Mientras estaba en la cocina pelando patatas para la cena, Yayoi quedó deslumbrada por un rayo del sol poniente. Alzó la mano con la que empuñaba el cuchillo para protegerse los ojos y miró hacia otro lado. Cada año, durante los días más largos de verano, el sol entraba durante unos minutos por la ventana de la cocina justo antes de ponerse. Durante un instante, Yayoi pensó que esos postreros rayos eran una señal que le indicaba que los dioses la juzgaban por sus pecados. Era una luz intensa, como un rayo láser dispuesto a eliminar cualquier signo de maldad que hubiera en ella. Si eso fuera cierto debería ser castigada con la muerte, pensó, puesto que había deseado el fallecimiento de su marido con toda su alma.
Sin embargo, esos pensamientos se almacenaban en una ínfima parte de su cerebro, quizá la más racional; la otra parte se convencía con vehemencia de que Kenji había desaparecido en cuanto ocupó el maletero del coche de Masako. Cada vez que los niños le preguntaban por su padre, también Yayoi se preguntaba qué había sido de él y solamente podía recordar la densa oscuridad de esa noche. Sólo habían pasado tres días, pero por motivos que no acertaba a comprender, el recuerdo de sus manos estrangulándolo se le antojaba cada vez más lejano.
Todavía con el rostro ladeado, se apresuró a correr las cortinas de algodón, que ella misma había confeccionado con la tela sobrante de las bolsas para la comida de los niños. Se quedó unos instantes presionándose los ojos con los dedos para acostumbrarse a la penumbra.
Había intentado distraerse con las tareas del hogar y con el cuidado de sus hijos, pero las preocupaciones le inundaban la mente, como burbujas emergiendo del fondo de un lago.
Sin embargo, su preocupación principal no era Kenji, sino Kuniko.
La tarde anterior, Kuniko se había presentado en su casa sin avisar.
Al oír una voz femenina por el interfono, Yayoi abrió la puerta y se encontró con su compañera. Iba con un vestido corto, blanco y sin mangas, y unos zapatos de tacón a conjunto. Vestía a la moda, pero estaba tan pálida y regordeta que le quedaba fatal.
—¡Menuda sorpresa! —exclamó Yayoi, sin saber muy bien si invitarla a entrar.
Los niños estaban en la escuela.
—Vaya, tienes muy buen aspecto —comentó Kuniko en un tono de voz que daba a entender que estaba al corriente de lo sucedido.
Yayoi sintió repulsión por su compañera de trabajo.
—Sí, bueno… —dijo como si hablara desde el fondo de un pozo—. ¿Qué quieres?
—Como estos días no has venido al trabajo, he venido a verte.
—Te lo agradezco.
«¿Qué demonios querrá?», pensó Yayoi. No creía que hubiera ido hasta su casa porque estuviera preocupada por ella. Observó sus ojos saltones, pero la gruesa línea de rímel le impedía ver sus verdaderos sentimientos. Kuniko aprovechó para poner una mano en la puerta, a modo de parapeto, ignorando la resistencia de Yayoi.
—¿Puedo entrar?
A su pesar, Yayoi abrió la puerta y la dejó pasar al recibidor. Una vez dentro, Kuniko miró a su alrededor.
—¿Dónde lo mataste? —preguntó en voz baja.
—¿Qué?
Yayoi se quedó mirando a su compañera.
—Te he preguntado que dónde lo mataste.
En la fábrica, Kuniko adoptaba el papel de joven y la trataba con respeto, pero ahora parecía cambiada. ¿Quién era esa mujer que estaba ahí plantada sonriéndole? A Yayoi le sudaban las palmas de las manos.
—No sé de qué me hablas.
—No te hagas la tonta —repuso Kuniko con una sonrisa de desprecio—. Yo misma lo metí en bolsas y esparcí sus restos por la ciudad.
Exhausta, Yayoi pensó que ojalá Masako estuviera junto a ella para encargarse de todo. Kuniko se quitó los zapatos y accedió al pasillo, donde sus pies sudados hicieron un ruido curioso al pisar la madera.
—Bueno, ¿dónde lo hiciste? Estoy harta de ver fotos de las escenas de los crímenes que se cometen. Tú también, ¿no? Dicen que después de un asesinato el aura permanece flotando durante un tiempo en el lugar donde se cometió, ¿es verdad? —preguntó sin saber que se encontraba en el punto exacto donde Kenji había fallecido.
Yayoi se plantó frente a su compañera para impedir que se adentrara en su casa.
—¿A qué has venido? —insistió—. No habrás venido sólo por eso.
—Qué calor —dijo Kuniko al tiempo que apartaba a Yayoi y avanzaba por el pasillo—. ¿No tienes aire acondicionado? —Yayoi tenía el aire acondicionado apagado para ahorrar—. No lo tienes puesto, ¿para no gastar?
Al darse cuenta de que los vecinos podían escucharlas, Yayoi encendió el aire acondicionado y se apresuró a cerrar las ventanas. Kuniko se quedó plantada frente al chorro de aire y observó divertida a su compañera ir y venir a toda prisa por la casa, con gruesas gotas de sudor resbalándole por la frente.
—Dime, ¿a qué has venido? —preguntó Yayoi sin disimular su preocupación.
—Estoy sorprendida —respondió Kuniko en un tono de desdén—. Pareces tan mona y tan inofensiva que no me hago a la idea de que hayas matado a tu marido. Realmente no se puede juzgar a la gente por su aspecto, ¿verdad? Aun así, has matado al padre de tus hijos… Es muy fuerte. ¿Qué piensas hacer si un día descubren lo que has hecho? ¿Lo has pensado?
—¡Basta ya! ¡No quiero oírte! —gritó Yayoi tapándose los oídos.
Kuniko la agarró del brazo. Yayoi intentó zafarse de la palma sudorosa de su compañera, pero Kuniko era más fuerte que ella y no lo consiguió.
—Quizá no quieras oírme, pero vas a hacerlo. ¿Me entiendes? Yo cogí los trozos de tu marido y los metí en varias bolsas. ¿Sabes lo asqueroso que ha sido? ¿Lo sabes?
—Sí, lo sé…
—No, tú no sabes nada —le espetó cogiéndole el otro brazo.
—¡Basta! —gritó Yayoi, pero Kuniko la agarró aún con más fuerza.
—Sabes lo que hicieron con él, ¿verdad? Lo descuartizaron. ¿Sabes lo que significa eso? ¿Lo que costó hacerlo? Tú no las has visto en plena faena. Pero yo sí. Vomité varias veces. Era asqueroso. Apestaba. Era horrible. Nunca podré volver a ser la misma.
—Por favor, no me expliques nada más —le suplicó Yayoi.
—¿Que no te explique nada más? ¡Hay mucho que explicar! ¿Crees que lo hice por ti?
—Lo siento. Perdóname —musitó Yayoi, acurrucada en un rincón como un animalillo.
Kuniko la soltó con una sonrisa maliciosa.
—Bueno —dijo—. De hecho, no he venido a hablar de eso. Lo que quiero saber es si nos vas a pagar a la Maestra y a mí.
—Sí, claro que os voy a pagar.
«Así que ha venido por el dinero…», pensó Yayoi. Más relajada, bajó los brazos y observó a Kuniko secarse el sudor debajo del aire acondicionado. Mientras la contemplaba, se dio cuenta de que había mentido al decirles que tenía veintinueve años; debía de ser incluso mayor que ella. ¿Qué tipo de persona era capaz de mentir a sus compañeras sobre algo así?
—¿Cuándo nos vas a pagar?
—Ahora mismo no tengo el dinero —respondió Yayoi—. Se lo voy a pedir a mis padres. ¿Podrás esperar?
—¿De veras vas a darme cien mil?
—Es lo que dijo Masako —murmuró Yayoi.
Al oír el nombre de Masako, Kuniko cruzó los brazos sobre su ancho estómago con cara de fastidio.
—¿Y cuánto vas a pagarle a ella? —le preguntó con brusquedad.
—No quiere nada.
—No la entiendo. ¿Por qué se creerá superior a los demás?
—Pero sin ella…
—Sí, sí, ya lo sé —la interrumpió Kuniko, asintiendo con impaciencia—. Por cierto, ¿mis cien mil no podrían ser quinientos mil? —le preguntó dando un giro brusco a la conversación.
—Bueno… —dijo Yayoi mientras tragaba saliva, sin saber muy bien qué responder—. No voy a poder disponer de esa suma de inmediato.
—¿Y cuándo tendrás el dinero?
—Tengo que pedírselo a mi padre. Como mínimo, necesitaré dos semanas. Ya te pagaré poco a poco.
Yayoi intentaba evitar cualquier compromiso, no fuera que Yoshie se enterara de que iba a pagar una cantidad más elevada a Kuniko.
Kuniko se quedó durante unos instantes absorta en sus pensamientos.
—Bueno, ya hablaremos de eso más adelante. De momento, ¿podrías firmarme esto? —preguntó Kuniko mientras sacaba una hoja de su bolso de plástico y la dejaba sobre la mesa del comedor.
—¿Qué es?
—Una garantía de aval.
Kuniko cogió una silla, se sentó y encendió un cigarrillo mentolado. Yayoi le acercó un cenicero y cogió la hoja tímidamente. Al parecer, era un contrato de la agencia Million Consumers Center para la concesión de un préstamo al 40 por ciento de interés. Había mucha letra pequeña sobre «recargos de los pagos retrasados» y otras cláusulas que no entendía. La línea para el avalador estaba en blanco, con un círculo en lápiz que parecía indicarle dónde tenía que estampar su sello personal[4].
—¿Por qué me lo pides a mí?
—Necesito un avalador. No quiero que pidas un crédito por mí, sólo que me avales. Mi marido ha desaparecido y necesito a alguien que lo sustituya. Me han dicho que puede ser cualquiera. Incluso una asesina.
Yayoi frunció el ceño al oír esas últimas palabras.
—¿Qué quieres decir con que tu marido ha desaparecido?
—Eso no es de tu incumbencia. Al menos ha desaparecido sin tener que asesinarlo primero —respondió Kuniko con una sonrisa triunfal.
—Pero…
—Mira, no te estoy pidiendo que asumas los pagos —le explicó Kuniko—. No soy tan cruel. Con que me pagues los quinientos mil que me has prometido es más que suficiente. Sólo tienes que estampar tu sello aquí.
Más o menos convencida por las palabras de Kuniko, Yayoi estampó su sello personal sobre el documento. Kuniko parecía no estar dispuesta a marcharse hasta lograr el objetivo que la había llevado hasta allí, y Yayoi tenía que irse en seguida a recoger a sus hijos de la escuela. No quería que su compañera volviera con los niños en casa.
—¿Así?
—Gracias —dijo Kuniko a la par que apagaba el cigarrillo.
Como ya tenía lo que quería, se levantó de la silla y se dirigió al recibidor. Yayoi la acompañó hasta la puerta y esperó a que se pusiera los zapatos de tacón. Justo antes de salir, Kuniko se volvió hacia ella, como si hubiera recordado algo repentinamente, y le preguntó:
—Por cierto, ¿qué se siente al matar a alguien?
Yayoi no respondió y clavó una mirada distraída en las manchas de sudor del vestido de Kuniko. En ese preciso instante fue plenamente consciente de que la estaba chantajeando.
—Di, ¿qué se siente? —insistió Kuniko.
—No lo sé…
—Claro que lo sabes. Cuéntamelo.
—Sólo pensé que se lo tenía merecido —respondió Yayoi con voz baja.
Kuniko dio un paso atrás, se tambaleó sobre uno de sus tacones de medio palmo y estuvo a punto de caerse. Agarrada a la puerta del armario, observó a Yayoi, nerviosa.
—Lo estrangulé aquí mismo —confesó Yayoi dando patadas en el suelo.
Kuniko miró al suelo horrorizada. Al ver el terror que se reflejaba en los ojos de su compañera, Yayoi se sorprendió al darse cuenta de que lo que había hecho pudiera horrorizar a alguien tan insensible como Kuniko. Quizá lo sucedido esa noche era la causa de su insensibilidad, pensaba.
—¿Vas a volver pronto al trabajo? —le preguntó Kuniko irguiéndose y alzando la barbilla.
—Ya me gustaría. Pero Masako ha insistido en que es mejor que me quede unos días en casa.
—Masako, Masako… ¿Acaso sois lesbianas?
Kuniko se dio media vuelta y se marchó sin despedirse.
«¡Vete ya, cerda!», pensó Yayoi mientras la observaba desde el umbral, el mismo lugar en que tres días antes había matado a su marido.
Entró en casa y cogió el teléfono para llamar a Masako. Quería explicarle lo que acababa de suceder, pero cuando el teléfono empezó a sonar decidió colgar al pensar que su amiga la regañaría si le explicaba que, obligada por Kuniko, había estampado su sello en aquel documento.
Así pues, el día había terminado sin hablar con nadie más.
Sin embargo, al día siguiente cambió de opinión; aunque Masako la regañara, tenía que contarle lo sucedido la tarde anterior. Dejó las patatas que estaba pelando en un cuenco con agua y se dirigió al comedor dispuesta a efectuar la llamada. Justo en ese momento sonó el interfono. Yayoi contuvo la respiración y, al cabo de unos instantes, emitió un leve gemido, temerosa de que de nuevo se tratara de Kuniko. Al responder, oyó una voz masculina, ligeramente ronca.
—Soy de la comisaría de policía de Musashi Yamato.
—¿Ah, sí?
A Yayoi se le aceleró el pulso.
—¿Es la señora de la casa?
El hombre hablaba en un tono agradable, pero aun así Yayoi estaba aturdida. No esperaba que la policía acudiera tan rápido. ¿Habría sucedido algo inesperado? ¿Acaso Kuniko había ido a la policía y se lo había contado todo? ¡Era el fin! ¡Sabían lo que había hecho! Sintió el deseo irrefrenable de echarse a correr y salir huyendo.
—Me gustaría hacerle unas preguntas.
—Salgo en seguida —acertó a responder.
Al abrir la puerta, vio a un hombre de aspecto más bien sórdido, con el pelo canoso y el abrigo en el brazo, que le sonreía con amabilidad. Era el inspector Iguchi, del Departamento de Seguridad Pública.
—Buenas tardes. ¿Ha vuelto ya su marido?
Yayoi lo había visto por primera vez al presentar la denuncia de la desaparición de Kenji. El agente encargado de tramitar las mismas había salido, e Iguchi le había explicado personalmente el procedimiento y había recogido su denuncia. También era quien se había puesto al teléfono la primera vez que había llamado, de modo que Yayoi empezaba a sentirse a gusto con él.
—Todavía no —respondió ella intentando controlar su miedo.
—Vaya —exclamó Iguchi con gravedad—. Se ha encontrado el cadáver de un hombre descuartizado en el parque Koganei.
Al oír esas palabras, Yayoi se mareó; se sentía como si no le corriera la sangre por las venas. Se le nubló la vista y perdió el control de la parte superior de su cuerpo. Se agarró a la puerta para no caer, convencida de que la habían descubierto. Sin embargo, Iguchi interpretó su reacción como el pánico habitual que experimentaría cualquier esposa al oír esa noticia.
—No se preocupe —se apresuró a añadir para tranquilizarla—. Aún no sabemos si se trata de su marido.
—Ah…
—Ahora, únicamente estamos visitando los hogares de todas las personas desaparecidas para formular unas cuantas preguntas.
—Entiendo.
Yayoi consiguió esbozar una sonrisa pese a saber que, sin duda, se trataba de Kenji.
—¿Puedo entrar? —preguntó Iguchi al tiempo que empujaba la puerta con el pie y deslizaba su delgado cuerpo entre ésta y el marco.
En ese momento, Yayoi vio que detrás de Iguchi había varios hombres uniformados.
—Esto está muy oscuro —comentó Iguchi desde el interior.
Las cortinas seguían echadas para ocultar el sol de la tarde, y el contraste con la luz exterior producía un efecto lúgubre. Creyéndose acusada, Yayoi se apresuró a descorrer las cortinas. El sol había bajado y ahora teñía el techo de rojo.
—Como las ventanas dan al oeste… —dijo Yayoi a modo de excusa.
—Hace mucho calor —repuso Iguchi mientras echaba un vistazo al cuenco de patatas y se secaba el sudor de la cara. Yayoi encendió el aire acondicionado y cerró las ventanas, tal como había hecho durante la visita de Kuniko el día anterior—. No se preocupe —añadió Iguchi escrutando la casa.
Cuando sus ojos se posaron sobre Yayoi, ésta sintió un peso en la boca del estómago, justo donde tenía la marca amoratada de su pelea con Kenji. Pensó que, pasara lo que pasase, no se la mostraría al inspector, e instintivamente se cruzó los brazos sobre el estómago.
—Necesitaría saber el nombre del dentista que visita a su marido, y también tomar sus huellas dactilares y su huella palmar.
—Su dentista es el doctor Harada, tiene la consulta cerca de la estación —acertó a murmurar.
Iguchi apuntó el nombre en silencio. Los otros hombres, que parecían investigadores, seguían detrás de él, a la espera de instrucciones.
—¿Tiene algún vaso o algún objeto que su marido haya usado últimamente?
Las rodillas le temblaban pero Yayoi hizo acopio de valor para acompañar a los investigadores hasta el cuarto de baño. Tras señalar las cosas de Kenji, los técnicos esparcieron unos polvos blancos y se pusieron manos a la obra. Al regresar al comedor, Yayoi encontró a Iguchi mirando distraídamente el triciclo y los juguetes que había en el jardín.
—¿Tiene hijos pequeños?
—Sí, dos niños, de tres y cinco años.
—¿Están jugando fuera?
—No, están en la escuela.
—O sea que usted trabaja. ¿En qué?
—Antes trabajaba de cajera en un supermercado, pero ahora tengo un empleo en una fábrica de comida preparada; hago el turno de noche.
—¿El turno de noche? Debe de ser duro —comentó compasivamente.
—Sí, lo es. Pero puedo dormir mientras los niños están en la escuela.
—Ya. Últimamente parece que muchas mujeres han optado por esa solución. ¿Y ese gato es suyo? —preguntó señalando con el dedo.
Sorprendida, Yayoi miró al jardín y vio a Milk, acurrucado junto al triciclo y mirando hacia el interior de la casa. Tenía el pelo blanco ligeramente sucio.
—Sí.
—¿Quiere dejarlo entrar? —preguntó Iguchi, aún preocupado porque Yayoi había cerrado las ventanas para encender el aire acondicionado.
—No se preocupe. Le gusta estar fuera.
Su voz reflejó el resentimiento que sentía por el gato, que llevaba dos días desaparecido. Sin darse cuenta de su enfado, Iguchi miró su reloj.
—Pronto tendrá que ir a recoger a los niños, ¿verdad?
—Sí… Por cierto, ¿qué es una huella palmar? —se atrevió a preguntar Yayoi.
—La palma de la mano tiene una huella, igual que los dedos —le explicó Iguchi—. El cuerpo encontrado en el parque había sido descuartizado, por lo que no podemos examinar sus huellas dactilares. No obstante, hemos hallado una mano cuya palma puede ayudarnos en la identificación. Ojalá no sea él, pero tengo que comunicarle que tanto el grupo sanguíneo como la edad del cuerpo parecen coincidir con los de su marido.
—¿Ha dicho «descuartizado»? —murmuró Yayoi.
—Sí —respondió Iguchi, adoptando un tono serio—. En el parque Koganei se han encontrado quince trozos que, sin embargo, juntos sólo forman la quinta parte de un cuerpo, razón por la cual se ha extendido la búsqueda a todo el parque. Hemos encontrado el cadáver gracias a los cuervos.
—¿Los cuervos? —repitió Yayoi desconcertada.
—Así es, los cuervos. Una de las mujeres encargadas de la limpieza estaba rebuscando entre las basuras para darles algo de comer, y encontró las bolsas. De no ser por ella, nunca nos hubiéramos enterado de la existencia de un cadáver.
Yayoi hizo un esfuerzo para no echarse a temblar.
—Si se tratase de Kenji, ¿con qué propósito alguien le hubiera hecho eso?
En lugar de responderle, Iguchi formuló otra pregunta.
—¿Sabe si últimamente su marido ha estado metido en algún asunto turbio? ¿Ha tomado dinero prestado de alguien?
—Que yo sepa, no.
—¿A qué hora suele volver?
—Siempre está en casa antes de que me vaya al trabajo.
—¿Sabe si juega o apuesta?
Al oír esas palabras, Yayoi pensó en el bacará, pero negó con la cabeza.
—Que yo sepa, no —respondió—. Pero últimamente bebía mucho.
—Siento tener que formularle esta pregunta, pero ¿suelen pelearse a menudo?
—De vez en cuando. Pero… es un buen padre y un buen marido.
Había estado a punto de hablar de él en pasado. Además, Kenji siempre había sido un buen padre; sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Ante la evidente incomodidad de la escena, Iguchi se levantó.
—Lo siento —dijo—. Si por desgracia se tratara de su marido, tendrá que ir a comisaría.
—Por supuesto.
—Esperemos que no sea él —añadió Iguchi—. Para los niños sería terrible…
Al levantar los ojos, Yayoi vio que Iguchi dirigía de nuevo la vista hacia el triciclo. El gato seguía acurrucado a su lado.
Cuando los policías se fueron, Yayoi telefoneó a Masako.
—¿Qué pasa? —preguntó Masako, adivinando por su tono de voz que se trataba de una emergencia.
Yayoi le contó que habían encontrado un cadáver troceado en el parque Koganei.
—Ha sido Kuniko —dijo Masako arrepentida—. No debería haber confiado en esa inútil. Pero ¿quién hubiera pensado en los cuervos?
—¿Y qué hago ahora?
—Si han tomado una huella palmar, tarde o temprano sabrán que es tu marido. Pero debes actuar como si no supieras nada. Mantén tu versión: que esa noche no volvió a casa, que la última vez que lo viste fue por la mañana. Que os llevabais bien.
—Pero ¿y si alguien lo vio volver?
Mientras hablaba con Masako, la angustia de Yayoi iba en aumento.
—Tú misma dijiste que era casi imposible.
—Sí, pero…
—Haz el favor —dijo Masako—. Sabías que podía pasar algo así, ¿no?
—¿Y si alguien nos vio escondiéndolo en el maletero?
Masako guardó silencio durante unos instantes, pensativa.
—No sé —dijo finalmente.
Sus palabras no tranquilizaron a Yayoi.
—Lo que tengo que ocultarles, pase lo que pase, es el cardenal que Kenji me hizo al golpearme, ¿no es así?
—Claro. Además, tienes una coartada para esa noche y no sabes conducir, de modo que no sospecharán de ti. Fuiste a la fábrica y a la mañana siguiente llevaste a los niños a la escuela.
—Sí. Y hablé con una vecina cerca del vertedero —añadió Yayoi intentando tranquilizarse a sí misma.
—No te preocupes —dijo Masako—. No hay nada que te relacione con mi casa. Aunque inspeccionen tu cuarto de baño, no van a encontrar nada.
—Tienes razón —convino Yayoi. Pero entonces se acordó de su otro motivo de preocupación: la visita de Kuniko—. Por cierto, ayer Kuniko estuvo en mi casa para chantajearme.
—¿Qué?
—Quiere quinientos mil en lugar de cien mil.
—No me extraña. Lo echa todo a perder y aún quiere más…
—Y me hizo firmar como avaladora de un préstamo.
—¿Qué préstamo?
—No sé. Parecía de una agencia de crédito.
Masako volvió a guardar silencio. Mientras esperaba una respuesta, Yayoi pensó que su compañera estaría furiosa con ella, pero cuando ésta retomó la palabra lo hizo en un tono de voz calmado.
—Eso podría ser un problema —dijo—. Si lo de tu marido se hace público y el prestamista aparece con el contrato, todo el mundo creerá que Kuniko te estaba chantajeando. Si no es así, no hay ningún motivo por el que no puedas ser su avaladora.
—Es verdad.
—Pero no creo que salga a la luz. Kuniko no te pidió que pagaras por ella, ¿verdad? Es una inconsciente, pero no hasta ese punto.
—Como sabía que no tenía el dinero, me pidió que estampara mi sello en la solicitud.
Yayoi no entendía exactamente lo que Kuniko quería de ella, pero las palabras de Masako la ayudaron a tranquilizarse.
—Por cierto, quizá no sea tan malo que identifiquen el cadáver.
—¿Por qué dices eso?
—Si lo hacen, podrías cobrar el seguro. Tu marido tenía un seguro de vida, ¿verdad?
«Claro», pensó Yayoi, asombrada. Kenji tenía suscrita una póliza de cincuenta millones de yenes. Justo cuando todo parecía a punto de desmoronarse, la situación daba un giro inesperado. Sentada en la sombría habitación, Yayoi se puso a pensar en todas las posibilidades que se abrían ante ella y sostuvo con fuerza el auricular.
Después de colgar, Masako consultó su reloj de pulsera. Eran las cinco y veinte.
Esa noche no tenía que ir a la fábrica y no sabía a qué hora iban a volver su marido o su hijo, de modo que hubiera podido pasar una tarde tranquila. No obstante, las cosas habían cambiado de repente. Hasta entonces todo había ido bien, pero de pronto acechaban los peligros; si daban un solo paso en falso desaparecerían para siempre en la oscuridad. Masako intentó concentrarse, como si se propusiera sacarle una punta muy fina a un lápiz.
Al cabo de unos minutos, cogió el mando a distancia y encendió el televisor. Buscó un canal donde emitieran noticias, pero aún era demasiado pronto. Entonces pensó en el periódico vespertino: tal vez contuviera información importante que le hubiera pasado inadvertida. Apagó la tele y cogió el diario que había dejado en el sofá.
Al pie de la tercera página encontró lo que buscaba: un breve cuyo titular rezaba: «Encontrado cadáver descuartizado en un parque». ¿Por qué no lo había visto antes? Ésa era la prueba de su exceso de confianza. Mientras se prometía a sí misma extremar las precauciones, leyó el artículo por encima.
Según el periódico, una empleada de la limpieza había descubierto esa misma mañana en una papelera del parque una bolsa de plástico que contenía varios trozos de un cadáver. Después de una inspección policial, se habían encontrado un total de quince bolsas esparcidas por el recinto, todas ellas con varias partes del cuerpo de un hombre adulto. Eso era todo lo que decía el artículo, pero a juzgar por el número de bolsas y por la situación del parque no había duda de que se trataba de la parte que había encomendado a Kuniko. Implicarla en el asunto había sido un gran error. Si desde el principio no había confiado en ella, ¿por qué le había encargado que se ocupara de esas bolsas? Irritada por su craso error, empezó a morderse las uñas.
Que descubrieran la identidad de Kenji era sólo cuestión de tiempo. No había manera de remediar lo que ya estaba hecho, pero aun así quizá fuera mejor avisar a Kuniko para que no cometiera más imprudencias, o incluso amenazarla. No obstante, primero tenía que ir a casa de Yoshie para ponerla al corriente de lo sucedido.
Yoshie tenía intención de ir a trabajar, así que debía actuar con celeridad. Masako y sus compañeras libraban la noche del viernes al sábado en lugar de la noche del sábado al domingo porque la paga del domingo era un 10 por ciento más alta. Sin embargo, como Yoshie necesitaba el dinero, también trabajaba la noche del viernes al sábado, por lo que no descansaba ni un solo día.
En cuanto pulsó el timbre amarillento de la casa de Yoshie, la puerta se abrió casi al instante, con un desagradable crujido.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Yoshie, envuelta en una nube de vapor.
Debía de estar preparando sopa para la cena, pensó Masako al percibir el olor a caldo mezclado con el hedor a desinfectante que acostumbraba a reinar en esa casa.
—¿Puedes salir un momento, Maestra? —murmuró Masako.
En la pequeña sala de estar, situada enfrente del recibidor, vio a Miki sentada en el suelo, con los brazos alrededor de las rodillas. Estaba tan abstraída con los dibujos animados de la tele que ni siquiera se volvió para ver quién era.
Yoshie empalideció ante la sospecha de que había pasado algo malo. El cansancio se reflejaba claramente en su rostro trasudado. Masako dio un paso a un lado y esperó a que Yoshie saliera.
Justo al lado de la puerta principal había un pequeño jardín que Yoshie había convertido en un modesto huerto. Masako miró con curiosidad los abundantes tomates rojos que colgaban de las ramas.
—Ya estoy aquí —dijo Yoshie al salir—. ¿Qué miras?
—Los tomates. Parecen muy bien cuidados.
—Si tuviera más espacio, también plantaría arroz —comentó Yoshie con una sonrisa mientras contemplaba el angosto terreno arropado bajo los aleros de la casa—. Ya estoy harta de ellos, pero parece que esta tierra les va bien. Son muy dulces. Llévate los que quieras. —Cogió uno especialmente maduro y lo puso en la mano de Masako, que lo miró durante un instante, pensando en lo sano que parecía pese a haber crecido al lado de una casa en ruinas—. ¿Qué querías? —le preguntó Yoshie expectante.
—¡Ah! —dijo Masako levantando la cabeza—. ¿Has leído el periódico?
—No recibimos ninguno —repuso Yoshie ligeramente avergonzada.
—Han encontrado algunas bolsas en el parque Koganei.
—¿En el parque Koganei? ¡No son las mías!
—Ya lo sé. Deben de ser las de Kuniko. Y la policía ha ido a casa de Yayoi porque ha denunciado la desaparición de Kenji.
—¿Ya saben que es él?
—Aún no —respondió Masako.
Yoshie parecía preocupada. Tenía las ojeras aún más marcadas que la noche anterior, en la fábrica.
—¿Qué vamos a hacer? —exclamó angustiada—. ¡Nos van a descubrir!
—Identificarán el cuerpo, de eso no cabe duda —convino Masako.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—¿Vas a ir a trabajar esta noche?
—Sí… —contestó Yoshie confusa—. Quería ir sola, pero no sé qué hacer.
—Es mejor que vayas. Tenemos que actuar como si nada hubiera pasado. Nadie sabe que viniste a mi casa ese día, ¿verdad?
—No —dijo negando con la cabeza.
—Muy bien. Y así debe de seguir siendo. Cabe la posibilidad de que sospechen de Yayoi. O sea que debemos evitar que sepan que tenían problemas o que le pegó. Si lo descubren acabaremos así —dijo juntando las muñecas, como si estuviera esposada.
—Entendido —dijo Yoshie tragando saliva y mirando los brazos huesudos de su compañera.
En ese preciso instante, apareció un niño pequeño que se aferró a las piernas de Yoshie. Únicamente llevaba puesto un pañal, dejando al descubierto su torso y sus piernas enclenques.
—Abuela —murmuró.
—¿Y éste?
—Es mi nieto —anunció Yoshie mientras cogía al pequeño de la mano para evitar que se escapara.
—¿Desde cuándo tienes un nieto? —preguntó Masako acariciando la cabeza del niño.
El contacto con sus suaves cabellos le recordó a Nobuki cuando era pequeño.
—Nunca te lo había dicho, pero tengo otra hija. Es de ella.
—¿Y lo cuidas tú?
—Sí —dijo Yoshie con un suspiro mientras miraba al pequeño.
El niño alargó un brazo para coger el tomate que Masako tenía en la mano. Cuando ella se lo dio, el pequeño lo olió y se lo restregó por la mejilla.
—¡Qué rico! —murmuró Masako.
—Sí —convino Yoshie—, pero es demasiado raro. Después de todo lo que ha pasado, tengo la impresión de que ya no me quedan fuerzas para cuidarlo.
—Cuando son pequeños dan mucha faena. Y aún lleva pañales, por lo que veo.
—Sí. Ahora tendré que cambiar los de dos.
Yoshie sonrió, pero en su mirada se reflejaba la responsabilidad de quien tiene personas a su cargo. Masako la observó durante unos instantes.
—Bueno. Si ocurre algo, vendré a verte.
—Masako —dijo Yoshie cuando su compañera estaba a punto de irse—, ¿qué has hecho con la cabeza? —preguntó bajando la voz para que su nieto no la oyera.
El pequeño estaba absorto observando el tomate, sin prestar atención a la conversación.
—La enterré al día siguiente —dijo después de asegurarse de que no había nadie cerca—. No te preocupes.
—¿Dónde?
—Es mejor que no lo sepas.
Masako echó a andar hacia su Corolla, que había dejado aparcado en la calle principal. Decidió no decirle nada sobre el intento de Kuniko de chantajear a Yayoi ni sobre el dinero del seguro de vida de Kenji. No valía la pena agobiarla más de lo que lo estaba. Aunque la verdad era que Masako ya no confiaba en nadie.
No muy lejos de allí, oyó el silbato de un vendedor ambulante de tofu. A través de las ventanas abiertas de las casas le llegaba el ruido de cacharros de cocina y el rumor de los televisores. Era la hora en que las amas de casa estaban más ocupadas. Masako pensó en su cocina, vacía y ordenada, y en su baño, el escenario de aquel acto macabro. Por muy duro que fuera, se sentía más a gusto en el baño que en la cocina.
Cogió el mapa para buscar el bloque de pisos donde vivía Kuniko, en el vecino barrio de Kodaira.
En la entrada del edificio había una hilera de buzones de madera llenos de pegatinas y carteles que prohibían que se dejaran folletos pornográficos. Las placas con los nombres de los inquilinos actuales se confundían con las de los anteriores, e incluso en algunos casos ni tan sólo se habían molestado en cambiarlas y simplemente habían escrito el nombre del nuevo inquilino encima del antiguo. Tras leer los nombres de los buzones, Masako supo que Kuniko vivía en el cuarto.
Entró en un ascensor tan desastrado como los buzones, subió hasta la cuarta planta y buscó el piso de Kuniko. Una vez ante la puerta, llamó al timbre pero no obtuvo respuesta. Había visto su Golf aparcado abajo, por lo que pensó que tal vez habría salido a comprar algo. Masako decidió esperarla y se quedó de pie en un rincón del pasillo. Se fijó en los insectos que se agolpaban en el débil fluorescente. De vez en cuando, uno de ellos se precipitaba contra el cristal y caía al suelo fulminado. Masako encendió un cigarrillo y se dedicó a contar los insectos muertos mientras esperaba a su compañera de trabajo.
Al cabo de veinte minutos, Kuniko salió del ascensor cargando con varias bolsas del supermercado. Pese al calor y a la humedad, iba vestida de negro y parecía muy animada, tarareando alegremente una canción mientras avanzaba por el pasillo. A Masako le recordó los cuervos del parque.
—¡Ah! ¡Vaya susto! —exclamó Kuniko al verla oculta en la penumbra.
—Tenemos que hablar.
—¿Ahora? ¿De qué? —preguntó Kuniko contrariada.
Masako cogió el periódico del buzón de la puerta del apartamento de Kuniko para ponérselo ante los ojos. Al sacarlo, tironeó de él con tanta fuerza que la pestaña emitió un fuerte ruido metálico que retumbó por todo el pasillo.
—¿Qué pasa?
—Léelo tú misma —susurró Masako.
Kuniko rebuscó la llave en su bolso, asustada por la manera en que la miraba Masako.
—El piso está desordenado, pero será mejor que pases. Éste no es sitio para hablar.
Masako entró en la vivienda y miró a su alrededor. No estaba tan desordenado como había dicho Kuniko, pero la decoración era una mezcla de objetos bastos y refinados, como si fuera un mero reflejo de su propietaria.
—Espero que no nos lleve demasiado tiempo —dijo Kuniko mientras encendía el aire acondicionado y se giraba para mirar nerviosamente a Masako.
—No te preocupes. Será un momento.
Masako abrió el periódico y le mostró el artículo breve de la página tres. Kuniko dejó las bolsas en el suelo y lo leyó a toda prisa. Le tembló la mejilla, cubierta por una gruesa capa de maquillaje.
—Son tus bolsas, ¿verdad?
—Creí que no las encontrarían…
—Estúpida. La limpieza en los parques es muy estricta. Por eso os dije que las tirarais en cualquier vecindario.
—Aun así, no tienes por qué llamarme estúpida —dijo Kuniko torciendo el gesto.
—¿Y qué calificativo quieres que emplee para alguien que comete una estupidez? Gracias a tu ineptitud, la policía ya se ha presentado en casa de Yayoi.
—¿Qué? ¿Ya? —exclamó con cara de sorpresa.
—Sí. Aún no han identificado el cadáver, pero es sólo cuestión de tiempo. Tal vez mañana, como mucho. Y si descubren que ha sido ella, estamos perdidas. —Kuniko se quedó mirando a Masako, como si el cerebro se le hubiera anquilosado—. Ya sabes lo que eso significa, ¿verdad? Aunque no nos descubran a nosotras, si detienen a Yayoi ya os podéis despedir del dinero. —Al oír esas palabras, Kuniko volvió en sí—. Y no sólo eso —prosiguió Masako—: también está el asunto de tu crédito. Además de ser cómplice por haber descuartizado a su marido, has intentado hacerle chantaje.
—¿Chantaje? —exclamó Kuniko—. ¡Eso no es verdad!
—¿Ah no? ¿Acaso no la obligaste?
—Sólo le pedí que me ayudara. No hay nada malo en que nos ayudemos las unas a las otras, ¿no? Después de lo que hice por ella… —farfulló Kuniko.
Unas gruesas gotas de sudor surcaron su rostro. Masako la miró con frialdad. Su principal preocupación era que la agencia de crédito de Kuniko no se enterara de que Yayoi, su avaladora, iba a cobrar una gran suma de dinero correspondiente al seguro de vida de su marido.
—¿Cómo que ayudarnos las unas a las otras? ¿Qué sabrás tú de ayudar? —Masako le tendió una mano—. ¿Dónde tienes el contrato? Dámelo.
—Acabo de entregarlo —dijo Kuniko echando un rápido vistazo a su reloj.
—¿Dónde?
—En la agencia, cerca de la estación. Se llama Million Consumers Center.
—Pues llámales en seguida y diles que quieres que te lo devuelvan.
Kuniko estaba a punto de echarse a llorar.
—Eso es imposible.
—Imposible o no, tienes que hacerlo. Mañana se sabrá todo y esos tipos correrán a buscarle las cosquillas a Yayoi.
—De acuerdo. —A regañadientes, Kuniko sacó una tarjeta de visita de su bolso y cogió el teléfono, cubierto de pegatinas al igual que los buzones del vestíbulo—. Soy Kuniko Jonouchi. ¿Podría recuperar el contrato que les entregué esta tarde?
Su interlocutor se negó. A pesar de la advertencia de Masako, Kuniko no estaba capacitada para manejar la situación.
—Pues diles que esperen, que ahora mismo vas para allí —dijo Masako alargando la mano para tapar el auricular.
Después de colgar, Kuniko se sentó en el suelo, como si estuviera exhausta.
—¿De veras tengo que ir?
—Claro.
—¿Por qué?
—Porque todo este lío es culpa tuya.
—¡Yo no lo descuarticé! —exclamó Kuniko.
—¡Cállate! —le gritó Masako reprimiendo las ganas de abofetearla.
Kuniko se echó a llorar.
—¿Cuánto les has pedido?
—Esta vez quinientos mil.
Masako sabía cómo funcionaba: ella habría intentado pedir menos, pero al estudiar los últimos pagos la debían de haber convencido para que pidiera un poco más. Imaginaba que Kuniko llevaba varios meses sin poder pagar los intereses de los préstamos que tenía que devolver.
—Normalmente no se necesita ningún avalador. Creo que te están tomando el pelo.
—Me dijeron que sin avalador tendría que devolverles a tocateja todo lo que les debo —se justificó Kuniko.
—¿Y tú te lo has creído?
Kuniko negó con la cabeza.
—No. Pero se trataba de un tipo muy educado y elegante. No era el típico con pinta de mafioso. Cuando le he entregado el contrato incluso me ha dado las gracias.
—Esa gente actúa según les conviene. Seguro que sabía que con eso te tranquilizaba —dijo Masako sin ocultar su desprecio.
—Pareces saber mucho.
—Y tú muy poco. Venga, vamos.
Masako se dirigió hacia el recibidor y se puso sus zapatillas gastadas. Kuniko la siguió de mala gana.
Las luces del Million Consumers Center estaban apagadas, pero Masako subió la escalera y llamó a la endeble puerta.
—Está abierto —dijo una voz masculina desde el interior.
Ambas abrieron la puerta y entraron. Había un chico repantigado en un sillón cerca de la ventana, fumando un cigarrillo. Sobre el sucio escritorio que tenía enfrente, había un periódico deportivo arrugado y un bote de café pringoso.
—Hola —las saludó poniéndose de pie—. ¿En qué puedo ayudarles?
Aunque el traje gris y la corbata granate con que iba ataviado eran demasiado elegantes para esa oficina, su pelo teñido de castaño claro estaba más en consonancia con el ambiente. A juzgar por su reacción, Masako supo que no esperaba ver a Kuniko.
—Señor Jumonji —dijo Kuniko—, la persona que se había ofrecido como avaladora ha cambiado de opinión y me ha pedido que le rescinda el contrato.
—¿Es usted? —quiso saber Jumonji mirando a Masako con cautela.
—No, soy una amiga. Está casada y no le interesa involucrarse en algo así. ¿Puede devolvérselo?
—Lo siento, pero es imposible.
—Entonces, déjeme verlo.
—De acuerdo.
Jumonji abrió un cajón de su escritorio y tendió una hoja a Masako, que la leyó por encima.
—No hay ninguna disposición legal que establezca la necesidad de un avalador a menos que figurara en el préstamo original. ¿Podría ver el primer contrato?
—Claro —dijo Jumonji adoptando una actitud seria. Sacó otra hoja de la carpeta y mostró un recuadro a Masako—. Aquí está: en caso de que se dé un cambio sustancial en la situación económica del cliente, estamos habilitados para requerir un avalador. El marido de la señora Jonouchi ha dejado el trabajo y ha desaparecido. ¿Eso no es un cambio sustancial?
—Considérelo como quiera —dijo Masako con una sonrisa—. Pero lo cierto es que sólo se ha retrasado una vez en el pago. Y sólo por un día. ¿No se está excediendo?
Jumonji no esperaba esa respuesta. Se quedó atónito, mirando a Masako. Kuniko echó un vistazo a su alrededor, como si temiera que alguien pudiera aparecer para atacarlas. Jumonji seguía con la vista clavada en Masako.
—¿Nos conocemos de algo? —preguntó finalmente.
—No —respondió Masako acompañando su monosílabo con un gesto de negación.
—Vaya… —dijo Jumonji inclinando ligeramente la cabeza—. Para serle franco —prosiguió, un poco más amable—, tenemos serias dudas sobre el pago de este préstamo…
—Lo devolverá, se lo aseguro —lo cortó Masako.
—Entonces, está dispuesta a ser su avaladora.
—No, pero me encargaré de que se lo devuelva. Aunque tenga que pedir otro crédito para hacerlo.
—Muy bien —dijo Jumonji cediendo un poco—. Pero me mantendré ojo avizor respecto a los pagos de la señora Jonouchi.
Volvió a sentarse en el sofá. Kuniko miró a Masako, sorprendida por lo poco que le había costado recuperar el contrato.
—Vamos —dijo Masako.
—¡Ya me acuerdo! —exclamó Jumonji mientras se dirigían a la puerta—. Usted es Masako Katori.
Masako se volvió, y de pronto recordó la imagen de un Jumonji más joven y agresivo. Había trabajado como cobrador de morosos para un subcontratista de la empresa donde ella había estado empleada. Desde entonces había cambiado mucho; incluso tenía un nuevo nombre, pero seguía teniendo los mismos ojos de lince.
—Ahora que lo dice… —admitió Masako—. Como se ha cambiado el nombre…
—Jamás hubiera imaginado verla por aquí… —dijo Jumonji con una sonrisa maliciosa.
—¿De qué lo conoces? —le preguntó Kuniko a medio tramo de escalera, incapaz de disimular su curiosidad.
—Solía venir por la empresa donde trabajaba.
—¿Y qué hacía?
—Algo relacionado con dinero.
—¿Cobraba a morosos?
Masako no respondió. Kuniko la miró un instante y decidió no hacerle más preguntas y echó a andar, como si tuviera prisa por dejar las calles tristes y oscuras de ese barrio.
A diferencia de Kuniko, Masako sintió el impulso de esconderse en esas sombrías callejuelas después de encontrarse con un fantasma del pasado. También tenía miedo. ¿Qué le esperaba? ¿Adónde podría escapar?
¿Por qué podía hablar con él en sueños si sabía que estaba muerto?
En duermevela, Masako vio a su padre de pie en el jardín, mirando la hierba que empezaba a despuntar. Vestía un yukata[5] parecido a los que solía llevar en el hospital, donde había permanecido ingresado a causa de un tumor maligno en la mandíbula. El cielo estaba nublado. Al ver a Masako en la galería, su rostro, deformado por varias operaciones, pareció relajarse.
«¿Qué haces ahí?», le preguntó ella.
«Decidir si salgo a dar una vuelta o no.»
Pese a que era incapaz de hablar con claridad, en el sueño su padre pronunciaba las palabras perfectamente.
—«Las visitas están a punto de llegar», dijo ella.
No sabía de quién se trataba, pero había estado poniendo orden en la casa para las visitas. El jardín pertenecía a la casa de alquiler de Hachioji donde vivía su padre, pero, curiosamente, la vivienda en que se desarrollaba su sueño era la nueva que habían construido Yoshiki y ella. Nobuki, con la apariencia de un niño, se aferraba a la pernera de sus vaqueros.
«Entonces tendrás que limpiar el baño», dijo su padre preocupado.
Al oír esas palabras, Masako sintió un escalofrío, pues el baño estaba lleno de pelos de Kenji. Sin embargo, ¿cómo podía saberlo su padre? Debía de ser porque también él estaba muerto. Masako se libró de las pequeñas manos de Nobuki y empezó a buscar una excusa. Mientras trataba de inventarse una, el anciano se dirigió hacia ella caminando sobre sus delgadas piernas. Tenía el mismo aspecto, el semblante pálido y hundido, que el día que murió.
«Masako, mátame», le dijo al oído.
Masako se despertó sobresaltada. Ésas habían sido las últimas palabras que pronunció. El dolor le impedía hablar e incluso comer, pero fue capaz de articular esa única frase. Hasta entonces había permanecido oculta en su memoria, pero al recordarla tembló de miedo, como si acabara de ver a un fantasma.
—Eh, Masako.
Yoshiki estaba de pie, junto a la cama. Casi nunca entraba en el dormitorio cuando estaba ella. Aún absorta en su pesadilla, Masako alzó la vista y miró extrañada a su marido.
—Mira esto —le dijo él mostrándole un artículo del periódico—. ¿No los conoces?
Masako se incorporó y cogió el periódico que le tendía Yoshiki. El titular decía así: «Identificado el cadáver descuartizado hallado en el parque como el de un oficinista del barrio de Musashi Murayama». Tal como había supuesto, habían identificado a Kenji durante la noche. Sin embargo, al verlo en letras impresas le pareció más real. Preguntándose el porqué, Masako leyó el artículo.
«La noche en la que la víctima desapareció, su esposa, Yayoi, estaba trabajando en el turno de noche en una fábrica del barrio. La policía investiga los últimos movimientos de Yamamoto tras salir del trabajo.» No había nuevos datos, sólo lo que ya había informado el artículo anterior sobre los restos encontrados en el parque.
—Conoces a la mujer, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo lo sabes?
—A veces ha llamado una tal Yamamoto de la fábrica. Y tu fábrica es la única del barrio con turno de noche.
¿Acaso había oído la llamada de Yayoi esa noche? Masako le miró a los ojos, pero él desvió la mirada, avergonzado por haber mostrado tanto interés.
—Creí que querrías saberlo.
—Gracias.
—¿Por qué le habrán hecho algo así? Alguien debía de odiarlo.
—No creo —dijo Masako—. Pero ¿quién sabe?
—Eres amiga suya, ¿no? ¿No deberías ir a verla? —le preguntó Yoshiki, extrañado al ver que ella no mostraba el menor signo de alteración.
—No sé —respondió vagamente, fingiendo leer el periódico que estaba encima de la cama.
Yoshiki la observó un instante con curiosidad y luego se acercó al armario, de donde sacó un traje. Normalmente no trabajaba los sábados, pero hoy quizá fuera una excepción. Masako se levantó y, aún en pijama, se puso a ordenar la habitación.
—¿Seguro que no deberías ir? —insistió Yoshiki sin volverse—. Su casa debe de estar invadida de policías y periodistas.
—Por eso mismo creo que es mejor que no vaya —respondió Masako.
Yoshiki se quitó la camiseta sin decir nada. Masako estudió su espalda desnuda: sus músculos estaban nacidos y destensados. Tanto su cuerpo como su estado de ánimo le acercaban cada vez más a la vejez. Como si notara la mirada de su esposa en su espalda, Yoshiki tensó el cuerpo.
Apenas recordaba cuánto tiempo hacía que no dormían juntos. Ahora vivían bajo el mismo techo y cumplían los roles que cada uno había escogido para sí. Ya no eran marido y mujer, ni siquiera padre y madre. Se limitaban a ir al trabajo y a ocuparse de las tareas domésticas de manera automática y obstinada. Masako pensaba que se estaban autodestruyendo en un lento proceso imparable. Yoshiki se puso la camisa y se volvió.
—Al menos podrías llamarla —dijo—. No seas tan fría.
Sus palabras la hicieron reflexionar: su proximidad con el crimen quizá la impulsaba a reaccionar de un modo poco natural. Si no actuaba con sentido común estaría perdida.
—Ya la llamaré —dijo a su pesar.
Yoshiki la observó como si fuera a anunciarle algo.
—Cuando piensas que algo no es de tu incumbencia, te desentiendes por completo.
—Pues no es mi intención —repuso ella alzando los ojos para mirarlo.
Él debía de haber detectado algún cambio en su actitud desde que fuera a casa de Yayoi.
—No quería molestarte —dijo él frunciendo el ceño, como si acabara de tragarse algo amargo.
Ambos se quedaron mirando un instante, hasta que Masako bajó los ojos para poner la colcha en la cama.
—Has estado hablando en sueños —comentó Yoshiki mientras se anudaba la corbata.
—He tenido una pesadilla —respondió Masako reparando en que la corbata no pegaba con el traje.
—¿Y qué has soñado?
—Mi padre me hablaba.
Yoshiki emitió un gruñido de aprobación al tiempo que se guardaba la cartera y el abono del tren en el bolsillo del pantalón. Su padre y él siempre se habían llevado bien, por lo que su poco interés por hablar del sueño sólo podía ser una muestra más de que no le interesaba saber lo que pensaba Masako. Seguramente no sentía esa necesidad. Y ella tampoco. Mientras arreglaba pulcramente los bordes de la colcha, Masako pensó en todo lo que habían perdido como pareja.
Una vez Yoshiki se hubo ido, Masako telefoneó a casa de Yayoi.
—¿Diga? —dijo una voz cansada.
Se parecía a la de Yayoi, pero era más vieja.
—Soy Katori. ¿Podría hablar con Yayoi?
—Ahora está durmiendo. Puede darme el recado.
—Soy una compañera de la fábrica. He leído en el periódico lo sucedido y estaba preocupada por ella.
—Le agradezco la llamada. Como supondrá, está destrozada. Lleva en cama desde ayer.
Seguramente, la mujer debía de estar harta de repetir la misma cantinela. ¿Cuántas veces habría sonado el teléfono durante esa mañana? Familiares, compañeros y clientes de Kenji, amigas de Yayoi y vecinos, eso sin contar a los medios de comunicación. Sin duda, la mujer debía de repetir el mensaje como si se tratara de un contestador automático.
—¿Es usted la madre de Yayoi? —quiso saber Masako.
—Sí —respondió la mujer tajantemente, como si no quisiera dar más información de la necesaria.
—Todos lo sentimos mucho. Cuídense —dijo Masako para concluir la conversación.
Masako se alegró de haber llamado. De lo contrario, hubiera parecido sospechoso. Ahora sólo tenía que poner los cinco sentidos para que no se descubriera nada más.
Después de colgar el aparato, Nobuki bajó de su habitación, se preparó el desayuno y salió sin decir nada. Masako no sabía si iba al trabajo o a pasar el día por ahí. En cuanto volvió a quedarse sola, puso la tele y repasó los informativos. Todas cadenas repetían lo mismo que había leído en el periódico. Al parecer, no había novedades.
Al cabo de un rato recibió una llamada de Yoshie, que hablaba casi en un susurro. A diferencia de ella, Yoshie había ido a trabajar la noche anterior y ahora estaba en casa cuidando a su suegra.
—Vaya, tenías toda la razón —dijo en un tono pesimista—. Lo acabo de ver en la tele.
—La policía no tardará en presentarse en la fábrica.
—¿Crees que encontrarán nuestras bolsas?
—No lo sé.
—¿Y qué les diremos?
—Pues que Yayoi no ha venido al trabajo desde la noche en cuestión y no sabemos nada.
—Sí, claro. Les decimos eso y ya está.
Yoshie formuló las mismas preguntas una y otra vez, repitiendo para sí cada una de las respuestas que le daba Masako, como si quisiera convencerse a sí misma de las respuestas de su compañera. Masako, por su parte, empezó a impacientarse: para eso no valía la pena que la llamara. Entonces, oyó los gemidos del nieto de Yoshie al otro lado de la línea y recordó el sueño que había tenido esa mañana. La sensación de tener a Nobuki tirándole de los pantalones había sido muy real. Quizá fuera porque había visto al pequeño en casa de Yoshie. Si analizaba cada uno de los elementos que la componían, quizá la pesadilla dejaría de atemorizarla.
—¿Y si…?
—Nos veremos esta noche —dijo, interrumpiendo la pregunta de Yoshie.
Kuniko, en cambio, no dio señales de vida. Quizá sus amenazas habían surtido efecto y había decidido comportarse durante una temporada.
Mientras hacía la colada, Masako pensó en Jumonji, a quien había visto el día anterior por primera vez en muchos años. Éste estaba metido en un tipo de negocio que, casi siempre, proporcionaba mucho dinero en poco tiempo y, después, había que cerrarlo. No sabía lo que iba a pasar con Kuniko y su crédito, pero si Jumonji leía el periódico y reconocía el nombre que figuraba en el contrato sería una fuente de problemas.
¿Qué tipo de persona era Jumonji? Por primera vez en mucho tiempo, Masako se dispuso a rememorar su paso por su antiguo empleo, si bien no había nada relevante de esa época digno de evocar. No obstante, mientras ponía detergente en la lavadora y observaba cómo se disolvía en el agua formando un remolino blanco, sus pensamientos viajaron hacia el pasado.
Lo primero que le vino a la memoria fue la fiesta de Año Nuevo.
En Caja de Crédito T, la empresa en la que entró en cuanto acabó el instituto y para la que trabajó durante veintidós años, la fiesta de Año Nuevo era un gran acontecimiento. Justo el día antes de reanudar la actividad, solían organizar una recepción a la que se invitaba a los ejecutivos de las empresas con las que trabajaban y a los representantes de las cooperativas agrarias que eran sus principales depositantes. Ese día, todas las empleadas debían acudir al trabajo en quimono, si bien esa norma sólo afectaba a las más jóvenes.
El resto de empleadas trabajaban entre bastidores, preparando entremeses, limpiando vasos y calentando sake. Los hombres asumían el trabajo más duro, como servir la cerveza e instalar el mobiliario necesario en la sala, pero las mujeres estaban ocupadas todo el día, empezando por los preparativos y terminando por la limpieza. Sin embargo, lo peor era que la fiesta suponía acortar un día las vacaciones, que teóricamente abarcaban desde el 30 de diciembre hasta el 4 de enero. Además, la asistencia era obligatoria para todos los empleados, aunque a efectos prácticos ese día no se consideraba una jornada laboral.
Masako, que con el tiempo se había convertido en la empleada de más edad, debía quedarse siempre en la cocina, calentando sake. De hecho, era una tarea que iba en consonancia con su carácter poco sociable, pero cuando llevaba varias horas de pie en ese espacio reducido que olía a sake, empezaba a encontrarse mal. Y cuando sus compañeros comenzaban a excederse en la bebida y acudían a buscar a otras mujeres para que sirvieran a los invitados, sus tareas se duplicaban. Mientras se encontraba sola calentando sake y limpiando vasos, la situación dejaba de ser lamentable para rozar lo absurdo. Incluso algunos años le había tocado limpiar las vomitonas de sus compañeros. Algunas mujeres habían dejado la empresa al ver el destino que les esperaba si seguían trabajando hasta la edad de Masako.
Por fortuna, la fiesta de Año Nuevo se celebraba sólo una vez al año y podía soportarlo. Lo que más la molestaba era que el esfuerzo que ponía el resto de días nunca se viera recompensado y que, con el paso de los años, no la hubieran ascendido ni le hubieran confiado más que las tareas rutinarias que había desempeñado desde su primer día en la empresa. Pese a entrar a las ocho de la mañana y quedarse hasta las nueve de la noche, siempre le encomendaban el mismo trabajo. Y por muy bien que lo hiciera, las decisiones importantes recaían invariablemente sobre sus compañeros, y ella quedaba relegada a un segundo plano.
Los hombres que habían entrado en la empresa en la misma época que ella habían recibido una buena formación y habían sido ascendidos como mínimo a jefes de sección, e incluso los más jóvenes ya ocupaban cargos más importantes que el suyo.
Un día vio la nómina de un compañero con su misma antigüedad y se quedó asombrada. Cobraba casi dos millones más que ella, quien, tras veinte años de servicio, tenía un sueldo anual de cuatro millones seiscientos mil yenes.
Después de pensarlo mucho, se decidió a hablar con el jefe de su sección, que había entrado en la empresa el mismo año que ella, con la petición de realizar el mismo trabajo que sus compañeros, así como un ascenso a un puesto de mayor responsabilidad.
Al día siguiente empezó el acoso. En primer lugar debían de haber explicado mal sus peticiones a sus compañeras, puesto que éstas fueron las primeras en darle la espalda. Al parecer, se extendió el rumor de que era una egoísta que únicamente se preocupaba por su situación. Dejaron de invitarla a la cena de empleadas que se celebraba todos los meses y la aislaron por completo.
Los hombres, por su parte, insistían en que fuera ella quien sirviera el té a los clientes que visitaban la oficina y quien se ocupara de hacer las fotocopias. Por pura lógica, no tenía tiempo para terminar sus tareas, así que a menudo debía quedarse a hacer horas extra. La calidad de su trabajo se resintió, lo que quedó reflejado en los informes de seguimiento y, por consiguiente, esos mismos informes desaconsejaron el ascenso a un puesto de mayor responsabilidad.
No obstante, Masako resistió. Se quedaba en la oficina hasta bien entrada la noche, y si no podía terminar el trabajo, se lo llevaba a casa. Nobuki, que por aquel entonces estaba en primaria, acusó el estrés de su madre y Yoshiki, enfadado, le pidió que dejara la empresa. Masako se sentía como una pelota de pingpong, yendo y viniendo todos los días de casa al trabajo y del trabajo a casa, y en ambos lugares estaba sola. No tenía adonde ir ni dónde esconderse.
Entonces descubrió que su jefe había cometido un error importante, y cuando lo señaló, él la reprendió con severidad. De hecho, su superior era un hombre bastante más joven y de una incompetencia patente.
—Ni se te ocurra comentarlo, vieja —le dijo al tiempo que le daba una bofetada.
Como la escena tuvo lugar por la noche, cuando la mayoría de empleados se había marchado, nadie los oyó, pero el incidente dejó una herida profunda en el ánimo de Masako. ¿Por qué se creía tan importante por el mero hecho de ser un hombre? ¿Se daba esos aires porque había ido a la universidad? ¿Acaso su experiencia y sus ganas de progresar no valían para nada? A menudo había pensado en buscar otro empleo, pero como le gustaban las finanzas había decidido quedarse. Sin embargo, aquello fue la gota que colmó el vaso.
El incidente de la bofetada coincidió con la época de la burbuja económica. Para los bancos y las entidades de crédito había sido un período frenético de negocio, en el que habían prestado dinero sin ni siquiera solicitar un aval. Durante esos años, se habían concedido préstamos a clientes dudosos y, al estallar la burbuja, una gran cantidad de créditos quedó sin devolver. El precio del suelo cayó en picado, así como el de las acciones, y aumentaron las subastas de terrenos recuperados. Con todo, los precios que se alcanzaban en las subastas nunca igualaban el precio real, de modo que las pérdidas crecían de forma imparable.
En esa situación, conseguir fondos resultaba cada vez más difícil, y con el tiempo otra caja de ahorros respaldada por una gran cooperativa agrícola entró en Caja de Crédito T. Todo sucedió muy deprisa. Al poco empezaron a circular rumores sobre una posible fusión y una reducción de plantilla. En su condición de empleada más veterana, Masako se encontró en una posición muy vulnerable. Además, no había procurado mantener una buena relación con sus superiores, así que no se extrañó en absoluto cuando el jefe de personal la llamó para ofrecerle un puesto en una pequeña oficina en Odabara.
Eso sucedió el año antes de que Nobuki tuviera los exámenes de ingreso al instituto. Si aceptaba el puesto tendría que dejar a su hijo con Yoshiki. Tras rechazar el traslado, le pidieron que dejara la empresa. Ella no lo consideró una derrota hasta que se enteró de que, en el momento en que se anunció su dimisión, sus compañeros recibieron la noticia con aplausos.
Jumonji había empezado a aparecer por la oficina en cuanto estalló la burbuja y comenzaron a producirse impagos de forma masiva. Incluso los bancos habían recurrido a los servicios de tipos como Jumonji para presionar a los clientes que no estaban al corriente de sus pagos.
Cuando las cosas iban bien, la concesión de créditos, aunque conllevaran un riesgo elevado, era moneda corriente; pero pronto las facilidades se convirtieron en prisas por cobrar. Masako no consideraba un proceder correcto ni lo primero ni lo segundo, y de alguna manera había imaginado que, pese a ser quien perseguía a los morosos, Jumonji compartía su opinión. Nunca había hablado con él, pero aun así había observado cierto disgusto en su sonrisa y en su mirada mientras trataba con el resto de empleados.
De pronto oyó la señal que anunciaba que el programa de lavado había terminado y se dio cuenta de que había estado tan absorta en sus recuerdos que había olvidado meter la ropa en la lavadora. Después de formar un remolino, el detergente se había escurrido, aclarado y centrifugado… igual que ella en esos días lejanos. Nada había valido la pena, pensó Masako soltando una risotada.
Jumonji se despertó con un hormigueo en el brazo. Lo sacó de debajo del fino cuello de la chica y extendió los dedos. Alterada por el movimiento brusco de Jumonji, la joven abrió los ojos y lo miró a través de sus finas pestañas, con un rostro aniñado.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Jumonji echó un vistazo al despertador que había en la mesilla. Eran las ocho de la mañana. Tenían que levantarse. La luz del verano se filtraba a través de las cortinas y calentaba la pequeña habitación.
—Venga, levántate.
—No —musitó la chica aferrándose a él.
—Tienes que ir a clase, ¿no?
Debía de estar en el primer año de instituto. Más que una mujer, era una niña, pero como a él sólo le interesaban las jovencitas, la consideraba ya una adulta.
—Es sábado[6]. No pienso ir.
—Pues yo no puedo saltarme el trabajo. Venga, arriba.
La chica chascó la lengua y bostezó ostentosamente. Su boca infantil era una bonita estampa en rosa y blanco. Después de contemplarla unos instantes, Jumonji salió de la cama y puso en marcha el aire acondicionado. Una ola de aire seco y polvoriento le lamió el rostro.
—Prepárame el desayuno.
—Ni hablar.
—Eres una mujer, imbécil. Es tu obligación.
—No sé hacerlo.
—Qué imbécil… ¿Cómo puedes ser tan fresca?
—Deja de llamarme imbécil —dijo ella al tiempo que cogía un cigarrillo del paquete de Jumonji—. Todos los viejos decís lo mismo.
—¿Viejo yo? Si sólo tengo treinta y uno.
La chica soltó una carcajada.
—Lo dicho. Eres un viejo.
—¿Y cuántos años tiene tu padre? —le preguntó irritado.
—Cuarenta y uno.
—¿Sólo diez más que yo?
De repente, consciente de su edad, se dirigió al cuarto de baño que había justo al lado del recibidor. Al salir del lavabo pensó que al menos habría hervido agua para el té, pero sus cabellos teñidos de castaño claro seguían esparcidos por las sábanas.
—¡Venga! ¡Levántate y sal de aquí!
—¡Jo! ¡Vaya idiota! Eres un plasta —dijo ella pataleando en el aire.
—¿Cuántos años tiene tu madre? —le preguntó Jumonji.
—Cuarenta y tres. Es mayor que mi padre.
—¡Bah! A las mujeres de más de treinta ni las miro.
—¡Vaya jeta! Mi madre aún es joven —replicó la chica—. Y muy guapa.
Jumonji sonrió, pensando que se había tomado una pequeña venganza. No se le ocurrió que su actitud pudiera ser tan infantil. Ignorando a la chica, encendió un cigarrillo y cogió el periódico. Después de sentarse en la cama, ella lo miró de reojo, con una expresión de enfado que le hizo pensar en lo poco que le gustaban las mujeres mayores. Se preguntó cómo sería ella dentro de unos años. La cogió por la barbilla e intentó imaginarse a su madre.
—Pero ¿qué haces? ¡Déjame!
—¿Por qué?
—¡Para ya! ¿Qué miras?
—Nada. Sólo pensaba que un día también tú serás vieja.
—Pues claro —repuso ella apartándole la mano—. ¿Por qué tienes que ser tan ruin? Me deprimes.
Jumonji pensó que Masako Katori, a quien había visto después de muchos años, debía de tener más o menos cuarenta y tres años. Seguía tan delgada como la recordaba y se había convertido en una mujer incluso más temible que antes. Tenía que admitir que le había causado una fuerte impresión.
Masako Katori trabajaba en Caja de Crédito T, que había estado en Tanashi. «Había estado», porque era una de esas empresas que se dedicaba a los préstamos inmobiliarios durante los años más boyantes de la economía japonesa y había sido absorbida por otra mayor después de que la burbuja estallara dejando a su estela un gran número de impagados. En esa época, Caja de Crédito T había recurrido a los servicios que prestaba la empresa de seguridad donde él trabajaba, y recordaba perfectamente a Masako por las frecuentes visitas que realizaba a sus oficinas.
Siempre la encontraba sentada frente a su ordenador, impecablemente vestida con un traje gris que parecía acabado de salir de la lavandería. A diferencia del resto de empleadas, nunca iba maquillada ni se dedicaba a flirtear con las visitas. Trabajaba sin parar. Era una mujer seria e inabordable, si bien esa misma actitud la convertía en una persona respetada por todos sus compañeros.
En esa época, a Jumonji no le interesaban los cotilleos de la oficina, si bien le habían llegado rumores de la actitud de Masako y sobre la posibilidad de que la despidieran. No obstante, su olfato le decía que había algo más.
Alrededor de Masako siempre había una barrera que impedía que nadie se le acercara, un signo que la señalaba como alguien en perpetuo combate contra el mundo. No era raro que él, una especie de matón ajeno a la empresa, fuera consciente de eso. Tal como decía el refrán, Dios los cría y ellos se juntan. Y los que eran incapaces de detectarlo se metían con ella.
Con todo, lo que más le intrigaba era qué hacía ahora Masako Katori con una morosa como Jonouchi.
—Tengo hambre —dijo la chica, sacándolo de sus pensamientos—. ¿Por qué no vamos al McDonald’s?
—Dame un minuto.
—¿Por qué no te llevas el periódico y lo lees allí?
—No seas pesada —dijo Jumonji intentando zafarse de su abrazo y centrando su atención en el titular del periódico.
La referencia al barrio de Musashi Murayama le había llamado la atención. Al parecer, habían encontrado un cadáver descuartizado en el parque. Jumonji empezó a leer el artículo, e hizo una pausa al llegar a la frase donde se mencionaba a «Yayoi Yamamoto, la esposa de la víctima». Ese nombre le sonaba de algo. ¿No era el nombre que aparecía en el aval de Jumonji? Masako se había llevado el contrato, así que le sería imposible comprobarlo, pero estaba casi seguro de que ése era el nombre que figuraba en el recuadro correspondiente al avalador.
—¡Qué asco! —exclamó la chica, que había empezado a leer el artículo por encima de su hombro—. ¡El otro día estuve en ese parque! Había un tío con un monopatín que no paraba de decirme que fuese a verlo —añadió intentando quitarle el periódico de las manos.
—¡Cállate ya! —le espetó Jumonji al tiempo que recuperaba el periódico para releer la noticia.
Recordaba que Kuniko Jonouchi había mencionado que trabajaba en el turno de noche de una fábrica de comida, justamente la información que daba el periódico respecto al empleo de Yayoi Yamamoto. Sin duda esa mujer había sido la avaladora de Kuniko Jonouchi. No obstante, ¿por qué Jonouchi había pedido ese favor a la esposa de un hombre asesinado? El asunto le olía a chamusquina. Probablemente, si Masako Katori había hecho tanto esfuerzo para recuperar el contrato era porque sabía que a Yamamoto le había pasado algo, y él se lo había dado. Había caído en su trampa como un pazguato.
—¡Mierda! —exclamó.
Sin embargo, releyó el artículo en busca de algo que no le cuadraba. Al parecer, la policía suponía que la víctima había sido asesinada y descuartizada el martes por la noche, pero no la habían identificado hasta la noche pasada. En ese caso, no era extraño que Masako, preocupada por la situación de su compañera, hubiera querido anular el contrato firmado por Yamamoto. Sin embargo, ¿por qué Jonouchi había acudido a alguien cuyo marido estaba desaparecido para pedirle que la avalara? Y lo que era aún más raro: ¿por qué Yamamoto había aceptado? ¿Y qué papel interpretaba Masako en todo eso? Esa mujer no era muy dada a meterse en asuntos ajenos. Las preguntas se arremolinaban en la cabeza de Jumonji.
Finalmente lanzó el periódico sobre la alfombra polvorienta y decidió investigar el caso. Intimidada por su comportamiento, la chica recogió el periódico con cautela y lo abrió por las páginas dedicadas a la programación televisiva. Mientras la observaba distraídamente, Jumonji pensó que el asunto olía a dinero y se animó.
Los jóvenes podían pedir dinero prestado desde cualquier cajero automático, por lo que las agencias de crédito como Million Consumers Center tenían los días contados. Tal vez dentro de un año dejara de existir, razón de más para empezar a pensar en un cambio de negocio, como abrir una agencia de chicas de compañía… Sin embargo, no podía dejar escapar ese asunto. Sospechaba que había un buen fajo de billetes al alcance de la mano.
—Tengo hambre —insistió la chica torciendo la boca—. Vamos a algún sitio.
—Vale, venga.
Su súbito cambio de planes pareció cogerla por sorpresa.
Yayoi se encontraba escindida entre las muestras de compasión y las suspicacias de la gente. Se sentía como una pelota de tenis, rebotando entre dos sentimientos muy intensos. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo debía comportarse.
El inspector Iguchi, jefe del Departamento de Seguridad Pública de la comisaría de Musashi Yamato, se había mostrado muy cordial en sus primeros contactos, pero cuando fue a su casa para confirmar que la huella palmar de Kenji coincidía con la del cadáver encontrado en el parque su actitud había cambiado.
—La huella palmar del cadáver del parque coincide con la de su marido —le había anunciado Iguchi—. Como se trata de un caso grave, la investigación ha pasado a la Dirección General de Policía, que va a destinar una unidad de investigadores a nuestra comisaría. Señora Yamamoto, esperamos contar con su colaboración.
La expresión de sus ojos poco tenía que ver con la que Yayoi había visto el último día mientras observaba el triciclo del jardín. La transformación la dejó helada, aunque sabía que estaban en los preliminares de la investigación.
Esa misma noche, pasadas las diez, se presentaron en su casa dos agentes con aire circunspecto, incluso más que Iguchi.
—Soy Kinugasa, de la Dirección General —dijo uno de ellos mientras le mostraba la identificación guardada en una cartera de piel negra.
Debía de tener entre cuarenta y cinco y cincuenta años, si bien intentaba aparentar más por su vestimenta: un polo Lacoste de un negro desteñido y unos pantalones caqui. De cuello ancho y cabeza rapada, parecía más un yakuza que un policía. Yayoi no tenía ni idea de lo que era la «Dirección General», pero al encontrarse frente a un tipo tan rudo se puso a temblar.
El otro agente, delgado y con una barbilla minúscula, se llamaba Imai y trabajaba en la comisaría del barrio. Era más joven que Kinugasa, a quien cedió la iniciativa.
En cuanto entraron en casa, pidieron al padre de Yayoi que se llevara a los niños. Sus padres, que vivían en Kofu, habían acudido la misma noche en que Yayoi les había telefoneado para comunicarles la noticia de la muerte de Kenji. Sus padres obedecieron las indicaciones del agente y se llevaron al hijo pequeño, que tenía sueño y no quería irse, y al mayor, que estaba muy nervioso por los acontecimientos. Sin duda no se les había pasado por la cabeza que su hija pudiera ser sospechosa. Para ellos, se trataba de una terrible desgracia.
—Ya sé que lo está pasando mal —dijo Imai en cuanto se marcharon—, pero tenemos que hacerle unas preguntas.
Yayoi los acompañó hasta la sala de estar. A pesar de que por fin podía vivir a solas con sus hijos, sin la molesta presencia de Kenji, que siempre estaba de mal humor, el ambiente que reinaba en la casa le pareció más opresivo que de costumbre. La visita de los dos policías tampoco facilitaba las cosas.
—Ustedes dirán —dijo con voz temblorosa.
Kinugasa se quedó unos instantes en silencio y la miró de arriba abajo. Yayoi pensó que si ese hombre la presionaba, acabaría confesándolo todo. Cuando Kinugasa abrió la boca para hablar, Yayoi se encogió instintivamente, pero quedó decepcionada al oír su voz, más aguda y más agradable de lo que esperaba.
—Señora Yamamoto, si colabora con nosotros tenga por seguro que atraparemos al asesino en cuestión de días.
—Por supuesto —convino Yayoi.
Kinugasa se pasó la lengua por sus gruesos labios y la miró a los ojos. «Se estará preguntando por qué no lloro», pensó Yayoi. Aunque hubiera sido su deseo, no hubiera podido verter ni una sola lágrima.
—Al parecer, esa noche se fue a trabajar antes de que su marido llegara a casa. ¿No le preocupaba dejar a sus hijos solos en casa? Nunca se sabe lo que puede pasar: un incendio, un terremoto… —dijo entrecerrando los ojos con malicia.
A Yayoi le costó un poco entender que ésa era su manera de sonreír.
—Siempre… —empezó a decir, pero de pronto se detuvo. Si les decía que siempre volvía a las tantas, descubrirían que se llevaban mal—. Solía regresar pronto. Por eso me fui preocupada al trabajo. Al volver por la mañana y ver que no había aparecido, me enfurecí.
—¿Por qué? —preguntó Kinugasa mientras se sacaba una libreta de plástico marrón del bolsillo trasero de sus pantalones y apuntaba algo.
—¿Por qué me puse furiosa? —repitió Yayoi, súbitamente irritada—. ¿Ustedes tienen hijos?
—Sí —respondió Kinugasa—. Una en la universidad y otra en el instituto. ¿Y tú, Imai?
—Dos en la escuela y uno en el parvulario —respondió Imai.
—Pues entonces entenderán cómo me sentí al ver que habían pasado la noche solos. Por eso me puse furiosa.
Kinugasa anotó algo más. Imai permanecía callado, con su bloc de notas en el regazo y dejando que su compañero condujera la conversación.
—Quiere decir que se enfadó con su marido.
—Por supuesto. Sabía que me tenía que ir a trabajar y aun así volvía tarde. —Cayó en la cuenta de que sus palabras dejaban traslucir su resentimiento hacia Kenji, así que hizo una pausa para rectificar—. Quiero decir que no había vuelto.
Entonces se encogió de hombros, como si se diera cuenta por primera vez de que no volvería más. «Y eso que lo mataste tú», le dijo una voz en su interior, pero prefirió ignorarla.
—Sí, claro —intervino Kinugasa—. ¿Había sucedido antes?
—¿Que no volviera?
—Sí.
—No, nunca. A veces salía a beber y volvía cuando yo no estaba. Pero siempre hacía lo posible por volver a tiempo.
—La mayoría de hombres tienen compromisos —observó Kinugasa asintiendo con la cabeza—. Y a veces se echa el tiempo encima.
—Sí. Lo lamento por él. Siempre fue muy bueno conmigo.
«¡Mentirosa! —gritó para sí misma—. Nunca se esforzó por volver pronto. Sabía lo poco que me gustaba ir al trabajo sin que él hubiera vuelto, pero hacía todo lo posible por evitarme. Era odioso.»
—Entonces, ¿por qué se enfadó si era la primera vez que no volvía? ¿No hubiera debido preocuparse?
—Pensé que estaría divirtiéndose por ahí —repuso Yayoi en voz baja.
—¿Discutían?
—De vez en cuando.
—¿Y por qué?
—Por naderías.
—Claro. Las peleas conyugales suelen ser por naderías. Bueno, volvamos a lo que hicieron ese día. ¿Su marido se fue al trabajo a la hora habitual?
—Sí.
—¿Y cómo iba vestido?
—Como siempre. Con traje…
Al decir esas palabras, Yayoi recordó que al volver a casa por la noche, Kenji iba sin su americana. Quizá aún rondara por casa. O quizá se la hubiera olvidado en algún lugar. Hasta ese momento no se había dado cuenta. Sintió que el pánico se apoderaba de ella, impidiéndole respirar con normalidad, pero aun así consiguió controlarse.
—¿Se encuentra bien? —se interesó Kinugasa volviendo a entrecerrar los ojos.
El contraste entre su aspecto y su modo de hablar era desconcertante.
—Lo siento. Estaba pensando en que fue la última vez que lo vi…
—Es duro cuando todo pasa tan de repente —dijo Kinugasa mirando a su compañero—. A pesar de que hace mucho que nos dedicamos a esto aún no nos hemos acostumbrado. ¿No es así, Imai?
—Sí.
Los dos parecían muy comprensivos, pero ella sabía que estaban al acecho, esperando a que se le escapara algo. Pero resistiría. Estaba convencida de que podía hacerlo. Tenía que seguir disimulando y aguantando sus miradas inquisitivas. Con todo, no le abandonaba la sensación de que esos dos hombres podían atravesarla con los ojos y descubrir la marca del golpe que su marido le había propinado en el estómago. Incluso una parte de ella pugnaba por quitarse la ropa y mostrarles su dolor.
Estaba en peligro. De pronto se dio cuenta de que retorcía las manos como si escurriera una toalla invisible para sacar de ella la fuerza necesaria para protegerse. La fuerza que necesitaba para preservar su libertad.
—Lo siento. Estoy un poco alterada.
—No se preocupe —dijo Kinugasa para tranquilizarla—. A todo el mundo le pasa lo mismo. La entendemos perfectamente. De hecho, es más fuerte que la mayoría. La gente suele echarse a llorar y es imposible hablar con ellos.
—Llevaba camisa blanca y corbata azul oscuro —prosiguió Yayoi—. Y zapatos negros —añadió en un tono más calmado.
—¿De qué color era el traje?
—Gris claro.
—Gris claro —repitió Kinugasa apuntando en su bloc—. ¿Recuerda la marca?
—No, pero solía comprar sus trajes en una tienda llamada Minami.
—¿También compraba allí los zapatos?
—No. Creo que los compraba en una zapatería del barrio.
—¿En cuál? —quiso saber Imai.
—Creo que en una llamada Tokio Center.
—¿Y la ropa interior? —inquirió de nuevo Imai.
—Se la compraba yo en el supermercado —respondió bajando la vista, avergonzada.
—Bueno —intervino Kinugasa—, eso podemos dejarlo para mañana. No disponemos de mucho tiempo. —Imai no replicó, pero parecía disgustado—. ¿A qué hora se fue su marido al trabajo? —preguntó Kinugasa cambiando de tema.
—Tenía que coger el tren de las ocho menos cuarto en dirección a Shinjuku, como siempre.
—Y desde entonces no volvió a verlo ni él la llamó, ¿es así?
—Exacto —confirmó Yayoi tapándose los ojos con las manos.
Kinugasa echó un vistazo a su alrededor, como si se diera cuenta por primera vez de dónde se encontraba. El salón estaba lleno de libros y juguetes con los que los abuelos habían intentado distraer a los niños.
—Por cierto, ¿dónde están los niños?
—Se los han llevado mis padres.
—Pobrecillos —dijo mirando el reloj.
Eran ya más de las once.
—Se los habrán llevado a comer —precisó Yayoi.
—Bueno. Ya casi estamos.
—¿Podría decirnos de dónde era originario su marido y de dónde lo es usted? —preguntó Imai alzando la vista de su bloc de notas.
—Mi marido era de Gunma. Creo que sus padres no tardarán en llegar. Y yo soy de Yamanashi.
—¿Les informó de que su marido había desaparecido? —quiso saber Imai.
—No… —dudó Yayoi—. No se lo dije.
—¿Por qué no? —preguntó Kinugasa pasándose las manos por su pelo corto.
—No lo sé. En su oficina me dijeron que los hombres suelen hacer estas cosas, y que seguro que volvía. Decidí que era mejor no decir nada.
Imai se quedó mirando su bloc extrañado.
—Vamos a ver: su marido no regresó el martes por la noche… Es decir, el miércoles por la mañana no estaba en casa, pero el miércoles por la noche llamó a la policía para denunciar su desaparición. Y tramitamos la denuncia el jueves por la mañana, en comisaría. Si tanta prisa tenía por saber dónde se encontraba, ¿por qué no llamó a sus padres? ¿No hubiera sido lógico ponerse en contacto con ellos?
—Supongo que sí. Pero ambas familias estaban en contra de nuestro matrimonio y no tenemos mucha relación. Por eso no les llamé.
—¿Le importaría explicarnos el motivo de su rechazo? —inquirió Kinugasa.
—No sabría decirles —dijo Yayoi—. Mis padres no veían con buenos ojos a Kenji, y por eso su madre se enfadó…
Lo cierto era que Yayoi nunca se había entendido con su suegra. De hecho, en ese momento temía su llegada y el jaleo que armaría. Yayoi incluso se preguntó si el odio que había llegado a sentir hacia Kenji no era en parte provocado por el hecho de que fuera hijo de esa mujer. La voz de Kinugasa interrumpió los pensamientos de Yayoi:
—¿Por qué sus padres no veían con buenos ojos a su marido?
—Pues… —empezó Yayoi ladeando ligeramente la cabeza—. Quizá porque soy hija única y albergaban muchas esperanzas en mi matrimonio. No sé, quizá fuera eso.
—Ya —comentó Kinugasa—. Además, es usted muy guapa.
—No me refería a eso.
—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué se refería? —preguntó el policía en un tono paternal, animándola a explicárselo todo.
La inseguridad de Yayoi cada vez era más evidente. No había imaginado que le fueran a preguntar tantas cosas. Al parecer, les interesaban todos los aspectos de su relación con Kenji y estaban dispuestos a formarse una idea lo más detallada posible para después extraer conclusiones por su cuenta.
—Antes de casarnos, mi marido era aficionado a las apuestas —anunció—. Apostaba a las carreras de caballos y de bicicletas. Incluso había pedido créditos para jugar. Mis padres se enteraron y se opusieron a nuestra boda. Pero lo dejó en cuanto empezamos a salir.
Al oír esas palabras, los dos agentes intercambiaron una mirada.
—¿Y últimamente? —preguntó Kinugasa con renovado interés.
Yayoi dudó sobre si explicarles lo del bacará. No recordaba si Masako se lo había desaconsejado, así que se quedó callada, temiendo que si lo contaba descubrieran que también le pegaba.
—Venga —la animó Kinugasa—. A nosotros nos lo puede contar.
—Pues…
—Volvía a jugar, ¿verdad?
—Creo que sí —reconoció con un escalofrío—. Dijo algo del bacará.
Sin ella saberlo, esa palabra la salvó milagrosamente.
—¿Al bacará? ¿Y dijo dónde jugaba?
—Creo que en Shinjuku —respondió Yayoi en voz baja.
—Muchas gracias —le dijo Kinugasa—. Le agradecemos el esfuerzo por contarnos esto. Estoy seguro de que cogeremos a quien lo mató.
—Por cierto, ¿podría ver a mi marido? —pidió Yayoi tímidamente, intuyendo que el interrogatorio estaba tocando a su fin.
Ninguno de los dos policías había mencionado el tema.
—Pensábamos pedir a su cuñado que lo identificara —le explicó Kinugasa—. Quizá sea mejor que usted no lo vea.
Entonces abrió su vieja cartera y sacó un sobre con varias fotos en blanco y negro. Las mantuvo cerca de su pecho para que Yayoi no las viera y, como si estuviera jugando a cartas, escogió una y la dejó encima de la mesa.
—Si quiere saber por qué es mejor que no vaya, eche un vistazo a esto.
Yayoi cogió la foto con cautela. Mostraba una bolsa de basura llena de una masa de carne troceada. Lo único reconocible era la mano de Kenji, con las yemas de los dedos cortadas en círculos de un rojo negruzco.
—¡Ah! —exclamó Yayoi, sintiendo un odio momentáneo hacia Masako y sus compañeras.
¡Se habían excedido! Ella lo había matado y les había pedido que se deshicieran de él, pero en cuanto vio el cuerpo de Kenji —o lo que quedaba de él— no pudo evitar sentir una oleada de indignación. Se inclinó sobre la mesa y se echó a llorar desconsoladamente.
—Lo sentimos —la confortó Kinugasa dándole un suave golpe en el hombro—. Debe de ser duro, pero tiene que ser fuerte. Hágalo por sus hijos.
Los agentes casi parecieron alegrarse de verla llorar de esa manera. Al cabo de un rato, Yayoi alzó la cabeza y se enjugó las lágrimas con el reverso de la mano. Estaba confundida. Kuniko había tenido razón al decirle que no podía entenderlo. Efectivamente, prefería pensar que Kenji se había ido.
—¿Se encuentra mejor?
—Sí. Disculpen.
—¿Podría pasarse mañana por comisaría? —le pidió Kinugasa mientras se ponía de pie—. Tenemos varias preguntas que hacerle.
Yayoi asintió y se quedó pensativa. ¿Aún más preguntas? ¿Hasta cuándo iba a durar todo eso?
Imai seguía sentado, revisando sus notas.
—Se me ha olvidado preguntarle una cosa —dijo finalmente alzando la vista.
—Usted dirá.
Por mucho que se enjugara las lágrimas, éstas seguían brotando.
—¿A qué hora regresó de la fábrica a la mañana siguiente? —le preguntó mirándola a los ojos—. ¿Podría contarnos lo que hizo ese día?
—Terminé el turno a las cinco y media, me cambié y llegué a casa poco antes de las seis.
—¿Siempre vuelve a casa directamente después del trabajo?
—Normalmente sí —repuso Yayoi con la cabeza aún nublada por la imagen que acababa de ver. Tenía que escoger bien las palabras—. A veces me quedo a hablar o a tomar un café con mis compañeras, pero ese día estaba preocupada por mi marido y regresé en seguida.
—Claro —observó Imai asintiendo con la cabeza.
—Al llegar a casa, dormí un par de horas y después llevé a los niños a la escuela.
—Estaba lloviendo, ¿verdad? ¿Fue en coche?
—No, no tenemos coche. Y yo no tengo carnet. Los llevé en bicicleta.
Los policías se miraron de nuevo. El hecho de que no condujera era una baza a su favor.
—¿Y después? —inquirió Imai.
—Regresé hacia las nueve y media y estuve hablando con una vecina, cerca de los contenedores de basura. Luego hice la colada, ordené un poco la casa y hacia las once me acosté de nuevo. A la una recibí una llamada de la oficina de mi marido diciendo que no había ido a trabajar y me asusté.
Mientras respondía con facilidad, Yayoi volvió a relajarse y se arrepintió de haberse enfadado con Masako.
—Muchas gracias —dijo Imai al tiempo que cerraba su bloc de notas.
Kinugasa estaba de pie y con los brazos cruzados, esperándolo, impaciente.
Al acompañarlos hasta la entrada y observar cómo se ponían los zapatos, Yayoi sintió que las sospechas de los policías se habían transformado de nuevo en compasión.
—Hasta mañana —dijo Kinugasa antes de cerrar la puerta.
Yayoi miró su reloj. Pronto llegarían la madre y el hermano de Kenji. Tragó saliva, pensando que tenía que prepararse para una nueva escena de lágrimas. Sin embargo, lo único que tenía que hacer era responder con su llanto. La visita de los policías le había servido para practicar.
La tensión y la confusión habían desaparecido. Miró a su alrededor y, tras darse cuenta de que estaba justo donde había muerto Kenji, dio un respingo.