—No tengo dinero, muchacho. Vete a pedir a otra parte.
Tiré de la chaqueta de Jacopo hasta llevarle a una zona en sombra junto a La Pietà. No había sido difícil localizarle con aquella estrella amarilla en el pecho que se veía desde un kilómetro de distancia, incluso entre el gentío que se había congregado para el concierto.
—¡Eh! —me gritó. Tenía los ojos inyectados en sangre y las mejillas hundidas. Aun así, ya había borrado de su cara aquella expresión funesta que tenía el día anterior, cuando pretendía ahogar su dolor en la jarra de vino. Entonces me miró con atención—. ¿Lorenzo?
Mi aspecto debía ser el de un mendigo de los pies a la cabeza. Me había tiznado la cara (no necesité mucho para hacerlo) y rasgado la ropa. Ningún veneciano que se precie presta atención a un pordiosero. O eso esperaba yo.
—Baja la voz, hermano —le dije—. Soy un proscrito.
Se apoyó en la pared y suspiró.
—Un proscrito y un asesino, según me han dicho. Pensar que confié la seguridad de mi hermana a un hombre como tú…
—El hombre con quien está ahora es el que debe preocuparte, Jacopo, y tú lo sabes.
La gente se había aglomerado junto al agua y su estado de ánimo era complejo. Empezaban a perder la paciencia. Delapole había tirado demasiado de las riendas, y estaban ansiosos por llegar al final.
—Puede. Tú no has matado a tu tío, ¿verdad?
Entonces fui yo quien suspiró exasperado.
—¿Tú qué crees? Habrás leído los detalles en los pasquines, aunque desde luego no lo cuentan todo porque la verdad era todavía mucho peor. Sí, estuve allí, y me habrían dado muerte a mí también si no hubiera huido. Pero fue Delapole quien lo hizo.
—El juego se ha terminado para todos nosotros.
—¡No! Te rindes demasiado fácilmente. Como intenté decirte, hay un corregidor de camino. Viene de Roma con pruebas suficientes para encerrar a Delapole.
La mirada de Jacopo pareció recuperarse un poco.
—¿Y dónde está?
—Llega con retraso. El coche ha tenido un accidente, pero estará aquí hoy, y cuando llegue necesitaremos aguzar el ingenio porque el inglés intentará arrastrarnos en su caída.
Una luz de esperanza apareció en su cara.
—Déjame hablar con Rebecca cuando haya terminado el concierto. Huiremos entonces. Estoy preparado para olvidarme de esta maldita ciudad.
Aquello era imposible.
—Es demasiado listo, Jacopo. Nos vigilará como un halcón cuando tu hermana esté en público. Además mientras no esté encarcelado, fácilmente podría tergiversar la situación y echarnos a los lobos. Las calles están llenas de hombres del Dux.
—Entonces, ¿qué?
—¿Qué vas a hacer después del concierto?
—Quiere que me vaya con Rebecca y con él a Ca’ Dario. Para preparar el equipaje, nos ha dicho. Sospecho que saldremos esta misma noche.
—Entonces habrá que hacerlo antes. Tienes que encontrar el modo de escapar de la casa. Nos reuniremos en La Salute y buscaremos un bote que nos lleve a Zattere.
—Tú lo ves muy fácil, pero ¿tienes idea de lo taimado que es ese hombre?
La imagen de mi tío mutilado seguía viva en mi recuerdo.
—Sí que lo sé. Mejor de lo que te imaginas.
Él me miró en silencio.
—¿Qué ocurre?
—Sólo pensaba. Te estaba recordando cuando eras un muchacho.
—De eso hace ya mucho tiempo, amigo mío.
Jacopo se acercó y me abrazó, y yo sentí la más extraordinaria de las sensaciones. Fue como si quien me abrazara fuera su hermana. Había en su gesto el mismo afecto, la misma emoción y cierta inquietud por el futuro, imagino. Sin querer los ojos se me llenaron de lágrimas y Jacopo me hizo el gran favor de no darse por enterado.
—Lo siento —balbucí—. Siento haberos arrastrado a esto. Siento haberos arruinado la vida. Daría todo lo que tengo por poder dar marcha atrás.
Se echó a reír y reconocí entonces al Jacopo de siempre.
—¡Qué tonterías dices algunas veces!
Yo estaba destrozado. La tristeza ni siquiera me dejaba hablar.
—Es todo un juego, Lorenzo, no lo olvides —me consoló—. Además, estaba empezando a volverme un holgazán en ese gueto, y Rebecca estaba ansiosa por perderlo de vista, como tú bien sabes. El hombre es un animal perezoso por naturaleza, y de vez en cuando necesitamos que ocurra algo que nos arranque de ese letargo.
—De todos modos…
—De todos modos, nada. Estoy hastiado de curar matronas venecianas y de tener que meterme en su lecho después. La vida es mucho más que eso. Además…
Asomó la cabeza del callejón para mirar a la gente congregada en el paseo y a continuación, de un tirón, se arrancó la estrella amarilla que llevaba cosida a la chaqueta y la tiró al barro. La insignia se quedó allí como patético testimonio de su pasado.
—He aprendido una cosa de vosotros dos —dijo mientras se desabrochaba la chaqueta para dejar al descubierto la camisa blanca que llevaba, al más puro estilo veneciano—: Que yo mismo les he ayudado a encerrarme en ese gueto y a echar la llave. Es nuestra aquiescencia lo que les otorga poder sobre nosotros. Somos quienes creemos ser, y donde quiera llevarme ahora el destino seré lo que me dé la gana: judío o gentil, suizo o italiano, médico, curandero o rufián. Si Delapole puede hacerlo, ¿por qué nosotros no?
—No estoy seguro de que Delapole pueda ser precisamente un buen ejemplo, o de que nosotros seamos capaces de desprendernos de nuestra herencia cuando nos plazca.
—Puede que no, pero si los judíos somos una raza tan radicalmente distinta, ¿por qué es necesario que nos marquen como animales?
Jacopo se estaba reinventando a sí mismo, y contestó él mismo a su pregunta:
—Pues porque no es a nosotros a quien temen, sino a ellos mismos. La presencia de seres humanos que hablen otra lengua, que adoren a otro dios y sobre todo, que piensen diferente los alarma. Nos marcan para que no podamos mancharlos con nuestra diferencia, no vaya a ser que su maravillosa identidad se desintegre.
Hacía frío en el callejón, a pesar del sol del verano, y yo me estremecí. Jacopo me abrazó una vez más, y yo sentí que parte de su fuerza, de su vigor intelectual, pasaba a mi carne. Luego dio media vuelta y se perdió entre la gente, la chaqueta abierta como cualquier veneciano, la cabeza alta, sus rizos negros moviéndose con el aire fétido de la laguna.
Tenía razón. Nadie le habría identificado como judío a no ser que le conociera. Las acciones de Jacopo eran su modo de contribuir a nuestra causa ya que, de un modo u otro, nuestras vidas iban a transformarse antes de que expirara el día.
Me pasé las manos por el pelo para despeinarme un poco más y subiéndome el cuello de la chaqueta me uní al mar de gente. El concierto iba a comenzar en cualquier momento. Al otro lado de la plaza, junto al agua, había cierta conmoción y me puse de puntillas para ver mejor. Mi sorpresa y mi angustia fueron enormes al descubrir que se trataba de Marchese, que alzaba una mano con unos documentos en ella. Su voz de acento romano se hacía oír entre la gente mientras se abría paso hacia La Pietà, dispuesto a arrestar a Delapole él solo si era necesario.
Ocurría demasiado pronto. Yo esperaba algún aviso, una patrulla de guardias por ejemplo que dieran escolta a Marchese y detuvieran a Delapole como debían hacerse esas cosas. Pero en aquel momento, Rebecca seguía en su poder.
Abriéndome paso a codazos y patadas, atravesé el gentío en dirección a Marchese. Jamás había visto tal tumulto en mi vida. Todas aquellas personas se apretujaban en el paseo intentando ver la plataforma dispuesta ante la escalera de La Pietà y en la que Delapole, maestro de ceremonias, aguardaba su momento de gloria con las manos entrelazadas a la espalda.
Había tanto ruido que nadie podía oír lo que gritaba Marchese.
Conseguí abrirme camino hasta él y tiré de su brazo pidiéndole que se calmara. Tenía el rostro congestionado del esfuerzo y la rabia.
—¡Señor! —grité—. ¡Señor, soy yo! ¡Scacchi!
—¿Scacchi?
Tiró de mí en dirección al agua, donde el estruendo era menos ensordecedor.
—Llega demasiado pronto —le dije—. Debería haber traído una patrulla con usted. Si no, se escapará.
—¿Una patrulla? —repitió con desdén—. Son todavía más inútiles aquí que en Roma. Están esperando al capitán, que debe andar emborrachándose en alguna taberna. Sólo entonces leerán los documentos que traigo, y… —se detuvo y me miró—. ¿Qué te ha pasado, muchacho?
—Cosa del inglés. Ha asesinado a mi maestro y me ha echado a mí la culpa.
—Entonces el juego ha empezado ya y no parará hasta llegar a la última casilla. La chica… ¿has podido apartarla de él?
Desde donde estábamos no podía ver la plataforma, pero supe que Rebecca estaría allí, tal y como él le había ordenado. Ojalá Jacopo les hubiera visto.
—Todavía no. Razón de más para que espere a la patrulla. Si no, se la llevará de rehén.
Me miró como si fuera un idiota.
—Ya es su rehén, ¿no te das cuenta? Maldito coche. Si hubiera llegado a tiempo…
—Señor —le interrumpí, agarrándole por el brazo—. Yo creo que…
—¡Maldita sea, Scacchi! —explotó, señalando a un punto entre la marea humana—. ¡Ahí está su lacayo, tan fresco como una lechuga! Juro por Dios que…
Pero quedó en silencio porque Gobbo se había abierto paso entre la gente y se había plantado ante ellos sonriendo como un mono.
—Signor Marchese —lo saludó, con una leve inclinación de cabeza—. Y mi querido amigo Lorenzo. No sabría decir cuál de los dos frecuenta peores compañías. Ya me gustaría saber de qué hablan un asesino y un corregidor.
—Veré tu cabeza en el cadalso antes de que termine el día —contestó Marchese—. La tuya y la de tu amo.
—Yo creo que no, señor. Acabamos de embarcarnos en esta aventura y sería una grosería por nuestra parte abandonarla tan pronto.
—Desgraciado hijo de…
—Esas palabras no son propias de un caballero de Roma —contestó Gobbo, y nos dio la espalda como si pretendiera desaparecer en la multitud.
Marchese estaba furioso.
—¡Voy a…!
La cabeza a veces te juega malas pasadas. Me di cuenta de lo que pretendía Gobbo como en una iluminación, y su plan se desarrolló ante mis ojos con una inexplicable lentitud. Marchese se lanzó hacia él y le agarró por un hombro. En ese momento, Gobbo dio la vuelta y vi su brazo izquierdo echarse hacia atrás para luego volver hacia delante y hacia arriba, y a este movimiento se unió también su brazo derecho. Oí una especie de suspiro de labios de Marchese y vi que se le caía la cabeza para atrás. Tenía sangre en la boca. Luego su cuerpo macizo se apartó de la hoja de Gobbo y cayó en mis brazos. Su peso era demasiado grande para mí, de modo que caímos al suelo. Había una mancha rojo oscuro en su abdomen. Había sido una cuchillada mortal que había entrado por el estómago y en dirección ascendente le había alcanzado el corazón.
La gente se arremolinó en torno a nosotros sin apreciar aún el horror de lo que acababa de ocurrir. Gobbo seguía frente a mí. Su insolencia era tal que ni siquiera había intentado huir. Yo era incapaz de moverme.
—¿Qué pasa, Scacchi? —se burló—. ¿Te da miedo un poco de sangre?
—Era un buen hombre, Gobbo —contesté yo absurdamente—. Su testimonio os habría llevado ante la justicia.
Había ocultado el arma manchada aún por la sangre de Marchese. La gente se movía detrás de mí y empezaba a comprender lo ocurrido. Gobbo se rio.
—¡Justicia! Flaco favor le ha hecho la justicia a tu amigo. Tú mismo harías bien en levantarte y salir corriendo, que es lo único que la gente como nosotros puede hacer.
Pero yo no estaba dispuesto a seguirle el juego.
—Juro que se hará justicia, Gobbo. No descansaré hasta conseguirlo.
Aquella fea y deforme criatura se encogió de hombros y me miró casi con afecto, como había hecho aquellos días en que me acogió bajo su protección.
—Tonto serás si lo haces. ¿Es que no te he enseñado nada? Ten…
Movió la mano y me lanzó su arma, y yo, sin pensar, la cogí en el aire. La sangre de Marchese tiñó mi mano.
Entonces él echó a correr entre la gente, levantando los brazos en alto y gritando:
—¡Asesino! ¡Asesino! ¡Es Scacchi, el de los pasquines, que no contento con matar a su maestro ahora ha asesinado a un pobre desgraciado a plena luz del día! ¡Asesino! ¡Criminal! ¡No dejen que se escape, que cualquiera de nosotros puede ser el siguiente!
Tiré la navaja pero era ya demasiado tarde. Todos los rostros se habían vuelto hacia mí, asustados y llenos de odio. Yo retrocedí y sentí que una mano me agarraba el hombro mientras oía la risa de Gobbo dispersarse en la distancia como las hojas caídas empujadas por el viento.
Con rapidez bajé la cabeza para pasar por debajo del brazo de quien me retenía y me escabullí entre la gente en dirección al agua, donde por segunda vez en el mismo día busqué refugio. Salté desde el muelle a la laguna. La marea negra me cubrió la cabeza y moví con todas mis fuerzas las piernas para dirigirme hacia el este, más allá de La Pietà, donde la gente seguiría sin conocer, o eso esperaba yo, la suerte que había corrido Marchese. Salí a la superficie unos metros más allá de la iglesia y subí por las escaleras que usan los gondoleros, dando tumbos y cantando como lo haría un borracho para que nadie se me acercara.
Mientras corría todo lo que me permitían las piernas a lo largo de los límites del Arsenal, oí la música de una orquesta que atacaba los compases iniciales de una de las melodías favoritas de Vivaldi, e incluso me pareció distinguir el sonido del Guarneri de Rebecca. Luego la música quedó ahogada por un alboroto de abucheos, silbidos y protestas. Sin mirar hacia atrás, busqué refugio entre las zarzas y los arbustos donde, dando diente con diente, intenté recuperarme.
Fue allí donde el pordiosero Lorenzo Scacchi lloró por su amigo Marchese y una amistad que había sido demasiado corta y cuya ausencia transformó aquel día ya oscuro en una jornada aciaga.