Daniel cerró los ojos y sintió que se tambaleaba con aquel calor. Olía a cipreses y a la química de la laguna. Habían viajado con el ataúd en la góndola funeraria, de pie en la popa. Ojalá fuera Laura quien estuviera a su lado en aquel barco negro y brillante. Luego, cuando cruzaron la parte más estrecha de la laguna que separaba San Michele de la ciudad, Amy le apretó con fuerza el brazo. Él hizo lo mismo y se sintió enormemente agradecido por su presencia. No quería estar solo, y había cosas de las que debía ocuparse.
La piedra istria de la iglesia del muelle les cegaba con su fulgor al sol del mediodía. A su espalda, Venecia seguía con sus quehaceres. Los vaporetti iban y venían entre los muelles en una sucesión interminable, un movimiento sin pausa de la vida por el perímetro de la ciudad. Frente a ellos quedaba la silueta de ladrillos de Murano, con sus hornos polvorientos en los que se fabricaban piezas de cristal ornamental para los turistas. Scacchi debía haber hecho aquel mismo viaje en muchas ocasiones para enterrar amigos y familiares en el cementerio que ofrecía un descanso eterno de sólo diez años, al cabo de los cuales se veían obligados a buscar otro santuario. Un final curioso para una vida humana, pensaba Daniel, pero un final que Scacchi había insistido en que quería tener. Era el veneciano que vivía en su sangre y que no podía desear otra suerte distinta.
Desembarcaron y siguieron al ataúd a paso lento. Había un pequeño grupo de gente esperando. Massiter estaba entre ellos, vestido de negro, y Daniel reconoció también a la mujer que se ocupaba delas admisiones al curso de verano en La Pietà, a la dueña de una pequeña tienda que solía llevar comestibles a Laura de vez en cuando y a Giulia Morelli, con traje de chaqueta negro, impasible detrás de unas gafas negras. Debería haberse imaginado que asistiría. Por fin reconoció también a un hombrón vestido con traje azul. Era Piero. Pero había algo distinto en él, algo que faltaba, y era su pequeño perro negro.
Piero se acercó a él y le dio un abrazo con lágrimas en los ojos.
—Daniel, muchacho.
Luego miró a Amy y con ambas manos, estrechó la de ella.
—Señorita Amy, también ha venido. Lo pasamos tan bien aquel día… y ahora esto.
Ella le dio un beso en la mejilla.
—Lo siento muchísimo.
Daniel se sintió orgulloso de ella. Siguieron caminando y tras pasar bajo un antiguo arco de piedra, entraron en el camposanto, giraron a la derecha y dejaron atrás un grupo de pulidos ataúdes medio ocultos en la sombra de un almacén que tenía las puertas abiertas. Al poco de llegar a Venecia había pensado pasarse por allí para curiosear entre las tumbas como hacían los turistas, en busca de nombres famosos. Pero ahora era un Daniel Forster distinto. Ahora tenía un único recuerdo que evocar de la tierra marrón de San Michele, y se juró que, pasara lo que pasase, volvería dentro de diez años. Scacchi se lo merecía. A pesar de sus engaños, a pesar de sus ardides, le había descubierto la vida.
El grupo se alejó de los edificios y entró en los cuarteles del cementerio donde se alineaban filas y filas de pequeñas lápidas de mármol hasta alcanzar la pared del fondo, la mayoría con fotografías recientes. Leyó la pequeña inscripción que indicaba dónde se encontraban: Recinto i, Campo b. Había una placa igual en cada línea de tierra cavada y vuelta a cavar cada diez años, un ciclo continuo de humanidad moviéndose en aquella tierra ocre y reseca.
Se detuvieron ante una tumba vacía. Los portadores del féretro maniobraron con cuidado para depositarlo sobre las cuerdas con las que lo harían descender. El sacerdote comenzó a hablar en un tono de voz monótono y apagado y Daniel cerró los ojos para capturar el momento: el olor a ciprés, a polvo seco, y por encima de todo ello, el clamor perezoso de las gaviotas. Sintió la mano de Amy en el brazo e intentó no pensar en Laura, en dónde estaría ni en qué le habría impedido acudir a aquella ceremonia. A su espalda oyó un sollozo: la voz de una mujer y la de un hombre, fuerte y desconsolada. Era Piero, que tan familiarizado parecía con la muerte por su trabajo en la ciudad y que había jurado no volver a poner el pie en San Michele. Scacchi los reunía a todos a su alrededor incluso en la tumba.
El sacerdote se agachó, cogió un puñado de tierra y lo dejó caer sobre la tapa del ataúd. Daniel vio que Massiter hacía lo mismo, pero él no sintió deseos de imitarles. Piero tenía razón. El lazo que nos unía a una persona desaparecía con su último aliento. Aquellos rituales tenían su sentido, pero se hacían a beneficio de los vivos y no de los muertos. Lo que hubo entre Scacchi y él estaba grabado, congelado en su memoria. Sólo el futuro era mutable.
Piero le observaba con atención y parecía aprobar su comportamiento. Luego, cuando la ceremonia concluyó, se marchó rápidamente con la excusa de que tenía que ir a buscar a Xerxes. Las demás personas del duelo se fueron dispersando sin rumbo tras decirse unas palabras los unos a los otros. Daniel se quedó allí y esperó a que sólo quedaran tres.
Massiter se acercó, y pasándoles a Amy y a él un brazo por los hombros, dijo:
—Todavía no me lo creo. Scacchi estaba enfermo, y todos lo sabíamos, pero no nos dábamos cuenta de que…
—¿Qué? —preguntó Daniel.
—De que podía ocurrir tan de repente. Con esta brutalidad.
—Yo creo que él sí que era consciente de ello. Es más, creo que hasta lo esperaba.
—¿Caballeros? —los llamó alguien desde detrás.
Daniel se volvió y frunció el ceño. Giulia Morelli aguardaba a cierta distancia.
—¿Sí?
Se acercó con una sonrisa que se diría profesional.
—Quería ofrecerles mi pésame. Nada más.
—Eso no le sirve ya de mucho a Scacchi, ¿no le parece? —masculló Massiter—. Supongo que todavía no habrá detenido a los responsables de su muerte.
—No —contestó, quitándose las gafas para mirarles con sus ojos de azul intenso—. Pero no perdemos la esperanza, señor Massiter. Qué sería de la policía sin la esperanza.
Nadie contestó. Giulia Morelli hizo una leve inclinación de cabeza para despedirse.
—Ciao. Y gracias por la entrada, Daniel. Allí estaré.
Massiter se quedó mirando cómo se alejaba.
—Maldita sea… ¿por qué no se dedicará a lo suyo en lugar de seguir dándonos la lata a nosotros?
—Es su trabajo —contestó Amy.
—Supongo —contestó él, y le dio una palmadita en el trasero—. Anda, vete, mi amor, y descansa. Esta noche serás la estrella, y quiero que estés bien descansada.
Ella lo miró frunciendo el ceño pero dio la vuelta.
—No —intervino Daniel, sujetándola por un brazo—. Hay algo que tengo que decirte, Hugo, y no puedo esperar más.
Massiter lo miró unos segundos antes de contestar.
—¿No íbamos a tener una charla en privado?
—Y la tendremos, pero más tarde. Creo que el único modo de decir lo que quiero decirte es sin rodeos, Hugo. Lo tuyo con Amy no puede seguir. En primer lugar, porque es mía. Estuvimos juntos el fin de semana pasado, y su discreción la ha obligado a no mencionártelo, pero con la muerte de Scacchi no le he prestado la atención que debiera. Y en segundo lugar, porque simplemente no puedo permitirlo.
El bronceado rostro de Massiter palideció ostensiblemente, y Amy se cogió de la mano de Daniel y apretó con fuerza.
—Es un error, Hugo. ¿La Juilliard? Amy necesita la inspiración que sólo puede proporcionarle una escuela en el extranjero. Hablaré con la gente de la Guildhall y de la Academia en Londres. Allí, cerca de mí, será mucho más feliz, y no atrapada en un apartamento en Nueva York.
—Entiendo.
—No quiero que me malinterpretes, amigo. No soy celoso, ni me ofende lo que haya ocurrido entre Amy y tú. Es más, si en el futuro queréis seguir siendo amigos, por mí perfecto, pero debes controlarte, Hugo. Mañana Amy y yo nos iremos por ahí. Necesitamos estar juntos, y dentro de unas semanas, cuando todo este jaleo haya pasado, tú y yo volveremos a hablar y nos aseguraremos de que nuestra amistad no se resienta. Te debo mucho, Hugo, y te admiro, pero en esto debo ser inflexible.
Massiter se acunó sobre los talones.
—Inflexible. Ya.
—Por supuesto. Llegó a ti de rebote. Esa es la verdad, y no por ello debes sentirte menospreciado. De hecho yo me sentiría muy halagado de que una jovencita como ella se echara en mis brazos teniendo tu edad. ¿Sin resentimientos? —le preguntó, ofreciéndole una mano que Massiter estrechó con firmeza y sequedad.
—Desde luego. Tienes razón. No sé en qué estaría pensando.
Amy acarició el brazo de Daniel y lo besó en la mejilla.
—Eres un encanto, Hugo —dijo ella—, pero hemos ido demasiado lejos. ¿Crees que podremos seguir siendo amigos?
La sonrisa del diplomático, toda encanto y persuasión, volvió a su cara.
—¡Desde luego! Estamos en Venecia. Aquí las locuras están permitidas, ¿verdad?
Los tres se quedaron un instante junto a la tumba, preguntándose quién debía hablar a continuación. Fue Daniel quien rompió el silencio.
—Pero Hugo tiene razón en una cosa, tesoro —le dijo a Amy—. Tienes que irte a descansar. Esta noche vas a impresionarnos.
—Sí —dijo Massiter—. Consíguelo y te lo perdonaré todo.
Los dos se quedaron viéndola marchar hacia el muelle. Luego Daniel se volvió a mirar a Hugo:
—No has luchado por ella. Qué desilusión.
—Ha sido una interpretación fantástica la tuya, Daniel —dijo Massiter mirándola con codicia—. Yo no habría podido hacerlo mejor a tu edad.
Daniel dio una patada a la tierra, y parte de ella cayó sobre el ataúd de Scacchi. Un par de obreros sudorosos se acercaban. Quedaba trabajo por hacer.
—Pero no has luchado. Qué chasco. No significaba mucho para ti, ¿eh?
Massiter se encogió de hombros.
—Amy es una chica guapa y con más talento del que ella cree, pero para serte sincero me aburre un poco. Es tan… pasiva. A mí me gusta que peleen un poco, ¿a ti no?
Daniel reparó en su elección de palabras.
—¿Pero no te das cuenta de que tengo un problema?
—Pues sinceramente, no.
—Sigo buscando el precio correcto, Hugo. Nos has quitado tanto… tanto que yo diría que nos has arrancado el alma, y todo lo que quiero es un poco de lo mismo de ti. Quiero quitarte algo que sea tan preciado para ti que te duela desprenderte de ello. Creía que Amy podría serlo, pero…
—Nuestro acuerdo es excelente —le advirtió Massiter.
Daniel se rio en su cara.
—¿Qué? No tengo nada que no hubiera podido conseguir yo solo en cualquier momento. No. No es suficiente.
—Ten cuidado, Daniel.
—¿Con qué? —respondió, mirándole a los ojos. Ya no le impresionaban—. Tienes que pagar el precio, Hugo. Quiero algo precioso, y si no lo consigo, lo contaré todo mañana. ¿A mí qué más me da? Un poco de notoriedad y unos meses en la cárcel como mucho. De todos modos, ya no voy a poder volver a vivir como lo hacía antes. Mientras que tú…
—No me amenaces —espetó.
Daniel abrió los brazos.
—Yo no te estoy amenazando, Hugo. Sólo pretendo obtener un trato justo.
Massiter se quedó pensativo. Necesitaba conocer ese precio. Estaba en su naturaleza.
—¿Y qué precio es ese?
—Scacchi me dijo que tienes un escondite secreto. Un sitio en el que guardas los objetos de mayor belleza.
Massiter guardó silencio.
—Creo que no es sólo la música lo que te mueve en este caso. Eres un marchante. Alguien que compra y vende toda clase de cosas. Parecido a Scacchi, pero en otra escala.
—Di de una vez qué quieres.
Daniel se acercó a hablarle en voz baja.
—Quiero uno de tus tesoros, Hugo. Quiero que me lleves a tu cueva y me los enseñes tú mismo y luego elegiré yo. Ese es mi precio. Después habremos terminado.
Massiter se volvió a mirar a los obreros que estaban al pie de la tumba, apoyados en las palas, esperando a que se marcharan.
—Lo pensaré.
—Esta noche. Después del concierto. Unas cuantas copas de champán y luego una visita privada. No te habrás ofendido, ¿verdad?
—En absoluto. Es más, casi me siento halagado. Aprendes deprisa, Daniel.
—Es cierto, pero es que he tenido al mejor de los maestros.