El sol era abrasador.
Con los brazos cruzados, Mitsuyoshi Satake miraba a través de la persiana que cubría su ventana. Desde su apartamento en el primer piso del edificio, la ciudad aparecía dividida entre los lugares iluminados por el sol y los sumidos en la sombra. En el mundo exterior no existían más que dos tonalidades. Las hojas de los árboles refulgían, mientras que su reverso estaba teñido de un negro intenso. La gente que iba por la calle brillaba a la luz del sol, pero les perseguía una sombra oscura. Las líneas blancas del paso de cebra parecían fundirse bajo el calor. Satake tragó saliva al recordar la desagradable sensación de sus zapatos hundiéndose en el asfalto hirviente.
Cerca de ahí se alzaban los rascacielos de la salida oeste de la estación de Shinjuku. Las franjas verticales que quedaban entre los edificios permitían contemplar un cielo azul, sin una sola nube. La luz era tan intensa que Satake cerró los ojos instintivamente, pero la imagen se quedó unos instantes grabada en su retina.
Cerró la persiana y se volvió, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad que reinaba en el interior. El apartamento constaba de una vieja habitación con tatami, que podía dividirse en dos gracias a una puerta corredera de colores desvaídos. El aire acondicionado estaba en marcha, y en medio de la habitación una tele encendida teñía la penumbra con una luz azulada. No se veían más muebles. Al lado del recibidor había una pequeña cocina, pero como Satake casi nunca cocinaba, no había ningún utensilio a la vista. Comparado con la extravagancia con la que vestía, era un hogar sencillo y humilde.
De hecho, mientras estaba en casa no se preocupaba en absoluto por su indumentaria. Solía llevar una camisa blanca y unos pantalones grises con las rodillas gastadas. Así era como se sentía más cómodo. Sin embargo, siempre que salía era consciente de que tenía que presentarse al mundo interpretando el papel de Mitsuyoshi Satake, propietario de dos locales.
Se lavó las manos y la cara con el agua tibia del grifo y se secó con una toalla. A continuación volvió a la habitación y se arrodilló frente al televisor, que proyectaba una antigua película americana doblada. Satake se mesó sus cabellos cortados casi al cero y desvió la mirada de la pantalla. No quería ver nada; sólo quería bañarse en la absurda luz artificial.
Satake odiaba el verano. No es que aborreciera el calor, sino que no soportaba los signos que la calurosa estación dejaba en los callejones de la ciudad ni los recuerdos que esos signos le evocaban. Durante las vacaciones estivales de su segundo año en el instituto le había roto la mandíbula a su padre de un puñetazo y se había fugado de casa. También en agosto, en un piso en que se escuchaba el zumbido del aire acondicionado, había tenido lugar el suceso que le cambiaría la vida para siempre.
Cuando se encontraba envuelto en el calor y la contaminación de las calles, los límites entre el interior y el exterior de su cuerpo parecían difuminarse. El aire pútrido le entraba por los poros ensuciando su interior, mientras que sus sentimientos manaban de su cuerpo y fluían por las calles. En verano se sentía amenazado por la ciudad, por lo que evitaba en lo posible salir.
El retorno de esos sentimientos indicaba que la época de lluvias había terminado para dejar paso al verano. Tenía que mantenerlo fuera de su apartamento.
Satake se levantó, fue a la habitación contigua y abrió la ventana. Antes de que el humo y el ruido pudiesen entrar, se apresuró a cerrar los postigos. El interior se oscureció al instante y, aliviado, Satake volvió a sentarse sobre el tatami descolorido.
En esa habitación sólo había un armario ropero y un futón muy bien doblado, con las esquinas escrupulosamente alineadas. A excepción de la tele, parecía una celda.
En prisión, Satake no sólo había sufrido por el recuerdo de la mujer a quien había asesinado, sino también por el aire opresivo de la minúscula celda rectangular que ocupaba. Por eso, al salir de la cárcel, había evitado instalarse en un bloque moderno de hormigón, donde se habría sentido encerrado, y había optado por vivir en ese viejo edificio de madera. Por ese mismo motivo, la tele, uno de sus escasos vínculos con el mundo exterior, estaba encendida todo el día.
Satake regresó a la habitación donde estaba el televisor y volvió a sentarse sobre sus rodillas. En las ventanas del cuarto no había postigos, razón por la cual no podía impedir que la luz del sol se filtrara por las rendijas de la persiana. Bajó el volumen de la tele. Lo único que se oía era el rumor del tráfico en la avenida Yamate y el leve zumbido del aire acondicionado.
Entonces encendió un cigarrillo y miró la pantalla a través del humo, sin saber muy bien lo que veía. Daban un programa de actualidad en el que el presentador, cariacontecido, explicaba algo con la ayuda de un gráfico. Al parecer, la semana anterior habían encontrado un cadáver descuartizado en un parque. Satake se tapó la cara con las manos para evitar la intromisión del mundo exterior, pero justo entonces, como si hubiera visto su gesto, el teléfono móvil que tenía al lado empezó a sonar.
—¿Diga? —respondió Satake en voz baja al aparato que suponía otro de sus escasos vasos comunicantes con el exterior.
En los días en los que sus recuerdos amenazaban con estallar, no tenía ganas de hablar con nadie, aunque también sentía la necesidad de distraerse. Esta inquietud le ponía de mal humor. Era como los sentimientos que experimentaba respecto de la ciudad y sus callejones: no los soportaba, pero al mismo tiempo sabía que no podría vivir en otro lugar.
—Soy yo, cariño —dijo Anna.
Satake echó un vistazo a su Rolex: la una en punto. Le esperaba la rutina. Se quedó callado unos instantes, preguntándose si debía salir en un día tan caluroso.
—¿Qué pasa? —le preguntó finalmente—. ¿Quieres ir a la peluquería?
—No. Hace mucho calor. ¿Por qué no vamos a la piscina?
—¿A la piscina? ¿Ahora?
—Sí. ¡Acompáñame!
Satake recordó el olor a cloro y a bronceador. No eran los recuerdos de verano que quería evitar, pero aun así prefería no ir.
—Ya es un poco tarde, ¿no? ¿Por qué no vamos un día que no trabajes?
—Pero el domingo estará a reventar.
—Tienes razón.
—Pues claro. ¿No quieres bañarte? —insistió Anna—. Me muero de ganas.
—De acuerdo —aceptó finalmente Satake—. Ahora paso a recogerte.
Después de colgar, encendió otro cigarrillo. Alzó los ojos para mirar la pantalla muda, donde vio el rostro tenso de una mujer que debía de ser la esposa de la víctima. Satake la observó con ojos expertos: vestía ropa sencilla —camiseta gastada y vaqueros—, iba sin maquillar y con el pelo recogido, pero aun así era mucho más guapa de lo que cabía esperar. Debía de tener treinta y dos o treinta y tres años. Con un poco de maquillaje, su cara aún podría ser resultona. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue comprobar la serenidad de la que hacía gala pese a que su marido había sido asesinado. En la parte inferior de la pantalla apareció un rótulo: «Esposa de Kenji Yamamoto (víctima)», pero el nombre no le dijo nada. Había olvidado por completo que esa noche había echado a un cliente con ese mismo nombre y apellido.
Lo que más le preocupaba en ese momento era el calor agobiante que le esperaba en la calle y no tanto el presentimiento que empezaba a experimentar. Si hace años hubiera tenido la misma premonición, pensó, no habría acudido a cumplir con su trabajo, no hubiera conocido a aquella mujer y su vida hubiera sido muy diferente. Hoy Satake tenía la misma corazonada, pero no sabía por qué.
Quince minutos más tarde, Satake llegaba al parking donde dejaba el coche. A través de sus gafas de sol, los vehículos que circulaban a lo lejos se desdibujaban como en un espejismo. Su piel, acostumbrada al fresco de su apartamento, empezó a sudar al entrar en contacto con el bochorno de la calle y con los intensos rayos de sol. Mientras esperaba la llegada de su coche frente al ascensor del parking, se enjugó el sudor con el dorso de la mano. Lo primero que hizo después de cerrar la puerta y girar la llave de contacto fue poner en marcha el aire acondicionado. El volante de piel negra estaba ardiendo.
Satake se había acostumbrado a los caprichos de Anna. Un día quería que la acompañara a comprar ropa; al siguiente, le pedía que la llevara a una nueva peluquería, y al otro que le buscara un veterinario. Siempre lo mantenía ocupado, pero él comprendía que era el modo que ella había escogido para poner a prueba su cariño. «Se comporta como una niña», pensó mientras conducía con una sonrisa en los labios.
Llamó al interfono y Anna abrió de inmediato, como si hubiera estado esperándolo. Llevaba un sombrero amarillo de alas anchas y un vestido de tirantes del mismo color. Mientras pugnaba con las tiras de sus sandalias de charol negras, Anna lo miró torciendo los labios para mostrar su impaciencia.
—¿Por qué has tardado tanto?
—Siempre llamas a última hora —repuso Satake abriendo la puerta de par en par y aspirando el aroma característico del piso de Anna: una mezcla de olor a perro y a cosméticos—. Bueno, ¿adónde quieres ir?
—Ya te lo he dicho, ¡a la piscina! —exclamó ella.
Salió del apartamento y se asomó a la barandilla del pasillo, como si quisiera comprobar que aún hacía un calor sofocante. Estaba ansiosa por marcharse y ni siquiera se dio cuenta del mal humor de Satake.
—Sí, pero ¿a cuál? ¿A la del Keio Plaza o a la del New Otani?
—Los hoteles son muy caros.
—¿Pues adónde vamos? —le pregunto Satake mientras se encaminaba hacia el ascensor.
A pesar de que era él quien pagaba, a Anna no le gustaba gastar el dinero sin ton ni son.
—A la piscina del barrio —respondió ella—. Con cuatrocientos yenes entramos los dos.
En efecto, la piscina del barrio era barata, pero estaría abarrotada. Aun así, a Satake le daba lo mismo. Lo único que quería era sobrevivir al calor; y si de paso podía contentar a Anna, mejor que mejor.
La piscina estaba atestada de niños y parejas jóvenes. En lo alto de las suaves gradas que la rodeaban había una hilera de árboles que proporcionaban una agradable sombra. Sentado en un banco, Satake vio a Anna salir del vestuario enfundada en un traje de baño rojo; lo saludó con la mano.
—¡Cariño! —exclamó.
Satake la observó mientras se le acercaba correteando. Excepto una piel quizá demasiado blanca para una piscina, tenía un cuerpo perfecto: las caderas y los pechos firmes, y las piernas largas. Tenía unos muslos rollizos, pero aun así la impresión general era la de una mujer esbelta.
—¿No te vas a bañar? —le preguntó al tiempo que inspiraba profundamente, como queriendo oler el cloro de la piscina.
—Me quedaré aquí mirándote.
—¿Por qué? —insistió ella tirándole del brazo—. Vamos, báñate conmigo.
—No quiero. Venga, ve tú y date prisa. Sólo tenemos una hora.
—¿Sólo una hora?
—Ya lo sabes. Después tendrás que pasar por la peluquería, ¿no?
Anna hizo un gesto de enfado, pero cambió de idea y echó a correr hacia la piscina. Antes de llegar al agua, cogió una pelota de playa y se puso a jugar a voleibol con un grupo de niñas. Satake sonrió. Era una monada. Lo único que necesitaba era estar a su lado, cuidar de ella. No podía negar que para él era un consuelo. Sin embargo, pensó Satake, ella era incapaz de aplacar el rumor del pasado que se había instalado en su cabeza con la llegada del verano. Cerró los ojos, ocultos tras unas gafas de sol.
Cuando los abrió, Anna ya no estaba jugando en el césped. La localizó al cabo de unos instantes, moviendo hacia él sus largos brazos blanquecinos en medio de la piscina de cincuenta metros, abarrotada de niños que no dejaban de gritar y de chapotear. Al comprobar que Satake la había visto, Anna echó a nadar con un estilo nada elegante. Satake la siguió con la mirada y vio cómo, al llegar al extremo donde estaba el trampolín, se le acercó un chico y se puso a hablar con ella.
Al cabo de unos minutos, Anna volvió a donde estaba Satake, con el cuerpo chorreando y el pelo recogido. El chico los miraba. Llevaba una coleta y un pendiente.
—Te está mirando.
—Sí. Hemos hablado.
—¿Quiénes?
—Me ha dicho que toca en un grupo —respondió admirada, pero volvió la mirada para no perderse la reacción de Satake.
Éste observaba las gotas de agua que resbalaban por sus brazos y piernas, saboreando su juventud y su belleza.
—¿Por qué no vas a bañarte con él? Aún tenemos tiempo.
—¿Y por qué? —le preguntó Anna decepcionada.
—Intentaba ligar contigo, ¿no?
—¿Y no te enfadas?
—Claro que no. Mientras te lo tomes como parte de tu trabajo.
—Ah, vaya —dijo como si acabara de salir de su inocente burbuja.
Tiró la toalla y se fue corriendo hasta el borde de la piscina. Al verla llegar, el chico se levantó para saludarla y echó un vistazo hacia donde estaba Satake.
Durante el camino de vuelta, Anna no parecía tener ganas de hablar.
—Te llevo a la peluquería —le anunció Satake.
—Vale. Pero no hace falta que me esperes.
—¿Por qué?
—Cogeré un taxi.
—De acuerdo. Voy a ducharme y luego me pasaré por el club.
Después de dejar a Anna en la peluquería, Satake se desvió hacia la avenida Yamate para volver a casa. El sol poniente lo deslumbró. Las puestas de sol del verano siempre le traían unos recuerdos tan intensos que le hacían estremecer. Ya en el apartamento, donde se había acumulado el calor de toda la tarde, se quedó mirando las largas sombras que los edificios de Shinjuku empezaban a proyectar sobre su calle. Le asaltó de nuevo una rabia incontrolable.
Cuando a primera hora de la noche entró en el Mika, todas las camareras se volvieron a un tiempo para saludarlo, creyendo que se trataba de un cliente. Durante unos instantes sus caras mostraron la sonrisa forzada reservada para la clientela, pero al reconocer al hombre que había entrado recuperaron su seriedad.
—Vaya, ¿qué es lo que pasa aquí? —preguntó Satake a Chin, el jefe de sala taiwanés, mientras miraba a su alrededor—. ¿Ya estamos en temporada baja?
—Aún es pronto —repuso Chin bajándose las mangas de su camisa blanca.
Satake, que prestaba mucha atención a la vestimenta de sus empleados, se dio cuenta de que Chin llevaba la pajarita torcida y los pantalones arrugados.
—¡Cuida un poco tu indumentaria! —le espetó al tiempo que le arreglaba la pajarita.
—Lo siento —murmuró Chin.
Al ver que Satake estaba de mal humor, Reika salió de la cocina. Llevaba un vestido negro y un collar de perlas, como si fuera a un funeral, pensó Satake contrariado.
—Buenas noches, Satake —lo saludó—. Con el calor, cuesta más arrancar.
—¿Cómo que cuesta arrancar? ¿Acaso has telefoneado a algún cliente? ¡No hay ni un solo oficinista! —exclamó Satake mirando a la sala antes de posar su mirada en uno de los jarrones—. ¡Y cambia las flores de una puñetera vez!
Por regla general intentaba pasar desapercibido en sus negocios, pero esa noche era distinto. Sorprendido por la mirada enojada de Satake, Chin se apresuró a cambiar las flores del jarrón de campanillas malvas que tenía más cerca. Las camareras contemplaron la escena en silencio.
—¡Venga, chicas! ¡Algunos clientes han dicho que vendrían más tarde! —intervino Reika para intentar calmarlo.
—No puedes llevar el negocio así, creyendo lo que te dicen y quedándote de brazos cruzados. ¡Hay que salir a la calle y pescarlos!
—Así lo haré —respondió Reika sonriendo con amabilidad, aunque era evidente que no estaba dispuesta a soportar el calor que hacía en la calle.
Satake contuvo el mal humor y volvió a mirar a su alrededor. Tenía la sensación de que faltaba algo, y finalmente cayó en la cuenta de qué se trataba.
—¿Y Anna? —preguntó.
—Hoy no viene.
—¿Por qué?
—Ha llamado antes diciendo que le había tocado demasiado el sol en la piscina y que no se encontraba bien.
—Pues vaya. Dentro de un rato volveré para ver cómo va todo.
—De acuerdo —dijo Reika aliviada.
El ambiente en la sala también se relajó. Satake salió del Mika refunfuñando.
Una vez en el pasillo, lo envolvió el aire sofocante del barrio de Kabukicho. A pesar de que el sol ya se había puesto, el calor y la humedad no disminuían, y la ciudad entera parecía inmersa en un baño de vapor. El calor estaba atrapado en el interior, como si se acumulara bajo una piel mugrienta y con los poros taponados. Satake suspiró profundamente y subió la escalera más despacio de lo que solía. El Mika había empezado a decaer. Debía hacer algo al respecto.
Tras abrir la puerta del Amusement Park, Kunimatsu se acercó a darle la bienvenida. Al ver a unos cuantos oficinistas sentados a una mesa, Satake se calmó un poco.
—Buenas noches, Satake —le saludó Kunimatsu—. Hoy viene pronto —añadió al tiempo que estudiaba su indumentaria.
Se apreciaban unas manchas de sudor en su americana plateada.
Al detectar la mirada inquisitiva de Kunimatsu, Satake se quitó la americana, pero la camisa de seda negra que llevaba debajo también estaba empapada en sudor y se le pegaba a los pectorales.
—¿Tiene calor? —le preguntó inquieto Kunimatsu mientras le cogía la americana.
—No. Se está bien —respondió Satake mientras sacaba un paquete de tabaco del bolsillo.
Un joven crupier que practicaba en una mesa vacía antes de empezar su turno vio su camisa mojada e hizo una mueca que a Satake no le gustó.
—¿Cómo se llama el nuevo?
—Yanagi.
—Dile que vaya con cuidado cuando esté con los clientes. Seguro que no les gustará ver a un crupier haciendo esas muecas.
—Se lo diré —le aseguró Kunimatsu guardando las distancias, como si quisiera evitar el mal humor de su jefe.
Satake no se movió hasta terminar su cigarrillo. En cuanto lo apagó, una de las chicas vestidas de conejito le cambió el cenicero. Satake encendió otro y empezó a echar la ceniza en el cenicero limpio. Los empleados parecían prestar más atención a sus movimientos que a los de los clientes. A pesar de que el local era suyo, por primera vez se sintió fuera de lugar.
—¿Tiene un minuto? —le preguntó Kunimatsu.
—¿Qué sucede?
—Tengo algo que enseñarle.
Satake siguió al encargado, que vestía de etiqueta, hasta una habitación situada al fondo de la sala que hacía las veces de oficina.
—Un cliente se dejó esto —dijo Kunimatsu mientras sacaba una americana gris de un armario. Satake vio la que él se acababa de quitar colgada en otra percha—. ¿Qué hacemos?
—¿Nadie ha venido a buscarla? —preguntó Satake mientras cogía la americana y la examinaba.
Se trataba de una pieza de lino barata.
—Mire esto —añadió Kunimatsu señalando un nombre cosido en hilo amarillo en el interior de un bolsillo.
—¿Yamamoto? ¿Y ése quién es?
—¿No se acuerda? El tipo a quien echó el otro día.
—Ah, ése… —dijo Satake al recordar al tipo que había estado molestando a Anna.
—No ha vuelto a buscarla. ¿Qué hago?
—Tírala.
—¿Y si viene a reclamarla?
—No vendrá —aseguró Satake—. Y si viene, dile que no la hemos visto.
—De acuerdo —asintió Kunimatsu sin convicción.
Después de interesarse por la recaudación de los últimos días, Satake salió de la oficina. Kunimatsu fue tras él para tenerlo contento. En la sala había un par de chicas con vestidos extremados que parecían camareras. Al ver su bronceado artificial, Satake pensó en su chica preferida.
—Voy a ver a Anna y luego vuelvo.
Kunimatsu lo despidió con una leve reverencia, pero a Satake no le pasó desapercibido el alivio que se dibujó en su rostro al verlo partir. En momentos como ése, en los que era consciente del respeto y el nerviosismo con que lo trataban sus empleados, temía que estuvieran al corriente de su pasado.
Tenía un autocontrol excepcional y hacía todo lo posible por mantener sus fantasmas a buen recaudo, puesto que sabía que sólo con intuir lo que había hecho, la gente que lo rodeaba quedaría aterrorizada. Sin embargo, sólo él y esa mujer sabían la verdad de lo ocurrido. Nadie podía imaginar lo que realmente perseguía. Él lo había descubierto a los veintiséis años, y eso le había condenado a vivir aislado del mundo el resto de sus días.
En el apartamento de Anna detectó algo extraño. Llamó al interfono pero no obtuvo respuesta. En el preciso instante en que se sacó el teléfono del bolsillo, oyó la voz de Anna.
—¿Quién es?
—Yo.
—¿Eres tú, cariño?
—Pues claro. ¿Estás bien? Abre.
—Voy.
Al oír la cadena de la puerta, Satake se extrañó. Anna nunca la ponía.
—Siento no haber ido a trabajar —se disculpó Anna mientras abría la puerta.
Iba en pantalones cortos y camiseta, y estaba un poco pálida. Satake miró al suelo: vio un par de zapatillas de moda.
—¿El chico de la piscina?
La mirada de Anna siguió a la de Satake. Enrojeció al instante.
—No me importa que te diviertas —le dijo él—. Pero debes evitar que se interponga en tu trabajo o que dure demasiado.
Anna se echó atrás al oír esas palabras y lo miró a la cara.
—¿De veras no te importa?
—No.
Los ojos de Anna se llenaron de lágrimas, y Satake pareció incomodarse ante la escena. Anna era encantadora incluso fuera del trabajo, pero para él no era más que un bello objeto al que le gustaba cuidar. Al igual que la piel que cubría su cuerpo, su relación con Anna era superficial.
—No vuelvas a faltar —añadió.
Mientras pensaba que ese incidente podría animarla a cambiar de club, Satake cerró la puerta tan suavemente como le fue posible.
En el trayecto de vuelta se preguntó por qué ese día todo parecía salirle tan mal. Estaba irritado; sentía que la caja donde había encerrado su pasado estaba a punto de estallar.
Decidió no volver a pasar por el Mika, y en su lugar se dirigió hacia el Amusement Park.
—¿Cómo está Anna? Hoy no ha venido, ¿verdad? —se interesó Kunimatsu.
—No es nada. Mañana ya estará aquí.
—Me alegro. Por cierto, parece que abajo empieza a animarse.
—¿Ah sí? —dijo Satake aliviado.
Entonces contó por encima a los clientes que había en la sala: unos quince, la mitad oficinistas y el resto noctámbulos de Shinjuku. De éstos, la mitad eran clientes habituales. No estaba mal, se dijo satisfecho. Ahora sólo le quedaba decidir qué hacía con Anna. No quería que se fuera a otro club por una nadería como ésa.
Justo cuando empezaba a calmarse y a pensar en sus cosas, la puerta del local se abrió y entraron dos nuevos clientes. Eran dos tipos de mediana edad que vestían camisas de manga corta. A Satake le sonaban de algo, pero no supo de qué. Quizá fueran oficinistas o propietarios de algún negocio. Sin embargo, sus miradas eran más curiosas de lo normal. Satake, a quien por lo común no le costaba adivinar de qué tipo de clientes se trataba, no supo qué pensar.
—Adelante —exclamó Kunimatsu acudiendo a recibirlos.
Los llevó hasta una mesa y, a petición suya, empezó a explicarles las reglas del juego. Cuando hubo terminado, uno de los hombres sacó una cartera negra del bolsillo de su camisa.
—Departamento de Policía de Shinjuku —anunció en voz baja—. Que no se mueva nadie. ¿Podemos hablar con el propietario?
Los presentes se quedaron paralizados. Sólo Kunimatsu, mordiéndose el labio inferior, miró a Satake.
«¡Mierda! Una redada.»
Así que ésa era la corazonada que había tenido durante todo el día. Claro que sus caras le sonaban: eran como las de todos los polis. Cogió una ficha de bacará y, conteniendo las ganas de reír, la estrujó entre los dedos.
Satake creyó haber oído mal cuando un nuevo agente entró en la sala de interrogatorios y se presentó.
—Kinugasa, de la Dirección General.
—¿Eh? ¿De la Dirección General? ¿Qué pasa aquí?
—¿Cómo que qué pasa? —repitió Kinugasa echándose a reír. Era un tipo fuerte y robusto, con la típica mirada penetrante de los detectives. A Satake no le hizo ninguna gracia—. Quiero interrogarle sobre un caso que estamos investigando.
—¿Qué caso? —Llevaba retenido más de una semana sólo por regentar un establecimiento de apuestas ilegales, y ahora aparecía ese tipo de la Dirección General. ¿Qué andaban buscando? Estaba asustado, aunque debía hacer lo posible para disimularlo—. ¿Qué tiene que ver la Dirección General conmigo? ¿De qué se trata?
—De un cadáver descuartizado —respondió Kinugasa al tiempo que se sacaba un mechero barato del bolsillo de su polo negro desteñido.
Encendió un cigarrillo y dio una profunda calada mientras examinaba el rostro de Satake.
—¿Un cadáver descuartizado?
—Parece asustado —dijo Kinugasa.
Satake llevaba una camisa azul que le había enviado Reika. El color no le favorecía, pero como mínimo era mejor que la camisa negra de seda empapada en sudor. Se le veía más pálido de lo habitual.
—No crea —repuso echándose a reír.
—¿Que no crea qué? No sé de qué se ríe, imbécil. ¿Acaso cree que nos la va a pegar? —Kinugasa miró al policía de la comisaría de Shinjuku, quien le había cedido el mando del interrogatorio—. ¿O es que está tan acostumbrado al trullo que ya ni se inmuta?
—¡Eh, un momento! —intervino Satake alarmado—. ¿Qué está insinuando?
Al parecer, no se trataba de una simple redada. Creía que lo habían detenido para dar ejemplo al resto de propietarios de salas de juego, pero ahora empezaba a caer en la cuenta de que la Dirección General quería ir más allá. Por culpa de un malentendido se había metido en un asunto turbio, y ahora le iba a costar Dios y ayuda salir de él.
—Oiga, Satake. Sea bueno con nosotros —le advirtió Kinugasa—. ¿No se acuerda de un tipo llamado Kenji Yamamoto que frecuentaba su local? Es el hombre que ha aparecido descuartizado. Lo conocía, ¿verdad?
—¿Kenji Yamamoto? —repitió Satake ladeando la cabeza—. No me suena de nada.
Por la ventana de la sala de interrogatorios se veían los rascacielos de la salida oeste de Shinjuku y, entre ellos, las franjas de cielo azul. Satake cerró los ojos, deslumbrado por la luz blanca del sol. Su apartamento estaba cerca de allí. Se moría de ganas de salir de la comisaría y volver a su penumbrosa guarida.
—¿Ha visto esto alguna vez? —le preguntó Kinugasa mientras sacaba una americana gris arrugada de una bolsa.
Al verla, Satake tuvo que reprimir un grito de exclamación. Era la que había ordenado tirar a Kunimatsu la noche en que lo detuvieron.
—Sí. Un cliente se la dejó en el local.
Satake tragó saliva. Así que alguien había matado y descuartizado a ese inútil de Yamamoto. Ahora que lo pensaba, en la tele habían hablado de un tal Yamamoto… Las piezas empezaban a encajar. Los agentes lo miraron con inquietud.
—Venga, Satake. Cuéntenos qué le pasó a ese cliente.
—No lo sé.
—¿No lo sabe? ¿Está seguro? —inquirió Kinugasa con una sonrisa casi femenina.
«Idiota», pensó Satake, que comenzaba a sentir cómo la sangre se le subía a la cabeza. Estuvo a punto de marearse, pero el autocontrol que había adquirido en la cárcel le ayudó a dominar la situación.
—No lo sé.
Kinugasa sacó una libreta del abultado bolsillo trasero de sus pantalones y hojeó las páginas con parsimonia.
—Veamos. Martes, veintisiete de julio, diez de la noche. Varios testigos aseguran que les vieron a usted y a Yamamoto enzarzados en una pelea frente a la puerta del Amusement Park. Lo envió escalera abajo de un puñetazo, ¿no es así?
—Sí… puede ser…
—¿Puede ser? ¿Y qué pasó después?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabe? —lo interrumpió Kinugasa—. Queremos saber lo que hizo después de que Yamamoto desapareciera.
Satake rebuscó en sus recuerdos pero fue inútil. No sabía si se había ido a casa o si se había quedado en el Amusement, así que optó por decir lo que juzgó más adecuado.
—Me quedé trabajando en el local.
—¿Está seguro? Sus empleados han declarado que se fue inmediatamente.
—¿Ah sí? Entonces me fui a casa y me acosté.
Kinugasa se cruzó de brazos, impaciente.
—¿En qué quedamos?
—Me fui a casa.
—Siempre se queda en el local hasta la hora de cerrar, ¿verdad? ¿Por qué ese día se fue a casa? ¿No es un poco raro?
—Estaba cansado y decidí acostarme pronto.
«Exacto», pensó Satake. Eso es lo que había hecho esa noche. Se durmió con la tele encendida. Ojalá se hubiera quedado en el Amusement, pero ya era demasiado tarde para arrepentirse.
—¿Estaba solo?
—Claro.
—¿Y por qué estaba tan cansado?
—Me pasé toda la mañana en un pachinko[7]. Al mediodía acompañé a una de las chicas a la peluquería y me reuní con Kunimatsu, el encargado del local, para tratar unos asuntos. Estuve todo el día yendo de aquí para allá.
—¿Y de qué habló con Kunimatsu? ¿De cómo deshacerse de Yamamoto? Eso es lo que él nos dijo.
—No es cierto —dijo Satake—. ¿Por qué querríamos hacer algo así? Me limito a llevar un club y un casino.
—¡No nos joda! —gritó de súbito Kinugasa—. ¿Cómo puede decir que sólo lleva un club y un casino con su historial? ¿No mató a una mujer? ¿Cuántas puñaladas le propinó? ¿Veinte? ¿Treinta? Y sin parar de follársela, ¿verdad? ¿Eh? ¿Le gustó, Satake? ¿Eh? Es un perturbado. Casi vomito leyendo ese jodido informe. No entiendo cómo un salvaje como usted pudo permanecer en la cárcel sólo siete años. ¿Puede explicármelo?
Satake sintió que el sudor empezaba a manar por cada uno de los poros de su piel. La tapa de su infierno privado acababa de abrirse de par en par ante sus ojos. Vio la cara de la mujer agonizante. Los oscuros fantasmas que había intentado mantener alejados de su vida le subían por la espalda como una mano helada.
—Vaya, está sudando, Satake.
—No, sólo…
—Venga, confiese. Se sentirá mejor.
—No tengo nada que confesar. No he matado a nadie más. He cambiado.
—Todos dicen lo mismo. Pero quien mata una vez por placer, tarde o temprano vuelve a hacerlo.
«Quien mata por placer.» Impresionado por esas palabras, Satake miró los pequeños ojos desafiantes de Kinugasa. Tenía ganas de gritarle que estaba equivocado, que el placer había consistido en compartir la muerte con esa mujer. En ese momento, no había sentido más que amor. Por eso era la única mujer a la que había poseído, la única a la que estaría atado de por vida. No la había asesinado por placer. Lo que había sentido no podía expresarse en una sola palabra.
—Se equivoca —murmuró finalmente.
—Es posible. Pero estamos haciendo todo lo posible por descubrir la verdad —dijo Kinugasa—. Claro que, si lo prefiere, no es necesario que nos diga nada —añadió dándole unos golpecitos en el hombro, como si acariciara a un perro.
Satake se echó a un lado para evitar su mano carnosa.
—Le aseguro que se equivoca conmigo —insistió—. Sólo quería que no volviera a aparecer por el local. Se había encaprichado de mi mejor chica y la acosaba. Le advertí que la dejara en paz. No tenía ni idea de lo que sucedió después hasta que usted me lo ha contado.
—Su manera de advertir quizá difiera de lo estándar…
—¿Qué insinúa?
—Reflexione. ¿Qué hizo después de darle una paliza?
—Deje de decir bobadas.
—¿Qué es una bobada? Asesinó a una mujer, es un macarra y da palizas a sus clientes. De ahí a descuartizarlos no hay mucha diferencia. Y encima no tiene coartada. ¿Qué se ha creído? —Satake no respondió. Kinugasa encendió otro cigarrillo—. Satake —añadió echándole el humo a la cara—, ¿quién lo descuartizó?
—¿Qué?
—Tiene varios empleados chinos, ¿verdad? ¿Cuánto cobra la mafia china por un trabajo como ése? Es como el sushi. ¿A cuánto está ahora?
—Nunca me he planteado una cosa así.
—Según el mercado, se paga a cien mil. Con lo que lleva en el bolsillo, podría despellejar a diez.
—No tengo tanto dinero —repuso finalmente Satake riéndose de la capacidad de inventiva del policía.
—¿No tiene un Mercedes?
—Sólo es para aparentar. Pero no suelo gastarme el dinero en estupideces como ésas.
—Si supiera a la pena a la que se expone, quizá le hubiera interesado gastarlo. En caso de que sea acusado de asesinato, esta vez no se librará de la cadena perpetua.
Al ver el rostro serio de Kinugasa, Satake comprendió que ya habían decidido: él era el culpable. «Creen que encargué el asesinato a alguien —pensó—. ¿Cómo puedo salir de este entuerto? Voy a necesitar un golpe de suerte.» Al pensar en la perspectiva de volverse a ver encerrado en una celda minúscula, empezó de nuevo a sudar.
El otro agente intervino por primera vez.
—Satake, ¿ha pensado en la pobre viuda? Trabaja en una fábrica, en el turno de noche, y tiene que cuidar de sus hijos.
Satake recordó a la mujer que había visto casualmente por televisión. Ese desgraciado tenía una esposa mucho más guapa de lo que hubiera imaginado.
—Tiene dos niños pequeños —prosiguió el policía—. Como usted no tiene hijos, no puede entender lo que eso significa. Lo pasará muy mal.
—Yo no tengo nada que ver en todo esto.
—¿Ah no? —respondió el agente.
—No.
—¿Cómo puede decir eso?
—Porque es la verdad. No sé nada.
Kinugasa seguía con sumo interés el diálogo entre ambos. Al sentirse observado, Satake se volvió hacia él y le aguantó la mirada. Una idea empezaba a cobrar forma en su cabeza: quizá fue su mujer quien lo mató. ¿Cómo podía estar tan serena ante las cámaras si acababa de perder a su marido de un modo tan horrible? Satake se esforzó por recordar la sensación que tuvo al verla: como encontrar un grano de arena en una ostra. En su rostro había algo escrito imposible de descifrar a menos que hubiera vivido la misma experiencia, como si se sintiera en paz. Su marido estaba colgado de Anna y se dejaba mucho dinero en el Mika. Por su aspecto, no parecía un matrimonio acomodado, de modo que esa mujer tenía motivos de sobra para odiarlo.
—¿En qué piensa, Satake? —intervino Kinugasa.
—En su esposa —respondió sin dudarlo—. ¿Están seguros de que no fue ella?
Kinugasa se irritó.
—Esa mujer tiene una coartada. Más le vale preocuparse por usted: lo tiene crudo.
Al oír esas palabras, Satake entendió que habían descartado por completo esa hipótesis y que toda la investigación se centraba en él. En efecto, las cosas pintaban mal.
—Siento lo que he dicho —se disculpó—. Pero le aseguro que yo no tengo nada que ver con todo esto. Se lo prometo.
—Es un mentiroso de mierda.
—Eso lo será usted —murmuró Satake bajando la cabeza.
Kinugasa oyó el comentario y le dio un codazo en la sien.
—Deje de joder.
Pero Satake no necesitaba ninguno de esos avisos: sabía perfectamente que si se lo proponían le endosarían cualquier delito que se les ocurriese. Iban a por él. Se puso a temblar de miedo y de rabia. Si se libraba de ésa, no pararía hasta desquitarse con el asesino. Y, de momento, su objetivo era la esposa de Yamamoto.
Tenía la suficiente experiencia para saber que ese incidente le costaría, por lo pronto, perder el Mika y el Amusement. Con lo que había trabajado los últimos diez años para lograr lo que tenía, y ahora iba a perderlo por una memez como ésa… Tenía que haber imaginado que los veranos siempre eran portadores de malas noticias para él. El destino así lo había querido.
De pronto la sala se oscureció. Satake alzó los ojos y vio un banco de nubarrones sobre Shinjuku. El viento agitaba las hojas de la gran zelkova que había al otro lado de la ventana. Un claro indicio de que esa noche llovería.
En la celda donde permanecía bajo arresto, Satake soñó con esa mujer. Estaba tendida ante él, con expresión suplicante. «Llévame al hospital…», decía. Él metió los dedos en la herida que él mismo le había abierto en el costado, pero ella no pareció notarlo y siguió suplicando que la llevara al hospital. Satake le acarició la mejilla con su mano ensangrentada, y al hacerlo se dio cuenta de que la cara de esa mujer, teñida de rojo con su propia sangre, adquiría una belleza ultraterrena.
—«Llévame al hospital…»
—«No servirá de nada… Es demasiado tarde.»
Como respuesta a las palabras de Satake, la mujer le cogió la mano ensangrentada con una fuerza inusitada y la llevó hacia su cuello, como si le rogara que la estrangulara cuanto antes. Él le acarició el pelo.
—«Aún no.»
Su corazón se estremeció por la pena y el placer que le provocó la profunda desesperación que reflejaban aquellos ojos. Aún no. Aún no podía morir. Tenían que correrse juntos. La abrazó con más fuerza y su cuerpo quedó empapado en sangre.
Abrió los ojos creyendo que tenía el cuerpo ensangrentado… hasta que se dio cuenta de que el líquido que lo empapaba era su propio sudor. Miró hacia un lado, donde su compañero de celda yacía inmóvil, fingiendo estar dormido. Satake lo ignoró y se sentó en la cama. Era la primera vez en diez años que soñaba con esa mujer y estaba excitado. Aún podía sentir su presencia. Sus ojos buscaron en la oscuridad de la celda. Deseaba estar con ella.
Anna recordaba la primera vez que había subido a un tren de los Japan Railways, un día de invierno de hacía cuatro años.
Era por la tarde y el tren iba repleto. Poco acostumbrada a las aglomeraciones, sintió como si la engullera un cuerpo extraño. Impulsada por un continuo ataque de codos y bolsas, se encontró en medio del vagón. De alguna manera consiguió sujetarse a un asidero y miró por la ventana: el sol se ponía, y emitía una luz anaranjada. Recortados contra esa luz, los edificios proyectaban sombras oscuras que desaparecían en cuanto el tren las dejaba atrás. Anna se volvía de vez en cuando hacia la puerta, preocupada por si lograría bajarse en la estación correcta.
De pronto, como si se tratara de la neblina que se alza en el campo las mañanas de verano, oyó unas voces que hablaban en su dialecto de Shanghai. Más relajada, miró a su alrededor para ver de quién se trataba, pero advirtió que lo que le había parecido su dialecto no era sino japonés, cuya fonética es parecida.
En ese momento, sintió una súbita punzada de tristeza. Pese a que las caras y la lengua que la rodeaban eran muy parecidas a las suyas, se encontraba sola en un mundo extraño donde no conocía a nadie.
Al mirar de nuevo por la ventana, el sol ya se había puesto. Lo que vio en el cristal fue la imagen de una chica desamparada con un abrigo anodino. Al reconocerse, le embargó un sentimiento de absoluta soledad y los ojos se le anegaron de lágrimas. Tenía diecinueve años.
Evidentemente, ésa no fue la primera vez que se había sentido abrumada por la prosperidad económica de Japón o por la frenética actividad de Tokio, pero la soledad que sintió en ese instante no podía compararse con nada de lo que había sentido hasta entonces.
Si hubiera ido a Japón a estudiar, tal como figuraba en su visado, habría podido superar esos sentimientos, pero su verdadero objetivo no era otro que el de ganar dinero sin otras armas que su juventud y su belleza. Había llegado a Japón con grandes expectativas: el agente que la había captado le había contado lo fácil que era para las chicas de origen chino ganar dinero en Japón, y había sido justamente esa supuesta facilidad la que había hecho sucumbir a una chica seria e inteligente como Anna. Desde pequeña había sacado buenas notas, e incluso se había planteado ir a la universidad; no obstante, había acabado ganando dinero fácil sólo por hacer compañía a japoneses. Era consciente de lo sórdido de la situación, pero no podía evitarlo.
Su padre era taxista, su madre tenía una verdulería. Cada noche volvían a casa y hablaban con orgullo de sus pequeños éxitos, de lo que habían ganado con su habilidad y su ingenio. Ésa era la forma de vida de los comerciantes de Shanghai. Sin embargo, Anna siempre tendría vetado hablar de sus negocios y de sus éxitos con sus padres.
Pese a estar orgullosa de sus orígenes y de su belleza, en Tokio se sentía intimidada por la confianza que mostraban las jóvenes japonesas, educadas en un ambiente de riqueza y prosperidad. Ella carecía de esa confianza. Era injusto. Frustrada, sola e insegura, no parecía sino una pobre chica de pueblo perdida en la gran ciudad.
Durante sus primeros meses en Japón, había asistido diligentemente a la academia de japonés recomendada por el agente que le había tramitado el visado, y por las noches había empezado a trabajar en un club de Yotsuya.
Se centró en los estudios y, gracias a su buen oído y a su innata facilidad para los idiomas, pronto empezó a chapurrear el japonés y a entender las conversaciones que oía. También comenzó a vestirse a la moda, comprándose ropa en los grandes almacenes. Aun así, seguía sin poder despojarse del sentimiento de soledad que la había embargado esa tarde de invierno en el tren: por mucho que intentara ignorarla, siempre estaba al acecho, cual gato callejero.
Con todo, lo más importante era el dinero: cuanto más rápido lo ganara, más pronto podría regresar a Shanghai, donde quería abrir una tienda de ropa. Pasaba los días en la academia de japonés y las noches en el club, pero pese a sus esfuerzos apenas podía ahorrar. La vida en Japón era más cara de lo que había imaginado, y la desesperación empezó a hacer mella en su ánimo. Aún no había ahorrado ni una cuarta parte de lo que se había propuesto, y a ese paso nunca podría regresar. Se sentía atrapada. Sus días estaban teñidos de angustia. Era como si en ellos se hubiese abierto una grieta que amenazaba con romper su vida como una delicada taza de té.
Y entonces conoció a Satake.
A pesar de no beber, Satake era un buen cliente del club y se distinguía por sus generosas propinas. Cuando lo vio por primera vez, Anna notó que el encargado del club lo trataba con deferencia y le proporcionaba la mejor chica, de modo que pensó que no tendría nada que hacer con él. Sin embargo, la siguiente ocasión en que apareció por el club, Satake pidió que fuera ella quien lo acompañara a la mesa.
—Me llamo Anna. Encantada.
Satake parecía diferente del resto de clientes, que solían pecar de un exceso de timidez y egocentrismo. Entrecerró los ojos como si degustara la voz de Anna y miró fijamente sus labios, como un profesor de japonés atento a la pronunciación de su alumna. Anna se puso nerviosa, como si el profesor hubiera decidido examinarla.
—¿Un whisky con agua? —le preguntó.
Mientras le preparaba un whisky poco cargado, no dejó de observarlo. Tenía cerca de cuarenta años, de tez morena, pelo corto, ojos muy pequeños y labios gruesos. Si bien no era guapo, su cara transmitía una cierta serenidad que lo hacía atractivo. Sin embargo, vestía rematadamente mal: un traje negro de marca que le quedaba horrible, una corbata llamativa, un Rolex de oro y un encendedor Cartier también dorado. El efecto que producía el conjunto era casi cómico al lado de sus ojos tristones.
Unos ojos que se asemejaban a un lago. A Anna le recordaron una foto que había visto en alguna revista, en la que se veía un oscuro lago oculto en la cima de una montaña. El agua de ese lago era helada y turbia, y Anna imaginaba que en sus profundidades vivían extraños seres enredados entre las algas. En esas aguas nadie se atrevía a nadar o a botar una nave. Por la noche, cuando la superficie del oscuro cráter se tragaba la luz de las estrellas, los extraños habitantes de la laguna seguían escondidos en las profundidades. Tal vez ese hombre, Satake, hubiera escogido esa indumentaria chillona para evitar que la gente se asomara a la oscura laguna de sus ojos.
Anna observó las manos de Satake. No llevaba ninguna joya. Su piel fina delataba que nunca había hecho un trabajo manual. Para ser unas manos masculinas, eran bonitas y bien proporcionadas. ¿En qué debía trabajar? Como no parecía encajar en ninguna tipología, se preguntó si no sería uno de esos yakuza de los que había oído hablar. Al pensar en ello, la embargó una mezcla de miedo y curiosidad.
—¿Anna? —dijo él.
Se puso un cigarrillo en los labios y la observó un buen rato. En la laguna no había ni una ola. Por mucho que la mirara, sus ojos no traslucieron el menor signo de aprobación o de decepción. Con todo, su voz era suave y agradable, y Anna pensó que le gustaría volverla a escuchar.
Tal como le habían enseñado en el club, Anna se apresuró a coger el mechero para encenderle el cigarrillo, pero con las prisas se le resbaló y a punto estuvo de caérsele. Satake pareció relajarse.
—No tienes por qué estar nerviosa.
—Lo siento.
—¿Cuántos años tienes? ¿Veinte?
—Sí —asintió Anna, que acababa de cumplirlos.
—¿Has escogido tú ese vestido?
—No —contestó Anna negando con la cabeza. Llevaba un vestido rojo barato que le había prestado una compañera del club con la que compartía piso—. Me lo han dejado.
—Ya decía yo —dijo Satake—. No es de tu talla.
Anna aún no había aprendido a pedirle que le comprara uno. En ese momento se limitó a sonreír vagamente para disimular su vergüenza. Tampoco sabía que Satake se estaba divirtiendo imaginándola como una muñeca de papel a la que podía vestir a su antojo.
—Nunca sé qué ponerme.
—Estoy seguro de que a ti te queda todo bien —dijo Satake. Anna estaba acostumbrada a tratar con clientes infantiles que decían lo primero que se les pasaba por la cabeza, pero Satake era diferente. Después de un breve silencio mientras apuraba el cigarrillo, añadió—: Me has estado observando, ¿verdad? ¿A qué crees que me dedico?
—¿Trabajas en alguna empresa?
—No.
—Entonces, ¿eres un yakuza?
Satake sonrió por primera vez. Tenía unos dientes grandes y sanos.
—No exactamente —dijo Satake—. Pero no vas muy descaminada. Soy un alcahuete.
—¿Un alcahuete? —repitió Anna—. ¿Y eso qué es?
Satake sacó un bolígrafo caro del bolsillo de su americana y escribió los caracteres en una servilleta. Al leerlos, Anna frunció el ceño.
—Me dedico a vender mujeres.
—¿Y a quién las vendes?
—A hombres que quieren comprarlas.
En otras palabras, se dedicaba a mediar entre las prostitutas y sus clientes. Anna guardó silencio, sorprendida por la franqueza de Satake.
—¿Te gustan los hombres, Anna? —le preguntó éste finalmente, mirándole los dedos con que sostenía la servilleta. Anna ladeó la cabeza.
—Me gustan si son buenos.
—¿Cómo?
—Como Tony Leung. Es un actor de Hong Kong.
—Si un hombre como él quisiera comprarte, ¿te importaría que alguien te vendiera?
—Supongo que no —admitió Anna tras pensarlo unos instantes—. Pero es imposible. No soy tan guapa.
—No es cierto —repuso Satake—. Eres la mujer más bonita que conozco.
—Eso es mentira —dijo Anna echándose a reír, incrédula.
Ni siquiera se contaba entre las diez mejores del club.
—Yo nunca miento.
—Pero…
—Sólo te falta un poco de confianza —intervino Satake—. Si trabajaras conmigo, llegarías a creer que eres tan hermosa como en realidad eres.
—Pero yo no quiero ser una prostituta —objetó Anna con un mohín.
—Era broma. Tengo un club como éste.
Si era un club como ése, ¿por qué iba a cambiar? Decepcionada ante la perspectiva de trabajar durante muchos años en Japón, Anna bajó la cabeza. Mientras la observaba, Satake se entretuvo jugueteando con sus dedos largos y elegantes con las gotas que se habían formado en el exterior de su vaso de whisky. Después tocó el posavasos para dejar en él unas manchas oscuras. Anna tuvo la sensación de que Satake se había hecho preparar la bebida para librarse a aquel extraño juego.
—¿No te gusta este trabajo? —le preguntó finalmente.
—No es eso —respondió mientras miraba con nerviosismo a la mujer que llevaba el club.
Satake captó la mirada.
—Entiendo que te cueste tomar una decisión —dijo—. Pero viniste a Japón para ganar dinero, ¿no es así? Entonces, ¿por qué no empiezas a ganarlo? Estás malgastando tu don.
—¿Mi don?
—Si alguien es atractivo tiene un don, del mismo modo que lo tiene aquel que sabe escribir o pintar. No es algo que tenga todo el mundo; es como un regalo del cielo. Los escritores y los pintores se esfuerzan para explotarlo. Y tú también tienes que trabajar para pulirlo. Es tu deber. En cierta manera, eres una artista. Yo lo veo así. Y de momento lo estás descuidando.
Mientras escuchaba su suave voz, Anna se sentía mareada. Sin embargo, al alzar los ojos cayó en la cuenta de que Satake no perseguía otra cosa que llevársela a su club. La encargada del local la había alertado de que no se dejara embaucar por ese tipo de hombres. Satake adivinó sus pensamientos y suspiró.
—Es una lástima —le dijo sonriendo.
—Yo no tengo ningún don.
—Sí lo tienes. Y si lo utilizas, las cosas te saldrán como las has planeado.
—Pero…
—Y cuando se cumplan tus deseos, podrás verlo.
—¿Qué veré?
—Tu destino.
—¿Por qué?
—Porque el destino es lo que sucede independientemente de los planes que hagas —explicó Satake en un tono muy serio, y después le puso un billete de diez mil yenes perfectamente doblado en la palma de la mano.
Anna apartó la vista, creyendo haber visto algo en sus ojos que no debería haber visto.
—Gracias.
—Hasta la próxima.
Después de pronunciar estas palabras, y como si hubiera perdido súbitamente el interés por Anna, Satake hizo un signo a la encargada para indicarle que le llevara a otra chica. Anna se dirigió a otra mesa con cierta sensación de abandono. Si no le hubiera dado una respuesta tan evasiva, tal vez no habría perdido su interés por ella. Las palabras de Satake asegurándole que si trabajaba para él se creería más bonita la habían conmovido. Y si sus palabras eran ciertas, tal vez pudiera ver lo que el destino le deparaba. ¿Había dejado escapar una buena oportunidad para cambiar su vida?
De vuelta al piso donde vivía, sacó el billete que le había dado Satake y al desdoblarlo encontró un nombre escrito, «Mika», y un número de teléfono.
Cuando empezó a trabajar para Satake, Anna aprendió muchas cosas: que era mejor fingir que aún no dominaba el japonés delante de los clientes; que a los japoneses les gustaban las chicas calladas y reservadas; que era mejor decirles que era estudiante y que se dedicaba a ese trabajo para disponer de dinero para sus gastos; que a los clientes no les importaba que les mintieran con tal de sentirse superiores económicamente, y que así daban mayores propinas, y, sobre todo, que era recomendable decir que era hija de una buena familia de Shanghai, puesto que eso tranquilizaba a los hombres. Satake incluso le dio instrucciones sobre el tipo de ropa y de maquillaje que gustaba a los clientes.
También le insistió en que estaban en Japón y que, a diferencia de Shanghai, a los hombres no les gustaban las chicas que reclamaban la igualdad entre hombres y mujeres. Cuando Anna expresaba dudas sobre las costumbres japonesas, Satake le decía que se lo tomara como una representación, como un papel que interpretaba para triunfar en la profesión que había escogido. Ése era un principio que sus padres habrían entendido: cualquier cosa para salir adelante en el trabajo. Y además descubrió que, tal como le había asegurado Satake, poseía un don. Cuanto más se metía en su papel, más atractiva era. El ojo clínico de Satake había acertado de lleno.
Anna no tardó en convertirse en la mejor chica del Mika. Al tiempo que ganaba popularidad, ganaba también confianza, por lo que decidió seguir adelante con su nueva profesión. Finalmente pudo liberarse de la soledad que hasta entonces había estado acechándola como un gato callejero.
Empezó a llamar «cariño» a Satake, y éste no tuvo ningún reparo en mostrar su predilección por ella. Cuando Anna se dio cuenta de que no la ponía en manos de cualquier cliente adinerado como hacía con las otras chicas, lo tomó como una muestra de que se había enamorado de ella. Pero justo cuando ella había llegado a esa conclusión, Satake la llamó para decirle que quería presentarle a alguien.
—Anna, tengo a un buen hombre para ti.
—¿Y cómo es?
—Es rico y agradable. Seguro que te gusta.
Evidentemente, el hombre en cuestión no era Tony Leung. No era ni joven ni guapo, pero sí muy rico. Prácticamente cada vez que lo veía, le daba un millón de yenes. Si lo veía diez veces, se sacaría diez millones, más de lo que necesitaba para vivir un año entero. A ese paso, se haría millonada. Cuando cumplió el objetivo que se había marcado al llegar a Japón, olvidó por completo a Tony Leung.
Pero el hombre que había ocupado el lugar del guapo actor en el corazón de Anna no era otro que Satake. Estaba decidida a descubrir los seres que había entrevisto en el lago de sus ojos el día en que se habían conocido, cogerlos con sus manos. Satake había dicho que el destino era algo que sucedía con independencia de los planes que uno hiciera, y eso debía de guardar cierta relación con lo que ella había adivinado en el fondo de su mirada.
Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que cuanto más intentaba ella conocerlo, menos dispuesto estaba él a abrirse. Satake ocultaba cuidadosamente cualquier información sobre su vida privada.
Por ejemplo, no permitía que nadie fuera a su piso. Según contaba Chin, el encargado del Mika, una vez había visto a alguien parecido a Satake frente a un viejo bloque de apartamentos en Nishi Shinjuku. No obstante, en lugar de la llamativa ropa de marca que solía llevar su patrón, el individuo en cuestión iba vestido como un pordiosero: había salido a tirar la basura con unos pantalones viejos y un jersey con los codos gastados. Al llegar al contenedor se había puesto a recoger la basura esparcida con gesto reconcentrado, y por sus movimientos Chin comprobó que se trataba de Satake. Chin quedó perplejo y horrorizado a la vez.
«Aquí, en el club, siempre está a la altura de las circunstancias. Quizá no sea muy hablador, pero siempre sabes que puedes contar con él. Ahora bien, si el Satake que vi ese día es el verdadero Satake, es que está mal de la cabeza. Sólo de pensar que lo que hace aquí no es más que una pose se me ponen los pelos de punta. ¿Por qué tiene que actuar? ¿Por qué se esconde? Al parecer no se fía ni de nosotros. Pero ¿cómo es posible vivir sin confiar en nadie? Quizá se comporte así porque no confía ni en él mismo.»
Satake era un misterio, un enigma por resolver. Cuando los empleados del Mika oyeron esa historia, el secreto de su jefe se convirtió en un tema recurrente. Todo el mundo parecía tener una opinión sobre qué tipo de persona era Satake y sobre por qué actuaba de esa manera.
Con todo, Anna no estaba de acuerdo con Chin en que Satake no confiaba en nadie. Ella se sentía celosa por la supuesta presencia de otra mujer con la que seguramente Satake sí podía ser él mismo.
Finalmente, un día se atrevió a preguntárselo.
—Cariño, ¿vives con alguien?
Satake dudó unos instantes y la miró con cara de sorpresa. Anna tomó su reacción como un signo de que había acertado, y quiso saber más.
—¿Y quién es?
—Nadie —repuso él con una sonrisa. Sin embargo, el brillo que había en sus ojos se extinguió del mismo modo en que las luces del Mika se apagaban al final de la noche—. Nunca he vivido con una mujer.
—Así, ¿no te gustan las mujeres? —le preguntó aliviada porque no la engañaba con otra, pero a la vez con temor por si era homosexual.
—Claro que me gustan —repuso él—. Especialmente las chicas jóvenes y guapas como tú. Para mí son como un regalo.
Mientras pronunciaba esas palabras, cogió la mano de Anna y empezó a acariciarle sus dedos largos y finos, si bien lo hizo como si comprobara el tacto de un objeto. Para Satake, el verbo «gustar» no parecía tener más sentido que una inclinación puramente estética.
—¿Un regalo de quién?
—Un regalo de los dioses a los hombres.
—¿Y las mujeres no tienen regalo? —insinuó Anna refiriéndose a él, pero Satake no quiso comprenderla.
—Supongo que sí. Alguien como Tony Leung. ¿Qué te parece?
—No sé… —dijo Anna ladeando la cabeza.
Ella quería tocar el alma de un hombre, no sólo su cuerpo. Y sólo había un alma que deseara, sólo un hombre que hiciera temblar la suya. Por desgracia, las «chicas jóvenes y guapas» que Satake había mencionado no eran seres vivos capaces de emocionarse sino simples objetos que cuidar. Y si era así, cualquier chica mona le valía, mientras que para ella el único hombre que le importaba era Satake.
—Así, cariño —dijo Anna frustrada—, ¿ya tienes suficiente con que una chica sea guapa?
—Los hombres no queremos nada más que eso.
Anna no hizo más preguntas, pues fue suficiente para advertir que dentro del hombre al que amaba se había roto algo de manera irreparable. Pensó que quizá había tenido una mala experiencia con alguna mujer. Esa idea hizo crecer su compasión y sus ganas por intentar solucionarlo.
Sin embargo, el día que fueron a la piscina el sueño de Anna se hizo añicos. Al principio se alegró al ver que Satake accedía a acompañarla, pero su alegría se esfumó al comprobar su reacción ante los intentos de aquel joven de acercarse a ella: se limitó a observar la escena como si fuera un tío comprensivo con los devaneos de su sobrina, señal evidente de que no se había dado cuenta de que ella estaba enamorada de él. Ante ese comportamiento, Anna hizo algo excepcional: invitar a su apartamento a un muchacho al que acababa de conocer. Esa fue su forma de rebelarse, pero aun así Satake no dio muestras de sus sentimientos hacia ella.
«No me importa que te diviertas —le dijo—. Pero debes evitar que se interponga en tu trabajo o que dure demasiado.»
Anna nunca olvidaría el tono de voz con que pronunció esas palabras. Era como si se refiriese a un objeto que estuviera a la venta en el Mika, un juguete para ofrecer a los hombres que acudían al club. Si Satake la trataba bien era porque hacía todo lo que le decía, porque interpretaba a la perfección el papel de muñeca dócil.
Esa noche le costó dormir, consciente de que acababa de reaparecer la brecha que tiempo atrás se negaba a cerrarse. Con todo, a la mañana siguiente la aguardaba una sorpresa aún mayor.
—Anna —dijo la voz de Chin al otro lado del hilo—, han trincado a Satake por apuestas ilegales. He pensado que como ayer no viniste no lo sabrías.
—¿Qué quiere decir «trincado»?
—Que la policía lo ha detenido —le explicó Chin—. También arrestaron a Kunimatsu y a los del Amusement. Hoy no abrimos. Si la policía te pregunta algo, diles que no sabes nada —le recomendó antes de colgar.
Antes de recibir esa llamada, Anna había decidido que ese mismo día iba a preguntar a Satake si significaba algo para él y que, dependiendo de la respuesta que obtuviera, estaba dispuesta incluso a dejar el trabajo. Sin embargo, ante aquella situación inesperada, decidió ir a la piscina y se pasó el día tomando el sol.
Por la noche, mientras miraba su piel enrojecida, recordó la excursión a la piscina del día anterior. Tal vez no había sido justa al pensar que Satake la veía sólo como a una mercancía. ¿No podía ser que se contuviera por su diferencia de edad? Si no le importaba, ¿por qué se preocupaba tanto por ella? ¿Por qué estaba siempre dispuesto a hacer lo que ella le pedía? Con todo lo que le había demostrado, había sido cruel al pensar así. Poco a poco fue emergiendo la Anna dócil, buena y agradable, hasta que al final concluyó que lo quería incluso más que antes.
Al día siguiente, los empleados del Amusement que habían sido detenidos salieron de comisaría. Todos creían que pronto dejarían libre a Satake, pero el jefe fue el único que siguió arrestado. El Mika y el Amusement estuvieron cerrados más de una semana. Anna se enteró de que Reika había ido a ver a Satake y que éste le pidió que anunciara el inicio de unas vacaciones de verano anticipadas.
Anna iba a la piscina todos los días. Con el sol, su piel adquirió el color del trigo maduro y su belleza floreció como nunca lo había hecho. Los hombres con los que se cruzaba por la calle se volvían para mirarla, y en la piscina se le acercaron varios chicos con la intención de ligar con ella. Sabía que Satake hubiera apreciado ese cambio y le apenó que no pudiera verla.
Una noche, Reika apareció en su apartamento.
—Anna, tengo algo importante que contarte —le dijo.
—¿Sobre qué?
—Sobre Satake. Parece que la cosa va para largo.
Reika siempre hablaba a Anna en mandarín. Como era de Taiwán, no dominaba el dialecto de Shanghai.
—¿Por qué?
—Parece que no lo han arrestado por el asunto de las apuestas ilegales. He hecho mis averiguaciones y me he enterado que tiene que ver con el caso del cadáver descuartizado.
—¿El cadáver descuartizado? —preguntó Anna mientras se deshacía de Jewel, que ladraba a sus pies.
Reika encendió un cigarrillo y dirigió una mirada inquisitiva a Anna.
—¿No estás al día? Hace tres semanas encontraron un cadáver descuartizado en un parque. Se trataba de Yamamoto, el tipo aquel que venía por el Mika.
Anna se quedó pasmada.
—¿Quieres decir el Yamamoto que me perseguía?
—El mismo. Nadie se lo explica.
—No puedo creerlo.
Yamamoto siempre pedía su compañía y no se separaba de ella ni un instante. Cuando se sentaba a su mesa él la cogía de la mano y, si se emborrachaba, incluso intentaba tumbarla en el sofá. Pero lo que más le molestaba a Anna no era tanto su persistencia como la intensa sensación de soledad que transmitía. Si un hombre quería divertirse ella estaba dispuesta a seguirle el juego, pero no soportaba a los que se sentían solos. Por eso, cuando Yamamoto desapareció ella se alegró y lo olvidó rápidamente.
—La policía vendrá a hacerte preguntas —dijo Reika mientras pasaba revista al lujoso apartamento de Anna—. Será mejor que te vayas de aquí.
—¿Y por qué iban a venir?
—Suponen que Satake mató a Yamamoto porque no te dejaba en paz. Y creen que después encargó a la mafia china que lo descuartizara.
—Nunca haría algo así.
—Pero saben que le dio una paliza en el Amusement.
—Ya lo sé, pero no le hizo nada más.
—Ya… —dijo Reika casi en un susurro—. Pero ¿sabías que Satake mató a una mujer?
Anna intentó tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que le resultó imposible.
—Al parecer, fue un asesinato horrible. Cuando me lo contaron, no me lo podía creer. Si las chicas llegaran a enterarse dejarían el trabajo.
—¿Qué hizo? —quiso saber Anna recordando la extraña luz que brillaba en el fondo de los ojos de Satake.
—Satake trabajaba para un jefe yakuza que controlaba el negocio de las drogas y la prostitución en el barrio. Él se dedicaba a cobrar deudas y a perseguir a las chicas que querían dejar el negocio. Un día, su jefe se enteró de que una mujer le robaba las chicas y se las llevaba a otro club. Satake la cogió, la encerró en una habitación y la torturó hasta matarla.
—¿Cómo que la torturó? —preguntó Anna, incapaz de controlar su voz temblorosa.
De pronto recordó un viaje que había hecho de pequeña con su familia a Nanking, y los horribles maniquíes que había visto en el Museo de la Guerra. Tal vez lo que se escondía en el fondo de los ojos de Satake era un pasado tan turbio como ése.
—Fue muy fuerte —dijo Reika arqueando sus cejas bien perfiladas—. Por lo que he oído, la desnudó, le pegó y la violó. Entonces, cuando la mujer estaba ya casi inconsciente, empezó a apuñalarla para que volviera en sí y, con el cuerpo ensangrentado, volvió a violarla. Al parecer, el cadáver estaba lleno de hematomas y le faltaban varios dientes. Incluso los yakuza para los que trabajaba quedaron estupefactos y se negaron a volver a tener tratos con él.
Anna soltó un largo gemido. Mientras lloraba, Reika se fue y la dejó sola con su caniche, que se quedó a su lado mirándola extrañado y moviendo la cola.
—Jewel… —dijo con la voz ahogada por los sollozos.
El perro ladró alegremente. Anna recordó que lo había comprado con la intención de tener algo especial, sólo para ella, por lo que había ido a la tienda de animales y había escogido al perro más bonito que encontró. Quizá los hombres obraban igual: querían a una mujer del mismo modo que ella había querido a su caniche. De ser así, ella no era más importante para Satake de lo que Jewel lo era para ella. Fue en ese instante cuando supo que nunca podría adentrarse en ese lago oscuro y misterioso, y se echó a llorar desconsoladamente.
Cuatro días después de que los periódicos empezaran a ocuparse ampliamente del caso, la policía se presentó en casa de Masako. Ya había respondido a varias preguntas banales durante la visita que la policía había hecho a la fábrica, pero tenía el convencimiento de que tarde o temprano acabarían por acudir a su casa. De hecho, todo el mundo sabía que ella era la mejor amiga que Yayoi tenía en la fábrica; aun así, sabía que nunca descubrirían que el cadáver de Kenji había sido descuartizado en su baño. Si ella misma no sabía la razón por la que había ayudado a Yayoi, ¿cómo iba alguien a sospechar de ella?
—Disculpe que la molestemos. Sabemos que está cansada, pero no le robaremos mucho tiempo —le dijo el policía joven, que según recordaba se llamaba Imai.
Al parecer, era consciente de lo duro que era trabajar en el turno de noche y sabía lo inoportuno de una visita matutina. Masako consultó la hora en su reloj de pulsera. Eran poco más de las nueve.
—Adelante. Ya dormiré luego.
—Gracias —dijo Imai—. Deben de llevar una vida un poco rara, ¿no? ¿No les causa problemas familiares?
Como Masako había sido franca en su respuesta, Imai había optado por saltarse las formalidades. Quizá fuera joven e inexperto, pensó Masako, pero aun así debía ir con cuidado con él.
—Te acabas acostumbrando —respondió.
—Supongo que sí. Pero ¿su marido y su hijo no se preocupan por que pase la noche fuera de casa?
—Pues no lo sé… —dijo Masako mientras guiaba a Imai hasta la sala de estar.
No creía que ni el uno ni el otro se hubieran preocupado nunca por ella.
—Seguro que sí —insistió Imai—. Los hombres somos así. No nos gusta que las mujeres no estén en casa por la noche.
Masako decidió no ofrecerle té y se sentó a la mesa frente a él. Pese a su juventud, tenía unas ideas más bien conservadoras. Vestía un polo blanco y llevaba una chaqueta marrón claro en la mano, que dejó en el respaldo de la silla.
—Señora Katori, cuando decidió trabajar en el turno de noche, ¿lo consultó con su marido?
—¿Consultarlo? No, no exactamente. Sólo me preguntó si estaba segura de lo que hacía.
Era mentira. Yoshiki no se había manifestado sobre su decisión, y Nobuki ni siquiera rompió su silencio.
—¿De veras? —dijo Imai como si le costara creerlo. Abrió su libreta—. De hecho, es el mismo caso que el de la señora Yamamoto. Me extraña que un marido que hace el turno de día no se oponga a que su esposa trabaje de noche.
Masako alzó la vista, sorprendida por las palabras de Imai.
—¿Por qué lo dice?
—Porque el horario es completamente distinto. ¿Cómo se puede mantener una relación familiar si apenas coincides con tu marido y tus hijos? Además, si una mujer pasa toda la noche fuera de casa, es lógico preguntarse qué estará haciendo. Está claro que es mejor tener un empleo con un horario diurno.
Masako inspiró profundamente. Imai sospechaba que Yayoi pudiera tener una relación extramatrimonial. La imaginación de los detectives parecía discurrir siempre en esa dirección.
—Yayoi lo hacía porque ya la habían despedido de varios trabajos por tener hijos. Ella misma me contó que no le quedaba otra opción.
—Eso también nos dijo a nosotros. Aun así, sigo sin ver las ventajas que puede tener trabajar de noche…
—Ninguna —le interrumpió Masako. Imai la estaba poniendo nerviosa, pero se dijo que debía disimularlo—. En todo caso, que la paga es un veinticinco por ciento más alta.
—¿Sólo eso?
—Sí, sólo eso. Pero si piensas que cobras lo mismo trabajando tres horas menos, quizá valga la pena. Es un trabajo muy monótono.
—Ya… —dijo Imai, que seguía sin compartir su punto de vista.
—Supongo que nunca ha trabajado por horas. Si lo hubiera hecho, quizá lo entendería.
—Los hombres no solemos hacer ese tipo de trabajos —dijo muy serio.
—Si lo hicieran, verían la lógica de querer cobrar un poco más por desempeñar el mismo trabajo.
—¿Aunque eso implique vivir al revés de todo el mundo?
—Exacto.
—Así, ¿podría explicarme por qué la señora Yamamoto estaba dispuesta a llevar ese tipo de vida?
—Porque lo necesitaba.
—¿Quiere decir que no tenían suficiente con lo que ganaba su marido?
—No lo sé. Supongo que no.
—¿No era más bien porque su marido era un poco libertino? Es decir, ¿no lo hacía para fastidiarlo y porque no quería verlo?
—No tengo ni idea —respondió Masako decidida—. Nunca hablaba de su marido, y además no creo que pudiera permitirse ese lujo.
—¿Qué lujo?
—El de fastidiarlo. Estaba demasiado entregada a sus hijos y a su trabajo como para querer fastidiar a su marido.
Imai asintió con la cabeza.
—Lo siento. Me he excedido. Sin embargo, hay algo que sí es cierto: su marido se gastó todo el dinero que habían ahorrado.
—¿De veras? —exclamó Masako, como si acabara de enterarse—. ¿Cómo?
—Por lo que sabemos, frecuentaba un club nocturno y jugaba al bacará. Pero bueno, vayamos al grano… Al parecer, usted es la mejor amiga que la señora Yamamoto tiene en la fábrica, y me gustaría que me contara todo lo que sabe sobre su relación con su marido.
—No sé gran cosa. Apenas hablaba de él…
—Pero las mujeres suelen contarse ese tipo de cosas —comentó Imai con una mirada de sospecha.
—Depende de las mujeres —repuso Masako—. Pero ella no es así.
—Ya. Es una esposa admirable. Pero según sus vecinos, a menudo los oían discutir.
—No lo sabía.
De pronto se preguntó si Imai sabía que esa noche había ido en su coche hasta casa de Yayoi, y lo miró nerviosa. Imai le devolvió la mirada serenamente, como si estuviera evaluándola.
—Según hemos podido saber, el señor Yamamoto jugaba mucho y no se llevaba bien con su esposa. Eso al menos es lo que nos han contado sus compañeros de trabajo. Les había dicho que no paraban de discutir y que prefería regresar tarde a casa para no verla. Sin embargo, la señora Yamamoto insiste en que su marido nunca había vuelto tarde a casa hasta esa noche. Es extraño, ¿no le parece? ¿Por qué tendría que mentir sobre algo así? ¿Nunca le contó nada de eso?
—Nunca —dijo Masako negando con la cabeza—. Entonces, ¿cree que Yayoi tiene algo que ver con el asesinato? —preguntó.
—¡En absoluto! —se apresuró a negar Imai—. Sólo intento ponerme en su lugar para imaginar lo que pensaba. Ella trabajando en la fábrica, y su marido gastándose los ahorros por ahí en mujeres y apuestas y volviendo borracho cada noche. Es como intentar achicar agua de un barco que se hunde mientras el otro no deja de llenarlo. Debía de sentirse desesperada. La mayoría de hombres no hubieran permitido que su mujer trabajara de noche, pero el señor Yamamoto incluso parecía contento por la situación. Eso es lo que me inclina a pensar que no se debían de llevar bien.
—Ya le entiendo. Pero le aseguro que yo no sabía nada —insistió Masako, pensando que había una cierta ironía en el acierto con que el policía había imaginado la situación.
—O sea que, según usted, la señora Yamamoto es una mujer muy sufrida.
—Exacto.
Imai levantó los ojos de su libreta.
—Señora Katori, si una mujer vive una situación parecida, ¿no intenta buscar a otro hombre?
—Depende. Pero Yayoi no es de ésas.
—Entonces, ¿no mantiene una relación con alguien de la fábrica?
—No —dijo Masako categóricamente—. De eso puedo dar fe.
—¿Y fuera de la fábrica?
—No lo sé.
Imai dudó unos segundos antes de proseguir.
—De hecho, esa noche cinco empleados no acudieron al trabajo —le explicó—. Y me preguntaba si alguno de ellos no sería un amigo especial de la señora Yamamoto —añadió al tiempo que le mostraba una hoja de su libreta.
Al ver el nombre de Kazuo Miyamori al final de la lista, el corazón le dio un vuelco.
—No. Yayoi es una chica muy seria.
—Ya…
—En otras palabras —lo interrumpió Masako—, usted cree que Yayoi tenía un amante y que éste fue quien mató a su marido.
—No, en absoluto —repuso Imai esbozando una sonrisa incómoda—. Eso sería suponer demasiado.
No obstante, para Masako era evidente que había dado en el clavo: Yayoi tenía un cómplice, un amante que la había ayudado a matar a Kenji y a deshacerse de su cadáver.
—Yayoi es una buena madre y una buena esposa. No puedo hablar de ella en otros términos.
Mientras decía eso, Masako se dio cuenta de que verdaderamente lo creía. Y por eso, cuando se enteró de la traición de Kenji perdió la cabeza y lo mató. Si realmente hubiera tenido un amante, no se hubiera producido ese desenlace. La teoría de Imai iba en la dirección equivocada.
—Claro —dijo él sin apartar los ojos de sus notas, como si se resistiera a abandonar su hipótesis.
Masako se dirigió hacia la nevera, sacó una jarra de té de cebada y le sirvió un vaso. Imai lo aceptó y lo bebió de un solo trago. Al ver su nuez subiendo y bajando pensó en Nobuki… y también en Kenji. Después de observarla unos instantes, apartó la vista lentamente.
—Tengo que hacerle unas preguntas por pura formalidad —dijo Imai cuando hubo vaciado el vaso—. ¿Podría explicarme qué hizo desde la noche del martes hasta la tarde del día siguiente?
Dejó el vaso sobre la mesa, se aclaró la voz y miró a Masako.»
—Fui a trabajar como de costumbre. En la fábrica vi a Yayoi y, al terminar el turno, volví a casa a la hora de siempre.
—Pero esa noche llegó al trabajo más tarde de lo habitual —observó tras consultar sus notas.
A Masako le sorprendió que hubieran investigado incluso esos detalles, pero hizo lo posible por ocultar su asombro.
—Sí, así es —admitió—. Había mucho tráfico.
—O sea que va en coche desde aquí hasta Musashi Murayama. ¿Con el Corolla que está aparcado fuera? —preguntó señalando con su bolígrafo hacia la puerta.
—Sí, exacto.
—¿Lo utiliza alguien más aparte de usted?
—Normalmente no.
Se había encargado de limpiar el maletero, pero no le cabía la menor duda de que si se lo proponían encontrarían algo. Masako encendió un cigarrillo para ocultar su nerviosismo. Afortunadamente, no le temblaban las manos.
—¿Qué hizo después del trabajo?
—Regresé a las seis, preparé el desayuno y almorcé con mi marido y mi hijo. Cuando ellos se marcharon, hice la colada, limpié un poco y me acosté a las nueve. Es lo que hago siempre.
—¿Durante esas horas habló con la señora Yamamoto?
—No. Nos despedimos en la fábrica y no hablé más con ella.
En ese momento, una voz resonó inesperadamente en la sala de estar.
—¿No te llamó por la noche?
Masako se volvió sorprendida: su hijo estaba de pie al lado de la puerta. Al comprender que Nobuki acababa de hablar, se quedó de una pieza. Esa mañana no había salido de su habitación, y Masako incluso había olvidado que estaba en casa.
—¿Quién es? —preguntó Imai en un tono calmado.
—Mi hijo.
Imai hizo una leve reverencia a Nobuki y observó interesado el rostro de madre e hijo.
—¿Hacia qué hora llamó? —preguntó finalmente.
En lugar de responder, Masako se quedó mirando la cara de Nobuki. Hacía más de un año que no le oía la voz, y justamente había abierto la boca para hablar de esa llamada. No podía ser más que una venganza, pero ¿por qué?
—Señora Katori —insistió Imai—. ¿A qué hora llamó?
—Lo siento —dijo volviendo en sí—. Hacía mucho tiempo que no le oía la voz.
Al ver que se convertía en el tema de conversación, Nobuki se encogió de hombros y se volvió.
—Un momento. ¿Qué has dicho? —le preguntó Imai abortando su fuga.
—¡Nada! —exclamó el chico antes de salir dando un portazo.
—Lo siento —se disculpó Masako adoptando un tono de madre preocupada—. Desde que lo expulsaron del instituto no habla con nadie.
—Es una edad difícil —comentó Imai—. Sé de qué hablo: antes trabajaba en el departamento de delincuencia juvenil.
—Me he quedado pasmada al oírle.
—Quizá el crimen le haya afectado —dijo Imai mostrándose comprensivo.
Sin embargo, era obvio que estaba impaciente por volver al tema de la llamada.
—Es cierto que llamó —explicó Masako—. El martes por la noche, creo.
—Estamos hablando del martes día veinte, ¿verdad? —dijo con ánimo recobrado—. ¿Hacia qué hora?
—A las once y algo —respondió Masako después de pensar un instante—. Me contó que su marido no había regresado y que no sabía qué hacer. Yo le dije que fuera al trabajo y que no se preocupara demasiado.
—Pero no era la primera vez que pasaba. ¿Por qué la llamó justamente esa noche?
—No sé si era o no la primera vez. Siempre me había dicho que su marido regresaba antes de las doce y media. Me dijo que esa noche estaba preocupada porque sus hijos estaban especialmente inquietos.
—¿Por qué?
—Al parecer, estaban tristes porque el gato había desaparecido.
Masako dijo lo primero que se le pasó por la cabeza. Después tendría que hablar con Yayoi para que ofreciera la misma versión. Al menos, la parte del gato era cierta.
—Ya… —dijo Imai mostrando algunas reservas.
En ese momento, se oyó el avisador de la lavadora.
—¿Qué es ese ruido?
—La lavadora.
—Ah. ¿Le importa que eche un vistazo a su baño? —le pidió Imai poniéndose de pie.
Masako sintió un escalofrío, pero asintió con la cabeza y esbozó una leve sonrisa.
—En absoluto.
—Estoy pensando en hacer reformas —dijo—, y me gusta ver cómo se hacen los baños hoy en día.
—Adelante.
Masako lo llevó hasta el baño. Imai la siguió sin perder detalle.
—Tienen una casa muy bonita. ¿Cuánto tiempo llevan viviendo aquí?
—Unos tres años.
—Está muy bien —comentó Imai al ver el baño—. Es muy espacioso.
Masako pensó que el policía estaba contemplando una posibilidad entre cien de que el cadáver de Kenji hubiera sido descuartizado ahí mismo. Tenía que ir con cuidado.
Cuando la visita tocaba a su fin e Imai se ponía sus zapatos gastados en el recibidor, le hizo una última pregunta:
—¿Su hijo está siempre en casa?
Pese a que tenía un horario regular, Masako se atrevió a decir una mentira.
—A veces está y a veces no. Hace lo que quiere.
—Ya —asintió Imai un poco decepcionado—. Muchas gracias por su colaboración —dijo antes de salir.
Nada más irse el policía, Masako subió a la habitación de Nobuki, desde donde se veía la calle. Tal como esperaba, a través de las cortinas vio la figura de Imai observando la casa desde el solar vacío que había al otro lado de la calle. Pero lo que miraba no era la casa, sino su viejo Corolla.
Cuando por fin estuvo segura de que Imai se había ido, Masako llamó a Yayoi por primera vez desde que el caso empezara a cobrar protagonismo en la prensa.
—¿Diga? —murmuró la voz de Yayoi al Otro lado de la línea.
Masako se sintió aliviada.
—Soy yo. ¿Puedes hablar?
—¡Masako! —exclamó Yayoi alegremente—. Sí. Estoy sola.
—¿No hay nadie?
—Mi suegra ha ido a declarar a comisaría, mi cuñado ya se ha ido y mi madre ha salido a comprar.
Yayoi parecía más relajada desde que tenía a sus padres con ella.
—¿La policía está husmeando mucho?
—Últimamente no ha venido nadie —dijo con voz pausada, como si hablara de los problemas de otra persona—. Encontraron su americana en un club de Kabukicho y están siguiendo esa línea de investigación.
«Un rayo de esperanza», pensó Masako con cierto alivio. Aun así, tenían que ir con pies de plomo con Imai.
—Ten cuidado con Imai —le advirtió.
—¿Quieres decir el joven alto? Pero si es un buen tipo…
—Pero ¿qué dices? —exclamó Masako consternada por la ingenuidad de Yayoi—. No te fíes de ningún policía.
—¿Estás segura? Todos me tratan muy bien.
Masako se desesperó al comprobar lo insensata que podía ser su compañera.
—Han descubierto que esa noche me llamaste. Les he contado que los niños estaban enfadados porque el gato había desaparecido.
—Tú sí que sabes —dijo Yayoi sonriendo.
Al notar que en su voz no había ni rastro de culpa, a Masako se le puso la carne de gallina.
—Debes decirles lo mismo.
—No te preocupes. Estoy segura de que todo irá bien.
—No te fíes —le advirtió Masako.
—No te preocupes. Por cierto, pasado mañana vendrán de un programa de la tele.
—¿Tan pronto? ¿Y con el funeral tan reciente?
—Ya… Les dije que no quería hablar, pero fueron tan insistentes que acabé aceptando.
—Es una temeridad —dijo Masako—. Diles que has cambiado de idea. No sabes quién puede verlo.
—Yo no quería, pero fue mi madre quien respondió y la convencieron. Le dijeron que serán sólo tres minutos.
Masako no dijo nada, estaba desolada. Pensó que tal vez hubiera sido mejor que Yayoi les hubiera ayudado a deshacerse del cadáver, puesto que parecía haber olvidado que era ella quien había cometido el asesinato. Aun así, quizá esa falta de sentimiento de culpabilidad fuera un punto a su favor para diluir las sospechas que se cernían sobre ella.
Pero lo que más preocupaba a Masako era que Nobuki hubiera intentado incriminarla delante de la policía. Llevaba casi un año sin hablar, y había escogido justamente ese momento para romper su silencio. Ella había optado por mantener cierta distancia respecto a su hijo, pero era evidente que él no se lo perdonaba. Masako tenía la impresión de haber hecho por Nobuki todo lo posible tanto en casa como en el trabajo, aunque quizá él estuviera resentido con ella por algo que había hecho mal. Aunque ése fuera el caso, era incapaz de saber en qué se había equivocado y consideró la reacción de su hijo como una venganza gratuita. Le invadió una ola de amargura y se agarró con fuerza al respaldo del sofá, clavando sus dedos en la lana mullida. Cerró los ojos para contener el llanto.
No hacía mucho, Masako había comparado sus días en la Caja de Crédito T con una lavadora vacía, pero ahora se daba cuenta de que le había pasado lo mismo en casa. Si era así, ¿qué había sido su vida? ¿Para qué había trabajado? ¿Para qué había vivido? Al ser consciente de que se había convertido en una mujer exhausta y perdida, se le llenaron los ojos de lágrimas.
Quizá por eso había escogido trabajar en el turno de noche. Así podía dormir de día y trabajar de noche. O, lo que era lo mismo, vivir permanentemente cansada, sin tiempo para pensar, llevar una vida al revés de la de su marido y su hijo. Sin embargo, con ello sólo había conseguido aumentar su rabia y su tristeza. Y ahora ni Yoshiki, ni Nobuki, ni nadie podía ayudarla.
En ese momento empezó a comprender por qué había ayudado a Yayoi: en su desesperación había cruzado la línea y había intentado huir a un nuevo mundo. Sin embargo, ¿qué le esperaba en ese mundo nuevo? Nada. Bajó la vista para mirar sus manos blancas, aún asidas al respaldo del sofá. Si la policía la detenía, nunca podría descubrir el verdadero motivo que la había impulsado a ayudar a Yayoi. Oyó el ruido de varias puertas que se cerraban a su espalda. Estaba completamente sola.
Imai se secó el sudor de la frente y echó a andar por una calle estrecha.
Sin duda, antes había sido un camino entre arrozales, pero ahora se había convertido en un callejón flanqueado por casas pequeñas y viejas. A juzgar por los tejados de cinc abollados, por las puertas de madera astillada y por los canalones oxidados, esas casas tenían más de treinta años. Tenían una apariencia frágil, como si una simple cerilla fuera suficiente para hacerlas arder.
Kinugasa, el agente de la Dirección General, estaba convencido de que Kenji Yamamoto había sido asesinado por el propietario de la sala de juegos de Kabukicho a la que había ido la noche de su desaparición y al que tenían retenido en la comisaría de Shinjuku. Sin embargo, Imai no era del mismo parecer y proseguía la investigación por su cuenta. Al descubrir que el propietario de la sala de juegos tenía antecedentes, Kinugasa se había centrado exclusivamente en él, pero Imai albergaba dudas acerca de Yayoi Yamamoto. Se trataba de una sensación que no podía explicar con palabras, pero percibía que esa mujer intentaba ocultar desesperadamente la clave del caso.
Se detuvo en medio del callejón, sacó su libreta y, mientras la hojeaba, revisó los hechos mentalmente. Un grupo de escolares que volvían de la piscina con la cabeza aún mojada lo miraron con curiosidad al pasar por su lado.
«Supongamos que Yayoi mató a su marido —pensó Imai—. Los vecinos han declarado que discutían a menudo, de modo que tenía motivos suficientes para hacerlo. Cualquiera es capaz de matar a alguien en un arrebato. Sin embargo, es una mujer más bien menuda, por lo que le resultaría difícil asesinarlo a menos que su marido estuviera dormido o borracho. Sabemos que él estuvo en el club de Shinjuku hasta las diez, de modo que, incluso volviendo directamente a casa, habría llegado sobre las once, con lo que los efectos del alcohol que hubiera ingerido habrían desaparecido. Si mantuvieron una pelea lo bastante fuerte para acabar en un asesinato, los vecinos los habrían oído y los niños se habrían despertado. Además, nadie vio a Kenji Yamamoto en el tren ni en la estación, como si se hubiera esfumado al dejar el local.»
Aun así, Imai consideró el supuesto de que Yayoi había conseguido matar a su marido y se había ido al trabajo como si nada hubiera pasado. De ser así, ¿quién se habría encargado del cadáver? El baño de los Yamamoto era demasiado pequeño, y la prueba con Luminol había resultado negativa.
«Imaginemos que alguna de sus compañeras de trabajo —aventuró Imai— se apiadó de ella y la ayudó a deshacerse del cuerpo.» Las mujeres eran capaces de hacer algo así. De hecho, parecían tener una cierta afición a descuartizar cadáveres. Imai había leído varios informes sobre sucesos anteriores y había llegado a la conclusión de que la mayoría de casos de mutilación tenían dos características comunes: la primera era el origen aparentemente azaroso del asesinato, y la segunda la solidaridad femenina.
Cuando una mujer cometía un crimen no premeditado, su principal preocupación residía en qué hacer con el cadáver, puesto que no solía ser lo bastante fuerte para moverlo sola. Por eso en muchas ocasiones optaban por descuartizar el cuerpo. También se habían dado casos de varones que habían descuartizado a sus víctimas, pero en su defecto para ocultar la identidad de la víctima o porque el propio acto de mutilar les causaba una especie de placer animal. Las mujeres, en cambio, lo hacían simplemente porque no podían transportarlo entero. Ésta solía ser la prueba de que el crimen no había sido premeditado. Recordaba el caso de una mujer de Fukuoka que, después de matar a una compañera, confesó a la policía que había decidido descuartizar el cadáver al verse incapaz de sacarlo entero de su casa.
También era corriente que mujeres que vivían experiencias parecidas se convirtieran en cómplices de la asesina, impulsadas por una especie de compasión. Hubo un caso en que una madre había considerado justo que su hija matara a su marido violento y borracho, y por ello la había ayudado a descuartizar el cadáver. En otro caso, una mujer había ayudado a matar al marido de su amiga y ambas se habían encargado de descuartizarlo y tirarlo al río; incluso tras su detención se mostraron convencidas de que habían llevado a cabo un buen acto.
Como pasaban largas horas en la cocina, las mujeres estaban más acostumbradas que los hombres al tacto de la carne y el olor de la sangre. Además, eran diestras en el manejo de los cuchillos y sabían qué hacer con la basura. Y, quizá porque tenían la capacidad de dar a luz, mantenían una relación más directa con la vida y la muerte. Su mujer, sin ir más lejos, era un buen ejemplo, pensó Imai.
Entonces, y prosiguiendo su razonamiento, supuso que Masako Katori, la mujer a la que acababa de interrogar, hubiera decidido ayudar a su compañera a deshacerse del cadáver. Recordó su cara serena e inteligente, y su amplio baño. Tenía carnet de conducir, y Yayoi la había telefoneado la noche del crimen. Imai imaginó que tal vez se tratara de la llamada de una mujer desesperada que acababa de matar a su marido. Masako pudo pasar por casa de los Yamamoto de camino al trabajo y esconder el cadáver en el maletero de su coche. Sin embargo, esa noche ambas habían ido a trabajar como si nada hubiera sucedido. Y no sólo ellas dos: Yoshie Azuma y Kuniko Jonouchi, que completaban el cuarteto de amigas, también habían acudido al trabajo como de costumbre. Todo parecía demasiado atrevido y bien planeado, lo que no concordaba con los casos sobre los que había leído.
Según sus declaraciones, a la mañana siguiente Yayoi Yamamoto había vuelto a casa y no había salido en todo el día. De hecho, los vecinos habían confirmado tal extremo. Por lo tanto, era prácticamente imposible que hubiera participado en el descuartizamiento del cadáver. Entonces, quizá Masako Katori se lo había llevado y lo había descuartizado sola o con la ayuda de alguna compañera. Sin embargo, eso dejaba a la esposa de la víctima tranquilamente en casa mientras sus compañeras se ocupaban del trabajo sucio. ¿Por qué iban a hacer algo así? No podían odiar a ese hombre tanto como su propia esposa, y además era impensable que una mujer tan astuta como Masako estuviera dispuesta a correr ese riesgo innecesario.
Por otra parte, no parecía que entre Yayoi y Masako hubiera el sentimiento de solidaridad que solía darse en casos parecidos. Tenían muy poco en común. Para empezar, la diferencia de edad y circunstancias heterogéneas. Yayoi era joven, tenía dos hijos pequeños y pasaba apuros económicos. Masako, en cambio, parecía llevar una vida humilde pero más estable, hasta el punto de que Imai no entendía muy bien qué necesidad tenía de trabajar en el turno de noche. Su marido trabajaba en una buena empresa y vivían en una casa nueva y lo suficientemente bonita para que el propio Imai sintiera envidia al compararla con su pequeño piso de protección oficial. Era evidente que su hijo le daba algún que otro problema, pero ya era mayor y pronto se independizaría. Sin duda, podrían seguir viviendo con holgura sin lo que ganaba en la fábrica. En cualquier caso, el trabajo en la fábrica era lo único que Masako y Yayoi parecían tener en común.
De ser así, podía tratarse de dinero. Recordó la irritación de Masako cuando él le había señalado lo absurdo de trabajar de noche, y se había mostrado especialmente preocupada por la diferencia de sueldo. Por lo tanto, cabía la posibilidad de que Yayoi le hubiera prometido dinero por su ayuda. Sabía que necesitaba una coartada, de modo que ¿por qué no pedirle ayuda a su compañera prometiéndole una cantidad de dinero? Además, era posible que hubiera hecho la misma petición a Yoshie Azuma y a Kuniko Jonouchi. Sin embargo, ¿de dónde iba a sacar el dinero Yayoi si apenas tenía lo suficiente para el día a día?
De pronto recordó haber oído a Yayoi mencionar el seguro de vida de su marido. ¿Acaso se planteaba utilizar ese dinero para pagar a sus compañeras? Pero, si era así, ¿qué necesidad tenían de descuartizar el cadáver? Para cobrar el dinero del seguro, era imprescindible que lo identificaran. Otro problema para Imai. Además, en su teoría seguía habiendo un cabo suelto, quizá el más importante: el motivo del asesinato.
Imai recordó el horror de Yayoi al ver las fotos del cadáver de su marido. Una reacción como ésa no podía ser fingida. Era terror de verdad, por lo que no cabía ninguna duda de que ella no había descuartizado el cuerpo. Sin embargo, esa noche nadie había visto el Corolla rojo de Masako por el barrio de Yayoi, y tampoco por los alrededores del parque Koganei. Finalmente, optó por abandonar su teoría sobre una posible conspiración femenina.
Entonces contempló la posibilidad de que Yayoi tuviera un amante y que éste estuviera involucrado en el caso. Se trataba de una mujer guapa, de modo que no era imposible que mantuviera una relación con otro hombre. Con todo, no había podido conseguir ninguna información al respecto.
Siguió hojeando la libreta, deteniéndose en los detalles que había marcado con rotulador fosforescente: la declaración de los vecinos sobre las frecuentes discusiones de los Yamamoto; el descubrimiento de que no compartían habitación; las palabras del hijo mayor asegurando que esa noche había oído a su padre (si bien su madre había insistido en que había sido un sueño); el hecho de que el gato no hubiera vuelto a entrar en casa desde la noche de autos…
—¡El gato! —exclamó Imai mirando a su alrededor.
Un gato marrón lo observaba agazapado entre las primaveras que crecían salvajes en el jardín de una casa ruinosa. Imai miró sus ojos amarillos. ¿Qué había visto esa noche el gato de los Yamamoto? ¿Qué lo había horrorizado tanto para no querer volver a entrar en casa? Era una pena que no pudiera interrogarlo, pensó Imai con una sonrisa amarga.
El calor seguía apretando. Se secó el sudor con un pañuelo arrugado y siguió andando. Un poco más adelante encontró una confitería de las de antes. Entró, compró una lata de té Oolong y se la bebió ahí mismo. El propietario, un hombre corpulento de mediana edad, miraba la tele con cara de sueño, e Imai decidió abordarlo.
—¿Sabe dónde vive la familia Azuma?
El hombre señaló la casa de la esquina.
—El marido murió hace un tiempo, ¿verdad?
—Exacto —confirmó el hombre—. Hará ya varios años.
La viuda está al cargo de su suegra, que no puede moverse de la cama. Y ahora tiene que cuidar a un nieto. Hoy han venido a comprar unos caramelos.
No eran precisamente las circunstancias más favorables para que una mujer tuviera el tiempo suficiente para descuartizar un cadáver, pensó Imai. Su teoría se evaporaba como el rocío en una mañana soleada.
Al abrir la puerta de casa de Yoshie, Imai percibió un fuerte olor a heces. Desde la entrada podía ver el fondo de la pequeña vivienda: Yoshie estaba cambiando el pañal a una anciana postrada en la cama.
—Disculpe —dijo Imai.
—¿Quién es?
—Me llamo Imai, de la comisaría de Musashi Yamato.
—¿Es policía? Ahora estoy ocupada. Vuelva más tarde.
Imai dudó ante el enfado de Yoshie, pero finalmente decidió no ceder.
—¿Le importa que le haga unas preguntas?
—Como quiera —respondió Yoshie volviéndose hacia él. Estaba despeinada y tenía la frente empapada en sudor—. Espero que no le moleste el olor.
—No se preocupe —dijo Imai—. Siento importunarla.
—¿Qué quiere saber? ¿Algo sobre Yayoi?
—Exacto. Me han dicho que son buenas amigas.
—No especialmente. Es mucho más joven que yo.
Yoshie levantó las piernas de la anciana y empezó a limpiarla con papel higiénico. Sin saber adónde mirar, Imai bajó la vista. Sus ojos se fijaron en unas pequeñas zapatillas decoradas con un personaje de dibujos animados. Entonces vio que en la pequeña y oscura cocina que se abría a la derecha del pasillo había un niño en cuclillas bebiendo de un tetrabrik. Debía de ser el nieto de Yoshie. Imai se dio cuenta de que era imposible entrar un cadáver y descuartizarlo en ese espacio tan reducido. No tendría necesidad de ver el baño para comprobarlo.
—¿Ha notado últimamente algo extraño en el comportamiento de la señora Yamamoto?
—No sé nada —dijo mientras ponía un nuevo pañal a la anciana.
—Tal vez pueda contarme qué tipo de persona es.
—Es una buena chica —se apresuró a responder Yoshie—. No merecía lo que le ha ocurrido.
Imai achacó el temblor de su voz al cansancio.
—He oído que el día en que su marido desapareció, ella sufrió una caída en la fábrica.
—Veo que sabe muchas cosas —dijo Yoshie mirándole a la cara—. Es cierto. Tropezó y se cayó en un charco de salsa.
—¿Cree que había algún motivo que pudiera explicar esa caída? ¿Estaba preocupada por algo?
—No lo creo —repuso Yoshie en un tono cansado—. En un sitio así cualquiera puede patinar.
Recogió el pañal sucio y se levantó. Lo dejó al lado de la puerta de la cocina, donde el niño seguía jugando, y, después de enderezar la espalda, se volvió hacia Imai.
—¿Tiene alguna otra pregunta?
—¿Qué hizo usted el miércoles por la mañana?
—Lo mismo que estoy haciendo ahora.
—¿Todo el día?
—Todo el día. Igual que hoy.
Después de disculparse, Imai salió de la casa tan rápido como le fue posible. Era casi indecente sospechar de una mujer mayor que se pasaba las noches trabajando y los días cuidando de su suegra. En el interrogatorio de la fábrica junto a Kinugasa, sus respuestas les habían parecido vacilantes, casi sospechosas, pero hoy se había comportado de manera diferente.
Sólo le quedaba por visitar a la última componente del grupo, Kuniko Jonouchi, si bien empezaba a preguntarse si valía la pena hacerlo. Volvió a entrar en la confitería para tomarse otro té.
—¿Estaba en casa? —le preguntó el vendedor.
—Sí. Parecía ocupada. Por cierto, ¿sabe si la señora Azuma salió de casa el miércoles por la mañana?
—¿El miércoles? —repitió el tendero mirándolo extrañado.
Imai le mostró su placa.
—El cadáver que encontraron descuartizado era el marido de una de sus compañeras de trabajo.
—¡No me diga! —exclamó—. Eso sí es horrible. Ahora que lo dice, es verdad: leí que la mujer de la víctima trabajaba en la fábrica de comida envasada.
—¿Qué hizo la señora Azuma el miércoles?
—No puede alejarse mucho de casa —respondió el tendero sin ocultar su curiosidad.
Imai salió de la confitería sin añadir nada más. Creía que empezaba a perder el tiempo.
A medio camino, entró en un restaurante chino cerca de la estación de Higashi Yamato, donde comió unos fideos fríos, de modo que cuando llegó al piso de Kuniko Jonouchi era ya casi la una. Llamó al interfono, pero no obtuvo respuesta. Cuando, después de varios intentos, estaba a punto de desistir, oyó una desagradable voz femenina por el altavoz.
—¿Quién es?
Imai se identificó y la puerta se abrió inmediatamente.
—Siento despertarla —dijo al ver la inquietud que su visita inesperada provocaba en Kuniko—. ¿Siempre duerme a estas horas? —preguntó echando un vistazo al interior del piso.
—Sí —respondió Kuniko—. Trabajo de noche.
—¿Su marido está trabajando?
—Sí, bueno… —murmuró Kuniko.
—¿Dónde trabaja? —dijo Imai, intuyendo que si preguntaba con rapidez podría obtener alguna información valiosa.
—De hecho, dejó el trabajo… y se ha ido de casa.
—¿Se ha ido? —repitió Imai impulsado por su curiosidad profesional. De todos modos, no creía que eso tuviera nada que ver con el caso—. ¿Puedo preguntarle el motivo?
—Por nada en especial. No nos llevábamos bien.
Mientras Kuniko buscaba un cigarrillo en el bolso, Imai se dio cuenta de que no llevaba sujetador debajo de la holgada camiseta. Mirando hacia el interior del piso vio la cama deshecha, y pensó que para cualquier hombre sería deprimente vivir con una mujer como ésa. Kuniko se puso el cigarrillo en la comisura de los labios y se quedó mirándolo.
—Tengo entendido que es amiga de la señora Yamamoto. Querría hacerle algunas preguntas.
—¿Amiga? No especialmente.
—¿Ah no? En la fábrica me dijeron que ustedes dos trabajaban siempre juntas, con la señora Katori y la señora Azuma.
—Eso es en el trabajo. Pero, como es guapa, es bastante creída y no somos precisamente muy amigas…
Imai notó la hostilidad latente tras sus palabras. Era curioso que no sintiera ningún tipo de compasión por una mujer que acababa de perder a su marido en unas circunstancias tan terribles.
¿Qué interés tenían Yoshie y Kuniko en dejar claro que no eran amigas de Yayoi? Imai empezó a sospechar. En la fábrica le habían dicho que las cuatro mujeres trabajaban siempre juntas y que solían quedarse a hablar cuando terminaban el turno. Por experiencia, sabía que en esa situación las mujeres solían mostrarse solidarias.
—O sea que fuera del trabajo nunca se ven.
—No.
Kuniko se levantó, se acercó a la nevera, cogió una botella de agua y se sirvió un vaso.
—¿Quiere? Es del grifo.
—No, gracias.
Imai había alcanzado a ver el interior de la nevera, prácticamente vacía. Nada hacía pensar que en esa casa vivía una mujer: ni provisiones, ni restos de comida, ni siquiera una botella de zumo. No debía de cocinar. Todo era un poco extraño. Su ropa y sus accesorios parecían caros, pero no se veía ni un solo libro o CD, y el ambiente que se respiraba en el piso era más bien humilde.
—¿Nunca cocina? —preguntó Imai al tiempo que echaba un vistazo a las cajas de comida vacías amontonadas en un rincón de la sala.
—No lo soporto —respondió Kuniko con una mueca exagerada, que pronto cambió por una expresión de vergüenza.
«Una auténtica comedianta», pensó Imai.
—Querría hacerle unas preguntas sobre el caso del asesinato del señor Yamamoto —dijo Imai—. La noche del miércoles no fue a trabajar, ¿verdad? ¿Puede explicarme por qué?
—¿El miércoles? —repitió Kuniko llevándose su mullida mano al pecho.
—Sí. El señor Yamamoto desapareció el martes y lo encontraron el viernes. Sólo quería saber por qué usted no fue al trabajo la noche del miércoles al jueves.
—Creo que me dolía la barriga —repuso Kuniko alterada. Imai hizo una breve pausa.
—¿Sabe si la señora Yamamoto tenía un amante?
—Pues… —dijo encogiéndose de hombros—, no creo.
—¿Y la señora Katori?
—¿Masako? —exclamó aparentemente sorprendida porque hubiera mencionado ese nombre.
—Sí, Masako Katori.
—Imposible. Es una arpía.
—¿Una arpía?
—Bueno, no exactamente… —dijo Kuniko mientras buscaba otra palabra. Imai la observó satisfecho porque Kuniko había dicho lo que realmente pensaba de su compañera, pero a la vez intrigado por la expresión que había utilizado. ¿Qué tenía Masako de arpía?—. De todos modos, voy a dejar la fábrica —añadió cambiando de tema—. Después de lo que ha pasado, me da mal rollo.
—Entiendo —dijo Imai asintiendo con la cabeza—. O sea que está buscando trabajo.
—Ya no quiero trabajar de noche. Además, también está lo del violador. Todo va fatal.
—¿Un violador? —repitió Imai sacando su bloc. Era la primera vez que oía hablar de eso—. ¿En la fábrica?
—Sí —confirmó Kuniko más animada. El nuevo tema parecía gustarle—. Ataca a las mujeres, pero no han podido pillarlo.
—No creo que tenga nada que ver con el caso, pero ¿puede contarme más detalles?
Kuniko comenzó el relato de los ataques que habían empezado en abril. Mientras tomaba notas, Imai volvió a pensar en los numerosos inconvenientes que ese trabajo tenía para aquellas mujeres.
Después de salir del piso de Kuniko, los intensos rayos de sol de la tarde iluminaron el parking de hormigón. Al pensar en la caminata que le esperaba hasta llegar a la parada de autobús, suspiró profundamente. En el parking había coches de todos los colores, pero le llamó la atención un Golf descapotable de color verde oscuro. Le extrañó que alguien que viviera en ese bloque pudiera tener un coche como ése, pero en ningún momento se le pasó por la cabeza que perteneciera a la mujer que acababa de dejar en ese piso tan destartalado.
Estaba en un callejón sin salida. Ahora, interrogaría a los cinco empleados de la fábrica que habían librado la noche del martes. No obstante, decidió posponerlo para el día siguiente, y si sus investigaciones no daban resultado, debería admitir su derrota y doblegarse ante Kinugasa. Imai frunció el ceño y echó a andar bajo el intenso calor. Al cabo de unos minutos, su polo estaba empapado en sudor.
Kazuo Miyamori estaba acostado en la cama superior de la litera estudiando japonés.
Además del reto que suponía trabajar en el turno de noche de la fábrica, se había impuesto dos nuevos objetivos: el primero consistía en lograr el perdón de Masako; el segundo, aprender el suficiente japonés para conseguirlo. A diferencia del duro y monótono trabajo de llevar el arroz hasta la cinta transportadora, esta nueva tarea le parecía divertida.
«Me llamo Kazuo Miyamori.»
«Mi hobby es mirar partidos de fútbol.»
«¿Te gusta el fútbol?»
«¿Qué tipo de comida te gusta?»
«Me gustas.»
Kazuo iba repitiendo estas frases en voz baja, acostado boca abajo sobre el colchón. Por la exigua rendija que alcanzaba a ver de la ventana, percibió el naranja intenso de los últimos rayos de sol tiñendo el cielo. La pálida oscuridad de las nubes ganaba terreno por momentos. Kazuo quería que llegara la noche para poder ver a Masako.
No habían hablado desde aquel día. De hecho, temía decirle algo y que ella lo ignorara. Sin embargo, se había acercado a la alcantarilla para recuperar lo que ella había arrojado allí esa noche.
Kazuo cogió la llave que guardaba bajo la almohada y la apretó. El frío metal se fue calentando en la palma de su mano en la misma medida que lo hacía su corazón al pensar en Masako.
Si se lo contaba a sus compañeros, se reirían de él por enamorarse de una mujer tan mayor. Seguramente le aconsejarían que saliera con una de las chicas brasileñas. Por eso nadie debía saberlo. Quizá él fuera el único capaz de entender a esa mujer y, a su vez, ella la única capaz de entenderlo a él. Kazuo no tenía ninguna duda de que si llegaban a conocerse se entenderían a la perfección. Esa certeza estaba encerrada en la llave que tenía en la mano. Había decidido ponerle una cadena de plata y llevarla colgada al cuello. Era un objeto tan corriente que ni la propia Masako se daría cuenta de que era la llave que ella misma había arrojado a la alcantarilla. Pese a tener veinticinco años, parecía un colegial viviendo su primer amor. En ningún momento se le ocurrió pensar que su comportamiento fuera un intento de buscar algún consuelo en el frío país de su padre. Lo único que sabía era que ni siquiera en Brasil iba a encontrar a una mujer como Masako.
Kazuo fue a la alcantarilla a la mañana siguiente.
A diferencia de las mujeres japonesas que trabajaban por horas en la fábrica, los empleados japoneses solían trabajar hasta las seis de la mañana. Desde ese momento hasta las nueve, cuando empezaba el turno de día, la fábrica quedaba prácticamente desierta. Kazuo había aprovechado esas horas para acercarse hasta la alcantarilla.
Recordaba el lugar aproximado donde Masako había arrojado el misterioso objeto. Por el sonido que había emitido al chocar contra el fondo, suponía que se trataba de un objeto metálico y que no lo habría arrastrado la corriente.
Después de que los últimos empleados se hubieran ido en dirección a la estación, Kazuo se acercó a la acequia y, empleando todas sus fuerzas, levantó uno de los bloques de hormigón que la cubrían. La límpida luz del sol se reflejó en el agua sucia que hasta entonces había fluido en la oscuridad. Kazuo miró por el agujero. El agua era oscura y turbia, pero la corriente era mucho menos profunda de lo que había imaginado, de modo que bajó y se puso de pie en el agua sin descalzarse. No le importó salpicarse los vaqueros con el oscuro lodo ni sumergir sus Nike en el agua apestosa. Encallado debajo de una botella de plástico, vio un llavero de piel negra y, sin dudarlo, metió la mano en el agua tibia para sacarlo. Era un llavero con las esquinas raídas, pero contenía una llave plateada. Al observarla a la luz del sol, vio que se trataba de una llave corriente, con toda seguridad de una vivienda. Le extrañó que Masako hubiera querido deshacerse de un objeto tan banal, pero a esa duda pronto la sustituyó la alegría de haber recuperado algo que le había pertenecido. Sacó la llave de la anilla y, después de tirar el llavero estropeado, se la guardó en el bolsillo.
Esa noche acudió al trabajo más pronto de lo habitual y esperó al lado de la puerta del primer piso para ver aparecer a Masako.
Hubiera querido esperarla en el camino que llevaba del parking hasta la fábrica, pero sabía que no podía hacerlo: no debía asustarla más de lo que ya lo había hecho. Aunque eso no era del todo cierto, se dijo. De hecho, era él quien estaba asustado, pensó con una sonrisa. Lo que más temía en el mundo era hacer algo que llevara a Masako a odiarlo aún más.
Se quedó al lado de Komada, el encargado de higiene, simulando consultar su ficha en la máquina que había delante de las oficinas. La esbelta figura de Masako apareció más o menos a la hora habitual. Dejó su bolsa negra sobre la moqueta sintética de color rojo y, en un rápido movimiento, se agachó para quitarse las zapatillas. En ese momento alzó la vista hacia Kazuo pero, como solía suceder, sus ojos lo atravesaron y se fijaron en la pared que había detrás de él. Únicamente eso había sido suficiente para que Kazuo sintiera una alegría simple y pura, como si viera salir el sol.
Después de saludar a Komada, Masako se volvió para que éste le pasara el rodillo quitapelusas por el cuerpo. Vestía vaqueros y un holgado polo verde, y sostenía una bolsa en la mano. Esforzándose para controlar su respiración acelerada, Kazuo aprovechó ese momento para observarla detenidamente. Iba vestida de manera más bien descuidada, casi como un chico, pero la finura de su rostro y la esbeltez de su cuerpo eran admirables. Al pasar delante de él, Kazuo se decidió a saludarla.
—Buenas noches.
—Buenas noches —respondió ella con cara de sorpresa, justo antes de entrar en la sala.
Kazuo cogió la llave que colgaba de su cuello y le dio las gracias. Estaba feliz porque le había devuelto el saludo. Justo en ese momento, la puerta de la oficina se abrió, como si alguien hubiera estado esperando a que acabara su pequeña ceremonia.
—Miyamori. Justamente quería hablar con usted. ¿Tiene un minuto?
El director de la fábrica le hizo un gesto para que entrara. Kazuo se sorprendió, puesto que a esas horas en la oficina sólo estaba el vigilante nocturno. Sin embargo, al entrar en el despacho se encontró con una sorpresa aún mayor: junto al director había un intérprete.
—¿Qué sucede? —quiso saber Kazuo.
—La policía quiere hacerle unas preguntas. ¿Puede venir a las doce? —preguntó el director al intérprete, al tiempo que se volvía hacia la sala de visitas, donde un empleado japonés estaba siendo interrogado por un tipo delgado con pinta de policía.
—¿La policía? —dijo Kazuo.
—Sí. El tipo que ves ahí.
—¿Quiere hablar conmigo?
—Exacto.
A Kazuo se le paró el corazón. Masako lo había denunciado. Sintiéndose acusado, se le nubló la vista. Sabía que había sido egoísta al pedirle que no se lo dijera a nadie, pero no se había imaginado que ella pudiera mentirle de esa manera. Había sido un iluso.
—De acuerdo —murmuró en portugués antes de dirigirse abatido a la sala.
Masako estaba sola al lado de la máquina de bebidas, fumando un cigarrillo y todavía con ropa de calle. Ni Kuniko ni la Maestra habían llegado aún, de modo que no tenía con quién hablar; además, su otra compañera, Yayoi, había dejado la fábrica, por lo que parecía especialmente sola. No, no era soledad lo que irradiaba, sino rechazo. Sin embargo, Kazuo no pudo evitar abordarla.
—Masako —dijo con la voz temblando de rabia. Ella se volvió y se quedó mirándolo—. ¿Lo has contado?
—¿Qué tenía que contar? —repuso ella cruzando los brazos y con ojos de sorpresa.
—Ha venido la policía.
—¿De qué estás hablando?
—Me lo prometiste, ¿no es cierto? —logró decir él mirándole a los ojos.
Masako le aguantó la mirada sin responder. Rindiéndose, Kazuo se volvió y entró en el vestuario con los hombros caídos. Seguramente lo detendrían y perdería el trabajo, pero lo que más le disgustaba era que Masako lo hubiera traicionado.
Si lo iban a interrogar a las doce, no podía perder tiempo en cambiarse. Buscó la percha de la que colgaba su uniforme y se lo puso. Como en la fábrica no estaba permitido llevar joyas u otros efectos personales, se quitó la cadena del cuello y la guardó cuidadosamente en el bolsillo de su pantalón. Entonces cogió uno de los gorros azules que llevaban los empleados brasileños y volvió a la sala. Masako estaba en el lugar donde la había dejado, con el uniforme puesto. Algunos mechones le salían de la redecilla del pelo, lo que indicaba que se había cambiado a toda prisa.
—Oye —le dijo cogiéndolo del brazo, pero Kazuo la ignoró y prosiguió su camino hacia las oficinas.
Si Masako lo había denunciado, sus metas se habrían visto interrumpidas y su vida dejaría de tener sentido. Sin embargo, al recordar su gesto intentando cogerlo del brazo, se armó de valor. Eso no era más que otra prueba, pensó para sí, una prueba que ella le había preparado y que tenía que superar al igual que las demás. Sintió la fría llave en el muslo, como si quisiera recordarle que seguía estando ahí.
Llamó a la puerta de la oficina y ésta se abrió casi al instante. El intérprete brasileño y el agente de policía lo estaban esperando. Instintivamente, Kazuo se metió la mano en el bolsillo y apretó la llave para controlar su respiración.
—Me llamo Imai —le anunció el policía al tiempo que le mostraba su placa.
—Roberto Kazuo Miyamori —repuso él.
El policía era alto y casi no tenía barbilla. Parecía agradable, de mirada penetrante.
—¿Tiene usted la nacionalidad japonesa?
—Sí. Mi padre era japonés y mi madre brasileña.
—Ah, por eso es tan apuesto —comentó Imai con una sonrisa. Kazuo se quedó mirándolo, pensando que el comentario del policía bien podía interpretarse como una burla—. Siento molestarle, pero querría hacerle unas preguntas. No se preocupe por el tiempo que pueda robarle: le será remunerado como horas de trabajo.
—De acuerdo —dijo Kazuo, tenso al ver que el policía no se andaba con rodeos.
Sin embargo, la pregunta fue totalmente inesperada.
—¿Conoce a Yayoi Yamamoto?
Sorprendido, Kazuo miró al intérprete, que lo apremió para que contestara.
—Sí, la conozco —respondió con un movimiento de cabeza, pero sin entender las intenciones de Imai.
—Así, también estará al corriente de lo que le pasó a su marido, ¿verdad?
—Sí. Todo el mundo habla de ello.
¿Qué tenía eso que ver con él?
—¿Había visto alguna vez a su marido?
—No, nunca.
—¿Ha hablado alguna vez con Yayoi?
—A veces nos saludamos. ¿Se puede saber a qué viene todo esto?
Al parecer, el intérprete decidió no traducir su pregunta, y el policía siguió con el interrogatorio.
—El pasado martes no trabajó, ¿verdad? ¿Podría contarme lo que hizo ese día?
—¿Sospecha de mí? —preguntó Kazuo, irritado porque lo involucraran en un asunto que desconocía.
—No, no —lo tranquilizó Imai sonriendo—. Sólo estamos hablando con la gente que conoce a Yayoi, especialmente con los empleados que no acudieron a la fábrica esa noche.
Kazuo no quedó muy convencido, pero empezó a contar lo que había hecho ese día.
—Dormí hasta el mediodía y después fui a Oizumimachi. Pasé la tarde en la Brazilian Plaza y volví a casa hacia las nueve.
—Su compañero de piso ha declarado que esa noche no volvió —dijo Imai mirando sus apuntes con expresión de incredulidad.
—Alberto volvió con su novia y no se dieron cuenta de que estaba ahí —dijo Kazuo—, pero le aseguro que estaba acostado en mi cama.
—¿Y por qué no se dieron cuenta?
—Porque estaba en la litera de arriba —respondió Kazuo incómodo, recordando lo sucedido esa noche.
—Entiendo —dijo por fin el policía esbozando una sonrisa.
Kazuo echó un vistazo a la oficina vacía, y se quedó mirando las tres filas de escritorios, cada uno con su ordenador cubierto con una funda de plástico transparente. Le hubiera gustado estudiar informática en Japón, pero había acabado trajinando arroz en una fábrica. De repente todo le pareció absurdo.
—Así, ¿se pasó toda la noche en la habitación?
Kazuo dudó. Era la noche en la que había agredido a Masako y después había pasado horas errando por las calles en un ataque de arrepentimiento. Al empezar a llover, había vuelto a su apartamento para buscar un paraguas y esperar a Masako, pero su compañero estaba trabajando y no lo había visto.
—Salí a dar un paseo.
—¿A media noche? ¿Por dónde?
—Cerca de la fábrica.
—¿Por qué?
—Por nada en especial. No tenía ganas de estar en casa.
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó el policía con un deje de lástima.
—Veinticinco.
El agente asintió con la cabeza, como si acabara de darse cuenta de algo, pero siguió mirando sus apuntes sin decir nada.
—¿Puedo irme ya? —preguntó Kazuo, que no soportaba el silencio.
El policía le hizo un gesto con la mano indicándole que esperara.
—Alguien me ha dicho que varias mujeres han sido atacadas cerca de la fábrica —dijo finalmente—. ¿Sabe usted algo?
Por fin, pensó Kazuo apretando la llave en el bolsillo.
—He oído rumores. ¿Me podría decir quién es ese alguien?
—Supongo que puedo decírselo —respondió Imai con una sonrisa—. Kuniko Jonouchi, una de las empleadas del turno de noche.
Kazuo soltó la llave de su palma sudorosa. Por suerte, no había sido Masako. Tendría que pedirle perdón.
—Esto no guarda relación alguna con el caso de Yayoi Yamamoto, pero me preguntaba si entre los empleados brasileños se comenta algo sobre esos ataques. Es decir, la identidad del agresor, quiénes son las víctimas…
—No he oído nada —respondió Kazuo secamente.
Entonces miró el reloj de la pared y se puso el gorro azul.
Imai no le hizo más preguntas y le dio las gracias.
Cuando Kazuo llegó a la planta, la cadena ya estaba en funcionamiento. Al final de la cinta se alzaba una montaña de cajas terminadas. Con Yoshie y Kuniko ausentes, Masako estaba sola al principio de la cadena. Desde que habían empezado a circular los rumores sobre el asesinato del marido de Yayoi, el cuarteto se había disgregado. A Kazuo le parecía extraño, pero a la vez se alegraba de que Masako no estuviera con sus amigas. Si actuaba con rapidez, quizá pudiera hablarle a la salida.
Los empleados brasileños tuvieron que trabajar un cuarto de hora más, hasta las seis y cuarto. La oportunidad era inmejorable, pero Masako había acabado su turno a las seis y ya se habría ido. Kazuo salió abatido del edificio. Los primeros rayos de sol iluminaban el muro gris de la fábrica de automóviles. Era una lástima que en una mañana tan bonita tuviera que volver a casa y dormir en la oscuridad como un animal. Sacó la gorra negra del bolsillo trasero de sus vaqueros y se la caló. Al alzar los ojos, se detuvo, atónito: Masako estaba de pie justo donde él la había esperado esa mañana lluviosa.
—Miyamori —dijo ella con la cara pálida por el cansancio.
Inconscientemente, él cogió la llave que le colgaba del cuello y se la puso por encima de la camiseta. Todo se lo debía a esa llave. Masako echó un breve vistazo a la llave sin darse cuenta de que era la que ella había arrojado a la alcantarilla; volvió a mirarlo a la cara.
—Ayer en la sala… ¿qué querías decirme? —le preguntó sin tener en cuenta que no entendía muy bien el japonés.
Aun así, Kazuo entendió su pregunta.
—Lo siento —se disculpó él bajando la cabeza—. Me equivoqué.
—No he contado a nadie lo que hiciste —dijo ella mientras lo miraba severamente.
—Ya lo sé —repuso Kazuo asintiendo varias veces con la cabeza.
—La policía te ha preguntado por el marido de Yayoi, ¿no es así? —dijo Masako al tiempo que echaba a andar hacia el parking.
Kazuo la siguió a varios metros de distancia, para evitar las sospechas de los empleados brasileños que empezaban a salir de la fábrica charlando animadamente. Masako caminaba con paso ligero, como si Kazuo no existiera.
Cuando los empleados brasileños doblaron por la esquina de la calle que conducía a la residencia, Kazuo y Masako ya estaban frente a la fábrica abandonada. El fresco olor de la hierba enmascaraba el hedor proveniente de la alcantarilla, pero con el calor éste sería más persistente, casi insoportable. En pocas horas, el camino estaría seco y polvoriento y las hierbas se doblarían bajo el intenso bochorno veraniego.
Kazuo vio cómo Masako miraba hacia la alcantarilla y se paraba en seco al ver el bloque de hormigón que él había levantado el día anterior. Su reacción lo dejó atónito. Quizá hubiera debido confesarle lo que había hecho, pero le costaba admitir que se había metido en el lodo en busca del objeto que ella había tirado. Finalmente decidió no decir nada y se quedó inmóvil, con las manos en los bolsillos traseros.
Masako empalideció aún más al acercarse a la alcantarilla y mirar por el agujero. Kazuo la observó a unos metros de distancia.
—¿Qué diablos estás haciendo? —dijo finalmente, imitando el tono de Nakayama, el encargado de la fábrica.
Sabía que era una expresión un poco brusca, pero era la única de entre las pocas que conocía que podía aplicarse a esa situación. Masako se volvió y se quedó mirando la llave que le colgaba del cuello.
—¿Es tuya? —le preguntó.
Kazuo asintió lentamente, pero después negó con la cabeza. No podía mentirle.
—No me digas que la encontraste aquí —insistió Masako, indignada por su vaga respuesta.
Kazuo abrió los brazos y se encogió de hombros. Sólo podía decirle la verdad.
—Sí.
—¿Por qué? —le preguntó acercándosele.
Era sólo unos centímetros más baja que Kazuo. Al tenerla enfrente, éste se apartó y cogió la llave con ambas manos.
—¿Cómo lo sabías? ¿Estabas aquí? —le preguntó señalando el herbazal donde se había escondido.
En ese momento, un insecto alzó el vuelo desde el punto que ella señalaba, como si su dedo hubiera lanzado una especie de rayo. Kazuo asintió con la cabeza.
—¿Por qué?
—Te estaba esperando.
—¿Se puede saber qué pretendías?
—Me lo prometiste.
—Yo no te prometí nada. —Entonces alargó la mano—. Devuélvemela.
—No —repuso Kazuo agarrando la llave con fuerza.
—¿Para qué la quieres? —le preguntó con las manos en las caderas y la cabeza ladeada.
«¿Cómo que para qué?», pensó Kazuo. ¿Acaso quería obligarlo a decírselo directamente? Era más cruel de lo que había imaginado.
—Devuélvemela —insistió Masako—. Es importante. La necesito.
Kazuo entendía las palabras de Masako, pero aun así no comprendía la situación. Si realmente era tan importante, ¿por qué la había tirado? Quizá sólo quería recuperarla para que él no la tuviera.
—No te la devolveré.
Masako apretó los labios y se quedó callada, como si pensara qué debía hacer a continuación. Al verla abatida, Kazuo le cogió la mano. Era tan delgada que en su palma hubieran cabido las dos.
—Me gustas —le dijo.
—¿Qué? —exclamó ella perpleja—. ¿Por lo que pasó esa noche?
Kazuo quería decirle que estaba seguro de que lo entendería, pero no encontró las palabras. Frustrado, repitió las mismas palabras, como si repasara su libro de japonés.
—Me gustas.
—No me vengas con ésas —dijo ella soltándose.
Kazuo sintió una profunda decepción. Ella se echó a andar dejándolo plantado al lado de la alcantarilla. Kazuo pensó en seguirla, pero por la manera como andaba entendió que lo estaba rechazando y se quedó donde estaba, inmerso de nuevo en un espeso lodazal.
El parking de la fábrica parecía llano, pero en realidad estaba situado en una suave pendiente. Por la noche era prácticamente imperceptible, pero al amanecer, después de una agotadora noche de trabajo, el suelo a veces parecía combarse bajo los pies de quien lo pisaba.
Sintiéndose ligeramente mareada, Masako se apoyó con ambas manos sobre el techo de su Toyota Corolla, salpicado de gotas de rocío. Sus manos quedaron empapadas al instante, como si las hubiera sumergido en un charco, y se las secó en los vaqueros.
¿Cómo había osado decir algo así? Con todo, sabía que era cierto. Al recordar cómo esa mañana la había seguido como un perro abandonado, se volvió esperando verlo de nuevo detrás de ella, pero Kazuo había desaparecido. Debía de haberse sentido humillado.
No le gustaba que el chico hubiera recuperado la llave, pero lo que más la inquietaba eran sus sentimientos, la intensidad con que parecía tomarse las cosas. Hacía mucho tiempo que ella había dejado de darle importancia a las emociones, pero no estaba segura de poder vivir así toda la vida. En ese momento, sintió la misma soledad que se había apoderado de ella el día anterior.
Cuando decidió ayudar a Yayoi, cruzó una línea. Había descuartizado un cadáver y se había deshecho de él, y aunque lograra borrar ese recuerdo le sería imposible volver al punto de partida.
Le entraron arcadas y vomitó al lado del coche. Aún sentía un fuerte mareo. Se arrodilló y, con lágrimas en los ojos, siguió sacando una bilis amarillenta por la boca.
Tras enjugarse las lágrimas y la saliva con un pañuelo de papel, Masako giró la llave de contacto. En lugar de volver a casa, se adentró en la autopista Shin Oume y, al cabo de unos minutos, giró a la izquierda en dirección al lago Sayama. La carretera era empinada y estaba llena de curvas, así que redujo para subir en segunda. En todo el tramo sólo se cruzó con un viejo que iba en motocicleta.
Al cabo de unos kilómetros llegó al puente que cruzaba el lago, en medio de las montañas. El terreno que rodeaba el lago era parejo y el paisaje transmitía cierta sensación de artificio, como si fuera una especie de Disneyland alpino. De repente recordó que su hijo Nobuki, cuando era pequeño, había llorado al ver esa vasta extensión de agua; había hundido su cara en el regazo de su madre y se había negado a mirar el lago creyendo que iba a salir de allí un dinosaurio. Al rememorar la escena, Masako sonrió en silencio.
La superficie del agua brillaba con los rayos de sol y, como consecuencia, deslumbró sus ojos cansados. Giró en dirección a Tokorozawa. Unos minutos más tarde, llegó al lugar en cuestión. Dejó el coche en el arcén de la carretera, cubierto de hierba, y paró el motor. La cabeza de Kenji estaba enterrada en el bosque, a cinco minutos a pie.
Bajó del vehículo, lo cerró y se adentró entre los árboles. Era consciente del peligro que entrañaba volver a ese lugar, pero actuaba casi inconscientemente, sin saber muy bien qué se proponía hacer.
Cuando se encontró debajo de la gran zelkova que había tomado como referencia, dirigió la mirada hacia un trozo de tierra a varios metros de distancia. Entre la hierba se veía un pequeño montículo que constituía el único indicio de lo que había hecho. El verano estaba llegando a su punto álgido y el bosque rezumaba mucha más vida que diez días atrás. Se imaginó la cabeza de Kenji descomponiéndose bajo tierra, convirtiéndose en alimento para los insectos. Era una imagen horripilante, pero que aun así la reconfortó: había ofrecido la cabeza a los seres vivos que poblaban la montaña.
Le molestaba la luz que se filtraba entre las ramas, pero se puso la mano en la frente y se quedó varios minutos mirando hacia ese punto. Los recuerdos de aquel día brotaron como el agua que mana de un grifo, y Masako perdió la noción del tiempo.
Ese día se adentró en el bosque en busca de un lugar donde enterrar la cabeza de Kenji. La había metido en dos bolsas de plástico, pero pesaba tanto que temía que se rompieran. Además, llevaba una pala en la otra mano. Se paró varias veces para enjugarse el sudor con los guantes de algodón, y a cada pausa se cambiaba la bolsa de mano para dar un poco de descanso a los brazos. Cada vez que lo hacía, sentía la barbilla de Kenji contra sus piernas y se le ponía la carne de gallina. Al revivir esa sensación, le entró un escalofrío.
Recordó que había visto una película titulada Quiero la cabeza de Alfredo García, en la que un hombre recorría las carreteras mexicanas en un Nissan Bluebird SSS en compañía de una cabeza metida en hielo. Aún podía ver la cara de rabia y desesperación del protagonista, y se le ocurrió que diez días atrás probablemente ella tenía el mismo aspecto mientras buscaba un lugar adecuado para deshacerse de la cabeza. Exacto, había sentido rabia. No sabía contra qué ni contra quién, pero al menos había identificado el sentimiento que la había embargado. Quizá la hubiera sentido contra ella misma por estar tan sola y desamparada. Quizá se había indignado por haberse involucrado en ese asunto. No obstante, esa rabia la había ayudado a liberarse, y no cabía duda de que esa mañana algo en ella había cambiado.
Cuando salió del bosque por segunda vez, se metió en el coche y, tranquilamente, se fumó un cigarrillo. Decidió no volver. Después de apagar el cigarrillo, puso el coche en marcha y se alejó de allí para siempre.
Cuando llegó a casa, Yoshiki y Nobuki ya se habían ido a sus respectivos quehaceres, dejando los platos sucios del almuerzo a ambos lados de la mesa. Sin ganas de lavarlos, Masako los dejó en el fregadero y se quedó de pie en medio de la sala absorta en sus pensamientos.
No quería hacer ni pensar nada, sólo acostarse y dejar pasar el tiempo. De pronto se preguntó qué estaría haciendo Kazuo en ese momento. Quizá estuviera acostado sin poder conciliar el sueño, revolviéndose en la cama. O quizá siguiera andando en círculos alrededor del muro gris de la fábrica de coches. Al imaginárselo en ese deambular solitario, experimentó por vez primera cierta simpatía, tal vez a causa de la soledad que compartían. En ese instante decidió que podía quedarse la llave.
El teléfono la sacó de sus ensoñaciones. Eran poco más de las ocho. A esa hora no quería hablar con nadie. Encendió un cigarrillo e intentó ignorar la llamada, pero el timbre era demasiado persistente.
—¿Masako? —dijo Yayoi al otro lado de la línea.
—Hola. ¿Qué quieres?
—Te he llamado antes pero no estabas. ¿Habéis hecho horas extra?
—No. Tenía que ir a hacer un recado.
En lugar de querer saber dónde había estado, Yayoi le preguntó:
—Por cierto, ¿has leído el periódico?
—Aún no —repuso al tiempo que echaba un vistazo al que había encima de la mesa.
Yoshiki siempre lo doblaba con cuidado después de leerlo.
—Pues léelo. Hay una sorpresa.
—¿Qué ha pasado?
—Léelo —insistió Yayoi alegremente—. Me espero.
Masako dejó el auricular y desplegó el periódico. En la tercera página encontró lo que buscaba: «Aparece un sospechoso en el caso del cadáver de Koganei». Leyó el artículo por encima y vio que habían detenido al propietario del casino en el que Kenji había estado la noche de autos. Si bien lo habían arrestado por otros cargos, lo estaban investigando en relación con el asesinato. Todo iba bien, demasiado bien, tanto que incluso Masako sintió una punzada de miedo.
—Ya lo he leído —dijo con el auricular en una mano y el periódico en la otra.
—Tenemos suerte, ¿verdad? —preguntó Yayoi.
—Es demasiado pronto para echar las campanas al vuelo —le advirtió Masako.
—¿Quién hubiera imaginado que todo saldría tan bien? El artículo dice que se pelearon; eso ya lo sabía.
—¿Cómo?
—Cuando volvió a casa tenía el labio partido y la camisa manchada de sangre —explicó Yayoi. Era evidente que no había nadie en su casa—. De inmediato deduje que se habría peleado con alguien.
—Yo no me fijé.
Yayoi hablaba de Kenji cuando aún estaba vivo, y ella sólo había visto su cadáver. De todos modos, Yayoi siguió con su cháchara, como si no la hubiera oído.
—¿Crees que le va a caer pena de muerte?
—Imposible —respondió Masako—. Lo soltarán por falta de pruebas.
—Qué lástima…
—¿Cómo puedes decir eso? —la reprendió Masako.
—Porque también es el propietario del club donde trabajaba la chica de la que Kenji estaba colgado.
—¿Y eso lo convierte en cómplice de asesinato?
—No estoy diciendo eso. Pero lo tiene bien merecido.
—Quizá deberías preguntarte por qué tu marido se enamoró de ésa —le espetó Masako apurando el cigarrillo.
El comentario le había salido sin pensarlo, quizá a causa de lo sucedido con Kazuo.
—Porque estaba harto de vivir conmigo —repuso Yayoi enfadada—. Porque ya no me encontraba atractiva.
—¿Seguro?
Si Kenji hubiera seguido con vida, Masako hubiera querido formularle la misma pregunta. Le hubiera gustado saber si había algún motivo por el que alguien se enamoraba de otra persona.
—Si no es eso, lo hacía para fastidiarme.
—¿Por qué querría fastidiarte? Creía que eras una esposa modélica.
Al otro lado del hilo se hizo un largo silencio. Yayoi estaba pensando.
—Justamente por eso —dijo finalmente.
—¿Por qué?
—Supongo que cuando una es buena esposa se vuelve aburrida.
—¿Y cómo es eso? —insistió Masako, aturdida.
—Y yo qué sé —respondió Yayoi exaltada—. Tendrías que preguntárselo a Kenji.
—Tienes razón —murmuró Masako volviendo en sí.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Yayoi—. Te encuentro un poco rara.
—Tengo sueño.
—Claro, no había caído —se disculpó Yayoi—. Como últimamente duermo por las noches… Por cierto, ¿qué tal está la Maestra?
—Esta noche no la he visto. Y a Kuniko tampoco. Creo que están muy cansadas.
—¿De qué?
Masako no respondió.
—Lo siento. Es por mi culpa, ¿verdad?… ¡Ah, por cierto! Ya he cobrado el seguro de Kenji. Podré pagarles lo prometido.
—¿Cuánto era? —preguntó Masako.
—Un millón para cada una. ¿Será poco?
—Al contrario. Creo que es demasiado —dijo Masako convencida—. Con quinientos mil tendrán más que suficiente. Y si fuera por mí, a Kuniko no le daría ni un céntimo.
—Pero podrían enfadarse, ¿no? Yo voy a cobrar cincuenta millones.
—No tienes por qué decírselo. Les pagas y punto. Por cierto, ¿podrías darme dos millones a mí?
—Como quieras… —dijo Yayoi sorprendida, ya que Masako siempre había dicho que no quería dinero—. Pero dime, ¿qué te ha hecho cambiar de opinión?
—He pensado que será mejor que tenga algo guardado por lo que pueda ocurrir.
—De acuerdo —accedió Yayoi—. Estoy en deuda contigo.
—Gracias.
Una vez hubo colgado, Masako sintió que empezaba a dejar atrás su letargo y se disponía a luchar de nuevo. De momento, la policía había arrestado al propietario del casino y, si bien era demasiado pronto para saber si acabarían declarándolo culpable, no cabía duda de que habían superado la primera situación de peligro. Aliviada, se durmió al instante.
No fue hasta finales de agosto cuando Satake salió de la comisaría donde lo habían retenido, una vez la temporada de tifones había pasado y empezaba a soplar una brisa otoñal.
Subió lentamente la escalera del edificio donde se encontraban sus locales. Al llegar al pasillo del primer piso, vio esparcidos en el suelo folletos que anunciaban clubes nocturnos. Se agachó para recogerlos y, tras arrugarlos, se los metió en el bolsillo de su americana negra. Era una escena imposible de imaginar en los días en que el Mika y el Amusement Park funcionaban a pleno rendimiento. Con sólo dos de sus negocios más prósperos cerrados, el edificio parecía poco menos que abandonado.
Satake alzó la cabeza al percibir que alguien lo estaba mirando. El barman del club que había al lado del Amusement lo observaba con nerviosismo desde el segundo piso. Satake sabía que ese tipo le había contado a la policía lo de su pelea con Yamamoto y, sin sacarse las manos de los bolsillos, decidió sostenerle la mirada. El barman se apresuró a cerrar la puerta de cristal morado de su local. No debía de esperar que Satake saliera tan pronto. Consciente de que seguía espiándolo a través de la puerta, se quedó plantado delante del Mika, mirando el rótulo del establecimiento con el cable desenchufado y recogido en un rincón. En la puerta alguien había colgado un cartel:
CERRADO POR REMODELACIÓN DEL LOCAL
A Satake lo habían arrestado por dirigir un local de apuestas ilegales y por inducción a la prostitución. Sin embargo, sólo la primera acusación había sido cursada debidamente, y cuando quedó demostrada la inexistencia de prueba alguna que lo involucrara en el caso Yamamoto, no habían tenido más remedio que soltarlo. Sabía cómo las gastaba la policía, así que se consideraba afortunado por haber salido sin más, pero era evidente lo mucho que había perdido en el envite. El pequeño imperio que había conseguido levantar de la nada en los últimos diez años había quedado en ruinas. Y, lo que era aún peor: como su pasado había salido a la luz, había perdido la confianza de cuantos lo rodeaban. En esas circunstancias, no le quedaba otra opción que empezar de nuevo.
Intentando sobreponerse a la nueva situación, Satake subió al segundo piso. Se había citado con Kunimatsu en el Amusement Park. El club, que había sido la niña de sus ojos, ya no existía. La puerta maciza y cara que había instalado seguía allí, pero ahora el local lo ocupaba una sala de mahjong con el ampuloso nombre de Viento del Este. Abrió la puerta con cautela, consciente de que entraba en un espacio que ya no le pertenecía. En el interior sólo estaba Kunimatsu.
—¡Eh!
—Hola, Satake.
La sala estaba prácticamente a oscuras, con una sola mesa iluminada. Kunimatsu alzó la vista y lo recibió con una sonrisa. Había adelgazado y tenía ojeras, provocadas tal vez por la luz que tenía justo encima de la cabeza.
—Cuánto tiempo…
—¿Qué tal está? —dijo Kunimatsu levantándose de la mesa.
—Has vuelto a las andadas —comentó Satake, recordando que lo había conocido en una sala de mahjong de Ginza.
En esa época, Kunimatsu, que no tenía ni treinta años, se pasaba la vida presidiendo partidas y de chico de los recados para el director de la sala. A Satake le divertía ver cómo aquel joven de aspecto más bien ordinario se convertía en un experto jugador cada vez que se sentaba a una mesa de mahjong. Pese a su juventud, su experiencia en el juego era impresionante, de modo que cuando abrió el Amusement Satake lo contrató de inmediato como encargado.
—Sí, pero ya no es lo que era —comentó Kunimatsu mientras espolvoreaba un poco de talco sobre las fichas que había encima de la mesa—. Los jóvenes prefieren jugar por internet.
En total había seis mesas, aparentemente de alquiler, pero a excepción de la que ocupaba Kunimatsu, las demás estaban cubiertas por una especie de velo blanco. A Satake la escena le recordó un velatorio.
—Ya lo creo —dijo mientras echaba un vistazo a la sala y rememoraba dónde había estado la gran mesa de bacará y el lugar donde los clientes solían esperar su turno.
Parecía imposible que sólo hubiera pasado un mes.
—Parece que pronto volveré a estar sin trabajo —dijo Kunimatsu al tiempo que tapaba el bote de talco.
Al sonreír, se le formaron arrugas alrededor de los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que van a cerrar la sala y a abrir un karaoke.
—Vaya. Debe de ser lo único que da dinero.
En el Mika había habido una máquina de karaoke, si bien a Satake no le gustaba.
—La crisis está en todas partes.
—Con lo bien que nos iba con el bacará…
—Sí —convino Kunimatsu en un tono triste—. Ha adelgazado, ¿verdad? —le preguntó mirándolo a la cara.
Satake vio asomar una sombra de miedo en los ojos de Kunimatsu. Al igual que el resto de sus empleados, también estaba al corriente de que había matado a una mujer y que ahora, aunque sólo fuera indirectamente, estaba involucrado en la muerte de Yamamoto. El mundo le había vuelto la espalda. Sus acreedores le reclamaban el dinero prestado y a partir de ese momento lo tendría muy complicado para alquilar un local. ¿Por qué Kunimatsu iba a ser diferente? Pese a la rabia que sentía porque nadie confiara en él, su respuesta fue serena y tranquila:
—Supongo que sí. Ahí dentro no dormía mucho.
En realidad, se había pasado todo el tiempo luchando contra el insomnio.
—Lo imagino. Debe de ser terrible.
A Kunimatsu lo habían soltado después de interrogarlo por el asunto de las apuestas ilegales, pero después lo habían citado varias veces en relación con el asesinato de Yamamoto, por lo que se podía formar una idea de cómo iban las cosas ahí dentro.
—Siento haberte metido en ese lío —dijo Satake.
—No tiene por qué preocuparse. He aprendido muchas cosas. Aunque quizá sea un poco tarde para aprender…
Mientras hablaba, Kunimatsu mezclaba las fichas con mano experta y las volvía una a una, produciendo un sonido agradable. Satake lo observaba. Encendió un cigarrillo e inspiró el humo profundamente, saboreándolo después de un mes de abstinencia forzada. El tabaco era uno de los pocos vicios que Satake se permitía.
—Tengo que reconocer que quedé un poco tocado al enterarme de lo de Yamamoto —añadió Kunimatsu mientras lo miraba de reojo.
—Eso es lo que le pasa a uno cuando se mete donde no le llaman —dijo Satake.
—Es como el cazador cazado, ¿verdad? —preguntó Kunimatsu con una sonrisa.
—Exacto.
—Se refiere a Yamamoto, ¿no es así?
—No, hombre —sonrió Satake—. Me refiero a mí.
Kunimatsu asintió, pero era imposible saber en qué estaba pensando realmente. En el fondo, quizá sospechara que Satake había matado a Yamamoto. De hecho, si no se había largado era porque, a diferencia de las chicas, no tenía adonde ir.
—De todos modos, lo del Mika ha sido una pena. En todo Kabukicho no había un club que funcionara mejor.
—Tienes razón —admitió Satake—. Pero ya no tiene remedio.
Desde la celda había ordenado que todos los empleados se tomaran unas vacaciones de verano más largas de lo habitual, pero como la mayoría eran chicas chinas con visados de estudiante habían optado por desaparecer para evitar a la policía.
Reika, la encargada que tenía contactos con la mafia taiwanesa, había vuelto temporalmente a su país. Chin, el jefe de sala, había encontrado trabajo en otro club, aunque Satake no sabía cuál. Anna, a la que otros locales llevaban tiempo persiguiendo, se había ido también. En cuanto al resto de chicas, o bien habían vuelto a su país si tenían problemas de visado, o bien trabajaban en otros locales.
Ése era el proceder habitual en Kabukicho: cuando el negocio iba viento en popa todo el mundo acudía como abejas a una flor, pero al mínimo altercado desaparecían. Satake imaginaba que las noticias sobre su pasado habían motivado que todo el mundo huyera despavorido aún más rápido de lo acostumbrado.
—Va a empezar de nuevo, ¿no? —le preguntó Kunimatsu.
Satake miró al techo, de donde seguían colgando las lámparas que él mismo había comprado, si bien ahora estaban apagadas.
—¿No habrá un nuevo Mika en el futuro? —insistió Kunimatsu mirándose las manos cubiertas de talco.
—No —respondió Satake—. Voy a venderlo todo.
Kunimatsu lo miró sorprendido.
—Pues es una pena. ¿Puedo preguntarle por qué?
—Tengo algo que hacer.
—¿De qué se trata? —se interesó Kunimatsu al tiempo que desempolvaba sus largos dedos—. Estoy dispuesto a ayudarle en lo que sea.
En lugar de responder, Satake se llevó las manos al cuello y empezó a masajearse. Tenía tortícolis derivada de sus noches de insomnio en la celda, y cuando ésta no remitía acababa en una terrible migraña.
—¿Qué piensa hacer? —volvió a preguntar Kunimatsu impaciente.
—Encontrar a la persona que mató a Yamamoto.
—Eso estaría bien —dijo Kunimatsu con una leve sonrisa que denotaba que se lo había tomado a broma—. Sería como jugar a detectives.
—Kunimatsu, estoy hablando en serio —puntualizó masajeándose el cuello.
—Pero ¿qué va a hacer si la encuentra?
—Ni idea. Ya lo pensaré cuando llegue el momento —murmuró. Evidentemente, ya lo tenía pensado pero no tenía ganas de contárselo—. Todo a su debido tiempo.
—¿Tiene a alguien en mente? —inquirió Kunimatsu mientras lo miraba de arriba abajo.
—Primero voy a ir a por su esposa.
—¿Eh?
—No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
—Claro que no —aseguró Kunimatsu apartando la vista, como si hubiera entrevisto por primera vez la oscuridad que encerraba el corazón de Satake.
Satake dejó a Kunimatsu en la sala y salió a la calle. Los últimos días de verano estaban siendo especialmente calurosos, si bien al anochecer la brisa refrescaba un poco el ambiente. Agradeciendo el cambio, Satake se dirigió a un edificio cercano y recién construido con materiales de mala calidad. A juzgar por los carteles chillones que había en el exterior, allí se concentraba un ramillete de pequeños clubes nocturnos. Encontró el nombre del local que buscaba —Mato— y cogió el ascensor para subir al piso correspondiente. Al abrir la puerta, el encargado del local, vestido de negro, salió a recibirlo.
—Buenas noches —le dijo abriendo unos ojos como platos.
Era Chin.
—O sea que trabajas aquí.
Chin le sonrió educadamente, pero sin la simpatía que solía mostrarle.
—Cuánto tiempo, Satake. ¿Viene como cliente?
—¿Como qué si no? —repuso con una sonrisa amarga.
—¿Quiere a alguien en especial?
—He oído que Anna está aquí.
Chin miró hacia el fondo de la sala y Satake siguió su mirada. El local era más pequeño que el Mika, pero la decoración al estilo chino y los muebles de palisandro le conferían un aire elegante.
—Entendido. Pero se ha cambiado el nombre.
—¿Y cómo se llama ahora?
—Meiran —le informó Chin.
A Satake le pareció un nombre muy vulgar.
Mientras se dirigían hacia el interior de la sala, la encargada, una mujer ataviada con un quimono a quien Satake conocía de vista, lo miró con cara de sorpresa.
—¡Vaya! Pero ¡si es Satake! —exclamó la mujer, que era japonesa—. ¡Cuánto tiempo! ¿Va todo bien?
—De maravilla —respondió él.
—Tengo entendido que Reika sigue en Taiwán.
—Es posible. No sé nada de ella.
—Puede que si vuelve tenga algún que otro problema, ¿verdad?
Satake entendió que se estaba refiriendo a sus propias relaciones con la mafia china, pero decidió ignorar el comentario.
—Ni idea —respondió.
—Ha sido una verdadera pena —se apresuró a añadir, detectando su enfado.
Él sonrió vagamente, aunque empezaba a hartarse de tantas sospechas infundadas. En una mesa del fondo había una chica sentada que se parecía a Anna, pero como miraba hacia la pared no estaba seguro de que fuera ella.
Chin le condujo a una mesa mal situada, en el centro de la sala, a pesar de que las mesas del fondo estaban libres. Los clientes cantaban delante de la máquina de karaoke y, después de cada canción, las camareras aplaudían automáticamente, como el perro de Pavlov. Satake se sentó, haciendo acopio de sus fuerzas para soportar los gritos y el bullicio. Al cabo de unos minutos, se le acercó una chica cuya única virtud parecía ser su juventud y, tras mostrar una sonrisa artificial, le empezó a hablar en un japonés apenas comprensible. Satake permaneció en silencio, mientras bebía varios vasos de té Oolong.
—Anna… bueno, Meiran… ¿no está libre aún? —preguntó finalmente.
La chica se levantó de repente y desapareció. Satake esperó a solas durante media hora. Al encontrarse de nuevo en un ambiente más o menos conocido, dio una cabezada. Apenas durmió cinco minutos, que a él le parecieron varias horas. Ya no había la menor posibilidad de que pudiera dormir tranquilamente, pero esos escasos momentos eran para él como una huida, la oportunidad de relajarse.
Al percibir un ligero aroma a perfume, abrió los ojos y vio a Anna sentada delante de él. Su piel morena contrastaba con el traje de chaqueta de seda blanca que llevaba.
—Hola, Satake —le dijo sin acompañarlo del habitual «cariño».
—¿Cómo estás?
—Bien, gracias —dijo con una sonrisa.
Sin embargo, Satake se percató de su reserva.
—Estás muy morena.
—He ido a la piscina todos los días.
Al decir esas palabras, se quedó unos instantes en silencio, tal vez recordando que todo había empezado después de su primera visita a la piscina con Satake. Sirvió dos whiskies con agua de la botella que les habían traído sin que Satake la pidiera, y dejó un vaso delante de él, aun sabiendo que no bebía. Satake escrutó su rostro.
—¿Cómo te va por aquí?
—Muy bien. Esta semana he sido la número uno. Los clientes del Mika ahora vienen aquí.
—Me alegro por ti.
—Y me he trasladado.
—¿Adónde?
—A Ikebukuro.
Anna no especificó la dirección. Entre ellos se instaló un silencio incómodo.
—¿Por qué mataste a esa mujer? —preguntó Anna de repente.
Satake no esperaba esa pregunta; se quedó mirando sus ojos brillantes.
—Ni yo lo sé.
—¿La odiabas?
—No, no era eso.
En realidad, era una mujer de una inteligencia admirable. Sin embargo, pensó Satake, era inútil intentar explicar a alguien tan joven como Anna que el odio era un sentimiento que podía surgir del deseo de ser aceptado por el otro.
—¿Cuántos años tenía? —quiso saber Anna.
—No lo sé. Quizá unos treinta y cinco.
—¿Y cómo se llamaba?
—No me acuerdo.
Lo había oído repetidas veces en el juicio, pero era un nombre muy común y lo había olvidado. De hecho, era un dato intrascendente: llevaba su voz y su rostro grabados en el corazón.
—¿No te gustaba? ¿No era tu novia?
—No. La conocí esa misma noche.
—Entonces, ¿por qué la mataste de esa forma? —preguntó—. Reika me lo contó todo. Que la torturaste antes de matarla. Si no la amabas ni la odiabas, ¿por qué la mataste de ese modo?
Al oír la voz cada vez más fuerte de Anna, los clientes que estaban sentados a las mesas contiguas se volvieron para mirarlos.
—No lo sé —murmuró Satake—. No sé por qué lo hice.
—Siempre me trataste muy bien. ¿Acaso ocupaba yo su lugar?
—No.
—Pero cariño, ¿cómo puedes ser dos personas tan diferentes? —preguntó Anna—. El que mató a esa mujer y el que me trataba tan bien. Me parece imposible.
En medio de su exaltación, le había vuelto a decir «cariño». Satake guardó silencio.
—Me tratabas como si fuera tu perrito —prosiguió Anna—. Por eso me mimabas, ¿no es así? Me ponías bien mona como a un perrito y me vendías a los clientes. Eso te divertía, ¿verdad? Yo no era más que un objeto para poner a la venta. Y si hubiera protestado, me hubieras matado como a esa pobre mujer.
—Te equivocas —objetó Satake cogiendo otro cigarrillo y encendiéndolo él mismo. Anna ni siquiera se dio cuenta—. Tú eres muy bonita, y ella… —Satake se quedó buscando la palabra adecuada.
Anna esperó a que prosiguiera, pero no lo hizo.
—Dices que soy muy bonita, pero el problema es que para ti no soy más que eso. Cuando me enteré de lo que habías hecho, me supo muy mal por esa pobre mujer. Pero también me supo mal por mí. ¿Sabes por qué, cariño? Pues porque ni siquiera me odias lo suficiente para hacerme lo que le hiciste a ella. La torturaste porque la odiabas, ¿verdad? A mí no me importaría morir así si tú me odiaras. Pero como a ella la mataste, a mí quieres complacerme, ¿no? Eso es muy aburrido. Al darme cuenta de por qué lo hacías, me entristecí. Por eso me supo mal. ¿Lo entiendes, cariño?
Anna estaba llorando. Las lágrimas le resbalaban por ambos lados de su nariz y caían sobre la mesa. Los clientes y las chicas que estaban sentados a su alrededor los miraban con gesto preocupado.
—De acuerdo. No voy a volver —dijo Satake finalmente—. Sigue trabajando.
Anna no dijo nada. Satake se levantó y pagó la cuenta. Chin lo acompañó hasta la puerta con una sonrisa forzada en los labios, pero nadie más salió a despedirlo. Era lógico, pensó. Kabukicho ya no era su mundo.
El mismo día en que el detective Kinugasa lo había interrogado, Satake se dio cuenta de que la mujer a la que había asesinado diecisiete años atrás seguía presente en su vida. A partir de ese momento, comprendió que estaba condenado a convivir con ella, a descarnar los recuerdos que había intentado mantener encerrados en su interior.
Hacía mucho tiempo que no volvía a su apartamento: casi cuatro semanas, para ser exactos. Al abrir la puerta, notó el típico olor a rancio que desprende un espacio cerrado durante demasiado tiempo en plena canícula. También le llegaron unas voces. Se sacó los zapatos y entró en el piso. Una luz blanquecina brillaba pálidamente en la oscuridad: era la tele. Al parecer, la había dejado encendida el nefasto día en que había ido a encontrarse con Anna. Y quienquiera que hubiera registrado su piso no se había molestado en apagarla. Con una sonrisa amarga, se sentó frente al aparato. Justo en ese momento terminaba el informativo.
Ahora que el verano empezaba a tocar a su fin, el ruido que oía en su cabeza había empezado a disminuir. Se levantó para abrir la ventana. Notó el ruido y el humo de la avenida Yamate, pero también el aire fresco que entró para renovar el ambiente viciado del piso. Las luces de los rascacielos brillaban haciendo resaltar su silueta. No tenía por qué preocuparse, se dijo mientras llenaba sus pulmones con el aire de la ciudad. Sólo le quedaba una cosa por hacer.
Abrió el armario donde guardaba los periódicos viejos antes de tirarlos. Hojeó las páginas húmedas y amarillentas en busca de algún artículo que aludiera al cadáver hallado en el parque Koganei. Cuando lo encontró, desplegó el periódico sobre el tatami y tomó varios apuntes en una pequeña libreta. Al terminar, encendió un cigarrillo y se quedó mirando los datos que había anotado.
Después se levantó y apagó el televisor. Estaba listo para salir a recorrer los callejones de la ciudad. Ya no tenía nada que perder ni nada que salvaguardar. Había atravesado un río profundo y el puente se había venido abajo. No había vuelta atrás. Sin embargo, prefería la nueva sensación de estar perdido en medio de un gran sueño a volver a su pequeña pesadilla. Esta idea le provocó una excitación que no sentía desde sus días como esbirro de una banda de yakuza. Había una curiosa similitud entre la sensación de errar sin rumbo y la certeza de que no había vuelta atrás. Ambas prometían una especie de liberación, pensó Satake sonriendo para sí.