Notas disonantes

Delapole tenía razón en una cosa: los venecianos pueden ser gentes muy desagradables cuando se les molesta. Los mensajes que yo había depositado en las fauces del león habían surtido efecto. En ellos no acusaba a Delapole del asesinato de mi tío Leo, porque tal acusación sería difícil de mantener sin pruebas, y el resultado de algo así sería contraproducente para mí. En su lugar elegí un asunto que ningún funcionario de la República que se preciara sería capaz de guardarse para sí: la autoría del concierto misterioso.

Mis mensajes decían, de modo distinto cada uno de ellos, que Delapole iba a reclamar la autoría del concierto, buscando con ello engañar a la ciudad. Sugería también en ellos que era un ladrón e incluso algo peor, y que iba a cometer su delito con el fin de desplumar a los venecianos y huir después al abrigo de la noche. Para demostrar mi acusación pedía que algunos de los asistentes al concierto reclamasen al inglés una prueba de su autoría cuando apareciera en el podio con la orquesta de Vivaldi. Que le pidieran, por ejemplo, que dirigiera a los músicos en la obertura del concierto. Si era capaz de hacerlo, podrían aclamarlo; de lo contrario, la ciudad tendría elementos de juicio para extraer sus propias conclusiones y actuar de acuerdo con ellas.

Cuando escribí aquellos mensajes tenía el convencimiento de que Marchese estaría ya en la ciudad dispuesto a arrestar al inglés. Menuda intuición la mía. Pero aquello estaba siendo una partida de ajedrez con piezas humanas, y un movimiento defensivo podía adelantar varios pasos el resultado de la partida. La gente estaba enfadada, y el asesinato de Marchese había agriado todavía más su carácter. Se estaba extendiendo el rumor de que el anhelado concierto no se iba a tocar y Delapole, en lo alto de la plataforma, iba y venía de un lado para otro con nerviosismo, contemplando la perspectiva de que su momento de triunfo quedase convertido en una catástrofe.

—¡Música, maestro! —gritó un bromista—. ¿O es que le ha comido la lengua el gato?

Delapole miró al acusador y buscó refugio en el otro lado de la plataforma, pero tampoco allí le fueron bien las cosas. La multitud estaba inquieta. Vivaldi permanecía de pie, inmóvil, y la orquesta pasaba las páginas de la partitura sin saber muy bien qué hacer. Entonces un borracho se encaramó a la plataforma y le quitó a una violonchelista la primera página de la partitura.

—¡Esto no es el concierto! —gritó—. Sé muy bien lo que pone en esta página. Nos han robado. ¡Van a tocar algo del cura rojo, y se me sale su música por las orejas!

Vivaldi miró a Delapole. El inglés, con una sonrisa helada en la cara y abucheado por todos, se acercó al borde de la plataforma y pidió silencio.

—Damas y caballeros… —rogó.

Un grupo de trabajadores del Arsenal, bastante cargados de licor, se habían reunido delante de él para divertirse a su costa.

—¡Vamos, empezad ya de una vez, cuerpo de Dios! —gritó el más corpulento—. ¡Que hemos venido aquí a escucharlas a ellas, y no a ver a su merced yendo y viniendo como un gallo en busca de gallina!

—Y así lo haremos, señor —contestó Delapole—, en su debido momento.

—¡Y queremos esa música nueva —gritó otro—, y no la bazofia esa de la que estamos hasta la coronilla!

—Ojalá pudiera complacerles —contestó Delapole, bajando la mirada.

Al oírle esas palabras la multitud guardó silencio, a la espera de sus explicaciones.

—Es voacé quien la ha escrito, ¿no? —preguntó otro del grupo—. Vive Dios que está en su mano complacernos.

El inglés abrió de par en par los brazos.

—Había prometido no revelar esa información, pero sí, yo soy su autor —declaró, ofreciendo la mejor de sus sonrisas, pero no hubo ni un solo aplauso.

—¡Entonces, demuéstrelo! —gritó el otro—. ¡Que sea voacé quien dirija a las chicas y terminemos con esto!

Delapole movió apesadumbrado la cabeza.

—Nada me complacería más, créame, pero hemos sido víctimas de un acto criminal. Nos han robado el trabajo y no ha quedado tiempo material para reproducirlo y que la orquesta pudiera tener su partitura. Será la próxima semana, lo juro. Tocaremos entonces y de balde para todos aquellos que ya hayan pagado hoy.

La gente se mostró todavía más hosca al oírle decir aquello.

—¡Nos han robado! —insistió Delapole—. Y ha sido ese bastardo de Scacchi, capaz de asesinar a su propio maestro, que además era su tío. Lo asesinó precisamente para robar mi manuscrito de la caja fuerte de su amo, que era donde estaban las copias para el concierto de hoy. No tenemos nada con lo que estas criaturas puedan trabajar. ¿Qué otra cosa puedo hacer que no sea pedirle a mi querido amigo Vivaldi que interpreten algo para distraernos mientras yo me quemo los ojos para recrear lo que ya escribí una vez?

—No nos importa lo que viajé tenga que hacer —volvió a la carga el hombre—. ¡Demuéstrenos lo que sabe! Hágalas tocar.

La compostura del inglés se resquebrajó ante aquella provocación.

—Verá vuestra merced… yo no conozco la obra tan bien como mi amigo, y no le haría justicia.

La gente estaba disfrutando de lo lindo con todo aquello.

—¡Por amor de Dios! —gritó alguien—. Vuestra merced es el compositor, ¿no? Si ha podido escribir esa maravilla que hemos oído antes, podrá hacer que las chicas toquen algo mucho más sencillo.

Delapole miró con nerviosismo a Vivaldi.

—Sería una impertinencia para mi amigo.

El cura rojo se levantó de su asiento, y acercándose a Delapole le puso su batuta en la mano.

La multitud rugió.

La orquesta se preparó, esperando a que su batuta las dirigiera. Delapole debió darse cuenta de que no tenía escapatoria porque dándole la espalda a la gente, hizo un gesto con la mano y se lanzó a la interpretación.

No sabría decir con exactitud lo que ocurrió después. No sé si fue él quien no consiguió dirigir a la orquesta, o fueron las jóvenes quienes no lograron entenderle. Sólo Rebecca conocía su verdadera naturaleza. El resto supongo que debió percatarse de su incapacidad en cuanto decidió llevar aquella charada demasiado lejos, porque todo quedó descubierto en cuanto le vieron gesticular inútilmente ante la orquesta. Delapole podía ser el compositor del concierto anónimo lo mismo que cualquiera de aquellos que se burlaban de él desde la audiencia. Era un farsante, y pretender implicarlas a ellas en su engaño sólo consiguió sellar su perfidia.

La orquesta tocó tan mal como le fue posible pero no hasta el punto de perder la dignidad. Ni una sola nota estuvo desafinada o duró más o menos de lo debido, pero cada instrumento hizo su entrada una fracción de segundo más tarde o más pronto, de modo que el movimiento fue acelerándose o retrasándose hasta acabar en una cacofonía desbocada que no conducía a ninguna parte, como un tiro de caballos que hubiera perdido a su conductor.

La muchedumbre empezó a pedir sangre. Gobbo subió a la plataforma de un salto y le dijo algo al oído a su amo. Supongo que se había dado cuenta de que Marchese podía haber hablado con alguien antes de morir y sin duda las autoridades se interesarían por lo ocurrido con el concierto. Y si además alguna otra información había llegado a sus oídos, bien podría conducirlos en breve al palacio del Dux donde serían invitados amablemente a hablar un poco de su pasado.

Desde el lugar en que me hallaba oculto en el Arsenal, oía la barahúnda de la gente, y ello me dio la oportunidad de salir, aún medio empapado, y llegar hasta la línea del agua para acercarme con sigilo a la iglesia. Nadie miraba hacia atrás en aquel momento. Canaletto bien podría haber retratado aquel instante y hacerlo parecer una ceremonia de pompa y boato de la República. Desde aquel lugar alejado nadie podría ver el odio que corría como la pólvora entre aquella masa de gente, o imaginar qué macabro final se estaba cociendo en el alma envenenada de Delapole.

De repente el foco de atención cambió. Alguien se movía, pero era imposible ver nada. Algo estaba sucediendo en la parte delantera del estrado. Vi un retazo de la ropa de seda de Delapole y algo más que me pareció el vestido negro de una integrante de la orquesta de Vivaldi. Habían echado a correr hacia la laguna y estaban subiendo a una embarcación que aguardaba. Sin importarme quién pudiera verme, corrí hasta el muelle. Allí, bajo una lluvia de huevos, fruta podrida y otros objetos menos dañinos, el inglés abandonaba Venecia. Gobbo iba sentado a su izquierda y a su derecha, envuelta en su capa, iba Rebecca, su cara pálida como la luna y el violín en su funda bajo el brazo.

Delapole esperó a que la barca estuviera fuera del alcance de los proyectiles para ponerse en pie en la popa y levantar un brazo a modo de saludo. Luego dio órdenes a sus hombres de que remasen con fuerza en dirección a La Salute. El inglés permaneció de pie donde estaba, sin encogerse, sin bajar la mirada, sonriendo, y mi imaginación me hizo pensar que su mirada no abandonó mi rostro ni un instante.