Fugitivo de todos

Gobbo Se lanzó decidido tras de mí escaleras arriba. Yo subí un par de peldaños más, esperé y con la pierna derecha le propiné una patada en la cara con todas mis fuerzas. Él gritó de dolor y cayó hacia atrás. Había que saber aprovechar las oportunidades. Yo conocía aquella casa y el edificio adyacente como la palma de mi mano, y ellos no. Podía esconderme en lugares que jamás encontrarían. Y aún mejor, cuando se presentara la oportunidad, podía salir a la noche y correr por la Calle dei Morti hasta desaparecer en el laberinto de calles que era Santa Croce.

Aquellos pensamientos se me amontonaban en la cabeza mientras corría escaleras arriba al segundo piso y al tercero, planeando el modo de escapar. Qué terrible coincidencia… debería haber pensado únicamente en escapar y planear qué camino coger una vez me hallara fuera de aquella casa infernal, pero cuando alcanzaba el final del último tramo de escaleras, a dos o tres peldaños de distancia de mi habitación en el tercer piso y de la ruta de escape que había utilizado en otras ocasiones, oí un ruido a mi espalda y sentí que una mano me agarraba el tobillo. Con un movimiento rápido y e inesperado, Gobbo me retorcía la pierna y me hacía caer sobre los peldaños de madera.

—¡Bravo! —oí gritar a Delapole desde abajo. Él no era tan rápido como su lacayo y apenas debía haber iniciado la subida mientras que Gobbo, a pesar de la fuerza con que yo le había propinado la patada, se había recuperado en un instante y me había perseguido hasta darme alcance como a un animal. Sentí un tirón en la cintura y un brazo que me obligaba a darme la vuelta. Entraba una luz blanquecina de la luna por la ventana del techo, y vi que Gobbo sangraba por un ojo, que debía ser donde había recibido el golpe. Estaba casi sin aliento, pero había algo extraño en su expresión. Era como si no quisiera haber llegado a aquella situación, incluso como si hubiera obedecido las órdenes de su amo de mala gana.

—¡Sujétale, Gobbo! —gritó el inglés desde abajo—. Este placer será mío, no tuyo.

Gobbo me miró con una mezcla de compasión y desprecio.

—¿Por qué no me hiciste caso, Scacchi? —me susurró, jadeando—. He intentado alejarte del peligro desde el principio, pero tú te empeñabas en hacer precisamente lo contrario de lo que yo te decía.

Intenté mover el cuello, pero él me sujetaba con fuerza. No podía escapar.

—Yo sólo sigo los dictados de mi corazón, Gobbo —contesté—. Como harías tú si no tuvieras amo, si no fueras su lacayo.

—Tú sigue —se lamentó—. Cada vez lo empeoras más.

—¿Va a ser peor que en Roma? ¿Peor que lo que le hizo a la duquesa de Longhena?

Me miró frunciendo el ceño.

—¿Qué sabes tú de eso? Él me dijo que tuvo que defenderse. Que esa mujer se había vuelto loca.

—¡Es mentira! He hablado con el magistrado, Gobbo. Tu amo asesinó a esa mujer del modo más brutal y más horrible que puedas imaginarte. Y luego le arrancó del vientre a su propio hijo para dejarlo junto al cuerpo descuartizado de la madre. Pero ese tiro le ha salido por la culata porque el magistrado llega esta noche en el ferry con una orden de detención para tu amo. Y tú estarás con él en el patíbulo si no te andas con cuidado.

Sentí que su presión sobre mi cuello cedía.

—Mientes.

—No. Es la verdad, Gobbo. ¿Cómo iba a saber si no el nombre de la duquesa? No voy a permitir que haga lo mismo con Rebecca.

El ruido de los pasos de Delapole indicaba que estaba cerca. Debía haber subido ya el segundo tramo de escaleras.

—Yo soy capaz de robar o asesinar a un hombre que se lo merezca —admitió Gobbo—, pero no a una mujer.

—Eso cuéntaselo al verdugo —le susurré, y vi detrás de su cuerpo rotundo la sombra de su amo.

—¡Mientes! —farfulló, y sacó del bolsillo una navaja de hoja estrecha todavía manchada con la sangre de mi tío. Había llegado el momento final. Respiré hondo, apoyé un pie contra su vientre y empujé con todas mis fuerzas, hasta que la fuerza de la gravedad le escupió del escalón. Gobbo quedó como suspendido en el aire un instante, braceando desesperado por mantenerse de pie. Sólo necesitaba un poco más de fuerza, así que de un tirón solté mi pierna derecha, la flexioné y le golpeé con todas mis fuerzas. Maldiciéndome Gobbo cayó escaleras abajo hasta colisionar con su amo, y ambos siguieron rodando, gritando, hasta detenerse en el descansillo del segundo piso en un revoltijo de piernas y brazos.

No iba a tener más oportunidades, así que sin pensar en nada más, entré en mi dormitorio, y por la ventana abierta salí y me colé en el almacén. Una vez allí, bajé las escaleras de cuatro en cuatro, abandoné el almacén por el nivel del agua y temiendo que pudieran verme si cruzaba el río por el puente, me deslicé temeroso en las aguas negras de la laguna.

Era la primera vez que entraba en aquel líquido maloliente. Estaba frío y tenía una calidad viscosa completamente distinta al agua del mar. El olor era nauseabundo, como el de una cloaca abierta. Por encima de mí oí hablar a Gobbo y Delapole, que se preguntaban por dónde había desaparecido y cómo seguirme. El inglés estaba furioso y gritaba sin preocuparse de que alguien pudiera oírle.

—O le encontramos, o tenemos que incriminarle en el asesinato de su tío. Si no conseguimos atraparle en cinco minutos, saldrás a buscar a la ronda para decirles que has descubierto el cadáver de un hombre asesinado y que el asesino salió huyendo en plena noche al verte llegar.

Así que estaba condenado. El frío de aquel líquido me sirvió para ahogar el grito que intentó salir de mi garganta. Tragué saliva, hundí la cabeza bajo la superficie y con toda la fuerza que me fue posible nadé hacia el Gran Canal. Cuando emergí intentando no hacer ruido, estaba junto a ese pequeño puente que parte de la Calle dei Morti hacia la iglesia. Busqué la cara norte para alejarme lo más posible de Ca’ Scacchi y salí un poco más del agua para agarrarme a la piedra y escuchar. No había movimiento en las proximidades. Gobbo tenía muchas salidas que explorar desde nuestro campo, y las probabilidades de que eligiera aquella en la que yo me encontraban eran escasas. Salí completamente del agua, me subí al puente y corrí como el viento hasta Santa Croce.

Conocía las reglas. Las había oído de labios de Delapole: si no me atrapaban en cinco minutos me denunciarían como autor del asesinato de mi tío, de modo que esperé una buena media hora y luego retrocedí en dirección sur, hacia San Casiano y el Rialto, el único modo que tenía de cruzar para ir a Cannaregio, que era donde atracaban los barcos que provenían de Mestre. Con el corazón en la garganta me abrí paso entre los villanos y las rameras que merodeaban por el lugar. Gobbo podría haberme atrapado fácilmente allí, pero como buen sirviente, y él lo era, estaría contándoles una gran mentira a los idiotas de la ronda.

Chorreando agua maloliente y con el cuello de la chaqueta subido para taparme la cara, crucé rápidamente el Gran Canal y seguí la ruta que tan bien conocía y que me llevaría al gueto. No tenía modo de saber dónde iba a pasar la noche Marchese, pero no podía ser muy lejos del muelle en el que iba a dejarle el ferry. Si conseguía encontrarle ya me inventaría algo para mantenernos a salvo al día siguiente.

Con todas aquellas posibilidades dándome vueltas en la cabeza, me acerqué al empleado de los ferrys y él se encargó de desbaratarlas de un plumazo. Tras contemplar mi apariencia, empapado, despeinado, poco menos que un mendigo, me espetó:

—El coche de Roma llega con retraso. Como muy pronto estará aquí mañana al mediodía. Dicen que ha perdido una rueda en Bolonia y que se salieron del camino.

Debía tener un aspecto lastimoso, y cuando le pedí que me prestara papel y carboncillo para escribir un mensaje a un amigo, entró en la taberna más próxima y al salir con ambas cosas me dijo:

—¿Pero qué clase de idiota eres tú? Pedirle a un marino algo con lo que escribir…

Sin dinero y muerto de hambre, me uní al resto de desposeídos en la tarea de recoger los restos que dejaba el mercado de Cannaregio: un trozo de pan mohoso y una manzana a medio comer. Luego robé unas naranjas de un carro y me escabullí en la oscuridad antes de que me viera el comerciante.

En un callejón apestoso de cerca del gueto devoré las magras viandas que había conseguido reunir y volví a ponerme en movimiento. A la luz de una hornacina en la que había una virgen con su vela, partí el papel y con distinta letra fui escribiendo mensajes similares. Luego, agotado y medio dormido, fui recorriendo la ciudad. Fui hasta a San Marcos y más allá en busca de las bocas de león que podía recordar con la esperanza de hacer reflexionar a los hombres del Dux cuando lo leyeran y así intentar encontrar una fisura en la armadura del inglés.

El último de los mensajes lo deposité en el león que queda cerca del palacio ducal, y después, para recordarme lo que había apostado en aquel juego, me acerqué a los calabozos, cerca del Puente de los Suspiros. Escuché las quejas y los gemidos que salían de sus ventanas enrejadas. En un portal húmedo y oscuro pasé la noche en duermevela, aterrado por una pesadilla en la que veía a Delapole acosando a Rebecca en un dormitorio en penumbra cuyas paredes estaban cubiertas de espejos. Sigilosamente se acercaba a ella, como un delincuente cualquiera, para después, brutalmente, mientras ella se resistía como una tigresa, tomarla por la fuerza, aullando como un animal. Cuando terminaba y se quedaba sobre ella inmóvil, la saliva cayéndosele por la comisura de los labios sobre el cuello blanco de ella, levantaba la cara y se miraba en el espejo, y entonces allí me veía yo, en el cuerpo de Delapole. Era yo quien había cometido aquel acto en connivencia con el diablo, que estaba detrás de los dos y nos miraba satisfecho, aplaudiendo ruidosamente, como si se tratara de una representación de teatro.

Me desperté sobresaltado, y con las imágenes del sueño recordé unas líneas de aquella obra inglesa que en una ocasión y guiado por mi inocencia pensé que Gobbo podía haber leído.

El demonio puede citar la Escritura para justificar sus designios.

Un alma perversa que apela a testimonios sagrados,
es como un bellaco de risueño semblante,
como una hermosa manzana de corazón podrido.

¡Oh, qué bello exterior puede revestir la falsedad!

Apenas había amanecido y yo temblaba, aún mojado, aunque tras aquellos escalofríos se ocultaba algo más profundo. En mi sueño yo había tenido, había visto, la verdadera identidad de Delapole. ¿Qué era él a sus propios ojos? ¿El Diablo mismo? ¿Qué buscaba? Dominar las vidas de los demás, manipularlas, disponer de ellas como le placiera. Lo que Delapole deseaba, lo que codiciaba por encima de todo, era apropiarse de la parte más íntima de hombres y mujeres. La lujuria, la codicia, la falsedad eran sólo pecados ordinarios, cometidos por muchos. Para Delapole, aquellos tesoros eran como para los hombres primitivos de Guinea la cabeza de los adversarios que se cuelgan del cinturón: cuantos más, mejor. Rebecca no era la primera, y no seria la última. Su sed era insaciable.

Me quité aquel pensamiento de la cabeza y aún con apariencia de pordiosero me acerqué al borde del agua, a unos doscientos metros de La Pietà, intentando decidir mi próximo movimiento. El día empezaba. Los vendedores peleaban por el mejor lugar para montar sus puestos. La plataforma que usaba Canaletto estaba erigiéndose en la parte del paseo más próxima al Arsenal, dirigidos los trabajos por el propio pintor, que daba ordenes a diestro y siniestro. De nuevo intentaba captar clientes. Varios de sus cuadros iban a ser expuestos para incitar otros encargos, y entre ellos se encontraba aquel trabajo que yo le vi empezar cuando era un crío, unos seis meses atrás, y que no me atreví a mirar de cerca por temor a los recuerdos.

Un soldado clavó un pasquín en uno de los maderos que servían para amarrar las góndolas. Esperé a que hubiera terminado y después, para satisfacer mi curiosidad, me acerqué a leer, aunque sabía bien qué debía esperar. En él se proclamaba la orden de búsqueda y captura de un tal Lorenzo Scacchi, aprendiz de San Casiano, que había asesinado a su maestro la noche pasada de un modo brutal. A continuación se describía al asesino, y nadie que me viera con el aspecto que tenía en aquel momento sería capaz de reconocerme. Por último se prometía una recompensa que haría efectiva el benefactor inglés de la ciudad. Si Delapole no podía arrancarme la cabeza con sus propias manos, pagaría a la República para que lo hiciera.

Le maldije a él y a Venecia, y a pesar de mi miedo, me acerqué a contemplar el trabajo de Canaletto cuando el artista estaba ocupado reprendiendo a un carpintero al otro lado de la plataforma. La pintura era magnífica pero fría. Entre aquel momento congelado en el tiempo y mi estado presente había todo un tratado de dulzura y tristeza. Todo lo que el artista ofrecía allí era un testamento exquisito de la grandeza del espectáculo. Contemplé su trabajo una vez más y volví a ocultarme en las sombras para soñar con nuestra huida.