jumonji echó un vistazo a su reloj y aceptó. Sabía que corría un riesgo, pero ya había perdido cerca de cuatrocientos cincuenta mil yenes por la información. Era mejor dar el paso siguiente cuanto antes.
Habían quedado en un viejo bar de Ueno. Cuando Jumonji llegó al edificio, de una sola planta y con la fachada cubierta de hiedra, encontró a los dos hombres que había visto en el restaurante de Musashi Murayama junto a la puerta. El más joven, teñido de rubio y que parecía más duro de entendederas, lo saludó.
—Hola.
Eran los guardaespaldas de Soga, a quien siempre le había gustado ser el jefe, incluso cuando pertenecía a la banda de moteros. Aun así, no se trataba del típico engreído inofensivo. Jumonji abrió la puerta con cautela.
Soga, con un cigarrillo en la mano, le hizo un gesto desde una mesa situada al fondo. El bar estaba en penumbra y decorado con unos paneles de madera que olían a cera. Detrás de la barra había un hombre talludito con pajarita y cara de póquer que preparaba un cóctel. Soga estaba solo, sentado con las piernas abiertas en una mullida silla de terciopelo verde.
—Fue una suerte encontrarte el otro día —dijo Jumonji a modo de saludo—. Siento tener que molestarte tan pronto.
—No pasa nada —repuso Soga—. De todos modos, quería llamarte para ir a tomar algo. ¿Qué quieres?
—Una cerveza.
—Este bar es famoso por sus cócteles. El barman está esperando. Pídele algo.
—Bueno… pues un gintonic —dijo farfullando la primera bebida que se le ocurrió. Entonces observó a Soga, quien vestía un traje de verano verde pálido y una camisa negra sin cuello—. Vas muy elegante.
—¿Con esto? —dijo Soga sonriendo y abriéndose la americana para mostrarle la marca—. Es italiana, pero de una marca poco conocida. Es guapa, ¿verdad? A los viejos les gusta Hermés y todas esas cosas, pero lo elegante de verdad es esto.
—Te favorece.
—Pues tu camisa hawaiana no está nada mal —dijo Soga satisfecho—. ¿Es una pieza única?
—No, la compré en una tienda del barrio que estaba en liquidación.
—Con tu cara bonita, puedes ponerte lo que quieras y seguir ligando —bromeó Soga.
—Ni que lo digas… —dijo Jumonji, siguiéndole la corriente y aplazando lo que realmente le importaba.
Soga cambió de tema.
—Por cierto, Akira, ¿has leído Love and Pop, de Ryü Murakami?
—No —respondió Jumonji negando con la cabeza, sin saber muy bien adonde quería ir a parar con esa pregunta—. ¿De qué va? No suelo leer ese tipo de libros.
—Pues deberías —le recomendó Soga mientras se sacaba el cigarrillo de los labios y daba un sorbo a su cóctel, con varias capas de tonos rosa—. Le pirran las mujeres.
—No creo que lo entienda.
—Seguro que sí. Le interesan las jovencitas.
—¿Habla de eso?
—De eso habla —confirmó Soga tocándose suavemente los labios con un dedo.
—Pues igual le echo un vistazo. A mí también me interesan las jovencitas.
—Imbécil. No le interesan como a ti. Es como si se pusiera en su lugar, como si adoptara su punto de vista.
—Parece interesante… —comentó Jumonji bajando la vista, sin salir de su asombro por el rumbo que había tomado la conversación.
Había olvidado que Soga era un gran lector.
Su gintonic llegó a la mesa como un barco de salvamento. Dejó la rodaja de limón en el posavasos, echó la cabeza hacia atrás y bebió un buen trago.
—Pues claro que lo es —dijo Soga—. Yo no leo cualquier porquería.
—Ya.
—De hecho, juzgo las novelas en función de si tienen o no alguna relación con mi trabajo.
—¿Y ésta? —preguntó Jumonji después de terminarse el gintonic en un abrir y cerrar de ojos.
—Aprueba con nota. Tiene mucho que ver con nuestro trabajo.
—¿En qué sentido?
—Tanto Murakami como sus chicas odian a los vejetes. Y, de alguna manera, nuestro trabajo es lo mismo: nace del odio hacia los vejetes que tienen el poder en nuestro país. Son unas inadaptadas, igual que nosotros.
—Ya —dijo Jumonji.
—Todos somos unos inadaptados —repitió Soga casi chillando—. Al salir de la escuela en Adachi entramos directamente en la banda de moteros. ¿Qué somos si no? Ahora tú te dedicas a prestar dinero y yo soy yakuza. No somos trigo limpio. Y todo es culpa de esos tipos que gobiernan y lo mandan todo a la mierda. Pero el resto somos todos iguales: tú, yo, Ryü Murakami y sus chicas… Somos los mejores. ¿Lo entiendes?
Jumonji se quedó mirando la cara cada vez más pálida de Soga en la penumbra del local. Al suponer que tendría que quedarse ahí sentado soportando la inagotable cháchara de Soga, empezó a dudar de proponerle el plan que le había llevado a citarse con él. Incluso se preguntó si el plan en sí tenía alguna posibilidad de fructificar o sólo era una idea descabellada.
—Por cierto, Akira, ¿de qué querías hablarme? —le preguntó Soga de repente, como si hubiera captado las dudas de Jumonji.
Ya no había marcha atrás.
—De hecho, es un tema un poco raro —dijo Jumonji a regañadientes.
—¿Hay dinero en juego?
—Tal vez. Si sale bien. Pero tengo mis dudas.
—Habla claro. No se lo contaré a nadie.
Soga se metió una mano por debajo de la camisa y empezó a rascarse el pecho: era su tic cuando se hablaba de algo serio. Jumonji decidió seguir adelante.
—Me gustaría deshacerme de un cadáver.
—¿Qué? —exclamó Soga.
El barman estaba concentrado cortando finas rodajas de limón como si su vida dependiera de ello. En el silencio que siguió a la exclamación de Soga, Jumonji se dio cuenta de que en el bar sonaba suavemente una vieja canción de rythm & blues. Estaba demasiado nervioso para oírla, pensó mientras se enjugaba el sudor que le cubría la frente.
—Bueno, quiero decir que si alguien necesita deshacerse de un cadáver, no me importaría echar una mano.
—¿Tú?
—Sí.
—¿Y cómo lo harías? —quiso saber Soga, con los ojos brillantes—. ¿Tienes un método para no dejar ni rastro?
—Lo he ideado yo —respondió Jumonji—. Si lo entierras o lo tiras al mar, te expones a que lo encuentren. Por eso lo mejor es descuartizarlo y tirarlo a la basura.
—Del dicho al hecho… Has oído lo que pasó en el parque de Koganei, ¿verdad?
Soga hablaba ahora en un tono de voz más bajo. Había abandonado el aspecto juvenil que había mostrado antes al hablar de ropa y novelas. Su rostro enjuto tenía una expresión más seria.
—Claro —dijo Jumonji.
—Consiguieron descuartizarlo, pero la cagaron en el momento de deshacerse de él. Además, ¿tú sabes lo difícil que es descuartizar un cuerpo? No tienes ni idea, ¿verdad? Para cortar un dedo se necesita Dios y ayuda.
—Ya lo sé. Pero si lo conseguimos, he pensado en una manera de deshacerme de él sin dejar rastro.
—¿Cómo? —se interesó Soga inclinándose hacia delante y olvidando su cóctel.
—Yo soy de Fukuoka. Cerca del pueblo hay un vertedero de grandes dimensiones. Es el lugar ideal. Hay una incineradora enorme que destruye todo lo que llega hasta allí. Y lo mejor es que cualquiera que se haya olvidado de tirar la basura, puede acercarse al vertedero y arrojar allí lo que quiera. Si lleváramos el cadáver hasta ahí, podríamos deshacernos de él sin dejar rastro.
—¿Y cómo lo llevarías hasta Fukuoka?
—Cortándolo a trozos pequeños y enviándolos por mensajero. Desde que murió mi padre, mi madre vive sola. Podría ir hasta ahí, recibir el envío y llevarlo al vertedero.
—Mmm… —murmuró Soga—. Me parece un poco complicado.
—Lo complicado es descuartizar el cadáver, pero ya lo tengo solucionado.
—¿Qué quieres decir?
—Tengo a una persona de confianza para hacerlo.
—¿Un amigo?
—Sí… Una mujer.
—¿Tu novia?
—No, pero es alguien en quien se puede confiar —dijo Jumonji intentando sonar convincente.
El interés de Soga había ido en aumento, tal vez consciente de que se trataba de una buena propuesta.
—Puede haber alguna posibilidad —dijo sacándose la mano de dentro de la camisa y cogiendo su vaso—. Hay tipos que se dedican a hacer ese trabajo, pero son muy caros. Ahora, la gente quiere estar segura de que no deja estas cosas en manos de aficionados —añadió mirando hacia fuera.
—¿Sabes cuánto suelen pedir?
—Depende. Pero es un trabajo muy sucio, de modo que piden un buen pellizco. ¿Por cuánto estarías dispuesto a hacerlo tú?
—Por un buen pellizco.
—No me vengas con demasiadas exigencias —le advirtió Soga mirándolo fijamente.
—Nueve millones.
—Tienes que superar a la competencia. Ocho.
—Bueno, vale.
—Y si te encuentro al cliente, me quedo con la mitad.
—¿No es demasiado? —dijo Jumonji frunciendo el ceño.
—Quizá sí —admitió Soga con una sonrisa—. ¿Tres millones?
—Hecho.
Soga asintió satisfecho. Jumonji calculó mentalmente: de los cinco millones restantes, tres serían para él y dos para Masako. Se olvidaría de Kuniko por ser demasiado peligrosa y dejaría el trabajo en manos de Masako y Yoshie. Masako ya se ocuparía de decidir cómo dividir los dos millones con su compañera.
—Muy bien —dijo Soga—. De vez en cuando me llega alguna propuesta de ese tipo. Cuando sepa algo, me pongo en contacto contigo. Pero prométeme que cumplirás tu parte: si la lías, estoy perdido.
—Si no lo pruebas es imposible saberlo, pero creo que va a funcionar.
—Por cierto, Akira: ¿no estarás implicado en el asunto de Koganei?
—No, no —le aseguró Jumonji negando con la cabeza.
De momento había plantado la semilla. Ahora sólo le quedaba convencer a Masako.
Lonchas de jamón rosado. Filetes de ternera rojos con nervios blanquecinos. Lomo de cerdo de un rosa pálido. Carne picada con pequeños grumos rojizos, rosas y blancos. Mollejas de pollo marrones recubiertas de una grasa amarillenta.
Masako avanzaba empujando su carrito por la sección de carnicería, absorta en sus pensamientos. Le resultaba imposible decidirse por algo, e incluso se preguntaba qué demonios hacía allí. Se paró en seco y se quedó mirando la cesta de plástico azul colocada encima del carrito: por supuesto, estaba vacía. Había acudido al supermercado con la intención de comprar algo para la cena pero, como solía pasarle últimamente, pensar un menú y prepararlo le suponía un esfuerzo excesivo.
El hecho de preparar la cena cada día era como una prueba de que su familia seguía existiendo. Si algún día decidiera dejar de cocinar, seguramente Yoshiki no se enfadaría pero sí le preguntaría por qué lo hacía, y como ella sería incapaz de darle ninguna razón convincente, él acabaría pensando que era una perezosa. En cuanto a Nobuki, no había vuelto a abrir la boca desde su súbita intervención ante el policía, y cenar era cuanto hacía en casa.
Ambos seguían sus propios horarios sin consultarle nunca nada, pero a la hora de la cena eran sorprendentemente regulares, como si se tratara de un acto de fe. Estimaba esta ingenua confianza que ambos mostraban hacia ella poco menos que curiosa. Si estuviera sola comería cualquier cosa, pero como era consciente de que su marido y su hijo dependían de ella, tenía la costumbre de preocuparse por sus gustos y de preparar platos que fueran de su agrado. Sin embargo, ninguno de los dos parecía apreciar su esfuerzo. Hacía tiempo que los lazos que los habían unido habían desaparecido y lo único que quedaba era su papel de cocinera. A Masako le parecía una tarea tan inútil como intentar llenar una vasija agujereada. ¿Cuánta agua había echado ya a perder? Todo lo que hasta entonces había considerado normal empezaba a carecer de sentido.
Los frigoríficos que contenían la carne desprendían un vapor blanco semejante a un gas tóxico. Ahí siempre hacía frío. Se frotó los brazos, pues tenía la piel de gallina, y cogió un paquete de filetes de ternera, pero la carne le recordó a la de Kenji y volvió a dejarlo en su sitio. Al darse cuenta de que todo lo que la rodeaba le hacía pensar en él (los nervios, los huesos, la grasa), le entraron ganas de vomitar. Nunca se había sentido así. Extrañamente, su cuerpo se relajó. Decepcionada, decidió que esa noche no prepararía la cena. Iría al trabajo sin cenar, y su estómago vacío sería el castigo que se impondría, aun cuando no sabía por qué tenía que castigarse.
El aire cálido y estancado que predecía la llegada de un tifón era opresivo. Un tifón de gran magnitud. El verano había llegado a su fin. Masako alzó los ojos hacia el cielo y escuchó el leve rugido del viento en el cielo.
Al llegar a su Corolla, vio una bicicleta que le era familiar que se le acercaba atravesando el parking.
—Maestra —dijo a modo de saludo.
—¿No has comprado nada? —le preguntó Yoshie mientras dejaba su bicicleta al lado del coche y miraba la bolsa vacía de Masako.
—Me he rendido.
—¿Por qué?
—Porque no tengo ganas de meterme en la cocina.
—¿Si no haces la cena no pasa nada? —preguntó Yoshie.
Masako advirtió que últimamente le habían salido muchas canas.
—No. Ya estoy cansada.
—Eres una mujer con suerte. Si yo hiciera eso, Issey y la abuela se morirían de hambre.
—¿Aún está contigo?
—Sí, y no sé dónde se ha metido su madre. La abuela no parece tener intención de morirse, y sólo me faltaba el niño, lloriqueando todo el día. No sé si podré soportarlo por mucho tiempo.
Sin saber qué decir, Masako se apoyó en el coche y miró hacia el cielo cuyo tono grisáceo anunciaba la llegada inminente del tifón. Mientras escuchaba la retahíla de lamentos de Yoshie, pensó que todos estaban en un túnel sin salida. Ya nada le importaba: sólo deseaba ser libre. Quería liberarse de todo y olvidar los vínculos que la mantenían atada a la realidad. Quien no pudiera salir de ese encierro estaría condenado a una vida de interminables penurias, igual que ella en esos momentos.
—El verano está terminando —dijo.
—Pero ¿qué dices? Ya estamos en septiembre. Hace días que terminó.
—Ya.
—¿Vas a trabajar esta noche? —le preguntó Yoshie, preocupada.
Masako la miró. Sus palabras le habían despertado las ganas de dejar la fábrica.
—Sí.
—Muy bien. Lo decía porque pareces ausente. Temía que quisieras dejarnos.
—¿Dejaros? ¿Qué quieres decir?
Mientras sacaba un cigarrillo del bolso, miró a Yoshie, quien se llevó las manos a la cabeza para evitar que una ráfaga de viento la despeinara.
—Kuniko me dijo que trabajabas en una caja de crédito. No estás hecha para la fábrica.
—¿Kuniko?
De pronto recordó que ya se había cumplido el día estipulado para que Kuniko hiciera efectivo el primer pago. ¿Cómo lo habría resuelto si no había cobrado? De hecho, sólo había un modo de que se hubiera enterado de cuál era su antiguo trabajo: Jumonji. Masako fue consciente de que la había dejado demasiado tiempo sola, aun sabiendo el peligro que eso entrañaba: bajo presión era capaz de hacer cualquier cosa.
—Iré —añadió por fin—. Y no pienso dejaros.
—Me alegro —repuso Yoshie con una sonrisa en los labios.
—Maestra —le dijo Masako—, ¿ahora ves las cosas diferentes?
—¿Diferentes? —preguntó Yoshie mirando a su alrededor, como si las estuvieran espiando.
—No me refiero a la policía. Me refiero a algo diferente en tu interior.
—Pues no —contestó Yoshie después de tomarse unos instantes y, poniendo cara de circunstancias, añadió—: será porque intento convencerme que sólo lo hice por ayudar.
—¿Del mismo modo que ayudas a tu suegra y a tu nieto?
—No, no es lo mismo —respondió Yoshie frunciendo el ceño—. No podemos meterlos en el mismo saco que lo que hicimos.
—¿Estás segura?
—Pues claro que sí —aseguró Yoshie—. Ahora que, pensándolo bien, quizá sí sea lo mismo. En ambos casos se trata de ocuparse de algo que nadie quiere hacer.
Yoshie volvió a quedarse pensativa. Las arrugas que se dibujaron en su pálida frente la hicieron parecer aún más mayor de lo que realmente era.
—Entiendo —dijo Masako tirando el cigarrillo al suelo y apagándolo con la punta de su zapatilla—. Nos vemos en la fábrica.
—¿Y tú, Masako? ¿Ves las cosas de diferente manera?
—No —mintió mientras abría la puerta del coche—. Lo veo todo igual.
Yoshie apartó su bicicleta.
—Hasta luego —dijo.
Masako se sentó al volante y le hizo un gesto con la mano a través del parabrisas. Yoshie le sonrió y, con una agilidad sorprendente para alguien de su edad, se montó en la bicicleta y pedaleó en dirección a la entrada del supermercado. Mientras la veía alejarse, Masako pensó en lo que estaban viviendo. Aunque no lo hubiera notado, el dinero que iba a recibir de Yayoi acabaría por causarle un efecto parecido a una reacción química. En su observación no había ni una pizca de malicia: los hechos no podían alterarse.
Al llegar a casa, el teléfono estaba sonando. Dejó la bolsa en el armario de los zapatos y se apresuró a entrar. Llevaba una semana sin noticias de Yayoi. Quizá fuera ella.
—¿Señora Katori? —dijo una voz masculina al otro lado del hilo.
—Sí, soy yo.
—Me llamo Jumonji. Usted me conoce por el nombre de Yamada, de cuando trabajaba en el banco.
—Ah, eres tú —dijo Masako sorprendida por su llamada.
Cogió una silla y se sentó. Estaba sudando por la carrera que había hecho para llegar al teléfono.
—Cuánto tiempo, ¿verdad?
—Pero si nos vimos el otro día.
—Fue una feliz casualidad —dijo Jumonji en tono jocoso.
—¿Qué quieres? —preguntó Masako buscando un cigarrillo hasta que recordó que había dejado el bolso en el recibidor—. Si hay para rato, tendrás que esperar un momento.
—Espero —respondió Jumonji como un autómata.
Masako volvió al recibidor y puso la cadenilla en la puerta. Así, si Yoshiki o Nobuki regresaban le daría tiempo de colgar. Después cogió el bolso y volvió a la sala de estar.
—Ya está —dijo al auricular—. ¿Qué quieres?
—Es algo difícil de explicar por teléfono. ¿Podemos vernos en algún sitio para hablar?
—¿Por qué es difícil de explicar por teléfono?
Al principio había creído que el motivo de su llamada tenía algo que ver con la deuda de Kuniko, pero al parecer Jumonji apuntaba más alto.
—Es un poco complicado —repuso él—. De hecho, quiero proponerle un negocio.
—Un momento —dijo Masako—. Antes quiero preguntarte algo: ¿qué ha pasado con el plazo de Kuniko?
—Pagó puntualmente.
—¿Con qué?
—Con información.
Al oír su respuesta, Masako supo que sus temores se habían visto confirmados.
—¿Qué tipo de información?
—Eso es justamente de lo que quiero hablarle.
—De acuerdo. ¿Dónde?
—Esta noche trabaja, ¿verdad? ¿Podríamos quedar para cenar?
Masako le dio la dirección de un Royal Host que había cerca de la fábrica y le indicó que acudiera a las nueve.
Al final no se saldrían tan fácilmente con la suya. Ya había tenido esa impresión al hablar con Yoshie, pero se desalentó aún más al reconocer que había dejado a Kuniko demasiado a su aire.
De repente, oyó el ruido de la cadenilla: alguien estaba de vuelta. El timbre del interfono resonó con furia por toda la casa. Fue al recibidor, abrió la puerta y encontró a Nobuki plantado frente a ella pero mirando hacia otro lado. Pese al calor, llevaba una gorra negra calada hasta los ojos. Su indumentaria se completaba con una camiseta negra desteñida, unos pantalones holgados y unas Nike.
—Hola —le dijo Masako.
Nobuki entró sin dirigirle la palabra. Su cuerpo joven y robusto era sorprendentemente ágil. Si hubiera hablado, lo primero que le hubiera dicho sería que no pasara la cadenilla, pero subió a su habitación sin ni siquiera mirarla.
—Hoy tendrás que prepararte tú la cena —gritó Masako en la escalera, pero su voz resonó por las habitaciones vacías.
Le dio la impresión de que había dado la orden a toda la casa y no sólo a su hijo.
Masako llegó al Royal Host a las nueve en punto. Jumonji ya estaba ahí, sentado en una discreta mesa al fondo del local y sosteniendo un periódico arrugado.
—Gracias por venir —dijo.
Masako se sentó al otro lado de la mesa sin decir nada. Jumonji llevaba una americana sobre un polo blanco. Masako iba como siempre: vaqueros y una vieja camiseta de Nobuki.
—Buenas noches —les saludó un hombre vestido de negro que parecía el encargado mientras les dejaba un par de cartas y los miraba extrañado, seguramente preguntándose qué tenían en común.
—¿Ya ha cenado? —le preguntó Jumonji, que tenía un café con hielo delante.
Masako se quedó pensando un momento y luego negó con la cabeza.
—Aún no.
—Yo tampoco.
Masako se decidió por un plato de espaguetis. Jumonji llamó al encargado y pidió lo mismo para él. Entonces, sin consultar a Masako, también le dijo que les trajera café después de la cena.
—Vaya, cuánto tiempo —dijo cuando el encargado se hubo ido—. Me alegró verla el otro día. En la caja de crédito siempre se portó muy bien conmigo.
Era evidente que intentaba agasajarla, pero a la vez temía mirarla a los ojos. ¿Por qué estaría nervioso?
—¿De qué querías hablarme? —le preguntó Masako.
—En primer lugar, quiero agradecerle que haya venido.
—Lo he hecho porque has dicho que no podías hablar por teléfono.
—No ha cambiado, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
Masako bebió un poco de agua. Estaba helada.
—Siempre ha evitado las ceremonias, ¿verdad?
—Pues sí. Y también tú podrías ir al grano. Ya nos conocemos.
Masako recordaba perfectamente a Jumonji de su época como cobrador de morosos, con las cejas depiladas, su permanente y con pinta de gamberro. Incluso corrían rumores de que formaba parte de una banda de moteros. Ahora su aspecto y sus palabras eran un poco más refinados, pero en el fondo seguía siendo el mismo.
—¿Al grano? —repitió rascándose la cabeza—. Como quiera…
En ese momento les trajeron los espaguetis. Masako cogió el tenedor y se puso a comer. Nunca hubiera imaginado que acabaría cenando en ese lugar y con semejante compañía; se echó a reír.
—¿De qué se ríe?
—De nada —respondió.
De pronto entendió por qué había querido castigarse manteniendo su estómago vacío: para reprimir su deseo de ser libre. Cuando terminó, se limpió los labios con una servilleta de papel. Jumonji también había acabado y encendió un cigarrillo sin pedirle permiso.
—Bueno, ¿vas a explicarme de una vez para qué me has llamado?
—Antes de nada tengo que felicitarla.
—¿Por qué?
—Fue impresionante —dijo Jumonji sonriendo sin ironía.
—¿Qué es lo que fue impresionante?
—Lo de descuartizarlo —murmuró Jumonji.
Masako se quedó de una pieza.
—¿O sea que lo sabes?
—Sí.
—¿Todo?
—Creo que sí.
—Kuniko se fue de la lengua, ¿no es cierto? Por quinientos mil yenes.
—No la culpe a ella.
—Tienes razón —admitió Masako—. Se lo sacaste con tus artimañas, ¿verdad?
—Digamos que sí.
Masako apagó el cigarrillo en el cenicero rebosante de colillas. Había perdido.
—¿Y el negocio que querías proponerme?
—¿Le interesaría hacer desaparecer más cadáveres? —preguntó Jumonji bajando la voz e inclinándose hacia delante—. Según parece, hay bastantes cadáveres que nadie quiere encontrar. Nosotros nos encargaríamos de eliminarlos.
Masako se quedó estupefacta. Esperaba algún tipo de chantaje, pero no una proposición como ésa. Ahora que, pensándolo bien, unas pobres amas de casa no eran precisamente el mejor objetivo para chantajear. A menos que estuviera al corriente de la existencia del seguro de vida.
—¿Qué le parece? —le preguntó Jumonji observándola casi con una mirada de admiración.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Yo me ocuparé de tratar con los clientes —le explicó—. Son gente de los bajos fondos y le evitaré tratar con ellos. Cuando me llegue un fiambre, usted lo descuartiza y yo me ocupo de deshacerme de él. Conozco un lugar con una gran incineradora, así que nadie lo encontraría.
—¿Y por qué no lo arrojas directamente a la incineradora?
—No funcionaría. Trasladar un cuerpo entero conlleva un gran riesgo. Cualquiera podría descubrirlo antes de llegar a la incineradora. Pero cortado a trozos pequeños y metido en bolsas de basura normales no despertaría ninguna sospecha. Además, está en Fukuoka.
—¿Y piensas enviarlo por mensajero? —preguntó Masako incrédula.
Jumonji hablaba en serio.
—Eso es —dijo él—. Bastaría con quince paquetes de cinco kilos. Yo los recojo en el destino y me deshago de ellos en la incineradora. No podría ser más fácil.
—¿Y sólo quieres que me ocupe de descuartizar los cadáveres?
—Exacto. ¿Le interesa?
Les trajeron el café. Jumonji bebió un sorbo y se quedó mirando fijamente a Masako, intentando descifrar su expresión. Sus ojos brillaban con una luz inteligente.
—¿Cómo se te ha ocurrido este plan?
—Tenía ganas de trabajar con usted.
—¿Conmigo?
—Sí, con usted. Es una persona impresionante…
—Creo que no te entiendo.
—Da igual. Yo ya me entiendo.
Jumonji se pasó las manos por los suaves cabellos que le caían sobre las orejas. Masako se volvió y echó un vistazo al restaurante, que estaba casi vacío. No había nadie conocido. En la caja, el encargado charlaba animadamente con una joven camarera. Al ver que Masako seguía sin darle una respuesta, Jumonji empezó a dudar.
—Al negocio en el que estoy apenas le queda un año de vida. Y después me gustaría hacer algo más emocionante, no sé… más excitante. Pero no quiero que piense que estoy pirado.
—¿De verdad se puede ganar dinero con eso? —lo interrumpió Masako.
Jumonji asintió con fuerza.
—Mucho más que con lo que hago ahora.
—¿Y cuánto piensas sacar por pieza? —inquirió Masako. Jumonji se pasó la lengua por sus labios finos y bien formados mientras pensaba qué cifra iba a decirle—. Déjate de misterios. Si no me lo dices, no cuentes conmigo.
—De acuerdo. Le diré la verdad. Una persona con quien he hablado me ha prometido ocho millones. Tres serían para él, por hacer de intermediario. De los cinco restantes, dos para mí y tres para usted.
Masako encendió un cigarrillo y repuso:
—No pienso hacerlo por menos de cinco.
—¿Qué? —exclamó Jumonji—. ¿Cinco?
—Exacto —confirmó Masako—. Quizá creas que es muy fácil, pero te aseguro que no lo es. Es un trabajo sucio y asqueroso, y después te provoca pesadillas. Si no lo has hecho nunca, no puedes entenderlo. Y, además, necesitas un lugar adecuado. No pienso hacerlo en mi casa. Es demasiado arriesgado. ¿Dónde planeas hacerlo?
—Kuniko me dijo que lo habían hecho en el baño de su casa… —respondió Jumonji incómodo.
—¿Y por qué no en la tuya? Vives solo, ¿no?
—Vivo en un piso, y el baño es muy pequeño.
—Pero hacerlo en mi casa es casi imposible —arguyó Masako—. Hay que buscar un momento en el que no haya nadie, y entrarlo sin que los vecinos lo vean. Además, la pieza no viene sola sino que lleva muchos accesorios de los que también hay que librarse. —Masako hizo una pausa, recordando cómo Kazuo Miyamori había recuperado la llave. Manteniendo la respiración, Jumonji esperó a que continuara—. Y es absolutamente imposible que lo haga una sola persona —prosiguió—. Y encima hay que limpiar el baño, que es tan complicado como descuartizar el cuerpo. No pienso hacerlo en mi casa si no es por cinco millones.
Visiblemente incómodo, Jumonji cogió la taza de café vacía y se la llevó a los labios. Al ver que no había café, hizo una seña a la camarera que hablaba con el encargado, y ésta le trajo una nueva cafetera llena de un café aguado. Cuando se hubo ido, Jumonji preguntó:
—¿Y qué le parece si me encargo yo de llevar la pieza hasta su casa, de desembarazarme de la ropa y los accesorios y de deshacerme del cuerpo ya descuartizado?
—Eso está bien. Creo que el problema está en los tres millones que se lleva el intermediario. Te ha dicho ocho, pero debe de sacar diez como mínimo. Por lo tanto, se embolsa cinco millones sin hacer prácticamente nada. Se trata de un yakuza, ¿verdad?
—Vaya, lo que dice tiene sentido —dijo Jumonji con un dedo en los labios.
Masako no le había llamado ingenuo, pero casi.
—O sea que tendrás que rebajarle el sueldo o subir el precio a diez millones.
—Ya. Pero ¿qué le parecería un millón y medio para mí y tres y medio para usted?
—Ni hablar —repuso Masako mirando su reloj.
Eran casi las once. Tenía que irse.
—Un momento —dijo Jumonji mientras sacaba su móvil, aparentemente con la intención de ponerse a negociar ahí mismo.
Masako aprovechó para levantarse e ir al lavabo. Se plantó ante el espejo y observó su rostro. Tenía la frente grasienta de sudor. Cogió una toalla de papel y se la pasó por la cara. ¿En qué se estaba metiendo? Estaba inquieta y excitada. Recordó que llevaba una barra de labios en el bolso, la cogió y se los pintó. De vuelta a la mesa, Jumonji no pudo ocultar su sorpresa.
—¿Qué pasa?
—Nada. Acabo de hablar con el tipo ese. Lo he convencido.
—Qué rápido.
—Sí, se lo he pedido como un favor. Somos viejos amigos —dijo esbozando una sonrisa.
Masako recordó que cuando se dedicaba a cobrar a morosos siempre se había mostrado como un joven especialmente brillante y eficaz.
—¿Y qué habéis acordado?
—Le he dicho que no lo podemos hacer sólo por ocho, pero él me ha asegurado que es lo máximo que podemos pedir hasta que hayamos demostrado que trabajamos bien. Al final ha accedido a rebajar su parte a dos millones, con lo cual nos quedan dos para mí y cuatro para usted. Ahora bien, con la condición de que si pasa algo, él actuará como si no nos conociera.
—Pues claro. Por eso tenías que haberle pedido más desde un principio.
Masako volvió a calcular mentalmente. Si Yoshie aceptaba ayudarla, podría pagarle un millón. No pensaba contar con Kuniko, de modo que sólo le faltaba decidir qué haría con Yayoi.
—¿Qué le parece? —le preguntó Jumonji más confiado.
—Acepto.
—Me alegro —dijo Jumonji tragando saliva.
—Un par de cosas.
—¿Sí?
—Utilizaremos tu coche para el transporte. Y quiero que me consigas un juego de bisturís. Si no, va a ser muy complicado.
Mientras escuchaba las demandas de Masako, Jumonji se rascó la mejilla.
—No deja de ser carne, ¿verdad?
—Exacto. Carne, huesos y entrañas —puntualizó ella. Jumonji apretó los dientes—. Tengo una última pregunta.
—Usted dirá.
—¿Cómo lograste que Kuniko se fuera de la lengua?
—Le prometí cancelar su deuda —respondió Jumonji riendo alegremente por primera vez—. La información me costó cuatrocientos cuarenta mil yenes. O sea que más vale que nos pongamos a trabajar para recuperarlos.
—Estás de acuerdo con dos millones, ¿verdad? —quiso asegurarse Masako.
—Sí, siempre que nos vayan saliendo pedidos.
—¿Crees que funcionará?
—Sólo hay una manera de saberlo —dijo él.
A Masako le gustó su entusiasmo. Hizo un leve gesto con la cabeza, dejó su parte de la cuenta encima de la mesa y se levantó. En ese momento, todo le parecía aún muy lejano.
El viento, que había estado bramando siniestramente en lo alto del cielo, había amainado.
Al salir del restaurante, Masako notó un aire caliente y húmedo en las mejillas: el tifón se acercaba inexorablemente. Una vez en el coche, puso la radio para saber el tiempo que haría por la mañana, pero llegó a la fábrica sin haber encontrado ninguna emisora que emitiera el parte meteorológico.
En un rincón del parking estaban construyendo una especie de garita prefabricada. Masako la miró unos instantes con curiosidad, pero sus pensamientos estaban ocupados en otro asunto: la propuesta de negocio de Jumonji. Casi sin darse cuenta, había entrado en un nuevo mundo. Dejando a un lado si su decisión había sido acertada, le resultó curioso que el mero hecho de haberla aceptado la excitara hasta el punto de hacerle olvidar ese paisaje cotidiano.
Mientras se sacaba las zapatillas en la entrada de la fábrica, vio que delante de ella había una mujer a la que no conocía.
—Buenas noches, Masako —la saludó una voz familiar.
Al levantar la cabeza vio que era Yayoi, con una imagen totalmente cambiada: llevaba el pelo corto, las cejas bien perfiladas y un ligero toque de rojo en los labios. Su habitual aspecto de chica distraída e incompetente había dejado paso a una nueva mujer, más joven y más segura de sí misma.
—¡Vaya cambio! No te había reconocido.
—Todo el mundo me lo dice —comentó Yayoi sonriendo con timidez, pero incluso esa reacción típica de ella denotaba más confianza—. Tú también estás diferente, ¿no? Hoy te has maquillado.
—¿Eh?
—Los labios —dijo Yayoi.
Masako había olvidado por completo que se había pintado los labios en los servicios del Royal Host. Al llevarse un dedo a la boca, le quedó manchado de un carmín pegajoso.
—Déjatelo —le dijo Yayoi cogiéndola de la mano—. Te queda muy bien.
—¿Te reincorporas hoy?
—No, sólo he venido a saludar. He traído unos pasteles y me he ido a disculpar con el jefe y Komada por las molestias.
—O sea que te vas.
—Sí. Quiero estar en casa con los niños cuando llegue el tifón. Está previsto que llegue a Kanto al amanecer.
—Entonces es mejor que vuelvas.
—También he pagado a Kuniko y a la Maestra —le dijo al oído al tiempo que le ponía un grueso sobre marrón en la mano.
—¿Qué es? —le preguntó Masako.
Yayoi ignoró la pregunta y la saludó con una leve reverencia.
—Nos vemos mañana —dijo antes de salir.
Sus palabras y sus gestos eran mucho más enérgicos que los de la antigua Yayoi. Masako salió para detenerla mientras bajaba la escalera cubierta de hierba artificial.
—Espera. —Yayoi se volvió con una sonrisa radiante—. ¿Qué es esto? —insistió Masako agitando el sobre. Yayoi levantó dos dedos, como para indicarle que eran los dos millones que le había prometido—. ¿Has cobrado ya el seguro? —inquirió Masako en voz baja.
—Todavía no —respondió Yayoi negando con la cabeza—. Les dije a mis padres que tenía que devolver un préstamo. No quería que esperarais más tiempo.
—Es muy pronto.
—Es mejor así. Kuniko estaba impaciente y a la Maestra le vendrá muy bien. Además, ya han pasado cuarenta y nueve días.
—Aun así, es muy pronto.
—Ya lo sé, pero así me siento un poco más libre.
Masako también consideraba que había cambiado de imagen demasiado pronto, pero sabía que sería inútil comentarlo. Era lógico que Yayoi hubiera querido cambiar… al igual que lo había hecho ella.
—Entiendo —dijo finalmente—. Gracias.
Yayoi le dijo adiós con la mano y, bajando la escalera rápidamente, desapareció en la húmeda oscuridad.
Masako volvió a entrar en la fábrica, superó el control de higiene y, evitando pasar por la sala, se fue directa al lavabo. Después de encerrarse en un cubículo, abrió el sobre, que contenía los dos millones en varios fajos de billetes de diez mil. Metió el sobre en el fondo de su bolso. El lavabo era el único lugar con cierta intimidad en toda la fábrica.
De vuelta a la sala, encontró a Yoshie y a Kuniko sentadas en el tatami tomando un té. Ambas se habían cambiado ya y conversaban tranquilamente, pero con evidente satisfacción en sus rostros.
—¿Has visto a Yayoi? —le preguntó Yoshie mientras la saludaba con la mano.
—Sí. Acabo de hablar con ella.
—¿Te lo ha dado? —murmuró Yoshie.
—¿El qué? —dijo Masako haciéndose la despistada.
—A nosotras nos ha dado quinientos mil yenes a cada una —le explicó Yoshie.
Kuniko bajó los ojos confirmando las palabras de Yoshie. Sus mejillas estaban rojas de satisfacción. De todos modos, pensó Masako, a ella no le iban a durar mucho. Y ahora que había descubierto lo que era el dinero fácil, estaría dispuesta a hacer lo que fuera para ganar más. Debían ir con cuidado.
—Le habrá costado obtenerlo —comentó Kuniko.
—Seguro —convino Yoshie—. Le hemos dicho que no había prisa, pero ella ha insistido en pagarnos.
A pesar de esas palabras, su tono dejaba entrever la alegría por esos ingresos inesperados.
—Entonces quedáoslo —dijo Masako.
—¿A ti no te importa? —le preguntó Yoshie preocupada.
Masako negó con la cabeza. Se había justificado a sí misma el hecho de cobrar más, y mantenerlo en secreto, diciéndose que usaría el dinero para el nuevo negocio o para huir en caso de que fuera necesario. Así pues, como lo hacía en bien del grupo, no tenía remordimientos.
—Me parece bien.
—Muchas gracias —le dijo Kuniko agarrando con fuerza el bolso que contenía su parte.
Masako la miró y tuvo que esforzarse para controlar su rabia.
—Ahora podrás pagar tus deudas, ¿verdad? —le soltó con malicia. Kuniko esbozó una vaga sonrisa pero no le respondió—. Por cierto, ¿qué vais a hacer con el dinero durante el turno? —preguntó Masako mientras se recogía el pelo con un pasador.
—De eso precisamente estábamos hablando —respondió Yoshie mirando a su alrededor—. Pediremos a alguien que nos lo deje guardar en su taquilla.
Los únicos trabajadores con derecho a taquilla eran los empleados fijos que llevaban más de tres años en la fábrica y los brasileños, que eran más celosos de sus pertenencias. Sin embargo, el número de empleados fijos era ínfimo.
—¿Y si se lo pedimos a Miyamori? —propuso Yoshie.
Kazuo estaba sentado en el rincón de los brasileños, con las piernas estiradas hacia delante y fumando un cigarrillo. Su mirada fatigada parecía evitar el punto donde estaban Masako y sus compañeras.
—¿Y Komada? —sugirió Masako. Como encargado de higiene, Komada era uno de los pocos empleados fijos de la fábrica, pero fue decir su nombre y advertir que no sería una buena idea que supiera que habían cobrado una gran cantidad de dinero—. No, será mejor confiárselo a otro —añadió.
—Creo que podemos confiar en Miyamori —prosiguió Yoshie—. Voy a pedírselo.
—¿Crees que te va a entender? —preguntó Kuniko escéptica, pero Yoshie se apoyó en la mesita y se levantó.
Al ver que Yoshie se le acercaba, Kazuo lanzó una mirada inquisitiva a Masako, quien reparó en el dolor que traslucían sus ojos. Ella hubiera preferido no implicar a Kazuo en el asunto, pero lo que sus compañeras hicieran con el dinero que acababan de recibir no era de su incumbencia.
Disimulando, entró en el vestuario para cambiarse. Una vez se hubo puesto el uniforme blanco, metió su sobre en el fondo del bolsillo de sus pantalones de trabajo para que no se le cayera durante el turno. Entre la hilera de perchas, vio que Yoshie acababa de hablar con Kazuo y cómo éste se levantaba del tatami y salía de la sala con Yoshie y Kuniko a la zaga. Las taquillas de los empleados brasileños estaban al lado del lavabo.
Yoshie y Kuniko regresaron mientras Masako se lavaba las manos y los antebrazos en la pila del pasillo.
—Bueno, menos mal… —dijo Yoshie cogiendo el pequeño cepillo que había usado Masako—. Es un buen chico.
Kuniko abrió un grifo a varios metros de ellas.
—¿Te ha entendido? —le preguntó Masako.
—Sí, más o menos. Le he dicho que teníamos algo valioso que guardar en una taquilla y ha accedido de inmediato. Me ha dicho que quizá acabe el turno un poco más tarde, pero que lo esperemos en el vestíbulo. Ha sido muy amable.
En ese momento, Kazuo pasó por delante de ambas sin mirarlas. Su constitución, el pecho ancho y el cuello grueso, así como su rostro, de facciones muy marcadas, diferían de los de un japonés. Un chico como él, que hubiera estado como pez en el agua bajo el sol brasileño, parecía fuera de lugar trabajando de noche en una fábrica japonesa, con el uniforme blanco y el ridículo gorro azul. Masako se preguntó si aún guardaría la llave, si bien su mayor preocupación radicaba en saber por qué un chico como ése se había fijado precisamente en ella.
El turno terminó más pronto de lo habitual a causa del tifón.
Al mirar por la ventana que había encima de los compartimentos para dejar los zapatos, las empleadas suspiraron preocupadas. El amanecer había traído consigo la tormenta. Las gruesas gotas de lluvia caían de soslayo, y las desgarbadas acacias que rodeaban la fábrica de automóviles estaban a punto de doblarse por la fuerza del viento. Las alcantarillas a ambos lados de la carretera rebosaban, como si fueran dos riachuelos.
—Vaya —dijo Yoshie frunciendo el ceño ante la perspectiva de regresar a casa en bicicleta—. Tendré que quedarme aquí.
—Ya te llevo yo —se ofreció Masako.
—¿De veras? Te lo agradezco —dijo Yoshie aliviada. Entretanto, Kuniko fichó fingiendo no haber oído nada—. ¿Podrías esperar a que termine Miyamori? —añadió Yoshie.
—Claro.
—Si quieres, espérame en el parking.
—No. Iré a buscar el coche, te espero abajo.
—Gracias —dijo Yoshie mientras veía a Kuniko alejarse por el pasillo.
Masako se cambió rápidamente y salió de la fábrica. El cielo opresivo de la noche anterior se había roto y ahora azotaba la tierra con una lluvia y un viento terribles, pero a ella le pareció una situación refrescante. Como el paraguas no le iba a servir de mucho, lo cerró y echó a correr hacia el parking desafiando el viento. Al cabo de unos pocos segundos, las gruesas gotas de lluvia la habían empapado. Se apartó el cabello de la cara y siguió corriendo, preocupada únicamente por el sobre con el dinero que apretaba contra su pecho. Al llegar a la altura de la fábrica abandonada, vio que la tapa de la alcantarilla seguía en el mismo lugar donde Kazuo la había dejado. A través del agujero le llegó el rugir del agua, y pensó que los objetos que habían pertenecido a Kenji (excepto la llave) debían de haber sido arrastrados por la corriente. Mientras seguía corriendo zarandeada por el viento, soltó una carcajada. Era libre. Y el mero hecho de pensarlo la hacía aún más libre.
Al llegar al Corolla, se sentó al volante con la ropa chorreando. Cogió un trapo que guardaba debajo del salpicadero y se secó los brazos. Los vaqueros mojados parecían comprimirle las piernas. Puso el limpiaparabrisas a la máxima velocidad para comprobar que podría conducir bajo el aguacero y encendió el desempañador. El chorro de aire frío le hizo poner la carne de gallina.
Salió del parking con prudencia y volvió a la fábrica en el momento en que Kuniko bajaba por la escalera. Llevaba una holgada camiseta negra y unas mallas floreadas. Miró de reojo el coche de Masako, pero inmediatamente abrió su paraguas azul y echó a andar bajo la lluvia sin dirigirle la palabra. Masako observó por el retrovisor cómo se esforzaba por que el viento no se le llevara el paraguas: podían seguir trabajando juntas, pero no estaba dispuesta a tener ninguna otra relación con ella fuera de la fábrica. Mientras la miraba a través del espejo, Kuniko desapareció bajo la lluvia, como empujada por sus pensamientos.
Poco después vio a Yoshie bajar la escalera resguardada bajo el paraguas transparente de Kazuo, que iba detrás de ella con la gorra negra calada hasta las cejas. Yoshie se acercó al coche y, entrecerrando los ojos para protegerse de la lluvia, golpeó la ventanilla del acompañante.
—¿Puedes abrir el maletero? —preguntó.
—¿Por qué?
—Dice que va a poner la bicicleta dentro —explicó Yoshie señalando a Kazuo.
Sus ojos se encontraron con los de Masako. Tenía una mirada clara e inocente. Sin decir nada, Masako apretó el botón que abría el maletero y la puerta se abrió al instante, de modo que la visión de la ventana trasera quedó tapada. En ese momento sopló una fuerte ráfaga de viento y la puerta empezó a vibrar peligrosamente. Masako salió del coche y sintió cómo las gotas de agua le aguijoneaban la piel de los brazos, que acababa de secarse.
—No salgas —le indicó Yoshie gritando para que la oyera—. Te vas a empapar.
—Ya lo estoy.
—Entra —dijo Kazuo acercándosele y cogiéndola con fuerza por el hombro.
Masako se limitó a obedecer. Justo después, Yoshie se instaló en el asiento del acompañante.
—¡Qué tiempo de perros! —comentó.
Kazuo, que había ido hasta el parking de bicicletas al otro lado de la fábrica, volvió con la bicicleta de Yoshie y, sin esfuerzo aparente, la metió en el maletero. Era una vieja y pesada bicicleta de paseo, pero él consiguió meterla de modo que sobresaliera apenas la rueda delantera. Masako salió para inspeccionar: el maletero estaba ligeramente abierto, pero podría circular.
—Sube —le dijo a Kazuo.
Él la miró con el rostro empapado, como si acabara de salir de una piscina. Llevaba la camiseta blanca pegada al pecho y debajo de la tela se veía la llave. Kazuo se llevó la mano al pecho para taparla.
—Gracias —dijo Masako.
—De nada —repuso Kazuo sin sonreír.
El viento sopló con fuerza y una rama cayó entre los dos.
—Sube —insistió Masako—. Te llevo.
Kazuo negó con la cabeza. Entonces, recogiendo el paraguas de plástico transparente que se había caído al suelo, lo abrió y echó a andar en dirección a la fábrica abandonada.
—¿Qué le pasa? —preguntó Yoshie volviéndose y observando cómo Kazuo se alejaba.
—Ni idea —respondió Masako.
Al arrancar, evitó mirar por el retrovisor.
—Ha sido muy amable —murmuró Yoshie al tiempo que se secaba la cara con una toallita con olor a colonia—. Sin la bici no puedo hacer nada.
Masako no respondió y se concentró en conducir mirando la carretera a través del rápido movimiento de los limpiaparabrisas. Encendió las luces para ver mejor. Al llegar a la autopista Shin Oume, vio que los demás conductores también circulaban con las luces de cruce encendidas, a una velocidad más lenta de lo habitual, salpicando abundantemente y abriéndose paso entre el aguacero. Mientras intentaba reprimir un bostezo, Yoshie miró a Masako con cara de circunstancias.
—Siento que tengas que dar esta vuelta. Además, se te va a mojar el maletero.
Masako miró por el retrovisor, y vio cómo la puerta del maletero subía y bajaba siguiendo el ritmo del coche. No cabía duda de que la lluvia estaba entrando en el compartimento, lavando el lugar donde había estado Kenji.
—No pasa nada. De hecho, es mejor así —dijo Masako. Yoshie guardó silencio—. Maestra —prosiguió sin mirarla—, ¿estarías dispuesta a hacerlo de nuevo?
—¿A hacer qué? —preguntó Yoshie volviéndose hacia su compañera con cara de sorpresa.
—Tal vez nos salga un trabajo.
—¿Un trabajo? ¿Para hacer lo mismo que con Kenji? —preguntó Yoshie sin disimular su asombro—. ¿Y para quién?
—Kuniko se fue de la lengua, llegó a oídos de alguien y ahora se puede convertir en un trabajo.
—¿Se fue de la lengua? —repitió Yoshie agarrándose con ambas manos en el salpicadero. Era como si temiera que el coche siguiera avanzando—. Entonces, ¿alguien nos está haciendo chantaje?
—No. Es un trabajo remunerado —explicó Masako—. No es necesario que sepas los detalles; puedes dejarlo en mis manos. Sólo quiero saber si puedo contar contigo en caso de que salga adelante. Te pagaré.
—¿Cuánto? —preguntó Yoshie con la voz temblorosa y llena de curiosidad.
—Un millón.
Al oír la cifra, Yoshie soltó un suspiro.
—¿Se trata de hacer lo mismo que hicimos? —dijo después de unos segundos de silencio.
—No es necesario que nos deshagamos del cadáver. Sólo tendremos que descuartizarlo en mi casa.
Desconcertada, Yoshie tragó saliva. Masako encendió un cigarrillo y el coche se llenó de humo.
—Puedo hacerlo —dijo finalmente Yoshie, tosiendo.
—¿De veras? —preguntó Masako mientras estudiaba su expresión.
Estaba pálida y le temblaban los labios.
—Necesito el dinero —confesó Yoshie—. Y estoy dispuesta a ir al infierno contigo.
¿Realmente se estaban dirigiendo al infierno?, se preguntaba Masako al tiempo que intentaba fijar la mirada a través del parabrisas empañado.
No veía nada excepto las luces traseras del coche que circulaba delante del de ella. Ya no notaba el agarre de los neumáticos al asfalto, era como si el coche avanzara flotando en el aire. Todo parecía irreal, como si formara parte de un sueño compartido con Yoshie.
Cuando el tifón pasó, el brillante cielo de verano se fue con él, como si lo hubieran barrido; en su lugar se dibujó un apagado cielo otoñal.
A medida que la temperatura descendía, las intensas emociones de Yayoi (rabia, arrepentimiento, miedos, esperanzas) también se aplacaron. Vivía con sus dos hijos, una vida que, poco a poco, había empezado a calificar de normal. Sin embargo, las vecinas, que al principio se habían puesto de su lado por una mezcla de lástima y curiosidad, pronto le dieron la espalda al ver que se convertía en una viuda confiada y segura de sí misma. Aparte de ir al trabajo y llevar y traer a los niños de la escuela, intentaba quedarse en casa con el fin de no levantar suspicacias. Se sentía extrañamente sola.
¿Realmente había cambiado tanto?, se preguntaba. Si sólo se había cortado el pelo y hacía lo posible para suplir la ausencia de su marido… De hecho, aún no se había dado cuenta de que estaba cambiando por dentro: pese a haberse librado del lastre que suponía vivir con Kenji, ahora tenía que vivir encadenada a la culpa que sentía por haberlo asesinado.
Una mañana en que le tocaba limpiar el punto de recogida de la basura, Yayoi salió a la calle con la pala y la escoba en ristre. Los vecinos dejaban la basura al pie de un poste eléctrico situado en la esquina de la calle, en el lugar donde Milk había aparecido la mañana siguiente del asesinato de Kenji.
Yayoi alzó la vista para mirar el muro, el lugar preferido de los gatos del barrio que confiaban en encontrar alguna bolsa rota. En ese momento había un gato blanco con el pelo sucio que bien podría ser Milk, y otro atigrado, marrón y de mayor tamaño, pero ambos desaparecieron al ver que Yayoi se les acercaba. Milk no había vuelto a casa y ahora rondaba por el barrio con los demás gatos abandonados. Yayoi, que había dejado de preocuparse por él, se puso manos a la obra.
Mientras barría los restos de comida y papeles que habían quedado esparcidos después de que pasara el camión de recogida, tuvo la sensación de que sus vecinas la miraban desde detrás de las cortinas de sus casas y se puso nerviosa. Justo entonces, como si acudiera a rescatarla, oyó la voz dulce de una chica.
—Disculpa…
Yayoi levantó la cabeza y vio a una mujer delante de ella. En sus ojos sólo había simpatía. No la conocía, pensó Yayoi al tiempo que intentaba recordar si la había visto antes. Debía de tener unos treinta años. Llevaba el pelo liso y estirado y un poco de maquillaje, al más puro estilo de las secretarias, pero daba la impresión de ser una chica inocente e inexperta. A Yayoi le cayó bien de inmediato.
—¿Es nueva en el barrio?
—Sí. Acabo de trasladarme a ese edificio —dijo la chica volviéndose hacia un viejo bloque de apartamentos que había detrás de ella—. ¿Es aquí donde debo dejar la basura?
—Sí. Ahí está el calendario —le explicó Yayoi señalando el cartel colgado en el poste eléctrico.
La chica le dio las gracias y se sacó un pequeño taco de hojas del bolsillo para copiar la información. Iba vestida de calle, pero la blusa blanca de manga larga y la falda azul marino le conferían un aire sencillo. Cuando Yayoi terminó su tarea y estaba a punto de irse, la joven, como si la hubiera estado esperando, la interpeló de nuevo.
—¿Siempre limpia usted?
—Hacemos turnos —respondió Yayoi—. Supongo que también usted tendrá que hacerlo, pero ya recibirá el aviso.
—Ah, entiendo.
—Si trabaja y no puede encargarse de ello, puedo hacerlo por usted —se ofreció Yayoi.
—Es muy amable —dijo la chica con sorpresa—. Se lo agradezco, pero no trabajo.
—Entonces, ¿está casada?
—No, no lo estoy. Aunque a mi edad debería estarlo —dijo con una sonrisa que le hizo aparecer unas arrugas en la comisura de los párpados. Yayoi pensó que debía de tener la misma edad que ella—. Acabo de dejar el trabajo. Estoy en el paro.
—Debe de ser duro.
—No crea. Es un lujo. De hecho, he empezado a estudiar de nuevo.
—¿Un doctorado o algo así? —inquirió Yayoi, consciente de que preguntaba demasiado.
Sin embargo, estaba contenta de poder hablar con alguien, puesto que no tenía amigas en el barrio y la relación con sus compañeras de la fábrica se había deteriorado desde la muerte de Kenji. Hablar relajadamente, aunque fuera con una desconocida, era divertido.
—No, no es nada tan importante. Es algo que quería hacer desde hacía mucho tiempo: estoy aprendiendo a teñir. Me gustaría poder vivir de ello algún día.
—¿Y no tiene ningún trabajo por horas?
—No. Con lo que tengo ahorrado, creo que podré mantenerme dos años… llevando una vida humilde, claro.
La chica sonrió y se volvió de nuevo hacia el bloque de pisos, famoso en el barrio por su estado ruinoso, si bien eran baratos.
—Me llamo Yayoi Yamamoto y vivo al fondo del callejón. Si necesita algo, no dude en pedírmelo.
—Muchas gracias. Yo soy Yoko Morisaki. Encantada —se presentó la chica con voz serena.
Yayoi se preguntó si, de saber lo de Kenji, se habría comportado del mismo modo.
Al día siguiente, cuando, después de la siesta, Yayoi se disponía a preparar la cena, sonó el interfono.
—Soy Yoko —anunció una voz alegre.
Yayoi se apresuró a abrir la puerta donde encontró a su nueva amiga con una caja de uvas. En esta ocasión también iba vestida y maquillada con discreción y buen gusto.
—Hola —la saludó Yayoi.
—Sólo quería darle las gracias por lo de ayer.
—No era necesario —dijo Yayoi al tiempo que cogía las uvas y la guiaba hasta el comedor.
Desde el día en cuestión, las únicas personas que habían entrado en su casa habían sido los padres y parientes de Kenji, los suyos, algunos compañeros de trabajo de Kenji, Kuniko y los policías. Era fantástico tener a una invitada con quien sentirse a gusto.
—No sabía que tuviera hijos —dijo Yoko mirando los dibujos pegados con celo en las paredes y los coches de juguete esparcidos por el pasillo.
—Pues sí. Dos niños. Ahora están en la escuela.
—Qué envidia. Me encantan los niños. A ver si algún día puedo jugar con ellos.
—Como quiera —dijo Yayoi sonriendo—, pero le advierto que son un poco salvajes. Y agotadores.
Yoko se sentó en la silla que le ofrecía Yayoi y la miró a los ojos.
—Nunca hubiera imaginado que tuviera dos hijos. Parece muy joven.
—Oh, gracias —dijo Yayoi encantada de recibir un piropo de una mujer de su edad.
Se apresuró a preparar un poco de té y lo sirvió junto con las uvas.
—¿Su marido está trabajando? —preguntó Yoko distraída, mientras echaba azúcar en su taza.
—Mi marido murió hará un par de meses —respondió Yayoi al tiempo que señalaba el nuevo altar con la foto de Kenji que había instalado en la habitación contigua.
Era una foto tomada hacía un par de años, en la que Kenji aparecía joven y feliz, ignorante de la suerte que le esperaba.
—Lo siento —se disculpó Yoko con el rostro pálido—. No lo sabía.
—No se preocupe. Es normal que no lo supiera.
—¿Estaba enfermo? —preguntó tímidamente, como si no hubiera hablado nunca de la muerte de alguien.
—No —respondió Yayoi observándola—. ¿De verdad no lo sabe?
Yoko abrió los ojos y negó con la cabeza.
—Mi marido se metió en un lío y murió. ¿Le suena lo del caso de Koganei?
—Sí. No me diga que… —dijo incrédula.
Al parecer, era cierto que no sabía nada. Bajó la cabeza y se echó a llorar.
—¿Qué le pasa? —le preguntó Yayoi sorprendida—. ¿Por qué llora?
—Lo siento mucho por usted.
—Gracias —murmuró Yayoi, turbada a su vez por lo que parecía la primera muestra de verdadera emoción.
Mucha gente le había expresado sus condolencias después del incidente, pero en todos los casos había notado cierta sospecha hacia ella. Los parientes de Kenji la habían acusado abiertamente y sus propios padres habían vuelto a casa. Sabía que podía contar con Masako, pero estar con ella la enervaba, como si en cualquier momento pudiera hacerle daño. Yoshie era demasiado anticuada y sentenciosa, mientras que a Kuniko no quería ni verla. Después de un tiempo sintiéndose alejada de todo el mundo, Yayoi quedó realmente impresionada por las lágrimas de su nueva amiga.
—Muchas gracias —le dijo—. Los vecinos me han dado la espalda y estoy muy sola.
—No tiene por qué dármelas —repuso Yoko—. Soy muy ingenua y siempre acabo diciendo alguna inconveniencia. Por eso normalmente intento estar callada, para no herir a los demás. De hecho, si he dejado mi trabajo ha sido por eso. Creo que voy a estar mejor en mi propio mundo.
—Entiendo —dijo Yayoi, y a continuación se puso a contar la versión oficial de lo que le había sucedido a Kenji.
Al principio Yoko la escuchó en silencio, pero a medida que el relato avanzaba, empezó a hacer preguntas.
—Así, ¿la última vez que lo vio fue esa mañana?
—Sí —respondió Yayoi, que había acabado creyendo que había sido así realmente.
—Es tan triste…
—Pues sí. Nunca imaginé que podría suceder algo parecido.
—¿Y todavía no han detenido al asesino?
—Ni siquiera saben quién lo hizo —afirmó Yayoi con un suspiro.
A base de mentir, el hecho de que lo hubiera matado ella le parecía cada vez más irreal.
—Y después lo descuartizaron —dijo Yoko indignada—. Debe de ser un monstruo.
—¿Verdad? No puedo ni imaginar quién lo hizo —dijo Yayoi recordando la foto de la mano amputada de Kenji que le mostró la policía.
El intenso odio que sintió en ese momento por Masako volvió a hacerse patente. ¿Cómo podían haber llegado tan lejos? En parte sabía que esa reacción era irracional, pero conforme seguía hablando y pensando en los acontecimientos, los recuerdos que tenía iban cambiando.
Sonó el teléfono. Quizá fuera Masako. Ahora que tenía una nueva amiga, Yayoi se dio cuenta de lo cansado que era tener que hablar con una mandona como Masako. Dudó unos instantes, sin saber qué hacer.
—No se preocupe por mí —dijo Yoko animándola a cogerlo.
Yayoi respondió a su pesar.
—¿Diga?
—Hola, soy Kinugasa —dijo una voz familiar.
Él o Imai la telefoneaban cada semana para saber cómo se encontraba.
—Gracias por llamar —dijo Yayoi.
—¿Hay alguna novedad?
—No, ninguna.
—¿Ha vuelto al trabajo?
—Sí —respondió—. Tengo allí a mis compañeras y estoy acostumbrada a llevar esa rutina, así que de momento no lo voy a dejar.
—Entiendo —dijo Kinugasa con un tono de voz agradable—. ¿Y los niños? ¿Deja que se las arreglen solos?
—¿Que se las arreglen solos? —repitió Yayoi, sorprendida por el matiz negativo de la expresión.
—Perdone, no quería decir eso —aclaró Kinugasa—. ¿Qué hace con ellos?
—Los pongo en la cama y me voy cuando ya están dormidos. No les puede pasar nada.
—A menos que haya un terremoto o un incendio. Si ocurre algo, no dude en llamar a la comisaría del barrio.
—Gracias.
—Por cierto, parece que va a cobrar el seguro de vida de su marido.
Kinugasa se esforzó por mostrar que se alegraba por ella, pero aun así Yayoi percibió cierta reserva en sus palabras. Se volvió y vio que Yoko, quizá por cortesía, se había levantado y estaba frente a la ventana, mirando un pequeño tiesto de campanillas medio secas que los niños habían traído de la escuela.
—Sí —dijo finalmente—. Ni siquiera sabía que tenía suscrito un seguro de vida en el trabajo. Ha sido una sorpresa, pero si quiere que le diga la verdad, me vendrá muy bien. No sería fácil criar a los niños con lo que gano.
—Claro —dijo Kinugasa—. Por cierto, tengo una mala noticia. El propietario del casino ha desaparecido. Si sucede algo, comuníquenoslo de inmediato.
—¿A qué se refiere? —dijo Yayoi alzando la voz por primera vez desde que había descolgado el teléfono.
Sorprendida, Yoko se volvió para mirarla.
—No se preocupe —la calmó Kinugasa—. Ha sido un error de la policía, y estamos haciendo todo lo posible por localizarlo.
—¿Cree que ha huido porque es culpable?
Kinugasa guardó silencio durante unos segundos. Entretanto, se oyó el sonido de un teléfono y la voz de un hombre al responder a la llamada. Yayoi frunció el entrecejo, como si el ambiente masculino y atestado de humo de la comisaría se hubiera filtrado en su casa.
—Lo estamos buscando —dijo finalmente el policía—. No se preocupe. Si sucede algo, llámeme.
Después de pronunciar estas palabras, Kinugasa colgó. Sin duda, eso eran buenas noticias tanto para ella como para Masako, pensó Yayoi. Al soltarlo por falta de pruebas se había sentido decepcionada, pero el hecho de que se hubiera escapado era como admitir su culpabilidad. Eso la tranquilizaba. Al colgar el teléfono y volver a su silla, estaba más animada.
—¿Buenas noticias? —le preguntó Yoko al verla sonreír.
—No especialmente —respondió ella intentando mostrarse seria de nuevo.
—Creo que debería irme —dijo Yoko.
—Quédese un rato más.
—¿Ha pasado algo?
—Al parecer, el sospechoso ha desaparecido.
—Así, ¿la llamada era de la policía? —preguntó Yoko con interés.
—Sí. De uno de los agentes.
—Guau. Qué emocionante… Lo siento.
—No se preocupe —dijo Yayoi sonriendo—. Son unos pesados. Siempre me están llamando para saber cómo estoy.
—Pero debe de querer que atrapen al asesino cuanto antes, ¿verdad?
—Sí, claro —dijo Yayoi con tristeza—. Es muy difícil seguir así.
—Pero si ha huido, será que es el culpable, ¿no?
—Ojalá —dijo Yayoi a bote pronto, pero por suerte Yoko no pareció darse cuenta y asintió con la cabeza.
Que Yayoi y Yoko trabaran una buena amistad sólo fue cuestión de tiempo.
Yoko solía aparecer por casa de Yayoi cuando ésta se levantaba de la siesta y empezaba a prepararse para ir a recoger a sus hijos a la escuela. Yoko volvía de sus clases, y a menudo se presentaba con pasteles o con algo para picar. A los hijos de Yayoi les cayó bien en seguida. Yukihiro le contó lo de Milk, y Yoko se los llevó a buscarlo por el barrio.
—Yayoi, ¿qué te parece si me quedo aquí con los niños mientras tú estás en la fábrica? —le propuso un día.
A Yayoi le sorprendió que alguien a quien apenas conocía fuera tan amable con ella.
—Me sabe mal por ti…
—No te preocupes. A mí me da igual dormir en casa o aquí, y me angustia pensar que Yukihiro se despierte a medianoche y no tenga a nadie a quien acudir.
Yoko mimaba especialmente al pequeño, y él no quería separarse de ella. Así pues, Yayoi, poco acostumbrada a recibir tanta amabilidad por parte de nadie, aceptó el ofrecimiento encantada.
—Pues ven a cenar con nosotros. Ya que no puedo pagarte, al menos te invito a cenar.
—Muchas gracias —dijo Yoko echándose a llorar.
—¿Qué te pasa?
—Es que soy muy feliz —respondió sonriendo y secándose las lágrimas—. Es como si tuviera una nueva familia. Llevo tanto tiempo sola que se me había olvidado lo bien que se está acompañado. Mi piso es tan triste…
—Yo también estoy sola. He perdido a mi marido, y desde entonces todo el mundo me ha dado la espalda. Nadie me comprende.
—Es una pena.
Se abrazaron con lágrimas en los ojos. Cuando Yayoi alzó los ojos, vio a Takashi y a Yukihiro mirándolas sorprendidos.
—Chicos —dijo entonces secándose las lágrimas—, de ahora en adelante Yoko se quedará con vosotros durante la noche. ¿Qué os parece?
Nunca se le ocurrió que Yoko sería la causa de una discusión con Masako.
—¿Quién es ésa que se pone siempre que llamo a tu casa? —le preguntó Masako.
—Se llama Yoko Morisaki. Es una vecina que cuida a los niños.
—¿Quieres decir que pasa la noche en tu casa?
—Sí, mientras yo estoy en la fábrica.
—O sea que vive contigo —repuso Masako con desaprobación.
—No es eso —dijo Yayoi enfadada—. De día estudia, y por la noche viene a cenar y se queda con los niños.
—¿Y lo hace gratis?
—A cambio de la cena.
—Pues es muy generosa, ¿no te parece? ¿No buscará algo?
—¡Qué dices! —protestó Yayoi. No pensaba permitir que alguien hiciera insinuaciones de ese tipo, ni siquiera Masako—. Lo hace porque es amable. ¿Cómo puedes ser tan desconfiada?
—Desconfiada o no, te recuerdo que si nos descubren eres tú quien se va a llevar la peor parte.
—Ya lo sé, pero…
—Pero ¿qué?
Yayoi estaba harta de las preguntas de Masako. ¿Por qué era siempre tan inquisitiva cuando quería averiguar algo?
—¿Por qué me machacas tanto? —exclamó Yayoi.
—No te machaco. No sé por qué te enfadas.
—No me enfado —insistió Yayoi—, pero estoy cansada de tu insistencia. De hecho, yo también tengo algunas preguntas para ti: ¿qué estáis tramando tú y la Maestra? ¿Por qué ya no esperas a Kuniko? ¿Ha pasado algo?
Masako frunció el ceño. No le había contado que Kuniko se lo había dicho todo a Jumonji, ni que como consecuencia de eso ella tenía un nuevo «trabajo» en perspectiva. A Yayoi no se le había ocurrido pensar que Masako no la había informado porque había perdido la confianza en ella.
—No, no ha pasado nada —respondió Masako—. Pero ¿estás segura de que esa chica no va detrás del dinero del seguro?
—¡Yoko no es así! —explotó finalmente Yayoi—. ¡No es como Kuniko!
—De acuerdo, olvida lo que he dicho —dijo Masako, quien guardó silencio esperando que a su compañera se le pasara el enfado.
—Perdóname —dijo Yayoi recordando cuánto le debía—. No sé por qué me he puesto así. Pero no tienes por qué preocuparte por Yoko.
—¿Y no te inquieta que pase tanto tiempo con tus hijos? —insistió Masako—. Pueden contarle algo.
—Han olvidado todo lo que sucedió esa noche —respondió Yayoi, perpleja por la tenacidad de Masako—. Nunca han vuelto a hablar de ello.
Masako se mordió el labio y se quedó mirando al vacío.
—¿No crees que si no lo han hecho es porque saben que te causarían problemas?
Esas palabras llegaron al fondo del corazón de Yayoi, pero aun así se apresuró a negarlas.
—No, no es eso. Los conozco mejor que nadie, y estoy segura de que lo han olvidado.
—Espero que tengas razón —dijo Masako mirando hacia un lado—. Pero es mejor no bajar la guardia.
—¿La guardia? ¿Por qué lo dices? —Para Yayoi todo había terminado—. El propietario del casino ha huido. Estamos salvadas.
—¿Qué? —exclamó Masako soltando una risotada—. Tú no vas a estar a salvo en todo lo que te resta de vida.
—¿Cómo puedes decir eso?
Al mirar a su alrededor, Yayoi vio que Yoshie se les había acercado. Estaba de pie detrás de Masako, mirándola con los mismos ojos acusadores que ella. Yayoi no podía soportar que estuvieran tramando algo a sus espaldas y que le echaran la culpa de todo lo sucedido. ¿Acaso no les había pagado lo prometido?
Al acabar el turno, se fue sin despedirse. Como amanecía más tarde, al salir al exterior era aún de noche. La oscuridad le hizo sentir su soledad con más intensidad.
Cuando regresó a casa, Yoko y los niños aún estaban dormidos en la habitación. Yoko apareció en pijama al cabo de unos instantes.
—Buenos días —dijo.
—¿Te he despertado?
—No te preocupes. De todos modos, hoy tengo que irme pronto —dijo desperezándose, pero entonces, como si se diera cuenta de que Yayoi estaba alterada, frunció el ceño—. Yayoi, ¿te pasa algo? Estás pálida.
—No es nada, sólo he discutido en la fábrica.
Evidentemente, no podía decirle que ella había sido la causa de la rencilla.
—¿Con quién?
—Con Masako. La que suele llamar por teléfono.
—¿Te refieres a la que es siempre tan seca? ¿Qué te ha dicho? —quiso saber Yoko acalorada, como si fuera ella quien se hubiera peleado.
—Nada —respondió Yayoi—. Una tontería.
Acto seguido, se puso el delantal para preparar el desayuno.
—¿Por qué siempre hablas con esa voz tan dócil cuando te llama? —le preguntó Yoko.
—¿Eh? —exclamó Yayoi volviéndose—. No es cierto.
—¿Acaso te amenaza?
De sus ojos emanaba un aire inquisitivo, el mismo que había detectado en la mirada de los vecinos, pero Yayoi se obligó a ignorarlo. Era imposible, Yoko no podía ser como ellos.
El sol del atardecer otoñal vertía sus suaves rayos sobre los fajos de billetes que había encima de la mesa.
Eran tan nuevos y tan perfectos que parecían irreales, como si fueran pisapapeles de broma. Sin embargo, ahí había más dinero del que ganaba en un año en la fábrica, e incluso después de más de veinte años trabajando en la caja de crédito no había conseguido ganar más del doble de esa cantidad. Mientras observaba los dos millones que había recibido de Yayoi, Masako pensaba en los acontecimientos de los últimos meses y en las perspectivas del nuevo «negocio».
Al cabo de unos minutos, se puso a pensar dónde podía esconder el dinero. ¿Debería ingresarlo en el banco? Por un lado, si pasaba algo no podría sacarlo rápidamente y siempre sería una prueba en su contra, pero por otro, si lo escondía en casa, cabía la posibilidad de que alguien lo encontrara.
Mientras se debatía entre esas opciones, sonó el interfono. Antes de abrir la puerta, escondió el dinero en el armario de debajo del fregadero.
—Disculpe —dijo una titubeante voz femenina.
—¿Qué quiere?
—Es que… estoy pensando en comprar el terreno de enfrente, y me gustaría hacerle unas preguntas.
A su pesar, Masako abrió la puerta. Delante de su casa había una mujer de mediana edad con un soso traje de color lila. A juzgar por su cara, tenía más o menos la misma edad que Masako, pero su cuerpo estaba más ajado. Su voz era aguda y estridente, como si no supiera controlarla.
—Siento molestarla así, sin avisar…
—No se preocupe.
—Estoy pensando en comprar ese terreno —repitió al tiempo que señalaba el solar que había al otro lado de la calle.
De hecho, no era la primera vez que Masako oía que había alguien interesado en comprarlo, pero siempre se habían echado atrás y ahora estaba abandonado.
—¿Y qué quería saber? —preguntó Masako yendo al grano.
—Bueno, pues me preguntaba por qué es el único que no se ha vendido.
—Pues no tengo ni idea.
—¿No sabe si ha habido algún problema? No me gustaría enterarme después de comprarlo.
—La entiendo —repuso Masako—, pero no sé nada. ¿Por qué no se lo pregunta a la inmobiliaria?
—Ya lo he hecho, pero no me han dicho nada.
—Quizá no haya nada que decir —le espetó Masako nerviosa.
—Mi marido dice que el suelo es demasiado rojo. —Masako ladeó la cabeza. Era la primera vez que oía algo así. Miró a su interlocutora, que se apresuró a añadir—: Al parecer, es muy inestable.
—Pues es el mismo sobre el que hemos construido nosotros.
—Ah, lo siento —dijo la mujer arrepentida de su comentario.
Masako se dispuso a dar media vuelta para poner punto final a la conversación.
—No creo que haya ningún problema —le dijo.
—Así, ¿el drenaje es bueno?
—Como está un poco elevado, el agua no se acumula.
—Sí, claro… —dijo la mujer mirando hacia el interior de su casa—. Bueno, muchas gracias —añadió con una ligera reverencia.
Había sido una conversación breve, pero a Masako le dejó mal sabor de boca. Especialmente cuando recordó lo que una vecina le había dicho hacía unos días.
—Masako —le dijo su vecina al encontrarla por la calle.
La mujer, que vivía justo en la casa de detrás de la suya y daba clases de ikebana, era directa y sensata, cualidades que Masako apreciaba.
—¿Sabe una cosa? —le dijo cogiéndola de la manga y bajando la voz—. El otro día pasó algo un poco raro.
—¿Qué sucedió?
—Un hombre de su empresa estuvo por el barrio preguntando sobre usted.
—¿Un hombre de mi empresa?
Masako pensó que no debía de buscarla a ella y que debía de tratarse de alguien de la empresa de Yoshiki o de algún banco. Sin embargo, no había ningún motivo por el que alguien quisiera investigar a Yoshiki, y Nobuki era demasiado joven para encontrarse en esa situación, de modo que quizá sí la buscaran a ella.
—Sí —confirmó la vecina—. Dijo que era de la fábrica de comida, pero a mí me pareció más bien un detective o algo así. Estuvo preguntando varias cosas sobre usted.
—¿Por ejemplo?
—Con quién vive, qué costumbres tiene, qué fama tiene en el barrio. Evidentemente, yo no le respondí, pero algún vecino debió de contarle todo con pelos y señales —dijo señalando la casa de al lado donde vivía un matrimonio mayor que a menudo se había quejado de la costumbre de Nobuki de escuchar la música a un volumen demasiado fuerte.
Sin duda habrían respondido encantados a las preguntas sobre la vida privada de Masako.
—¿De veras preguntó por todo el barrio? —preguntó Masako preocupada.
—Eso parece. Lo vi merodear por su casa y más tarde vi cómo llamaba a la vivienda de al lado. Es un poco raro, ¿no?
—¿Y no dijo por qué quería saber todo eso?
—Eso es lo más extraño. Dijo que se estaban planteando hacerla fija en la fábrica.
—Ya… —murmuró Masako.
Las empleadas por horas como ella sólo podían ascender después de tres años en la fábrica, pero nunca llegar a ser fijas. Era obvio que el hombre había mentido.
—¿Cómo era?
—Un chico joven, trajeado.
Por un momento pensó en Jumonji, pero la conocía desde hacía muchos años y no tenía por qué investigar su entorno. También pensó en la policía, pero no creía que los agentes tuvieran necesidad de trabajar en secreto.
En ese momento, y por primera vez después del incidente, sintió la presencia de «alguien más», alguien que no era la policía pero que estaba detrás de todo el asunto, sin mostrar su rostro. De repente se le ocurrió que tal vez Yoko, la amiga de Yayoi, estuviera relacionada con esa presencia. El hecho de que Yayoi no sospechara nada era un poco raro, quizá la prueba misma de que eran especialistas en mantener sus planes en secreto. Definitivamente, no podía tratarse de la policía.
Primero Yoko metiéndose en casa de Yayoi; después el chico investigándola, y finalmente esa mujer preguntando por el solar de enfrente. Era posible que estuvieran relacionados y trabajaran en equipo. ¿Quién y por qué las vigilaba? Masako sintió un miedo repentino, un escalofrío ante lo desconocido. Se preguntó si no sería mejor contárselo a Yoshie y a Yayoi, pero pensó que no tenía pruebas concluyentes y que de momento sería mejor no decir nada.
Cuando esa noche llegó al parking de la fábrica, vio que habían terminado de construir la garita de vigilancia. La pequeña estructura se alzaba vacía, con la ventana aún a oscuras.
Masako se bajó del Corolla y, sin cerrar la puerta, se quedó mirando la garita. Al cabo de unos instantes, el Golf de Kuniko entró en el parking levantando una lluvia de gravilla a su paso. Al notar la violencia y la hostilidad contenidas en esa maniobra, Masako se estremeció.
Kuniko dio marcha atrás, aparcó el coche de mala manera en una plaza y puso el freno de mano con gran estrépito. Finalmente saludó a Masako a través de la ventanilla.
—Buenas noches —dijo con su habitual simpatía forzada.
Vestía una chaqueta nueva, de piel roja, que debía de haber comprado con el dinero que había cobrado de Yayoi.
—Buenas noches —le dijo Masako devolviéndole el saludo.
Hacía mucho tiempo que no encontraba a Kuniko en el parking. Desde que habían dejado de esperarse la una a la otra, apenas se habían cruzado de camino al trabajo y, a juzgar por la cara que ponía Kuniko en ese momento, ella lo prefería así.
—Hoy llegas más pronto —observó Kuniko.
—Supongo que sí —dijo Masako mirando su reloj en la oscuridad.
Efectivamente, había llegado diez minutos antes de lo habitual.
—¿Sabes de qué va eso? —le preguntó Kuniko al tiempo que subía la capota de su Golf y señalaba la garita con el mentón.
—Supongo que pondrán un guardia.
—La policía se enteró de lo del violador y ha obligado a la dirección a poner vigilancia.
Lo que decía Kuniko podía ser cierto, pero sin duda la dirección había accedido a poner vigilancia para evitar que la gente aparcara de forma ilegal, como sucedía últimamente.
—Vaya, es una pena que no puedas conocerlo —dijo Masako.
—Pero ¿qué dices? —respondió Kuniko torciendo sus labios pintados y sin ocultar su antipatía.
Iba perfectamente maquillada, como si hubiera salido para ir de compras al centro de la ciudad, pero a los ojos de Masako el maquillaje sólo enfatizaba la imperfección de su rostro.
—Veo que aún tienes ese coche —comentó Masako mirando el Golf recién abrillantado—. Si fueras en bici ahorrarías un poco.
—Voy tirando —dijo Kuniko por toda respuesta, obviamente molesta, antes de marcharse.
Sin añadir nada más, Masako se quedó en el parking, frotándose los brazos, pues tenía carne de gallina; incluso para estar a primeros de octubre, hacía más fresco de lo habitual. El aire era frío y seco, y en el ambiente podían distinguirse con claridad varios olores: las frituras de la fábrica, el humo de la carretera y la hierba del descampado. En algún lugar cercano se escuchaban los últimos insectos del verano.
Masako cogió un jersey del asiento trasero y se lo puso encima de la camiseta. Encendió un nuevo cigarrillo y esperó a que la figura roja de Kuniko desapareciera en la oscuridad.
Al cabo de unos instantes, oyó el ruido sordo de un motor y una motocicleta de gran cilindrada entró en el parking. Se le acercó con la rueda trasera derrapando ligeramente y el faro delantero traqueteando por las irregularidades del terreno. ¿Quién sería? Que ella supiera, ningún empleado acudía en moto al trabajo. Masako observó al motorista con curiosidad.
—Masako —dijo una voz masculina detrás de la visera.
Era Jumonji.
—¡Ah, eres tú! Me has asustado.
—Suerte que la encuentro —dijo Jumonji parando el motor.
Acto seguido, el parking quedó envuelto en un denso silencio. Incluso los insectos habían callado, tal vez sobresaltados por el ruido del motor. Jumonji apoyó la moto en el caballete con un gesto ágil.
—¿Qué pasa?
—Tenemos un trabajo.
Había llegado el momento. Nada más ver la moto había tenido una especie de presentimiento. Cruzó los brazos frente al pecho para controlar su pulso acelerado. Después de más de medio año en el armario, el jersey desprendía un familiar olor a detergente. En ese momento se le ocurrió que quizá se estuviera separando de ese olor y se abrazó con más fuerza.
—¿De lo que hablamos?
—Sí, claro —confirmó Jumonji—. Acaban de llamarme diciéndome que hay un cadáver que debe desaparecer. He pensado que no la encontraría en casa y por eso he venido hasta aquí… pero temía que Kuniko reconociera mi coche —añadió con voz temblorosa.
—Y por eso has venido en moto —dijo Masako.
—Hacía tiempo que no la usaba, y me ha costado ponerla en marcha.
Como un actor que se quita una peluca, Jumonji se quitó el casco y se arregló el pelo con los dedos.
—¿Qué quieres que haga?
—Iré a recogerlo en coche y lo llevaré a su casa. ¿A qué hora termina de trabajar?
—A las cinco y media. Vuelvo al parking hacia las seis —dijo dando golpecitos con el pie en el suelo.
—¿Y a qué hora está en casa?
—Poco más de las seis. Pero tendrás que esperar hasta las nueve, que es la hora en que mi marido y mi hijo ya se han ido. ¿Podrás deshacerte de la ropa antes de traerlo?
—Lo intentaré —respondió él con expresión sombría.
—¿Podrás moverlo solo?
—Ya veremos… Por cierto, he comprado un juego de bisturís. Se lo traeré.
—Perfecto —dijo Masako mordiéndose las uñas e intentando pensar en algo que se les pudiera olvidar. Sin embargo, con las prisas no se le ocurría nada. Finalmente se acordó de algo—. Piensa en las cajas para meterlo.
—¿Las quiere grandes?
—No. Que sean lo más parecidas a las de cartón que hay en las tiendas de comestibles. Así no llamarán la atención. Pero que sean resistentes.
—Mañana las tendré. ¿Tiene bolsas de plástico?
—Sí, siempre tengo —repuso Masako—. Y otra cosa: ¿qué hago si mañana no me va bien que vengas? —preguntó pensando en la posibilidad de que Yoshiki o Nobuki no fueran al trabajo.
—¿Qué puede pasar? —preguntó Jumonji alarmado.
—Que haya alguien en casa, por ejemplo.
—Ah, eso… Entonces llámeme al móvil.
Jumonji se sacó una tarjeta del bolsillo de los vaqueros y se la dio. El número del móvil aparecía en la tarjeta.
—Vale —dijo Masako—. Si surge algún problema, te llamo antes de las ocho y media.
—De acuerdo —concluyó Jumonji alargándole la mano. Masako la observó durante unos segundos y, finalmente, le ofreció la suya. La mano de Jumonji estaba fría y áspera a causa del aire helado—. Hasta mañana —añadió dándole al contacto.
El ruido sordo y potente del motor retumbó por el parking.
—Espera —le dijo Masako cuando estaba a punto de irse.
—¿Qué quiere? —preguntó Jumonji alzando de nuevo su visera.
—Alguien ha estado merodeando por mi casa. Quizá un detective.
—¿Qué? —exclamó Jumonji sorprendido—. ¿Y por qué?
—No tengo ni idea.
—¿No será de la policía?
Al escuchar las palabras de Jumonji, Masako quedó desolada. Pensó que quizá debieran rechazar ese trabajo, al menos por el momento. Pero ya era demasiado tarde.
—No lo sé —dijo tragando saliva—, pero debemos hacer el trabajo.
—Tiene razón —convino Jumonji—. Ya que hemos llegado hasta aquí, debemos seguir adelante. De lo contrario, alguien iba a quedar muy mal.
Jumonji dio la vuelta y salió del parking levantando gravilla con la rueda trasera.
Masako echó a andar hacia la fábrica, y durante el trayecto empezó a repasar el proceso mentalmente: primero había que cortar la cabeza; después los brazos y las piernas, y finalmente abrir el torso… Recordaba perfectamente lo duro que había sido con Kenji. De pronto se preguntó en qué estado llegaría el cadáver y sintió que un escalofrío le recorría el espinazo. Le flaquearon las piernas, como si se negaran a acercarle a ese horror. Como le costaba andar, se paró en medio de la oscuridad.
Sin embargo, no la aterrorizaba el cadáver en sí, sino la presencia de ese «alguien» desconocido.
Al entrar en la sala de descanso, Kuniko se levantó y se marchó, evitando mirarla. Masako ignoró el comportamiento infantil de su compañera y buscó a Yoshie. La encontró poco después: estaba cambiándose en el vestuario junto con Yayoi.
—Maestra —le dijo dándole una palmadita en el hombro mientras Yoshie se subía la cremallera del uniforme.
Yayoi, que estaba a su lado, también se volvió, con su expresión alegre e inocente. Masako tenía la intención de no involucrarla en el nuevo trabajo, pero cuando vio su cara (libre del menor rastro del horror que habían vivido) le asaltó un deseo incontenible de que le temblaran las piernas como le habían temblado a ella hacía sólo unos instantes. Sin embargo, apretó los dientes para reprimir la tentación.
—¿Pasa algo? —preguntó Yoshie cariacontecida, como si ya supiera la respuesta.
—Tenemos un trabajo —dijo Masako.
Yoshie apretó los labios y guardó silencio. Masako decidió no decirle nada sobre esa «presencia». Estaba segura de que Yoshie se echaría atrás, y era imposible que pudiera hacer el trabajo ella sola.
—¿De qué estáis hablando? —intervino Yayoi.
—¿Quieres saberlo? —le dijo Masako mirándola a la cara y agarrándola por la muñeca.
—¿Qué pasa? ¿Qué estás haciendo? —murmuró Yayoi empalideciendo.
Masako le soltó la muñeca y la agarró por el hombro.
—Vamos a cortar por aquí. Tenemos otro trabajo.
Yayoi retrocedió sin deshacerse de Masako. Yoshie miró a su alrededor, preocupada porque alguien las estuviera observando, e hizo un gesto a Masako para que actuara con precaución. Sin embargo, las otras mujeres que había en el vestuario no les prestaban ninguna atención y se limitaban a cambiarse, abatidas, pensando en la dura jornada de trabajo que se les avecinaba.
—No me lo creo —murmuró Yayoi con voz infantil.
—Pues es verdad. ¿Quieres ayudarnos? Si es así, sólo tienes que pasarte mañana por mi casa. —Cuando Masako la soltó, Yayoi se quedó con los brazos colgando sin fuerza a ambos lados. El gorro le cayó al suelo—. Y otra cosa —añadió Masako—: antes de venir, deshazte de Yoko.
Yayoi se quedó mirándola horrorizada unos instantes antes de encerrarse en el lavabo.
El cadáver correspondía a un hombre bajo y flaco, de unos sesenta años.
Era calvo, conservaba todos los dientes y tenía cicatrices de alguna operación en el pecho y en el lado derecho de la barriga. La cicatriz del pecho era la más grande; la de la barriga debía de ser de una operación de apendicitis. A juzgar por el tono morado de su rostro y las marcas en el cuello, debía de haber muerto estrangulado. Presentaba varios rasguños en las mejillas y en los brazos, que invitaban a pensar que había opuesto resistencia.
No tenían la menor idea de su identidad, a qué se dedicaba (o quién y por qué lo habían matado). Estaba desnudo y no era más que un cuerpo inanimado: resultaba imposible imaginarlo con vida o con otro aspecto o estado que no fuera ése. De hecho, no tenían ninguna necesidad de hacerlo: todo lo que se les pedía era que lo descuartizaran, que metieran los trozos en bolsas y las bolsas en cajas. Dejando a un lado el miedo, no había ninguna diferencia con el trabajo que hacían en la fábrica.
Yoshie se arremangó los pantalones de chándal hasta las rodillas, mientras que Masako llevaba pantalones cortos y camiseta. Se pusieron un delantal y unos guantes de látex que habían sisado de la fábrica. Finalmente, Masako se calzó unas botas de plástico de Yoshiki y dejó las suyas a Yoshie para no ir descalzas y evitar el riesgo de pisar alguna esquirla de hueso. La indumentaria tampoco distaba mucho de la que llevaban en la fábrica.
—Estos bisturís van de maravilla —observó Yoshie admirada.
Los instrumentos quirúrgicos que Jumonji les había proporcionado eran extremadamente efectivos. A diferencia de los cuchillos para sashimi que habían utilizado para descuartizar a Kenji, los bisturís cortaban la carne sin esfuerzo, como unas tijeras nuevas abriéndose paso por una tela suave. Gracias a esos instrumentos, el trabajo fue más rápido de lo que habían imaginado.
Por desgracia, pronto vieron que no podrían utilizar la sierra mecánica que había comprado Jumonji. Al primer intento, alzó una lluvia de hueso y carne que les fue directa a la cara: era tan efectiva que necesitarían unas gafas protectoras. A medida que avanzaban, el baño se llenó de sangre y de la fetidez de las vísceras, al igual que había pasado con Kenji, si bien en esta ocasión les pareció todo más fácil.
—Esto debe de ser de una operación de corazón —aventuró Yoshie con los ojos enrojecidos por el sueño mientras pasaba sus dedos enguantados por la cicatriz morada como una lombriz que el hombre tenía en el pecho—. Pobre… Sobrevivió a la operación para acabar de esta manera.
Masako no dijo nada y siguió descuartizando los brazos y las piernas. A diferencia de Kenji, que estaba en la flor de la vida, ese hombre tenía unas piernas arrugadas y amarillentas, sin un ápice de grasa. Quizá sólo fuera producto de su imaginación, pero tenía la impresión de que estaba cortando algo hueco y seco.
—Como no hay grasa, la sierra no se atasca —dijo Yoshie para sí—. Y las bolsas no pesan.
—No debe de pesar más de cincuenta kilos.
—Pero seguro que estaba forrado —aseguró Yoshie.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira la muesca que tiene en el dedo. Seguro que llevaba un enorme sello de oro, con rubíes y diamantes. Alguien se lo habrá birlado.
—Vaya imaginación —dijo Masako sonriendo con amargura.
Desde primera hora de la mañana, Masako se había preguntado varias veces si no estaba viviendo un sueño.
Tal como habían acordado, Jumonji apareció en su casa poco después de las nueve, con el rostro pálido, y llevó el cadáver envuelto en una manta hasta el baño. Yoshie aún no había llegado.
—He pasado mucho miedo —confesó Jumonji frotándose las mejillas congeladas.
A pesar de ser una cálida mañana de octubre, parecía que volviera de una expedición al Polo Norte.
—¿Y eso? —le preguntó Masako al tiempo que cubría el suelo del baño con la tela encerada que también había utilizado con Kenji.
—Por éste —dijo Jumonji—. Nunca había visto un cadáver. Y he tenido que pasar la noche con él. Lo he puesto en el maletero y, para matar el rato, he ido primero a un Denny’s y después he estado conduciendo por Roppongi[9].
—¿Y si te hubieran pillado?
—Ya lo sé —repuso él—, pero no podía estar a solas con él. Necesitaba sentir compañía. Ya sé que todos vamos a terminar así, pero no podía soportar la idea de que estuviera en mi maletero. Ya sé que tenía que desnudarlo, pero he sido incapaz de hacerlo. No he podido mirarlo en toda la noche. Supongo que soy un cobarde.
Al ver su rostro inusualmente pálido, Masako comprendió el aprieto por el que debía de haber pasado. Su estado no era sólo debido a la falta de sueño. Por alguna razón, los cadáveres parecían tener algo repelente para los vivos. ¿Cuánto tiempo tenía que pasar para que alguien pudiera aceptar un cadáver como algo natural?
—¿Dónde has ido a buscarlo? —preguntó Masako mientras tocaba los dedos doblados del cadáver.
Estaban fríos y rígidos.
—Es mejor que no lo sepa —repuso Jumonji con decisión—. Si pasara algo, sería peor.
—¿Algo como qué? —inquirió Masako poniéndose de pie.
—No sé… Algo inesperado —respondió Jumonji mientras levantaba un poco la manta y miraba el rostro del cadáver.
—¿Cómo que apareciera la policía?
—No sólo la policía.
—¿Quién más?
—Alguien en busca de venganza.
Masako pensó al instante en la presencia que había estado sintiendo últimamente. Sin embargo, Jumonji se refería a alguien que tuviera una relación más directa y más mundana con la víctima.
—¿Por qué lo han matado?
—Porque si desaparece del mapa, alguien se va a hacer muy rico. Por eso no quieren que quede ni rastro de él.
De ser así, pensaba Masako mientras echaba un vistazo a la piel deslucida de la mollera, ese cadáver debía de valer cientos de millones de yenes.
Si no fuera por las partes interesadas en esa persona, un cadáver no sería más que algo que podría desaparecer como cualquier otro tipo de basura. De hecho, la basura era algo consustancial a la vida, y nadie tenía por qué saber de qué se deshacía cada uno. Evidentemente, eso también conllevaba que, llegado el momento, pudieran desembarazarse de uno del mismo modo.
—¿Puedes ayudarme a quitarle la ropa? —le pidió serenamente a Jumonji.
—Claro.
Masako hizo varios cortes en el traje y empezó a desnudar al cadáver, mientras un temeroso Jumonji metía la ropa en una bolsa.
—¿Llevaba cartera?
—No. Se lo han quitado todo. No hay más de lo que vemos.
—Así no es más que basura —murmuró Masako para sí.
Esas palabras parecieron escandalizar a Jumonji.
—Quizá tenga razón…
—Es mejor pensarlo así.
—Ya.
—¿Y el dinero?
—Lo tengo aquí —respondió él sacando un sobre marrón del bolsillo trasero de sus pantalones—. Hay seis millones. Les he dejado bien claro que no lo hacíamos si no cobrábamos por anticipado.
—Muy bien —dijo Masako—. Pero ¿qué pasa si, por lo que sea, descubren el cadáver?
—Tendremos que devolver el dinero —aclaró Jumonji—. Aun así, alguien saldrá mal parado, y seguro que encuentran otras formas de hacérmelo pagar —añadió con la voz temblorosa, como si acabara de darse cuenta de los riesgos que corría—. O sea que debemos actuar con sumo cuidado.
—De acuerdo.
Después de desnudar al cadáver y meterlo en el baño, Jumonji sacó cuatro fajos de billetes del sobre y los dejó frente a ella.
—Son suyos —dijo.
A diferencia de los que le había dado Yayoi, los billetes eran viejos y arrugados, y estaban sujetos con gomas elásticas. Era igual que el dinero que había tocado en la caja de crédito. Dinero sucio.
Masako echó un vistazo al despertador que había dejado sobre la lavadora, en la salita contigua al baño. Eran casi las doce. Jumonji volvería para meterlo todo en cajas. Estaban a punto de terminar. Tenía los hombros y la espalda doloridos de estar tanto tiempo en cuclillas, algo que no recordaba de la primera vez, quizá porque había estado más tensa. Además, no había dormido desde la tarde del día anterior, por lo que ya tenía ganas de acabar y acostarse.
Yoshie se puso de pie y alargó un brazo para darse un masaje en la espalda, pero entonces cambió de idea y se quedó con el brazo en el aire.
—No puedo tocarme sin pringarme de sangre.
—Pues ponte otros guantes.
—No quiero malgastarlos.
—No seas boba —dijo Masako señalando con el mentón el paquete de guantes que había cogido de la fábrica—. Tenemos un montón.
—Por cierto, Yayoi no ha venido —comentó Yoshie mientras se sacaba los guantes ensangrentados.
—Pues no —repuso Masako—. Me hubiera gustado que viera cómo es.
—Parece creer que tiene menos culpa que nosotras, y eso que fue ella quien lo mató —dijo Yoshie resentida—. Además, ahora nos desprecia porque hacemos esto por dinero, pero lo que hizo ella es mucho peor. —En ese momento sonó el interfono—. ¡Hay alguien! —exclamó Yoshie—. ¿No será tu hijo?
Masako negó con la cabeza. Nobuki nunca regresaba tan pronto.
—Será Jumonji —dijo.
—Ah —suspiró Yoshie aliviada.
Masako miró por la mirilla y vio a Jumonji cargado con varias cajas de cartón plegadas. Lo ayudó a entrarlas y a continuación pasaron al baño, donde se había quedado Yoshie.
—Ya estoy aquí —anunció Jumonji.
—Perfecto —dijo Yoshie como si hablara a un joven empleado de la fábrica.
—¿Cuántas necesitamos? —preguntó Jumonji.
Masako levantó ocho dedos. Como el hombre era menudo, las bolsas ocupaban menos de lo que había imaginado. Además, para evitar riesgos, Jumonji debería ocuparse personalmente de la cabeza y de la ropa en lugar de enviarlas.
—¿Sólo ocho? —dijo Jumonji sorprendido—. Creía que serían más.
—¿No te ha visto nadie? —le preguntó Yoshie con cara de preocupación.
—No.
—¿Estás seguro de que no te han seguido? —insistió Masako.
Debían evitar que esa «presencia» se enterara de lo que se traían entre manos.
—Seguro. Sólo que…
—¿Sólo que qué?
—En el solar de enfrente había una mujer, pero se ha ido en seguida.
—¿Cómo era?
—Regordeta, de mediana edad —concretó Jumonji.
Sin duda, era la mujer que había acudido a su casa diciendo que estaba interesada en comprar el terreno de enfrente.
—¿Estaba espiándonos?
—No, estaba mirando el solar. Después han pasado un par de amas de casa que debían de ir de compras, pero creo que no me han visto.
Quizá había sido un error decirle que utilizara su Cima, pensó Masako; la próxima vez, su Corolla llamaría menos la atención.
Tan pronto como cargaron las cajas en el coche, Jumonji se fue sin más demora.
—Es como cuando Nakayama se lleva un carro cargado de cajas —comentó Yoshie, y ambas se echaron a reír.
Después, limpiaron el baño y se ducharon una después de otra. Finalmente, al ver que Yoshie empezaba a preocuparse por la hora, Masako fue a buscar su parte del dinero.
—Toma, tu recompensa.
Yoshie cogió el dinero con recelo, como si se tratara de algo sucio, y lo metió en el fondo de su bolso.
—Gracias —dijo aliviada.
—¿Qué piensas hacer con ese dinero?
—Pensaba utilizarlo para pagar los estudios de Miki —respondió Yoshie mientras se alisaba los cabellos despeinados—. ¿Y tú?
—No sé —contestó Masako ladeando la cabeza.
Tenía cinco millones, pero no sabía qué hacer con ellos.
—Quiero preguntarte una cosa —dijo entonces Yoshie—, pero no te lo tomes a mal.
—Tú dirás.
—¿Tú también has cobrado un millón?
—Claro —respondió Masako mirándola a los ojos.
Yoshie metió la mano en el bolso y sacó el dinero.
—Pues te devuelvo lo que me dejaste. —Masako había olvidado que le había dejado dinero para el viaje de Miki. Yoshie sacó ocho billetes de diez mil y se los entregó haciendo una ligera reverencia—. Aún te debo tres mil, pero no tengo cambio. ¿Puedo dártelos en la fábrica?
—Claro —dijo Masako.
Un préstamo era un préstamo. No tenía por qué perdonárselo. Yoshie la miró unos segundos, quizá esperando que Masako rechazara su dinero, pero cuando vio que no tenía intención de hacerlo, se levantó.
—Bueno, nos vemos esta noche.
—Hasta luego —dijo Masako.
Tenían que acudir a la fábrica esa misma noche. Quizá por eso les daba mala espina trabajar a la luz del día.