Pedí, supliqué a tres gondoleros distintos que me transportaran al otro lado de aquel corto trecho de aguas negras, y por tres veces fui rechazado. Un hombre sin dinero deja de existir, y yo sólo tenía un objeto de valor en el mundo: la pequeña estrella de David que Rebecca me había puesto al cuello hacía ya toda una eternidad. Por fin decidí ofrecérsela a uno de ellos. La miró con desdén y con un gesto de la cabeza me indicó que subiera. No tenía elección. Mi única alternativa era recorrer los callejones de la parte de atrás de San Marcos, describir la amplia curva que los unía con el Rialto y luego bajar en dirección a Dorsoduro una vez más. No tenía tiempo que perder, pero sin aquel pequeño recuerdo de aquella otra parte de mi vida me sentía desnudo.
La tarde del mes de septiembre estaba acabando ya cuando me encontré en la callejuela que discurre junto al río y que conduce a la entrada trasera de Ca’ Dario. El aire seguía teniendo parte de la fetidez del verano, y verdaderos batallones de moscas se alzaban de los montones de basura que esperaban ser recogidos junto al agua. Desde los oscuros abismos que hacían las veces de entrada a las pensiones más sórdidas de la ciudad sentía que siniestras miradas se clavaban en mí. Todo apestaba en aquella ciudad, y yo sentía que el tiempo que me quedaba en ella se agotaba como la arena en un reloj, pero me dije que si conseguía arrancar a Rebecca de las garras de aquel diablo y ponerla a salvo, me postraría de rodillas y besaría terra firma para no volver a abandonarla jamás.
Pero tenía mucho por hacer y poco que emplear a mi favor para conseguirlo. Carecía de dinero, de armas, incluso de pian. Sólo me quedaba la esperanza de que Jacopo encontrara el modo de poner en libertad a su hermana.
Cuando me encontré frente a aquella fachada tan familiar para mí, con su bosque de curiosas chimeneas, su emplazamiento preeminente en el Gran Canal y el muro que la rodeaba, me di cuenta de lo imposible que era mi esperanza. Delapole había escogido bien su morada. Era, en cierto modo, una pequeña fortaleza. Por la parte de atrás había una entrada, y sólo otra más por la delantera. Al oeste quedaba el río, por el que únicamente una góndola podía pasar, además de que el muro de ese lado carecía de puerta, y al este quedaba una línea todavía más delgada de agua entre Ca’ Dario y el palacio contiguo, y por allí tampoco se podía acceder debido a la altura del muro. Era un lugar impenetrable, de modo que lo único que podía hacer era esperar. Y eso fue lo que hice, sentándome a la sombra del acceso al jardín vecino.
La doncella y el cocinero de Delapole se marcharon para no volver, a juzgar por lo que iban murmurando entre ellos sobre la cicatería de su amo cuando pasaron por delante de mí. Hasta aquel momento Ca’ Dario me había parecido una propiedad pequeña, y lo era en comparación con los palacios vecinos, pero no cuando se trataba de imaginar dónde podrían encontrarse exactamente las personas que lo habitaban. Tenía cuatro plantas, y cada una de ellas podía albergar seis u ocho habitaciones de tamaño normal. Yo sólo había visto el primer piso, con su hermoso salón con vistas al canal, y me resultaba imposible imaginar en qué parte de aquel castillo en miniatura podía estar Delapole ultimando los preparativos de su huida. Lo único que creía poder dar por cierto era que tendría prisa, pero una vez más, me equivocaba con él.
Dos hombres de rostro congestionado llegaron a la puerta y Gobbo los despidió con palabras desabridas y los bolsillos vacíos. Durante casi una hora no ocurrió nada más, y la paciencia empezaba a agotárseme. Si las autoridades iban a tomar nota de lo denunciado por Marchese, lo cual era bastante incierto tras lo ocurrido, pronto se presentarían allí. En cualquier caso, Delapole no podía tardar mucho en marcharse, así que saqué la cabeza del agujero en el que me había metido y consideré la situación. Ca’ Dario parecía inexpugnable, pero había una pequeña posibilidad de entrar. La casa poseía un modesto jardín en la parte trasera cuyo muro quedaba muy cerca del de su vecino antes de que el río terminase o se volviera subterráneo. Sobre el muro del palacio de al lado se veían las hojas de un jazmín, y un poco más allá, las ramas de un naranjo, con sus frutos aún pequeños y verdes.
Se me ocurrió intentar abrir la puerta de hierro del jardín que tenía a la espalda. Para fortuna mía estaba abierta y entré sin dilación. No había tiempo de pensárselo mucho. La casa parecía vacía. Trepé por el naranjo hasta llegar a lo alto del muro, salté y caí a un césped ralo de un rincón del jardín de Ca’ Dario. La sangre se me heló en las venas. Se oían voces, voces masculinas y ásperas cerca de allí. Me escondí tras un arbusto e intenté pensar. El ruido provenía de la parte delantera de la mansión, del embarcadero privado que la casa tenía sobre el canal. Si Delapole iba a marcharse, aquella iba a ser sin duda su ruta de escape. Estaba más a la vista que la trasera, pero resultaba menos accesible desde fuera del palacio. En cualquier caso, para salir de la ciudad necesitaba transporte marítimo, una embarcación que le trasladara a él y sus posesiones a tierra firme, o quizás a un barco de pasajeros.
Estudié mis posibilidades. La planta baja quedaba descartada, ya que todas las ventanas estaban enrejadas. El primer piso, donde se encontraba aquel hermoso salón en el que traicioné a Rebecca arrojándola en los brazos del inglés, quedaba fuera de mi alcance. Si pretendía entrar en la casa, tendría que ser por la puerta principal.
No había tiempo de darle más vueltas, así que me pegué a la pared, avancé junto al río hasta llegar al canal y me asomé. El espíritu veneciano me pareció una bendición en aquel momento. Había tres hombres sentados en la popa de la embarcación con varias maletas. Unas espirales de humo ascendían sobre sus cabezas. Maldecían los caprichos de los ricos que pedían un barco para las cinco y ni siquiera a las seis embarcaban.
Uno murmuró:
—A lo mejor se está dando un revolcón con esa muñequita. Hay que entenderlo, ¿no os parece? Seguro que no están ahí arriba rezando el rosario.
El corazón se me encogió. Mientras ellos seguían hablando, yo avancé sin hacer ruido pegado a la fachada de mármol blanco del edificio hasta llegar frente al muelle y me colé bajo el arco de la entrada. Nadie me vio. Una vez dentro, me detuve un instante para ordenar mis pensamientos. Había un mazo al pie de la mugrienta escalera que conducía hasta la casa. No quería encontrarme con Gobbo ni con Delapole desarmado, y puesto que no era probable que encontrara otra cosa, lo cogí y calibré su peso. Subí los peldaños de dos en dos y llegué al corredor por el que se accedía a la habitación principal. Los hombres de abajo habían dicho que Delapole y Rebecca estaban arriba, pero no tenía ni idea de dónde podía estar Gobbo. Entonces oí algo que me hizo empuñar el mazo con las dos manos y contener el aliento. Desde la planta de arriba, distante pero inconfundible, oí la voz intensa del violín de Rebecca, y por debajo la voz fría de Delapole.
Debían estar directamente sobre mi cabeza, en el piso superior. El suelo de madera crujía con lo que debía ser el ir y venir de Delapole. Un único tiro de escalera me separaba de Rebecca y de nuestro destino. Volví a escuchar, pero no oí nada más. Quizás Gobbo había salido. Al parecer estábamos solos, con la única compañía de los marineros de abajo, y ellos no entrarían en la casa a menos que los llamasen.
Metí el mango del mazo en mis pantalones y sujetando la cabeza de hierro contra mi estómago, subí por la escalera, paso a paso, escuchando aquellos dos sonidos, el del violín de Rebecca y la voz de Delapole. Al final de la escalera había un descansillo mal iluminado con una larga cortina de terciopelo que enmarcaba el acceso a la estancia. Vi brevemente la espalda de Delapole al pasar por mi campo de visión. A Rebecca no podía verla. Di un par de pasos pegado a la pared hasta llegar la final de la cortina. Luego aparté un poco la tela y la vi por fin. Estaba sentada con el instrumento en los brazos, con una única hoja puesta en el atril que tenía delante. Delapole andaba en círculos alrededor de ella, como si fuera una especie de maestro, y yo no alcanzaba a comprender qué clase de juego era aquel.
—Todavía no —decía el inglés—. Hay algunas frases que desaparecen antes casi de haberse oído, y eso es algo que debemos evitar a toda costa.
—Señor —le respondió Rebecca, que parecía agotada—, estoy cansada. Creía que íbamos a marcharnos esta noche.
—Cuando Gobbo encuentre a tu hermano. Échale la culpa a él, y no a mí. Les daremos treinta minutos más y nos marcharemos. Mientras tanto, quiero seguir disfrutando de mi juguete nuevo. ¡Vamos, muchacha! ¡Toca!
—Estoy cansada —insistió—. No voy a tocar más.
Delapole se agachó junto a su silla.
—Yo creo que deberías complacerme, querida. Es por tu propio interés. Con tu talento y mi… perfeccionamiento, ¿quién sabe hasta dónde llegaremos?
—No deseo seguir —contestó ella, y dejó con cuidado el violín en su funda.
—Ah —dijo él, y la miró con una expresión que tiempo atrás yo habría interpretado que era de amabilidad. Ya no—. Entonces me entretendré de otro modo.
De un tirón la levantó de la silla y la lanzó al suelo. Rebecca gritó, y no porque temiese sus intenciones, sino de dolor. Aquella bestia no se daba cuenta. Se estaba desabrochando los botones y de un manotazo le levantó el vestido y acarició su cuerpo con lascivia. Apreté el mango del mazo en mis manos y lamenté no saber si Gobbo había vuelto ya con Jacopo. Íbamos a tener una única oportunidad de escapar de sus garras, y aunque no iba a permitir que Delapole la maltratara otra vez, si me veía en la necesidad de golpear, lo haría de tal modo que nos garantizase la libertad.
Entonces Rebecca hizo algo inesperado: arrastrándose se separó del inglés para escupirle a la cara. Él se limpió su saliva con una sonrisa que parecía prometer venganza a tal afrenta.
—No volverá a tocarme —dijo Rebecca con frialdad—. Soy capaz de arrancarle los ojos si lo intenta. Estoy dispuesta a tolerar la charada de su talento por la seguridad de mi hermano y de Lorenzo, pero del resto ya se puede ir olvidando. Llevo en mi seno un hijo de Lorenzo y no pienso permitir que lo envenene.
Las palabras de Marchese me volvieron inmediatamente a la memoria y sentí que me quedaba sin fuerzas, tanto que tuve que apoyarme en la pared para no desfallecer.
El inglés se levantó abrochándose el pantalón.
—Un hijo de Lorenzo, ¿eh? Qué encanto. No me lo habías mencionado, cariño.
Ella se bajó el vestido y permaneció sentada en la alfombra, rodeándose las rodillas con los brazos.
—Pues se lo digo ahora. No pienso permitir que su veneno manche a esta criatura.
—Un niño —repitió, aparentemente sereno y pensativo. Intenté que Rebecca me viera, pero no lo conseguí. Tendríamos que actuar juntos para liberarnos de él.
Delapole se acercó a la ventana y dejó vagar la mirada por el canal.
—No creía tener que enfrentarme tan pronto a esta situación, pero tú me has arrastrado al lecho de Procusto antes de que esté preparado para ello. Qué lástima.
Rebecca se levantó despacio y se acercó a la puerta, pero seguía sin verme.
—Es tarde —dijo—. Deberíamos irnos.
—Oh, no. Ahora tenemos otro asunto que liquidar antes de marcharnos. Tú me lo has pedido. Un niño…
Su expresión me dejó helado. Parecía sereno y distante, como si otro Delapole que viviera bajo su piel hubiera reclamado su turno.
—Alguien viene —dijo Rebecca—. He oído ruido en las escaleras.
No se oía absolutamente nada. La casa estaba silenciosa como una tumba. Rebecca no podía acercarse más a la puerta sin dejar clara su intención de salir. Yo esperé, dispuesto a actuar.
—Y yo no le he pedido nada —añadió—. Sólo un poco de decencia.
—¿Ah, no? Vamos, Rebecca. Admite la verdad, porque los dos la conocemos. Hay sólo una mujer en el mundo. Puedes llamarla Eva, o Lilith si lo prefieres. Una mujer que le arranca la vida a los hombres apoderándose de su semilla y utilizándola para alimentar a la muerte en su propio cuerpo. De haberlo sabido antes, te habría arrancado ese pequeño demonio del vientre antes de que empezase a crecer, pero entonces no habríamos podido disfrutar del placer de nuestra mutua compañía, y habría sido una pena.
—Señor…
Él dio dos pasos hacia delante y yo apreté el mango del mazo entre las manos, mirándole como un halcón.
—¡Silencio! No lo permitiré —le gritó, y de la chaqueta sacó algo que me horrorizó. En la mano derecha tenía un cuchillo largo y delgado, como el de un cirujano—. Siempre me obligáis a acabar del mismo modo. Siempre el mismo engaño y siempre la misma cura. Ahora estate quieta y todo será más fácil. Verás como…
Delapole avanzó hacia ella y yo salté de detrás de la cortina blandiendo aquel arma burda en mis manos.
—Lorenzo —dijo él, mirándome extrañado—. Una intromisión tan grosera no es propia de ti.
El mazo le golpeó en el hombro derecho y el cuchillo cayó al suelo. Yo le di una patada y fue a parar resbalando a un rincón de la estancia. Delapole cayó de rodillas echándose mano a la manga de su camisa blanca en la que un único punto de sangre empezó a crecer con rapidez.
Rebecca miraba inmóvil al inglés, y yo la cogí por un brazo.
—Tenemos que irnos. Ya.
—¿Dónde está Jacopo? —me preguntó.
Yo no podía apartar los ojos de Delapole. Estaba allí sin quejarse, sin hablar, como si su dolor fuera algo lejano, únicamente molesto.
—No lo sé. Se suponía que tenía que estar aquí, ayudándote a escapar. Pero la casa parece vacía.
—¿Pues dónde va a estar? —intervino Delapole—. Muerto, muerto, muerto. Buen chico, ese Gobbo… —se rio, y para mi sorpresa se levantó y sacudió el brazo ensangrentado como si con ello pudiera hacer cesar la hemorragia—. Con un judío es más que suficiente, muchacha. ¿De verdad creías que iba a darle de comer también a él? Gobbo ha ido a buscarle, pero no para traerle aquí. Y ahora, volviendo al asunto que nos ocupaba…
Con el brazo sano recogió el cuchillo y volvió hacia nosotros fintando en el aire, con el otro brazo colgando, desencajado del hombro.
—Lorenzo… —susurró Rebecca—. No puede ser…
—Yo he visto lo que es capaz de hacer —contesté—. ¡Vamos, corre!
Pero Rebecca fue hasta la chimenea en busca de un largo atizador que allí había.
—No sin ti —contestó—. Y sin mi hermano, tampoco.
Delapole parecía no poder decidir a quién de los dos atacar primero. Estaba allí plantado y sonreía, como si todo aquello no fuese más que un juego.
—¿No vas a marcharte? —preguntó—. Bien. Me gusta ese espíritu. Me gusta…
Me lancé sobre él, pero Delapole se echó hacia un lado y hendió el aire con aquel cuchillo con tanta fuerza y velocidad que nadie diría que estaba herido. Cuando vi avanzar aquella hoja metálica hacia mí, tiré de la cortina de terciopelo y vi cómo el tejido se rasgaba y la hoja penetraba como un escalpelo en la carne tierna. Empuñé el martillo y lo estrellé contra su cara. Fue un golpe corto, que haría poco daño. Delapole retrocedió dando traspiés, perdiendo el equilibrio, y Rebecca le golpeó con el atizador. Él se echó mano a la cabeza y maulló como un gato herido antes de caer de rodillas.
—¡Vamos! —grité—. Que la ciudad se ocupe de este demente.
La cogí de la mano y miré su cara preciosa. En aquel instante estábamos más cerca de lo que lo habíamos estado desde hacía días. Rebecca echó a andar, pero la criatura que había en el suelo rugió:
—¡No!
Vi que aquella hoja endemoniada volaba por los aires. Rebecca gritó y cayó al suelo agarrándose una pierna. La hoja se le había clavado en el muslo, y una sangre oscura le manchó el vestido. Agarré la empuñadura y tiré antes de levantar la falda. Se había abierto una herida por encima de la rodilla y sangraba mucho.
Arranqué una tira del borde.
—Átatelo fuerte. Reducirá la hemorragia. ¡Tenemos que irnos ya!
Ella no me miró. Tenía los ojos clavados en un punto a mi espalda, y sin volverme supe lo que era.
—Lorenzo… —gimió el inglés, y me alegró oír dolor en su voz.
Me volví. Estaba hecho una pena, con un brazo y la cabeza sangrando, pero seguía de pie y firme como un soldado en un desfile, y supe que se lanzaría sobre mí, con arma o sin ella, de un momento a otro.
Cubrí a Rebecca con mi cuerpo.
—Eres un tipo testarudo, inglés —le dije—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Romperte las piernas para que no puedas andar?
Él asintió con aquella sonrisa que tan bien le conocía.
—No. Vas a tener que matarme. O esperar a que yo te haga ese honor. Hoy. Mañana. A la semana que viene. El año que viene. No me importa. Tengo todo el tiempo del mundo.
El martillo estaba en el suelo entre nosotros dos. Le había perdido la pista después de que Rebecca le golpease, pensando que ese era el fin. Él hizo ademán de recogerlo, y yo no podía creerme que volviéramos a pelear.
—Estás loco —dije, e intenté calibrar si podríamos salir de la habitación—. A lo mejor tienes suerte y te mandan al manicomio y no al cadalso, que es donde debes ir.
—Ay, el postre no siempre lo disfruta quien debiera.
Cayó junto al martillo y yo de una patada lo alejé de su mano. Él se revolvió y volvió a mirarme, aún sin dejar de sonreír.
—Tu concepto del triunfo es muy limitado, Lorenzo —me dijo—. Como el de todos los italianos.
—Nos vamos.
—¡No!
No quise escuchar más y cogí a Rebecca por la cintura. Parecía a punto de desmayarse del dolor.
—¡Lorenzo! —ladró Delapole—. Pregúntale quién es el mejor en la cama. Pregúntale quién tiene la lengua más ágil y quién sabe encontrar los mejores bocados. Pregúntale quién la lleva mejor al borde del éxtasis y la obliga a implorar para que le permita alcanzarlo. Pregúntale de quién es el hijo que lleva dentro…
Ella gimió y me miró con los ojos muy abiertos, con unos ojos que no podían mentir.
—Eres un idiota —continuó él—. ¿Acaso piensas que un violín como ese no tenía un precio? Se lo puse en el regazo y poco después fui yo quien ocupó ese lugar. Aunque he de admitir que su origen y sus talentos eran un secreto para mí hasta que tú me los desvelaste.
La miré a los ojos buscando una negativa, y ella no dijo nada pero se apartó de mis brazos.
—Pobre Lorenzo —se burló Delapole—. Y ahora…
Ya no oí lo que dijo a continuación. Una ira ciega y sorda me estaba sofocando. Si aquello era lo que Delapole quería, así iba a ser.
—Y ahora, voy a poner fin a todo esto —contesté, y cogí el martillo.
Ella me vio, y por razones que en un principio no comprendí, se unió a mí con el atizador. Allí, en el segundo piso de Ca’ Dario, masacramos al hombre que conocíamos como Oliver Delapole, metódicamente, con el martillo y el cuchillo, tan concienzudamente como él debió asesinar a aquellas mujeres que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino. Golpeamos y cortamos a un ritmo constante que llenó el aire con olor a sangre y a carne hasta que el espíritu de aquel demonio desapareció para siempre de la faz de la tierra. Supe en aquel momento que nunca volvería a cerrar los ojos y a verlo todo negro y vacío, y que en aquel lugar se quedaría para siempre aquella mancha roja y el sonido del metal al chocar contra la carne.
Se reía de nosotros entre golpe y golpe. Aquello estaba siendo una transformación para nosotros dos y él la había obrado. Hacia el final, cuando la sangre se le había acumulado de tal modo en la garganta que apenas podía hablar, murmuró algo. Fue sólo después, una vez nos habíamos quitado ya la ropa cubierta de sangre y pretendíamos salir de una vez de aquella casa maldita, cuando creí entender lo que había dicho. Era una cita, aunque a aquellas alturas mi estado era tan febril que pude haberlo imaginado todo. Las palabras eran del poeta inglés Milton, de su obra Paraíso Perdido:
Quien vence por la fuerza,
vence sólo a la mitad de su enemigo.
Sólo parte de Oliver Delapole murió aquella tarde en Ca’ Dario. El resto sigue vivo dentro de nosotros, como una infección que circulase por nuestra sangre, contaminándola con su semilla infernal. Haciendo de nosotros sus asesinos, nos conquistó. Rebecca se unió a mí en aquella carnicería para poder compartir conmigo la vergüenza.
Lo comprendí todo en aquella habitación junto al Gran Canal, cuando el día veneciano daba paso a la noche. Desquiciado, desesperado, me acerqué al ventanal que daba al agua, como si pudiera encontrar la redención al otro lado del cristal. Y allí me encontré con la visión más extraña que alguien pueda imaginar. No era de la Venecia que yo conocía y había llegado a odiar, íntima, despiadada y fría como una tumba. Otro espectáculo fue el que apareció ante mis ojos, tan disparatado que tuve la certeza de que me había vuelto loco. Las góndolas con los farolillos que las hacían parecer luciérnagas sobre el agua habían desaparecido y en su lugar veía una multitud de embarcaciones, navíos enormes que colmaban el canal transportando montones de individuos vestidos del modo más curioso. A su alrededor pululaban otros botes más pequeños, aunque mayores que las góndolas y dos veces más rápidos, pero sin remeros a la vista.
El horizonte de la ciudad se perfilaba sobre una especie de aura de luz amarilla, pero demasiado brillante para que la proporcionara una antorcha, ni aun la más grande de todas. Unas insólitas estructuras que parecían esqueletos de grandes bestias se cernían sobre la parte occidental de San Marcos como si quisieran devorar los edificios con sus mandíbulas gigantes. Tenía que ser otro mundo lo que yo estaba viendo a través de las ventanas de cristal emplomado de Ca’ Dario, un mundo al mismo tiempo conocido e inalcanzable…
Sentí que la sangre se me volvía barro en las venas y que dejaba de respirar. Tenía ante mí una imagen del paraíso o quizás una visión del infierno que se avecinaba. Paralizado, sin saber qué le estaba pasando a Rebecca, me quedé clavado en el sitio deseando poder estirar el brazo y tocar aquella aparición que vivía y respiraba en algún punto del universo ignorando mi presencia. Al menos eso creía yo.
Pero de pronto, frente a mí, en la popa de uno de esos enormes barcos de hierro, unos ojos me miraron. Era una niña vestida de blanco que no podía tener más de diez años y a la que la maldición de poseer un tercer ojo debía haberle alcanzado, igual que a mí. La niña miró hacia arriba y se encontró conmigo a través del abismo que nos separaba. Aquel fantasma del futuro me vio. Y lo que pudo ver de mi persona la aterrorizó.
Una vida es insuficiente. Hay algunos de nosotros que tenemos tantas culpas que expiar que la sucesión de años de una vida resulta insuficiente. Vi su expresión de terror, me miré las manos manchadas de sangre y rugí como lo haría una bestia.