Daniel Forster no rebatió los cargos que se presentaron contra él con demasiado convencimiento. Dos policías habían muerto y se habían defraudado grandes sumas de dinero a distintas instituciones musicales muy conocidas internacionalmente. Hugo Massiter era quien se ocultaba tras todo aquello, como sabían bien tanto las autoridades como la opinión pública, pero había desaparecido de la faz de la tierra la misma noche en que Giulia Morelli y Biagio murieron. Pero Daniel se quedó, y admitió su participación en varias de las actividades delictivas de Massiter, de modo que fue él el único culpable que un sistema judicial vengativo por naturaleza pudo encontrar. Al no poder cargarle a él las dos muertes, el fiscal se esmeró en los cargos de malversación y consiguió una sentencia de cárcel de tres años que Daniel aceptó con un mero parpadeo.
No encontró razón para oponerse. Además, un deseo constante de expiar sus culpas parecía no dejarle descansar. Necesitaba tiempo para pensar. En la pequeña y moderna celda de Mestre que compartía con un simpático mafioso de Padua llamado Toni, Daniel comenzó a elaborar una explicación de lo que le había ocurrido aquel largo y azaroso verano. Era un prisionero muy conocido. Incluso había empezado a enseñarle inglés a su compañero de celda, con el que estaba trabando una fuerte amistad que ambos sabían que sobreviviría a su condena. Conoció también a otros hombres que le serían de utilidad y que le confirmaron sin dificultad lo que Giulia Morelli ya le había dicho: Scacchi no le debía dinero a nadie. La casa, que ahora era suya, estaba libre de cargas, de modo que después de pagar las multas que le había impuesto el tribunal, quedaba en una situación económica desahogada. Después de cuatro meses, cuando a las autoridades de la prisión les quedó claro que no tenía intención de evadirse, le fueron suavizando la condena. Empezó a pasar días enteros fuera de la prisión para acudir a cursos en la ciudad. Lo que no sabían era que abandonaría pronto sus ya débiles lazos con Oxford para iniciar sus investigaciones en otro campo.
La propiedad fue su primer foco de atención. Vendió el almacén adyacente a la casa y que se encontraba en un estado casi ruinoso para recoger fondos con los que iniciar la restauración del edificio. En un año, Ca’ Scacchi quedó reconvertida en un edificio de tres apartamentos, dos de ellos propiedad de ciudadanos norteamericanos, al que se accedía por un puente nuevo que salvaba el río. Mientras supervisaba los trabajos de restauración y la reparación del sótano en el que Laura y él habían descubierto el manuscrito, su interés se centró en el problema de la autoría del concierto. La obra empezaba a incluirse en los repertorios habituales de las orquestas de todo el mundo, sin que el misterio que había rodeado su aparición en Venecia menoscabara su valor. Por otro lado, Daniel nunca había dudado de que su fama fuese merecida. Tenía sus pequeñas faltas y a veces recurría a los fuegos de artificio para deslumbrar al auditorio, pero su profundidad era tal que seguía sorprendiéndole aun teniendo la sensación de saberse todas las notas.
Con la ayuda del director de la prisión, consiguió una autorización para entrar como lector en el Archivio di Stato, los archivos que contenían todos los documentos que habían sobrevivido de la República de Venecia. El edificio quedaba detrás de los Frari, a un tiro de piedra de San Rocco, y pasó meses en él sumergiéndose en los miles de páginas que los escribanos de la ciudad habían llenado en torno a 1733. Durante semanas le pareció que iba a ser un trabajo sin fruto, pero de pronto, seis meses después de haber sido condenado, se encontró con un fragmento del informe redactado por el capitán de la ronda nocturna de Dorsoduro. La mayor parte del documento había quedado destruida por el moho y la humedad y sólo un párrafo era legible, pero le bastó. En él se hacía referencia claramente a un concierto misterioso y una muerte relacionada con él. También se mencionaba el nombre de un caballero inglés que al parecer era el creador de la obra, y el hecho de que todos los documentos relativos al concierto habían sido destruido tras la muerte de su compositor por razones desconocidas. No había descubierto la razón por la que el original debiera estar escondido tras los ladrillos de Ca’ Scacchi, aunque parecía bastante probable que uno de los ancestros de su amigo hubiera sido el encargado de imprimir la obra.
Pero le quedaba por delante una importante labor de investigación antes de que aquellas líneas pudieran resultar en hechos contrastabas. Todos los días salía de la prisión, tomaba el autobús a Piazzale Roma y entraba en el archivo a cribar metros y metros de estanterías en busca de pruebas. El nombre de Delapole salió a relucir en otras ocasiones, pero nunca en relación con la música. Al parecer y según informaba la ronda nocturna, había contraído deudas. En otros fragmentos de documentos privados encontró comentarios sobre el caballero en cuestión, que al parecer era un hombre culto y encantador. A lo largo de semanas fue reuniendo todo lo que encontró sobre Delapole. Cuando necesitaba pensar, salía del archivo, caminaba unos metros y se sentaba en la sala del primer piso de San Rocco, bajo la sombra de Lucifer, y dejaba que los hechos volaran libres en su imaginación y que tratasen de encajar por sí solos.
Tras diez meses de trabajo consiguió articular una historia, pero se dio cuenta de que sólo podría estar completa si revelaba cómo había reaparecido el manuscrito, de modo que junto a la trágica historia de Oliver Delapole emergió otra: la de Hugo Massiter, un engaño, y un amigo llamado Scacchi que pagó su astucia con la vida. La historia tenía lagunas, como le habían dicho varios editores, pero Daniel no se amilanó: su relato se basaba en hechos, no en la ficción. Carecía de un final íntimo y redondo. El misterio seguiría formando parte de aquella historia para siempre, y aun en el hipotético caso de que Hugo Massiter volviera a aparecer, seguramente tampoco podría explicarlo todo.
Se cerró un trato y el libro fue publicado con rapidez pasmosa. El concierto anónimo, que era como se lo conocía, seguía causando sensación por todo el mundo y ningún editor quiso perder el tren, de modo que para cuando llegó el momento de salir en libertad condicional, a los veinte meses de su condena, el libro de Daniel Forster era ya un éxito internacional que consiguió hacerle casi rico. Se compró su propia mansión en el corazón de la ciudad y se abrió ante sí la posibilidad de continuar con la carrera de escritor. Jamás se planteó volver a Oxford. En Venecia tenía una tarea más importante por delante.
Un lunes del mes de septiembre, Toni llamó. Tenía una dirección y una sugerencia. Había buscado durante muchas semanas y no estaba seguro. La gente cambiaba. No tenían fotografías, y era mejor que la viera primero en público, sin que ella se diera cuenta, antes de arriesgarse a presentarse en su casa.
Al día siguiente, Daniel tomo el vaporetto número uno para cruzar la laguna en dirección al Lido. Mientras avanzaba perezosamente sobre la superficie de la laguna recordó la primera vez que navegó sobre aquellas aguas planas e inciertas, hacía poco más de dos años, a bordo de la buena de la Sophia, capitaneada durante un rato por un perro llamado Xerxes. Nadie le reconoció. Se había dejado un fino bigote y llevaba el pelo muy corto. Aquel cambio en su apariencia alejaba a los curiosos.
Vio acercarse el muelle sin saber en realidad qué sentía. Una vez hubo desembarcado, echó a andar en dirección sur durante algo más de un kilómetro, hacia la zona residencial en la que había un mercadillo. Aquella era otra parte de Venecia, más ordinaria, más parecida al resto del mundo. El Lido tenía coches y autobuses, y el olor a gasoil se mezclaba con el aroma a jazmín de los naranjos en flor.
Cruzó el canal que pasaba ante el casino del Lido y tomó una amplia avenida flanqueada por árboles. El perfil de la ciudad se veía en el horizonte de la laguna dominado por la silueta del campanile. El mercadillo estaba en pleno apogeo. Daniel se colocó unas gafas de sol y pronto se sintió engullido por una masa de gente que discutía animadamente entre puestos de ropa, hortalizas, pescado y queso.
Encontrarla fue cuestión de minutos. Laura estaba ante el mostrador de una furgoneta casi al final del mercadillo, regateando junto a un enorme trozo de parmesano. Llevaba la bata blanca de nylon y el pelo recogido en una coleta, como siempre. No pasaba día por ella. Aún recordaba su olor y el tacto de su piel. La vio alejarse en dirección a la calle principal y quiso seguirla pero ya se había subido a uno de los autobuses naranja que callejean por el Lido, desde el pequeño aeropuerto del norte hasta Alberoni, al otro extremo de la isla. Sacó del bolsillo la nota con la dirección que Toni le había dado, y tomó el siguiente autobús hacia el sur.
Tardó diez minutos en llegar a Alberoni. Nunca había ido tan lejos en la laguna. Había campos de hortalizas y zonas de hierba, algunos restaurantes y hoteles y un puñado de tiendas. Sus construcciones eran casas de campo rodeadas de vallas, con persianas color naranja y jardines con rosas.
Le preguntó dónde se encontraba la dirección que buscaba a una joven que llevaba a un bebé en un carrito. La casa estaba en una calle sin salida que llegaba hasta el mar. Entró sorteando baches y volvió a ver la bata blanca en un jardín cerrado por una puerta de hierro forjado recién pintada de verde. Un joven rubio estaba con ella. Llevaba camiseta blanca y vaqueros, y era guapo. Parecía haber estado perfilando los elegantes rosales de la entrada. Ella había llegado con la compra. Habían charlado, él la había besado en las mejillas y le había quitado las bolsas de la compra de las manos.
La cabeza le daba vueltas y se detuvo en mitad de la calle para mirarlos. El hombre se volvió con las bolsas en la mano y lo miró sorprendido. Luego se volvió Laura. Estaban demasiado lejos para ver la expresión de su cara, así que se acercó hasta que estuvo a un par de metros de ella, separados sólo por la verja. Laura se tapó la boca con la mano, y el hombre dijo algo que él no pudo oír, con un acento que parecía norteamericano. Otra figura apareció, de menor estatura y vestida exactamente del mismo modo que el que había besado a Laura, pero de mucha más edad y con unas gafas de culo de vaso. Miró a Daniel, abrió la puerta y le hizo un gesto con la mano invitándole a entrar. Daniel cruzó el umbral sin poder apartar la mirada de ella.
—Es hora de que nos vayamos, John —dijo el más joven, pasándole el brazo por los hombros al otro—. Laura tiene un invitado.
—¿Un invitado? —preguntó el mayor.
—Eso parece. ¿Podemos saber tu nombre, amigo?
—Daniel —intervino Laura—. No nos hemos visto desde hace mucho tiempo. Te presento a John. Y a Michael.
—Eres el primer compatriota que me encuentro aquí —dijo John, algo aturdido—. Bueno, tenía que ocurrir. ¿Nos vamos a la presentación, o qué?
—Claro. Enseguida. Al festival de cine —añadió Michael a modo de explicación—. Estamos en el negocio… más o menos.
John sacó unas llaves de coche.
—Dejemos a estos jóvenes para que puedan charlar. Tú conduces, que yo voy a beber.
Y se alejaron hacia el garaje. Un Alfa estaba delante de la puerta, brillante e impecable.
—Oye, Laura —dijo Michael—, podéis charlar en la casa si queréis. No hay problema. No pienso contar las velas cuando vuelva.
Ella le miró frunciendo el ceño en un gesto que Daniel reconoció inmediatamente.
—Vamos.
Daniel cargó con las bolsas y se oyó el rugido del motor del Alfa cuando atravesaban el umbral. Le condujo a una espaciosa habitación en la que había un brillante Bechstein junto a la ventana, se sentó en un sillón, apoyó los pies en la mesita baja y lo miró. Daniel se sentó en el taburete del piano frente a ella.
—Pareces mayor —dijo Laura.
—Tú estás igual.
—Eres un adulador. Voy a menos, ¿no crees?
Alzó los brazos y se deshizo la coleta. El pelo le había crecido.
—A mí no me lo parece.
Al otro lado del ventanal había un jardín estilo inglés, con densos arriates en blanco y azul y una pérgola sostenida por columnas sobre las que trepaban rosas rojas.
—¿De dónde los sacas, Laura? Son como Paul y Scacchi.
—Qué tontería. John y Michael son totalmente distintos. Michael es productor de cine y John… le ayuda. Tienen dinero, buen gusto y son honrados. Además están fuera gran parte del año, y yo me quedo aquí sola para cuidarles la casa.
—¿Y eso te gusta? —le pregunté, sin poder evitar una nota réproba en la voz—. Estar sola, quiero decir.
No parecía haberse ofendido, en contra de lo que él esperaba.
—Daniel, siento muchísimo lo que pasó. Me enteré por los periódicos de que te habían metido en la cárcel y me puse furiosa. ¿Por qué no quisiste declarar? Todos nos volvimos un poco locos aquel verano. Bueno, yo un poco no, un mucho, y tú lo sabes bien —hizo una pausa—. No quería volver a verte. No quería que me encontrases. Ojalá no lo hubieras hecho.
—Ya.
—Lo siento. Tengo una vida nueva y no quiero problemas.
—Por supuesto.
—Pues ya está. Eso es todo. Tú tienes tu carrera como escritor. Tienes Ca’ Scacchi.
—Yo no la quería, Laura. De hecho, la mitad es tuya. Toda si la quieres.
—¡Ja! ¿Así que para eso has venido? ¿Para sobornarme?
Él se echó a reír y vio que ella hacía esfuerzos por no sonreír.
—En absoluto. He venido para cabrearte. Se me ha ocurrido que a lo mejor no has tenido oportunidad de hacerlo en estos últimos tiempos. Antes disfrutabas mucho con ello.
Laura se echó el pelo hacia atrás.
—No juegues conmigo, por favor. No quiero nada de Scacchi, ni de ti. Esa parte de mi vida se terminó. Déjame en paz.
—De acuerdo. Pero antes tienes que hacer una cosa.
—¿El qué?
—Tocar para mí. Toca el Guarneri. Tú debes tenerlo. El violín y la música. He tenido mucho tiempo para pensar en la cárcel. Toca, por favor.
—¿Es que te has vuelto loco? —espetó—. ¿De qué me estás hablando? Yo no sé tocar. Soy una criada.
—De eso nada —respondió, y sacó del bolsillo un antiguo recorte de periódico que dejó sobre la mesa. Ella no quiso mirarlo. Era una historia con un titular llamativo y la foto de una muchacha. Con el pelo más largo, el parecido entre la adolescente Susanna Gianni y ella era sorprendente pero no innegable. Sin embargo comprendía por qué Scacchi no quería que Massiter se acercara por la casa—. Yo sé quién eres: Susanna Gianni. Aunque para mí siempre seguirás siendo Laura. Pero tu nombre verdadero es Susanna, a quien Hugo Massiter intentó poseer hace doce años y a punto estuvo de matar. Que lleva escondida desde entonces y está decidida a seguir sola porque cree que no hay otro modo de sobrevivir, aunque se equivoca. Puede que incluso lo haga para protegerme a mí. Eres como Scacchi… siempre engañando para proteger a alguien. Por eso me metías a Amy por los ojos. Porque querías salvarla de Massiter. Pero es un error, Laura. Todos necesitamos tener la oportunidad de elegir y de aprender.
—¿Pero de qué demonios estás hablando? ¡Esa chica está muerta!
Recordaba perfectamente el día que lo vio todo claro. Estaba en un café cerca de los Frari, preguntándose dónde estaría el violín y por qué Massiter ansiaría tanto tenerlo.
—No. Es la única respuesta posible. Giulia Morelli lo sospechaba e intentó decírmelo antes de morir.
—No dices más que tonterías.
—Massiter me engañó diciéndome que era el violín lo que andaba buscando, pero no tenía ningún interés en él. Ni siquiera tenía instrumentos musicales de ninguna clase. Lo que le interesaba eran las personas. Siempre había encontrado algo raro en la muerte de Susanna y sabía que no la había matado. Él mismo me lo dijo.
Ella ni siquiera parpadeó. Siguió allí sentada, mirándole cruzada de brazos, como si estuviera loco.
—Por eso le ordenó a Rizzo que fuera al cementerio cuando se abriera el ataúd —continuó—. Él no podía acudir en persona, por supuesto, porque llamaría la atención, pero necesitaba satisfacer su curiosidad, cerciorarse de que Susanna estaba muerta de verdad. No tenía ni idea de que el Guarneri estuviera en el ataúd, ni de que Rizzo lo hubiera robado. Pero en cuanto el violín salió al mercado vio su oportunidad. Sabía que si podía comprarlo y comprobar que era el mismo que había comprado diez años antes, significaría que quizás tú estabas viva y que lo vendías por necesidad. Y a partir de ahí, te encontraría y reclamaría lo que creía que era de su propiedad.
Ella enarcó las cejas.
—Tu próximo libro será de ficción, supongo.
Daniel ignoró la puya.
—Scacchi percibió el peligro de la situación. Sabía que el violín estaba dentro del ataúd probablemente porque él mismo lo metió a instancias tuyas. Se enteró de que el ataúd había sido abierto antes de tiempo con una autorización que Massiter había falsificado. No compró el instrumento para pagarse el tratamiento médico, o para satisfacer la deuda que había contraído con unos mañosos, como nos quiso hacer creer. Tenía dos intenciones en realidad: protegerte a ti por un lado, como llevaba ya diez años haciendo, y en cierto sentido, devolverte tu identidad. El día del concurso de las anguilas me dijiste que Scacchi iba a compartir su secreto contigo. ¿Qué otra cosa iba a ser más que lo del violín? Te conocía, Laura, y te quería, y no deseaba que siguieras escondiéndote detrás de ese disfraz para siempre.
—No sé de dónde te sacas todas estas chorradas, Daniel. ¿Es que has perdido la cabeza en la cárcel?
—En absoluto. La he encontrado allí. El engaño de Scacchi habría funcionado de no ser por Rizzo. Massiter descubrió su mentira y seguramente le torturó para sacarle toda la verdad antes de matarlo. Fue así como Hugo se enteró de que Scacchi tenía el violín y que no quería venderlo. ¿Por qué haría un hombre como Scacchi algo así? Sólo podía haber una explicación. Dedujo que Susanna vivía y que quería mantener oculta su identidad. Por eso Massiter visitó a Scacchi y a Paul aquella noche: para sacarles la verdad. Y por eso murieron. Para salvarte a ti.
—Estás deshonrando su memoria —espetó—. Todo eso son sólo tristes fantasías. Además, si yo soy esa pobre chica muerta, ¿quién estaba en el ataúd?
Daniel sonrió. Había localizado el único punto flojo de su historia inmediatamente.
—No sé quién era. La semana pasada le pregunté a Piero…
—¿A Piero? —se enfadó—. ¿Por qué has molestado a ese bobalicón con tus locuras?
—Le pregunté qué había pasado y si él tenía por casualidad algo especial que Scacchi le hubiera pedido que guardase. El bueno de Piero se puso como la grana y fingió enfadarse, igual que tú.
—¡A Piero le falta un hervor!
—No. Eso es lo que queréis hacer creer a todo el mundo. Piero es un amigo bueno y leal y lo ha sido siempre. Lo que yo creo que ocurrió, y corrígeme si me equivoco, es que fue él quien te dejó al cuidado de Scacchi la misma noche que Massiter te atacó. Puede que te encontrara él, o que le encontrases tú a él, no lo sé. La cuestión es que Scacchi se enteró de tu historia, y como conocía bien a Massiter, supo sin ningún género de dudas que no dejaría de perseguirte. También creo que…
Hizo una pausa. No quería hacerle daño deliberadamente.
—Esta historia es cada vez más interesante. Anda, sigue.
—Creo que tu madre murió un año después de que ocurriera todo esto.
Ella lo miró con los ojos desmesuradamente abiertos. Incluso puede que un poco asustada.
—¿Qué sabes tú de mi madre?
—Sospecho que pensaba que deberías haber accedido a lo que Massiter te pidiera. Erais pobres y a ella le parecía que así tenías una oportunidad. Tus sentimientos eran una cuestión secundaria. El que Massiter te pegara, que fuera violento y que quisiera hacer de ti una de sus posesiones no significaba nada para ella. Pretendió hacer lo mismo con Amy a través de sus padres. El mismo truco.
—¡Cuentos! ¡Historias para no dormir! Estás intentando reconstruir el pasado como si fuera uno de tus libros. Además, lo de la chica muerta en el ataúd, ¿qué?
—Ah, sí. Piero fue quien proporcionó el cuerpo. Para eso trabajaba en la morgue. He estado revisando los papeles de esa época, y resulta que un pequeño bote con inmigrantes ilegales de Bosnia naufragó en la laguna aquel mismo fin de semana. Murieron dos personas, una adolescente y un muchacho. Scacchi podía manipular a la gente igual que Massiter, así que se las arregló para que el cadáver de una extranjera ocupase tu lugar en el río en vez de ir a parar al crematorio. Luego él la identificaría convenientemente como Susanna Gianni. Yo mismo fui testigo de su influencia.
—¡Ja! ¿Y tú crees que se puede engañar así de fácilmente a la policía?
—Durante mucho tiempo, no. Pero ahí es donde la naturaleza de Massiter jugó en tu favor. Cuando se temió que su ataque pudiera ser descubierto, ejerció toda su influencia para que inculparan al pobre director y que así se cerrara la investigación. No quería que alguien pudiera examinar con demasiado detenimiento el cadáver. Podrían encontrar pruebas físicas que les condujeran a él.
Laura no dijo nada y Daniel sintió que tenía la boca seca. Le había planteado el caso tal y como había planeado que lo haría. Sin embargo, si Laura continuaba negándolo todo, poco podría hacer él.
—No sé si fuiste su amante antes de esa noche, como en el caso de Amy —continuó con cuidado—. Pero estoy seguro de que ocurrió algo aquella noche, aparte del maltrato. Algo tan perverso que te ha empujado a ser otra persona, a disfrazarte, a cambiar de identidad, incluso a pedirle a Scacchi que enterrara tu instrumento con el ataúd.
Ella se había vuelto a mirar el jardín.
—Debes tener en cuenta que Scacchi tenía una segunda intención —continuó—. Compraba el Guarneri no sólo para que Massiter no te encontrara, sino porque esperaba que en algún momento recuperaras al menos parte de tu antigua identidad. Creo…
Daniel no supo si seguir. Laura parecía estarse recluyendo cada vez más en sí misma.
—Amor mío —continuó—, yo también he estado en ese lugar. He bajado por esas escaleras y he respirado el aire de esa habitación bajo tierra. He visto los cuadros y todas sus otras posesiones. He visto esa cama baja del rincón y…
—¡Basta! —gritó Laura, cogiéndose la cabeza entre las manos.
Daniel se levantó, cruzó la habitación y arrodillándose ante ella, acarició sus manos.
—Lo siento. No pretendía torturarte. Sólo quería decirte que también yo he visto lo que hay en la cabeza de Hugo Massiter. Sé lo que es.
Ella le apartó las manos y al mirarla fue como si de repente fuese una persona mayor, alguien que hubiera visto algo que él no.
—Tú no sabes nada —le dijo, y Daniel se sintió culpable por despertar aquel dolor—. No tienes ni la más mínima idea de lo que es sentirse devorada por ese hombre y no ver el modo de escapar.
—Tengo una idea. Lo vi en la cara de Amy.
—Y está libre —se maravilló.
Laura le acarició el pelo y rozó su bigote.
—Quizás. Tan libre como se pueda ser porque yo me pregunto si alguno de nosotros ha conseguido escapar de él por completo. Ya no te poseía y sin embargo te condicionó la vida hasta tal punto que tuviste que convertirte en otra persona y encerrarte en Ca’ Scacchi.
—¿Ah, sí? ¿Es eso lo que quieres de mí, Daniel? ¿Una confesión?
Él no contestó. Se sentía ridículo.
—Si todo lo que dices es cierto, Daniel, ¿qué tienes tú que ver?
—Tú sabes bien lo que tiene que ver conmigo.
—No. No pienso permitirlo. Todo eso es el pasado, y un pasado al que no se debe volver. Eres muy listo, Daniel. ¿Por qué no eligió Scacchi a un idiota?
—No podemos negar lo que ocurrió, Laura. No podemos borrarlo.
—Ya. Así que piensas que Piero y yo debemos recordarnos constantemente que una noche se encontró a una adolescente desnuda y medio muerta y le salvó la vida. Y que yo, cada vez que vea a un hombre mayor y frágil, debo recordar a Scacchi sentado en la silla y todas aquellas cosas que decía sobre el violín y Massiter y tú, con Paul muerto y tú dormido en mi cama. ¿Es eso?
Daniel intentó hablar pero no pudo. La cabeza le iba a estallar.
—No me gusta cómo llevas el pelo —dijo ella—. Está demasiado corto. Pincha. ¿Cómo te lo va a poder acariciar una mujer? También tienes que quitarte el bigote. En algunas cosas tienes un gusto horrible.
—Gracias —contestó él, sonriendo.
—¿De dónde has sacado todo esto, Daniel?
Recordaba con tanta claridad el momento como la primera vez que comprendió el verdadero motivo del interés de Massiter por encontrar el Guarneri. Fue en su celda, una noche de tantas en la que era incapaz de quitarse el recuerdo de la cabeza.
—Recordando el día en que Amy y yo nos fuimos en el barco de Hugo. Cuando empezábamos a alejarnos, me volví a mirar hacia el parque. Tú llevabas unos vaqueros, una camiseta roja y esas enormes gafas de sol que te ponías siempre que salías a la calle. No podías dejar de mirar el barco. Entonces pensé que era por mí…
—¡Hombres! Siempre pensando que todo se mueve en torno a ellos.
—Cierto, pero a quien mirabas era a Massiter. Querías verle desde lejos, convencerte de que su presencia seguía siendo tan malévola como tú la recordabas.
—Deseé subirme al barco y arrancarle los ojos. No me gustaba que estuviera cerca de ti, pero tuve miedo. Todavía lo tengo.
—Ibas a ver a tu madre, o eso creía yo.
—Ah —fue todo lo que contestó.
—En la cárcel, cuando estaba aburrido, me dedicaba a imaginar tu vida. Intentaba soñar qué estarías haciendo en un momento determinado. Y lo que habías hecho aquel verano cuando yo no estaba contigo. En esas visitas a Mestre, por ejemplo.
—Lo confieso —contestó ella—. Tenía un amante. Era un camionero de manos ásperas y halitosis. Pura atracción sexual.
—¡Y una mierda! Lo imaginé con todo detalle. No querías tocar en casa para no molestar a Scacchi, así que en Mestre debía haber alguna agrupación musical. Un cuarteto de cuerda, quizás. Pedías prestado un violín barato y tocabas por debajo de tu capacidad, pero tocabas, y eso era lo importante.
—Tu imaginación no me gusta, Daniel Forster. No es natural. —Lo siento.
—Sigues disculpándote demasiado. Además, sí que tuve un amante una vez. No soy una mojigata.
Daniel acarició su mejilla y su pelo.
—Ahora lo tienes también.
—¡Vamos, Daniel! —exclamó y se volvió hacia la ventana—. Por favor, toca para mí Laura. He esperado tanto tiempo para oírte tocar…
Ella se inclinó, lo besó en la frente, le pasó la mano por el pelo y salió de la habitación. Diez minutos después, un lapso de tiempo que a él le pareció una eternidad, volvió a aparecer. La bata blanca había dejado lugar a una camisa roja de algodón y unos pantalones color crema. Llevaba un colgante de plata al cuello y el pelo suelto, tal y como lo lucía en la fotografía de los periódicos. En la mano traía el voluminoso Guarneri que él tocó en aquel almacén del Arsenal. Hacía ya toda una vida de eso.
Verla así le dejó sin palabras. Era como si se hubiera transformado en otra persona; como si Susanna Gianni hubiera florecido bajo su piel.
—No siempre voy de uniforme, y tampoco soy una monja. Deja de hacer eso con la boca, que pareces un pez. —Es que…
—¡Calla! Siéntate y escucha.
Laura se colocó junto al piano, la espalda muy recta, la pose decidida. No había música. Se colocó el violín bajo la barbilla y acercó el arco a las cuerdas. Era la parte más difícil: el final. Daniel cerró los ojos y la escuchó, dejando que el sonido pleno e intenso del Guarneri ocupara hasta el último rincón de su consciencia.
Amy lo había interpretado magníficamente, pero al lado de Laura, era una niña. Con ella la pieza ganaba en intensidad, en madurez, en frescura. Así era como debía tocarse aquel trabajo. Había dominado cada cadencia, cada armonía, hasta que no quedó nada que cambiar porque había alcanzado la perfección absoluta, una maestría etérea, casi sobrenatural.
Cuando terminó, lo miró sonriendo.
—¿Por qué te sorprendes tanto? Aquí puedo practicar, Daniel. No tengo por qué escapar a Mestre cada vez que tengo ganas de coger el violín. ¿Cómo crees que paso los largos meses de soledad cada vez que los dueños de la casa están fuera?
Daniel se levantó y le pidió permiso para coger el Guarneri. Era un instrumento muy curioso, bien hecho y de un tamaño extraordinario. Pero su sonido era… recordaba el día en que lo había tocado en el Arsenal, y un matiz nuevo apareció ante sus ojos: Rizzo temía aquel violín, y él mismo, en cierto modo, también.
—¿He tocado bien? —le preguntó.
—Has estado magnífica.
—¡Gracias! He leído tu libro. ¿De verdad crees que ese inglés pudo escribir una obra tan espléndida?
—Todas las pruebas apuntan a que fue así. ¿Por qué no iba a poder escribirla un inglés?
Laura se echó a reír.
—No seas tan quisquilloso. Es que a mí me da la sensación de que no puede ser. Tengo el presentimiento de que la escribió una mujer.
—¿Quieres decir que la escribieron para una mujer?
—No. Que su autor es una mujer. Lo siento cuando lo toco. Tú eres el historiador, así que puedes decirme que estoy equivocada.
—Desde luego sería bastante… inusual, digamos.
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. A veces sueño demasiado. ¿Te pasa a ti también?
—Sólo contigo. Me gustaría oírte tocar en Ca’ Scacchi, Laura.
Su expresión se volvió sombría.
—No puedo. Tú sabes bien por qué.
Daniel cogió sus manos.
—Te prometo que no lo sé. Tengo una casa que los dos adoramos y que siempre me parece vacía sin ti. Lo mismo que mi existencia. Creo que lo supe desde el mismo momento en que subí al bote de Piero, pero fui demasiado tonto para darme cuenta.
Laura apoyó la cabeza en su hombro, y Daniel sintió que sus lágrimas le mojaban el cuello.
—Scacchi me dijo una vez que desde que nacemos nos vamos acercando al paraíso —le susurró ella, agarrada a su cintura—. Yo me negué a creerlo por el bien de los dos, pero desde que nos conocimos he tenido siempre la sensación de que había nacido para acercarme a ti. No sé por qué, y me asusta no entender ese sentimiento.
—Entonces estamos iguales…
—No. No puede ser. Tú no conoces a ese hombre. Es el mismo diablo. Ni más ni menos. Vive, espera y un día vendrá a por nosotros. Nos devorará porque cree que nosotros le hemos dado ese derecho.
—Massiter se ha largado, y nadie sabe dónde esta.
—Él nos ve, Daniel. A ti en particular. Con tu dinero, tu libro y tu fama. ¿Es que no te habías parado a pensarlo? Tú eres el que más se ha beneficiado de él.
El plan que tan cuidadosamente había trazado se le desmoronó.
—¿Para qué iba a volver? ¿Para vengarse?
—Podrías haberle matado —dijo, y Daniel creyó percibir una nota acusadora en su voz—. Lo leí en el periódico. ¿Por qué no lo hiciste?
Era una pregunta que él mismo se había hecho en varias ocasiones, y para la que no había conseguido encontrar respuesta.
—Porque, de haberlo hecho, me habría transformado en un ser parecido a él. Me habría metido en su mismo infierno. Y te habría perdido a ti para siempre.
—Ese diablo nos buscará, Daniel. Está en su naturaleza.
—¿Y qué si lo hace? No tiene poder alguno sobre nosotros a menos que nosotros mismos se lo demos. Y si tú y yo nos poseemos enteramente el uno al otro, ¿qué puede quedar para Hugo Massiter? ¿Qué espacio quedará en nuestras vidas para él?
Laura se soltó de sus manos.
—Aun así, vendrá. Algún día vendrá.
—Quizás —admitió—, pero si me marcho sin ti, no me importa lo que me pase.
—¿Y esperas ganarme con esa clase de chantaje, Daniel? ¿Presentándote aquí con ese bigotillo y el pelo a cepillo?
—Eso esperaba.
—¡Bah!
Laura salió del salón y entró en otra habitación, la cocina seguramente. Daniel se acercó a mirar por la ventana. Una formación de patos salvajes cruzaba el cielo con su característica forma de uve en dirección a Sant Erasmo y, si la suerte no estaba de su lado, a las fauces de un perro negro y marinero. Había muchos lugares donde vivir peores que Alberoni. Al fin y al cabo, era la laguna.
La oyó carraspear y se volvió. Laura traía dos copas de un líquido rojo como la sangre. Daniel sonrió y fue a coger la suya, pero ella se lo impidió:
—Espera.
En un rincón de la estancia, un pequeño reloj dio las seis. Cuando terminó, le dio su copa.
—¡Spritz! —anunció, sonriendo—. El momento es importante, Daniel. Me gusta que mis días sean ordenados. Ya deberías saberlo.
—¡Spritz! —contestó él, alzando su copa—. Te confieso que ya lo sabía.
—Bien. ¿Hay algo que yo deba saber de ti?
—Sólo que nunca dejaré de quererte, pase lo que pase. Y que nunca te abandonaré, porque eso sería abandonarme a mí mismo.
Ella ladeó la cabeza, pensativa.
—¿Qué?
—Estaba recordando la última vez que me besaste. Sabías a anguila.
—No. Esa fue la primera vez que te besé. La última fue unas cuantas horas más tarde.
No dijo nada más. Laura miraba la habitación como si estuviera pensando abandonarla. Parecía tranquila por fin. Luego se volvió a él y le abrazó. Temblaba a pesar del calor, y sus cuerpos se unieron como dos piezas de un rompecabezas.
—Tengo miedo.
—¿De qué?
—De nosotros. De cómo me siento cuando estamos juntos. De lo que nos espera.
Daniel no contestó. Dejó vagar la mirada por las marismas y el horizonte vacío y gris. Ante su mirada una figura solitaria caminó despacio por la playa de cantos en la distancia, más allá de las dunas, hasta que quedó oculta por ellas. Siempre habría sombras. Para los dos.
Se abrazaban con fuerza. Sonó el timbre. Laura se estremeció.
Daniel fue a abrir. Era un muchacho de unos nueve años que venía a vender manzanas y peras recién cogidas, y que pareció asustarse un poco al verlos a los dos. Daniel le dio unos cuantos billetes y a cambio el muchacho le entregó unas manzanas y se marchó casi corriendo. Cuando Daniel se giró, encontró a Laura en el recibidor con un pequeño cuchillo de cocina en la mano. Se acercó a ella y tras quitarle la hoja de las manos, le dijo:
—Ven conmigo, Laura, por favor.
—Claro —contestó ella nerviosa, y rápidamente se quitó la cadena de plata, se recogió el pelo y buscó en el bolso las gafas de sol.
—No —le dijo él, y con delicadeza soltó su cabello castaño, que volvió a rozar sus hombros en todo su esplendor.
Salieron a la puerta. Daniel respiró hondo el aire de final del verano y la invitó a salir. De la mano y en silencio fueron paseando por la avenida, dejando atrás restaurantes y pequeños hoteles, hasta llegar a la línea del agua.
La laguna reflejaba el color oro del cielo a aquellas hora. Era una tarde perfecta. Las últimas golondrinas de la temporada pasaron a toda velocidad sobre sus cabezas. Varias familias jugaban en la estrecha banda de arena de la playa y las parejas paseaban cogidas de la mano por el paseo. En la distancia se veía la línea de la ciudad, reverberando en el horizonte.
Laura apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Quiénes somos?
—Los bienaventurados —contestó.
Nada, ni siquiera Hugo Massiter, podría separarlos jamás.