Encuentro casual

Por fin van a hacerme justicia. Viajo hacia mi destino como secretario del embajador de Francia en ese pozo de iniquidad que es Venecia. Al trabajo no le encuentro falta alguna; sólo al destino. En mis otros diarios apenas he hablado de la ciudad, aunque pasé allí unos meses hace aproximadamente diez años. Posee muchos lugares de interés y una gran pléyade de artistas. Sin embargo he de decir que excepto un recuerdo, más bien un incidente que a nadie podría olvidársele, no recuerdo nada reseñable de aquel interludio en La Serenissima. Nada excepto el hedor de los canales, algo que ni siquiera un idiota podría olvidar.

A veces los designios de la fortuna tienen su propia forma de compensar sus omisiones. Viajo hacia Venecia desde Ginebra, donde he estado visitando a los pocos parientes que me quedan. Cuestiones de trabajo me impiden tomar el camino directo y he de visitar a los soporíferos burgueses de Zurich durante tres tediosos días. Luego tomo el coche hasta Chur para cruzar las montañas en dirección a Milán por Lugano y Como, un paso tan antiguo que debo ir pisando las huellas de César y sus legiones.

Es un viaje largo y cansado, de modo que me veo obligado por pura necesidad a hacer pausas con relativa frecuencia para no permanecer sentado día y noche en el duro asiento de un frío y astroso coche escuchando las toses y los estornudos de los demás pasajeros. Chur es un lugar tan bueno como cualquier otro para hacer una pausa. Resulta un pueblo curioso, al abrigo de un valle profundo labrado por el Rin. Los nativos, que pertenecen al cantón Grisón y su Graubünden, dicen descender de los etruscos y hablan una lengua extraña conocida como rético. Hay unos cuantos edificios interesantes, así como hoteles y restaurantes, y una antigua kathedrale con uno de esos altares góticos que te marean si los miras durante demasiado tiempo.

Con algo de dinero en el bolsillo por una vez y el deseo de disfrutar de una comida decente y una cama blanda, tomé habitación en el Drei Könige, un cómodo establecimiento próximo a la parada de los coches de línea. Allí cené maravillosamente cerdo suizo con patatas, lombarda y cerveza antes de pasar al salón de la parte trasera, atraído por la conversación de un pequeño grupo de seis o siete viajeros. Acerqué una silla y me perdí en mis propios pensamientos. La música que interpretaban con mano diestra era sin embargo muy predecible: insípidas tonadas de baile de las que uno se espera oír como entretenimiento en un hotel. Lo que llamó mi atención fueron los intérpretes: una mujer de físico sorprendente que debía rondar los treinta y cinco años, con cabello oscuro y ondulado y un vestido rojo, que tocaba un voluminoso y sonoro violín como si hubiera nacido con él pegado al brazo; un hombre de aspecto furtivo, algo más joven que su esposa, que tocaba el clavecín con una destreza mucho menor que la de su mujer, y un muchacho de cabello oscuro y demasiado serio para los ocho o nueve años que debía tener y que tocaba un violín de menor tamaño al lado de su madre y con gran soltura.

Reconocí a la pareja al instante. Me había encontrado con ellos en Venecia precisamente, y al menos a uno de ellos lo creía muerto en relación con unos oscuros actos delictivos. Verlos ante mí en carne y hueso y con su descendencia resultó una experiencia curiosa y escalofriante, sobre todo cuando después de un rato los dos adultos comenzaron a mirarme fijamente. Tocaron durante otros quince minutos más y después, tras una breve ronda de aplausos, comenzaron a recoger los instrumentos dándome la espalda, de modo que animado por su grosería, decidí seguirles el juego y me acerqué al pequeño escenario para trabar conversación con aquellos «desconocidos».

El hombre miró la mano que yo le tendía como si fuera la de un leproso.

—Le felicito por su pequeña orquesta —le dije con mi mejor sonrisa—. No esperaba encontrar este talento musical en provincias. Deberían presentarse en la civilización para recibir el reconocimiento que se merecen.

El tipo me miró con desprecio. Yo seguía sin recordar las circunstancias de nuestro anterior encuentro, pero sí tenía en la memoria que la mujer ya entonces se dedicaba a la música. Sin embargo recordaba haber oído rumores acerca de su carácter, aunque he de decir que le creía un caballero. Algo pomposo, eso sí.

—La música es siempre música, señor, se toque donde se toque —contestó, y su acento me pareció campesino—. No se necesita de la aprobación de la ciudad para probar su valía.

—Cierto, ¿pero qué valor tiene un diamante enterrado bajo tierra? Ninguno. Sólo cuando el minero lo saca a la luz, cuando el joyero lo talla y la dama lo luce es cuando se transforma en el objeto más hermoso del mundo.

Su mirada pareció congelarse en aquel momento, un síntoma de miedo sin duda, ya que los tres sabíamos que aquello era una pantomima.

La dama guardó aquel enorme violín, tan feo a la vista como delicioso al oído, y dijo con lo que podía ser una sonrisa:

—Somos gente de campo, señor, que nos damos por satisfechos con ganarnos la vida con nuestra música y tener una cama para pasar la noche. La ciudad nos ahogaría con sus tumultos, además de revelar nuestro talento como el humilde esfuerzo que es en realidad.

—De ninguna manera —dije yo, consciente de que el desprecio hacia su música era fingido—. La he estado escuchando con atención y he de decir que toca usted como los ángeles. Además la tonada que han interpretado es muy original, puesto que yo soy persona acostumbrada a hoteles y a las pequeñas orquestas que tocan en ellos, y no la había oído antes.

En aquella ocasión su sonrisa fue sincera. Cojeaba al caminar, lo que he de decir a mi pesar que estropeaba su belleza.

—Gracias, señor. De vez en cuando me entretengo escribiendo algunas composiciones.

—Música para bailar —intervino él—. Nada que pueda tocarse fuera de un hotel.

—Y no todas son mías —añadió ella—. Mi hermano ha entrado al servicio de la corte rusa como médico, y tenemos la fortuna de que de vez en cuando nos envía melodías populares de aquel país.

Sonrió de nuevo, obviamente orgullosa del logro de su hermano, pero el marido interrumpió aquella agradable charla con un amargo comentario:

—Conocemos nuestro oficio, monsieur. Somos músicos ambulantes y así nos ganamos el sustento.

¡Cuánta falsa modestia!

—No subestime el espíritu humano, amigo mío —contesté—. Hendel era hijo de un barbero, además de abogado. Si él pudo sobreponerse a ambas cargas, también ustedes podrían salir de las tabernas y alcanzar una audiencia más propicia.

Se miraron el uno al otro y con mi agudeza habitual caí en la cuenta de que aquel tema era una fuente de tensión entre ambos. Habría sido una crueldad por mi parte prolongar aquel momento así que acaricié la cabeza del muchacho y me gané una áspera mirada suya.

—¿Y tú como te llamas, jovencito?

—Antonio —contestó con la desconfianza de un ladronzuelo.

—Bueno, Antonio, déjame decirte algo. Tus padres son buena gente que te educarán del mejor modo posible, pero no olvides que cada uno de nosotros es un individuo independiente y que debe tomar sus propias decisiones. Si tocas tan admirablemente con la edad que tienes, te garantizo que a los veinte tendrás tu lugar en una orquesta.

El muchacho miró a su padre. Había una severidad forzada en aquel grupo que yo no podía comprender.

—Sólo deseo tocar tan bien como mi madre, señor. Y cuando sea mayor, ganarme el derecho de poseer su violín.

—¿Y después?

—Pues… —juro que me miró como si fuera un idiota—, haré lo mismo con mi hijo, y él con el suyo. Hasta que consigamos crear el mejor violinista del mundo que tocará con el violín de mi madre. Así que aunque para entonces ya seamos polvo nada más, un poco de nosotros pasará a la siguiente generación, y eso es casi la inmortalidad según dice mi padre. Lo mejor que un hombre puede conseguir.

Pobre muchacho, pensé. Tan serio y tan viejo para su edad. Era un niño guapo que había heredado los rasgos de su madre, y la belleza siempre ayuda en el camino.

—Y tú enseñarás a tocar a tu hijo, imagino.

—Sí señor. Como mamá me ha enseñado a mí. Todo.

Entonces me decidí a arrojarle una pregunta capciosa:

—¿Y qué le enseñaras de Dios?

Los tres me miraron fijamente y me pregunté si no me habría pasado de la raya. El padre ya tenía las manos manchadas de sangre y ¿qué es una mancha más cuando ya se tiene teñida la piel?

El niño miró a sus padres para que le ayudaran y fue la madre la que contestó:

—Responde al caballero como tú creas que debes hacerlo.

El niño se irguió, respiró hondo y me dijo como recitando un poema aprendido en la escuela:

—Nosotros… yo pienso que Dios es tan grande que no necesita mis alabanzas, y que sabe dónde encontrarme si me necesita.

Volví a acariciarle la cabeza y le di una moneda, que el muchacho guardó enseguida, eso sí, tras mirar a sus padres una vez más.

—He de decirles que esta noche he disfrutado generosamente con ustedes —sonreí—. Voy de camino a Venecia. Si quieren puedo devolverles el favor hablando con los empresarios de la ciudad.

La pareja palideció al instante, el niño los miró asustado y yo me sentí culpable. Lo que había dicho no era digno de mí, y no debería haberlo hecho. Toda historia tiene más de un punto de vista, y yo no tenía derecho a leer el periódico y a dar por sentado que lo que se publicaba en él era una verdad incontestable.

—Nos basta con seguir como estamos —respondió él en tono glacial, y siguieron recogiendo sus cosas con más premura que antes.

Yo me retiré con cierto recelo, debo admitir. La mirada del hombre se volvió implacable tras mi último comentario, hasta tal punto que me hizo temer por mi vida.

Apenas conseguí dormir aquella noche. El chocante encuentro volvía a mi cabeza una y otra vez, trayendo consigo más detalles de la otra ocasión en que nos habíamos encontrado en Venecia. Como ya he dicho, no ocurrió nada en aquella ocasión, pero analizando las cosas desde la distancia pude detectar que la semilla de una tragedia había empezado a germinar bajo el sol del Adriático.

Es curioso que después de toda una década sigan siendo tributarios de aquel engaño. Cuando me levanté a la mañana siguiente, su repentina desaparición había causado conmoción en el hotel. El dueño y su esposa parecían consternados, y no porque hubieran dejado la factura sin pagar, sino porque parecían haberle tomado bastante cariño a aquella extraña y dotada familia, y me miraron con desconfianza cuando mis preguntas les hicieron pensar que yo había podido tener algo que ver con su huida en mitad de la noche. Mentes provincianas… ¿acaso debo sentirme culpable? ¿Acaso el ahorcado debe culpar a la soga?

Se habían marchado y nadie sabía adonde ni le importaba demasiado. El mundo está lleno de gentes insólitas a las que se les puede desear que la fortuna les sonría, sea cual sea la naturaleza de la sombra que les acecha, pero su destino está sólo en sus propias manos, para bien o para mal. Sin embargo aquel no era un trío de vagabundos, como podía apreciarse fácilmente en sus modales o en su falta de despreocupación.

Un fugitivo debe cambiar de nombre cada vez que renueva su existencia. ¡Y con qué falta de imaginación buscan su camuflaje! Tras una noche de descanso recordé por fin al marido. Trabajaba en el negocio de la impresión. Era un artesano de los libros, con los dedos siempre manchados de tinta. ¿Y qué nuevo nombre había adoptado? ¡Precisamente el de uno de sus rivales en el campo de la edición! Una casa de las más antiguas que en su efímera existencia publicó varios tratados en árabe y hebreo que siguen estando en los anaqueles de muchos anticuarios.

Errores de esa naturaleza les hacen un flaco favor a los que huyen. Les deseo buena suerte a la familia Paganini. La van a necesitar.

sep
Fin