Llegó al parking antes de la hora acordada.
Al salir del coche, quedó envuelta por la densa y húmeda oscuridad del mes de julio. La noche era especialmente negra y sofocante, quizá a causa del calor. Al sentir que le faltaba aire para respirar, Masako Katori alzó los ojos y vio un cielo sin estrellas. Su piel, que había permanecido fresca y seca gracias al aire acondicionado del coche, empezó a humedecerse por el sudor.
Junto con el humo de la autopista Shin Oume, le llegó un leve olor a fritura procedente de la fábrica de comida preparada donde trabajaba.
«Quiero irme a casa», pensó al percibir el olor. Sin embargo, no sabía a qué casa quería irse. Por supuesto, no se refería a la que acababa de dejar. ¿Por qué no quería volver ahí? ¿Adónde quería ir? Se sentía completamente perdida.
Su trabajo consistía en permanecer de pie junto a una cinta transportadora, desde las doce de la noche hasta las cinco y media de la mañana, sin ni siquiera una pausa. Para ser un empleo por horas estaba bien pagado, pero era agotador. A menudo, cuando se sentía mal, se quedaba paralizada en el parking pensando en la dura tarea que le esperaba. No obstante, la sensación de desamparo que la embargaba en esa ocasión era diferente.
Como era su costumbre, encendió un cigarrillo, pero por primera vez se dio cuenta de que lo hacía para camuflar el olor que le llegaba de la fábrica de comida.
La fábrica se encontraba en el distrito de Musashi Murayama, justo delante de una carretera colindante con el muro gris de una gran planta de automóviles. En la zona no había más que campos polvorientos y un sinfín de pequeños talleres automovilísticos. El terreno era llano, por lo que el cielo se veía con claridad. Entre el parking donde se encontraba Masako y la fábrica de comida había un trayecto de unos tres minutos a pie, en el que había que dejar atrás una antigua fábrica abandonada.
El parking era apenas una parcela con el piso nivelado. Las plazas de aparcamiento estaban delimitadas con unas tiras de cinta casi imperceptibles a causa del polvo que las cubría. Los coches particulares y las furgonetas que transportaban a los empleados estaban estacionados de forma aleatoria. Resultaba imposible saber si alguien se encontraba escondido detrás de algún vehículo o entre las hierbas. Era un lugar peligroso. Mientras cerraba el coche, Masako no dejó de mirar a su alrededor.
Oyó el ruido de unos neumáticos mordiendo el asfalto y, por unos instantes, la luz amarilla de unos faros iluminó la maleza. Un Golf Cabriolet verde y con la capota plegada entró en el parking. Su compañera Kuniko Jonouchi la saludó desde detrás del volante inclinando levemente la cabeza.
—Siento llegar tarde —se disculpó Kuniko mientras aparcaba su Golf al lado del Corolla rojo desteñido de Masako sin prestar atención a la exagerada separación que quedaba a la derecha.
Puso el freno de mano y cerró la puerta haciendo un ruido innecesario. Sus gestos eran bruscos y exagerados.
—Bonito coche —comentó Masako al tiempo que apagaba el cigarrillo con la punta de su zapatilla.
El automóvil de Kuniko era la comidilla de la fábrica.
—Sí, ya… —repuso Kuniko sacando la lengua con coquetería—. Pero por su culpa estoy endeudada hasta las cejas.
Masako esbozó una sonrisa evasiva: era evidente que las deudas de Kuniko no sólo se limitaban al coche. Todos los accesorios así como la ropa que vestía eran de marca.
—Vamos —dijo Kuniko.
Desde principios de año se rumoreaba que se había detectado la presencia de un violador en el camino que llevaba del parking a la fábrica. Hasta el momento, varias trabajadoras habían explicado que alguien les había empujado hacia la oscuridad y que habían sido víctimas de un ataque. Por ese motivo, la dirección de la empresa les había recomendado acudir en grupo al trabajo.
Masako y Kuniko echaron a andar por el camino sin asfaltar y mal iluminado. A la derecha había varios bloques de viviendas y casas de agricultores con amplios jardines que, pese a su desorden, constituía el único reducto de vida en la zona. A la izquierda, al otro lado de una zanja cubierta de hierbas, se extendía una triste retahíla de edificios abandonados entre los que se encontraban una antigua fábrica de comida preparada y una bolera que se había ido a pique. Las víctimas aseguraban que el agresor las había arrastrado hasta el descampado de la fábrica, por lo que Masako no dejaba de mirar a derecha y a izquierda mientras avanzaba a buen ritmo al lado de Kuniko.
Desde los bloques de pisos de la derecha les llegaron los gritos de un hombre y una mujer discutiendo en portugués. Debían de ser empleados de la fábrica. Además de las amas de casa como ellas, que trabajaban por horas, había muchos empleados brasileños o brasileños de origen japonés, entre los que se contaban muchos matrimonios.
—Todo el mundo dice que el pervertido es brasileño —comentó Kuniko frunciendo el ceño en la oscuridad.
Masako caminaba en silencio. Daba igual de donde fuera, pensó. Mientras trabajaran en la fábrica, no habría manera de hacer frente a esa amargura. Sólo les quedaba defenderse.
—Dicen que es muy corpulento y que te agarra con fuerza, sin decir una palabra —añadió Kuniko con cierto dejo de admiración.
Masako se dio cuenta de que algo enturbiaba el corazón de su compañera, como una densa nube que ocultara las estrellas.
Al oír el chirriar de los frenos de una bicicleta que se acercaba por detrás, se volvieron inquietas.
—¡Eh! ¡Buenas noches! —les saludó su compañera Yoshie Azuma.
Yoshie era viuda y rondaba los sesenta. Tenía unas manos muy hábiles que la convertían en la empleada más rápida de la cadena, lo que le había valido el sobrenombre de Maestra.
—Hola, Maestra —la saludó Masako aliviada—. Buenas noches.
Kuniko no la saludó, pero aminoró el paso para esperarla.
—No me llames así tú también —respondió Yoshie halagada mientras desmontaba de la bicicleta y se unía a sus compañeras.
Yoshie era una mujer baja y robusta. Su complexión, que recordaba a la de un cangrejo, parecía la más adecuada para desempeñar un trabajo físico. Sin embargo, tenía unas facciones delicadas, y su rostro flotaba pálido y atractivo en la luz de la madrugada. Quizá fuera ese contraste lo que le confería un aspecto compungido.
—Supongo que vais juntas por lo de los ataques —observó.
—Sí —dijo Masako—. Kuniko es demasiado joven.
Kuniko soltó una leve carcajada. Tenía veintinueve años. Yoshie esquivó un charco que brillaba en la oscuridad y miró a Masako.
—Creo que tú también le servirías —comentó—. Sólo tienes cuarenta y tres, ¿no?
—No seas boba —respondió Masako reprimiendo una sonrisa; hacía tiempo que no se sentía tan agasajada.
—¿O sea que ya estás seca? —insistió Yoshie—. ¿Fría y seca?
Era evidente que su compañera bromeaba, pero Masako pensó que había acertado de pleno. En ese momento se sentía fría, seca y arrastrándose como un reptil.
—Por cierto —dijo cambiando de tema—, ¿no llegas más tarde que de costumbre?
—Pues sí. La abuela ha vuelto a hacer de las suyas —respondió Yoshie ambiguamente, señal evidente de que no tenía ganas de entrar en detalles sobre su suegra discapacitada.
Masako chascó la lengua, pero decidió no insistir y miró hacia delante. A la izquierda, justo donde acababan los edificios abandonados, empezaba la fila de camiones blancos que acudían a la fábrica para cargar el producto envasado y distribuirlo por los supermercados. Y detrás de los camiones, brillando con la luz azulada de los fluorescentes, se alzaba la fábrica, como si se tratara de uno de esos barrios que nunca duermen.
Después de que Yoshie dejara su bicicleta en el aparcamiento, las tres subieron la gastada escalera verde cubierta de hierba artificial que llevaba a la entrada de la fábrica, en el primer piso. Las oficinas se hallaban a la derecha, y al final del pasillo estaban el vestuario y la sala de descanso para los trabajadores. La fábrica ocupaba la planta baja, de modo que, después de ponerse la ropa de trabajo, debían bajar de nuevo.
Estaba prohibido ir con zapatos en las instalaciones, así que era obligatorio quitárselos antes de pisar la moqueta sintética roja que cubría el suelo. La luz fluorescente atenuaba el color de la moqueta y confería un aspecto tenebroso al pasillo. Al ver la pátina sombría que se reflejaba en los rostros de las mujeres que había a su alrededor, Masako se preguntó si también ella tendría tan mal aspecto.
Komada, el lacónico encargado de seguridad e higiene de la fábrica, les esperaba delante de los compartimentos donde se guardaba el calzado. Antes de entrar, les pasó un rodillo quitapelusas por la espalda para eliminar cualquier brizna de polvo o suciedad que pudieran traer del exterior.
Una vez superado el primer control, se dirigieron a la amplia sala con tatami habilitada como área de descanso, donde varios grupos de trabajadores charlaban animadamente. Todos llevaban puesto el uniforme blanco. La mayoría bebía té o comía algún tentempié mientras esperaban la hora de empezar el turno. Algunos estaban tendidos en el suelo, dormitando.
De los casi cien trabajadores que integraban el turno de noche, una tercera parte eran brasileños. La proporción de hombres y mujeres era bastante equilibrada. Como estaban en plenas vacaciones de verano, el número de estudiantes a tiempo parcial había aumentado, pero aun así la mayor parte de la plantilla la conformaban amas de casa de entre cuarenta y sesenta años.
Masako, Kuniko y Yoshie se dirigieron al vestuario, saludaron a algunas compañeras veteranas y vieron a Yayoi Yamamoto, sentada a solas en un rincón de la sala. Al verlas, ni siquiera les sonrió; permanecía hundida en el tatami, abstraída.
—Buenas noches —le dijo Masako. Yayoi esbozó una breve sonrisa que desapareció de inmediato, como una pompa de jabón—. Pareces cansada.
Yayoi asintió levemente y las miró sin decir nada. Era la más atractiva, no sólo de las cuatro mujeres allí presentes, sino de todas las empleadas del turno de noche. Tenía una cara muy agraciada: la frente ancha, las cejas y los ojos bien proporcionados, la nariz respingona y los labios carnosos. A pesar de ser menuda, tenía un cuerpo perfecto. En la fábrica no dejaba a nadie indiferente, pues entre sus compañeras provocaba por igual reacciones de simpatía como de antipatía.
Masako intentaba protegerla, quizá porque eran como el día y la noche. Mientras ella procuraba guiarse por el sentido común, Yayoi cargaba con un pesado equipaje lleno de emociones y se aferraba a las penas pasadas, desempeñando a menudo el papel de chica mona a merced de sus súbitos cambios de humor.
—¿Qué te pasa? —se interesó Yoshie poniéndole una mano enrojecida en el hombro—. Estás horrible.
Yayoi dio un respingo. Sorprendida por su reacción, Yoshie se volvió hacia Masako, quien les indicó con un gesto que siguieran sin ella y se sentó frente a Yayoi.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí, no es nada.
—¿No te habrás vuelto a pelear con tu marido?
—Si sólo fuera una pelea… —respondió Yayoi elocuentemente, con la mirada triste y desenfocada perdida en algún punto situado detrás de Masako.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Masako mientras se sujetaba el pelo con un pasador para ganar tiempo.
—Te lo cuento luego.
—¿Y por qué no ahora? —insistió Masako echando un vistazo al reloj de la pared.
—Luego. Es una historia muy larga —dijo Yayoi con una fugaz expresión de rabia en el rostro.
—De acuerdo.
Masako se levantó y se fue a buscar su uniforme al vestuario, apenas un espacio separado de la sala de descanso por una limpie cortina. En las paredes colgaba un sinfín de perchas gruesas y resistentes, como las de los grandes almacenes. En la zona reservada a los trabajadores del turno de día se apretujaban los uniformes usados, mientras que en la reservada a los del turno de noche colgaba ropa de calle muy variopinta.
—Vamos bajando —le anunció Yoshie antes de salir del vestuario con Kuniko.
Ambas llevaban una red y un gorro en las manos. Tenían que fichar. Según las normas de la empresa, debían hacerlo entre las doce menos cuarto y las doce, y después esperar frente a la puerta de entrada a la cadena, en la planta baja.
Masako cogió la percha que le correspondía, donde colgaban una bata blanca con cremallera y unos pantalones con goma en la cintura. Se puso la bata rápidamente sobre la camiseta y, sin dejar de mirar a los hombres que había en la estancia, se cambió los vaqueros por los pantalones de trabajo. Hacía casi dos años que trabajaba en la fábrica, pero seguía sin acostumbrarse a que hombres y mujeres compartieran vestuario.
Se cubrió el pelo, previamente sujetado con un pasador, con una redecilla negra y se puso un gorro de papel, semejante a los de ducha. Finalmente, cogió un delantal de plástico transparente y salió del vestuario. Yayoi seguía sentada en el mismo lugar, como si no supiera adonde ir.
—¡Eh! ¡Rápido! —la espoleó Masako, que empezaba a preocuparse al ver la lentitud con la que Yayoi reaccionaba.
La mayoría de trabajadores había abandonado la sala de descanso. Sólo quedaban algunos brasileños sentados en el tatami, apoyados en la pared, fumando, con sus gruesas piernas estiradas hacia delante.
—Buenas noches —dijo uno de ellos levantando la mano con la que sostenía un cigarrillo a punto de consumirse.
Masako inclinó levemente la cabeza y le sonrió. La placa que llevaba colgada en el pecho rezaba «Kazuo Miyamori». Sin embargo, su piel morena y su frente prominente delataban su origen extranjero. Debía de ocuparse de un trabajo más físico, como el de llevar los sacos de arroz hasta la máquina que abastecía la cadena.
—Buenas noches —dijo el hombre, esta vez a Yayoi, quien, en su actitud ausente, ni siquiera se volvió.
En el rostro de Kazuo se dibujó un gesto de decepción, un tipo de comportamiento bastante habitual en un lugar tan impersonal como la fábrica.
Después de ir al lavabo, Masako y Yayoi se lavaron las manos y los brazos para esterilizarlos. A continuación ficharon, se pusieron la máscara, el delantal y los zapatos blancos de trabajo y se encaminaron hacia el segundo control de higiene. Komada, esta vez situado en lo alto de la escalera que llevaba a la planta baja, les volvió a pasar el rodillo por la espalda y les inspeccionó los dedos y las uñas.
—No tenéis ninguna herida, ¿verdad? —les preguntó.
Estaba prohibido tocar los alimentos si tenían algún rasguño. Masako y Yayoi mantuvieron las manos en alto y superaron el control. Yayoi parecía mareada.
—¿Seguro que puedes trabajar?
—Supongo que sí.
—¿Y tus hijos?
—Bueno… —respondió Yayoi vagamente.
Masako volvió a mirar a su compañera, pero el gorro y la máscara sólo le permitían ver sus ojos lánguidos. Yayoi no reparó en la mirada escrutadora de Masako.
El frío y el olor de los distintos ingredientes hacían que bajar a la planta baja fuera como entrar en un gigantesco frigorífico. El suelo de hormigón desprendía un aire gélido, y la temperatura ambiente de la fábrica era demasiado baja, incluso en verano.
Al llegar al pie de la escalera, se unieron a la cola que formaban el resto de empleados esperando a que se abriera la puerta. Yoshie y Kuniko, que estaban más adelante, se volvieron para saludarlas. Las cuatro trabajaban juntas e intentaban ayudarse las unas a las otras. Sin esa comunión, el trabajo hubiera sido insoportable.
Finalmente se abrió la puerta y los empleados pudieron acceder a la planta. Se lavaron de nuevo las manos y los antebrazos, y esterilizaron sus largos delantales. Masako tuvo que esperar a que Yayoi acabara de lavarse, de modo que cuando ambas llegaron a la cinta transportadora sus compañeras ya habían dispuesto cuanto necesitaban.
—¡Venga! ¡Venga! —apremió Yoshie a Masako—. Nakayama puede aparecer en cualquier momento.
Nakayama era el encargado del turno de noche. Tenía unos treinta años y una gran afición por las palabras malsonantes. Su obsesión por cumplir los cupos hacía que los empleados no pudieran verlo ni en pintura.
—Perdón —se disculpó Masako mientras cogía dos toallas esterilizadas y dos pares de guantes de plástico, para sí misma y para Yayoi.
Cuando Masako se los ofreció, Yayoi los miró extrañada, como si aún no se hubiera dado cuenta de que estaba en el trabajo.
—¡Ánimo! —le dijo Masako.
—Gracias.
En cuanto ocuparon sus puestos al comienzo de la cinta transportadora, Yoshie les mostró una hoja con las instrucciones para el turno que estaba a punto de empezar.
—Primero dos mil cajas de curry —les explicó Yoshie—. Tú pásame las cajas y yo me ocupo de poner el arroz, ¿de acuerdo?
Poner el arroz en la caja suponía mantenerse al principio de la cadena y encargarse del trabajo del que dependía el resto. Yoshie, acostumbrada a hacerlo, siempre se ofrecía voluntaria, mientras que Masako era quien le proporcionaba los envases.
Mientras disponía las cajas de la forma más conveniente para dárselas a Yoshie, Masako se giró en busca de Yayoi: no se había apresurado lo suficiente para ocupar un puesto en el trabajo más fácil, que en este caso era el de verter el curry sobre el arroz. Kuniko, que sí se había agenciado un buen puesto, se encogió de hombros, dando a entender que si Yayoi no espabilaba ella no estaba dispuesta a hacer más.
—Pero ¿qué le pasa? —preguntó Yoshie frunciendo el ceño—. ¿No se encuentra bien?
Masako se limitó a negar con la cabeza. Yayoi parecía ausente. Al comprobar que ya no quedaban plazas libres al lado de Kuniko, tuvo que dirigirse allí donde había que allanar el arroz, donde sí faltaban voluntarios.
—Te ha tocado lo más difícil —le dijo Masako cuando Yayoi pasó al lado de ella.
—Ya lo sé.
Nakayama se les acercó.
—¡Venga, rápido! —les gritó—. ¿Qué diablos estáis haciendo?
A pesar de que la expresión de su frente quedaba oculta bajo el borde del gorro, sus ojos diminutos brillaban amenazadores tras unas gafas de montura negra.
—¡El que faltaba! —exclamó Yoshie.
—Bocazas —musitó Masako molesta por el tono autoritario del encargado.
—Me han dicho que allane el arroz —dijo tímidamente una mujer de mediana edad que debía de ser nueva—, pero no sé cómo hacerlo.
—Quédate aquí y alisa el arroz que yo ponga en las cajas —le explicó Yoshie amablemente—. Después pásalas para que les viertan curry. La chica de enfrente hará lo mismo. Sólo tienes que imitarla —añadió mientras señalaba a Yayoi, de pie al otro lado de la cinta.
Aun así, la mujer pareció no entender las instrucciones y miró a su alrededor con desconcierto.
Yoshie pulsó el interruptor y la cinta se puso en marcha con un sonido brusco. Masako se dio cuenta de que había puesto una marcha más rápida de lo habitual para no perder tiempo.
Masako empezó a pasar las cajas con mano experta a Yoshie, que las mantenía durante unos segundos debajo de la abertura por donde salían porciones cuadradas de arroz y, después de petarlas, las dejaba sobre la cinta con un movimiento ágil.
Hasta completar una caja, a Yoshie le seguía una larga retahíla de empleados situados a ambos lados de la cinta: los que allanaban el arroz, los que vertían el curry, los que troceaban el pollo, los que ponían los trozos encima del curry, los que pesaban los encurtidos y los colocaban en la caja, los que la cubrían con una tapa de plástico, los que sujetaban la cuchara con una tira de celo y, finalmente, los que precintaban el envase terminado.
El trabajo empezó de la forma acostumbrada. Masako echó un vistazo al reloj de la pared: las doce y cinco. Les quedaban cinco horas y media de trabajo por delante, de pie sobre el frío hormigón. Si querían ir al lavabo, tenían que hacerlo de uno en uno y asegurarse de que alguien los sustituyera. Desde que se pedía el turno hasta que se concedía, podían pasar cerca de dos horas. Por eso habían descubierto que para hacer el trabajo más llevadero no bastaba con preocuparse de uno mismo, sino que había que colaborar con los compañeros. Éste era el secreto para durar en el trabajo sin que la salud se resintiera.
Al cabo de una hora, escucharon los primeros lamentos de la nueva empleada. Al poco tiempo empezó a bajar el rendimiento y el ritmo de la cadena dio las primeras muestras de ralentizarse. Masako vio que Yayoi, siempre dispuesta a ayudar, intentaba echar una mano. Sólo le faltaba tener que ocuparse de la nueva.
Los empleados más veteranos sabían que la tarea de allanar el arroz era especialmente dura. Al tratarse de una masa fría y compacta, para dejarla lisa en pocos segundos era necesario hacer mucha fuerza con las muñecas y los dedos, de modo que era necesario adoptar una posición encorvada que acababa lastimando la espalda. Al cabo de una hora, el dolor se transmitía de la espalda a los hombros, hasta que al final era casi imposible levantar los brazos. Por eso lo habitual era que ese duro cometido recayera en los novatos. Yayoi, que a pesar de su experiencia realizaba la tarea más dura, trabajaba a destajo.
Cuando terminaron de llenar las dos mil cajas de curry, los empleados limpiaron la cinta y se dirigieron a la cinta transportadora contigua. El siguiente encargo consistía en rellenar dos mil cajas especiales. Como había que añadir más ingredientes que en las de curry, la cadena se completó con unos cuantos empleados brasileños ataviados con gorros azules.
Como de costumbre, Yoshie y Masako se ocuparon de poner el arroz. Kuniko, siempre atenta, se las había apañado para reservar una plaza a Yayoi en la tarea más fácil, mojar en salsa los filetes de cerdo. Sólo había que coger un filete en cada mano, introducirlos en el caldero para que se impregnaran de salsa y meterlos en la caja, uniendo los lados impregnados. Era un buen trabajo, alejado del trasiego de la cadena, y perfecto para Yayoi. Masako se relajó y se concentró en su labor.
No obstante, cuando empezaron a limpiar la cinta, una vez finalizada la tarea, se oyó un gran estruendo. Los trabajadores se volvieron al unísono para ver qué había pasado: Yayoi había tropezado con el caldero y se había caído al suelo. La tapa metálica había rodado hasta la cinta contigua, convirtiendo la zona de trabajo en un mar de espesa salsa marrón.
El suelo de la fábrica siempre estaba resbaladizo e impregnado de grasa y restos de comida, pero los empleados se habían acostumbrado a esas condiciones laborales y raramente se producían accidentes como ése.
—Pero ¿qué diantre has hecho? —gritó Nakayama con el rostro desencajado—. ¿Cómo puedes haber volcado el caldero?
—Lo siento —se excusó Yayoi mientras unos cuantos hombres acudían con fregonas—. Resbalé.
Yayoi estaba sentada en medio de un charco de salsa y no parecía tener la intención de moverse. Masako se acercó para ayudarla a incorporarse y, mientras la cogía por las muñecas, vio que su compañera tenía un gran morado en el estómago. Ése debía de ser el motivo de su distracción. La mancha destacaba sobre su blanca piel como una marca de Caín. Masako chascó la lengua y se apresuró a bajarle la bata.
Al no disponer de uniformes de recambio, Yayoi tuvo que seguir trabajando con la espalda y los brazos empapados en salsa. El espeso líquido se convirtió en una dura costra marrón que no llegó a traspasar la tela, aunque desprendía un fuerte olor.
Las cinco y media. Como habían terminado los encargos a tiempo, pudieron volver al primer piso sin necesidad de hacer horas extra. Después de cambiarse, Masako y sus tres amigas solían sacar unas bebidas de las máquinas y quedarse un rato charlando en la sala de descanso.
—Hoy estás muy rara —dijo Yoshie, que no sabía nada, mirando a Yayoi—. ¿Qué te pasa?
En el rostro de Yoshie se reflejaban el cansancio y la edad. Yayoi bebió un sorbo de café del vaso de papel que tenía en las manos y, después de pensarlo un instante, respondió:
—Ayer me peleé con mi marido.
—¿Qué hay de raro en eso? A todo el mundo le pasa, ¿verdad? —dijo Yoshie sonriendo y buscando la complicidad de Kuniko, quien se puso un cigarrillo mentolado en la boca y entrecerró los ojos para mostrar su acuerdo.
—Pero si tu marido y tú os lleváis bien… —comentó—. Siempre salís con los niños, ¿no?
—Ya no —murmuró Yayoi.
Masako observaba en silencio el rostro de Yayoi. Al rato de estar sentadas, el cansancio se volvía tan intenso que les paralizaba la musculatura.
—La vida es muy larga —dijo Yoshie intentando quitar hierro al asunto—. Todas las parejas tienen altibajos.
—Ha gastado todos nuestros ahorros —añadió Yayoi en un tono más amargo—. ¡Estoy harta!
Al oír estas palabras, sus compañeras se quedaron pasmadas.
—¿En qué? —inquirió Masako al tiempo que expulsaba el humo del cigarrillo que acababa de encender.
—Jugando. Al bacará.
—Creía que tu marido era un tipo normal —dijo Yoshie incrédula—. ¿Por qué tendría que jugar?
—Y yo qué sé —respondió Yayoi negando con la cabeza—. Creo que va siempre al mismo sitio.
—¿Y cuánto teníais? —preguntó Kuniko sin disimular su curiosidad.
—Unos cinco millones[1] —respondió Yayoi en voz baja.
Kuniko tragó saliva y, durante un instante, incluso pareció estar celosa.
—Menudo sinvergüenza —dijo finalmente.
—Y, para colmo, ayer me pegó —añadió Yayoi con la misma expresión de rabia que Masako había visto unas horas antes.
Entonces se levantó la camiseta y les enseñó el morado. Yoshie y Kuniko se miraron.
—A estas horas ya estará arrepentido —intervino Yoshie—. Mi marido y yo nos peleábamos a menudo. Era un bruto. Pero el tuyo es diferente, ¿no?
—No estoy tan segura —repuso Yayoi mientras se acariciaba el estómago por encima de la camiseta.
Afuera ya había amanecido. Parecía que el día iba a ser igual al anterior, húmedo y caluroso. Yoshie y Yayoi, que iban en bicicleta, se despidieron a la entrada de la fábrica; Masako y Kuliko se dirigieron al parking.
—Parece que este año no tendremos estación de lluvias —comentó Masako.
—Pues va a faltar agua —se quejó Kuniko mirando el cielo plomizo.
Su rostro estaba cubierto por una fina capa grasienta.
—A este paso, seguro.
—Por cierto, Masako, ¿qué crees que va a hacer Yayoi? —Masako se encogió de hombros—. Yo, en su lugar, me divorciaría —prosiguió Kuniko en medio de un bostezo—. Si mi marido se puliera todos nuestros ahorros, te aseguro que no me quedaría de brazos cruzados.
—Tienes razón —convino Masako.
Sin embargo, recordó que Yayoi tenía dos hijos pequeños, de cinco y tres años. Dar ese paso no era tan fácil. Al parecer, ella no era la única que no sabía qué camino tomar.
Masako y Kuniko llegaron al aparcamiento y abrieron la puerta de sus respectivos vehículos.
—Que descanses.
—Tú también.
Mientras subía a su Corolla, Masako pensó en lo extraño que era decir a alguien «que descanses» a primera hora de la mañana. De repente se sintió cansada y, al levantar la cabeza, el sol la deslumbró.
Kuniko giró la llave de contacto y el motor del Golf se puso en marcha a la primera, emitiendo un estruendo que resonó por todo el parking. Se alegró al comprobar que el coche funcionaba. El año anterior se había gastado más de doscientos mil yenes en reparaciones.
—Nos vemos —le dijo Masako haciendo un breve gesto con la mano justo antes de salir del aparcamiento.
Kuniko le correspondió con una inclinación de cabeza. Masako la incomodaba; cuando ésta se marchó, se permitió relajarse un poco. Tras despedirse de sus compañeras, sentía como si cayera un espeso envoltorio que dejaba al descubierto su verdadero yo.
Kuniko vio que el Corolla de Masako se detenía en el semáforo emplazado a la salida del parking. Al observar las abolladuras de la parte trasera, pensó que hacía falta valor para conducir semejante cacharro. La pintura roja desteñida era un signo inequívoco de que llevaba más de cien mil kilómetros conducidos, y la pegatina a favor de la seguridad al volante era demasiado chillona. No había nada malo en tener un coche usado —su Golf lo era—, pero como mínimo había que mantenerlo en buen estado, decidió Kuniko. De lo contrario, era mejor pedir un préstamo y comprarse uno.
Kuniko creía que Masako no estaba mal para su edad; además, había que reconocerle cierta elegancia natural, aunque sin duda debería prestar más atención a su aspecto.
Al subir al coche, puso una cinta de su compañero en el radiocasete y al instante empezó a sonar una voz femenina cantando con estridencia una melodía pop. Se abochornó y sacó la cinta de inmediato. A decir verdad, no le gustaba la música. La había puesto únicamente para sentir que por fin se había liberado del trabajo y para comprobar el perfecto funcionamiento de los accesorios.
Después de encarar hacia ella las salidas del aire acondicionado, replegó el techo de lona, que fue bajando lentamente, como si se tratase de una piel de serpiente. A Kuniko le encantaban los momentos en que las cosas más sencillas podían parecer dramáticas y extraordinarias. «Ojalá la vida fuera siempre así», pensó.
Con todo, sus pensamientos volvieron a Masako. Siempre vestía unos vaqueros gastados y camisetas y polos de su hijo. En invierno añadía una sudadera o un simple jersey a su indumentaria y, lo que era aún peor, una vieja parka con tiras de celo en los agujeros para evitar que salieran los plumones. Eso era el colmo.
La estampa de Masako le recordaba a la de un árbol en pleno invierno: la piel ligeramente oscura, el cuerpo delgado y sin excesos, la mirada penetrante, la nariz afilada y los labios finos. Sólo con maquillarse un poco y vestir ropa más cara, como hacía ella misma, podría quitarse cinco o seis años de encima. Era una verdadera lástima. Los sentimientos de Kuniko hacia su compañera eran complicados, una mezcla de envidia y desprecio.
«Pero el verdadero problema —pensó Kuniko— es que yo soy fea. Fea y gorda.» Al mirarse en el retrovisor, tuvo una sensación de desamparo que le era muy familiar.
Su cara ancha y mofletuda contrastaba con unos ojos minúsculos. La nariz, prominente, destacaba encima de una boca de piñón. «Nada está proporcionado —pensó—, y se nota aún más después de una noche de trabajo.» Sacó una toallita facial de su bolso Prada y se la pasó por el rostro.
Era consciente de que al ser una mujer sin cualidades especiales, y poco atractiva, no podía aspirar a un trabajo mejor. Por eso tenía que conformarse con su puesto en el turno de noche en la fábrica, lo que le producía estrés, lo que a su vez le hacía comer más. Y cuanto más comía, más engordaba.
De repente, furiosa contra el mundo, puso primera bruscamente, pisó el acelerador a fondo y soltó el pedal del freno. El Golf salió disparado del parking. Al ver en el retrovisor la nube de humo y polvo que dejaba detrás, se sintió satisfecha.
Cogió la autopista Shin Oume en dirección al centro de la ciudad, para desviarse a la derecha al cabo de unos minutos, a la altura de Kunitachi. Más allá del campo de perales que se extendía a su izquierda, vio el viejo bloque de apartamentos donde vivía.
No soportaba vivir allí. Sin embargo, con lo que ganaban ella y su compañero eso era lo máximo a lo que podían aspirar. «Ojalá fuera una mujer distinta, en un lugar distinto, llevando una vida distinta y viviendo con un hombre distinto», pensó. Por supuesto, distinto quería decir mejor, varios peldaños por encima en la escala social. A veces, Kuniko se preguntaba si era normal pensar tanto en esas cosas, si estaba bien soñar en mejorar.
Aparcó el Golf en su plaza de parking, al lado de los coches pequeños o de fabricación nacional que tenían el resto de vecinos. Orgullosa de su modelo de importación, cerró dando un portazo. Si despertaba a alguien, mejor. Sin embargo, era consciente de que si ese alguien se quejaba no le quedaría más remedio que disculparse mansamente. Le gustara o no, tenía que seguir viviendo en ese lugar.
Subió al cuarto piso en el ascensor pintarrajeado de grafitos, avanzó por el pasillo lleno de triciclos y cajas de plástico y llegó a su apartamento. Al abrir la puerta y entrar en el piso oscuro, oyó un ronquido animal proveniente de la habitación; como ya estaba acostumbrada no le prestó mayor atención. Extendió el periódico que había encontrado en el buzón sobre la mesa de chapa, adquirida no hacía mucho en una tienda de oportunidades.
Ella se limitaba a consultar la programación televisiva, y a su compañero sólo le interesaban las secciones de sociedad y deportes, de modo que a menudo se había planteado cancelar la suscripción. No obstante, necesitaba los clasificados. Cogió los relativos a «Relax» y los separó del periódico con la intención de echarles un vistazo más tarde.
En el piso hacía un calor sofocante. Puso en marcha el aire acondicionado y abrió la nevera. Con el hambre que tenía le sería imposible dormirse, pero no encontró nada que llevarse a la boca. Tetsuya se había comido la ensalada de patatas y las bolas de arroz que ella había comprado el día anterior.
Enojada, tiró de la lengüeta de una lata de cerveza con todas sus fuerzas y, mientras se la bebía, abrió una bolsa de snacks y puso la tele. Se quedó en un canal donde emitían un programa de cotilleo y esperó a que la cerveza le hiciera efecto mientras se ponía al día de los últimos escándalos de los famosos.
—¡Baja la tele! —gritó Tetsuya desde la habitación.
—¿Por qué? Ya tienes que levantarte.
—Aún me quedan diez minutos —respondió Tetsuya.
Algo salió volando de la habitación y chocó contra el brazo de Kuniko. Era un mechero barato. El punto en el que había recibido el impacto se enrojeció. Kuniko recogió el encendedor y se acercó a la cama donde yacía Tetsuya.
—¡Imbécil! —le espetó—. No sabes lo cansada que estoy, ¿verdad?
—No me agobies —respondió Tetsuya con los ojos abiertos y cara de asustado—. Yo también estoy cansado.
—¿Y eso te da derecho a tirarme lo que te venga en gana? —dijo Kuniko encendiendo el mechero delante de su cara.
—¡Para! —gritó él apartándolo con la mano.
El encendedor cayó rodando sobre el tatami, mientras Kuniko le golpeaba en la mano.
—Pero ¿qué te has creído? ¡Estoy harta! Mírame cuando te hable.
—Venga, no empieces.
—Eres un jeta. Te has comido mi ensalada, ¿verdad?
—No me hables así —dijo él frunciendo el ceño.
Tetsuya era más menudo y estaba más delgado que Kuniko. El año anterior, cuando por fin encontró un trabajo estable en un laboratorio farmacéutico, se había visto obligado a cortarse la melena, lo que realzaba su físico esmirriado. A Kuniko no le gustó el cambio. Cuando lo conoció, pululando por las calles de Shibuya, Tetsuya no era más listo pero sí más guapo. En esa época, Kuniko trabajaba en una sala recreativa de ese barrio. Era mucho más delgada y podía atraer fácilmente a un chico como Tetsuya, si bien las deudas que había contraído para comprarse ropa y complementos eran el principal motivo de que ahora vivieran con el agua al cuello.
—Te la has comido, ¿verdad? —insistió Kuniko, encaramándose a la cama e inmovilizándolo—. Confiésalo y pídeme perdón.
—¡Suéltame!
—Si confiesas te perdono.
—Me la he comido —admitió Tetsuya—. Lo siento. Pero es que no había otra cosa.
—Haberte comprado algo.
—Vale…
Cuando Tetsuya giró la cabeza, Kuniko le palpó la entrepierna, pero no encontró lo que buscaba.
—¡Menudo impotente! —exclamó—. Ya no se te pone tiesa ni por las mañanas.
—Déjame —masculló él, un poco harto—. Que me dejes —insistió—. ¿Tú sabes lo que pesas?
—¿Cómo te atreves? —respondió Kuniko apretando sus muslos alrededor del fino cuello de Tetsuya.
Éste intentó pedir perdón, pero su garganta no logró emitir ningún sonido.
Kuniko gruñó y se apartó con brusquedad de encima de su compañero. Últimamente, su vida sexual no era sino un sinfín de decepciones. «Y eso que es más joven que yo —pensó—. Menudo inútil.»
De vuelta al comedor, vio que Tetsuya empezaba a incorporarse.
—¡Vas a llegar tarde! —le gritó al tiempo que encendía un cigarrillo.
Tetsuya apareció en el comedor vestido con una camiseta y unos calzoncillos chillones. Mientras se frotaba el cuello, cogió un cigarrillo mentolado de la mesa.
—Son míos —le avisó Kuniko—. Ni se te ocurra tocarlos.
—Sólo uno. Se me han acabado.
—Pues son veinte yenes —dijo Kuniko tendiendo la mano.
Tetsuya suspiró, consciente de que Kuniko no bromeaba. Siguió mirando la tele, sin ni siquiera girarse.
Un cuarto de hora más tarde, Tetsuya se fue al trabajo sin decir nada. Kuniko se acostó, acomodando su cuerpo en el pequeño hueco que él había dejado en la cama.
Se despertó poco antes de las dos.
Puso la tele y, mientras miraba un programa de cotilleo, encendió un cigarrillo, a la espera de que su cuerpo se desperezase. El talk show trataba de los mismos temas que el que había visto por la mañana, pero le resultaba indiferente.
Tenía hambre, así que salió a comprar algo sin ni tan siquiera lavarse la cara. Cerca de su bloque había un supermercado abierto las veinticuatro horas donde vendían la comida preparada de su fábrica.
Cogió un envase especial y leyó la etiqueta: «Miyoshi Foods, Fábrica de Higashi Yamato. Expedido: 7.00». Sin duda, había sido preparada en su planta. La noche anterior había desempeñado el trabajo más fácil —añadir el huevo revuelto—, si bien Nakayama le había llamado la atención por ser demasiado generoso. Era un imbécil. Le hubiera gustado estamparle el huevo en toda la cara. Aun así, había tenido un turno muy tranquilo. Sólo con ponerse al lado de Yoshie y Masako, se había podido ocupar de las tareas más sencillas. Que era lo que tenía pensado hacer a partir de ese día, pensó mientras soltaba una risita.
Al volver al piso, acompañó la comida con la tele y un té Oolong. Al llevarse un trozo de filete a la boca, bañado de salsa marrón, pensó en Yayoi y en su tropiezo con el puchero. Estaba hecha polvo, pensó Kuniko chascando la lengua. Estaba tan despistada que había sido incapaz de ayudar en nada. De hecho, había sido un estorbo. Que su marido la pegara no era más que una excusa; lo que tenía que hacer era plantarle cara.
Después de terminarse el filete, Kuniko vertió salsa de soja sobre unas albóndigas chinas congeladas y, mientras se las comía con un poco de mostaza, siguió pensando en Yayoi. Le resultaba extraño que una mujer tan guapa hiciera el turno de noche de la fábrica. Si fuera ella, pensó Kuniko, buscaría empleo en algún pub. Mientras pagaran bien, a ella no le importaría desempeñar el trabajo de señorita de compañía. El único problema era que no tenía confianza ni en su aspecto ni en su estilo.
En ese preciso momento, en la tele empezó un programa especial sobre chicas de instituto. Kuniko dejó los palillos y se concentró en la pantalla. Hablaba una chica con el pelo largo y teñido de castaño. Su cara estaba desdibujada digitalmente, pero aun así se podía intuir su belleza.
—Los hombres no son más que su cartera —decía la chica—. ¿A mí? ¿Que qué me han comprado? Pues un vestido de cuatrocientos cincuenta mil yenes.
—¡Menuda niñata! —exclamó Kuniko espetando a la pantalla.
Un vestido tan caro sería por lo menos de Chanel o Armani.
«Ya me gustaría a mí —pensó—, pero si estas muchachas tan monas pueden llevar uno, ya no vale la pena.»
—Qué rabia —murmuró.
La única satisfacción de trabajar en la fábrica era haber conocido a Masako, pensó Kuniko mientras masticaba un bocado de arroz frío. Por lo poco que sabía de ella, Masako había trabajado bastante tiempo en una gran empresa, pero había perdido el empleo tras una reducción de plantilla. Era evidente que no era el tipo de mujer que trabajaría toda su vida en el turno de noche. Pronto le ofrecerían un trabajo normal, o tal vez incluso algún puesto de responsabilidad en la fábrica. Si seguía a su lado podría aprovecharse de la situación. Sólo había un inconveniente: Masako no parecía confiar mucho en ella.
Después de comer tiró el envase, prácticamente limpio, al cubo que había al lado del fregadero, y se dispuso a echar un vistazo a los anuncios de relax que había apartado por la mañana. Su salario en la fábrica no le permitía hacer frente a las deudas contraídas; de hecho, apenas era suficiente para sufragar los intereses. No obstante, la paga que se cobraba en una jornada diurna aún era peor. Para ganar lo que sacaba trabajando cinco horas y media en la fábrica debería trabajar más de ocho horas, de modo que no le interesaba dejar el turno de noche. Por contra, tenía que dormir durante el día. Así que se encontraba en un círculo vicioso. Y no le gustaba admitir que era una perezosa.
No quería pensar en sus deudas. Últimamente los intereses habían subido tanto que no sabía si había acabado de pagar los intereses y empezado a pagar el capital prestado.
Al anochecer se maquilló, se puso el vestido imitación Chanel y salió a la calle con un objetivo claro: encontrar un trabajo que terminara antes de las once y media.
En el aparcamiento de bicicletas se cruzó con una vecina, que regresaba a casa cargada con una bolsa de la compra. Vestía un traje veraniego barato, de los que venden en el supermercado, y su cara reflejaba cansancio. Trabajar en una empresa no era ningún chollo.
Kuniko inclinó levemente la cabeza. La vecina le devolvió el saludo con una sonrisa, olfateando el aire al cruzarse. Kuniko pensó que tal vez le había sorprendido su perfume. Se había puesto Coco, aunque poco podía saber su vecina de perfumes. De hecho, en la fábrica estaban prohibidos, pero había decidido que antes de irse a trabajar tomaría un baño.
Montó en la bicicleta y avanzó por la calle estrecha, esquivando los automóviles que circulaban en sentido contrario. El pub adonde se dirigía estaba cerca de la siguiente estación, Higashi Yamato. No debía de haber parking, así que si conseguía el trabajo tendría que ir en bicicleta, lo que constituía un inconveniente. ¿Qué haría los días de lluvia? La estación le quedaba lejos de casa. Si todo iba bien, quizá pudieran mudarse a una zona mejor comunicada.
Veinte minutos después, se encontraba delante del pub Bel Fiore. Había salido de casa con la certeza de que no tenía ninguna posibilidad, pero al llegar al lugar, completamente desolado, pensó que tal vez tuviera una oportunidad. Se animó y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió eufórica.
«Camarera. Entre 18 y 30 años. 3.600 yenes/hora. Se proporciona uniforme. Buena presencia. 17.00-01.00 h. No se requiere beber.» Al recordar el anuncio, Kuniko pensó que si conseguía el trabajo podría dejar la fábrica, puesto que en sólo dos horas obtendría lo que ganaba trabajando toda la noche. Los planes de quedarse junto a Masako dejaron paso a un nuevo proyecto.
En la entrada había un grupo de chicos con trajes de colores oscuros y una chica con una minifalda cortísima, el atuendo preciso para atraer a los clientes.
—He llamado antes por lo del anuncio —dijo Kuniko a uno de los chicos.
—Pues vaya por la puerta trasera —le respondió el muchacho, sin disimular su sorpresa.
—Gracias.
Mientras se alejaba del grupo, Kuniko notó que la miraban y oyó alguna risita. Al llegar al lugar donde el joven le había indicado, encontró una puerta metálica con una placa que rezaba: Bel Fiore.
—Disculpe —dijo abriendo la puerta apenas un poco—. He telefoneado esta tarde.
Al mirar al interior, vio a un hombre de mediana edad, vestido de negro, que justo en ese momento colgaba el teléfono. Él la miró mientras se frotaba las profundas arrugas que le surcaban la frente.
—Ah, sí. Pase y siéntese —le dijo señalando el sofá que había delante de la mesa.
Aunque de aspecto tosco, su voz era suave y agradable.
Cuando Kuniko se sentó, tratando de mostrarse relajada, el hombre le largó una tarjeta. Era el encargado. Inclinó leve mente la cabeza, pero al levantarla la repasó de arriba abajo. Kuniko se sentía terriblemente incómoda, pero a pesar de todo empezó a hablar, hecha un manojo de nervios:
—Vengo por lo del trabajo de camarera.
—Si es así, hablemos un poco —dijo el hombre con amabilidad mientras se sentaba en un sillón frente al sofá—. ¿Cuántos años tiene?
—Veintinueve.
—Ya. ¿Lleva algún documento que lo acredite?
—No lo llevo encima —respondió Kuniko.
El hombre cambió de tono al instante.
—¿Ha desempeñado alguna vez este trabajo?
—No. Es la primera vez.
Por un momento, Kuniko temió oír que no querían amas de casa, pero el hombre no le formuló más preguntas y se levantó del sillón.
—En realidad, en cuanto se publicó el anuncio se presentaron seis chicas de diecinueve años. Los clientes las prefieren jóvenes y sin mucha experiencia.
—Ah…
Pero no era sólo eso, pensó Kuniko, desinflándose como un globo. Si fuera más guapa y tuviera más estilo, la edad no sería un inconveniente. De pronto le vinieron a la cabeza todos sus complejos.
—Lo siento. Quizá la próxima vez…
—Entiendo —asintió Kuniko desolada.
—¿A qué se dedica?
—Tengo un trabajo por horas en el barrio.
—Es mejor así —le dijo el hombre—. Trabajar aquí es bastante duro. Los clientes se dejan diez o veinte mil yenes en una hora, y no quieren irse de vacío. Me entiende, ¿verdad? Usted ya es mayorcita. Quieren irse satisfechos. Y a usted no le gustaría eso, ¿verdad? —le preguntó esbozando una sórdida sonrisa—. Siento que haya tenido que venir hasta aquí. Acepte esto por las molestias —añadió mientras le ponía un sobre en la mano. «Mil yenes», pensó Kuniko—. Por cierto, ¿realmente tiene veintinueve años?
—No.
—No crea que me importa demasiado… —dijo él con desdén.
Deprimida, Kuniko salió por la puerta trasera para no toparse con los jóvenes que custodiaban la entrada principal. Optó por adentrarse en una callejuela para volver al lugar donde había dejado la bicicleta, pero al pasar por delante de un restaurante decidió entrar. Tenía hambre, estaba de mal humor y tenía el dinero que le había dado el encargado del pub.
Después de pedir un cuenco de arroz con ternera, se volvió y se encontró mirándose en un gran espejo colgado en la pared. Vio sus anchos hombros y sus rasgos poco delicados. Se volvió rápidamente, consciente de que el espejo sí reflejaba los años que tenía: treinta y tres. Había mentido sobre su edad incluso a sus compañeras de trabajo.
Suspiró y decidió abrir el sobre. Dos mil yenes. No estaba mal. Se puso un cigarrillo mentolado en los labios.
Aún le quedaban varias horas para empezar el turno en la fábrica.
Mientras abría la puerta en silencio, Yoshie notó el olor a orín y a desinfectante. Por mucho que aireara la casa y fregara el suelo, no conseguía eliminarlo. Se frotó los ojos cansados con la punta de los dedos para combatir el picor. Tenía varias cosas que hacer antes de acostarse.
Tras el pequeño recibidor había una habitación con tres tatamis atestada con una mesilla vieja, una cómoda y un televisor. Éste era el espacio donde Yoshie y Miki, su hija, comían y miraban la tele. Al quedar justo delante del recibidor, el espacio estaba expuesto a la vista de cualquier visita, y en invierno se colaba el frío por las rendijas de la puerta. Miki no paraba de quejarse, pero no les quedaba otro remedio que conformarse con vivir en esa casa.
Yoshie dejó en un rincón la bolsa con el uniforme sucio de la fábrica y echó una ojeada a la habitación de seis tatamis, con las puertas abiertas de par en par. Como las cortinas estaban corridas, la habitación estaba en penumbra, pero aun así percibió un leve movimiento en el futón. Su suegra, que llevaba más de seis años postrada en la cama, debía de estar despierta. Con todo, Yoshie no dijo nada y se quedó plantada en medio de la habitación. En la fábrica trabajaba duro, y al volver a casa se sentía como un trapo viejo. Ojalá pudiera tumbarse y dormir un poco, ni que fuera una hora. Mientras se daba un pequeño masaje en los hombros carnosos y entumecidos, echó un vistazo al ambiente sombrío y desolado que la rodeaba.
A su derecha, las puertas de la pequeña habitación de Miki estaban bien cerradas, aislándola del mundo exterior. Hasta cumplir doce años, Miki había dormido en la habitación de seis tatamis con su abuela, pero al llegar a esa edad se había negado a compartir las noches con la anciana, de modo que Yoshie tuvo que dormir junto a su suegra. Sin embargo, al poco tiempo descubrió que le resultaba imposible descansar, y últimamente la situación comenzaba a ser insoportable. Quizá le empezara a pesar la edad.
Finalmente, Yoshie se sentó en el exiguo espacio que quedaba libre en el suelo y levantó la tapa de la tetera que había en la mesilla. Las hojas con las que se había preparado un té la noche anterior, antes de ir al trabajo, seguían en el fondo. Al pensar en el esfuerzo que le supondría tirar las hojas y lavar la tetera, decidió que no valía la pena. Estaba dispuesta a trabajar para los demás, pero cuando se trataba de hacerlo para ella le daba igual, de modo que llenó la tetera con el agua tibia que quedaba en el termo.
Mientras sorbía el té desabrido, se quedó inmersa en sus pensamientos. Había varios temas que la preocupaban.
El casero le había dicho que tenía previsto derribar su vieja casa de madera y construir en su lugar un pequeño bloque de viviendas con mayores comodidades, aunque Yoshie creía que se trataba de una excusa para echarlos. Si se confirmaban sus sospechas, no tendrían dónde ir. Sabía que, en caso de que pudieran acceder a un apartamento en el bloque nuevo, el alquiler sería mucho más alto, y si tenían que cambiar de residencia mientras se llevaban a cabo las obras, necesitarían más dinero. Sin embargo, con lo que ganaba apenas llegaban a final de mes y no tenían nada ahorrado para una emergencia.
«Necesito dinero», pensó Yoshie.
Había gastado en su suegra la modesta cantidad que cobrara con la muerte de su marido y se le habían acabado los ahorros. Como sólo tenía estudios primarios, quería que Miki fuera a la universidad, pero a ese paso le sería imposible, por no hablar de ahorrar para su vejez. Por eso, pese a que trabajar en el turno de noche era muy duro, no podía dejarlo. Y si quería buscar otro trabajo durante la jornada, ¿quién iba a cuidar de su suegra? Cuando pensaba en el futuro, no podía por menos que inquietarse.
Absorta en sus pensamientos, no se dio cuenta de que lanzaba un profundo suspiro.
—¿Eres tú, Yoshie? —preguntó una débil voz en la habitación de al lado.
—Sí. Ya estoy en casa.
—Tengo el pañal mojado —dijo la anciana tímidamente, pero con un ligero tono de exigencia.
—Ya voy.
Tomó otro sorbo de té tibio y se levantó. Había olvidado lo mezquina que había sido su suegra con ella en sus primeros años de matrimonio. Ahora no era más que una pobre anciana que no podría vivir sin ella.
«Sin mí no saldrían adelante», pensó Yoshie. De hecho, había convertido ese pensamiento en su razón de vivir. En la fábrica pasaba lo mismo. Le llamaban Maestra y era ella quien imponía el ritmo en la cadena. Ésa era la fuerza que la ayudaba a superar la dureza del trabajo, la fuente de su orgullo.
Sin embargo, era consciente de que la realidad era demasiado cruel con ella. No tenía a nadie que la ayudara. Lo único que la mantenía en pie era su amor propio. Hacía tiempo que había decidido ocultar sus sentimientos en lo más profundo de su corazón y había hecho de la diligencia su única obsesión. Su truco para salir adelante no era otro que apartar los ojos de la realidad.
Entró en la habitación de su suegra sin decir una palabra. Olía a heces. Superando el asco, descorrió la cortina y abrió la ventana para que el hedor escampara. Afuera, apenas a un metro de distancia, estaba la ventana de la cocina de la casa de al lado, tan pequeña y destartalada como la suya. Como si ya supiera lo que se le venía encima, la vecina cerró la ventana dando un golpazo para mostrar su irritación. Yoshie se enfadó, aunque a la vez comprendía que no era muy agradable tener que soportar ese olor a primera hora de la mañana.
—Date prisa, por favor —murmuró la anciana revolviéndose en el futón e ignorando lo que acababa de ocurrir.
—Si se mueve, se le va a salir todo.
—No me encuentro bien.
—Ya voy.
Mientras retiraba la colcha de verano y empezaba a desatar el cinturón de la bata de su suegra, Yoshie deseó tener que cambiar los pañales a un bebé en lugar de a una anciana. Cuando le había tocado hacerlo, nunca le había parecido que fuera algo sucio. ¿Por qué con una persona mayor sentía tanta repulsión?
De pronto, pensó en Yayoi Yamamoto. Sus hijos eran aún pequeños, y no hacía mucho había comentado muy contenta que el pequeño había dejado de usar pañales. Yoshie comprendía su alegría.
No obstante, últimamente Yayoi estaba rara. Su marido le había pegado en el estómago, aunque ella debía de haberle irritado. En general, los hombres agradecían tener a una mujer trabajadora a su lado, aunque si éstos eran unos vagos también podían llegar a considerar su presencia como un estorbo. Era lo que le había ocurrido, sin ir más lejos, a su marido, muerto de cirrosis hacía cinco años: cuanto más se esforzaba ella por cuidar de su suegra y más trabajaba para sostener la economía familiar, más taciturno se volvía él.
A Yayoi le debía de pasar lo mismo: a su marido no le gustaba porque se esforzaba demasiado. Debía de ser tan egoísta como lo fuera su esposo. Por algún motivo incomprensible, parecía que los más vagos atraían a las mujeres más trabajadoras. Sin embargo, no había más remedio que aceptarlo y resignarse. Yayoi debía de pasar por la misma situación que ella había vivido.
Yoshie cambió el pañal a su suegra con mano experta. Después de enjuagarlo en el lavabo, lo lavaría en la lavadora del baño. Sabía que existían pañales de usar y tirar, pero eran demasiado caros.
—Estoy empapada en sudor —dijo la anciana cuando Yoshie salía de la habitación.
Era su manera de pedir que le cambiara la bata. Ella tenía previsto hacerlo más tarde.
—Ya lo sé.
—No me encuentro bien —insistió la anciana—. Voy a pillar un resfriado.
—Primero termino con esto.
—Lo haces aposta.
—Ya sabe que no.
A pesar de su respuesta, por un instante a Yoshie le vinieron ganas de estrangularla. Por ella, como si pillaba un buen resfriado. O una pulmonía y se moría. Así se quitaría un peso de encima. Sin embargo, se apresuró a reprimir esos oscuros pensamientos. Si deseaba la muerte a alguien que la necesitaba, acabaría pagando por ello.
En la otra habitación sonó el despertador. Eran casi las siete. La hora en que Miki se levantaba para ir al instituto.
—¡Arriba, Miki! —dijo abriendo la puerta de la habitación de su hija.
Miki, en camiseta y pantalones cortos, puso cara de fastidio.
—Ya te oigo —dijo—. Y no abras con eso en las manos.
—Lo siento —se disculpó Yoshie.
Sin embargo, mientras se dirigía al pequeño baño que había al lado de la cocina, se sintió ofendida por la poca consideración de su hija. Había sido siempre una niña buena, e incluso la había ayudado a cuidar de su abuela. No obstante, de un tiempo a esta parte había empezado a comparar su situación con la de sus compañeras, y era normal que se sintiera abochornada por el entorno que la rodeaba.
Yoshie era consciente de que no podía regañarle por sentir lo que sentía. No tenía valor para hacerlo, puesto que ella misma era la primera en avergonzarse de la vida que llevaban.
Pero ¿qué podía hacer? ¿Quién la iba a salvar de esa situación? Tenía que seguir viviendo. Aunque se sintiera como una esclava, aunque se considerara una criada, si ella no cumplía con su cometido, ¿quién iba a hacerlo? Tenía que aguantar. Si no lo hacía, acabaría pagándolo. Debía trazar un plan a toda costa, pero antes de que pudiera empezar a esbozarlo se imponía su sentido del deber.
Miki estaba en el baño lavándose la cara con un nuevo gel. Por el olor, Yoshie supo de inmediato que no se trataba del jabón que había en la pila. Se lo debía de haber comprado, junto con las lentillas y la espuma para el pelo, con el dinero que ganaba trabajando. Con la luz matinal, su cabello tenía un tono castaño.
Después de lavar el pañal y desinfectarse las manos, Yoshie miró a su hija, que se peinaba concienzudamente ante el espejo.
—¿Te has teñido el pelo?
—Un poco —respondió Miki sin dejar de peinarse.
—Pareces una pelandusca.
—Ya nadie usa la palabra «pelandusca» —replicó Miki con una sonrisa—. Sólo la emplean las abuelas. Además, todo el mundo se lo tiñe.
—Vaya —dijo Yoshie preocupada.
Su hija lucía un estilo cada día más estridente.
—¿Cómo tienes lo del trabajo para el verano?
—Ya he encontrado un empleo —le respondió Miki mientras se echaba un líquido transparente en el pelo.
—¿Dónde?
—En un fast food cerca de la estación.
—¿Y cuánto pagan?
—Ochocientos la hora si eres estudiante.
Yoshie se quedó unos segundos en silencio, intentando asimilar la sorpresa. Eran setenta yenes más de lo que pagaban en el turno de día en la fábrica. Era evidente qué era lo que más se valoraba: la juventud.
—¿Qué pasa? —le preguntó Miki mirándola extrañada.
—Nada —repuso Yoshie—. ¿Anoche fue todo bien con la abuela? —le preguntó para cambiar de tema.
—Estuvo soñando. Gritó el nombre del abuelo y armó mucho jaleo.
Yoshie recordó que la noche anterior la anciana se había mostrado muy inquieta, e incluso había tratado de impedir que ella fuera al trabajo: cada vez que intentaba salir, la acusaba de quererla abandonar por no ser más que una carga. Desde que el derrame cerebral le había dejado el lado derecho paralizado, se había calmado un poco, pero últimamente había vuelto a emerger a la superficie su personalidad más infantil y egoísta.
—Qué raro —observó Yoshie—. Igual empieza a chochear.
—Pues yo paso.
—No hables así y ve a secarle el sudor.
—Ni hablar. Tengo sueño —replicó Miki bebiendo de un tetrabrik que había sacado de la nevera.
A Yoshie le costó ver que se trataba de uno de esos sustitutos del desayuno que vendían en el supermercado y que Miki habría comprado siguiendo los consejos de sus amigas. Prefería ese brebaje al arroz y a la sopa de miso que ella le había preparado la noche anterior. El desconsuelo se apoderó de ella al pensar en todo lo que su hija gastaba de forma innecesaria. Últimamente hacía lo mismo con el almuerzo: en lugar de comer lo que ella le preparaba, se iba a cualquier establecimiento de comida rápida con sus amigas. ¿De dónde sacaba el dinero? Sin darse cuenta, clavó la vista en su hija.
—¿Por qué me miras así? —le preguntó Miki intentando sacudirse de encima la mirada de su madre.
—Por nada.
—Por cierto, ¿qué hacemos con el dinero de la excursión? El plazo para pagar termina mañana.
Yoshie lo había olvidado; puso cara de sorpresa.
—¿Cuánto era?
—Ochenta y tres mil.
—¿Tanto?
—¡Te lo dije! —gritó Miki furiosa.
Yoshie se quedó pensativa: ¿de dónde sacaría esa cantidad? Mientras tanto, Miki se vistió rápidamente y se fue al instituto. «Necesito dinero», pensó de nuevo Yoshie, desolada.
—¡Yoshie! —la llamó su suegra impaciente.
Cogió el pañal que acababa de lavar y regresó a la habitación donde yacía la anciana.
Eran casi las nueve cuando, después de cambiarle la bata, darle el desayuno, cambiarle de nuevo el pañal y lavar la montaña de ropa sucia acumulada, Yoshie pudo acostarse al lado de su suegra. La anciana estaba adormecida, pero Yoshie sólo podría dormir hasta mediodía, hora en que despertaría de nuevo y tendría que darle la comida.
Yoshie dormía pocas horas al día. Por la tarde podía dormitar entre las curas, y por la noche romper el sueño un poco antes de ir al trabajo. Apenas seis horas en total, con interrupciones constantes. Lo justo para aguantar. Esa era la rutina diaria de Yoshie, pero temía llegar al límite algún día.
Finalmente decidió llamar a la oficina de la fábrica para pedir un anticipo.
—No podemos hacer excepciones —le respondió fríamente el jefe de contabilidad.
—Lo sé, pero con los años que llevo en la fábrica…
—Las normas son las normas —respondió el contable—. Por cierto, señora Azuma, le recuerdo que debería descansar por lo menos un día a la semana. De lo contrario, tendremos problemas con la inspección de trabajo. Vaya con cuidado —añadió—. También cobra una prestación social, ¿verdad? Procure no superar los ingresos mínimos, si no se la quitarán.
Cruel paradoja; antes de colgar, Yoshie tuvo que disculparse y bajar la cabeza ante esas advertencias. Ya sólo podía recurrir a Masako, que le había sacado de más de un apuro.
—¿Sí? —dijo una voz débil.
Era ella. Quizá estaba durmiendo.
—Soy yo —dijo Yoshie—. ¿Te he despertado?
—Ah, Maestra. Estaba despierta.
—Tengo que pedirte un favor. Pero si no te va bien, me lo dices.
—¿De qué se trata?
Yoshie se preguntó si Masako sería lo bastante sincera para decirle que no en caso de que no pudiera ayudarla, pero era una duda sin fundamento: muchas veces, en la fábrica, la había sorprendido por su franqueza.
—¿Podrías prestarme dinero?
—¿Cuánto?
—Ochenta y tres mil. Es para pagar la excursión de Miki. No tengo nada.
—De acuerdo.
Pese a saber que a Masako no podía sobrarle nada, Yoshie se alegró de su respuesta.
—Gracias —le dijo—. No sabes cuánto te lo agradezco.
—Por la tarde me paso por el banco y te lo traigo esta noche.
Yoshie se sintió aliviada. Pedir prestado a Masako era humillante, pero se alegraba de tener una amiga como ella.
Mientras Yoshie daba una cabezada apoyada en la mesilla, sonó el timbre. Al abrir, encontró a Masako plantada en la puerta, con la puesta de sol a sus espaldas y su rostro de tez oscura, sin maquillaje, mirando hacia el interior de la casa.
—Te traigo el dinero. He pensado que no querrías dejarlo toda la noche en la fábrica —le dijo Masako tendiéndole un sobre del banco.
Yoshie apreció el gesto de su amiga al imaginar que no le gustaría que sus compañeras de turno vieran que le prestaba dinero.
—Muchas gracias. Te lo devuelvo a final de mes.
—No hay prisa.
—Sí la hay. Tú también tienes préstamos que pagar.
—No te preocupes —dijo Masako con una leve sonrisa.
Yoshie la miró sorprendida, puesto que en la fábrica raramente la veía sonreír.
—Pero… —dijo.
—No tienes por qué preocuparte, Maestra —insistió Masako poniéndose seria.
Encima de su ceja derecha apareció un pequeño surco, parecido a una cicatriz. Yoshie se dio cuenta de que también Masako tenía preocupaciones, pero no tenía ni idea de qué tipo y, aunque lo supiera, quizá no alcanzara a entenderlas.
—¿Por qué alguien como tú tiene que trabajar en un lugar como ése? —le preguntó de sopetón.
—No seas boba —respondió Masako—. Hasta luego.
Mientras se despedía con la mano, se dirigió hacia su Corolla rojo, aparcado frente a la casa.
Miki llegó poco antes de que su madre se fuera a la fábrica.
—Aquí tienes el dinero —le dijo Yoshie entregándole el sobre.
Miki lo cogió como si nada y miró el contenido.
—¿Cuánto hay?
—Ochenta y tres mil.
—Gracias —le dijo mientras lo metía en un bolsillo de su mochila negra.
Al ver su cara de satisfacción, Yoshie pensó que su hija le había engañado pero, como solía hacer, prefirió no afrontar la realidad. Miki no tenía motivos para mentirle, especialmente sabiendo lo que les costaba salir adelante. Seguro que le había dicho la verdad.
Mitsuyoshi Satake estaba absorto siguiendo el camino de las bolas plateadas.
Había oído que llegarían máquinas nuevas y había madrugado para hacerse con una. Llevaba ya tres horas jugando, por lo que pronto debería de tocarle algo. Tener un poco más de paciencia, eso era lo único que necesitaba. Como había dormido pocas horas, los vivos colores de la máquina le producían escozor en los ojos, de modo que sacó el colirio del bolso italiano que tenía delante y, olvidándose del juego durante unos instantes, se echó unas gotas en cada ojo. Cuando el líquido entró en contacto con sus ojos resecos, le brotaron las lágrimas. Satake, que apenas había llorado desde su infancia, experimentó cierto placer al notar el líquido tibio resbalándole por las mejillas y decidió no secárselas.
La chica que estaba jugando a su lado, con una mochila a la espalda, lo miró de reojo. En su mirada había una cierta curiosidad, pero también una clara demostración de que no tenía ganas de relacionarse con un hombre con una vestimenta tan chillona como la suya. Satake observó las suaves mejillas de la chica con sus ojos nublados por las lágrimas, y decidió que no debía de tener más de veinte años.
Satake tenía cuarenta y tres. El pelo cortado casi al cero, su cuello grueso y sus kilos de más le daban el aspecto de un fornido hombretón. No obstante, tenía unos ojos vivos, una nariz armoniosa y unas manos finas y bien formadas, de modo que el desequilibrio entre su corpulencia y la delicadeza de su rostro y sus manos producía un efecto cuando menos curioso.
Satake sacó un pañuelo de marca de sus ajustados pantalones negros y se lo pasó por la comisura de los ojos. Al ver las manchas que las lágrimas habían formado al caer en su camisa de seda negra, a juego con los pantalones, también se las secó con el pañuelo. Para Satake, esas prendas chillonas y los mocasines Gucci, que calzaba sin calcetines, eran su uniforme de trabajo, si bien sabía que la chica de al lado hubiera mostrado más interés por él si hubiera vestido un traje normal.
Satake miró el Rolex de oro macizo que llevaba en la muñeca izquierda: eran casi las dos de la tarde. Tenía que irse. Chascó la lengua y empezó a recoger sus cosas y, justo en ese momento, sacó el premio más importante: un alud de bolas inundó la bandeja de su máquina.
—¡Mierda! —exclamó enfadado por lo poco oportuno del momento. Dio un suave codazo a la chica de al lado, que lo miró sorprendida—. Tengo que irme. Si quieres, son todas tuyas.
La chica pareció alegrarse, pero era evidente que prefería esperar a que Satake abandonara la sala para cambiar de máquina. Con una sonrisa de circunstancias, Satake cogió su bolso de mano y se levantó ágilmente. Mientras avanzaba por los ruidosos pasillos de la sala, inundados por el estruendo de las máquinas y la música rap que retumbaba por los altavoces, pensó en cómo debían de verlo las muchachas.
Al salir por las puertas mecánicas de la sala, se encontró con un nuevo guirigay: los altavoces de un cine anunciando el inicio de la sesión, el vocerío de algunos vendedores y la canción de moda que sonaba en una sala de karaoke. A pesar del alivio que sintió al encontrarse de nuevo en el familiar ambiente de las callejuelas del barrio de Kabukicho, Satake pensó que ése no era el lugar donde debía estar. Alzó los ojos para mirar el fragmento de cielo encapotado que se veía entre los sucios edificios. Estaba harto del calor y de la humedad.
Se puso el bolso bajo el brazo y echó a andar a buen ritmo. Al pasar por delante del Teatro Koma, se dio cuenta de que llevaba un chicle en la suela del zapato. Se detuvo un momento para frotar la suela en la acera, pero con la humedad el chicle se había reblandecido y le resultó imposible deshacerse de él. Satake se mosqueó. La calle estaba llena de manchas negras: eran los restos de lo que comían y bebían los jóvenes que pululaban por el barrio todas las noches. Mientras avanzaba intentando sortear toda esa basura, se dio de bruces con unas mujeres que hacían cola para entrar en el teatro. Levantó la mano para pedir paso, pero las mujeres estaban tan enfrascadas en su conversación que no repararon en él. Satake chascó ligeramente la lengua y, con una sonrisa, dio un rodeo para dejar atrás la cola. No valía la pena enfadarse con desconocidos. Lo del chicle era mucho peor.
Comprobó con satisfacción que un repartidor de folletos, un anunciante de espectáculos eróticos y un grupo de colegialas se apartaban para dejarle paso. Todos ellos habían captado al instante el aura de peligrosidad que desprendía. Con las manos en los bolsillos y con cara de pocos amigos, dobló por una esquina cerca de las oficinas municipales y entró en el callejón donde se encontraba el club de su propiedad. Satake subió la escalera a grandes saltos y, al llegar al final del pasillo del primer piso, empujó la puerta negra que daba paso al Mika.
Con todas las luces encendidas, el interior estaba más iluminado de lo que cabía esperar al ver la pálida luz natural que se reflejaba en los cristales con motivos griegos. Sentada a una mesa cercana a la entrada había una mujer esperándolo.
—Gracias por venir —le dijo Satake.
—De nada —respondió ella.
Pese a su origen taiwanés, Reika Cho hablaba un japonés perfecto, casi sin acento. Ésta era una de las razones por las que Satake había decidido dejar el club en sus manos. Reika tenía casi cuarenta años, pero estaba orgullosa de su piel clara y suave. Solía llevar blusas con escotes generosos y un toque de rojo en los labios por todo maquillaje. Su largo cuello estaba adornado con un elaborado colgante de jade y una gran moneda dorada. Acababa de encender un cigarrillo y, al bajar la cabeza para saludar a Satake, exhaló una bocanada de humo.
—Siento haberte citado a estas horas —dijo Satake—. Sé lo ocupada que estás.
—No te preocupes. Estoy a tu disposición —respondió Reika con un tono insinuante.
Satake decidió sentarse sin mostrar ningún interés. Miró a su alrededor con aire satisfecho: rosa intenso y decoración rococó. Cerca de la entrada había una máquina de karaoke y un piano blanco rodeado por cuatro mesas. Bajando una escalera se accedía al piso principal, con doce mesas. Era un espacio agradable, que recordaba a un típico local de Shanghai.
Reika lo miró y juntó sus dedos blancos y largos, en uno de los cuales lucía un anillo de jade.
—Reika, deberías cambiarles el agua a las flores —observó Satake mientras señalaba los grandes jarrones esparcidos por la sala.
Los jarrones estaban decorados con bonitos ramos de lirios, rosas y orquídeas, pero el agua se había vuelto turbia y las flores empezaban a marchitarse.
—Tienes razón —admitió Reika echando un vistazo a la sala.
—Es lo mínimo —dijo Satake sonriendo, si bien la indiferencia de Reika en esos asuntos lo sacaba de sus casillas.
Sin embargo, también apreciaba su buen hacer en los negocios.
—Por cierto, ¿de qué querías hablarme? —le preguntó Reika con una sonrisa y con ganas de cambiar de tema—. ¿De las comisiones?
—No, de un cliente. ¿No ha habido ningún problema últimamente?
—¿De qué tipo?
—Anna me contó algo —explicó Satake inclinándose hacia delante.
Reika se puso tensa. Anna Li, de Shanghai, era la mejor chica del Mika y su principal fuente de ingresos. Reika sabía que Satake protegía especialmente a Anna y que siempre hacía caso de sus comentarios.
—¿Y qué te contó?
—¿Entre nuestros clientes hay un tal Yamamoto?
—Yamamoto los hay a punta pala… Ah, ya sé a quién se refiere —asintió Reika como si recordara algo—. Hay uno que está muy colgado de Anna.
—Eso es lo que me dijo. Mientras pague no hay problema. Pero parece que últimamente la espera fuera del club para seguirla.
—¿De veras? —preguntó Reika echándose hacia atrás para subrayar su sorpresa.
—Ayer me llamó y me dijo que la había seguido hasta su apartamento.
—De hecho, le cuesta aflojar la pasta —comentó Reika extrañada.
—Eso parece. Ya te digo que es mejor ir con cuidado. La próxima vez que aparezca por aquí, no le dejes entrar. No quiero que Anna vaya con cualquiera.
—De acuerdo —dijo Reika—. Pero ¿qué le digo?
—Ya se te ocurrirá algo. Para eso te pago —dijo Satake escurriendo el bulto.
Como si despertara de un sueño, Reika frunció los labios y puso cara de experimentada negociante.
—De acuerdo. Daré órdenes estrictas al jefe de sala.
El jefe de sala era un joven taiwanés que llevaba un par de días sin aparecer por el club a causa de un resfriado.
—Y cuando Anna no tenga clientes, mándala a casa en un taxi.
—Así lo haré —dijo Reika asintiendo varias veces con la cabeza.
Satake se levantó y dio la conversación por terminada. Al igual que hacía con los clientes, Reika lo acompañó hasta la puerta.
—Y no te olvides de las flores —insistió Satake.
Mientras observaba a Reika sonreírle ambiguamente, pensó que pronto debería empezar a buscar a una nueva encargada, un puesto de suma responsabilidad. Los criterios de elección de las chicas se basaban en la juventud, el aspecto y la clase, puesto que eran la mercancía con que debía trabajar la encargada.
Al salir del Mika, Satake subió al segundo piso, donde se encontraba el Amusement Park, una sala de juego donde se jugaba básicamente al bacará. También había contratado a alguien ex profeso para ese negocio, por lo que él sólo se pasaba por el local dos o tres noches a la semana. Hacía aproximadamente un año que, al ver que la sala de mahjong que había justo encima del Mika se iba a pique, había alquilado el local para abrir la sala de juego con la idea de ofrecer una alternativa a los clientes que salían del club. Como no tenía los permisos en regla, no podía anunciarse y debía confiar en el boca oreja entre los clientes del Mika. Sin embargo, y a pesar de que sólo esperaba que fuera una actividad suplementaria, el nuevo negocio había sido todo un éxito.
Empezó con dos pequeñas mesas de bacará, pero conforme el número de clientes fue aumentando, decidió contratar a varios profesionales jóvenes e instaló una mesa grande. Así pues, lo que había comenzado como un entretenimiento clandestino para los clientes que salían del Mika, se había convertido en un próspero negocio abierto desde las nueve de la noche hasta el amanecer.
Satake desenchufó el cable eléctrico que colgaba del cartel de color blanco y frotó con su pañuelo el pomo de la puerta, pero reprimió la tentación de pedir cuentas al encargado, como había hecho en el Mika. De hecho, el Amusement Park era su local preferido y el que más dinero aportaba a sus negocios.
De pronto, el móvil que llevaba en el bolso de mano empezó a sonar.
—¿Dónde estás, cariño? Tengo que ir a la pelu —dijo Anna en un japonés incorrecto pero coqueto.
Nadie le había enseñado a hablar de esa manera, pero tenía un don innato para ablandar a los hombres. A Satake le encantaba.
—De acuerdo. Ahora te recojo.
Tenía empleadas a casi treinta chicas chinas, pero la belleza y la inteligencia de Anna la hacían especial. Estaba a punto de encontrarle un buen cliente. Siempre se había encargado de escogerlos él mismo, y no iba a permitir que se liara con un pobre desgraciado.
Satake dejó atrás las calles de Kabukicho para ir a buscar su Mercedes blanco, que había estacionado en el parking del edificio Haijia. Tardó diez minutos en llegar al apartamento de Anna, en Okubo. Pese a ser un bloque de viviendas nuevo, en el vestíbulo no había sistema de seguridad alguno, de modo que si era verdad que ese tipo la perseguía, quizá debiera plantearse un traslado. Inmerso en esos pensamientos, Satake llegó a la quinta planta y pulsó el interfono del piso de Anna.
—Soy yo —anunció.
—Está abierto —habló una voz cálida en un dulce susurro.
Al abrir la puerta, salió a recibirle un caniche de aspecto frágil. Parecía estar esperándolo. A Satake no le gustaba, pero era la mascota de Anna y tenía que fingir interés. Lo apartó con la punta del zapato y se dirigió hacia el interior.
—¡Eh! ¿No eres un poco fresca?
—¿Qué quiere decir «fresca»? —gritó Anna desde su habitación.
En lugar de responder, Satake siguió jugando con el perrito mientras esperaba a Anna. El recibidor estaba lleno de zapatos de varios estilos y colores, que Satake ordenó para que Anna pudiera elegir fácilmente el par que se fuera a poner antes de salir.
Finalmente apareció, tan extremada como siempre. Iba con el pelo, largo y ondulado, recogido en una coleta; la cara sin maquillar, y los ojos ocultos por unas Chanel de sol. Llevaba una camiseta holgada con un bordado de lame y unas mallas de leopardo. Incluso con las gafas de sol, era evidente que su tez blanca y perfecta no necesitaba maquillaje. Satake observó de nuevo su rostro y sus labios gruesos y ligeramente curvados que tanto gustaban a los hombres.
—¿A la de siempre? —preguntó.
—Sí —respondió Anna mientras se ponía unas chinelas que dejaban al descubierto sus uñas bien cuidadas.
Al ver que iba a quedarse solo, el perro se plantó sobre las patas traseras y se puso a ladrar desesperadamente.
—Basta ya, Jewel —dijo Anna como si estuviera riñendo a un niño—. No seas malo.
Satake y Anna salieron del apartamento y esperaron a que llegara el ascensor. Normalmente Anna se levantaba después del mediodía, iba de compras o se pasaba por la peluquería, comía un poco y se iba al Mika. Si no tenía nada que hacer, Satake la acompañaba en sus salidas, para evitar que alguien la descubriera y se la quitara. Justo en el momento en que entraban en el ascensor, su móvil volvió a sonar.
—¿Satake? —dijo una voz al otro lado de la línea.
—¿Kunimatsu? ¿Eres tú?
Kunimatsu era el encargado del Amusement Park. Satake miró a Anna, que le devolvió un instante la mirada antes de ponerse a juguetear con un bote de esmalte, del mismo color que el que llevaba en las uñas de los pies.
—¿Qué quieres? —preguntó Satake al encargado.
—Tengo que consultarle un asunto relacionado con el local. ¿Podemos hablar de ello hoy?
La aguda voz de Kunimatsu resonaba en el reducido espacio del ascensor. Satake se alejó el móvil del oído.
—Sí. Voy a llevar a Anna a la peluquería. Podemos vernos mientras la atienden.
—¿Dónde está?
—En Nakano. Peluquería Satin.
Tras concertar la hora y el lugar del encuentro, Satake colgó. El ascensor ya había llegado a la planta baja. Anna salió primero y se volvió para lanzarle una mirada coqueta.
—Cariño, ¿has hablado con Reika?
—No te preocupes. Ese tipo no volverá a poner los pies en el local.
—Perfecto —dijo ella mirándolo por encima de las gafas de sol—. Pero aunque no vuelva al local, podrá seguir viniendo aquí.
—No te preocupes. Yo te protegeré.
—Quiero mudarme.
—Si vuelve a suceder, lo tendré en cuenta.
—De acuerdo.
—Por cierto, ¿qué pinta tiene? —quiso saber Satake.
—Si le ofrecen otra chica se enfada mucho —explicó Anna haciendo una mueca—. Siempre arma jaleo, y el otro día pidió que le fiaran. ¡Eso no me gusta! En nuestro negocio también hay normas que cumplir —añadió fastidiada al tiempo que se subía al Mercedes.
Aunque no pareciera más que una preciosa muñeca delicada, Anna era una mujer con las cosas claras. Hacía cuatro años que había llegado a Japón para estudiar el idioma y, según constaba en su visado, seguía asistiendo a las clases de la academia.
Después de dejar a Anna en la peluquería, Satake acudió a su cita con Kunimatsu.
Éste, que ya había llegado a la cafetería, le saludó discretamente alzando la mano desde una mesa situada al fondo del local.
—Gracias por venir —dijo Kunimatsu con una sonrisa amable mientras Satake se acomodaba en el sofá.
Ataviado con un polo y pantalones de golf, Kunimatsu parecía más un profesor de algún club deportivo que el encargado de una sala de juego. Sin embargo, pese a no haber cumplido los cuarenta, llevaba muchos años dedicándose al negocio. Satake lo había conocido en una sala de mahjong de Ginza, de la que había sido subdirector durante una larga temporada.
—¿Qué hay? —le preguntó mientras le miraba a la cara y encendía un cigarrillo.
—Quizá no tenga mucha importancia —comentó Kunimatsu—, pero hay un cliente que me preocupa.
—¿Quién? ¿Un poli?
El mundo del juego funcionaba según el refrán que dice que hay que martillar el clavo que sobresale. Si se difundía el rumor de que el Amusement era una mina, posiblemente la policía quisiera buscarles las cosquillas para que sirviera de ejemplo a otros locales ilegales.
—No, no es eso —respondió Kunimatsu negando con sus largos dedos—. Se trata de un cliente que viene casi todas las noches y pierde habitualmente.
—No conozco a nadie que juegue al bacará todos los días y gane —dijo Satake con una sonora carcajada que contagió a Kunimatsu.
Éste removió con una pajita su zumo de naranja y Satake bebió un sorbo de su café con leche. Ninguno de los dos bebía alcohol a esas horas.
—¿Y cuánto ha perdido?
—Pues… cuatro o cinco millones en dos meses. No es nada del otro mundo, pero cuando empiezan no hay quien los pare.
—Tampoco es tanto. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Anoche solicitó un préstamo.
Por regla general, en la sala no se anticipaba dinero. Sólo de forma excepcional se prestaba a algún cliente habitual, pero siempre cifras por debajo del millón de yenes. Ese cliente debía de estar al corriente de que ofrecían ese servicio.
—Que no fastidie. Échalo —dijo Satake secamente.
—Eso es lo que hice. Se lo dije por las buenas, pero se fue hecho una furia.
—Que se joda. ¿A qué se dedica?
—Trabaja en una empresa de mala muerte. Si sólo fuera eso no lo habría molestado. Pero esta mañana he llamado a Reika para saber si era cliente del Mika, y me ha dicho que también está en su lista negra.
—Vaya con Yamamoto. Así que le gustan el dinero y las mujeres —dijo Satake con un suspiro mientras apagaba su cigarrillo.
Había muchos hombres que se encaprichaban de sus jóvenes y bellas chicas chinas, pero la mayoría sabían cuándo no podían gastar más dinero y dejaban a las chicas en paz. Sin embargo, ese tal Yamamoto parecía querer ganar al bacará para gastárselo después en Anna. O quizá se había dado cuenta de lo que se había gastado en ella y pretendía recuperar por lo menos una parte. Sea como fuere, Satake había visto suficientes casos como ése para saber que Yamamoto había perdido la cabeza y ya no se divertía ni con el juego ni con las mujeres. Al fin y al cabo, quizá ese tipo fuera más peligroso de lo que había creído, tanto para Anna como para el club.
—Si vuelve a aparecer, ¿puedo decirle que el jefe quiere verlo? —preguntó Kunimatsu.
—De acuerdo. Llámame cuando venga. Pero no creo que se dé por enterado.
—Cuando vea que el jefe tiene pinta de yakuza, no le veremos más el pelo. —Satake sonrió silenciosamente, pero sus ojillos negros empezaron a brillar—. De veras, puede intimidar a cualquiera —prosiguió Kunimatsu sin reparar en la reacción de su jefe.
—¿Ah, sí?
—Al verlo con esa ropa, saldría disparado —añadió Kunimatsu echándose a reír—. Da miedo.
—¿Por qué?
—Pues… porque parece un buen tipo, pero hay algo que no cuadra.
En ese momento, el móvil empezó a sonar dentro del bolso de mano de Satake interrumpiendo la carcajada de Kunimatsu. Era Anna.
—Cariño, si no vienes a buscarme me muero.
Al escuchar esas palabras, un escalofrío recorrió la espalda de Satake.
La chica respiraba con dificultad bajo el voluminoso cuerpo de Satake. Él se restregaba contra ella, agradablemente cálida y pegajosa; pero en cuanto el cuerpo de la joven empezó a enfriarse, Satake se sintió como si estuvieran enganchados el uno al otro. Ella se debatía entre el éxtasis y la agonía. Satake puso sus labios sobre los de ella para acallar sus gemidos, ya no sabía si de placer o de dolor, e introdujo los dedos en la herida que él mismo le había abierto en el costado. Sangraba copiosamente, y la sangre teñía sus genitales de un rojo atroz. Quería adentrarse más, fundirse con ella. Cuando Satake estaba a punto de correrse, separó sus labios de los de la chica, quien le murmuró al oído:
—Me muero… me muero…
Satake aún podía oír su propia voz diciendo: «Lo siento. Es demasiado tarde…».
Satake había matado a una mujer.
Cuando todavía iba al instituto, Satake se fugó de casa después de discutir con su padre y empezó a trabajar en una sala de mahjong. En esa época, se convirtió en el protegido de un mafioso que se forraba con el negocio de la prostitución y el tráfico de drogas en los bajos fondos del barrio de Shinjuku. Satake se ocupaba de controlar que las chicas no abandonaran el barco, hasta que un día se metió en un buen lío. Su patrón se enteró de que una de ellas actuaba como contacto para que sus chicas trabajaran para otro macarra, y envió a Satake para que le diera una buena paliza. A Satake se le fue la mano y la mató. Tenía veintiséis años, y se pasó los siete siguientes en prisión. Reika, Anna y Kunimatsu no sabían nada, si bien eran precisamente sus antecedentes penales los que lo impulsaban a mantenerse en un segundo plano en sus negocios y dejarlos en manos de Reika y Kunimatsu.
Pese a que habían pasado casi veinte años, recordaba perfectamente ese momento: la voz suplicante de la joven, su expresión agónica y sus dedos helados intentando aferrarse a su espalda. El hecho de matar a alguien le permitió conocer sus propios límites por primera vez. Le había embargado un profundo sentimiento de pena, pero a la vez había descubierto en su interior el placer de observar de cerca el dolor y la muerte. Incluso sus compañeros, que estaban acostumbrados a tratar con crueldad a las mujeres, lo miraron mal y le reprocharon su falta de comedimiento. Nunca olvidaría sus rostros de repugnancia y desprecio. Sin embargo, Satake pensaba que los únicos que podían saber lo que realmente había pasado eran la chica y él.
Mientras cumplía condena, le persiguió el recuerdo de haberla torturado hasta la muerte, pero lo que más le atormentaba no fue el sentimiento de culpabilidad sino las ganas de volver a hacerlo en cuanto pudiera. No obstante, cuando por fin salió de la cárcel comprobó que, ironías de la vida, se había quedado impotente. Hasta varios años más tarde no se dio cuenta de que el intenso y profundo placer que había sentido en ese momento le impedía tener experiencias banales. Era como si, al descubrir sus propios límites, sus sueños hubieran quedado sellados y él se hubiera encargado de no volverlos a abrir. Nadie era consciente de la soledad y el autocontrol que esa reclusión requería. Con todo, las mujeres que no conocían su verdadera identidad se acercaban a él desprevenidas y se dejaban mimar. Y como ninguna de ellas era capaz de abrir el cofre donde guardaba sus sentimientos, para él no eran más que encantadoras mascotas.
Satake sabía que la única mujer que podía tentarlo, la única que podía arrastrarlo al cielo o al infierno, era la chica que había asesinado. Sólo podía estar con una mujer y sentir ese placer en sueños, pero la situación no le molestaba, puesto que no había macarra que tratara mejor a sus chicas. Sin embargo, en el fondo de su alma guardaba el rostro de esa muchacha, a la que ni siquiera conocía, y el equilibrio era más frágil de lo que pudiera parecer: pese a no tener la menor intención de reabrir su infierno particular, las palabras de Anna habían levantado la tapa que lo mantenía cerrado. Satake se apresuró a secar el sudor que le perlaba la frente; esperaba que Kunimatsu no se hubiera dado cuenta de su extraña reacción.
Al llegar la peluquería, Anna lo esperaba fuera.
Satake abrió la puerta del acompañante y aguardó a que la joven entrara. Al ver su nuevo peinado recogido, estilo años setenta, se echó a reír.
—Me pone nostálgico. Cuando era joven, todas las chicas iban así.
—Hará ya mucho tiempo de eso.
—Cierto, más de veinte años. Tú ni siquiera habías nacido.
La observó con detenimiento. Era casi un milagro que existiera una chica tan hermosa, tan inteligente y tan decidida, A esas cualidades, últimamente había añadido el orgullo de ser la mejor del club, emanaba una especie de serenidad que dificultaba acercarse a ella. En secreto, Satake incluso simpatizaba con los hombres que se habían prendado de ella.
Mientras conducía, no dejaba de mirar al punto en el que las costuras de las medias se clavaban en sus muslos: su carne era suave y firme a la vez, casi exuberante.
—Espero que siempre te mantengas tan guapa —dijo finalmente—. Yo me encargaré del resto.
Satake era consciente de que la belleza era un don efímero, y que cuando Anna fuera mayor tendría que buscarle una sustituta.
—Entonces tendrás que hacerlo conmigo —repuso Anna en un tono entre serio y seductor—. Por lo menos una vez.
Satake sabía que entre sus empleadas, que ignoraban su pasado, corría el rumor de que era un tipo extremadamente frío.
—Imposible. Eres mi bien más preciado.
—¿Soy un bien?
—Sí. Eres un juguete precioso, de ensueño. —La palabra juguete le volvió a recordar el rostro de la muchacha, pero las luces traseras del coche que circulaba delante le borraron el pensamiento de la cabeza—. Eres un juguete carísimo, sólo al alcance de los hombres más ricos.
—¿Y si me enamoro de alguno?
—No lo harás —dijo Satake mientras observaba a la tenaz Anna.
—Sí lo haré —respondió ella asiendo el brazo con el que Satake cogía el volante.
Él lo puso de nuevo en sus muslos. Vivía en compañía de un oscuro fantasma, y la única mujer a la que necesitaba era la que había perdido la vida en sus brazos. Sólo le divertía proporcionar hermosas muñecas a los hombres que más las deseaban. Por eso velaba por el éxito de sus locales. Y lo siguiente que debía hacer era deshacerse de ese tal Yamamoto.
Esa noche, mientras se preparaba para salir de su piso de Nishi Shinjuku, Satake recibió una llamada de Kunimatsu.
—Yamamoto acaba de llegar. Quiere jugarse veinte o treinta mil. ¿Qué hago? ¿Lo echo?
—Déjalo. Voy en seguida.
Se puso una camisa de cuello mao y un traje gris chillón hecho a medida y salió de casa. Dejó el Mercedes en el parking de un centro de bateo de Kabukicho y se encaminó al Mika. Anna lo saludó con la mano desde una mesa del fondo. Había adoptado una pose profesional, inocente pero glamurosa. Satake observó a las otras chicas y vio que no desmerecían a Anna. Satisfecho, llamó a Reika, que atravesó el local discretamente, saludando a los clientes.
—Gracias por lo del mediodía —dijo Satake—. Has hecho bien al avisar a Kunimatsu.
—De nada —respondió Reika—. No sabía que Yamamoto también acudiera arriba.
—Y, por lo visto, le va igual de mal que aquí.
Reika ahogó una carcajada. Llevaba un vestido chino de color verde pálido que la hacía parecer más joven pero también más responsable. Sin embargo, cuando Satake echó un vistazo a los jarrones que adornaban el local, vio que el agua estaba más turbia y las flores más mustias que al mediodía. Aun así, salió del recinto sin hacer ningún comentario al respecto. Tenía prisa por ver al tipo que perseguía a Anna.
Subió al segundo piso y se quedó quieto ante el Amusement Park: el cartel luminoso estaba apagado, pero al abrir la puerta era imposible disimular el ruido y la excitación típicos de una casa de juego.
Entró intentando no llamar la atención y observó el local. En los escasos setenta metros cuadrados había dos mesas pequeñas de bacará, con capacidad para siete clientes, y otra más grande, para catorce jugadores, en la que se podía apostar más dinero. Las tres mesas estaban muy concurridas. Kunimatsu y otros dos chicos, ataviados con traje negro, estaban al cargo de las mesas. También había tres jóvenes vestidas de conejito sirviendo bebidas y tentempiés. Todos estaban ocupados.
El crupier de una de las mesas pequeñas vio a Satake y lo saludó con un leve movimiento de cabeza, sin dejar de apilar las fichas que tenía ante sí. Satake le devolvió el saludo. El joven, al que había conocido en una sala de mahjong, era un profesional. El local funcionaba perfectamente.
El bacará era un juego sencillo. Los clientes apostaban al jugador o a la banca, y si ganaba la banca el crupier se quedaba un 5 por ciento de comisión. No había más. Lo que caracterizaba a los buenos crupieres era la capacidad para que los clientes compitieran entre sí, pero el juego era tan simple que muchos se enganchaban sin más. Como en el blackjack, tanto el jugador como la banca recibían dos cartas, y el objetivo era que la suma de ambas fuera igual o se acercara al máximo a nueve. El jugador o la banca podían pedir una tercera carta en función de la mano original. Si el jugador sacaba un ocho o un nueve, ganaba o empataba y la banca no podía pedir otra carta. Si sólo conseguía un seis o un siete, debía esperar el resultado de la banca. Y si sacaba menos de cinco, podía pedir otra carta. Aparte de estas reglas, sólo había algunas pequeñas normas respecto a la suma de las cartas de ambos.
En la sencillez radicaba el secreto del éxito. Los clientes eran hombres de negocios y secretarias que acudían allí tras finalizar su jornada laboral, por lo que el ambiente, a diferencia de las carreras de caballos, era más selecto. Sin embargo, Satake sabía que la mayoría de clientes eran unos perdedores, unos inútiles, si bien a él le iba de maravilla que acudieran al Amusement a malgastar su dinero.
—Es ése —le susurró Kunimatsu al oído, al tiempo que señalaba a un tipo sentado a una de las mesas pequeñas. Se sostenía la barbilla con una mano, mientras bebía whisky y estudiaba las apuestas de los otros clientes—. Ya ha perdido cien mil.
Satake lo observó discretamente desde un rincón del local. Debía de tener unos treinta y cinco años. Camisa blanca de manga corta, corbata sobria y pantalones grises. Un hombre vulgar, con una cara vulgar. Nada lo distinguía del resto de oficinistas.
¿Cómo se había atrevido a encapricharse de Anna? Tenía veintitrés años y era una de las chicas más hermosas del Mika, aparte de ser la número uno del local, razón de más para que Yamamoto se diera por satisfecho sólo con verla. Tal y como había dicho la propia Anna, al igual que en el juego, en el negocio también había normas que cumplir. Tras observar unos instantes a Yamamoto, Satake, que normalmente nunca perdía la serenidad, se puso hecho una furia.
El juego de la mesa de Yamamoto estaba a punto de terminar. Sólo quedaban cartas para dos o tres rondas. Con decisión, Yamamoto apostó las pocas fichas que le quedaban al jugador. Al verlo, sus compañeros de mesa apostaron a la banca. Sabían que no debían seguirle el juego. Para disimular, el crupier se apresuró a repartir las cartas. El jugador recogió dos figuras. Cero. Bacará. «Menudo desastre», pensó Satake. Las cartas de la banca sumaban tres. Ambos debían coger una tercera carta. Yamamoto la recogió y, como dictaba el protocolo, la dobló por las esquinas antes de mirarla y tirarla al tapete con rostro compungido. Otra figura. El tipo que hacía de banca sonrió aliviado. Tenía un cuatro. Siete a cero. Ganaba la banca. Juego terminado.
—Será estúpido —murmuró Satake.
Kunimatsu, a su lado, soltó una risita.
Una joven crupier tomó el mando de la mesa. Los clientes cambiaron; sin embargo, y pese a no tener más fichas, Yamamoto se quedó sentado donde estaba. Una chica con pinta de dependienta que estaba esperando para sentarse dirigió una mirada recriminatoria a Kunimatsu. Satake hizo una seña indicando que era su turno y se acercó a Yamamoto.
—Perdone.
—¿Sí? —respondió Yamamoto, sorprendido al ver el cuerpo robusto de Satake, sus rasgos suaves y su vestimenta.
Por dentro debía de estar petrificado, pero su rostro no reflejó emoción alguna.
—¿Sería tan amable de dejar su lugar a otros clientes si no va a jugar?
—¿Por qué?
—Porque hay clientes esperando.
—¿Y si quiero quedarme a mirar?
Había tomado algún whisky de más y echaba la ceniza de cigarrillo sobre la mesa. Satake avisó a uno de los ayudantes de Kunimatsu para que la limpiara.
—Venga conmigo —le dijo a Yamamoto en voz baja—. Tengo algo que decirle.
—Dígamelo aquí.
Algunos de los clientes sentados a la mesa lanzaron una reprobatoria a Yamamoto. Otros, al ver a Satake, prefirieron fingir que no ocurría nada.
—Venga conmigo, por favor.
Yamamoto chascó la lengua, como si estuviera ofendido, pero Satake consiguió sacarlo del local. Una vez en el oscuro pasillo del edificio, le miró a la cara y le dijo:
—Me he enterado de que el otro día pidió dinero prestado, pero en nuestro local no tenemos esa costumbre. O sea que si no tiene dinero para jugar, búsquelo en otro sitio.
—Le recuerdo que su negocio depende de clientes como yo —replicó Yamamoto con una mueca de niño enfurruñado.
—Justamente por eso no prestamos a nadie —insistió Satake—. Y otra cosa: deje de molestar a Anna. Es muy joven, y usted la asusta.
—¿Qué derecho tiene a decirme eso? —objetó Yamamoto, indignado—. Soy un buen cliente. ¿Sabe cuánto he gastado en ella?
—Se lo agradezco. Sólo le pido que deje de perseguirla. No es posible ver a las chicas fuera del club.
—¿Y quién lo prohíbe? —le espetó Yamamoto con una risa despectiva—. No me haga reír. Es una puta, ¿no?
—¿Será idiota? ¿Acaso no entiende lo que le digo? —dijo Satake perdiendo los nervios.
—Pero ¿quién se ha creído? ¡Imbécil! —gritó Yamamoto soltando un puñetazo.
Satake lo paró con el brazo derecho, agarró a Yamamoto por el cuello de la camisa y, poniéndole una rodilla en la entrepierna, lo inmovilizó contra la pared. Yamamoto quedó paralizado, respirando con dificultad.
—Vete a casa antes de que te haga daño.
Por la escalera subía un grupo de hombres de negocios. Al ver el panorama, se apresuraron a entrar en el Amusement. Satake soltó a Yamamoto. Ese tipo de incidentes eran justamente los que alimentaban los rumores de que la mafia controlaba el local, lo que siempre era negativo para el negocio.
En cuanto se sintió libre, Yamamoto asestó otro golpe que alcanzó en toda la mandíbula a su oponente. Satake gimió de dolor, pero reaccionó con rapidez y le clavó el codo en el estómago. Yamamoto se dobló, y Satake aprovechó el descuido para enviarlo escalera abajo. Al verlo rodar por los escalones y quedar sentado en el rellano, Satake sintió una subida de adrenalina, la misma que solía sentir de joven cuando no hacía otra cosa que meterse en líos. Pero fue sólo un instante: su capacidad de autocontrol le ayudó a reprimir sus instintos más bajos.
—Si vuelves por aquí te mato, gilipollas —le advirtió.
Yamamoto quedó medio aturdido, secándose la sangre que le manaba de la boca. Quizá ni siquiera oyó la amenaza de Satake. Al verlo allí tendido, un grupo de chicas que subían por la escalera gritaron y dieron media vuelta. «Vaya, no quería asustarlas», pensó Satake mientras se alisaba las arrugas del traje. En ese momento, no tenía la menor idea del destino que le esperaba a Yamamoto.
«Odio, siento odio», decidió Yayoi Yamamoto mientras observaba su cuerpo desnudo en el espejo. Tenía una mancha morada y circular en el estómago, justo en el punto donde Kenji, su marido, le había golpeado la noche anterior.
El golpe había acogido un nuevo sentimiento en su interior, no era así. De hecho, ya estaba ahí, pensó Yayoi mientras negaba desesperadamente con la cabeza. La mujer del espejo hizo lo propio. Ese odio ya estaba ahí, aunque no había acertado darle un nombre. En el preciso instante en que pudo identificarlo, ese sentimiento se extendió como una nube oscura y se apoderó de ella de tal forma que en su interior no quedó espacio para nada más.
—No pienso perdonarle —murmuró Yayoi al tiempo que rompía a llorar.
Las lágrimas le resbalaron por las mejillas y cayeron en el canalillo que formaban sus pechos, pequeños pero bien formados. Y siguieron bajando hasta llegar a la zona donde tenía el morado. Yayoi sintió una punzada tan intensa que tuvo que acurrucarse sobre el tatami. Tenía la piel tan sensible que incluso el contacto con las lágrimas la hacía estremecer. Era un dolor tan intenso que nadie podría aliviarlo.
Como si hubieran notado algo, los niños empezaron a revolverse en sus pequeños futones. Yayoi se levantó rápidamente, se enjugó las lágrimas y se envolvió el cuerpo con una toalla. No quería que sus hijos vieran el moretón. Y menos aún que la vieran llorar.
No obstante, consciente de que tenía que sobrellevar esa situación sola, las lágrimas volvieron a brotar. Lo peor era que quien le había infligido ese moretón era la persona con quien tenía una relación más estrecha. Desconocía por completo cómo salir de ese infierno, aunque sabía que debía evitar echarse a llorar como una niña.
Su hijo mayor, de cinco años, hizo una mueca y se revolvió sin despertarse. El pequeño, de tres años, también se movió y se quedó boca arriba. Si se despertaban no llegaría a tiempo a la fábrica, de modo que salió de la habitación sin hacer ruido. Cerró las puertas con sigilo y apagó la luz, rezando para que sus pequeños durmieran hasta la mañana siguiente.
Se dirigió al pequeño comedor y cogió unas bragas y un sostén sencillos de la montaña de ropa que había sobre la mesa. Recordó que cuando era soltera solía comprar lencería fina para complacer a Kenji. Poco podía imaginar por aquel entonces que éste sería el futuro que les esperaba: un marido necio que perdía la cabeza por una mujer inalcanzable, una esposa que lo detestaba y un abismo profundo e insalvable que los separaba. Nada volvería a ser como antes, pues ella no pensaba perdonarle.
Tampoco hoy Kenji volvería antes de que ella se fuera a la fábrica. De hecho, aunque volviera, a Yayoi no le gustaba dejar a los niños con alguien tan irresponsable como su marido. El mayor era muy sensible y cualquier cosa le afectaba. Además, hacía tres meses que Kenji no traía el sueldo a casa, de modo que se había visto obligada a costear la manutención de los niños y la suya propia con el salario más bien escaso de la fábrica.
La situación era insostenible. Kenji volvía a casa y se acostaba cuando ella no estaba, y por las mañanas, cuando regresaba exhausta, no hacían más que discutir e intercambiar miradas glaciales y penetrantes. Estaba agotada. Yayoi lanzó un suspiro y se agachó para ponerse las bragas. Al hacerlo, volvió a sentir un fuerte dolor en el estómago y se le escapó un leve grito. Milk, acurrucado en el sofá, alzó la cabeza y la miró con las orejas erguidas. La noche anterior, durante la pelea, se había escondido debajo del sofá, desde donde lanzaba largos maullidos.
Al recordar lo sucedido, Yayoi empalideció. La embargó un oscuro sentimiento, mitad rabia, mitad odio. Nunca hasta entonces había tenido motivos para odiar a alguien. Había crecido sin grandes sobresaltos, era la única hija de un típico matrimonio de provincias. Después de diplomarse en una universidad de la prefectura de Yamanashi, se había trasladado a Tokio para trabajar como ayudante de ventas en una conocida presa de azulejos. Como era joven y guapa, en seguida llamó atención de sus compañeros. Visto en retrospectiva, ésa había sido la mejor época de su vida. Hubiera podido escoger a quien hubiera querido, pero se había enamorado de Kenji, quien solía ir con frecuencia a su oficina en calidad de representante de una modesta empresa de materiales para la construcción. Lo había escogido porque había mostrado más interés que el resto, y hasta el día de su boda todo le había parecido un sueño que duraría para siempre. Sin embargo, una vez casados, las ilusiones de Yayoi empezaron a desvanecerse. Kenji prefería beber y jugar a volver a casa con ella. Yayoi no había advertido que Kenji sólo deseaba lo que no le pertenecía. La había querido a ella porque era la niña mona de su empresa, pero cuando fue definitivamente suya perdió todo interés. Al fin y al cabo, era un pobre infeliz que se pasaba la vida persiguiendo ilusiones.
La noche anterior, Dios sabe por qué, Kenji había vuelto a casa antes de las diez. Yayoi estaba fregando los platos en la cocina, sin hacer ruido para no despertar a los niños, cuando sintió una presencia y se volvió. Kenji permanecía a su espalda, mirándola con una mueca de hastío. Sorprendida, Yayoi dejó caer el estropajo enjabonado.
—Me has asustado.
—¿Creías que era otro?
Curiosamente no estaba borracho, pero sí de mal humor. Yayoi ya estaba acostumbrada.
—Pues sí. Últimamente sólo te veo durmiendo —respondió Yayoi mientras recogía el estropajo. Hubiera preferido no verlo—. ¿Por qué vuelves tan pronto?
—Estoy sin blanca.
—No me extraña. Hace meses que no traes ni un céntimo a casa.
Pese a darle la espalda, Yayoi sabía que él sonreía.
—Te lo digo en serio. Estoy arruinado. Me he gastado todos los ahorros.
—¿Qué? —exclamó Yayoi con voz temblorosa. Tenían más de cinco millones ahorrados. Era casi la entrada para un piso. ¿Para qué había estado trabajando tanto?—. ¿Es verdad? ¿Cómo es posible? Hace meses que no me das nada…
—Lo he perdido todo. Jugando al bacará.
—Me estás tomando el pelo —dijo Yayoi confusa.
—No. Es verdad.
—El dinero no era sólo tuyo.
—Ni tuyo —repuso Kenji. Normalmente no era muy hablador, pero esa noche parecía tener respuesta para todo—. Será mejor que me vaya. ¿Qué te parece?
¿Por qué intentaba fastidiarla? ¿Qué era lo que le molestaba? No solía involucrar a la familia en sus pequeños dramas. ¿Por qué esa noche era diferente?
—Yéndote no vas a solucionar nada —respondió Yayoi en un tono distante.
—Entonces, ¿qué hago? Dímelo tú —replicó Kenji con expresión maliciosa, como si la tuviera atrapada.
—Pues olvida a esa mujer —repuso Yayoi furiosa—. Ella es la causa de todo, ¿verdad?
En ese mismo instante, recibió un fuerte golpe en el estómago. Sintió un dolor tan intenso que perdió el sentido y se desplomó. No sabía lo que le había ocurrido. Le costaba respirar. Gimió ligeramente y se acurrucó, pero justo en ese momento recibió otro golpe en la espalda. Soltó un grito.
—¡Imbécil! —le chilló Kenji.
De reojo, Yayoi vio que su marido entraba en el baño frotándose el puño derecho, y entonces comprendió lo que había pasado. Se quedó unos instantes en el suelo, gimiendo de dolor, mientras oía el ruido del grifo del baño.
Cuando empezó a recuperarse, se levantó la camiseta con las manos jabonosas y descubrió que tenía un morado en el estómago. Sin duda, ésa era la señal inequívoca de que Kenji y ella habían terminado. Lanzó un largo suspiro. En ese momento, se abrieron las puertas de la habitación y apareció Takashi, su hijo mayor, mirándola asustado.
—¿Qué pasa, mamá?
—Nada, cariño —consiguió responder Yayoi—. Me he caído. Estoy bien. Vuelve a la cama.
Al parecer, Takashi sabía lo que sucedía, pero aun así cerró las puertas sin rechistar. No quería despertar a su hermano pequeño, que dormía a su lado. Si hasta su hijo podía ser tan considerado, ¿qué le pasaba a Kenji? Sin duda la gente cambiaba, pensó Yayoi. O quizá siempre había sido así.
Sin quitarse la mano del estómago, se acercó a la mesa y se sentó. Empezó a respirar poco a poco para controlar el dolor. De pronto oyó a Kenji golpeando un cubo de plástico en el baño. Yayoi sonrió en silencio y se tapó el rostro con las manos. Convivir con un hombre así era una verdadera desgracia.
De pronto se dio cuenta de que todavía iba en ropa interior y decidió ponerse un polo y unos vaqueros. Como últimamente había perdido varios kilos, los vaqueros le resbalaron hasta las caderas, así que fue a buscar un cinturón. Se acercaba la hora de ir a la fábrica. No tenía ganas de ir al trabajo, pero si no acudía sus compañeras se preocuparían. Sobre todo Masako, a quien no le pasaba nada por alto. Por eso la trataba con cierto temor, aunque en su interior sintiera que podía confiar en ella. Si pasaba algo, podía contar con ella. Esta idea no fue más que un atisbo de esperanza, pero sin duda aceleró sus movimientos.
Se oyó un ruido en el recibidor. Yayoi se puso tensa, creyendo que Kenji había vuelto, pero como no lo vio aparecer en el comedor pensó que quizá fuera algún desconocido, y se dirigió rápidamente a la entrada.
Kenji estaba sentado en el recibidor, de espaldas a ella, quitándose los zapatos. Tenía la vista clavada en el suelo, los hombros caídos y la camisa sucia. Por lo visto, no había advertido su presencia. Al recordar lo que había sucedido la noche anterior, sintió una rabia intensa. Ojalá no hubiera vuelto. No quería verlo más.
—Ah, ¿estás aquí? —dijo Kenji mientras daba media vuelta—. ¿Hoy no vas al trabajo?
Tenía el labio hinchado y sangraba, como si se hubiera peleado con alguien. No obstante, Yayoi se quedó donde estaba, en silencio. ¿Cómo podría controlar el odio que bullía en su interior?
—¿Qué miras? —murmuró Kenji—. De vez en cuando podrías ser un poco amable conmigo.
Al oír esas palabras, se le agotó la paciencia. Sin pensárselo dos veces, se sacó el cinturón de piel y lo estrechó alrededor del cuello de Kenji. Éste ahogó un grito de sorpresa, intentando volverse hacia ella, pero Yayoi empezó a tirar hacia sí. Kenji trató de agarrar el cinturón, pero ya se le había clavado en el cuello y le resultó imposible meter sus dedos para evitar la presión. Yayoi observó fríamente cómo su marido rasguñaba la piel del cinturón y decidió tirar más fuerte. El cuello de Kenji se dobló hacia atrás formando un ángulo extraño y sus dedos se agitaron en el aire vanamente. «Que sufra —pensó Yayoi—. No merece seguir viviendo.» Plantó el pie izquierdo en el suelo y con el derecho le empujó hacia delante. De la garganta de Kenji salió una especie de graznido. Yayoi se sintió bien. Se sorprendió al comprobar que era capaz de tanta crueldad y violencia, pero aun así le pareció una revelación muy emocionante.
El cuerpo de Kenji se relajó. Había quedado torpemente sentado en el escalón de la entrada, con los zapatos puestos, el torso sobre sus rodillas y el cuello torcido hacia un lado.
—Todavía no —murmuró Yayoi estrechando aún más el cinturón—. Todavía no te perdono.
No es que quisiera que muriera. Lo único que deseaba era no tener que verlo más, no tener que oírlo más.
Pasaron varios minutos. Kenji permanecía inmóvil, boca arriba. Yayoi comprobó el pulso del cuello. Nada. Había una mancha en la parte delantera del pantalón. Al ver que se había meado encima, Yayoi se echó a reír.
—También tú hubieras podido ser un poco más amable conmigo —dijo en voz alta.
Yayoi no sabía cuánto tiempo permaneció sin moverse, pero volvió en sí al oír el maullido de Milk.
—¿Y ahora qué hacemos, Milk? —susurró—. Lo he matado.
El gato repuso con un gemido, al que Yayoi correspondió. Ya no había vuelta atrás, pero no se arrepentía. «Ya está bien así», se dijo, no podía hacer otra cosa.
Volvió al comedor y, con serenidad, miró el reloj que colgaba de la pared. Eran las once en punto. No le quedaba mucho tiempo, y decidió llamar a Masako.
—¿Diga?
Por suerte respondió ella. Yayoi inspiró profundamente.
—Soy Yayoi.
—Hola —la saludó Masako—. ¿Qué hay? ¿Hoy no vienes?
—No sé qué hacer.
—¿Con qué? —preguntó Masako sin ocultar su preocupación—. ¿Ha pasado algo?
—Sí —confesó Yayoi—. Lo he matado.
Se hizo un silencio.
—¿De verdad? —dijo Masako al cabo de unos segundos, con voz tranquila.
—De verdad —respondió Yayoi—. Lo acabo de estrangular.
Masako se quedó callada durante más de medio minuto. Yayoi supo que su compañera estaba pensando.
—¿Y qué vas a hacer? —inquirió finalmente, con un tono aún más sereno. Yayoi no comprendió la pregunta y no respondió—. Dime lo que quieres hacer. Estoy dispuesta a ayudarte —añadió Masako.
—¿Yo? Quiero seguir viviendo como hasta ahora. Mis hijos aún son pequeños y…
Yayoi rompió a llorar desconsoladamente.
—Voy para allá —dijo Masako—. ¿Te ha visto alguien?
—No lo sé —respondió Yayoi mirando a su alrededor. Entonces vio a Milk, que se había vuelto a esconder debajo del sofá—. Sólo el gato.
—Vale —dijo Masako con una sonrisa—. En seguida voy.
—Gracias.
Yayoi colgó y se quedó agachada frente al teléfono. Cuando sus rodillas rozaron el morado que tenía en el estómago, no sintió ningún dolor.
Al colgar el teléfono, las cifras del calendario que colgaba en la pared se volvieron borrosas. Era la primera vez que Masako se mareaba a causa de una emoción tan intensa.
La noche anterior se había preocupado por Yayoi, pero no quería entrometerse en su vida. Y, sin embargo, ahora estaba dispuesta a ayudarla. ¿Realmente era eso lo que debía hacer? Masako se apoyó en la pared con las manos mientras recuperaba la visión.
De pronto recordó que su hijo, Nobuki, estaba mirando la tele tumbado en el sofá, pero al volverse vio que había desaparecido. Debía de haber subido a su habitación sin que ella se diera cuenta. Yoshiki, su marido, se había tomado una copa después de cenar y se había acostado pronto, de modo que ninguno de los dos había oído su conversación con Yayoi. Aliviada, se puso a pensar en lo que debía hacer a partir de ese momento, pero en seguida supo que no tenía tiempo que perder. Tenía que irse. Ya pensaría en el coche.
Cogió las llaves en el recibidor y se asomó a la escalera para anunciar su marcha.
—Me voy al trabajo —gritó a su hijo—. No te olvides de cerrar el gas.
No hubo respuesta. Masako sabía que Nobuki había empezado a fumar y a beber a escondidas mientras ella no estaba encasa, pero también sabía que no podía hacer gran cosa para remediarlo. Su hijo estaba a punto de cumplir diecisiete años sin saber muy bien lo que quería hacer con su vida, sin tener grandes esperanzas ni ilusiones. En primavera, al poco de entrar en el instituto, lo habían pillado con unas entradas para una fiesta que alguien le había dado, motivo por el cual había sido expulsado bajo la acusación de querer venderlas entre sus compañeros. El castigo impuesto era a todas luces exagerado, para que sirviera de ejemplo al resto de estudiantes, y desde entonces se había encerrado en su mundo y había dejado de hablar. Durante un tiempo, Masako había intentado encontrar la forma de llegar a su hijo, pero por lo visto Nobuki se había resignado a la situación y ella había acabado por desistir. Podía darse por satisfecha con que acudiera todos los días a su trabajo de enlucidor. El hecho de tener un hijo, pensaba Masako, suponía no poder romper la relación aunque las cosas no fueran como una deseaba.
Masako se quedó de pie frente a la puerta de la pequeña habitación que daba al recibidor. Desde el otro lado le llegaron los leves ronquidos de su marido. En un principio esa habitación estaba destinada a ser un trastero, pero su marido llevaba mucho tiempo durmiendo en ella. A decir verdad, habían empezado a dormir separados incluso antes de trasladarse a esa casa, cuando Masako todavía trabajaba en la oficina. Ahora ya se había acostumbrado, y el hecho es que ya no consideraba extraño que los tres durmieran en habitaciones separadas.
Su marido trabajaba en una empresa de construcción que formaba parte de un gran grupo industrial que gozaba de una buena reputación, pero Yoshiki le había contado que con la crisis económica los empleados de la empresa se sentían maltratados por la dirección. Aparte de eso, Masako no sabía prácticamente nada de su trabajo, puesto que Yoshiki siempre se mostraba reacio a hablar del tema.
Se habían conocido en el instituto. Yoshiki era dos años mayor y le había atraído por esa especie de nobleza que le hacía estar por encima de los asuntos terrenales. Sin embargo, esa misma nobleza, su resistencia a rivalizar y a superar a los demás, lo hacían poco apto para un sector tan competitivo como el de la construcción. Prueba de ello era que se había quedado sin posibilidades de conseguir un ascenso. Seguramente su carácter no casaba con el entorno que lo rodeaba. De hecho, había cierta similitud entre Yoshiki, que se pasaba los días festivos encerrado en su pequeña habitación, como un ermitaño, y su hijo Nobuki, que había decidido dejar de comunicarse incluso con las personas que tenía más cerca.
Formaban un trío especial: un hijo silencioso que había abandonado sus estudios; un marido deprimido por culpa de su empleo, y la propia Masako, que había sido víctima de una reducción de plantilla y había pasado a trabajar en el turno de noche de la fábrica. Al igual que habían decidido dormir en habitaciones separadas, también parecían haber escogido sobrellevar cada uno su carga y afrontar a solas sus circunstancias.
Yoshiki no dijo nada cuando Masako fue incapaz de encontrar un trabajo de sus características y se incorporó al turno de noche en la fábrica. Masako creía que el silencio de su marido no era tanto una muestra de apatía como un indicio de que había abandonado todo esfuerzo baldío. Empezó a construir su propia burbuja, cuya entrada ella tenía vetada. Las manos de su marido, que ya nunca posaba en su cuerpo, estaban ocupadas alzando un muro. Como tanto ella como Nobuki estaban contacto con el mundo, Yoshiki había decidido rechazarlos por mucho que le doliera.
Consciente de su situación, Masako se preguntó cómo podía entrometerse en los asuntos de Yayoi si era incapaz de solucionar los problemas de su familia. Aun así, abrió la endeble puerta de su casa y salió a la calle dispuesta a ayudar a su amiga. El ambiente era mucho más fresco que la noche anterior. Alzó la vista y vio una luna rojiza flotando en el cielo. Pensó que era un mal augurio y cerró los ojos. Yayoi acababa de matar a su marido. ¿Qué podía ser peor?
Su Corolla estaba aparcado en el angosto porche anexo. Subió al coche por la puerta que apenas pudo entreabrir, le dio al contacto y arrancó sin perder tiempo. El ruido del motor retumbó por el barrio de casas unifamiliares rodeadas de campos. Sin embargo, lo que más preocupaba a Masako no era que sus vecinos se quejaran por el ruido sino que le preguntaran adónde iba a esas horas.
Yayoi vivía cerca de la fábrica, en el mismo barrio de Musashi Murayama. Pasaría por su casa tratando que nadie la viera. De pronto recordó que, como cada día, había quedado a las once y media con Kuniko para ir juntas hasta la fábrica. Seguramente no llegaría a tiempo. Además, Kuniko era muy desconfiada y tenía una sensibilidad especial, un sexto sentido para adivinar lo que pasaba, de modo que debería inventar una buena excusa para no levantar sospechas.
No obstante, tal vez sus preocupaciones no sirvieran de nada. Cabía la posibilidad de que algún vecino hubiera descubierto lo sucedido en casa de los Yamamoto, o que Yayoi hubiera decidido entregarse a la policía. Incluso que todo no fuera más que una invención de su compañera. Impaciente, Masako pisó el acelerador.
El aroma de las gardenias que crecían en los márgenes de la carretera entró por la ventanilla abierta, inundó el coche durante unos instantes y desapareció en la oscuridad. Junto con el aroma, Masako notó que también desaparecía la compasión que había sentido por Yayoi. ¿Qué quería de ella? ¿Por qué se había molestado en escucharla? En todo caso, era mejor que esperara a verla para decidir lo que haría a continuación.
Al llegar a la esquina de la callejuela donde vivía Yayoi, vio una figura blanca. Una mujer. Masako frenó en seco.
—Masako —dijo Yayoi con el rostro desencajado.
Vestía un polo blanco y unos vaqueros que le quedaban grandes. Masako tragó saliva ante la sensación de indefensión que transmitía el polo blanco flotando en la oscuridad.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Masako.
—El gato se ha escapado —respondió Yayoi, de pie junto al coche y con lágrimas en los ojos—. Los niños lo quieren mucho, pero se ha esfumado al ver lo que he hecho.
Masako se llevó el índice a los labios para indicarle que bajara la voz. Yayoi miró a su alrededor. Sus manos, apoyadas en la ventanilla del coche, temblaban levemente. Al verlas, Masako decidió que debía hacer lo posible por ayudarla.
Mientras avanzaba poco a poco con el Corolla por el callejón, levantó los ojos hacia las ventanas de las casas vecinas. Eran las once de un día laborable. Sólo se veía alguna luz débil proveniente con toda seguridad de algún dormitorio. Como hacía fresco, la mayoría de vecinos dormían con las ventanas abiertas y el aire acondicionado apagado. Debían ir con cuidado y no hacer ruido. Masako empezó a preocuparse por el traqueteo de las sandalias de Yayoi.
Yayoi vivía en una casa de una sola planta situada al fondo del callejón. Debía de tener unos quince años y, además de ser pequeña e incómoda, el alquiler era exageradamente alto. Era lógico que ella y su marido hubieran estado ahorrando para mudarse de vivienda. Sin embargo, su esfuerzo no había servido de nada. La gente no hacía más que cometer estupideces. ¿Qué es lo que había llevado a Yayoi a hacer lo que había hecho? O, mejor dicho, ¿qué es lo que había hecho su marido para que Yayoi hiciera lo que había hecho? Inmersa en esos pensamientos, Masako bajó del coche en silencio y se quedó mirando a su compañera, que se acercaba corriendo por el callejón.
—No te asustes, ¿vale? —le dijo justo antes de abrir la puerta.
Al abrirla, Masako entendió que su amiga no lo decía por que había hecho, sino por la escena que les esperaba: Kenji estaba tumbado en el recibidor, con el rostro y el cuerpo fláccido. Tenía los ojos entrecerrados, la lengua fuera y un cinturón marrón alrededor del cuello. No había ningún rastro de sangre, y tenía la tez pálida.
Masako estaba preparada para recibir el impacto, pero al ver el cadáver se mantuvo sorprendentemente serena. Quizá porque no había visto nunca antes a Kenji, su cadáver no le pareció más que el cuerpo inerte de un hombre con un rostro ridículamente relajado. Sin embargo, aún no había logrado hacerse a la idea de que Yayoi, a quien siempre había considerado una madre y esposa modélica, había asesinado a su marido.
—Aún está caliente —dijo Yayoi tocándole la pantorrilla, como si quisiera confirmar que estaba muerto.
—Así que es verdad —murmuró Masako con la voz apagada.
—¿Creías que te estaba engañando? —preguntó Yayoi—. Jamás mentiría sobre algo así.
A pesar de la tristeza de Masako, Yayoi esbozó una sonrisa. O quizá fuera sólo un gesto con los labios.
—¿Qué piensas hacer? ¿De verdad no quieres confesar?
—No —respondió Yayoi negando decididamente con la cabeza—. Quizá me haya vuelto loca, pero no creo que haya hecho nada malo. Se lo merecía. Quiero pensar que ha preferido irse a algún lugar antes de volver a casa.
Mientras meditaba sobre esas palabras, Masako echó un vistazo a su reloj. Eran casi las once y veinte. Tenían que estar en la fábrica antes de las doce menos cuarto.
—Hay mucha gente que no vuelve a casa —dijo—. Pero ¿estás segura de que nadie ha visto a tu marido?
—A estas horas, desde la estación hasta aquí no suele haber nadie.
—Si ha llamado a alguien mientras volvía a casa, estás perdida —le advirtió Masako.
—Siempre puedo decir que no volvió.
—Es verdad. Pero si la policía te interroga, ¿sabrás disimular?
—Pues claro —aseguró Yayoi abriendo los ojos.
Su hermoso rostro no aparentaba tener treinta y cuatro años. Con esa expresión, nadie dudaría de ella. Sin embargo, no dejaba de ser una apuesta arriesgada.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Masako con gravedad.
—Lo escondemos en tu maletero y…
—¿Y?
—Y mañana nos deshacemos de él.
No había otra opción.
—De acuerdo —convino Masako—. Pero debemos darnos prisa. Llevémoslo al coche.
—No sé cómo agradecértelo. Ya me dirás lo que te debo.
—No quiero dinero.
—Entonces, ¿por qué has venido? —le preguntó Yayoi agarrando a Kenji por debajo de los brazos.
—No lo sé —respondió Masako mientras cogía las piernas flácidas del hombre que había sido el marido de su compañera de trabajo.
Kenji medía más o menos lo mismo que ella, alrededor de un metro setenta, pero al ser un hombre era mucho más pesado. Al final consiguieron sacarlo fuera. Con esa expresión relajada y la cabeza ladeada, podía parecer simplemente borracho. Lo único que no cuadraba era el cinturón enroscado alrededor del cuello, cuyo extremo arrastraba por el suelo. Masako observó que Yayoi lo cogía sin decir nada y que se lo ceñía alrededor de la cintura.
—¿No has olvidado quitarle todo lo que llevaba? —preguntó Masako.
—No —respondió Yayoi—. No llevaba nada más.
Le doblaron las extremidades y lo metieron en el maletero.
—No podemos faltar al trabajo —dijo Masako—. Hay que pensar en tu coartada. Esta noche lo dejamos en el parking, y durante el turno ya pensaremos lo que hacemos con él.
—De acuerdo. Así será mejor que vaya en bici, como siempre.
—Exacto. Como si nada hubiera sucedido.
—Gracias, Masako. Te dejo con él.
Ahora que el cadáver ya no estaba en su casa, Yayoi adoptó una actitud más decidida. En su rostro se reflejaba cierta sensación de liberación, como si hubiera terminado un trabajo especialmente duro. Quizá creía que Kenji había desaparecido de la faz de la Tierra. Preocupada por el súbito cambio que Yayoi acababa de experimentar, Masako se subió al Corolla y se abrochó el cinturón de seguridad.
—No estés tan alegre. Te van a descubrir —murmuró.
Yayoi se cubrió la boca con una mano, como si quisiera controlar su nerviosismo. Masako miró sus grandes ojos.
—¿De veras parezco alegre?
—Un poco.
—Por cierto, ¿qué hacemos con el gato? ¡Qué fastidio! Los niños lo echarán de menos.
—Ya volverá.
—¡Qué fastidio! —repitió Yayoi.
Masako puso el coche en marcha y arrancó. Al poco rato, empezó a pensar en el cadáver de Kenji. ¿Y si alguien la paraba? ¿Y si alguien impactaba con su automóvil por detrás? En lugar de conducir con más precaución si cabe, sus pensamientos la obligaron a acelerar por las calles oscuras, como alma que lleva el diablo. De algún modo, era consciente de qué era lo que la acechaba: el cuerpo sin vida que llevaba en el maletero. Se dijo que tenía que calmarse.
Finalmente llegó al parking de la fábrica. Vio el Golf de Kuniko, atravesado en la plaza de siempre. Debía de haber ido sola hasta la fábrica para no llegar tarde. Masako se bajó del coche, encendió un cigarrillo y miró a su alrededor. Esa noche, por primera vez, no notó el olor a frito ni a humo. Quizá también ella estuviera nerviosa.
Rodeó el coche hasta la parte trasera y se quedó mirando el maletero. Allí dentro había un cadáver del que tenía que deshacerse a la mañana siguiente. Se encontraba en una situación que no había imaginado ni en sueños, y se dio cuenta de que no tenía ni idea de las direcciones que podía emprender su propia vida. Visto así, podía entender el sentimiento de liberación que se había apoderado de Yayoi.
Comprobó que el maletero estuviera bien cerrado y, con el cigarrillo en la mano, echó a andar por el camino que llevaba a la fábrica. No tenía mucho tiempo. Esa noche tenía que hacer todo lo posible para no llamar la atención. Sin embargo, justo a la altura de la fábrica abandonada que quedaba a la izquierda del camino, un hombre con gorra emergió de la oscuridad y la cogió del brazo. Sorprendida, aunque intentando mantener la calma, se dio cuenta de que había olvidado por completo la amenaza del pervertido. Sin apenas tiempo para gritar, el hombre la empujó con fuerza hacia el edificio en ruinas.
—¡Basta! —gritó Masako.
Su voz aguda desgarró la oscuridad.
Asustado, el hombre le tapó la boca con la mano derecha e intentó tirarla al suelo, entre la espesa hierba que crecía al lado camino. Masako aprovechó su altura para sacudirse el brazo que la tenía cogida por el hombro y, blandiendo el bolso, consiguió deshacerse de la mano que le tapaba la boca. Aun así, el hombre seguía sujetándola con el brazo izquierdo, empujándola hacia el suelo. Tal y como había dicho Kuniko, no era muy alto, pero sí muy robusto, y olía a colonia.
—¡Déjame! —exclamó Masako—. ¡Hay muchas mujeres más jóvenes que yo!
Fue entonces cuando notó que el hombre dudaba y aflojaba la presión con que le sujetaba el brazo. Segura de que se trataba de uno de los empleados de la fábrica que la conocía de vista, Masako intentó deshacerse de él y volver al camino. El individuo reaccionó con rapidez y se plantó delante de ella para cortarle el paso. Masako recordó que en la zona había una alcantarilla cubierta de hormigón. Evitando caer en uno de los respiraderos, se alejó del hombre poco a poco, sin dejar de mirarlo. No podía distinguir sus facciones, pero sí entrevió que sus ojos oscuros brillaban bajo la visera a la luz rojiza de la luna.
—Eres Miyamori, ¿verdad? —se aventuró Masako, lanzando el primer nombre que le pasó por la cabeza—. Eres Kazuo Miyamori —insistió al ver que el hombre dudaba—. Si me dejas, no se lo diré a nadie. Hoy no puedo llegar tarde. Si quieres, podemos vernos otro día. De veras. —El hombre tragó saliva, sin saber cómo reaccionar ante la propuesta de Masako—. Por favor, déjame —insistió—. Podemos quedar otro día. A solas.
—¿De verdad? —preguntó el hombre en un japonés con acento. Por la voz, Masako confirmó que, en efecto, se trataba de Miyamori—. ¿Cuándo?
—Mañana por la noche. Aquí mismo.
—¿A qué hora?
—A las nueve.
En lugar de responder, el hombre la abrazó y le dio un beso en los labios. Apretujada contra su cuerpo, duro como una roca, a Masako se le cortó la respiración. Sus piernas se enredaron y ambos cayeron chocando con gran estruendo contra la oxidada persiana metálica del muelle de carga de la fábrica. El hombre quedó aturdido y miró a su alrededor. Masako aprovechó la situación para deshacerse de él, recogió su bolso y se puso de pie. Al hacerlo, tropezó con un montón de latas vacías y a punto estuvo de volverse a caer.
—¡Búscate a una más joven! —exclamó furiosa.
El hombre bajó los brazos y la miró sorprendido. Ella se secó la saliva de los labios con el dorso de la mano y empezó a abrirse paso entre las altas hierbas.
—Mañana te estaré esperando —dijo el hombre en voz baja, con un tono suplicante.
Sin volverse, Masako saltó la alcantarilla y echó a correr por el camino. ¿Cómo le podía haber pasado algo así, justamente el día en que tenía que extremar las precauciones? Su error acrecentó su sentimiento de rabia y frustración. Y por si fuera poco, el violador era Kazuo Miyamori. Al recordar que la noche anterior la había saludado, su sangre bulló de indignación.
Subió la escalera de la fábrica mientras intentaba desenredar su pelo enmarañado. Komada, el encargado de seguridad e higiene, estaba a punto de irse.
—Buenas noches —dijo Masako.
Komada se volvió sorprendido al oír su voz entrecortada.
—¡Venga, rápido! —la apremió—. Eres la última. —Mientras le pasaba el rodillo quitapelusas por la espalda, Masako le oyó reír por primera vez desde hacía mucho tiempo—. ¿Qué has hecho? Llevas la espalda muy sucia.
—Me he caído.
—¿De espaldas? Vaya… No te habrás hecho daño en las manos, ¿verdad?
Estaba prohibido manipular los alimentos si había el menor rasguño. Masako se apresuró a mirar sus manos: tenía tierra entre las uñas, pero ninguna herida. Aliviada, negó con la cabeza.
Nadie debía saber de su encuentro con el violador. Sonrió vagamente y se fue directa al vestuario, donde ya no había nadie. Se puso la ropa de trabajo a toda prisa, cogió un gorro y un delantal y pasó por el lavabo. Al mirarse en el espejo, vio que el labio le sangraba. «Mierda», dijo para sí mientras se enjuagaba la boca. También descubrió un morado en el brazo izquierdo, probablemente fruto de verse arrastrada por la hierba. No quería ver ni rastro de ese hombre sobre su cuerpo. Le entraron ganas de desnudarse para comprobar que no le hubiera dejado otra señal, pero si lo hacía llegaría tarde y quedaría constancia del retraso en su ficha. Intentó reprimir su rabia, pero al recordar las palabras de Miyamori diciéndole que a la noche siguiente estaría esperándola, se dio cuenta de que no podía quejarse y se enfureció.
Se lavó bien las manos y bajó a la planta. Según el reloj eran las once y cincuenta y nueve minutos. Había llegado justo a tiempo, aunque era más tarde de lo que solía fichar. Definitivamente, no era su mejor noche.
Los empleados estaban en fila delante de la puerta que daba acceso a la planta de envasado, preparados para someterse al proceso de esterilización de brazos y manos. Yoshie y Kuniko se volvieron para saludarla. Masako les devolvió el saludo, y de repente vio a Yayoi a su lado, con el gorro y la máscara puestos.
—Llegas tarde —le dijo en voz baja—. Me tenías preocupada.
—Lo siento.
—¿Ha pasado algo? —se interesó Yayoi mirándola a los ojos.
—No, nada —respondió Masako—. ¿Cómo te ha ido a ti? No tenías ningún rasguño en las manos, ¿verdad? Lo consignan todo.
—Tranquila —dijo Yayoi mirando al interior de la fábrica, que les esperaba como un gran frigorífico—. Me siento más fuerte —añadió, pero a Masako no le pasó desapercibido el ligero temblor de su voz.
—Tienes que serlo —le dijo—. Es lo que has escogido.
—Ya lo sé.
Las dos cerraban la fila para pasar por la esterilización. Yoshie, que ya ocupaba su lugar al principio de la cinta, se volvió para instarles a que se apresuraran.
—¿Cómo piensas hacerlo? —murmuró Masako mientras ponía los brazos y las manos bajo el fuerte chorro de agua.
—Ni idea —dijo Yayoi.
Por primera vez desde lo sucedido, sus ojos hundidos parecían cansados.
—Pues a ver si se te ocurre algo —repuso Masako mientras echaba a andar hacia el principio de la cinta, donde Yoshie la esperaba—. Es cosa tuya.
Mientras atravesaba la nave, observó atentamente a los empleados brasileños, pero no había ni rastro de Kazuo Miyamori, lo que la reafirmó en su intuición.
—Gracias de nuevo —le dijo Yoshie.
—¿Por qué? —preguntó Masako sorprendida.
—Vaya… Me has dejado dinero, ¿no? Y además me lo has traído a casa. No sabes cuánto te lo agradezco. Te lo devolveré en cuanto cobremos.
Yoshie le propinó un suave codazo mientras le tendía una hoja en que se indicaba que debían preparar ochocientos cincuenta menús de ternera. Al pensar en los acontecimientos de la tarde, que parecían formar parte de un pasado lejano, Masako esbozó una amarga sonrisa. Había tenido un día muy largo.
—¿Te ha pasado algo? —inquirió Kuniko, que se ocupaba de pasarle las cajas a Yoshie.
—Lo siento. Se me ha hecho tarde.
—¿Ah sí? —dijo Kuniko—. Pues te he llamado justo antes de salir.
—Y no ha contestado nadie, ¿verdad? Seguro que ya había salido.
—Ya… Entonces has tardado mucho.
—Tenía que comprar algunas cosas —mintió Masako.
Kuniko no insistió, pero Masako sabía que su compañera no se había tragado su mentira. Debía ir con cuidado con Kuniko y su intuición.
Mientras se preparaba para poner la máquina en marcha, Yoshie miraba al otro lado de la cinta. Masako siguió su mirada y vio a Yayoi, que estaba de pie, abstraída en sus pensamientos. Su figura destacaba entre las otras, con las manchas de salsa marrón en los brazos y la espalda.
—¿Os pasa algo? —le preguntó Yoshie.
—¿Por qué lo preguntas?
—Yayoi está en las nubes, y tú has llegado tarde…
—Ayer también lo estaba —dijo Masako—. Más vale que empecemos a trabajar. Nakayama está al caer.
Los únicos puestos vacantes eran aquellos en los que el trabajo consistía en allanar la carne para ponerla sobre el arroz. Masako se dirigió hacia uno de esos puestos, mientras que Yoshie, renunciando a hacer más preguntas, puso la máquina en marcha. Primero pasaron la hoja con el pedido para que todo el mundo la leyera. A continuación el sistema automático que proveía a la cadena arrancó con un sonido seco: el primer bloque de arroz salió por la boca de acero inoxidable y cayó en la caja que Kuniko había pasado a Yoshie. Así empezó otra larga noche de trabajo.
Mientras preparaba los trozos fríos de ternera, Masako notó que alguien la miraba y alzó la vista. Yayoi ocupaba justo el otro lado de la cadena.
—¿Qué pasa?
—Si acabara así, nadie lo sabría, ¿verdad? —respondió Yayoi mirando los trozos de carne.
Sus ojos refulgían de un brillo extraño.
—Cállate —murmuró Masako mirando a las empleadas que tenía a ambos lados.
Por suerte, ninguna de las dos había oído el comentario de Yayoi. Masako le lanzó una mirada de reproche y, al darse cuenta de su error, Yayoi bajó los ojos, que se le llenaron de lágrimas. Al verla pasar de la euforia al llanto con tanta facilidad, Masako empezó a dudar de su capacidad para controlar la situación que se le venía encima. Sin duda, tendría que ayudarla.
Desde el interior de la fábrica, semejante a una inmensa caja de acero inoxidable, era imposible saber el tiempo que hacía en el exterior.
El turno acabó a las cinco y media, y mientras subían por la escalera arrastrando los pies, exhaustas, el empleado que iba a la cabeza anunció que estaba lloviendo. Masako imaginó el maletero de su Corolla bajo una intensa lluvia. Tenía que tomar una determinación lo antes posible.
—¿Tienes prisa? —le preguntó Yoshie mientras se quitaba la máscara y la utilizaba para limpiarse la grasa de los zapatos.
—¿Por qué lo preguntas? —repuso Masako mientras frotaba los costados de sus Stan Smith con su máscara.
—¿Por qué? Porque parece como si hubieras visto un fantasma.
Yoshie, que era baja y robusta, alzó los ojos para mirar a su compañera. Sin embargo, Masako ya había dejado sus zapatillas en uno de los compartimentos de la entrada y miraba hacia el cielo gris que se extendía al otro lado de la ventana. En contra de lo que había imaginado, en lugar de desencadenarse una tormenta, una fina lluvia mojaba la pista de pruebas de la fábrica de automóviles que había enfrente.
—Pareces preocupada, sólo quería saber si te pasaba algo —añadió Yoshie, sin darle más importancia.
—Me he metido en un buen lío —dijo Masako pensativa.
Yayoi quería deshacerse del cadáver de su marido, pero sería más prudente que volviera a casa e interpretara el papel de esposa preocupada. Eso suponía que ella iba a tener que ocuparse de Kenji, y sabía perfectamente que sería incapaz de sacarlo sola del maletero. Se quedó unos segundos observando el rostro fino y coqueto de Yoshie y, finalmente, dijo:
—Maestra, tengo que pedirte un favor.
—Pídeme lo que quieras —dijo Yoshie, siempre dispuesta a ayudar—. Ya sabes que estoy en deuda contigo.
Mientras se ponía en la cola para fichar, Masako pensó en cómo explicarle lo que había hecho Yayoi. De repente se acordó de ella y, mirando a su alrededor, la vio subiendo pesadamente la escalera, al final de la cola. En cambio, Kuniko se había apresurado y estaba a punto de salir. Seguro que había percibido que algo pasaba entre Masako y Yayoi y no le gustaba que la marginaran. Yoshie se unió a Masako en la cola.
—¿Puedes guardar un secreto? —le preguntó Masako.
—Claro —respondió Yoshie casi indignada—. ¿De qué se trata?
Incapaz de explicar lo sucedido, Masako fichó y se quedó unos segundos con los brazos cruzados.
—Te lo cuento más tarde —dijo finalmente—. A solas.
—Como quieras —aceptó Yoshie volviéndose para mirar el cielo.
Como iba y venía en bicicleta, debía de estar preocupada por la lluvia.
—No le digas nada a Kuniko, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
Ante la certeza de que se trataba de un asunto importante, Yoshie decidió no insistir. Cuando se disponían a salir al pasillo que conducía a la sala de descanso, oyeron la voz de Komada gritando a Yayoi.
—Yamamoto, haz el favor de lavar el uniforme. No pensarás obsequiarnos con una tercera noche con ese olor a salsa, ¿verdad?
Después de disculparse, Yayoi se quitó el gorro y se acercó a Masako. Los pelos le salían de la red en todas direcciones y tenía ojeras, pero aun así estaba incluso más guapa de lo habitual. Un chico teñido de rubio con pinta de estudiante se quedó mirando a Yayoi, que ya se había quitado el gorro y la máscara, sin disimular su sorpresa.
—Escúchame bien —le dijo Masako—. Vuelve a casa y no salgas en todo el día.
—Pero…
—La Maestra y yo nos ocuparemos de todo.
—¿La Maestra? —exclamó Yayoi dubitativa, mirando hacia el fondo de la sala—. ¿Se lo has contado?
—Todavía no. Sin embargo, no puedo trasladarlo yo sola —explicó Masako—. Si ella se niega, tendrás que ayudarme tú. Pero como eres la principal sospechosa, será mejor que te quedes en casa como si nada hubiera pasado.
Yayoi lanzó un suspiro, consciente de la situación.
—Tienes razón.
—Vuelve a casa y actúa como siempre. A mediodía llama a la empresa de tu marido y pregunta si ha ido al trabajo. Cuando te digan que no, explícales que ayer no volvió a casa. Que estás muy preocupada. Y si te recomiendan que denuncies su desaparición, hazlo. ¿Entendido? En caso contrario, sospecharán de ti.
—De acuerdo. Así lo haré.
—Hoy no me telefonees a casa. Si pasa algo, ya te llamaré.
—Masako, ¿qué piensas hacer?
—Lo que tú has dicho —respondió Masako con una sonrisa amarga—. Lo haré tal y como has propuesto.
—¿Qué? —exclamó Yayoi empalideciendo de repente—. ¿De veras?
—Sí —confirmó Masako sin dejar de observar su pálido rostro—. Al menos lo intentaré.
—Gracias —dijo Yayoi con lágrimas en los ojos—. Muchas gracias. No puedo creer que estés dispuesta a hacer eso por mí.
—No sé si saldrá bien. Pero es mejor que colgarlo en la montaña. Debe desaparecer sin dejar rastro, ¿verdad? No podemos dejar ninguna prueba.
Durante el turno de noche, Masako había ido al lavabo y, al ver los grandes cubos azules con restos de comida depositados enfrente de la puerta, decidió que Yayoi había tenido una buena idea.
—Pero eso es un delito, ¿no? —murmuró Yayoi, como si no lo considerara correcto—. Y yo te he implicado en este.
—Ya lo sé —dijo Masako—. Deshacerse de un cadáver no es un trabajo agradable. Pero podemos hacerlo como si se tratase de basura. Será lo mejor. En caso de que lo aceptes, claro está. Al fin y al cabo, es tu marido a quien vamos a trocear…
—No hay problema —dijo Yayoi con una sonrisa casi imperceptible en los labios—. Le estará bien empleado.
—Eres un peligro —dijo Masako mirándola fijamente.
—Y tú también —replicó Yayoi.
—No es lo mismo.
—¿Por qué no?
—Porque yo me lo tomo como un trabajo.
Yayoi puso cara de no entender nada.
—Masako, ¿qué hacías antes de trabajar aquí?
—Lo mismo que tú. Tenía un marido, un hijo y un trabajo. Pero estaba sola. —Yayoi bajó los ojos, quizá para ocultar las lágrimas, y se quedó con los hombros caídos—. Vamos, no llores —le dijo Masako—. Todo ha terminado. Y lo has acabado tú.
Yayoi asintió varias veces. Masako le dio unas palmaditas en la espalda al tiempo que la conducía hacia la sala de descanso. Yoshie y Kuniko se habían cambiado de ropa y se estaban tomando un café. Kuniko miró a Yayoi y a Masako con recelo, con un fino cigarrillo en los labios.
—Kuniko, ¿te importa si hoy no te acompaño hasta el parking? —preguntó Masako—. Tengo que hablar un momento con la Maestra.
Kuniko lanzó una mirada escrutadora a Yoshie.
—¿De qué tenéis que hablar sin que yo lo oiga?
—Pues de dinero —respondió Yoshie—. Para que lo sepas, Masako me va a hacer un préstamo.
Kuniko asintió de mala gana, se colgó el bolso imitación Chanel del hombro y se levantó.
—Hasta mañana.
Masako se despidió de ella con la mano y entró en el vestuario. Yoshie, feliz por haberse librado de Kuniko, se quedó en la sala dando sorbitos del vaso de papel que contenía café azucarado.
Una vez en el vestuario, Masako se puso rápidamente los vaqueros y el polo, cogió dos delantales que debían de pertenecer a dos empleadas que llevaban varios días sin aparecer por la fábrica, y los metió dentro de una bolsa de papel. Asimismo, cogió varios pares de guantes de látex y se los guardó en el bolsillo. Volvió a la sala como si nada y se sentó al lado de Yoshie, en el lugar que Kuniko había dejado libre. El tatami aún estaba caliente. Yayoi, que también se había mudado de ropa, se les acercó con la intención de sentarse junto a ellas, pero Masako le indicó con un gesto que volviera a casa.
—Bueno… me voy —dijo en un tono inseguro.
Mientras se dirigía hacia la puerta, se volvió varias veces para mirar a Masako. En cuanto desapareció, Yoshie susurró:
—¿Qué diablos pasa? Me estáis poniendo nerviosa.
—Escúchame y trata de no montar un escándalo —le advirtió Masako mirándola a los ojos—. Yayoi ha matado a su marido.
Yoshie se quedó boquiabierta; los labios le temblaban levemente.
—¿Cómo que no me escandalice? —logró farfullar.
—Lo entiendo. Pero así están las cosas y no hay vuelta atrás. He decidido echarle una mano. ¿Quieres ayudarme?
—¿Estás bien de la cabeza? —exclamó Yoshie. Consciente de que había gente en la sala, bajó la voz—. Lo que debería hacer es entregarse de inmediato.
—Tiene hijos pequeños. Y además él le pegaba. Se ha sacado un peso de encima.
—Pero lo ha matado —insistió Yoshie tragando saliva.
—¿Cuántas veces se te ha pasado por la mente acabar con la de tu suegra?
Masako vio cómo se tensaba el rostro de su compañera.
—Muchas —admitió Yoshie mientras daba un sorbo a su café—. Pero entre pensarlo y hacerlo hay una gran diferencia.
—Sí, es muy diferente. Pero Yayoi ha cruzado la línea. Puede pasar, ¿no? Por eso estoy dispuesta a ayudarla en lo que pueda.
—¿Cómo? —exclamó Yoshie. Su voz retumbó en la sala y casi todos los presentes se volvieron para mirarla. Los brasileños, que como siempre estaban apoyados en una de las paredes, guardaron silencio y la escrutaron con interés. Yoshie se encogió—. Es imposible. No puedes hacer nada.
—Lo intentaré.
—¿Por qué vas a hacerlo? ¿Por qué debería hacerlo? No quiero ser cómplice de un crimen.
—No somos cómplices de nada. Nosotras no lo hemos matado.
—Pero abandonar un cadáver es delito, ¿no?
—Lo vamos a trocear.
—¿Qué dices? —inquirió Yoshie pasándose la lengua por los labios, con expresión de no entender nada—. ¿Puedes decirme qué pretendes hacer?
—Cortarlo a trozos y tirarlo a la basura. Así Yayoi podrá vivir como si nada hubiera sucedido. Lo darán por desaparecido y cerrarán el caso.
—No cuentes conmigo —dijo Yoshie negando con la cabeza—. No voy a hacerlo. Ni hablar.
—Pues muy bien, devuélveme el dinero —repuso Masako y extendió una mano abierta por encima de la mesa—. Devuélveme ahora mismo los ochenta y tres mil yenes que te dejé ayer.
Yoshie se quedó pensativa. Masako apagó el cigarrillo en el vaso de café vacío, del que al instante se desprendió un desagradable olor mezcla de azúcar, tabaco y café instantáneo. Masako lo ignoró y encendió otro.
—No puedo devolvérselo —repuso finalmente Yoshie—. Supongo que no me queda otra opción que ayudarte.
—Gracias —dijo Masako—. Sabía que podía contar contigo.
—Pero… —objetó Yoshie mirando a su compañera—. Lo hago porque estoy en deuda contigo. No tengo otra salida. Pero tú ¿por qué haces todo esto por Yayoi?
—Ni yo misma lo sé —reconoció Masako—. Sólo sé que también lo haría por ti.
Yoshie no preguntó nada más.
Casi todos los empleados habían abandonado la fábrica.
Masako y Yoshie salieron por la puerta principal. Seguía cayendo una fina lluvia. Yoshie cogió el paraguas que por la noche había dejado en el paragüero. Masako, que iba sin paraguas, se mojaría antes de llegar al parking.
—Te espero en casa a las nueve —dijo.
—Ahí estaré —le aseguró Yoshie mientras empezaba a pedalear pesadamente bajo la lluvia.
Masako se quedó unos instantes viendo cómo la silueta de Yoshie montada en su bicicleta desaparecía, y a continuación se dirigió al parking con paso ligero. Al poco se dio cuenta de que había alguien detrás de los plátanos que flanqueaban el canino. Era Kazuo Miyamori. Vestía vaqueros, camiseta blanca y gorra negra. Tenía los ojos clavados en el suelo y sostenía un paraguas de plástico transparente, sin hacer ademán alguno para cubrirse la cabeza, de modo que estaba empapado.
—¿Cómo se dice «vete al cuerno» en portugués? —le espetó Masako al llegar a su altura.
Él la miró sorprendido y, al ver que Masako no se detenía, echó a andar detrás de ella.
—Paraguas —dijo ofreciéndoselo.
—No lo necesito —respondió ella tras rechazarlo con la mano.
El paraguas cayó en la acera de hormigón con un ruido que resonó en el camino desierto. Masako vio que Kazuo estaba desconcertado. Tenía la misma expresión que hacía dos noches, cuando Yayoi no le había devuelto el saludo.
Todavía era un crío. Masako se volvió sin saber cómo reaccionaría alguien tan joven. Esos ojos oscuros bajo la visera eran los mismos que había visto brillar en la luz rojiza apenas unas horas antes.
—¡Déjame en paz!
—Perdóname —dijo él plantándose delante de ella y llevándose las manos al pecho.
Masako sabía que su arrepentimiento era sincero, pero decidió ignorarlo y dobló la esquina hacia la derecha, para acceder al trecho que discurría por delante de la fábrica abandonada, donde la había atacado. Masako supo que aún la seguía, pero ahora apenas sentía una leve inquietud; aunque tenía unas ganas locas de olvidar lo ocurrido la noche anterior.
—¿Vendrás hoy?
—Ni lo sueñes.
—Pero… —murmuró él mientras echaba a correr.
Masako vio a su derecha el muelle de carga de la fábrica. La persiana metálica contra la que sus cuerpos habían chocado no tenía ninguna abolladura y seguía oxidándose bajo la lluvia. Las hierbas entre las que se había abierto paso para escapar no mostraban ningún signo de la pelea. De pronto le irritó comprobar que todo seguía igual, como si nada hubiera sucedido. Volvió a sentir la humillación y el odio que se habían apoderado de ella en el momento del ataque.
Incapaz de reprimir su furia, se detuvo a esperar a que Kazuo la atrapara. Éste se quedó quieto delante de ella, mirándola y sosteniendo aún el paraguas.
—Escúchame bien: si vuelves a hacerlo se lo diré a la policía —le aseguró Masako—. Y también al jefe, para que te quedes sin trabajo.
Él asintió con alivio y alzó su rostro moreno para observarla, extrañado. Había temido que lo delatara sin más.
—No te alegres. No pienso perdonarte.
Después de pronunciar estas palabras, Masako se volvió y siguió andando. Esta vez Kazuo no la siguió. No se giró hasta llegar a la entrada del parking; al volverse, lo vio quieto en el mismo sitio donde lo había dejado.
Le entraron ganas de gritar «¡Imbécil!», pero se reprimió al darse cuenta de que no sabía a quién dirigir el insulto. Entró en el aparcamiento y encontró su Corolla donde lo había aparcado la noche anterior. Pensó en el bulto que llevaba en el maletero, y se maravilló de que hubiera amanecido y lloviera con normalidad mientras esa cosa inerte y sin vida seguía ahí. Entonces cayó en la cuenta de que el pobre Miyamori no era más que una presencia que le hacía recordar el cadáver que había en el maletero. El destinatario del insulto, pues, no era otro que ese cadáver y, de rebote, ella misma.
Abrió el maletero medio palmo y miró dentro. Vio los pantalones grises y la pantorrilla peluda que Yayoi había tocado para comprobar que el cuerpo aún estaba caliente. La piel de la pantorrilla estaba pálida y los pelos, ligeramente sucios, parecían los flecos de un trapo deshilachado.
—Es una cosa. No es más que una cosa —murmuró Masako mientras cerraba el maletero.