En espera de la llamada

Giulia Morelli entró sin llamar la atención en la recepción que se había organizado después del concierto en la planta baja del Londra Palace, cerca de donde se había celebrado la conferencia de prensa aquella misma mañana. Daniel no estaba, y Massiter tampoco. Charló brevemente con la violinista, que parecía alterada, quizás sobrepasada por todo aquello. Apenas hubo un instante en el que pudiera hablar con ella a solas, si es que hubiera podido mantener una conversación medianamente racional después de las copas de prosecco que la joven se había tomado y que parecía dispuesta a seguir tomando. Amy Harston no tenía ni idea de dónde podían estar Daniel o Massiter. Giulia la oyó hablar de la perfidia de los hombres y de lo mucho que detestaba la música, y se preguntó si podía ser la misma persona que los había encandilado a todos aquella misma noche. Los músicos eran gente muy extraña.

Cuando la fiesta empezó a aburrirla, salió a la calle y se quedó junto a la parada del vaporetto para fumarse un cigarrillo. Eran las once. Los turistas empezaban a abandonar los cafés de la plaza y el ruido de las orquestas que interpretaban de cualquier manera música clásica y de jazz, había cesado. La noche empezaba a enseñorearse de Venecia.

A las doce menos cuarto empezó a sentirse inquieta y sin pensar sacó el móvil de su bolso, lo que le hizo acordarse de Rizzo. Rizzo, tan amenazador y tan fácil de asustar en realidad. Su muerte era casi una afrenta para ella, una muerte acaecida antes de que hubiera podido sacar de él todo lo que podía obtener.

Miró el teléfono. A lo mejor Biagio no podía llamar. En otra ciudad, en otra clase de cuerpo, no necesitaría andarse con esas historias. Podría confiar en sus compañeros, organizar un equipo. Pero Venecia era distinta. Una ciudad en la que las fronteras siempre eran difusas. Hasta que tuviera en la mano lo que buscaba no podía correr riesgos.

Giulia tiró el cigarrillo a las aguas de la laguna y lo oyó apagarse con una especie de silbido.

«Llámame, Biagio. Llámame».

Habían dado las doce en el campanile cuando sonó el teléfono. Se equivocó al intentar descolgar y maldijo su propia impaciencia.

—¿Sí?

—No se lo va a creer —dijo Biagio, y su voz sonó áspera y distante—. Lo tenemos casi en la puerta.

—¿Y Forster?

—Con él. Los dos están dentro ahora. Queda cerca de San Nicoló Mendicoli. Puedo esperarla fuera. No hay nadie por aquí.

Intentó imaginarse el lugar. Conocía aquella iglesia. Era pequeña, medieval, junto a un río estrecho, al sur de Piazzale Roma. En un taxi tardaría diez minutos en llegar, no más.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó Biagio.

Su pregunta era una forma de pasar de puntillas sobre la verdadera pregunta que ambos tenían en la cabeza. Dos hombres, los dos de la misma reputación, habían entrado en un edificio de una parte remota y casi desierta de la ciudad. No podían pedir refuerzos porque no había nada de lo que informar. O peor aún, sí que lo había, pero podía llegar a oídos inoportunos.

—Espéreme —le ordenó—. Dentro de un cuarto de hora llame, informe de que hay algo sospechoso y pídales que nos den algo de tiempo antes de intervenir.

—De acuerdo —contestó Biagio, y su voz sonó insegura. No estaba de servicio. Había dicho que se encontraba enfermo, lo cual era correr un gran riesgo, y tendría que protegerle si las cosas salían mal.

—Biagio, no se preocupe —le dijo—. Yo me haré cargo de todo, ¿de acuerdo?

—Usted manda.

—Cierto. Usted haga esa llamada tanto si yo he llegado como si no. No tardaré.

—¿Y luego?

—Luego… abriremos un par de ataúdes —dijo—, y ya veremos qué encontramos debajo del polvo.