En el baño

1

Masako estaba de pie en la puerta del baño, escuchando el sonido de la lluvia que se filtraba por la ventana.

Nobuki debía de haber sido el último en utilizar la bañera, la había vaciado y la había cubierto con la tapa de plástico. Pese a que las paredes y los azulejos ya estaban secos, en el cuarto aún flotaba el olor a limpio del agua del baño, el olor de un hogar tranquilo y pacífico. De repente, Masako sintió la necesidad de abrir la ventana y dejar entrar el aire húmedo del exterior.

La pequeña casa parecía pedir muchas cosas: que la fregaran arriba abajo, que arreglaran su diminuto jardín, que eliminaran el olor a tabaco y que terminaran de pagar la hipoteca que pesaba sobre ella. Con todo, Masako no la sentía como propia. ¿Por qué siempre se sentía inquieta, como si estuviera de paso?

Al salir del parking con el cadáver de Kenji en el maletero ya había tomado una decisión. En cuanto llegó a casa, se encaminó directamente al baño para pensar la manera de introducir allí el cuerpo y llevar a cabo lo que había planeado. Era una locura, pero tenía ganas de ponerse a prueba y superar el reto.

Entró descalza en la zona alicatada del baño y se tumbó boca arriba. Kenji tenía la misma estatura que ella, de modo que poniéndolo en diagonal cabría perfectamente. En ese momento, a Masako le pareció irónico que cuando se construyó la casa Yoshiki insistiera en tener un baño más amplio de lo habitual.

Mientras notaba el contacto de las frías baldosas contra su espalda, alzó la vista para mirar de nuevo por la ventana. El cielo era gris, sin apenas profundidad. Recordó la estampa de Kazuo Miyamori empapado bajo la lluvia, se remangó el polo y miró el morado que tenía en el brazo izquierdo. Sin duda era la marca del grueso pulgar de Miyamori. Hacía tiempo que no sentía la fuerza de un hombre en su propia carne.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó una voz desde la penumbra. Al incorporarse, Masako vio a Yoshiki todavía en pijama, de pie en la pequeña sala que daba acceso al baño—. ¿Se puede saber qué haces ahí? —insistió Yoshiki.

Masako se puso de pie y, mientras se bajaba la manga del polo, miró a su marido, recién levantado de la cama. Aún no se había peinado el cabello ralo ni se había puesto las gafas, pero la observaba con un mal humor indisimulado. La manera como fruncía el ceño le recordó a la de Nobuki.

—Nada —mintió Masako—. Estaba pensando en darme una ducha.

—Hoy no hace calor —repuso Yoshiki con la vista clavada en la ventana—. Está lloviendo.

—En la fábrica he sudado mucho.

—Tú sabrás. Por un momento, he creído que te habías vuelto loca.

—¿Por qué?

—Primero te quedas a oscuras, de pie y mirando al vacío, y de repente vas y te tumbas al lado de la bañera. No es muy normal que digamos.

Masako se sintió incómoda al descubrir que Yoshiki la había estado observando en silencio. Últimamente, había adquirido la costumbre de mirarla a ella y a Nobuki desde cierta distancia, como si quisiera defenderse de ellos.

—¿Y por qué no me has dicho nada? —Ante la pregunta Yoshiki se encogió de hombros. Masako salió del baño sin tocarlo—. ¿Te preparo el desayuno? —le preguntó.

Pese a no oír su respuesta, se dirigió a la cocina. Puso café en la ruidosa cafetera y empezó a preparar las tostadas y los huevos revueltos que su marido solía desayunar. Hacía tiempo que su casa no olía a arroz a esas horas. Desde que Nobuki dijera que no quería llevarse la comida preparada, no tenían necesidad de hervir arroz por las mañanas.

—Esta lluvia es deprimente —murmuró Yoshiki mirando por la ventana.

Se había lavado y se había sentado a la mesa para desayunar. Masako pensó que la observación era válida tanto para la lluvia como para el ambiente que reinaba en casa.

Le parecía agobiante tener que sentarse delante de su marido, sin la radio o la tele puestas, sólo con el ruido de la lluvia de fondo. Se masajeó las sienes doloridas por el cansancio. Yoshiki bebió un sorbo de café y abrió el periódico, de donde cayeron varios folletos de propaganda. Masako los recogió y echó un vistazo a los anuncios de los supermercados.

—¿Qué te ha pasado en el brazo? —preguntó Yoshiki de repente. Masako levantó la cabeza y lo miró como si no hubiera entendido la pregunta—. Tu brazo —repitió él señalando su brazo izquierdo—. Tienes un morado.

—Me di un golpe en la fábrica —respondió Masako frunciendo el ceño.

No estaba segura de que Yoshiki la creyera, pero no le hizo más preguntas. Entonces se acordó de que había estado pensando en Kazuo Miyamori mientras observaba su morado. Yoshiki era muy sensible para esas cosas y abrigaba alguna sospecha, pero aun así optó por no insistir. No quería saber nada. Resignada, Masako encendió un cigarrillo. Yoshiki, que no fumaba, se volvió irritado hacia la ventana.

De pronto se oyó un ruido en la escalera. Yoshiki se puso tenso. Masako desvió la vista hacia la puerta del comedor y vio entrar a Nobuki con una camiseta tres tallas grande y unos pantalones hasta las rodillas. Antes de entrar cambió la energía con la que había bajado la escalera por una pose apática y desganada que no alcanzaba a disimular su mirada de disgusto por todo lo que lo rodeaba o su gran boca hostilmente cerrada. En cuanto perdiera esa insolencia sería clavado a su padre. Se acercó a la nevera, abrió la puerta y bebió de una botella de agua mineral.

—Coge un vaso —le dijo Masako, pero él no le hizo caso y siguió bebiendo. Al ver cómo su nuez subía y bajaba sin reposo, Masako no pudo contenerse—. Aunque no quieras hablar, me puedes oír, ¿verdad?

Se levantó rauda de la mesa y trató de arrebatarle la botella. Sin embargo, Nobuki, que en los últimos meses había pegado un estirón y se había fortalecido, la apartó de un codazo y la envió contra el fregadero. Como si no hubiera pasado nada, Nobuki tapó la botella y la metió de nuevo en la nevera.

—Me da igual que no quieras hablar, pero al menos compórtate como es debido.

Nobuki hizo una mueca de sorpresa y la contempló con indiferencia. Al ver su reacción, Masako sintió que su hijo se había convertido en un extraño, en un chico muy desagradable. Sin pensárselo dos veces, alargó el brazo y le dio una bofetada. Notó que la piel de la mejilla estaba tirante y había perdido la suavidad de antaño. Inesperadamente, sintió dolor en la palma de la mano. Nobuki se quedó atónito; al cabo de unos segundos pasó junto a su madre y se encerró en el lavabo sin decir una palabra.

No sabía qué esperaba conseguir, pero sus gestos y palabras se revelaron tan inútiles como regar un desierto. Masako se miró la palma enrojecida y se volvió hacia Yoshiki. El marido permaneció inmóvil, leyendo el periódico, como si Nobuki no existiera.

—Déjalo —dijo por fin—. No tiene remedio.

Al parecer, Yoshiki había optado por ignorar a su hijo; para conseguir cierta estabilidad espiritual, evitaba relacionarse con personas inmaduras. A su vez, Nobuki seguía resentido con su padre porque éste no le había brindado su ayuda tras el conflicto del instituto. En verdad, los tres miembros de la familia estaban tan separados que resultaba difícil entender por qué vivían bajo el mismo techo.

«¿Cómo reaccionarían si les dijera que en el maletero del coche hay un cadáver?», pensó Masako. ¿Nobuki se sorprendería tanto como para exclamar algo? ¿Yoshiki se enfurecería tanto como para pegarle? No. Sin duda, ninguno de los dos se lo creería. Masako empezó a pensar que era ella, precisamente, la que se encontraba más alejada de su familia; a pesar de ello, no se sentía triste.

Al cabo de unos minutos, su marido y su hijo se fueron al trabajo y por fin la casa recuperó la calma. Masako apuró el café y se tumbó en el sofá del comedor para dormir un poco. Sin embargo, no pudo pegar ojo.

El interfono sonó de pronto.

—Soy yo —anunció Yoshie tímidamente.

Aunque Masako dudaba si acudiría, su compañera era demasiado leal para fallarle. Al abrir la puerta, vio a Yoshie con las mismas prendas que llevaba en la fábrica (pantalones de chándal con las rodillas gastadas y camiseta de un rosa descolorido) y mirando aterrorizada hacia el interior de la casa.

—No está aquí; está en el maletero —dijo Masako mientras señalaba el coche, aparcado junto a la puerta.

Yoshie dio un respingo.

—No voy a poder. ¿Puedo echarme atrás? —preguntó mientras entraba en la vivienda y se arrodillaba en el recibidor.

Masako observó la cabeza de su compañera, que lucía una permanente desastrada. Como esperaba una reacción semejante, no se sorprendió en absoluto.

—Si te digo que no, ¿irás a la policía? —le preguntó finalmente.

Al escuchar sus palabras, Yoshie levantó la cabeza. Estaba pálida.

—No —respondió negando con fuerza—. No lo haré.

—Pero no me vas a devolver el dinero. Es decir, que tu hija va a ir de excursión con mi dinero y aun así no piensas ayudarme, aunque sea la primera vez que te pido un favor.

—No se trata de un favor cualquiera. Me estás pidiendo que te ayude a encubrir un asesinato.

—Es la primera vez que te pido un favor.

—Se trata de un asesinato —insistió Yoshie.

—Así, ¿lo harías si fuera algo diferente? ¿Un robo? ¿Un atraco? ¿De verdad crees que es tan diferente?

Masako se quedó pensativa. Yoshie abrió los ojos escandalizada y esbozó una leve sonrisa.

—Claro que es diferente.

—¿Quién lo dice?

—No es que lo diga alguien. Las cosas son así.

Masako observó a su compañera, que había vuelto a bajar los ojos y se pasaba las manos por el cabello. Era un gesto que acostumbraba a hacer cuando estaba nerviosa.

—De acuerdo —dijo por fin—. Al menos, ayúdame a llevarlo hasta el baño. Sola no puedo.

—Tengo que irme —adujo Yoshie—. Mi suegra está a punto de despertarse.

—No nos llevará mucho tiempo —dijo Masako mientras se ponía las sandalias de Yoshiki y salía fuera.

Aún llovía, por lo que la calle estaba desierta. Enfrente de la casa de Masako había un solar vacío destinado a la construcción de viviendas. Las casas emplazadas a ambos lados estaban muy cerca de la suya, de modo que la puerta de entrada que daba en un ángulo muerto, al amparo de cualquier mirada indiscreta.

Sacó la llave del bolsillo y echó un vistazo a su alrededor. Nadie a la vista. Era una buena oportunidad, pero Yoshie aún no había salido.

—¿Vas a ayudarme? —le preguntó irritada.

—Sólo a llevarlo —respondió Yoshie resignada al tiempo que aparecía ante la puerta.

Masako cogió la tela encerada que había dejado preparada en la entrada. Yoshie seguía en el umbral, dubitativa; Masako rodeó el vehículo y abrió el maletero.

—¡Ah! —exclamó Yoshie al mirar por encima del hombro de Masako.

El rostro sin vida de Kenji parecía mirarlas. Seguía con los ojos entreabiertos y una expresión relajada. Un hilo de saliva seca le atravesaba la mejilla. Las extremidades se le habían quedado rígidas, las rodillas ligeramente flexionadas, las manos flotando delante de su rostro y los dedos doblados, como si tratara de agarrar algo. En el cuello, extrañamente largo, tenía unos rasguños rojizos. Masako recordó que la noche anterior Yayoi le había desenrollado el cinturón y se lo había puesto de nuevo alrededor de la cintura. Entonces oyó la voz de Yoshie.

—¿Qué dices? —le preguntó. Al volverse, vio a Yoshie con las manos juntas ante el pecho, recitando una oración budista—. Deja de hacer eso, nos van a descubrir —le ordenó Masako—. Ayúdame a meterlo en casa.

Ignorando la agria mirada de Yoshie, Masako envolvió a Kenji con la tela encerada y lo cogió por debajo de las axilas. A continuación hizo un gesto a Yoshie. Muy a su pesar, ésta agarró el cadáver de Kenji por las piernas y lo sacaron del maletero. El hecho de que el cuerpo estuviera rígido facilitaba las cosas, pero aun así pesaba mucho y era difícil de manejar. Tambaleándose por el esfuerzo, consiguieron cubrir la escasa distancia que había hasta el umbral e introducirlo en la vivienda.

—Hasta el baño, Maestra —dijo Masako entre jadeos.

—De acuerdo —repuso Yoshie a la par que se quitaba las zapatillas de lona y entraba en la casa—. ¿Dónde está?

—Al fondo.

Después de varias pausas para descansar, llegaron al final del pasillo y lo depositaron en la pequeña sala que daba acceso al baño. Masako le quitó la tela encerada del cuerpo y la puso en la zona alicatada del baño, al lado de la bañera, para evitar que quedaran restos de carne en las juntas de las baldosas.

—Pongámoslo aquí —dijo.

Yoshie asintió con la cabeza, sin oponer resistencia. Volvieron a coger el cuerpo y, tal como había planeado Masako, lo pusieron en diagonal en el espacio rectangular contiguo a la bañera, en la misma pose en que había estado en el maletero.

—Pobre —dijo Yoshie—. Mira que acabar así… Poco debía de imaginarse que su esposa se lo cargaría. Al menos descansará en paz.

—Yo no estaría tan segura…

—¿Cómo puedes ser tan fría? —le reprochó Yoshie con un tono cada vez más sereno.

—Voy a buscar unas tijeras —anunció Masako—. ¿Me ayudarás a quitarle la ropa?

—¿Qué piensas hacer?

—Hacer jirones y deshacerme de ella.

Yoshie suspiró profundamente.

—¿Has comprobado si lleva algo en los bolsillos? —preguntó con voz firme.

—Todavía no —respondió Masako—. Debe de llevar la cartera y el abono del tren. Compruébalo tú misma.

Cuando volvió con unas tijeras de coser, Yoshie ya había dispuesto el contenido de los bolsillos en la puerta del baño: una cartera gastada de piel negra, un llavero, un abono de tren y varias monedas. Masako inspeccionó el interior de la cartera y encontró varias tarjetas de crédito y casi treinta mil yenes en metálico. Las llaves que colgaban del llavero debían de ser las de casa.

—¿Lo tiramos todo?

—¿Y el dinero? —preguntó Yoshie.

—Quédatelo.

—Pero es de Yayoi —observó Yoshie—. Aunque sea extraño devolverle el dinero a quien ha acabado con él… —añadió para sí.

—Exacto. Quédatelo, por las molestias.

Yoshie asintió aliviada. Masako introdujo el llavero, la cartera vacía, las tarjetas de crédito y el abono del tren en una bolsa de plástico, con la intención de enterrarla en uno de los muchos solares que había en el barrio.

Yoshie se embutió el dinero en el bolsillo de los pantalones, con cara de circunstancias.

—Es raro que alguien que ha sido estrangulado vaya aún con corbata, ¿verdad? —observó tranquilamente mientras intentaba deshacer el nudo de la corbata de Kenji.

Al comprobar que tardaba más de la cuenta, Masako se puso nerviosa.

—No tenemos tiempo que perder —dijo—. No podemos arriesgarnos a que aparezca alguien en cualquier momento. Es mejor que la cortes.

—¿Acaso no tienes ningún respeto por un muerto? —le espetó Yoshie—. No seas cruel. Da igual que no lo conocieras.

—¿Un muerto? —repuso Masako mientras ponía los zapatos de Kenji en una bolsa—. Para mí no es más que un objeto.

—¿Un objeto? —exclamó Yoshie—. ¿Estás diciendo que para ti no es una persona?

—Lo era, pero ya no —explicó Masako—. Yo lo veo así.

—Pues te equivocas —repuso Yoshie, con la voz trémula de indignación—. Si él es un objeto, entonces, ¿qué es mi suegra?

—Un ser humano vivo.

—No estoy de acuerdo —objetó Yoshie—. Si este tipo es un objeto, mi suegra también lo es. Y nosotras también. Tanto los vivos como los muertos somos objetos. No hay ninguna diferencia.

Masako quedó impresionada por las palabras de Yoshie. Recordó el momento en que había abierto el maletero en el parking de la fábrica. Había amanecido, estaba lloviendo y se había sentido viva, animada. En cambio, el cadáver estaba ahí, inerte. Tal vez hubiera decidido considerarlo un objeto para controlar el miedo que le producía.

—Pensar que las personas vivas son personas y que los muertos son objetos es una equivocación. Eso es arrogante.

—Tienes razón. Pero así es más fácil.

—¿Por qué?

—Admito que tal vez esté equivocada, pero si pienso que es igual que yo no podré hacerlo.

—¿Hacer qué?

—Cortarlo en pedazos.

—Pero ¿por qué tienes que hacerlo? —gritó Yoshie—. El cielo nos castigará.

—Me da igual.

—¿Por qué? ¿Por qué te da igual?

Le daba igual, pensó Masako, porque aceptaría cualquier castigo que se le impusiera. Como Yoshie era incapaz de entenderla, no contestó y se dispuso a quitar los calcetines a Kenji.

Al tocar su piel por primera vez, sintió un escalofrío y se preguntó si realmente podría desmembrarlo como tenía pensado. La sangre fluiría a borbotones y las vísceras saldrían al exterior. Las ganas de ponerse a prueba que había sentido por la mañana se desvanecieron. Su corazón empezó a latir más despacio y sintió un leve mareo. Mirar o tocar un cadáver iba en contra del instinto humano.

—Me repugna tocarlo —dijo Yoshie como si le hubiera leído el pensamiento—. ¿Tienes guantes?

Masako fue a buscar los guantes y delantales que había cogido en la fábrica. Mientras, Yoshie dobló cuidadosamente la corbata y empezó a desabrochar uno a uno los botones de la camisa. Masako le dio a Yoshie unos guantes, se puso ella un par y empezó a cortar los pantalones, comenzando por la parte inferior de la pernera. Al cabo de unos minutos, Kenji estaba desnudo. Al parecer, la sangre se le había acumulado en el lado sobre el que reposaba en el maletero y ahora tenía unas manchas violáceas en el costado.

—Cuando murió mi marido yo misma lavé su cuerpo —susurró Yoshie mirando el pene encogido de Kenji—. ¿No crees que deberíamos llamar a Yayoi? No sé si está bien que nosotras lo hagamos todo —añadió con el delantal en la mano.

—Venga —dijo Masako harta de tanta sensiblería—. Tenemos su permiso. Si después se arrepiente es su problema. —Yoshie lanzó una mirada aterrorizada a su compañera y suspiró. Como sabía que la iba a interrumpir, Masako añadió—: Primero le cortamos la cabeza. No soporto que nos mire así.

—Con que no lo soportas, ¿eh?

—¿No has dicho que nos va a caer un castigo del cielo?

—Tal vez no…

—Pues hazlo tú.

—¡Ni hablar! —exclamó Yoshie asustada—. Ya te he dicho que no puedo.

Masako sabía que no podría descuartizar el cuerpo ella sola, de modo que urdió un plan para contar con la ayuda de Yoshie.

—Yayoi me ha dicho que quería pagarnos. ¿Lo harías por dinero? —Yoshie levantó la cabeza al instante. En sus ojos hundidos había un destello de perplejidad—. Yo me he negado, pero bien pensado, quizá sea mejor cobrarle algo. Así parecería que estamos haciendo un trabajo.

—¿De cuánto hablamos? —preguntó en voz baja Yoshie, fin apartar la vista de los ojos apagados de Kenji.

—¿Cuánto quieres? Puedo negociarlo.

—Pues… cien mil.

—Demasiado poco. ¿Qué te parece quinientos mil?

—Con eso podríamos mudarnos de piso —susurró Yoshie—. Estás intentando comprarme, ¿verdad?

«Exacto», pensó Masako. Pero, en lugar de responder, siguió insistiendo.

—Por favor, ayúdame, Maestra.

—De acuerdo. Me has convencido.

Yoshie estaba tan necesitada de dinero que finalmente accedió. Se puso el delantal de plástico, se quitó los calcetines blancos y se arremangó los pantalones del chándal.

—Te vas a manchar —le advirtió a Masako—. Es mejor que te quites los pantalones.

Masako, obediente, se dirigió hasta la sala contigua al baño, y se cambió los vaqueros por unos pantalones cortos que sacó del cesto de la ropa sucia. Mientras se los ponía, se miró en el espejo con un gesto adusto que nunca había visto antes en su rostro. En cambio, Yoshie parecía haber dejado a un lado sus temores y su semblante reflejaba una expresión abstraída.

Masako entró de nuevo en el baño y empezó a inspeccionar el cuello de Kenji, buscando el mejor punto para empezar a cortar. Al ver la nuez, recordó la imagen de Nobuki bebiendo agua esa misma mañana, y se esforzó para apartarla de su mente.

—¿Crees que podremos serrarle el cuello? —preguntó a Yoshie.

—Puede que le arranque la carne. Quizá sea mejor empezar con un cuchillo. Y si no funciona, ya pensaremos en una alternativa —propuso Yoshie adoptando la misma actitud decidida que tenía en la fábrica.

Masako se fué rauda a la cocina y volvió con los cuchillos para el sashimi[2] y la caja de herramientas donde guardaban el serrucho. Pensó que también necesitarían bolsas de basura donde depositar los trozos que fueran cortando. Contó las que tenía: casi cien. Las había comprado en el supermercado del barrio, pero eran las que recomendaba el ayuntamiento[3], por lo que sería casi imposible seguir la pista de su origen.

—Maestra, ¿qué te parece si lo ponemos todo en doble bolsa y hacemos cincuenta paquetes?

—Si es así, propongo cortar primero las articulaciones y después desmenuzarlo todo —dijo Yoshie mientras comprobaba el filo de su cuchillo.

La mano le temblaba ligeramente. Masako pasó los dedos por debajo de la nuez de Kenji, buscando la vértebra cervical y, sin pensárselo dos veces, clavó su cuchillo. En seguida se topó con el hueso y, al intentar cortar la carne circundante, empezó a brotar una gran cantidad de sangre oscura. Sorprendida, dejó de mover el cuchillo.

—Debo de haber topado con la carótida.

—Seguro.

En pocos segundos, la tela encerada se convirtió en un mar de sangre. Masako se apresuró a tirar del tapón y dejó que el líquido espeso empezara a colarse por el desagüe. Al pensar que la sangre de Kenji se deslizaba por el mismo agujero que el agua del baño, sintió un escalofrío. Al poco rato, sus guantes quedaron tan pringados que le resultaba imposible mover los dedos. Yoshie cogió la manguera, la conectó al grifo y la ayudó a lavarse las manos. Sin embargo, la atmósfera del baño había quedado impregnada por un intenso olor a sangre.

Le resultó relativamente fácil cortar el cuello con el serrucho. Cuando la cabeza cayó con un ruido sordo, el cuerpo de Kenji se convirtió en un objeto desfigurado. Masako puso una bolsa dentro de otra, introdujo en ellas la cabeza y la dejó encima de la tapa que cubría la bañera.

—Será mejor que drenemos la sangre —dijo Yoshie al tiempo que levantaba el cuerpo descabezado por las piernas.

Por el agujero de la tráquea se veía la carne viva; la sangre aún manaba de las arterias seccionadas. Al ver ese espectáculo, a Masako se le puso la piel de gallina. Aun así, se sorprendió al comprobar que estaba bastante serena. Lo único que quería era terminar cuanto antes. Concentrar su atención en cada uno de los pasos del proceso le ayudaba a controlar los nervios. Quizá el miedo consistiera en eso.

A continuación le cortó las piernas de cuajo.

—Parece un pollo —musitó Yoshie mientras el cuchillo se abría paso entre las diferentes capas de grasa amarillenta.

Al llegar al fémur, Masako puso el pie izquierdo sobre el muslo de Kenji y lo cortó como si se tratara de un tronco. A pesar de que le llevó bastante tiempo, seccionarle las piernas le resultó más fácil de lo esperado. No obstante, en el momento de cortar los hombros le entraron dudas sobre dónde practicar las incisiones. El hecho de que el cuerpo estuviera rígido no la ayudó en absoluto. Varias gotas de sudor le perlaron la frente.

—Espabila, mi suegra no tardará mucho en despertarse.

—Ya lo sé —repuso Masako—. ¿Por qué no me ayudas un poco?

—Sólo tenemos un serrucho.

—Debería haberte pedido que trajeras uno.

—Entonces no hubiera venido —le aseguró Yoshie.

—Tienes razón —dijo Masako, reprimiendo una sonrisa.

Sin duda, la conversación que mantenían mientras descuartizaban al pobre Kenji tenía algo de absurdo. Ambas se miraron unos segundos, con el cadáver en medio y las manos ensangrentadas colgándoles a los lados.

—¿Cuándo recogen la basura en tu barrio? —inquirió Masako.

—Mañana, los jueves.

—Aquí también. Mañana no debe quedar ni rastro. Tendremos que repartirnos las bolsas.

—No podré llevarme tantas.

—Te acercaré en coche.

—¿No crees que si alguien ve un coche rojo por el barrio con alguien tirando bolsas de basura no le parecerá un poco sospechoso? —preguntó Yoshie—. Ya sabes que todo el mundo está muy pendiente de los puntos de recogida.

—Tienes razón —admitió Masako con una mueca, al darse cuenta de que deshacerse del cadáver no iba a ser tan fácil como había creído.

—Acaba con esto —la apremió Yoshie—, y luego ya pensaremos en cómo deshacernos de él.

—De acuerdo —dijo Masako cogiendo el serrucho y empezando a cortar un hombro.

En cuanto terminó con los brazos, se ocupó de las vísceras. Masako cogió un cuchillo para sashimi e hizo una profunda incisión desde la base del cuello hasta la entrepierna. Cuando llegó a los intestinos, el baño quedó inundado por el hedor que desprendía el contenido en descomposición del estómago de Kenji mezclado con el alcohol que había ingerido la noche anterior. Las dos mujeres contuvieron la respiración.

—¿Lo arrojamos por el desagüe? —propuso Masako haciendo una señal a Yoshie para que levantara el tapón.

Sin embargo, como se arriesgaban a que se atascara la tubería, cambió de idea y empezó a introducir el contenido del estómago en otra bolsa.

En ese momento sonó el interfono. Se quedaron de piedra. Eran más de las diez y media.

—¿No será tu marido o tu hijo? —quiso saber Yoshie nerviosa.

Masako negó con la cabeza.

—No lo creo.

—Pues hagamos como si no hubiera nadie.

El interfono sonó varias veces, hasta que finalmente se hizo el silencio.

—¿Quién sería? —preguntó Yoshie sin disimular su preocupación.

—Quizá algún vendedor —aventuró Masako—. Si alguien pregunta, diré que estaba durmiendo.

Cogió el serrucho, que estaba lleno de grasa, y siguió con su trabajo infernal. No había vuelta atrás.

2

Mientras Masako y Yoshie emprendían la tarea de descuartizar el cadáver, Kuniko Jonouchi erraba con su coche por el barrio de Higashi Yamato. No tenía adonde ir ni nada que hacer, y se sentía desesperada, algo inhabitual en ella. Detuvo el coche en la rotonda delante de la estación, donde habían puesto un nuevo surtidor. La inutilidad del surtidor en esa mañana lluviosa casaba perfectamente con su estado de ánimo. Esos raros momentos en que era consciente de su situación la incomodaban sobremanera.

Lanzó varias miradas nerviosas a la cabina de teléfono que había al otro lado de la valla de una obra. Había decidido llamar a Masako para pedirle dinero. El carácter retraído de su compañera le daba un poco de miedo, pero en ese momento no le quedaba otra opción. Necesitaba el dinero ya.

Kuniko bajó del automóvil y abrió el paraguas. En ese instante, un autobús aparcado detrás de su coche hizo resoplar sus frenos. El conductor bajó la ventanilla y le espetó que estaba prohibido estacionar ahí.

«Déjame en paz, imbécil», pensó Kuniko, pero incluso los insultos carecían de fuerza esa mañana. Se metió de nuevo en su triste y empapado Golf, le dio al contacto y empezó a circular de nuevo. Al poco tiempo se encontró en un nuevo atasco, sin posibilidad de detenerse en una cabina para telefonear.

¿Qué podía hacer?, pensó mientras intentaba ver dónde estaba a través del cristal empañado. El desempañador estaba averiado. Suspiró profundamente, desesperada por su falta de planes.

Al volver del trabajo por la mañana no había encontrado a Tetsuya en la cama. Era obvio que había pasado la noche fuera de casa, a buen seguro enfadado por la pelea del día anterior. Le era indiferente. Por ella, como si no volvía a dar señales de vida. Decidió irse directamente a la cama y, justo cuando empezaba a coger el sueño, sonó el teléfono. Eran las siete. Kuniko respondió a la llamada de mal humor.

—¿La señora Kuniko Jonouchi? —preguntó una voz masculina al otro lado del hilo—. Siento llamarla a estas horas.

—¿Qué desea?

—Le llamo del Million Consumers Centre —le anunció el hombre. Kuniko tuvo que ahogar un grito. ¿Cómo podía haber olvidado algo tan importante? El hombre prosiguió con su educada cháchara—. Quizá se le ha olvidado que ayer, día veinte, se cumplía el plazo máximo para hacer efectivo el pago. Al parecer, todavía no hemos recibido su transferencia. Creo que tiene presente el importe, pero por si acaso se lo recuerdo: se trata del cuarto pago, que asciende a cincuenta y cinco mil doscientos yenes. Si no recibimos hoy la transferencia, tendremos que aplicarle una penalización y enviar a un cobrador a su domicilio. Esperamos su colaboración.

La llamada era de una agencia de crédito del barrio. Hacía algunos años que Kuniko tenía problemas de dinero a causa del crédito del coche y de las tarjetas. El año anterior asumió que no alcanzaba a rebajar el importe del capital del crédito y que sólo podía satisfacer los intereses. Y después había empezado a tener dificultades para pagar los intereses, de modo que decidió solicitar un crédito al consumo en una agencia. Y cuando ésta empezó a perseguirla, encontró todas las puertas cerradas. Sus deudas se habían multiplicado por dos en poco tiempo, y tanto los bancos como la agencia la amenazaban con incluirla en su lista de morosos.

Por si fuera poco, todo se complicó aún más el día en que hizo caso a una vendedora que la había abordado en la calle preguntándole si tenía problemas para pagar sus deudas. Era una mujer simpática, mayor que ella, con una proposición irrechazable: tan sólo mostrando su carnet de conducir y dando el nombre de la empresa de Tetsuya le había prestado trescientos mil yenes. Con esa cantidad había conseguido pagar los intereses bancarios y de la agencia de crédito, pero no se había percatado de que el nuevo préstamo llevaba asociado un interés del 40 por ciento; cuando finalmente consiguió reunir los trescientos mil yenes con la ayuda de Tetsuya, la mujer le comunicó que la deuda ascendía a quinientos mil.

Kuniko abrió la caja de galletas donde guardaban el dinero para los gastos de casa, pero no encontró más que monedas sueltas. Lo habían gastado todo en pocos días. Preocupada, sacó su cartera del bolso imitación Gucci y la abrió. Estaban casi a final de mes, y ni siquiera tenía veinte mil yenes. Tenía que encontrar a Tetsuya para pedirle dinero. «¿Dónde se habrá metido?», pensó al tiempo que buscaba en la agenda el teléfono de su empresa. Marcó el número, pero nadie contestó. Era demasiado pronto. Y, aunque contestaran, Tetsuya se las apañaría para no ponerse al teléfono. Kuniko estaba cada vez más nerviosa. Si no pagaba ese mismo día, le enviarían a un individuo con pinta de mafioso. A pesar de su aspecto de chica fuerte, era una cobarde y temía la visita de un individuo de esa calaña.

Entró rauda en el dormitorio y abrió el último cajón de la cómoda, con la esperanza de encontrar los ahorros que Tetsuya guardaba entre la ropa interior. Rebuscó entre medias y sujetadores, pero no encontró nada.

Impulsada por una desagradable sospecha, abrió todos los cajones y el armario y descubrió que la ropa de su compañero había desaparecido. En ese momento cayó en la cuenta de que Tetsuya había cogido sus pertenencias, arramblado con todo el dinero y se había esfumado.

Sin poder conciliar el sueño, Kuniko se subió al coche y se acercó al cajero automático que había en la estación para comprobar el montante de la cuenta que tenían en común: estaba a cero. Sin duda se trataba de otra treta de Tetsuya. A ese paso, no le alcanzaría ni para pagar el alquiler. Volvió al automóvil tirándose de los pelos.

Finalmente pudo salir del atasco, giró a la izquierda en un semáforo y llegó a una calle flanqueada por viejas casas de protección oficial, de una sola planta. Vio una cabina telefónica nueva que llamaba la atención en ese lugar. Dejó el coche a un lado y, sin molestarse en coger el paraguas, se acercó a la cabina.

—¿Es la Farmacéutica Max? —preguntó—. Querría hablar con Jonouchi, del departamento de ventas.

No esperaba en absoluto la respuesta que recibió.

—Jonouchi dejó su puesto el mes pasado.

Kuniko siempre había considerado que Tetsuya era un incompetente, pero esta vez la había engañado. Desesperada, tiró al suelo la vieja agenda y empezó a pisotearla con sus suelas gastadas. Algunas hojas revolotearon en el interior de la cabina. Presa de furia, colgó el auricular con todas sus fuerzas.

Evidentemente, esa demostración de fuerza no la calmó. «Mierda —pensó—. ¿Qué puedo hacer? Si vienen hoy, ¿dónde me escondo?» Sólo le quedaba Masako, decidió. Esa mañana Yoshie había dicho que Masako le iba a prestar dinero, de modo que no había nada malo en que ella también le pidiera. En caso de que Masako se negara, sería una señal inequívoca de lo mal que le caía. Kuniko era tan egocéntrica que llegó a la conclusión de que Masako estaría dispuesta a prestar dinero a cualquiera que se lo pidiera.

Volvió a poner la tarjeta en la ranura y marcó el número de Masako, pero al parecer el teléfono se había averiado. Cada vez que lo intentaba, la cabina le escupía la tarjeta. Kuniko chascó la lengua y desistió de hacer la llamada. En lugar de telefonear, iría directamente a casa de Masako, que no quedaba muy lejos de allí. Sólo había estado una vez, pero estaba segura de que la encontraría fácilmente. Una vez en el coche, desplegó un gran mapa y cogió la autopista Shin Oume.

La casa prefabricada de Masako era pequeña, pero aun así Kuniko la envidiaba. Sin embargo, teniendo en cuenta la ropa desastrada que vestía Masako, no podía ser nada del otro mundo. Esa idea la consoló, aun cuando era ella quien había acudido a pedirle dinero.

Justo enfrente de la casa había un solar en el que estaba previsto construir viviendas. Kuniko estacionó el coche delante de un montón de arcilla y atravesó la calle. En el portal vio una bicicleta que le resultó familiar. Era la de la Maestra. Kuniko supuso de inmediato que Yoshie había acudido a casa de Masako para recoger el dinero. Sin embargo, pensó que quizás Yoshie no lo necesitara para ese mismo día y que Masako podría dejárselo a ella primero. Así pues, decidió dar el paso y plantear esa posibilidad a sus compañeras.

Llamó al interfono pero no obtuvo respuesta. Llamó varias veces, pero en la vivienda reinaba el silencio. Imaginó que quizá habían salido, pero tanto el Corolla de Masako como la bicicleta de Yoshie estaban en el porche. Era muy raro. Tal vez estuvieran durmiendo, pensó entonces, consciente de que también ella tenía sueño. De pronto recordó que Yoshie tenía que cuidar de su suegra inválida, por lo que no podía permitirse quedarse dormida en cualquier lugar.

Con cierto resquemor, rodeó la casa con el paraguas en la mano. Desde el jardín vio lo que parecía el comedor, a oscuras y en silencio. Sin embargo, al final del pasillo había una luz encendida. Probablemente, al estar en esa estancia no habían oído el interfono.

Regresó al porche y, rodeando la casa en sentido contrario, llegó a lo que parecía un baño, en la parte trasera. La luz estaba encendida y oyó a Masako y Yoshie hablar en voz baja. ¿Qué estarían haciendo? Pasó la mano entre los barrotes metálicos y golpeó el cristal.

—¡Eh! ¡Soy Kuniko! —gritó. Las voces al otro lado del cristal cesaron de inmediato—. He venido a pedirte un favor. Está también la Maestra, ¿verdad?

Después de otro silencio, la ventana se abrió y Masako se asomó enfadada.

—¿Qué quieres?

—Tengo que pedirte un favor —respondió Kuniko con su tono de voz más agradable.

Tenía que convencer a Masako para que le prestara dinero, como mínimo cincuenta y cinco mil doscientos yenes, y a poder ser algo más para llegar a fin de mes.

—¿Qué favor?

—Desde aquí es un poco incómodo —dijo Kuniko.

Se giró para mirar la casa de al lado, a escasos centímetros de su espalda. Estaba justo frente a una ventana de lo que probablemente fuera un retrete.

—Ahora estoy ocupada —repuso Masako irritada—. Habla.

—Pues… —empezó Kuniko, pero se calló, intrigada por lo que Masako y Yoshie pudieran estar haciendo en el baño. Notó un ligero olor a podrido, pero cuando olfateó el ambiente Masako se apresuró a cerrar la ventana—. ¡Un momento, Masako! —gritó desesperadamente para que su compañera la escuchara—. Me he metido en un lío tremendo.

—De acuerdo —dijo Masako en voz baja, para que no la oyeran los vecinos—. Ve a la puerta. En seguida te abro.

Kuniko se sentía satisfecha por haber convencido a Masako, pero también intrigada por algo raro que había entrevisto antes de que la ventana se volviera a cerrar. Parecía un pedazo de carne. Quizá estuvieran cortando una pieza de ternera o de cerdo. Aun así, era muy grande y no entendía qué demonios estaban haciendo en el baño. Además, Yoshie no había salido a saludarla y Masako se comportaba de una forma extraña.

Kuniko se plantó delante de la puerta sin dejar de preguntarse qué estaría pasando; Masako no apareció. Cansada de esperar, volvió a rodear la vivienda hasta la ventana del baño. Oyó un leve murmullo de agua. Al parecer estaban lavando algo. Y volvían a hablar en susurros. Kuniko decidió que debía descubrir en qué andaban metidas. Aquello olía a dinero.

Al oír que Masako salía del baño, se apresuró a volver a la puerta de entrada y esperó con cara de inocencia. Finalmente apareció Masako, vestida con un polo y pantalones cortos. Llevaba el pelo recogido en una cola enmarañada y la expresión de su rostro parecía más despiadada que la que recordaba de hacía unas horas, al salir de la fábrica. Kuniko la miró acobardada.

—¿Qué pasa?

—¿Puedo entrar?

—¿Qué quieres? —insistió Masako, imperturbable.

—Es que aquí es un poco incómodo… —esgrimió Kuniko esforzándose por ser amable.

—De acuerdo —accedió Masako a regañadientes.

Al entrar, Kuniko miró a su alrededor. El recibidor no era muy amplio pero estaba ordenado. Sin embargo no había ni un solo cuadro, ni una sola flor. Esa austeridad casaba muy bien con la personalidad de Masako.

—¿Qué quieres? —le preguntó plantándose frente a ella para evitar que pudiera adentrarse más en la vivienda o ver lo que había más allá del recibidor.

Al comprobar que Masako la trataba con arrogancia, Kuniko notó crecer en su interior un ligero odio hacia ella.

—Bueno… ¿podrías prestarme algo de dinero? Olvidé que ayer tenía un pago pendiente y estoy sin blanca.

—¿Y tu compañero?

—Ha cogido todo lo que teníamos y se ha largado.

—¿Que se ha largado? —repitió Masako.

Al ver que la expresión de Masako se relajaba, Kuniko volvió a sentir una punzada de odio. Sin embargo, trató de reprimirse y se limitó a mirar al suelo.

—Pues sí. Y no sé dónde se ha metido. No sé qué hacer.

—Vaya. ¿Cuánto necesitas?

—Cincuenta mil. Bueno, puedo apañármelas con cuarenta mil.

—No los tengo aquí. Tendré que ir al banco.

—¿Te importa? —dijo Kuniko—. Te estaría muy agradecida.

—Ahora mismo no puedo.

—Pero le has dejado dinero a la Maestra, ¿no es verdad? —insistió Kuniko.

Masako frunció el ceño.

—Perdona mi franqueza, pero ¿me lo vas a devolver?

—Claro que sí —aseguró Kuniko.

Masako se quedó pensativa, con una mano en la barbilla. Kuniko dio un respingo al ver que sus uñas estaban manchadas con lo que parecía un rastro de sangre.

—Hoy me es imposible —dijo Masako finalmente—. Si puedes esperar a mañana…

—Mañana es demasiado tarde. Si no pago hoy, me enviarán un cobrador.

—En eso no puedo ayudarte…

Kuniko no dijo nada. Masako tenía razón, pero sus palabras eran excesivamente duras.

De repente escucharon la voz de Yoshie.

—Ya sé que no es asunto mío, pero deberías prestarle el dinero. Al fin y al cabo, es nuestra compañera.

Masako se volvió enfurecida no tanto por las palabras de Yoshie como por el hecho de que hubiera salido de donde estaba. Yoshie llevaba puesta la misma ropa que usaba en la fábrica; tenía ojeras y parecía exhausta.

Al percibir que querían ocultarle lo que estaban haciendo, Kuniko vio una buena oportunidad para contraatacar.

—Por cierto, ¿qué hacíais? —Masako no respondió y Yoshie desvió la mirada—. ¿Qué hacíais en el baño? —insistió Kuniko.

—¿Tú qué crees? —repuso Masako sonriendo levemente y clavando la vista en Kuniko, a quien se le puso la piel de gallina.

—Ni idea.

—¿Has visto algo?

—Sí, bueno… un pedazo de carne…

—Pues ven. Voy a enseñártelo.

Yoshie puso alguna objeción, pero Masako agarró con fuerza a Kuniko por la muñeca. Una parte de ella sintió la necesidad de echar a correr, mientras que la otra se moría de ganas por ver lo que hacían en el baño, especialmente si había dinero que ganar.

—¿Qué haces? —dijo Yoshie tirando a Masako del brazo—. ¿Estás segura?

—Claro que sí. Nos ayudará.

—No lo creo —repuso Yoshie.

—¿En qué os tengo que ayudar, Maestra? —preguntó Kuniko.

Yoshie no respondió. Se quedó mirando al suelo con los brazos cruzados, mientras Masako hacía ademán de arrastrarla por el pasillo. Al llegar a la puerta del baño, Kuniko vio un brazo en el suelo, bajo una luz cegadora y estuvo a punto de desmayarse.

—¿Qué es eso?

—El marido de Yayoi —reveló Masako mientras expelía el humo del cigarrillo que acababa de encender.

Al recordar la sangre seca en las uñas de Masako y el olor que había notado desde fuera, Kuniko se echó las manos a la boca para no vomitar ahí mismo.

—¿Por qué? ¿Por qué? —murmuró, sin dar crédito a lo que estaba viendo.

Quizá lo hubieran orquestado para asustarla, como en una casa encantada.

—Yayoi lo ha matado —dijo Yoshie con un suspiro.

—¿Y qué estáis haciendo con él?

—Nos estamos ocupando de él —explicó Masako, como si fuera obvio—. Es un trabajo más.

—Esto no es ningún trabajo —replicó Kuniko.

—Claro que lo es —aseguró Masako—. Si quieres dinero, ayúdanos.

Al oír la palabra «dinero», Kuniko cambió de opinión.

—¿Y cómo puedo ayudaros?

—Nosotras lo cortamos y lo ponemos en bolsas, y tú te encargas de tirarlas —propuso Masako.

—¿Sólo tirarlas?

—Sí.

—¿Y cuánto saco?

—¿Cuánto quieres? Hablaré con Yayoi. A cambio, no deberás decírselo a nadie.

—De acuerdo.

En cuanto aceptó, Kuniko se dio cuenta de que acababa de caer en la trampa que Masako le había tendido para cerrarle la boca.

3

Al salir de la fábrica, Yayoi Yamamoto abrió el viejo paraguas rojo, se subió a la bicicleta y empezó a pedalear.

La luz que se filtraba a través del paraguas teñía sus brazos de un vivo tono rosado. Quizá sus mejillas también desprendían el lustre rojizo de una muchacha, pensó Yayoi. Sin embargo, en contraste con el aura de color rosa que la acompañaba mientras avanzaba lentamente en su bicicleta, el resto del mundo adoptaba un tono más apagado. El asfalto mojado, los árboles con su nuevo follaje a ambos lados de la calle y las casas aún dormidas con las contraventanas cerradas proyectaban una sombra negruzca.

El paraguas creaba una burbuja rosa, pero todo a su alrededor era sombrío y deprimente. De alguna manera, ésa era la imagen de lo que le esperaba después de haber matado a su marido.

Yayoi recordaba perfectamente cómo había acabado con la vida de Kenji, pues, al fin y al cabo, lo había hecho con sus propias manos. Sin embargo, la idea de que Kenji simplemente había desaparecido tomaba cada vez más fuerza: llevaba tanto tiempo siendo una mera presencia en casa que le resultaba más fácil creer esa fantasía que la realidad.

El paraguas empezaba a pesar a causa de la lluvia que había absorbido. Cuando Yayoi bajó el brazo un instante para descansar, el mundo de color rosa desapareció y las pequeñas casas que la rodeaban recobraron su aspecto habitual. La lluvia caía suavemente, mojándole la cara y el pelo. La embargó la sensación de que había vuelto a nacer y sintió brotar un coraje renovado en su interior.

Al llegar a la esquina del callejón donde vivía, recordó que la noche anterior había esperado a Masako en ese mismo lugar. Nunca olvidaría el hecho de que su compañera hubiera aceptado lo ocurrido y se ofreciera a ayudarla. Ahora estaba dispuesta a hacer lo que fuera por Masako, sobre todo porque era ella quien había asumido la desagradable tarea de deshacerse del cadáver.

Yayoi abrió la puerta y entró en casa. Quizá la presencia de los niños le hizo sentir más intensamente el olor del hogar, que le recordaba al de un perrito tumbado al sol. Ahora la casa les pertenecía a ella y a los niños. Kenji no iba a volver, si bien debía ir con cuidado para no dar a entender que ya lo sabía. Le preocupaba desempeñar de forma convincente el papel de esposa desesperada.

Sin embargo, sintió un cosquilleo al recordar la imagen del cuerpo sin vida de Kenji tumbado en el recibidor.

«El muy imbécil se lo tenía bien merecido», pensó. Nunca antes había utilizado ese lenguaje. Pero tampoco había ido nunca de caza, por lo que no entendía muy bien la sensación que se experimentaba al abatir un animal en el bosque. Quizá era realmente así.

Finalmente consiguió serenarse y, mientras se ponía las zapatillas, echó un vistazo al recibidor para comprobar que no había quedado ni rastro de Kenji. Entonces se le ocurrió que no recordaba el calzado que llevaba su marido. Al abrir el armario comprobó con alivio que faltaba el par de zapatos nuevos: al menos Masako no había tenido que cargar con un par viejo y sucio.

A continuación se asomó a la habitación y se alegró al ver que los niños aún dormían. Mientras cubría al más pequeño con la manta, sintió remordimientos por haberles dejado sin padre.

—Pero papá ya no era el de antes —murmuró.

En ese momento, se dio cuenta de que Takashi, el mayor, estaba despierto. La buscaba parpadeando con ansiedad. Yayoi se le acercó y le dio unas palmaditas en la espalda.

—Ya estoy en casa —dijo en voz baja—. No pasa nada. Duerme, cariño.

—¿Papá también está? —preguntó el niño.

—Todavía no —mintió Yayoi.

Takashi miró unos segundos a su alrededor, pero Yayoi le siguió acariciando la espalda hasta que se durmió. Pensando en lo que le esperaba, decidió que lo mejor sería dormir un poco. Dadas las circunstancias, no sabía si lo conseguiría, pero al acariciar el morado que tenía en el estómago el sueño la venció.

—Mamá, ¿dónde está Milk?

Yayoi despertó de repente cuando su hijo pequeño, Yukihiro, se puso a botar sobre su futón. Le costó dejar atrás los sueños y volver a la realidad. Abrió los ojos y echó un vistazo al reloj. Eran más de las ocho. Los niños tenían que estar en la guardería antes de las nueve. Se levantó del futón; aún estaba vestida y sus ropas estaban impregnadas de sudor.

—Mamá, Milk no está —insistió Yukihiro.

—Andará por ahí —respondió Yayoi mientras recogía el futón.

Al repasar los acontecimientos de la noche anterior, consiguió recordar que Milk había desaparecido por la rendija de la puerta cuando vio lo que ella había hecho con Kenji. Le extrañó que algunos detalles empezaran a resultarle borrosos, como si hiciera mucho tiempo que habían sucedido.

—Te he dicho que no está —insistió el niño entre sollozos.

Era más brusco y menos sensible que su hermano, pero aun así estaba encaprichado con Milk. Yayoi llamó a su hijo mayor para que ayudara a su hermano a buscar al gato. Takashi apareció en pijama, con semblante preocupado y triste.

—¿Papá ya se ha ido al trabajo? —preguntó.

Kenji llevaba un tiempo durmiendo en la pequeña habitación de la entrada cuando llegaba tarde del trabajo. Al parecer, Takashi había ido a buscarlo nada más despertarse.

—No. Se habrá quedado a dormir en algún sitio. Ayer no volvió.

—No es verdad —repuso Takashi—. Sí volvió.

Yayoi lo miró horrorizada. Era increíble lo mucho que se parecía a ella cuando la delicada cara del pequeño denotaba inquietud.

—¿A qué hora? —preguntó.

Al oír su voz temblorosa, Yayoi cayó en la cuenta de que ése no era más que el primer asalto de un largo combate para convencer a su hijo.

—No sé la hora —respondió Takashi, adoptando un tono de persona adulta—. Pero le oí llegar.

—¿Le oíste? —preguntó Yayoi aliviada—. Seguro que era mamá que se iba al trabajo. Venga, date prisa. Si no, vamos a llegar tarde.

Takashi empezó a protestar, pero ella no le hizo caso y se dirigió a Yukihiro, que buscaba a Milk debajo del sofá.

—Yo lo buscaré —dijo—. Vosotros tenéis que arreglaros para ir a la escuela.

Yayoi preparó el desayuno con lo que tenía en la cocina y les puso el chubasquero a los niños. Los montó en su bicicleta, uno delante y el otro detrás, y los llevó a la escuela. Cuando los dejó, por fin pudo tranquilizarse. Le entraron ganas de llamar a Masako para saber cómo había ido todo, o incluso de ir a su casa para verlo con sus propios ojos. Sin embargo, Masako le había insistido que esperara a que se pusiera en contacto con ella, de modo que abandonó la idea de llamarla y volvió a casa.

Al llegar al callejón, vio a una vecina que limpiaba el punto de recogida de basura sin dejar de quejarse de la poca educación de los vecinos a la hora de tirar las bolsas.

—Buenos días —la saludó Yayoi a su pesar—. Gracias por ocuparse de la limpieza.

La respuesta de la mujer la cogió por sorpresa.

—¿Ese gato no es tuyo? —dijo señalando un gato blanco que se escondía detrás de un poste de teléfonos.

Era Milk.

—Pues sí —respondió Yayoi—. ¡Milk! ¡Milk! —gritó agitando la mano. El gato arqueó la espalda y aulló—. Te vas a mojar. Ven a casa —dijo, pero Milk salió corriendo en dirección contraria.

—Qué raro —observó la mujer—. ¿Qué le pasa?

Yayoi consiguió controlar sus nervios ante la vecina y siguió llamando al gato. Seguramente no volvería… igual que Kenji. Se quedó con la mirada fija en el lugar en que lo había visto por última vez.

El horario de Yayoi era poco habitual: al volver a casa por la mañana, después de trabajar toda la noche, preparaba el desayuno para Kenji y los niños, llevaba a éstos a la escuela y después se acostaba. Le disgustaba hacer el turno de noche, pero no había muchos empleos que aceptaran a una mujer con dos hijos pequeños ante el temor de que se ausentara del trabajo en cualquier momento. Antes de empezar en la fábrica, había trabajado de cajera en un supermercado, pero como quería librar los domingos y tenía que quedarse en casa con frecuencia para cuidar de sus hijos, no había durado mucho. El turno de noche le pasaba factura, pero el sueldo era mejor que el de cualquier empleo con un horario normal y le permitía acostar a los niños antes de ir a la fábrica. Además, tenía la suerte de contar con compañeras como Masako y Yoshie.

Se preguntó cómo saldría adelante sin el sueldo de Kenji. Aunque lo cierto era que los últimos meses se las había apañado sin ver un solo yen de lo que él ganaba, así que no lo notaría. Ya se le ocurriría algo. Tenía la sensación de que lo sucedido la noche anterior la había fortalecido.

Quería llamar a la oficina de Kenji cuanto antes, pero como no quería precipitarse decidió seguir la misma rutina de cada día: se tomó medio somnífero y se tumbó en el futón. Esta vez le costó conciliar el sueño, y al poco rato de haberse dormido se despertó empapada en un sudor frío: había soñado que estaba tendida junto a Kenji. Se sacudió la imagen de la cabeza, dio media vuelta y siguió durmiendo.

Al cabo de un rato, la despertó el sonido lejano del teléfono. «Debe de ser Masako», pensó, así que se levantó, medio aturdida aún por los efectos del somnífero.

—Me llamo Hirosawa —dijo la voz al otro lado del hilo—. ¿Está su marido en casa?

Le telefoneaban de la pequeña empresa de materiales para la construcción donde trabajaba Kenji. «Ha llegado la hora de la verdad», se dijo Yayoi.

—No… —respondió—. ¿Quiere decir que no está ahí?

—Todavía no ha llegado —explicó Hirosawa.

Yayoi se volvió para mirar el reloj: era más de la una.

—De hecho —dijo—, ayer no volvió a casa. No sé dónde habrá pasado la noche, pero creía que ya estaría en la oficina. Iba a llamar, pero como no le gusta que lo moleste…

—Ya —la cortó el hombre, creyendo que debía mostrar cierta solidaridad con su compañero—. Entiendo que esté preocupada.

—Nunca ha hecho algo así y no sé qué pensar —observó Yayoi—. De hecho, ahora iba a telefonearle —añadió recordando que Hirosawa era el jefe de la sección donde trabajaba Kenji.

Tras imaginar su figura larguirucha y poco atractiva, trató de parecer inquieta y avergonzada a la vez.

—No se preocupe —dijo Hirosawa—. Estará en algún lugar durmiendo la mona… Oh, vaya… No creo que eso la tranquilice mucho… Su marido no ha faltado nunca sin motivo, o sea que tendrá sus razones. Quizá esté estresado y haya decidido tomarse unos días de asueto. Puede pasarle a cualquiera.

—¿Sin llamar a casa? —preguntó Yayoi.

—Bueno… —murmuró Hirosawa, sin saber qué contestar.

—¿Qué debo hacer?

—¿Qué le parece esperar hasta la tarde y, si todavía no se ha puesto en contacto con nadie, denunciar su desaparición?

—¿Y dónde se denuncia? —preguntó—. ¿En la comisaría?

—No creo. Pero no se preocupe: yo mismo haré la consulta —propuso Hirosawa—. Me hago cargo de su situación, pero piense que los hombres somos así. A veces nos da por hacer estas tonterías. Seguro que no ha desaparecido.

Después de colgar, Yayoi echó un vistazo al comedor, donde reinaba un silencio absoluto. Había dejado de llover. De pronto sintió hambre. No había comido nada desde la noche anterior. Se preparó lo que había quedado del desayuno de los niños con un poco de arroz, pero al sentarse a la mesa se le revolvió el estómago. Mientras jugueteaba con los palillos, sonó de nuevo el teléfono.

—Hola, soy Hirosawa.

—¿Ha averiguado algo?

—Lo hemos hablado y hemos decidido esperar hasta mañana. ¿Qué le parece?

—¿Ah, sí? —dijo Yayoi con un suspiro—. Ya entiendo. Supongo que no vale la pena armar jaleo si al final no es nada grave, ¿verdad?

—No, no es eso —explicó Hirosawa—. Hemos creído conveniente esperar un poco. Si mañana por la mañana aún no ha vuelto, cabe pensar en que tal vez le haya pasado algo y nos pondremos en contacto con la policía.

—¿Con la policía?

—Exacto. Hay que llamar al 110.

«O sea —pensó Yayoi—, que mañana por la mañana tendré que llamar a la policía, porque es imposible que Kenji haya vuelto.»

—Pero estoy muy preocupada. Llamaré esta tarde.

—¿A la policía?

—Sí. Tal vez le haya pasado algo, no sé, que esté ingresado en algún sitio. Es la primera vez que hace algo así. Estoy muy preocupada.

—Bueno, si así va a quedarse más tranquila… —dijo Hirosawa—. Pero estoy seguro de que aparecerá en cualquier momento. Y bien arrepentido.

«No lo creo», se dijo Yayoi, tras decidir que llamaría a la policía esa misma tarde. Sería lo normal en un caso como ése. Casi sin darse cuenta, Yayoi había empezado a hacer cálculos.

Pasadas las cuatro, mientras se preparaba para ir a recoger a los niños, el teléfono volvió a sonar.

—Soy yo —dijo Masako en voz baja.

—Hola. ¿Cómo ha ido? —preguntó Yayoi temiendo que hubiera pasado algo.

—Ya está, no tienes por qué preocuparte —anunció Masako—. Pero las condiciones han cambiado.

—¿A qué te refieres?

—La Maestra y Kuniko me han ayudado.

Yayoi sabía que Yoshie estaba al corriente de lo sucedido, pero le sorprendió que Kuniko también estuviera implicada, trabajaban juntas en la fábrica, pero no sabía si podía fiarse de ella. De repente se inquietó.

—¿Estás segura de que Kuniko no se lo va a contar a nadie?

—No he podido evitarlo —se justificó Masako—. Ha aparecido sin avisar y lo ha visto todo. Pero, bien pensado, ella sabe que tu marido te había pegado y que lo había perdido todo jugando al bacará. Si se lo hubiera explicado a la policía, las sospechas habrían recaído inmediatamente sobre ti.

Masako tenía razón. Parecía que todo se solucionaba según lo previsto, que cada nudo acababa por desenredarse. Al contar a sus compañeras lo que había sucedido hacía dos noches, no podía ni imaginar que acabaría matando a Kenji; pero ya no había vuelta atrás y Masako estaba en lo cierto. Tenía que confiar en ella.

—Lo vio todo y aceptó ayudarnos. Pero tanto ella como Yoshie quieren dinero a cambio. ¿Puedes conseguir quinientos mil yenes?

No esperaba tener que desembolsar dinero, pero estaba dispuesta a hacer lo que le propusiera Masako.

—¿Quinientos mil entre las dos?

—Sí. Cuatrocientos para la Maestra y cien para Kuniko. Lo único que tiene que hacer es deshacerse de las bolsas. Con eso se darán por satisfechas. Creen que, ya que tú lo has matado, tienes que hacerte cargo de él hasta el final.

—De acuerdo. Pediré el dinero a mis padres.

Los padres de Yayoi vivían en la prefectura de Yamanashi y no eran ricos. Su padre era oficinista y estaba a punto de jubilarse. Le desagradaba la idea de pedirles dinero, pero ahora que se había quedado sin ahorros no tenía ni para vivir. De todos modos, tarde o temprano tendría que pedírselo.

—Bien —dijo Masako secamente—. ¿Cómo te ha ido a ti?

—Hace un rato han llamado de su oficina. Querían que esperara a mañana, pero les he dicho que estaba muy preocupada y que iba a telefonear hoy mismo a la policía.

—Me parece perfecto. Así parecerá que no tiene por costumbre desaparecer sin avisar —convino Masako—. Esta noche no irás a la fábrica, ¿verdad?

—No.

—Muy bien. Mañana te llamo —concluyó Masako dispuesta a colgar.

—Masako —la cortó Yayoi.

—¿Qué quieres?

—¿Cómo ha ido?

—Ah. Ha sido un poco complicado, pero al final hemos podido cortarlo a pedacitos. Nos hemos repartido las bolsas y mañana por la mañana nos desharemos de ellas. Los jueves es el día de recogida en muchas calles. Los hemos metido en bolsas superresistentes.

—Pero ¿dónde pensáis tirarlas?

—Tendremos que dejarlas en los puntos de recogida del barrio. Ya sé que es un poco arriesgado, pero no podemos ir demasiado lejos… Procuraremos que nadie nos vea.

—De acuerdo —dijo Yayoi—. Y gracias.

Al recordar a la vecina que había visto por la mañana limpiando el punto de recogida, rezó para que todo saliera bien.

En cuanto colgó, volvió a coger el auricular y telefoneó a un servicio que no había utilizado antes. De inmediato, respondió una voz masculina.

—Ciento diez. ¿En qué puedo ayudarle?

—Anoche mi marido no volvió a casa… —dijo Yayoi con un tono de voz vacilante.

La reacción de su interlocutor fue sumamente profesional: le preguntó el nombre y la dirección y le dijo que esperara. Al cabo de unos segundos oyó la voz de otro hombre.

—Departamento de Asuntos Familiares. Dice que su marido no ha vuelto a casa. ¿Desde cuándo?

—Desde anoche. Y tampoco ha ido al trabajo.

—¿Últimamente ha tenido algún problema?

—No. Al menos que yo sepa.

—Entonces, espere a mañana y, si aún no ha vuelto, diríjase a nuestra oficina para rellenar un formulario. Deberá presentarse en la comisaría de Musashi Yamato. Sabe dónde está, ¿verdad?

—No podré esperar a mañana.

—Aunque acuda hoy, lo único que podremos hacer por usted será rellenar el formulario —explicó el hombre con benevolencia—. Todavía no podemos dar parte de su desaparición.

—Estoy muy preocupada —dijo Yayoi disimulando—. Nunca me había pasado algo así.

—No se trata de un niño ni de un anciano. Concédase un día más.

—De acuerdo —aceptó Yayoi.

Había hecho lo que debía. Una vez hubo colgado, dio un gran suspiro.

—Mamá, ¿hoy no vas al trabajo? —le preguntó Takashi durante la cena.

—No.

—¿Por qué?

—Porque papá no ha vuelto a casa y estoy preocupada.

—¿De veras? ¿También tú estás preocupada? —dijo Takashi, contento al ver que su madre compartía su inquietud.

Yayoi se dio cuenta de que, pese a su aspecto inocente, los niños entendían perfectamente lo que pasaba entre los adultos. Temía que Takashi se hubiera despertado la noche anterior y hubiera oído lo que sucedía. Si sus sospechas se confirmaban, debía encontrar el modo de que no se fuera de la lengua.

—Mamá —dijo Yukihiro al ver a su madre pensativa—. Milk está en el jardín, pero cuando lo llamo no quiere entrar.

—¡Pues que le zurzan! —exclamó Yayoi furiosa—. ¡No lo soporto!

Era una reacción tan inusual en ella que Yukihiro dejó caer los palillos sobre la mesa. Takashi dirigió la vista hacia otro lado, como si no quisiera ver nada.

Al percatarse de la reacción de los niños, Yayoi se arrepintió de sus palabras y decidió que debía consultar con Masako lo de Takashi y el gato. Sin darse cuenta, lo había dejado todo en manos de su compañera.

Al parecer, había olvidado que esa actitud era la misma que había adoptado con Kenji al principio de su relación.

4

Masako puso otro trozo de tela encerada sobre la tapa que cubría la bañera y depositó encima las cuarenta y tres bolsas de basura. La tapa se alabeó bajo el peso equivalente al de un hombre.

—No está mal lo que pesa, incluso sin sangre —dijo para sí misma.

—Es increíble —musitó Kuniko negando con la cabeza.

—¿Qué has dicho?

—Que es increíble. No puedo creer que estés tan tranquila —le espetó con un gesto de asco.

—¿Quién dice que esté tranquila? —repuso Masako—. Lo que más me sorprende es que vayas por ahí endeudada hasta las cejas, con un coche de importación y que, encima, tengas el valor y el coraje de pedirme dinero.

Al instante, las lágrimas asomaron a los pequeños ojos de Kuniko. Siempre iba muy bien maquillada, pero al parecer esa mañana no había tenido tiempo. Curiosamente, así se destacaba su juventud y un punto de inocencia.

—Quizá tengas razón —admitió—. Pero aun así seguro que soy más normal que tú. Si estoy metida en esto es porque me has engañado.

—¿Ah, sí? Entonces no necesitas el dinero, ¿verdad?

—Sí lo necesito. Si no, me quedaré en la ruina.

—Vas a seguir igual de arruinada. Conozco a mucha gente como tú.

—¿De dónde?

—De donde trabajaba antes —respondió Masako mirándola tranquilamente.

No le daba pena. Al contrario: si pudiera, jamás volvería a tener tratos con ella.

—¿Y dónde trabajabas? —preguntó Kuniko llena de curiosidad.

—No tienes por qué saberlo —repuso Masako negando con la cabeza.

—Vaya, ahora se hace la misteriosa.

—Pues sí. Si quieres el dinero, cumple con lo acordado.

—Lo cumpliré. Pero creo que hay ciertos límites que una no puede traspasar.

—No sé si eres la más indicada para dar lecciones de nada —le espetó Masako con una sonrisa.

Kuniko se abstuvo de responder, tal vez recordando al tipo mañoso que iría a cobrar a su casa. El lugar donde antes estaban sus lágrimas, ya secas, lo ocupaban ahora unas gotas de sudor que le resbalaban por la nariz.

—Has aceptado ayudarnos por dinero —prosiguió Masako—. Eres tan culpable como nosotras, o sea que no te hagas la remilgada.

—Pero… —protestó Kuniko, quien no pudo evitar echarse a llorar de nuevo, incapaz de replicar.

—Siento interrumpir —intervino Yoshie con los ojos hinchados de cansancio—, pero tengo que irme. Mi suegra se habrá despertado y tengo muchas cosas que hacer.

—De acuerdo, Maestra —dijo Masako señalando las bolsas llenas de carne y huesos—. ¿Puedes llevarte éstas?

—Voy en bicicleta —objetó Yoshie con una expresión de disgusto—. No puedo pedalear con tanto peso en la cesta y el paraguas abierto.

Masako miró por la ventana. Había dejado de llover y el cielo azul asomaba entre las nubes. Tendrían otro día de bochorno. Debían deshacerse del cadáver, pronto empezaría a descomponerse.

—Ya no llueve.

—Pero no puedo llevármelas.

—Entonces, ¿cómo vamos a deshacernos de ellas? —preguntó Masako cruzando los brazos y apoyándose contra la pared de azulejos.

Miró a Kuniko, que no se había movido de la pequeña sala contigua al baño, y añadió:

—Y tú llévate tu parte.

—¿Quieres que las ponga en el maletero?

—Pues claro. ¿O es que tu coche es demasiado bueno para eso? —dijo Masako irritada por la estupidez de su compañera—. Este trabajo no es como el de la fábrica, que termina cuando para la cadena. Aquí no habremos terminado hasta que hayamos dejado estas bolsas donde se las lleven sin averiguar su contenido. Hasta entonces no cobraréis. Y, si por lo que sea, alguien las descubre, deberemos asegurarnos de que no se sepa quién lo ha hecho.

—¿Estás segura de que Yayoi no va a confesar? —preguntó Yoshie.

—Si lo hace, podemos decir que nos ha chantajeado.

—Entonces, yo diré que me has chantajeado tú —dijo Kuniko sin darse por vencida.

—Como quieras. En ese caso olvídate del dinero.

—Eres horrible —protestó Kuniko reprimiendo un sollozo—. ¿Sabéis qué? —dijo cambiando de tema—. Este hombre me da pena. No hay nadie que sienta lo que le ha pasado.

—¡Cállate ya! —exclamó Masako—. Eso no nos incumbe. En todo caso, se trata de un asunto entre Yayoi y él.

—Pues yo creo que hemos hecho lo que debíamos —intervino Yoshie pausadamente—. Seguro que su alma se alegra. Hasta ahora, cuando oía que alguien había descuartizado un cadáver pensaba que era una crueldad, pero estaba equivocada. Trocear un cuerpo así no es más que una forma de respeto.

Masako pensó que Yoshie no dejaba de justificarse. Sin embargo, tenía que reconocer que había cierto orden y respeto en la tarea de rellenar las cuarenta y tres bolsas que descansaban sobre la tapa de la bañera.

Después de cortarle la cabeza, le habían separado las piernas y los brazos del tronco y los habían cortado por las articulaciones. Habían cortado los pies, las pantorrillas y los muslos en dos pedazos, con lo que habían salido seis bolsas por pierna. Los brazos habían quedado cercenados en cinco trozos. A instancias de Yoshie, también le habían seccionado las yemas de los dedos como si se tratara de sashimi para evitar que alguien pudiera descubrir su identidad. Así pues, sólo con los brazos y las piernas habían llenado veintidós bolsas.

El problema principal era el torso, al que habían dedicado la mayor parte del tiempo. Primero lo habían cortado longitudinalmente y le habían extraído las vísceras, con las que habían llenado seis bolsas. A continuación, habían procedido a separar la carne de las costillas, que habían cortado a rodajas. Otras veinte bolsas, que, sumadas a la de la cabeza, ascendían a cuarenta y tres. Hubieran querido trocear el cuerpo en pedazos más pequeños, pero ya habían invertido más de tres horas del modo en que habían procedido. Ya era más de la una de la tarde. No tenían más tiempo ni más energías.

Los pedazos estaban dentro de bolsas homologadas por el gobierno municipal de Tokio, bien cerradas y dobladas, y con una bolsa suplementaria para que no se viera el contenido. Si nadie descubría lo que había dentro, las bolsas serían quemadas como basura orgánica. El problema era el peso de cada bolsa, superior a un kilo. Para evitar llamar la atención, habían mezclado los pedazos que ponían en cada bolsa: un órgano con un pie, o un hombro con los dedos, una tarea que había desempeñado Kuniko, pese a sus reticencias. Yoshie había propuesto envolver los pedazos con papel de periódico, pero habían desestimado la idea temiendo que alguna hoja contuviera el sello de la empresa de distribución y pudieran relacionarla con un barrio en concreto. El problema era dónde tirar las bolsas.

—Maestra, como vas en bici llévate sólo cinco —propuso Masako—. Kuniko, tú quince. Yo me encargaré del resto y de la cabeza. Y poneos guantes para no dejar huellas.

—¿Qué piensas hacer con la cabeza? —preguntó Yoshie mirando asustada la única bolsa negra que había sobre la bañera.

—¿Con la cabeza? —repitió Masako imitando el tono reverente de Yoshie—. Voy a enterrarla en algún lugar. Es la única solución. Si la encuentran se irá todo al garete.

—Cuando se pudra nadie podrá identificarla —dijo Yoshie.

—Pero pueden averiguar la identidad por la dentadura —intervino Kuniko dándoselas de sabia—. Es lo que hacen cuando hay un accidente de avión.

—De todos modos —dijo Masako—, llevaos las bolsas bien lejos y dejadlas en varios puntos de recogida. Y procurad que no os vea nadie.

—Quizá sea mejor deshacerse de ellas esta noche, de camino a la fábrica —propuso Yoshie.

—Pero si se quedan toda la noche en la calle, nos exponemos a que atraigan a los gatos o a los cuervos —observó Kuniko—. Es mejor por la mañana.

—Mientras no os vea nadie, tiradlas cuando queráis —concluyó Masako—. Pero lejos de aquí.

—Una cosa, Masako —intervino Kuniko con timidez—. ¿No puedes conseguir algo de dinero? Cincuenta mil. Bueno, con cuarenta y cinco me las apaño. Así podría pagar lo que debo. Y si pudieras prestarme algo para vivir unos días…

—Bueno —accedió Masako—. Te lo descontaré de tu parte.

—¿Y cuánto es mi parte? —se interesó Kuniko.

Pese a las lágrimas que los habían inundado hasta hacía un instante, en sus ojos refulgió un brillo intenso.

Yoshie, incómoda, mantenía la mano firme en el bolsillo de sus pantalones. Sólo Masako sabía que contenía el dinero que habían encontrado en la cartera de Kenji.

—Vamos a ver —dijo Masako—. Has llenado las bolsas pero no has hecho el trabajo sucio, de modo que te corresponden unos cien mil. A la Maestra, cuatrocientos mil. Eso contando con que Yayoi pueda conseguir el dinero.

Yoshie y Kuniko se miraron un instante, decepcionadas. Sin embargo, ya sea porque Yoshie se conformaba con recibir una cantidad mayor que su compañera, o porque a Kuniko le iba bien recibir ese dinero con tal de no hacer el trabajo sucio, o porque ambas temían a Masako, ninguna de las dos protestó.

—Bueno, me voy —dijo Yoshie saliendo por la puerta sin ni siquiera mirar atrás.

—Masako —dijo Kuniko—, ¿te espero en el parking esta noche?

—Ah, no hace falta —respondió Masako mientras introducía las bolsas de basura en una bolsa más grande.

Kuniko la miró recelosa.

—¿Te pasó algo ayer? Llegaste muy tarde.

—No me pasó nada.

—Ya… —dijo Kuniko observándola con desconfianza.

Al quedarse sola, Masako cogió las bolsas que le correspondían, junto con la ropa y los objetos de Kenji, y las llevó hasta el maletero de su coche. De camino a la fábrica haría un pequeño reconocimiento y se desharía de todo esa misma noche o a la mañana siguiente.

A continuación limpió el baño a conciencia.

Sin embargo, al terminar seguía teniendo la sensación de que había restos de carne incrustados entre los azulejos. Además, pese a haber abierto la ventana y haber puesto en marcha el ventilador del baño, en la estancia aún persistía el olor a sangre y a podrido.

No era más que una ilusión provocada por el cansancio, pensó Masako. Yoshie había creído que sus manos seguían oliendo a sangre y las había sumergido en lejía hasta quemarse la piel. E incluso Kuniko, que sólo había introducido los pedazos en las bolsas, había vomitado en el lavabo y jurado, con lágrimas en los ojos, que jamás volvería a comer carne. Al fin y al cabo, ella se había controlado más que sus compañeras. Si ahora estaba limpiando una y otra vez el baño, se dijo, era porque temía que en el caso de un hipotético registro policial se descubrieran rastros de sangre. Intentaba guiarse por la razón en todo momento, y para ella hubiera sido humillante ver que era víctima de las mismas manías que sus compañeras.

Encontró un pelo en la pared. Era corto y tieso; sin duda pertenecía a un hombre. Lo cogió y se preguntó si sería de su marido, de su hijo o de Kenji, pero mientras lo observaba cayó en la cuenta de que lo que hacía no tenía ningún sentido. A menos que se practicara una prueba de ADN, nadie podría saber si era de una persona viva o de un muerto. Decidió tirarlo por el desagüe. Junto con el pelo desaparecieron sus últimas elucubraciones.

Después de llamar a Yayoi para tratar el asunto del dinero, se fue a la cama. Eran casi las cuatro. Normalmente se acostaba a las nueve y se levantaba a las cuatro, de modo que estaba exhausta. Sin embargo, tenía la mente lúcida y no pudo conciliar el sueño.

Se dirigió a la nevera, cogió una cerveza y se la bebió de un trago. No había estado tan tensa desde que había dejado su anterior trabajo. Volvió a la cama, pero no dejó de dar vueltas en el húmedo calor de la tarde estival.

Tenía la intención de dormir sólo un par de horas, pero al abrir los ojos se encontró con la húmeda oscuridad de la noche que se colaba por la ventana abierta de par en par. Al mirar el reloj, que seguía en su muñeca, se incorporó de un salto. Eran las ocho. Pese a que había refrescado, el polo que aún llevaba puesto estaba empapado en sudor. Había tenido varias pesadillas, pero no las recordaba.

Oyó la puerta de entrada. Sería Yoshiki o Nobuki. Se había dormido sin prepararles la cena. Lentamente, se dirigió hacia el comedor.

Nobuki estaba sentado a la mesa, ante una caja de comida preparada que al parecer había comprado en el supermercado. Debía de haber vuelto a casa y, al comprobar que no había nada preparado, había salido a comprar. Masako se quedó de pie junto a la mesa, pero su hijo no le dijo nada y siguió comiendo con expresión adusta. Era posible que hubiera notado algo raro, aunque parecía abstraído, con la vista fija en algún punto detrás de ella. Masako recordó que siempre había sido un niño muy sensible.

—¿Hay algo para mí? —le preguntó.

Nobuki bajó los ojos y en su rostro se dibujó una expresión severa, como si tuviera algo que proteger. Pero ¿qué? Hacía tiempo que Masako había renunciado a todo lo que necesitaba algún tipo de protección.

—¿Está bueno? —insistió ella.

Aún sin contestar, Nobuki dejó los palillos y se quedó mirando la comida. Masako cogió la tapa de plástico, donde habían quedado enganchados varios granos de arroz, miró la procedencia y la fecha de envasado. «Miyoshi Foods, Fábrica de Higashi Yamato. Expedido: 15.00.» Ya fuera por casualidad o por deseo expreso de Nobuki, no había duda de que era un menú especial que había salido de su fábrica al mediodía. Incómoda, Masako echó un vistazo al comedor, donde imperaba el orden. En ese momento le parecía irreal todo lo que habían hecho hasta el mediodía en su casa. Nobuki cogió los palillos y siguió comiendo sin decir nada.

Masako se sentó frente a él y observó distraídamente a su hijo masticar en silencio. Recordó el extraño sentimiento que le había despertado Kuniko al mediodía: el deseo de apartarla de su lado. Sin embargo, en ese instante, frente a ella había alguien con quien la unía un vínculo que jamás podría romper. Esa idea le hizo sentir una gran impotencia.

Masako se levantó de la mesa y se dirigió al baño, que estaba a oscuras. Encendió la luz e inspeccionó los azulejos que había limpiado por la tarde. Estaban secos, absurdamente limpios. Empezó a llenar la bañera.

Sin dejar de mirar cómo subía el nivel del agua, se desnudó y se duchó en el plato de ducha situado al lado de la bañera. Recordó que la noche anterior había intentado borrar cualquier rastro de Kazuo Miyamori en el lavabo de la fábrica. Desde entonces había estado en el baño con la sangre de Kenji hasta los tobillos, le habían quedado restos de carne entre las uñas y había troceado su cadáver, pero aun así lo que realmente quería eliminar con esa ducha era la presencia de Kazuo Miyamori. Al recordar las palabras de Yoshie sobre que nada diferenciaba a los vivos de los muertos asintió para sí bajo el chorro de agua caliente. Un cadáver era horripilante, pero al menos no se movía. Kazuo, en cambio, sí podía hacerlo. Sin duda los vivos eran más deprimentes.

Masako salió de casa dos horas antes de lo habitual, con los pedazos y la cabeza de Kenji en el maletero. Por fortuna, Yoshiki no había vuelto todavía. A diferencia de Nobuki, la relación que mantenía con su marido sí podía cambiar, de modo que quizá fuera mejor evitar sentir hacia él lo que experimentaba ante Kuniko.

Tomó la autopista Shin Oume para dirigirse hacia el centro. No había circulación, pero Masako prefería ir despacio, mirando a derecha y a izquierda. Quería olvidar el turno que le esperaba y el cadáver que llevaba en el maletero, y mirar el paisaje conocido con interés renovado.

Cruzó un gran puente y vio una planta depuradora a la izquierda. Desde el puente, la noria del parque Seibu parecía una enorme moneda iluminada brillando en la noche. Había olvidado esa imagen. La última vez que habían subido a la noria con Nobuuki era aún un niño. Ahora había cruzado la frontera y se había convertido en un extraño.

A la derecha discurría durante un buen trecho el muro de hormigón del cementerio Kodaira. Al ver el centro de golf, que se alzaba como una enorme jaula, dobló a la derecha y entró en el barrio de Tanashi. Después de avanzar varios minutos entre casas y campos, llegó al gran bloque de viviendas que buscaba.

Como la empresa donde había trabajado tenía su sede en Tanashi, podía situarse con relativa facilidad. Sabía que en ese bloque vivía mucha gente, que estaba mal organizado y que el punto de recogida de basuras estaba ubicado detrás del edificio y era bastante accesible. Detuvo el coche al lado del vertedero y, como si nada, sacó cinco bolsas del maletero y las introdujo en un contenedor. Había varios barriles azules con etiquetas con grandes letras que rezaban «Combustible» o «No combustible». Junto a ellos había varias bolsas apiladas. Masako retiró unas cuantas y puso las suyas en el fondo. Pedazos del cuerpo de Kenji quedaron camuflados entre las basuras domésticas.

Siguió con su ronda por el barrio. Cada vez que veía un bloque de pisos, buscaba el punto de recogida de basuras y, si estimaba que podía entrar sin que nadie le llamara la atención, depositaba varias bolsas. Y si mientras atravesaba alguna zona de viviendas veía un vertedero solitario, se apresuraba a dejar sus bolsas furtivamente. De este modo, el cuerpo y la ropa de Kenji no sólo quedaron esparcidos, sino que también fueron a parar a un lugar lejano. Lo único que le quedaba era la cabeza y los objetos que llevaba en los bolsillos.

Se acercaba la hora de ir a la fábrica. Había recobrado el ánimo a medida que el maletero se vaciaba. Sintió un atisbo de preocupación al pensar en cómo le habría ido a Yoshie sin ayuda de un coche, pero en seguida concluyó que como no se había llevado muchas bolsas no habría tenido mayores problemas. Además, Yoshie era de fiar. El problema era Kuniko. Se arrepentía de haberle confiado quince bolsas, e incluso pensó que si aún no las había tirado se ocuparía de hacerlo ella personalmente.

Masako rehízo el camino y en media hora llegó al parking de la fábrica. Kuniko todavía no había llegado. La esperó sin salir del vehículo, pero al ver que el Golf no aparecía se le ocurrió que quizá no fuera a trabajar a causa del shock. Aunque al principio se mostró enfadada, en seguida se dio cuenta de que el hecho de que Kuniko no acudiera al trabajo no cambiaba nada.

Al salir del coche, notó que el aire era muy seco para ser verano y mucho más fresco que por la mañana. También le llegó el característico olor a fritura que salía de la fábrica.

Recordó los respiraderos que se abrían en la alcantarilla cubierta de hormigón, y pensó que si arrojaba allí el llavero y la cartera nadie los iba a encontrar. Y por la mañana enterraría la cabeza de Kenji cerca del lago Sayama.

De pronto le asaltó el impulso de deshacerse de las pertenencias de Kenji y olvidarse de todo, pero al ver la espesa hierba y las persianas de la fábrica abandonada, recordó las palabras de Kazuo anunciándole que la estaría esperando. Sin embargo, después de lo que había sucedido por la mañana estaba convencida de que no la esperaría. Aun así, miró a su alrededor y no vio a nadie.

Se acercó a la alcantarilla y buscó uno de los respiraderos. Sacó el llavero y la cartera vacía de la bolsa y los tiró en el agujero. Al oírlos caer en el agua, sintió un gran alivio y se dirigió a la fábrica, que brillaba en medio de la oscuridad.

No se dio cuenta de que Kazuo Miyamori estaba agachado al lado de la persiana oxidada donde la noche anterior la había abordado.

5

Al salir de casa de Masako, Kuniko suspiró profundamente. El tiempo había mejorado e incluso se veían algunos retazos de cielo azul. El ambiente era húmedo, pero al respirar el aire fresco y limpio se animó un poco. Lo que le molestaba era la gran bolsa negra que llevaba en la mano, que contenía otras quince bolsas repletas de cosas horribles. Le sobrevino una arcada, que a duras penas pudo contener con una mueca. En ese instante, el aire que inspiró le pareció tibio y repugnante.

Dejó la bolsa en el suelo y abrió el maletero del Golf. El olor a polvo y a gasolina que salió del interior a punto estuvo de provocarle otra arcada. Sin embargo, lo que tenía que guardar era aún más asqueroso. Mientras apartaba un paraguas, zapatos y varias herramientas, fue consciente de lo increíble que era lo que acababan de hacer. Recordó el tacto de los pedazos de carne rosada a través de los guantes de goma; la blancura de los huesos; los trozos de carne aún con mechones de pelo… Al rememorar los detalles, juró y perjuró que jamás volvería a comer carne.

Delante de Masako había dicho que iría con cuidado a la hora de tirar las bolsas, pero lo que realmente quería era deshacerse de ellas cuanto antes. De hecho, ni siquiera quería meterlas en su Golf, ante el fundado temor de que en seguida empezarían a pudrirse y desprender mal olor. El hedor se impregnaría incluso en la suave piel de los asientos y, por mucho que utilizara un buen ambientador, sería imposible eliminarlo y la perseguiría para siempre. Al imaginar lo que podía pasar, miró a su alrededor y decidió deshacerse de las bolsas ahí mismo.

Cerca de donde se encontraba vio un pequeño grupo de casas nuevas que lindaban con un campo. Justo al lado había una pared de hormigón que delimitaba un punto de recogida de basuras. Después de un rápido reconocimiento para comprobar que Masako no la estuviera observando, echó a andar en esa dirección con la bolsa a cuestas.

Si encontraban los restos de Kenji en ese barrio los relacionarían con Masako, pero eso a Kuniko le resultaba indiferente. Al fin y al cabo, a ella la habían obligado a participar. Dejó la bolsa en el recinto bien conservado. Al caer al suelo, la bolsa negra se rajó y dejó a la vista el macabro contenido de las bolsas pequeñas. Kuniko hizo como si no lo viera, se volvió y echó a correr.

—¡Un momento! —gritó una voz masculina. Kuniko se detuvo en seco y vio a un hombre mayor vestido con ropa de trabajo que estaba frente al vertedero. Su rostro moreno reflejaba indignación—. Usted no vive aquí, ¿verdad?

—No —admitió Kuniko.

—Pues debe saber que no puede dejar esto aquí —dijo el hombre mientras cogía la bolsa para dársela—. Usted no es la única desconsiderada que viene por aquí, así que procuro vigilar desde ahí —añadió, señalando el campo con un gesto triunfal.

—Lo siento mucho —se disculpó Kuniko, que no soportaba que la amonestaran.

Cogió la bolsa y se alejó precipitadamente. Al llegar al coche, metió la bolsa en el maletero, esta vez sin pensárselo dos veces, y puso en marcha el contacto. Al mirar por el retrovisor, vio que el hombre la observaba desde lejos.

—¡Viejo de mierda! —dijo sin apartar la mirada del retrovisor—. ¡Ojalá te mueras!

Arrancó bruscamente, sin saber muy bien adonde dirigirse. Al cabo de unos minutos, se dio cuenta de lo difícil que le sería deshacerse de las dichosas bolsas sin llamar la atención, y se arrepintió de haberse metido en ese lío. Nada más y nada menos que quince bolsas. Pesaban tanto que llamaría la atención. No obstante, lo único que deseaba era deshacerse de ellas, con las manos al volante, miraba a derecha y a izquierda buscando un lugar donde tirarlas. Estaba tan ensimismada que varias veces los vehículos que iban detrás de ella tuvieron que hacer sonar el claxon para avisarla de que el semáforo se había puesto en verde.

Finalmente llegó a un barrio de casas de protección oficial en el que ya había pasado por la mañana. Un grupo de madres vigilaba a sus hijos mientras éstos jugaban en un parque destartalado. Kuniko vio a una de ellas tirar el envoltorio de un pastelito en una papelera situada al lado de un banco. De pronto, se le ocurrió una idea: tirar las bolsas en algún parque. Normalmente había muchas papeleras y nadie les prestaba mayor atención. Un parque. Y si era grande y con varias entradas, miel sobre hojuelas.

Satisfecha con su idea, Kuniko se animó y empezó a tararear una canción. Fijó la vista en la carretera y prosiguió su camino.

Había ido una vez al parque Koganei con sus compañeras de la fábrica para ver los cerezos en flor. Al parecer, era el parque más grande de Tokio. Si tiraba esas bolsas con su horrible contenido allí, nadie las encontraría.

Se dirigió a la parte trasera del parque y aparcó a orillas del río Shakujii. Era un día laborable y no había nadie. Se puso los guantes que Masako le había dado y sacó la bolsa negra del maletero. Entró en el parque por una de las puertas traseras y se dirigió a una pequeña arboleda cuyo verde follaje desprendía un aroma intenso. Dejó el camino y echó a andar por entre las espesas hierbas mojadas. Al poco, se dio cuenta de que sus zapatos blancos estaban empapados y que sus manos habían empezado a sudar dentro de los guantes. La respiración se le aceleró a causa de la desagradable sensación que se había apoderado de ella y del peso de la bolsa. Sólo deseaba encontrar un lugar donde deshacerse de la bolsa sin que nadie la viera, pero al parecer en ese bosque no había papeleras.

De repente, se abrió un gran claro ante ella. Como acababa de llover, no había casi nadie. Era un paisaje completamente distinto al que recordaba durante la época de los cerezos en flor. Echó un vistazo a su alrededor: había dos chicos jugando a pelota, un hombre que paseaba tranquilamente, una pareja en traje de baño haciéndose arrumacos sobre el césped, un grupo de mujeres que vigilaban a sus hijos mientras éstos jugaban y un anciano paseando con un gran perro. Eso era todo. No hubiera podido encontrar un lugar mejor, pensó riendo para sus adentros.

Procuró pasar por la sombra que proyectaban los árboles para no llamar la atención y empezó su ronda por todas las papeleras que vio en el claro. La primera fue un gran cubo situado cerca de la pista de tenis, donde dejó una de las bolsas. Depositó otras dos en una papelera que había al lado de unos columpios. Entonces se cruzó con un grupo de ancianos que habían salido de paseo y, haciéndose la despistada, se metió de nuevo en el bosque. En total, pasó casi una hora en el parque, yendo de acá para allá en busca de papeleras donde poder dejar las bolsas sin el concurso de miradas indiscretas.

Cuando por fin se hubo deshecho de todas, se sintió aliviada y le entró hambre. No había comido nada desde el desayuno. Al ver un puesto de comida, introdujo los guantes empapados y la bolsa negra vacía en el bolso y echó a correr hacia el mostrador, donde pidió un perrito caliente y una CocaCola. Se sentó en un banco de madera y los saboreó. Una vez hubo terminado, se acercó a una papelera para tirar el plato y el vaso de papel, pero al hacerlo vio un revuelo de moscas sobre un amasijo de fideos. Si el contenido de las bolsas que había tirado se pudría, pensó, las moscas acudirían en tropel, y después los gusanos. Volvió a tener una arcada y se le llenó la boca de saliva.

Tenía que volver a casa y dormir. Encendió un cigarrillo mentolado y echó a andar entre la hierba mojada.

Al cabo de media hora, llegó al edificio donde vivía. Avanzo tambaleándose por el pasillo, aturdida por el sueño, por lo que había visto en casa de Masako y por el esfuerzo realizado en el parque. Al llegar delante de la puerta de su apartamento, vio a un chico que salía de un rincón y que se dirigía hacia ella.

Kuniko lo miró sin interés: llevaba un traje oscuro y un maletín negro; debía de ser algún vendedor. Como no estaba de humor para comprar nada, se apresuró a abrir la puerta, pero no bien estaba a punto de entrar en casa el joven la llamó.

—¿La señora Jonouchi? —preguntó con una voz que le resultó familiar.

¿Por qué sabía su nombre? Kuniko se volvió y lo miró con desconfianza. El chico se le acercó esbozando una gran sonrisa. Llevaba un traje de lino, una camisa a cuadros y una corbata amarilla. Iba bien vestido, tenía buen tipo y el pelo teñido de castaño no le quedaba mal. Pensando que se parecía a un actor que salía mucho por la tele, a Kuniko se le despertó la curiosidad.

—Siento abordarla así —dijo el joven—. Me llamo Jumonji.

Sacó una tarjeta del bolsillo de la americana y se la alargó con ademán profesional. Al leerla, Kuniko soltó una exclamación. La tarjeta rezaba: «Million Consumers Center, Akira Jumonji, director ejecutivo».

Pese haber conseguido que Masako le prestara cincuenta mil yenes, con el trajín de las bolsas se le había olvidado pasar por el banco para hacer la transferencia. ¿Por qué diablos había ido a casa de Masako?, se preguntó. ¿Cómo podía ser tan estúpida? Normalmente era capaz de controlar sus sentimientos, pero en ese momento le resultó imposible disimular su frustración.

—Lo… lo siento… Tengo el dinero, pero se me olvidó hacer la transferencia. Le aseguro que lo tengo.

Al sacar la cartera del bolso, los guantes de plástico que había usado al tirar las bolsas cayeron al suelo sucio de hormigón. Jumonji se agachó para recogerlos, y se los devolvió con un gesto de extrañeza.

Kuniko se azoró aún más, si bien a la vez se alegraba de que el cobrador no fuera un tipo con aspecto de yakuza, sino un joven apuesto. «Todo saldrá bien», pensó con optimismo.

—Eran cincuenta y dos mil doscientos yenes, ¿verdad? —dijo al tiempo que sacaba los cincuenta mil que le había prestado Masako más los diez mil que le quedaban—. ¿Tiene cambio?

—Mejor no me pague aquí —dijo Jumonji negando con la cabeza.

—¿Quiere que vaya a hacer la transferencia? —preguntó Kuniko a la par que consultaba su reloj.

Eran casi las cuatro, pero podría ingresar el dinero en un cajero.

—No es necesario. Puede pagarme aquí, pero pensé que quizá no quisiera que la vieran sus vecinos.

—Ah, ya —asintió Kuniko haciendo una leve reverencia.

—Entiendo que debe ser difícil para usted —dijo él mientras contaba el cambio y le extendía un recibo—. Ya sé que no lo ha hecho con mala intención. Por cierto —prosiguió en un tono de voz más bajo y con un gesto de preocupación—, parece que su marido ha dejado su empleo.

—Ah, sí —admitió Kuniko, asombrada por todo lo que sabía su interlocutor—. Veo que está muy bien informado.

—Cuando encontramos un caso como el suyo —dijo sin perder la sonrisa—, nos permitimos investigar un poco. ¿Dónde trabaja ahora?

Atrapada por el tono suave y el aspecto agradable de Juinji, Kuniko acabó confesando.

—Pues… no lo sé.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Jumonji inclinando ligeramente la cabeza para indicar que no la entendía.

El gesto le recordó al que hacían los jóvenes actores en los concursos de televisión cuando no sabían responder a la pregunta que les planteaban.

—Es que ayer no volvió a casa. Puede que me haya abandonado.

—Perdone que me meta donde no me llaman —dijo Juinji—, pero ¿están casados?

—No —repuso Kuniko bajando la voz—. Vivimos juntos.

—Entiendo —dijo él con un suspiro.

La puerta de al lado se abrió para dejar paso a una mujer con un niño a la espalda y un carrito de la compra plegable en la mano. Saludó a Kuniko con una leve reverencia, sin poder disimular la curiosidad que sentía por saber quién era el chico que estaba con ella. Jumonji no dijo nada y se limitó a asentir con la cabeza hasta que la mujer desapareció al final del pasillo. Parecía preocupado por Kuniko.

—En el supuesto de que su marido se haya ido de casa —prosiguió—, ¿qué piensa hacer? Perdone que le haga esta pregunta, pero ¿se las podrá apañar económicamente?

Kuniko no supo qué contestar. Ése era el problema. Con los ciento veinte mil yenes que ganaba en la fábrica apenas le alcanzaba para pagar los intereses del préstamo, y con el mísero sueldo de Tetsuya cubrían el mes. Si Tetsuya se había ido, no le quedaría más remedio que buscarse otro trabajo durante el día.

—Tiene razón —respondió finalmente—. Tendré que buscarme otro trabajo.

—Mmm… —murmuró Jumonji pensativo—. Con otro trabajo podría salir adelante. Pero el problema son los créditos que tiene suscritos.

—Es verdad —dijo Kuniko, lacónica.

—Si no le importa, querría hablar del calendario de los próximos pagos.

Al ver que tenía la intención de entrar en su piso, Kuniko se puso nerviosa. Por la mañana había salido atropelladamente y lo había dejado todo patas arriba. No podía permitir que un chico tan atractivo viera ese desorden.

—¿Hay algún lugar por el barrio donde podamos hablar con calma? —preguntó Jumonji—. He venido en coche.

Kuniko suspiró aliviada.

—Si puede esperarme unos minutos…

—De acuerdo. La espero abajo. Es el Cima azul marino que está en el parking.

Tras esbozar de nuevo una agradable sonrisa, Jumonji le hizo una leve reverencia y se alejó por el pasillo.

¡Un Cima azul marino! ¡Y quería hablar con calma de los próximos pagos!

Kuniko olvidó lo sucedido en casa de Masako y entró en su piso con ánimo renovado. ¿Por qué precisamente ese día tenía que haber salido sin maquillar? ¿Por qué tenía que ir vestida con vaqueros y una camiseta vieja? Parecía la Maestra.

¿Y por qué había creído que el cobrador sería un tipo con aspecto de yakuza? Ni siquiera se había imaginado que pudiera ser un joven tan atractivo. Mientras se ponía crema en la cara, sacó la tarjeta y la volvió a leer: «Million Consumers Center, Akira Jumonji, director ejecutivo».

Director ejecutivo quería decir jefe. Embelesada, Kuniko no se planteó por qué el jefe de la agencia se interesaba personalmente por su situación, ni por qué tenía un nombre tan hortera como el de Jumonji.

6

Mientras se tomaba el café flojo y desabrido del restaurante, Jumonji estudiaba el rostro de Kuniko, sentada frente a él.

Al parecer, mientras la esperaba en el coche, se había maquillado y estaba un poco más presentable que cuando la había visto por primera vez en el oscuro pasillo del bloque de apartamentos donde vivía. Aun así, las gruesas capas de rímel y de maquillaje barato formaban una especie de máscara con la que intentaba ocultar su verdadero aspecto y su edad.

Jumonji, que por norma general no se interesaba por las chicas de más de veinte años, la encontraba desagradable. Para él, era un ejemplo evidente de que con los años las mujeres perdían todo su encanto.

«Vaya, otro impagado», pensó para sí, mientras ella le explicaba lo duro que era trabajar en la fábrica. Sus ojos se fijaron en los dientes delanteros, ligeramente salidos y con una mancha rosa de carmín.

—Así que quiere buscar un trabajo de día…

—Sí. Pero no encuentro nada que me convenza —respondió Kuniko desesperada.

—¿Qué tipo de empleo busca?

—Algún trabajo de oficina, pero no encuentro nada…

—Seguro que si busca, encuentra algo.

Pese a su respuesta, Jumonji pensaba que, llegado el caso, nunca emplearía a alguien como Kuniko. Su carácter irresponsable y autocompasivo se transparentaba tanto como una medusa. En sus treinta y un años de vida, se había topado con infinidad de personas como ella. A la que te descuidabas, empezaban a robar material de oficina, a hacer llamadas privadas o a ausentarse del trabajo sin motivo justificado, y a menos que las pillaras con las manos en la masa, seguían como si nada. Si él fuera patrón, no le daría trabajo.

—O sea que, de momento, piensa seguir sólo con su trabajo nocturno.

—Dicho así —dijo Kuniko sonriendo con timidez—, parece como si trabajase en algo relacionado con la prostitución.

«¿Cómo se atreve a reír?», pensó Jumonji. Endeudada hasta las cejas y con ese aspecto… Le caía cada vez peor. Dejó la taza en el plato y prosiguió:

—¿Le importa que le sea franco?

—Adelante —dijo Kuniko poniéndose seria.

—¿Cree que podrá hacerse cargo del pago del próximo mes? —preguntó con aire sumamente preocupado, arqueando las cejas y con un brillo de sinceridad en los ojos.

Sabía que era una pose infalible para ablandar a las mujeres y, en efecto, Kuniko parecía realmente confundida. Sin embargo, Jumonji no se dejó impresionar. No era tan ingenuo.

—Supongo que ya me las apañaré —respondió Kuniko—. De todos modos, no tengo otra opción.

—Es verdad. Pero si su esposo se ha ido, urge encontrar un nuevo avalador.

Jumonji recordaba que el marido de Kuniko sólo llevaba un par de años en su empresa, pero al tratarse de un grupo solvente habían decidido prestarles ochocientos mil yenes. Quizá Kuniko creyera que conseguir un crédito era coser y cantar, pero lo cierto es que sin el aval de su marido, legal o no, no le habrían prestado nada. Y ahora que su compañero había dejado el trabajo y se había esfumado, habían perdido la oportunidad de recuperar el dinero. La estupidez de Kuniko le ponía histérico. ¿Quién estaría dispuesto a dejar dinero a una inútil como ésa?

—Pues no se me ocurre nadie —dijo desorientada.

Al parecer, ni se le había ocurrido que iba a necesitar un nuevo avalador.

—Sus padres viven en Hokkaido, ¿verdad? —preguntó Jumonji leyendo la solicitud.

Kuniko había rellenado la dirección y el lugar de trabajo de sus padres, pero la columna reservada a otros familiares estaba vacía.

—Sí. Mi padre vive en Hokkaido, pero está enfermo.

—Si supiera que su hija tiene problemas, ¿no estaría dispuesto a ayudarla?

—Imposible. Ha estado ingresado en un hospital y se le ha acabado el poco dinero que le quedaba.

—Pues otra persona. Cualquiera puede servir: un familiar, un amigo… Sólo necesitamos su firma y su sello.

—No tengo a nadie.

—Pues vaya… —dijo Jumonji suspirando exageradamente—. Todavía está pagando el coche, ¿verdad?

—Sí. Me quedan dos años. No, tres. —¿Y si pide otro crédito?

—Intento evitarlo.

Después de esa estúpida respuesta, Kuniko se puso pálida en un abrir y cerrar de ojos y, olvidando por completo el cigarrillo que tenía en los labios, fijó la mirada en una camarera con uniforme rosa que llevaba un plato con un bistec. Extrañado, Jumonji vio cómo la frente se le perlaba de sudor.

—¿Le pasa algo?

—Es que la carne me da náuseas.

—¿No le gusta?

—No es lo mío.

—Pues tiene muy buena pinta —observó Jumonji, cansado de seguirle la corriente.

Lo único que le importaba era recuperar el dinero de esa pánfila que ni siquiera era consciente del lío en el que se había metido.

Si no podía pagar, siempre quedaba la posibilidad de ponerla a trabajar en algún bar de alterne, pensó. Ahora que, con esa cara y ese tipo, poco sacaría de ella. Lo mejor sería encontrar a algún usurero de medio pelo dispuesto a prestarle lo necesario para pagar las deudas, pero sin su compañero la cosa tenía muy mala pinta. La clave, pues, pensó Jumonji desesperado, era encontrar a su pareja.

De pronto, Kuniko levantó la cabeza.

—Tal vez dentro de poco cobre una buena suma de dinero —anunció—. Con eso y un trabajo durante el día, tendría de sobra.

—¿Una buena suma de dinero? —se interesó Jumonji—. ¿De algún trabajo?

—Bueno, más o menos…

—¿Y de cuánto estaríamos hablando?

—Mínimo doscientos mil.

Jumonji pensó que le tomaba el pelo. La miró a los ojos, que no paraba de mover de un punto a otro, y vio en ellos un brillo estremecedor, casi salvaje.

En su trabajo de cobro a impagados, Jumonji había conocido a mucha gente peligrosa y desesperada; personas que, al no poder devolver el dinero adeudado, recurrían a robos, estafas y toda suerte de artimañas. A algunos les podía la presión y la emprendían a golpes con el primero que se cruzaba en su camino. Sin embargo, Kuniko no parecía pertenecer a ese tipo de personas. Jumonji percibió en ella algo más confuso, un secreto. De hecho, era una sensación que había experimentado una sola vez. Rastreó en su memoria y encontró el rostro de una mujer que, después de recibir una visita suya y de sus compañeros, decidió tirar a sus hijos desde lo alto de un puente y se suicidó, dejando una carta donde daba cuenta de todas sus penas.

Ese tipo de personas eran incapaces de asumir sus errores y echaban la culpa de lo que les pasaba a los demás. Y, una vez se creían su paranoia, no les importaba a quién arrastraran con ellas.

Al identificar esa característica en Kuniko, Jumonji miró hacia otro lado y se fijó en las piernas enfundadas en calcetines blancos de un grupo de colegialas que fumaban en la mesa de al lado.

—Señor Jumonji, quizá sean quinientos mil —anunció Kuniko con una leve sonrisa.

—¿Son unos ingresos regulares?

—No exactamente —repuso ella desviando la mirada—. No son regulares, pero casi.

O sea que tenía una fuente de ingresos extra. Quizá tenía la intención de embaucar a algún vejete o de vender su cuerpo. Sea como fuere, Jumonji decidió que no valía la pena seguir indagando sobre su situación: mientras le devolviera el dinero que le debía, no le importaba en absoluto. Sólo era cuestión de encontrarle un avalador y ver qué pasaba.

—De acuerdo —dijo finalmente—. Como está al día de sus pagos, haremos una cosa: acérquese a la oficina mañana o pasado con la firma y el sello de su avalador —le propuso tendiéndole un nuevo formulario—. O, si lo prefiere, puedo desplazarme a donde me indique.

—¿Es necesario presentar uno si puedo pagar? —preguntó Kuniko torciendo el gesto.

—Lo siento, pero así son las normas. Entienda que, tras lo sucedido con su marido, la situación ha cambiado. Intente encontrar a alguien entre hoy y mañana.

—Entiendo —aceptó Kuniko asintiendo a regañadientes.

—Bien, entonces hasta pronto.

—Oh —dijo ella sin alzar la vista.

Se pasó la punta de la lengua por los labios, como si quisiera probar el carmín.

—Con permiso.

Jumonji cogió la cuenta y se levantó. En la cara de Kuniko se reflejó la decepción porque no se ofreciera a acompañarla a casa, aunque él se lamentaba incluso de tener que pagarle el café que se había tomado. Mientras esperaba en la salida para pagar, se quitó la pelusilla del traje, como si se sacudiera la tristeza que se le quedaba enganchada tras tratar con morosos.

No es que el trabajo no le gustara. La mayoría de personas con las que debía relacionarse sabían que nunca cancelarían sus deudas y sólo intentaban ganar tiempo. En esos casos, había que estar alerta, salirles al paso y sacarles el dinero. Perseguirles era incluso divertido.

Al llegar al Cima de segunda mano, estacionado en el enorme parking del restaurante, vio que al lado había un Gloria negro con los cristales tintados. Abrió la puerta y, cuando se disponía a subir, un tipo de rostro enjuto asomó la cabeza por la ventanilla del Gloria.

—¡Eh, Akira! ¡Cuánto tiempo!

Se trataba de Soga, un joven con quien había coincidido en la escuela secundaria del barrio de Adachi. Soga era dos años mayor que él y, según lo que le habían contado, después de dejar la escuela había entrado en una banda de moteros y, más tarde, en un grupo de yakuza.

—¡Soga! —exclamó Jumonji sorprendido—. ¡Cuánto tiempo ha pasado!

Se habían visto por última vez hacía cinco años, cuando se encontraron por casualidad en un club nocturno. Soga seguía tan delgado como siempre y su tez tenía un tono amarillo pálido, como si tuviera problemas hepáticos. Cinco años antes tenía pinta de gamberro, pero ahora parecía que las cosas le iban bien. Jumonji lo observó: iba peinado hacia atrás y llevaba una americana azul claro y una camisa rojiza con el cuello levantado.

—¡Qué fuerte! —exclamó Soga sonriendo mientras bajaba del coche—. ¿Qué demonios haces por estos barrios? ¿Alguna conferencia?

—No, hombre, no —repuso Jumonji—. Ya no estoy en ninguna banda. He venido por negocios.

—¿Negocios? ¿Qué clase de negocios?

Sin sacarse las manos de los bolsillos, Soga miró al interior del coche de Jumonji, pero no vio nada excepcional, salvo un mapa perfectamente plegado.

—¿Ya no llevas agarradera?

—Venga, no me jodas. De eso hace ya mucho tiempo.

—¿Y dónde vas con ese peinado? —preguntó Soga fijándose en el pelo de Jumonji, con la raya en el medio—. ¿Quieres parecer más joven de lo que eres?

—No.

—O sea que te has reciclado —dijo Soga cogiéndolo por las solapas.

—Tengo una financiera.

—Eso está bien. Siempre te gustó la pasta. Supongo que todo el mundo acaba haciendo lo que más le gusta.

—¿Y tú? —preguntó Jumonji marcando una cierta distancia de Soga.

—Pues esto —contestó formando un triángulo con los dedos.

Era el símbolo con el que se conocía a una banda de estafadores que actuaba en el barrio de Adachi.

—Entiendo —dijo Jumonji con una sonrisa nerviosa—. ¿Y qué haces por aquí?

—Pues ya ves… —dijo mirando hacia un rincón del parking.

Jumonji le siguió la mirada y vio a dos hombres discutiendo de pie al lado de sendos coches: al parecer, habían colisionado. El mayor parecía arrepentido, y el más joven, vestido con un traje chillón, gritaba y gesticulaba hecho una furia. En el parachoques posterior de uno de los vehículos había una gran abolladura.

—¿Un accidente? —preguntó Jumonji.

—Pues sí. Les han dado por culo.

—Vaya.

Jumonji recordó que últimamente había oído rumores sobre una banda mafiosa que se dedicaba a fingir accidentes. Incluso un compañero de trabajo le había enviado un correo electrónico con una lista de matrículas de los coches con que operaban. Su táctica consistía en localizar a una víctima propicia y frenar en seco para que los embistiera por detrás. El pobre conductor que había provocado el accidente bajaba del coche atolondrado y, según cómo reaccionara, buscaban la mejor forma de sacarle dinero. Jumonji conocía bien sus métodos; lo que no sabía era que Soga estuviera al frente de la banda.

—He oído rumores —dijo—. Así que sois vosotros.

—¡Qué dices! —disimuló Soga—. ¿No me has oído? Ese imbécil les ha dado por culo. Ha sido culpa suya.

Mientras hablaban, Kuniko había salido del restaurante y los miraba acobardada. Al ver que Jumonji se había percatado de su presencia, hizo ademán de marcharse. Jumonji se alegró de que lo hubiera visto con Soga: así se apresuraría en encontrar a un avalador.

—Soga, nos vamos al hospital —anunció uno de los chicos involucrados en el «accidente».

El hombre, de mediana edad, se había quedado de cuclillas al lado de los coches, negando ostensiblemente con la cabeza. Jumonji sabía que lo habían embaucado, pero no sintió lástima por él: no era más que un pobre idiota.

—Bueno, bueno —dijo Soga asintiendo con exageración—. Akira, ¿tienes una tarjeta? —preguntó y extendió una mano huesuda.

—Sí, claro —respondió Jumonji sacándose una tarjeta del bolsillo y ofreciéndosela con un ademán afectado—. Aquí tienes.

—Pero ¿esto qué es? —exclamó Soga—. ¿Desde cuándo te llamas Jumonji?

El verdadero nombre de Jumonji era Akira Yamada, pero como le parecía demasiado vulgar se lo había cambiado por el de su motociclista preferido.

—¿Suena raro?

—¿Cómo que si suena raro? Parece un nombre de actor. Pero bueno, siempre te ha gustado aparentar. Supongo que va contigo —dijo Soga tras guardarse la tarjeta en el bolsillo de la americana—. Ahora que el destino ha querido que nos volvamos a encontrar, deberíamos vernos más. Como en los viejos tiempos.

—Claro —aceptó Jumonji fingiendo entusiasmo. Parecía imposible que hubieran pertenecido a la misma banda de moteros.

—Podría serte de utilidad.

—Te llamaré en cuanto necesite que me echen una mano —dijo Jumonji—. Pero es una empresa pequeña, apenas tenemos problemas.

La mayoría de sus clientes eran gente normal y corriente a la que era innecesario agobiar: si lo hacías, te arriesgabas a que desaparecieran y te dejaran con una mano delante y otra detrás. Por otro lado, como eran seres débiles, de vez en cuando no estaba de más hacerles llegar un recordatorio. Lo difícil del negocio era encontrar un punto de equilibrio.

—Tú mismo —dijo Soga—. Pero que sepas que no me gusta verte tan pimpollo —le dijo dándole unas palmaditas en la mejilla—. Eres basura, pero los chavales de ahora son aún peores —prosiguió mirando a sus compinches—. Me llevan por el camino de la amargura. Les metería unos años en una banda a ver si aprenden.

—¿Y no tienes nada con lo que pueda ganar un buen dinero?

—Es lo que todos andamos buscando, imbécil —dijo Soga.

Entonces desvió la mirada de Jumonji y dio media vuelta para subir a su Gloria. Un muchacho con el pelo teñido de rubio, que parecía hacer las veces de chófer y guardaespaldas, lo esperaba al lado del automóvil.

Jumonji se quedó donde estaba hasta que Soga y su pandilla salieron del parking. Entonces subió al coche y arrancó. No tenía ningún interés en que Soga le prestara a sus granujas, pero si le ofrecía la ocasión de ganar algo de pasta estaba dispuesto a colaborar con él. Al fin y al cabo, el dinero nunca sobra.

En una calle situada detrás de la estación de Higashi Yamato había un bar ruinoso especializado en sushi para llevar. El toldo de la entrada estaba sucio y la furgoneta de reparto también estaba sucia de barro. Detrás del bar, un joven lavaba los toneles de arroz con la escobilla del váter. Era el típico establecimiento que no superaría ninguna inspección de sanidad. La oficina de Jumonji estaba al lado del bar, subiendo por una escalera prefabricada.

Jumonji subió la escalera chirriante y abrió la puerta de contrachapado, donde había una placa blanca en la que podía leerse: MILLION CONSUMERS CENTER.

—Hola, jefe —le saludaron sus dos empleados.

La oficina sólo estaba equipada con un ordenador y varios teléfonos, y frente a ellos, un joven aburrido y una mujer con un peinado demasiado atrevido para su edad.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Jumonji.

—Ni una sola pista desde después de la hora de la comida —respondió el chico. Aun sabiendo que era una pérdida de tiempo, Jumonji le había ordenado que intentara localizar a Tetsuya, el compañero de Kuniko Jonouchi—. No creo que lo encontremos.

—Bueno. Si nos va a costar dinero, déjalo.

El chico asintió aliviado. La mujer observó un instante sus uñas pintadas y se levantó.

—Jefe, ¿puedo irme antes? Mañana me quedaré hasta las cinco.

—Como quieras.

Jumonji había pensado en sustituirla por alguien más joven, pero al final desestimó la idea porque la mujer parecía tener un don especial para atraer a los clientes. Quizá era mejor echar al chico. Últimamente sólo pensaba en cómo suprimir gastos. Se sentó frente a la ventana preguntándose cuál podía ser la fuente de ingresos de Kuniko.

Delante de la estación había un solar lleno de maleza donde pronto se alzaría un nuevo edificio. Más allá, el sol empezaba a ponerse.

7

Se oía el murmullo de varios insectos, sonidos húmedos y sosegados que le hacían pensar en la hierba mojada por el rocío. No era como en Sao Paulo, donde el canto de los insectos se asemejaba a una campanilla repicando en el aire seco y cálido.

Kazuo Miyamori estaba acuclillado entre la espesa hierba, con los brazos alrededor de las rodillas. Llevaba varios minutos soportando la presencia de una nube de mosquitos. Estaba seguro de que le habían picado en los brazos desnudos, pero no podía moverse. Tenía que superar la prueba que él mismo se había impuesto. Él funcionaba así: si no era capaz de superar las pruebas que se imponía, estaba convencido de que se convertiría en una mala persona.

Aguzó el oído en medio de la oscuridad; no sólo oía el canto de los insectos sino también un suave rumor de agua. No era el murmullo de una ola, ni el fragor de un torrente, sino más bien el denso borboteo de un lodazal. Kazuo sabía que provenía de la alcantarilla: una espesa corriente de aguas residuales mezclada con restos de todo tipo fluyendo sin cesar debajo de una cubierta de hormigón.

Las hierbas secas crujieron con la brisa. En ese mismo instante, la puerta metálica oxidada que tenía a su espalda vibró con un sonido semejante al plañido de un animal. Kazuo pensó en el amplio espacio cavernoso que se extendía al otro lado de la puerta. La había retenido ahí mismo. Un sudor frío le empapó la espalda. ¿Qué había hecho? ¿En qué clase de monstruo se había convertido la noche anterior? Había olvidado sus pruebas y se había convertido en alguien malvado.

Cogió una espiga que tenía ante sí y se puso a juguetear con ella.

En 1953, cuando los flujos de emigración se reanudaron después de la guerra, el padre de Kazuo Miyamori dejó la prefectura de Miyazaki para trasladarse a Brasil. Sólo tenía diecinueve años. Gracias a un familiar que había emigrado antes de la guerra, encontró trabajo en una granja en las afueras de Sao Paulo cuyo patrón era japonés. Sin embargo, el padre de Kazuo, que se había educado en el ambiente relativamente liberal de la posguerra, no tardó en descubrir las grandes diferencias que lo separaban de los inmigrantes que ya llevaban años residiendo en Brasil y cuya actitud era mucho más tradicional. Así pues, impulsado por su carácter independiente, decidió dejar la granja y trasladarse a Sao Paulo, donde no conocía a nadie.

En Sao Paulo no lo ayudó ningún inmigrante japonés, con quien pudiera haber tenido algo en común, sino un amable barbero brasileño que lo contrató como aprendiz. A los treinta años, el padre de Kazuo heredó la barbería. Ya instalado, se casó con una bella mulata y, al poco tiempo, nació Roberto Kazuo. Pero cuando Kazuo tenía diez años, su padre murió en un accidente, de modo que no tuvo oportunidad de aprender ni la lengua ni la cultura de su país de origen. Lo único que conservaba de Japón eran el nombre y la nacionalidad.

Después de terminar el bachillerato, Kazuo empezó a trabajar en una imprenta. Un día, vio un cartel que decía: SE BUSCAN PERSONAS PARA TRABAJAR EN JAPÓN. GRAN OPORTUNIDAD. Al parecer, los brasileños de origen japonés no necesitaban un visado y tenían la opción de escoger el plazo de tiempo que querían trabajar en Japón antes de volver a Brasil. Además, había oído que la economía japonesa era próspera, y que era tanta la falta de mano de obra que no había problemas para encontrar trabajo.

¿Sería verdad? Para asegurarse, Kazuo preguntó a un conocido por la situación, y éste le respondió que no había en el mundo país más rico que Japón. En las tiendas había de todo, y la paga semanal era casi igual a su salario mensual en la imprenta. Kazuo siempre se había sentido orgulloso de su ascendencia japonesa, y deseaba conocer el lugar de origen de su padre.

Unos años después, Kazuo volvió a ver al conocido a quien había preguntado por la situación en Japón, esta vez al volante de un flamante coche. Acababa de volver a Brasil después de permanecer dos años trabajando en una fábrica de automóviles japonesa. Kazuo sintió envidia. La economía brasileña seguía estancada, y no había signos que llevaran a pensar en una pronta recuperación. Con lo que ganaba en la imprenta, comprarse un coche era una quimera. Entonces decidió que se iría a Japón. Con dos años de trabajo, podría tener un coche, y si se quedaba más tiempo incluso podría ahorrar para comprarse una casa. Y, por si fuera poco, conocería el país de su padre.

Kazuo anunció la decisión a su madre. Temía que ella se opusiera, pero de hecho lo animó a dar el paso. Pese a no conocer la lengua ni la cultura, era medio japonés, le dijo, de modo que los japoneses lo tratarían bien, como a un hermano.

Había algunos inmigrantes japoneses que habían conseguido enviar a sus hijos a la universidad e introducirse en la élite brasileña, pero ése no era el caso de Kazuo. Él era hijo de un barbero de uno de los barrios más humildes de la ciudad, de modo que no había nada de extraño en querer ganar dinero en el país de donde era oriundo su padre y regresar después a Brasil. Se trataba de una decisión muy acorde con el carácter independiente que había heredado de su padre.

Kazuo dejó la imprenta donde había trabajado durante los últimos seis años y se plantó en el aeropuerto de Narita. De eso hacía sólo seis meses. Al pensar que su padre había hecho el camino inverso con sólo diecinueve años y sin ninguna promesa, a Kazuo lo embargó la emoción. Él tenía veinticinco años y llegaba a Japón con un contrato de dos años.

Sin embargo, no tardó en descubrir que en la tierra de su padre el hecho de que por sus venas corriera sangre japonesa no importaba en absoluto. Cada vez que en el aeropuerto o en las calles topaba con unos ojos que lo miraban como a un extranjero, le entraban ganas de proclamar que era medio japonés, que tenía la nacionalidad japonesa.

Pero para los japoneses, cualquiera que tuviera unas facciones diferentes o no hablara su idioma, simplemente no era uno de ellos. Al fin, se dio cuenta de que los japoneses juzgaban a la gente por su aspecto. La idea de hermandad que su madre le había transmitido se vino abajo, hasta el punto que pensó que él no tenía nada en común con ese pueblo. Cuando fue consciente de que su físico no le ayudaría a ser considerado como uno más, Kazuo abandonó las ilusiones que se había hecho respecto a Japón. Además, el trabajo en la fábrica era más duro y más aburrido que el que desempeñaba en Brasil, y amenazaba con aniquilar cualquier esperanza que hubiera podido albergar.

Por eso había concebido su estancia en Japón como dos años de prueba, tiempo suficiente para conseguir el dinero necesario para comprarse un coche. Ese período de prueba a que se sometía Kazuo no tenía nada que ver con la profunda fe católica de su madre. No era Dios sino su propia voluntad quien le daba la fuerza para conseguir los objetivos que se fijaba. Sin embargo, la noche anterior lo había olvidado por completo.

Se metió la espiga en la boca y alzó la vista. Al contrario que en Brasil, apenas si había estrellas en el cielo.

El día anterior había librado en el trabajo. Los empleados brasileños de la fábrica cumplían ciclos rotatorios de cinco días, un ritmo que les alteraba el reloj biológico y hacía que al llegar el día de descanso estuvieran exhaustos.

Así, pese a que había estado esperando ese día, a Kazuo sólo le apetecía quedarse en casa, tumbado en la cama. Estaba cansado, quizá también porque era la primera vez que vivía la temporada de lluvias en Japón. La humedad le aplastaba el pelo negro y brillante, y confería un aspecto apagado a su tez morena. Era imposible secar la colada, y tampoco podía sentirse animado.

Finalmente decidió ir de compras a Little Brazil, entre las prefecturas de Gunma y Saitama. En coche quedaba relativamente cerca, pero no tenía automóvil ni permiso de conducir. Tardó casi dos horas en hacer el trayecto en tren y autobús.

Estuvo leyendo revistas de fútbol en una librería de la Brazilian Plaza, compró varios ingredientes para prepararse platos brasileños y echó un vistazo al videoclub. A la hora que debía emprender el camino de vuelta hacia Musashi Murayama, sólo deseaba volver a Brasil. Echaba de menos Sao Paulo. Decidió quedarse un poco más y entró en un bar, donde se tomó varias cervezas brasileñas. No conocía a nadie, pero al encontrarse rodeado de brasileños no le costó imaginar que estaba en algún bar del centro de Sao Paulo.

La residencia donde se alojaba junto con la mayoría de empleados brasileños estaba muy cerca de la fábrica. Cada apartamento estaba equipado para dos personas. Kazuo vivía con Alberto. A las nueve llegó a casa medio borracho, pero encontró el piso vacío. Alberto debía de haber salido a cenar. Relajado después del día de descanso y de las cervezas que se había tomado, se tumbó en la litera superior y se quedó dormido.

Al cabo de una hora, unas voces jadeantes le despertaron. Alberto había vuelto con su novia y estaban haciendo el amor en la litera de abajo, sin reparar en la presencia de Kazuo. Hacía mucho que no oía la voz dulce y susurrante de una mujer, y cuando se tapó los oídos ya era demasiado tarde: algo se había encendido en su interior. Aunque había escondido la pólvora, la mecha seguía viva, y si se prendía, tarde o temprano explotaría. Se quedó en silencio en su litera, intentando desesperadamente cubrirse la boca y taparse los oídos.

Cuando llegó la hora de ir al trabajo, Alberto y su novia se vistieron y salieron del apartamento sin dejar de besarse. Al cabo de unos minutos, Kazuo se levantó y salió a la calle en busca de una mujer. Nunca había estado tan excitado, hasta el punto de que si no encontraba una vía de escape, se moriría. Temía que el autocontrol que se había impuesto hasta ese momento incrementara la violencia de la explosión, pero no podía hacer nada para detenerla.

Avanzó por la calle mal iluminada que llevaba de la residencia a la fábrica. Era un trecho lúgubre, flanqueado por un taller abandonado y una bolera en ruinas. Si se quedaba a esperar ahí, pensó, vería pasar a una o dos mujeres del turno de noche. La mayoría tenían la edad de su madre, pero en ese momento no le importaba. Sin embargo, quizá por lo tardío de la hora, no pasó nadie. Kazuo se quedó mirando el camino con una mezcla de sensaciones: por una parte se sentía aliviado, pero por otra experimentaba la frustración del cazador a quien se le escapa la presa. Y justo entonces apareció una mujer.

Parecía preocupada por algo, e incluso cuando se le acercó para abordarla no se dio cuenta de su presencia. Por eso la agarró del brazo, casi en un acto reflejo. Mientras ella lo rechazaba, Kazuo vio el miedo reflejado en sus ojos y la arrastró hacia la hierba.

Si dijera que no deseaba violarla estaría mintiendo. Al principio sólo quería que lo abrazase, sentir su suavidad entre sus brazos. Pero cuando ella lo rechazó, sintió el deseo irresistible de inmovilizarla. Y fue en ese momento en que ella proclamó saber quién era.

—Eres Miyamori, ¿verdad? —dijo fríamente.

En ese instante el miedo se apoderó de él. También él se dio cuenta de que la conocía: era esa mujer alta que apenas sonreía, la que iba siempre con esa muchacha tan atractiva. A menudo había pensado que en su rostro se reflejaba casi tanto sufrimiento como el que soportaba él mismo. El miedo dejó paso a los remordimientos por la ofensa que estaba a punto de cometer.

Cuando ella le propuso verse «a solas», el corazón de Kazuo dio un vuelco. Por unos instantes se sintió atraído por esa mujer, pese a que era mucho mayor que él. Pero en seguida se percató de que ella estaba dispuesta a todo para deshacerse de él, y sintió que en su interior empezaba a bullir un oscuro resentimiento.

Se sentía solo, y no había nada malo en eso. No pretendía forzarla, sólo recibir un poco de su cariño. Dominado por la nostalgia e incapaz de controlarse, Kazuo la inmovilizó contra la puerta metálica y la besó.

Ahora se avergonzaba de sus actos. Se cubrió el rostro con las manos, pues lo que había sucedido después aún había sido peor. Cuando ella lo rechazó y huyó, Kazuo temió que lo denunciara a la dirección de la fábrica o a la policía. Recordó el rumor sobre la presencia de un violador en las inmediaciones de la fábrica, rumor que también había llegado a los empleados brasileños. De hecho, algunos parecían no tener otro tema de conversación. Kazuo no era el violador, pero ¿cómo podría explicárselo a esa mujer? Tenía que pedirle perdón cuanto antes.

Esperó a que amaneciera. A medianoche empezó a caer esa lluvia fina que tanto le disgustaba y se fue a su apartamento a buscar el único paraguas que tenía. Entonces esperó a la mujer a la puerta de la fábrica; cuando finalmente apareció se mostró muy fría, ni siquiera advirtió que él estaba empapado. No pudo disculparse debidamente, y menos aún explicarle que él no era el violador. No lo entendía. Si eso le hubiera pasado a su novia o a su madre, Kazuo no se habría dado por satisfecho hasta matar al hombre que lo hubiera hecho. Decidió que lo único que podía hacer era seguir disculpándose hasta que la mujer lo perdonara. Ése sería su nuevo reto, tal vez el más difícil. Por eso estaba esperándola de nuevo, agazapado entre la maleza. Ella le había dicho a las nueve, pero cabía la posibilidad de que no apareciera. Sin embargo, él estaba resuelto a cumplir su promesa.

De pronto oyó unos pasos provenientes del parking. Sorprendido, alzó los ojos y vio una figura alta que se le acercaba. Al reconocerla, sintió que el corazón se le aceleraba. Pensó que pasaría de largo; sin embargo, se detuvo justo delante del herbazal donde él permanecía escondido. Al ver que había acudido a la cita, Kazuo se alegró.

No obstante, su alegría se desvaneció casi de inmediato. Sin ni siquiera mirar hacia donde él estaba, la mujer sacó algo de su bolso y lo arrojó por uno de los respiraderos que se abrían en la alcantarilla cubierta de hormigón. Por el sonido, Kazuo supo que se trataba de algo metálico. Al sonido apagado del objeto chocando contra el agua lo siguió un tintineo al llegar al fondo de la alcantarilla. Intrigado, Kazuo se preguntó qué podía haber tirado. ¿Acaso lo había hecho porque sabía que él estaba ahí escondido? No. Estaba seguro de que no había advertido su presencia. Decidió volver por la mañana para averiguar de qué se trataba.

La mujer desapareció, y Kazuo estiró sus piernas entumecidas antes de levantarse. Cuando la sangre volvió a circular por sus venas, sintió el escozor de las picaduras de los mosquitos. Mientras se rascaba con furia, miró su reloj. Eran las once y media. Tenía que ir a la fábrica.

La idea de que esa mujer trabajaba en su misma cadena le despertó una mezcla de miedo y esperanza. Por primera vez había un atisbo de emoción en su largo y aburrido período de prueba.

La vio en cuanto entró en la sala de descanso. Estaba de pie delante de la máquina expendedora de bebidas, hablando con la mujer mayor que siempre iba con ella. Llevaba unos vaqueros y una camisa desteñida, y tenía los brazos cruzados ante su pecho. Iba con su habitual vestimenta descuidada, pero Kazuo se sorprendió al ver su aspecto tan diferente respecto a la mañana, al salir del trabajo, y se quedó mirándola. Ella le devolvió la mirada. Kazuo se amedrentó ante sus ojos penetrantes, pero aun así la saludó.

—Buenas noches —dijo.

Ella lo ignoró, pero su compañera le dirigió una sonrisa. Era una de las mejores empleadas de la fábrica, e incluso entre los brasileños era conocida como la Maestra. Kazuo quería decirles algo más, así que buscó entre las pocas palabras japonesas que sabía, pero mientras las pensaba las dos mujeres se dirigieron hacia el vestuario. Decepcionado, las siguió y buscó la percha de la que colgaba su uniforme. Se cambió rápidamente y se unió al grupo de brasileños que, como siempre, charlaban en un rincón de la sala. Intentando pasar desapercibido, encendió un cigarrillo y miró hacia la zona del vestuario reservado a las mujeres.

Como la única separación entre la sala y el vestuario era la retahíla de perchas de las que colgaban los uniformes y las prendas de calle de los empleados, podían verlas mientras se cambiaban. Kazuo se fijó en el perfil anguloso de la mujer y en los profundos surcos que se formaban en la comisura de sus labios cerrados. Era mayor de lo que había imaginado. Debía de tener unos cuarenta y seis años, como su madre. Nunca había conocido a una mujer cuyos pensamientos fueran tan difíciles de descifrar. Prefería a las jóvenes con las que había estado, pero aun así también se sentía atraído por esa mujer misteriosa.

Observó cómo se bajaba los vaqueros. Los dedos con que sostenía el cigarrillo temblaron ligeramente. Bajó los ojos de forma instintiva, pero no pudo resistir la tentación. Al alzarlos de nuevo, se encontró con que ella lo estaba mirando. Acababa de ponerse los pantalones de trabajo, y los vaqueros estaban en el suelo, hechos un ovillo. Kazuo enrojeció, aunque en seguida se dio cuenta de que ella no lo miraba a él sino a la pared que tenía a sus espaldas, con un rostro totalmente inexpresivo. Algo había cambiado: su rabia contra él parecía haber desaparecido por completo. Ahora ni siquiera pensaba en él, lo que era incluso peor.

La mujer y su compañera volvieron a la sala con sendos gorros en la mano. Pasaron por delante de él sin decirle nada y bajaron hacia la planta. Kazuo se fijó en la forma de los caracteres que figuraban en su placa. Entonces, cuando ya todo el mundo estaba abajo, cogió la ficha con el nombre de la mujer y se acercó a un compañero brasileño que sabía japonés.

—¿Cómo se lee esto? —le preguntó.

—Masako Katori.

Kazuo le dio las gracias.

—¿Acaso te gusta? —le preguntó su compañero—. Es mucho mayor que tú, ¿no?

Hacía treinta años que el hombre había dejado Japón para irse a Brasil, pero no hacía mucho que había regresado con el fin de ponerse a trabajar.

Kazuo se puso serio.

—Le debo algo.

—¿Dinero? —preguntó el hombre con una sonrisa.

«Ojalá fuera sólo eso», pensó Kazuo, mientras devolvía la ficha al lugar de donde la había cogido.

Desde el instante en que supo su nombre, la mujer se convirtió en alguien especial. Mientras colocaba la ficha en su sitio, vio que Masako libraba los sábados. También observó que la noche anterior había fichado a las 11.59, sin duda por su culpa, si bien ésa era la única prueba de lo que había sucedido. Al buscar su nombre en los compartimentos para los zapatos que había justo a la entrada, vio su par de zapatillas desastradas e imaginó que aún debían conservar el calor de sus pies.

Después de lavarse y desinfectarse las manos, superó el control de higiene y bajó lentamente la escalera que llevaba a la planta. Sabía que las mujeres estarían abajo, esperando a que se abrieran las puertas y empezara el turno. Con el uniforme, el gorro y la máscara puestos, resultaba difícil distinguir quién era quién, pero aun así buscó a Masako.

Justamente, la encontró delante de él, separada de la cola y con la mirada fija en un punto. Kazuo se quedó sorprendido al descubrir que tenía la vista clavada en uno de los grandes cubos azules donde recogían la basura. ¿Acaso había algo en el interior del mismo que le resultara inquietante? Estiró el cuello para mirarlo, pero no contenía más que restos de comida. Al volverse, se encontró con la fría mirada de Masako.

—Perdón —dijo, dispuesto a hablarle.

—¿Qué quieres? —repuso ella con una voz ensordecida por la máscara.

—Lo siento… mucho —dijo Kazuo recurriendo a las pocas palabras que sabía en japonés—. Quiero hablar.

Sin embargo, antes de que pudiera oír sus últimas palabras, Masako dio la vuelta y se quedó mirando a las puertas con un gesto que denotaba seriedad y concentración. Kazuo se sintió descorazonado al ver que ella despreciaba sus tentativas de disculpa y de ofrecerle una explicación.

Las puertas se abrieron a las doce en punto. Los empleados entraron en la planta y empezaron a lavarse de nuevo las manos. A Kazuo le asignaron uno de los puestos en el grupo que llevaba los alimentos hasta la cadena, de modo que se dirigió a la cocina.

Curiosamente, el trabajo, que hasta entonces le había parecido aburrido, se le antojó más interesante. Esa noche tenía que llevar los pesados cubos de arroz frío hasta el principio de la cadena. Era una tarea dura y que conllevaba una gran responsabilidad, ya que si el arroz no llegaba a tiempo había que detener el proceso. Sin embargo, le permitiría ver a Masako y a la Maestra, que como era habitual estarían ocupando sus puestos al principio de la cadena. Cuando llevó el primer cubo, las vio donde había imaginado.

—¡Venga! ¡Rápido! —le gritó la Maestra—. Se nos está acabando.

Kazuo levantó el cubo con ambas manos y vertió el arroz en la máquina. Masako no apartó la vista de la pila de cajas que le daba a la Maestra. Gracias a eso se permitió observarla de cerca y, si bien sólo se le veían los ojos, era evidente que estaba preocupada. La Maestra, que siempre reía o gritaba animadamente, también se mostraba más silenciosa que de costumbre. Finalmente, Kazuo se percató de que ni la chica guapa ni la joven regordeta que trabajaban con ellas habían acudido al trabajo.

8

Al llegar a casa, exhausta, Yoshie oyó una voz familiar pero inesperada que procedía de la habitación del fondo:

—¿Dónde estabas, mamá?

Se apresuró a quitarse los zapatos y entró. Efectivamente, su hija Kazue estaba en casa.

Nunca lo había comentado con sus compañeras de la fábrica, pero Yoshie tenía dos hijas. Si no lo había dicho era porque no se llevaban bien.

Kazue tenía veintiún años. A los dieciocho había dejado el instituto y se había fugado con un chico mayor, y Yoshie no había sabido nada de ella desde entonces. Era la primera vez que ponía los pies en casa en tres años. Yoshie lanzó un largo suspiro, de alivio por volver a verla pero a la vez preocupada por los problemas que seguramente habría traído consigo. Después de lo ocurrido en casa de Masako, parecía que las sorpresas no iban a terminar. Yoshie se quedó observando la cara de Kazue, intentando disimular su asombro y su temor.

Sus cabellos teñidos de castaño le llegaban hasta la cintura, y tirando de sus extremos había un niño que alzó los ojos para mirar a Yoshie. Debía de ser su primer nieto, los rumores de cuyo nacimiento le habían llegado hacía un par de años. Era clavado al inútil de su padre, y no muy agraciado. Tenía la piel cetrina y era esmirriado; un moco le colgaba de la nariz. El compañero de Kazue era un vago sin oficio ni beneficio. El pequeño la miró, como si fuera capaz de adivinar los pensamientos de su abuela, a la que no conocía.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Yoshie—. Al menos podías haber llamado alguna vez. ¿Qué pretendes, apareciendo así de repente?

Sus palabras fueron secas, pero la inquietud y el enfado habían desaparecido hacía tiempo. Su mayor preocupación era que la pequeña, Miki, no se pareciera a su hermana. Si Kazue volvía para quedarse, sería una mala influencia. Además, aún tenía que ocuparse del asunto de esa mañana.

—¿Cómo que dónde he estado? Vuelvo a casa después de tres años ¿y eso es todo lo que se te ocurre decir? ¿No estás contenta? Mira, éste es tu nieto.

Kazue hizo un gesto exagerado con las cejas, finas y bien perfiladas como las llevaban las colegialas. Intentaba mantener su aspecto juvenil, pero sin duda los apuros por los que pasaba la habían hecho envejecer. Tanto ella como el niño llevaban ropa usada y estaba sucia.

—¿Mi nieto? Ni siquiera sé cómo se llama —dijo Yoshie, dolida porque su hija no se hubiera dignado ni a darle la noticia.

—Se llama Issey. Como el diseñador.

—Ni idea —dijo Yoshie, extrañada.

Kazue se puso seria.

—Pues vaya bienvenida —dijo con un tono cada vez más agresivo—. Por cierto, ¿qué te pasa? Estás horrorosa.

—Trabajo en el turno de noche de la fábrica de comida.

—¿Y vuelves a estas horas?

—No. He pasado por casa de una amiga.

De pronto recordó las bolsas con los restos de Kenji que había traído de casa de Masako. Las había metido en una más grande y más resistente. Inventó una excusa y se ausentó para ocultarla en la cocina.

—¿Y cuándo duermes? Si sigues así vas a caer enferma.

Era evidente que su preocupación era sólo aparente. Al igual que Miki ahora, cuando vivía en casa Kazue no soportaba tener que cuidar de la abuela, y ésa fue una de las razones por las que se marchó. Con todo, de nada serviría sacar a relucir sus desavenencias pasadas, pensó Yoshie. Tenía la impresión de que los problemas y las dificultades se le venían encima a la vez. Ella, que siempre estaba dispuesta a echar una mano a quien fuera, no podía soportar a la caradura de su hija.

—¿Y quién crees que va a cuidar de tu abuela? Si trabajara de día, estaría sola. ¿Acaso te has preocupado alguna vez de ella?

—Déjalo ya.

—Lo hago porque no tengo otra opción. Por cierto, ¿cómo está?

Después de darle el desayuno y cambiarle el pañal, se había ido a casa de Masako, por lo que la había dejado toda la mañana sola. Yoshie dirigió la mirada hacia la habitación de seis tatamis: su suegra permanecía inmóvil en su futón, aunque estaba despierta y, al parecer, había oído la conversación.

—Siento volver tan tarde —dijo a modo de disculpa.

Su suegra refunfuñó.

—¿Dónde has estado? Creía que ibas a dejarme morir.

Yoshie estalló. ¿Cómo podían ser todos tan egoístas? ¿Acaso pensaban que era un robot?

—Ojalá se hubiera muerto —gritó de repente—. La habría cortado a pedazos y la habría tirado a la basura. Empezando por su cara arrugada.

La anciana se puso a llorar casi al instante, si bien pocas lágrimas acudieron a sus ojos. Para enfatizar su enfado, se puso a recitar un sutra.

—Ahora muestras tu verdadero rostro —murmuró—. Eres malvada. Pareces buena y agradable, pero eres una mala mujer. Estoy en manos del diablo.

«Mira quién fue a hablar», pensó Yoshie, aún furiosa mientras miraba la colcha de verano, de flores descoloridas. Poco a poco su furia dejó paso a un arrepentimiento casi doloroso.

¿Por qué había dicho eso? Quizá los últimos acontecimientos vividos la habían cambiado. De hecho, la culpa era de Masako por haberla involucrado en ese asunto. No, de Yayoi por haber matado a su marido. Pero también era suya, por haber aceptado participar por dinero. Exacto: el origen de todo era que necesitaba dinero.

Entonces intervino Kazue, quien permanecía recostada en la mesilla.

—Venga. Gritar así no va a solucionar nada.

—Tienes razón —convino Yoshie relajándose y volviendo a la sala.

Su suegra aún lloriqueaba.

—Mamá, antes le he cambiado el pañal —dijo Kazue con ganas de poner paz.

—¿De veras? —preguntó Yoshie al tiempo que se sentaba frente a la mesilla—. Gracias.

El suelo estaba lleno de coches del pequeño. Con patente enfado, empujó varios camiones de bomberos, ambulancias y coches de policía bajo la mesa. El niño no se dio cuenta, puesto que jugaba en la habitación de Miki, donde había entrado sin pedir permiso.

—¿Has pedido ayuda al ayuntamiento? —le preguntó Kazue—. Pueden enviar a una asistenta.

—La he pedido, pero son sólo tres horas a la semana. Con eso apenas tengo tiempo de hacer la compra.

—Vaya.

A Yoshie le dolía la cabeza de no dormir, pero aun así sacó el tema que más la preocupaba.

—Por cierto, ¿se puede saber por qué has venido?

—Pues bueno… —empezó Kazue pasándose la lengua por los labios. Yoshie recordó que ése era el gesto que hacía instintivamente cuando mentía—. Es que… mi pareja trabaja en Osaka, y también yo quería buscar algún trabajo, y había pensado que mientras tanto podrías dejarme algo de dinero.

—No tengo nada —le respondió Yoshie—. Si está en Osaka, ¿por qué no te vas a vivir con él?

—Es que no sé dónde está.

Yoshie se quedó boquiabierta. O sea que Kazue había vuelto porque su pareja la había abandonado, y también a su hijo. Sin embargo, era imposible que los dos se quedaran en casa.

—Puedes meterlo en una guardería y trabajar, ¿no? —propuso Yoshie, cada vez más alarmada.

—Por eso necesito el dinero —dijo Kazue tendiendo una mano—. Por favor. Seguro que tienes algo ahorrado, ¿no? He estado hablando con la vecina y me ha dicho que van a construir un bloque nuevo. Entonces quizá podamos venir a vivir aquí, ¿no?

—¿Y cómo crees que vamos a vivir mientras lo construyan?

—¡Por favor, mamá! —gritó Kazue—. Cobras un sueldo y una pensión, y Miki también trabaja. Por favor. No tengo ni para comprarle una hamburguesa a Issey —le suplicó con lágrimas en los ojos.

El pequeño salió de la habitación de Miki y se quedó observando a su madre con curiosidad. Yoshie se metió una mano en el bolsillo y sacó lo que habían encontrado en la cartera de Kenji: veintiocho mil yenes.

—Toma —dijo—. Es todo lo que puedo darte. No tengo más… De hecho, incluso he tenido que pedir prestado para la excursión de Miki.

—Me has salvado la vida —dijo Kazue guardando el dinero. Entonces, como si ya tuviera lo que quería, se levantó de repente—. Bueno, me voy a buscar trabajo.

—¿Dónde vives? —le preguntó Yoshie.

—En Minami Senju. Me lo gasto todo en trenes.

Se plantó en el recibidor y se puso sus sandalias baratas, con suela de corcho, que había dejado a la entrada.

—¿Y el niño?

—Mamá, si puedes quedártelo…

—¡Un momento! —exclamó Yoshie.

—Por favor. Vendré a recogerlo —dijo como si hablara de una maleta, al tiempo que abría la puerta.

Al ver que lo dejaba, el pequeño se puso a gritar.

—¡Mamá! ¿Adónde vas?

—Issey, sé bueno con la abuela. Vendré a buscarte muy pronto.

Yoshie enmudeció y se limitó a observar cómo su hija desaparecía. Había sospechado algo parecido, de modo que no estaba sorprendida. Al verla salir de casa, le pareció que Kazue se sentía liberada y que no tenía ningún remordimiento por dejar al niño con su abuela. Era como si se hubiera deshecho de un bulto en esa casa vieja y andrajosa. Yoshie sintió envidia de su hija.

—¡Mamá, mamá! —gritó el pequeño con un coche de juguete en cada mano.

—Ven. Deja que la abuela te dé un abrazo.

—No quiero.

El niño se liberó de los brazos de Yoshie con una fuerza inusitada y se echó a llorar. En la habitación de su suegra aún se escuchaban sus gimoteos.

«Ya pararán cuando quieran», pensó Yoshie, mientras se echaba sobre el tatami abarrotado de la sala de estar. Cerró los ojos y escuchó los llantos. El pequeño paró en seguida y, murmurando algo para sí, se puso a jugar de nuevo con sus coches. Era obvio que estaba acostumbrado a quedarse con extraños. Yoshie no sentía pena por su nieto. La sentía por sí misma. De pronto se dio cuenta de que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y lo que más la entristecía era el modo en que se había desprendido del dinero de Kenji. Sentía que había cruzado una línea y que no había vuelta atrás. Quizá fuera lo mismo que había sentido Yayoi.

Por la noche, y pese a las protestas de Miki, Yoshie consiguió dejar al niño en casa y llegar a tiempo al trabajo. Masako la esperaba en la sala. Permanecieron un rato en silencio, la una frente a la otra. Las fuertes emociones de la mañana habían hecho mella en el rostro de Masako. «Quizá éste sea su aspecto real», pensó Yoshie, un poco asustada, y se preguntó cómo debía de verla Masako a ella.

—¿Cómo estás, Maestra? —le preguntó Masako.

A pesar de la rigidez de su expresión, su voz denotaba cierta calidez.

—Fatal —repuso Yoshie, que no podía explicarle que su hija había aparecido después de tres años y la había dejado a cargo de un nieto al que ni siquiera conocía.

—¿Has dormido?

Las preguntas de Masako eran siempre directas. A pesar de no haber dormido, Yoshie asintió con la cabeza.

—¿Y la basura?

—No hay problema. Me he deshecho de ella de camino a la fábrica.

—Gracias. Sabía que podía contar contigo. Quien me preocupa es Kuniko.

—Ya.

Las dos miraron a su alrededor. El turno estaba a punto de empezar, pero Kuniko seguía sin aparecer.

—No ha venido, ¿verdad?

—Se habrá quedado en la cama, conmocionada —dijo Yoshie.

Masako chascó la lengua.

—Pues qué bien. Será mejor que alguien vaya a verla.

—Tienes razón.

—Si voy yo, se asustará —comentó Masako.

—Pero debemos evitar a toda costa que se vaya de la lengua —dijo Yoshie con los ojos clavados en la luz que anunciaba que la máquina de bebidas se había quedado sin cambio.

Si las descubrían, era el fin. El miedo se apoderó de ella. Quizá también en su vida se había encendido una luz de alarma.

—No creo que haya ido a la policía. Está tan metida en esto como nosotras. Pero es una chica débil, y eso me preocupa.

Masako se quedó pensativa, una pequeña arruga se le dibujó en el entrecejo.

—Bueno, lo dejo en tus manos —dijo finalmente Yoshie—. Por cierto, ¿crees que vamos a cobrar de Yayoi? —añadió dejando a un lado el pudor y las apariencias.

Pese a que estaba acostumbrada a llevar la voz cantante tanto en casa como en el trabajo, empezaba a asumir que sería mucho más cómodo confiar en Masako. Y si lo hacía así, sólo le quedaba una preocupación: el dinero.

—No habrá ningún problema —le aseguró Masako—. Pedirá dinero a sus padres. Y mañana denunciará la desaparición.

Mientras cuchicheaban, un empleado brasileño pasó cerca de ellas y las saludó. El joven era de ascendencia japonesa, pero su constitución robusta delataba su condición de extranjero. Yoshie le respondió, pero Masako lo ignoró.

—¿Qué te pasa?

—¿Con quién?

—Con ese chico —contestó Yoshie mirándolo por el rabillo del ojo.

El muchacho estaba frente a la puerta del vestuario, confuso. Masako no respondió a su compañera.

—¿Sabes dónde vive Kuniko?

—Creo que en Kodaira.

Masako desplegó un mapa mental e hizo planes para la mañana siguiente. «Se lo toma como un trabajo en el que no puede fallar», pensó Yoshie. Entonces fue consciente de cómo el dinero le había hecho olvidar sus escrúpulos, y se sintió avergonzada.

—Es curiosa la facilidad con que cambiamos, ¿verdad? —murmuró.

—Sí. Y cuando empiezas, es como bajar una pendiente con una bicicleta sin frenos.

—Nadie puede pararte.

—Hasta que te empotras contra una pared.

¿Contra qué se empotrarían ellas?, se preguntó Yoshie. ¿Qué las esperaba a la vuelta de la esquina? Cada vez estaba más atemorizada.