Massiter le dijo al taxi acuático que nos dejara en el final del muelle de Zattere. Era una zona que Daniel no conocía. Allí empezaban los bloques modernos que ocupaban el norte del puerto hacia Piazzale Roma. En el aire se distinguía el olor a gasoil de los barcos, y un poco más allá el de la combustión de los coches aparcados en el inmenso aparcamiento que ocupaba el límite de tierra firme de la ciudad. Pero quedaban algunos edificios viejos, con sus formas bajas e imponentes asomando en las calles mal iluminadas. Se alejaron del canal de la Giudecca, cruzaron un pequeño puente, tomaron un callejón negro como la boca de un lobo y salieron a un campo de adoquines que daba acceso a una anodina iglesia.
Massiter se detuvo en la plaza junto a una columna rematada por un pequeño león alado, visible a la miserable luz amarillenta de la iglesia, y miró a su alrededor.
—¿Ves a alguien? —preguntó.
Daniel se volvió y miró. No había ni un alma y así se lo dijo.
—Supongo que no. Esta es una de las partes más antiguas de la ciudad, ¿sabes? Si excavaran un poco, no sé lo que podrían encontrar. Esta iglesia es la de San Nicoló, una construcción medio bizantina destrozada por la modernización de unos vándalos.
—Es tarde, Hugo. Acabemos —le apremié.
Él se volvió a mirar los alrededores una vez más.
—Claro. No me fallarás, ¿verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Vamos, Daniel. Ya sabes que te estoy haciendo un gran favor. Hace más de diez años que tengo este almacén y nadie fuera de mi círculo lo ha visto. Hay a quien le gustaría conocer su localización exacta. A los ladrones, por ejemplo.
—Yo no conozco a ningún ladrón, Hugo.
—¿No me digas? Pues a la policía, entonces.
—No tengo nada que ver con ellos.
—Ya.
Massiter no dijo nada más y echó a andar en dirección norte. Daniel lo siguió.
—Tenía un primo metido en el negocio del cine —le explicó—. Trabajó en esa película… ¿cómo se titulaba? Bueno, da igual. La cuestión es que la rodaron en esa iglesia. Nos veíamos de vez en cuando.
Cruzaron otro puente.
—Un hombre necesita tener un puerto al que volver. En aquellos días, un sitio al que llevar a una mujer, o en el que fumar y tener intimidad. Y luego…
—¿Qué le pasó a tu primo?
—Murió. De accidente. Fue una tragedia. Me desilusionó profundamente.
Tomaron una calle estrecha y tras recorrer unos metros, se detuvieron ante una moderna puerta de metal que Massiter abrió rápidamente. Daniel le siguió. Una serie de luces fluorescentes se encendieron. Había una larga fila de cajas pegadas a la pared.
—Son de un amigo que se dedica al transporte —explicó—. No tiene nada que ver conmigo, ya sabes, pero esto… —avanzó por el pasillo y se detuvo frente a una vieja puerta verde cerrada con varios candados. Sacó unas llaves y comenzó a abrirlos maldiciendo lo mucho que le costaba. Entraron, encendieron una luz y Daniel vio una escalera estrecha de ladrillo con los peldaños de piedra gastada—. Yo creo que esto debió ser una bodega en su momento. A lo mejor remodelada a partir de una cripta. ¿Quién sabe? Cerraste la puerta de fuera, ¿verdad?, que no quiero tener que echar todos esos malditos cerrojos.
—Claro.
—Bien —dijo, y sacó algo del bolsillo que resultó ser una pequeña pistola—. Toma, llévala tú. Y si nos interrumpen, dispara.
Daniel se quedó mirando la pistola.
—Hugo, yo no tengo por qué usar esto.
—Por supuesto que sí —espetó—. ¿Qué pasa? Con una llamada podría hacer desaparecer todas las pruebas. No sería la primera vez, ¿sabes?
—Ya.
—¡Vamos, Daniel! —le reconvino Massiter—. Tú eres un impostor, un fraude. Estarías en la cárcel el lunes si hubieras seguido adelante con la tontería esa de desnudar tu corazón en público. Por favor, no te hagas el inocente conmigo.
Daniel miró la pistola.
—No pienso usarla.
—Entonces, sólo sujétamela.
Y echó a andar escaleras abajo. Daniel le siguió despacio dejando la puerta abierta, igual que había hecho con la de la calle. Seguía sin oírse nada. Giulia Morelli le había advertido que sería difícil que los dos llegasen a un tiempo. El arma era un peso frío en su mano.
Tras unos veinte pasos, el techo bajo desapareció y una bóveda de oscuridad se abrió sobre sus cabezas. Massiter encendió otro interruptor y Daniel tuvo que contener una exclamación de sorpresa. Estaban en el umbral de una vasta y abovedada cripta sostenida por un verdadero bosque de columnas, cada una terminada en un arco de ladrillo. El lugar estaba inmaculado, como si acabaran de barrerlo, y las piedras del suelo tenían un brillo apagado. Pegado a las paredes había una colección de objetos tapados con lienzos blancos: muebles, la forma rectangular de los cuadros y algunas otras siluetas que no podía reconocer. En el rincón más alejado, fuera de lugar, había una cama baja y moderna y siguió a Massiter hasta allí.
—Maldita sea —murmuró este. Las sábanas eran blancas y estaban arrugadas, y había una inconfundible mancha de sangre en el centro—. El problema de estos sitios secretos es que uno debe ocuparse personalmente de limpiarlos de vez en cuando. Olvidé cambiar las sábanas después de la discusión que mantuve con tu amigo Rizzo. Pero tampoco pensé que fuera a tener visita.
—¿Rizzo?
—Ah, no te dijo su nombre. Me refiero al chorizo que te vendió mi Guarneri. Él mismo me lo dijo al final, aunque yo ya me lo había imaginado, naturalmente. Nunca confíes en un veneciano, Daniel. Siempre acaban pegándotela.
Daniel no contestó y Massiter se echó a reír.
—No te preocupes, que no me has ofendido. Al final incluso te lo agradecí, porque me hizo darme cuenta de que tenía un alumno aventajado.
—Yo no…
—¡Por supuesto que no! Bueno, ¿y qué va a ser?
Uno a uno fue quitando los lienzos que cubrían sus tesoros.
—Tenemos una bonita colección aquí. ¿Oro ruso quizás, liberado por los nazis? ¿Un icono bosnio? ¿Un relicario de Bizancio, o una porcelana de Shanghái? No…
Cruzó la habitación y descubrió un cuadro de grandes proporciones, enmarcado en pan de oro. El artista era veneciano y le resultaba familiar. En él se representaban con una gracia fluida y primitiva a dos hombres desnudos luchando a muerte, uno de ellos blandiendo una daga plateada contra el otro.
—Tiziano —dijo Massiter—. Caín matando a Abel. Es mejor que el que hay en La Salute. Seguro que estás de acuerdo. Aquel fue un ensayo para esta maravilla final.
—¿De dónde sacas estas cosas, Hugo?
—¡Vamos, Daniel! Nunca debes preguntarle algo así a un coleccionista —le reprendió, y volvió a mirar el cuadro—. Yo simpatizo más con Caín, pero supongo que no te sorprende.
Daniel estaba entre Massiter y el túnel que conducía a la planta de calle, y creyó oír un ruido.
—¡Bueno! A ver si encontramos un regalito para ti. El Tiziano está fuera de toda posibilidad, por supuesto. Nos causaría un sinfín de problemas y no creo que estés preparado aún para organizar tu propia cueva del tesoro. Pero hay objetos con antecedentes mucho menos comprometedores. Es para ti, ¿verdad, Daniel? No pretenderás subastarlo, ¿no? Yo de vez en cuando vendo alguna pieza, pero me ofendería pensar que es sólo dinero lo que andas buscando.
Hubo un ruido inconfundible arriba. Ojalá Massiter no lo hubieras oído.
—¿Por qué tienes todo esto, Hugo? ¿Para qué te sirve aquí escondido?
Massiter parpadeó varias veces. Parecía no comprender la pregunta.
—Los poseo. ¿Qué otro uso necesito darles?
—¿Y a la gente también la posees?
—Si lo deseo, sí, y sólo si ellos acceden. No puedo tentar a los santos. Sólo voy donde me invitan. Precisamente tú deberías saberlo ya.
Daniel miró la cama.
—No estás pensando en tu regalo —le recordó Massiter, que había seguido la dirección de su mirada—. Eso es sólo una cama.
—¿Para qué?
—Una cama tiene muchos usos —contestó sonriendo—. Principalmente placenteros, al menos para mí.
—Dime una cosa, Hugo. La chica aquella de hace diez años… su cuerpo fue encontrado cerca de aquí. ¿Te la llevaste a esa cama?
—¿A Susanna Gianni? Por supuesto —se encogió de hombros—. O mejor dicho, lo intenté. Era preciosa y estaba en deuda conmigo. Y lo habría estado todavía más de no haber muerto.
Daniel iba siendo cada vez más consciente del peso del arma que tenía en la mano.
—No me malinterpretes, que aunque te he dicho que me gusta que peleen un poco, seguía viva cuando terminé. Y si hubiera seguido mi consejo y se hubiera tomado un poco de tiempo para recuperar la compostura, seguiría viva ahora. No fui yo quien la arrojó al canal. Yo no deseaba su muerte, Daniel. ¿Por qué iba a quererla muerta cuando le quedaban tantos usos y tan exquisitos? Además… —se puso la mano en la barbilla para ayudarse a encontrar las palabras correctas—, todavía no había terminado con ella. Seguía sintiéndome engañado, sinceramente. Había un misterio que aun sigue desconcertándome. En fin… —se acercó—. Tienes que elegir tu regalo. Para eso estamos aquí.
Daniel le miró a los ojos. No había emoción en ellos, ni humanidad.
—Por supuesto me gustaría recuperar el Guarneri, y la música que encontré. Las dos cosas.
—¡Ah! —exclamó—. Scacchi fue muy listo. Vio tu potencial mucho antes que yo. ¿Te habías dado cuenta?
Una ira desconocida en él le ardió por dentro.
—Un violín y una partitura, Hugo. ¿Mataste a Paul por algo así? A Paul, y al final, también a Scacchi.
Él se rio.
—¡Hombre, Daniel! No seas injusto conmigo. Los maté a los dos de una vez. Un fulano que trabaja para mí se coló en el hospital del Lido y asfixió a Scacchi mientras las idiotas de las enfermeras dormitaban. De todos modos, Paul y él estaban muy unidos, y habría sido un pecado dejar vivo sólo a uno. Lo vi claro la noche que fui a visitarlos. Al americano no fue fácil convencerlo, y no me dejó elección.
La rabia le había dejado mudo y a Massiter parecía hacerle gracia su reacción.
—No te enfades conmigo. Yo mismo habría matado a Scacchi por pura cortesía profesional, pero no me fue posible. Era un poco arriesgado. Pero no lo hice con malicia, no te vayas a creer. No podía permitir que se despertara y que contase a los cuatro vientos que había sido yo la visita inesperada.
—¿Pero por qué, Hugo? ¿Por qué fuiste a verlos? Eran gente sin importancia, y se estaban muriendo. Todo esto es indigno de ti.
—Me sorprende que tengas que preguntármelo. Tenía que ir porque me habían robado algo preciado para mí y no querían devolvérmelo. ¿Qué crimen puede ser mayor que ese? Me robaron, Daniel, y me engañaron, y yo no me lo merecía.
Daniel apuntó con la pistola a la cara de Massiter.
—Podría matarte, Hugo. Me importan una mierda las consecuencias.
—Ya lo sé. Pero no puedo darte el Guarneri, ni la música. No lo tenían ellos. Me dijeron que habían vendido las dos cosas. Bueno, me lo dijo Scacchi cuando ya le había dado al americano lo suyo para que soltara la lengua. Lo que pasó fue que, a aquellas alturas, habían hecho ya tanto ruido que no tuve más remedio que largarme. Oí pasos en la escalera y pensé que eras tú, así que no iba a quedarme, como tú comprenderás. Además era un treta, estoy seguro. Querían que me fuera de la casa. Pero también estoy convencido de que el instrumento no estaba allí. ¿Entiendes ahora lo del misterio? —le preguntó, dedicándole la mejor de sus sonrisas.
Daniel volvió a sopesar el arma. La boca del cañón estaba a unos centímetros de la cara de Massiter.
—¿Y bien? Que no tenemos toda la noche. ¿Cuál va a ser tu precio? El Guarneri no, por supuesto, porque no lo tengo. ¿Yo, quizás?
Daniel le miró a los ojos. Se estaba burlando de él.
—En cierto modo.
—¿Ah, si?
Era evidente que estaba disfrutando con todo aquello.
Se oyó ruido de pisadas en la escalera y Massiter se volvió con un movimiento muy teatral hacia la entrada. Giulia Morelli apareció en la bodega seguida por un hombre moreno vestido con vaqueros y camisa blanca que traía un arma en la mano.
—¡Teniente! —la saludó Massiter—. No habrá estado escuchando a hurtadillas, ¿verdad? Hay que ver qué costumbre más fea.
Giulia se acercó y le obligó a levantar los brazos para cachearle. Él los mantenía por encima de ella, divertido, y abrió su chaqueta para mostrarle una abultada billetera.
—¿Cuánto? Llévese lo que quiera.
—¿Qué?
—Querida, puedo sobornarla a usted, o a su superior. O al de él, ya que me pongo. Hay tantas pulgas chupándose la sangre unas a otras en esta ciudad… El orden de los parásitos me da igual. ¿Qué delito se ha cometido aquí que pueda interesarla? Un poco de contrabando no…
—Tres asesinatos, Signor Massiter —dijo ella—. Y Susanna Gianni.
—Ah, todavía sigue sin dejarla dormir ese caso, ¿eh? Pero si eso ya pasó a la historia.
—Es usted un hombre poderoso, pero esta vez no se va a ir de rositas a base de sobornos, así que mejor comportémonos con dignidad, ¿vale? Si nos vamos ahora a la comisaría, podremos evitar darle publicidad al caso.
—¿No me diga? Sería una pena desilusionarla.
Ella se movió nerviosa y Daniel miró a la escalera. Estaban solos, pero ella parecía esperar refuerzos.
—Tengo una paciencia limitada —le advirtió.
—¡Ah, hola Biagio! ¿Estás bien?
Ella miró a su compañero sin comprender.
—Sí, Signor Massiter —contestó Biagio bajando el brazo de la pistola.
—Me alegro. Sigo estando en deuda contigo por las noticias sobre lo de nuestro amigo Rizzo. Y por lo demás. Te estoy muy agradecido.
La cara de Giulia Morelli cambió por completo.
—¿Biagio?
Massiter bostezó.
—Por amor de Dios, hombre. Mata ya a esta zorra, que me aburre soberanamente.
Daniel vio que Biagio levantaba el brazo del revólver y saltó hacia delante, peleándose con su propia pistola. Massiter se abalanzó sobre él y le golpeó con fuerza en la nuca para tirarle al suelo.
La caverna retumbó con una explosión que les hirió los oídos y que reverberó escaleras arriba. Daniel levantó la mirada y vio a Giulia Morelli dando traspiés hacia atrás, con un agujero negro y perfecto en el tejido de su chaqueta oscura y algo líquido que salía por él. Biagio la observaba con atención, preparado para un segundo disparo si era necesario. Pero ella cayó con la espalda contra la pared y fue escurriéndose hasta caer al suelo. Abrió la boca y su garganta formó una palabra inidentificable antes de que un hilo de sangre le saliera por la boca y escurriera por su barbilla.
—Condenada mujer —maldijo Massiter, y tiró de Daniel para que se levantara. El arma volvía a estar en su lugar, que era la mano fuerte de Massiter—. ¿Qué demonios estabas haciendo, muchacho? ¿Hacerle el juego a ella en lugar de a mí, que soy el único que nunca te ha mentido?
La furia que vio brillar en sus ojos fue la de la mayor traición posible, más cruel que cualquier otra.
—Hice una elección Hugo —le contestó—. No la acertada, pero sí la mía.
—Y después de lo que te he dicho: que he matado a tus amigos, que mato a quien me da la gana, ¿tú tienes un arma en la mano y no haces nada?
Massiter miró la pistola y la puso contra la cara de Daniel. Se oyó un ruido que provenía de la pared de enfrente. Giulia Morelli gemía. Aún estaba viva, pero por muy poco.
—Eres un enigma para mí, Daniel. A veces pareces prometedor, pero otras… —Daniel no contestó y él de pronto sonrió, como si acabara de comprender algo—. ¡Claro! ¡Ahora caigo! Crees que estoy jugando contigo —el cañón de la pistola rozó su sien—. Piensas que te tiento con promesas vacías y con un cargador vacío. Ay, Daniel, Daniel… todavía no me conoces.
Alzó un poco más la mano, el dedo en el gatillo y se giró. La habitación volvió a estallar. Daniel vio la frente de Biagio abrirse delante de sus ojos por la fuerza del disparo prácticamente a quemarropa, y le vio salir hacia atrás por el aire. Cayó al suelo y se quedó inmóvil.
—Soy un buen jefe —dijo Massiter, contemplando el cuerpo caído—, pero la policía… con ellos todo se reduce a dinero.
El aire apestaba a pólvora y a sangre, y Hugo volvió a acercarse a él. Daniel cerró los ojos y no tardó en volver a sentir el cañón del arma en la mejilla.
—Podríamos deshacernos de todo esto —le dijo—. Bastaría con una llamada. Tengo gente que se ocupa de cosas así. Lo mejor sería estar fuera de Venecia durante un tiempo, lejos de la vida pública. Aquí todo pasa, con algo de tiempo y un poco de dinero.
Hubo una pausa.
—Te recompensaré —añadió—. Con mucho más de lo que has visto en esta habitación.
—Vete a la mierda —contestó Daniel, temblando—. Yo no soy como tú.
Massiter le agarró por el pelo y presionó más contra su mejilla.
—Todo el mundo es como yo. Es sólo una cuestión de proporciones.
Daniel intentó pensar en Laura. Y en Amy, magnífica en la nave de La Pietà, arrancando aquellas notas de su instrumento. Un mundo vivía dentro de su cabeza, organizado, completo. Un mundo que podía contenerle a él para siempre y al que Hugo Massiter nunca podría acceder.
Temblando pero sin miedo, Daniel Forster permaneció de pie en la cripta, dispuesto a morir, esperando hacerlo, sin atreverse a contar los segundos. Entonces, inesperadamente, la fuerza con que Massiter le sujetaba cedió. No hubo ruido alguno, ni dolor, ni oscuridad. Por fin Daniel abrió los ojos.
Hugo Massiter había abandonado el sótano sin hacer un solo ruido. Había dos armas en el suelo junto al cuerpo de Biagio. Al otro lado de la cueva Giulia Morelli permanecía inmóvil, apenas sin respirar ya.
Se acercó a ella y sacó el teléfono de su bolso sabiendo que tendría que salir para poder hablar. Le tocó la frente. Todavía tenía calor. Ella abrió los ojos.
—¿Daniel?
Su voz sonaba distante, débil, fantasmal.
—No hables. Massiter se ha ido. Estás a salvo. Voy a salir a llamar a una ambulancia. Te pondrás bien.
Ella se llevó la mano al pecho y se la miró después.
—No digas tonterías —le dijo, intentando sonreír—. Escúchame.
—No. Espera.
—Daniel…
Le agarró por un brazo y Daniel esperó. Algo le estaba pasando en los ojos. Se estaban apagando. La vida se le escapaba.
—Daniel…
Giulia musitó unas palabras ininteligibles y quedó en silencio para siempre.