El circo que se había montado llegaba hasta las escaleras de La Pietà, donde se habían amontonado las cámaras y aquellos rezagados que intentaban conseguir una entrada a cualquier precio. Dentro de la iglesia reinaba la excitación en voz baja. La orquesta, de negro riguroso, estaba ubicada al fondo de la nave, con Fabozzi subido a una plataforma de altura exagerada. Amy estaba sola, entre él y las filas en las que se apretujaba la audiencia.
Daniel entró acompañado de aplausos que aceptó con un esbozo de sonrisa, inclinó levemente la cabeza hacia Fabozzi, luego hacia Amy y por fin hacia la orquesta, y luego ocupó su lugar junto a Massiter en la primera fila. Giulia Morelli estaba sentada tres bancos más atrás, y al verle volverse lo miró sin sonreír. Un ruido, el de la batuta de Fabozzi golpeando el atril, señaló el comienzo del concierto. Luego Daniel cerró los ojos y por primera vez en su vida, se dejó envolver por el trabajo conocido como Concierto Anónimo, perdiéndose en sus temas y en su complejidad.
En Ca’ Scacchi, mientras transcribía las notas del manuscrito, oía en su cabeza una serie de voces de violín y viola, de violonchelo y oboe, cada una distinta y peleando por encontrar su lugar en el conjunto. Era increíble que una mente humana fuera capaz de abarcar la claridad individual de cada instrumento por separado y conciliarlas después simultáneamente para obtener una creación global y armoniosa, de una magnificencia incomparable que iba más allá de la suma de cada parte. La verdadera identidad de aquel compositor volvió a fascinarle. No era Vivaldi. Había demasiados elementos modernos en la pieza para serlo, y si la fecha de la cubierta era la correcta, tenía demasiada energía para ser el trabajo de un hombre de alrededor de cincuenta años, cerca ya del final de su vida.
Tampoco era trabajo de ningún otro compositor conocido. De eso estaba seguro. Y no existía ningún otro concierto escrito por la misma mano. De existir, sería de sobra conocido. Aquella composición había surgido de una inspiración súbita que luego debía haber desaparecido, o que se había visto apagada por una desgracia o por el destino. Había también un elemento más que le sorprendía. El concierto le dejaba una especie de regusto a distancia, a alienación, como si el compositor hubiera escuchado atentamente a Vivaldi y después de absorber su trabajo, con un enorme sentido de la ironía y del buen humor, hubiera transformado ese conocimiento en algo similar pero distinto. Era el acto de un admirador, no de un acólito. Seguramente nadie cercano a Vivaldi se hubiera atrevido a seguir tan de cerca sus pasos y con una brillantez tan impertinente.
Daniel abrió los ojos y vio a su alrededor rostros atónitos. Amy había iniciado su primer solo y la voz de su antiguo Guarneri ascendía hasta el techo de La Pietà con una belleza salvaje e indómita que lo llenaba todo. Recordó entonces las palabras que le había dicho Massiter e imaginó que quizás Amy pensara que podía ganarse la libertad a través de la música, tocando como no lo había hecho nunca. Embelesado observé la concentración de su hermoso rostro mientras avanzaba por las notas con el Guarneri pegado al cuello como si formase parte de su cuerpo. Una vez la lenta y melodiosa apertura había dado paso a la fuerza creciente y constante del primer movimiento, tanto ella como todos los demás se dejaron llevar por su éxtasis implacable y sobrecogedor.
Daniel ya no sentía vergüenza por haber engañado a todos. Sin él aquella maravilla seguiría olvidada, quizás para siempre, detrás de los ladrillos del sótano de una mansión veneciana. Sin él, sería como si nunca hubiera existido.
Amy atacó con decisión uno de los pasajes más difíciles, avanzando como un ciclón por el delgado cuello de su Guarneri. Se oyó a alguien contener el aliento. Fue el único sonido que se escuchó en toda la audiencia. Como Massiter había vaticinado, la sensación de estar presenciando un acontecimiento histórico impregnaba la ocasión. Bien podía ser aquella la primera vez que aquel trabajo se interpretaba en público. Ojalá su creador pudiera escuchar su magnificencia y sentir la veneración que inspiraba en aquellos afortunados que habían podido presenciar su estreno.
El concierto discurrió a su propio ritmo, atrapándolos a todos en la prisión de su mundo imaginario. Fue una sorpresa para Daniel darse cuenta de que habían llegado a los últimos pasajes del tercer movimiento, que Amy interpretaba una vez más con maestría. Rascándose la cabeza intentó encontrar una explicación lógica a la secuencia de acontecimientos que se encadenaban desde las notas de la apertura hasta alcanzar las de la conclusión que se acercaba ya a gran velocidad, pero le resultó imposible. La obra tenía una entidad única formada por un conjunto de complejidades que se unían sin fisuras bajo la superficie. Amy se lanzaba a los compases finales y Daniel, como aquellos que tenía a su alrededor, apenas se atrevía a respirar. Entonces llegó la conclusión en un furioso aluvión de notas que rasgaron el techo de La Pietà y siguieron resonando, tanto entre sus muros como en los oídos de los asistentes, mucho después de que ella hubiera dejado de tocar.
Cuando la madera del Guarneri dejó de vibrar y calló suavemente, hubo un momento de silencio. Unos segundos después La Pietà se venía abajo. La gente era una masa compacta que no sabía a quién dirigir sus aplausos. Daniel se escabulló rápidamente y fue a ocultarse tras uno de los pilares más grandes. Sin compositor al que dirigirse, la audiencia volcó su admiración en Amy, que seguía de pie ante ellos, atónita, con los ojos húmedos y abiertos de par en par, incapaz de articular palabra. Una niña vestida de blanco se acercó a ella y le entregó un ramo de rosas rojas. La orquesta dejó sus instrumentos y se unió a los aplausos. Fabozzi hizo lo mismo.
Daniel lo observaba todo desde su escondite y no podía dar crédito. Hasta Massiter parecía conmovido. Aplaudía frenéticamente y lanzaba hurras al aire. Era un momento para saborear. El trabajo era tan intenso que nadie podía cuestionar su valor, y la interpretación de Amy le había hecho entrar en la edad adulta con mucha más fuerza que cualquier acto físico. Un pensamiento oscuro volvió a asaltarle: que quizás habría que pagar con dolor un precio desorbitado por aquella grandeza. Y también se preguntó si su intervención había tenido algo que ver en el descubrimiento y la puesta en libertad del genio que aquella mujer llevaba dentro.
Pero surgió de pronto otro clamor. Una especie de canto bajo e insistente que se prendió en la audiencia y la orquesta como la pólvora. Todos excepto Amy, que seguía allí de pie y sola, asustada quizás, buscándole con la mirada por la iglesia.
—Forster, Forster, Forster…
El joven Daniel habría salido a todo correr de allí, pero él recordó a Scacchi y la conversación que habían mantenido sobre el Lucifer veneciano, y decidido salió de las sombras, la cabeza alta, aplaudiendo a la orquesta mientras se acercaba a ellos, sonriendo, oyendo el clamor de la gente crecer a cada paso, sintiéndose como un dios de pega que entrara en el paraíso.
Amy lo miraba con incredulidad. Daniel se acercó a ella, le quitó el ramo de las manos, la abrazó y la besó en ambas mejillas. Los aplausos arreciaron.
—Daniel…
—Te lo has ganado, Amy. Este es tu momento.
—Pero…
Volvía a desconfiar. Amy había vivido el concierto aquella noche. Lo conocía mejor que nadie, y había llegado a la conclusión de que sus primeras sospechas eran correctas. Él no podía ser su creador. La acusación estaba en su mirada.
—Mañana tienes que irte —la interrumpió él, y se volvió una vez más a sonreírle a la audiencia, a continuar con el juego—. No me esperes. Toma un avión para Roma y vuélvete a casa.
—No puedo. Tenemos que hablar.
La gente rugía. Sabía que debía hablar con ellos.
—Ahora no —dijo, y volvió a besarla. Luego se giró y tirando de su mano derecha la alzó por encima de su cabeza en un gesto muy teatral, pidiéndole a la gente su aplauso.
—¡Amigos! —gritó por encima del estruendo—. ¡Amigos!
Poco a poco se fue haciendo el silencio, pidiéndoselo los unos a los otros.
—Amigos —repitió, y su voz reverberó en las paredes de la iglesia. La gente había vuelto a sentarse y esperaba. Miró a Massiter y a Giulia Morelli. Los dos tenían la misma expresión de concentración e interés.
—¿Qué puedo decirles? ¿Cómo explicarme?
—¡Bravo, maestro! —gritó Massiter de entre el público y volvió a aplaudir, con lo que se desató otro estallido de aplausos que Daniel ahogó rápidamente.
—No —insistió—. Su gentileza me desborda. Yo no sé hablar en público, y cuando oigo tocar a Amy y a estos músicos a las órdenes de Fabozzi, incluso me pregunto si soy músico.
—¡Qué modesto! —gritó alguien, y no pudo distinguir si era un halago o una ironía.
—No —contestó—. No estoy siendo modesto. Esta velada me la deben a mí, pero sólo en primer lugar. Yo entregué a estos músicos papel y tinta esperando que pudieran crear algo con ello, y lo que han escuchado les pertenece tanto a ellos como a mí en calidad de compositor. Yo les debo a ellos mi enhorabuena, y a ustedes mi agradecimiento. Pero ahora deben dejarme descansar, por favor. ¡Ciao!
Y dicho esto, dio media vuelta y se perdió en el fondo de la iglesia. Tras recorrer estrechos pasillos encontró una pequeña habitación que se usaba como vestidor en la que el clamor de fuera quedaba reducido a un rumor distante. Se sentó en un banco bajo y se tapó la cabeza con las manos. Ojalá tuviera el valor de llorar. Tenía la sensación de que un veneno le corría por las venas.
Se oyeron pasos en el corredor y alguien llamó a la puerta. Era Amy. Parecía agotada. Estaba pálida y ojerosa.
—Dan, quieren que salgas. Creo que no se van a marchar hasta que lo hagas.
Él sacudió la cabeza como si necesitara despejarse y se obligó a sonreír.
—Diles que estoy desbordado por su respuesta. Que no me encuentro bien. Invéntate cualquier excusa, por favor.
—De acuerdo —contestó ella, pero se quedó en la puerta—. Lo de antes, ¿era en serio? ¿Tengo que irme?
—Por supuesto. Es lo que querías, ¿no?
Se acercó a él y le puso una mano sobre la cabeza.
—Lo que yo quería era a ti, Dan. Desde el principio —hizo una pausa. No sabía si debía continuar o no, pero lo hizo—. Aunque seas un farsante, te quiero. No me importa.
—Por supuesto que te importa, Amy. No puede ser de otro modo.
—Déjame ayudarte.
—Ya lo has hecho. Pronto comprenderás hasta qué punto lo has hecho.
—No hables así. Me asustas —dijo con los ojos húmedos.
Daniel se levantó, cogió su cara entre las manos y volvió a besarla.
—Ve a la recepción, Amy. Nos encontraremos allí. Mañana, a primera hora, coge el avión.
—¿De verdad vas a venir a la fiesta? Necesito que estés conmigo, Dan. Después me iré, te lo prometo.
—Como quieras —contestó—. Ahora márchate y habla con esa gente. Esta es tu noche, Amy. Venecia te pertenece.
—Lo sé —contestó—. Y ojalá me sintiera más agradecida por ello.
Amy salió y Daniel esperó, sabiendo que él no tardaría en aparecer. Tras unos quince minutos de espera, el ruido al otro lado de la puerta disminuyó. Oyó a la orquesta volver a los vestidores entre charlas y risas ocasionales, pero él se sentía dolorosamente lejos de su merecida gloria. Poco después, Massiter entró, colocó a su lado la única silla que había en la habitación y se sentó.
—Antes me has dado un buen susto, Daniel. No sigas con estos juegos, por favor. Detesto esas cosas.
—Lo siento, Hugo. No era mi intención.
—Por supuesto —contestó secamente—. Bueno, dicen que no hay tiempo como el presente. Supongo que no tendrás ningún interés en ir a tomar champán con toda esa gente, ¿verdad? Todo el mundo nos espera, pero yo creo que ya nos hemos ganado la cena.
Daniel se preguntó qué andaría pensando. Massiter parecía resignado a concederle lo que le había pedido, y él se había esperado más resistencia. Pero si rompía la última promesa que le había hecho a Amy, ella nunca se lo perdonaría. Y quizás fuera lo mejor.
Massiter lo miraba, por primera vez desde que le conocía, casi con preocupación.
—Eres un privilegiado. No mucha gente ha visto lo que yo voy a enseñarte ahora.
—Me halaga tu ofrecimiento, Hugo.
—No me has dado elección.
—Por supuesto que tenías elección. Más de una, diría yo. Lo haces porque quieres.
Massiter asintió.
—Cierto. Eres un tío curioso, Daniel. Scacchi te enseñó bien. Y yo diría que aunque involuntariamente, yo también.
Daniel se levantó.
—Pero no hay nada gratis —añadió—. Supongo que eres consciente de ello.
Salieron por una puerta lateral. Hacía una noche templada y la luna era apenas una línea en el cielo. La laguna brillaba reflejando a las estrellas en su superficie. En la parte de atrás del taxi acuático, Daniel cerró los ojos intentando controlar sus pensamientos. La música sonaba una y otra vez en su cabeza, negándose a abandonarla, describiendo un círculo constante, un rompecabezas sin fin.