Relaciones públicas

Massiter había reservado una gran sala de conferencias en el Londra Palace, muy cerca de La Pietà, y sentados en una plataforma sobre la que habían colocado una mesa larga y sillas, medio cegados por las luces, estallan Daniel, Massiter, Fabozzi y Amy, pálida y asustada, como representante de la orquesta. Daniel había aprovechado la ocasión para hablar con ella un instante antes de que empezase la rueda de prensa y Amy había accedido sin atreverse a mirarle a los ojos. El sentido de culpa o la vergüenza le asomaban a la cara. Había muy poco tiempo entre la conferencia y el funeral de Scacchi, pero estaba decidido a hablar con ella antes de marcharse de allí.

El concierto había despertado una enorme expectación. Estaban en pleno verano, una época en que la prensa carecía de otras noticias por la lasitud estival. Además, estaba el aire de misterio como un plus añadido: la reticencia de Daniel hasta aquel día a dejarse ver en público y la muerte violenta de sus dos amigos. Se olían algo gordo, y Daniel estaba convencido de que si les daba la oportunidad, intentarían pillarle con la guardia baja. Debía haber más de cien periodistas congregados en la sala, además de los fotógrafos que disparaban sin cesar desde la primera fila. Sonrió para ellos, pero su pensamiento estaba en el funeral y en la conversación que iba a tener con Massiter, y mientras posaba con aquella sonrisa educada y estática se decía que nadie de entre los asistentes se podía ni imaginar la clase de titular que iban a publicar sus periódicos antes de que terminara el fin de semana.

Massiter se levantó y les dio la bienvenida con un discurso corto y con referencias musicales: les recordó que Tchaikovsky había compuesto su cuarta sinfonía durante su estancia en aquel hotel en 1877. Daniel recordaba la composición, y con ayuda de la fecha que había dado Massiter, consiguió emplazarla en la carrera del músico. Era el momento en que su vida había empezado a caer en picado hacia el caos y la locura, y resultaba inquietante pensar que en algún lugar de aquel edificio, en una de sus habitaciones, Tchaikovsky sufría indescriptiblemente pensando en su matrimonio fracasado, su homosexualidad y el largo y agotador trabajo que acababa de comenzar. Otro fantasma más que pululaba por Venecia, y otra razón por la que él nunca podría tener el aspecto que Massiter esperaba, ya que no era persona capaz de torturarse de ese modo. Por desgracia el genio se veía acompañado en numerosas ocasiones por el infortunio, y quizás fuera esa la razón por la que el concierto que ahora llevaba su nombre había permanecido oculto y anónimo en Ca’ Scacchi casi trescientos años: que detrás de esa música había un ser humano que todavía aguardaba la oportunidad de levantarse de sus cenizas.

Massiter se sentó mientras sonaban los aplausos y Daniel se dispuso a acometer su tarea, consciente de que el joven que había llegado aquel mismo verano al aeropuerto de Marco Polo y al que habían recogido en la moto topo Sophia, se habría arrugado ante tanta atención.

Le costaba trabajo recordar a esa persona. Se presentó como compositor y no como orador, y se declaró dispuesto a contestar a sus preguntas con la mayor sinceridad posible. Durante treinta minutos no hizo más que eso, contestar preguntas que le llegaban de todas direcciones, algunas inteligentes, otras estúpidas y otras simplemente incomprensibles. Agradeció a Massiter su patrocinio y dio las gracias a Fabozzi y a Amy por su apoyo. Quienes persistentemente le preguntaron por Scacchi y Paul tuvieron que conformarse con un rodeo y la sugerencia de que dirigieran esas mismas preguntas a la policía.

Cuando un periodista inglés volvió a insistir en el asunto, Daniel le dio una explicación un poco más elaborada; eso sí, con la voz algo desfigurada.

—Por favor… ambos eran amigos míos. Hoy entierro al Signor Scacchi, un hombre cuya amabilidad para conmigo ha sido sobrepasada sólo por la del señor Massiter aquí presente. Sin el Signor Scacchi, no habría venido a Venecia. Sin que él me presentara al señor Massiter, nunca habría encontrado un benefactor de su talla, ni habría salido de mi relajante oscuridad a esta luz cegadora. Les ruego que sean indulgentes conmigo en este sentido, señoras y señores. Cuando el día de hoy haya pasado, cuando hayan escuchado el concierto y yo haya cumplido con el triste deber de enterrar a un amigo, volveremos a hablar e intentaré contestar a sus preguntas del mejor modo posible, pero por ahora les pido que tengan paciencia. Júzguenme por lo que escuchen, y no por estas torpes palabras.

Hubo una especie de ola de admiración entre el público, y Daniel experimentó un gran alivio. Se esperaba una situación mucho más comprometida.

Una periodista de una de las grandes cadenas norteamericanas dirigió su micrófono hacia Amy.

—Señorita Harston.

—¿Sí?

—Me pregunto qué opina usted de todo esto.

Amy miró a Daniel sin saber qué contestar.

—¿En qué sentido?

—Usted me lo dirá —contestó, agresiva—. ¿Qué se siente al tocar una música escrita por alguien casi de su misma edad, pero que no es moderna, sino que parece compuesta por un fantasma de hace trescientos años?

Amy asintió.

—No he hablado con Daniel sobre ello.

Los periodistas se quedaron quietos. Algo se palpaba en el aire, pero no sabían qué.

—¿Que no ha hablado con él? —se sorprendió—. Pero si es el compositor.

—Yo…

Massiter se levantó.

—Mi querida señora —intervino—. El señor Fabozzi, un director de prestigio, es quien está al mando de este evento. Cuando hablamos de cómo aprovechar esta inesperada oportunidad, decidimos que fuera él quien dirigiera la orquesta y no el compositor. Fue una decisión compartida, ¿verdad Daniel?

Ellos le miraron sorprendidos y él asintió.

—Desde luego —contestó—. ¿Por qué iba yo a complicarles la vida interponiéndome entre los músicos y su director?

—Ya —ironizó la periodista.

—Bueno, pues pasemos ya a cuestiones más prácticas —anunció Massiter—. En la puerta encontrarán entradas reservadas a los críticos acreditados y algunas más.

Daniel intentó adivinar su estado de ánimo. Los periodistas trabajaban en bloque, y como una reata de galgos a medio comer, su resentimiento por lo que no habían recibido era mayor que la gratitud que sentían por los escasos bocados de que habían podido disfrutar. Se palpaba en el aire cierto nerviosismo y era una pena, porque Fabozzi y los músicos habían trabajado muy duro y se merecían su reconocimiento.

Massiter se levantó y les vio marchar. Luego cogió del brazo a Daniel y le susurró al oído:

—¡Has estado excelente, Daniel! Los has tenido comiendo de tu mano.

—¿Tú crees? A lo mejor es que olían una rata.

—Tonterías. Son demasiado estúpidos para ver algo aunque les de en la cara, pero aun así, mejor andarnos con tiento, ¿eh? Mañana te reservaré habitación en alguna parte, donde tú quieras. En el Cipriani si te parece, para que tengas paz y tranquilidad.

Recordar el hotel palatino de Giudecca le trajo inmediatamente a la memoria la imagen de Laura gritándole en aquella pequeña sala de la prisión de mujeres.

—O si lo prefieres, en Verona —sugirió Massiter—, donde quieras, pero lejos de estos animales. Piénsatelo.

—Lo haré.

Amy se había detenido en la puerta e intentaba llamar su atención.

—Hablaremos después del funeral, ¿de acuerdo?

Massiter le miró a los ojos.

—Ah, sí. Hablaremos de tu nuevo precio, ¿no?

Inesperadamente, Massiter se echó a reír.

—Eres la leche, Daniel Forster.

—¿Cómo?

—Pues que detrás de tu fachada de hombre débil, resulta que tienes un carácter duro como el pedernal.

Daniel saludó con una breve inclinación de cabeza.

—Gracias.

—De nada. Podrías ser un buen alumno. A veces me pregunto si no necesitaré un acólito, en lugar de tanto parásito.

—Pero yo soy un compositor, Hugo. No lo olvides.

Massiter se rio con una sola y breve carcajada y le dio una palmada en la espalda.

—¡Genial! ¿Quieres venir conmigo en taxi al funeral?

—No, gracias. Quiero caminar un rato. Necesito pensar.

—Sí. En lo del precio, ¿no?

—En lo de Scacchi.

Massiter no dijo nada y se marchó.

Amy estaba esperándole en la puerta y Daniel fue hacia ella. Parecía distinta. Había perdido parte de su exuberancia natural.

—Amy, lo siento —le dijo—, pero he estado un poco despistado estos días. Debería haberte llamado.

—¿Por qué? —preguntó ella sin mirarle a los ojos.

—Porque te lo debía.

Ella suspiró y miró el largo corredor que tenían ante sí. Los halcones de la prensa se habían ido ya. Estaban solos.

—Quiero tocar el concierto y marcharme, Dan. No me preguntes por qué, pero tengo la sensación de que todo esto está mal. No sé., es como si me estuviera volviendo loca.

—No estás loca, Amy —contestó él, poniéndole una mano en el hombro.

—¿Tú crees? Le dije a Hugo que tú no podías haber escrito el concierto. Que no eras capaz. Pero ahora te he visto en la rueda de prensa y supongo que ese es tu yo verdadero. Lo que pasa es que no he sabido verlo antes. Tenías a esos periodistas comiendo de tu mano.

—Puede.

—No, Dan. Ha sido así. No sé por qué se me da tan mal juzgar a las personas. Y a mí misma a veces también.

—Ten paciencia, que ya verás como todo se arregla.

Amy se cruzó de brazos.

—Ya está todo arreglado. Hugo y yo estamos juntos. Te lo digo por si todavía no te ha llegado el rumor. Voy a ser una estrella, igual que tú.

Había amargura en su voz, pero parecía dirigida contra sí misma más que contra Massiter.

—Todos cometemos errores, Amy, pero no tenemos por qué vivir con ellos para siempre.

—¿Tú crees? Ya está todo organizado. Me va a meter en la Juilliard, y voy a vivir en su apartamento de Nueva York, que parece ser que queda a unos cientos de metros del Lincoln Center. Asunto arreglado.

—Es… fantástico —la felicitó con cautela.

—Claro. Lo único que tengo que hacer es follar con él cada vez que se pase por la casa. Aunque tampoco se trata de eso en realidad. Es como si lo que de verdad pretendiera fuese marcar su territorio o algo así.

—Amy, no tienes por qué hacer nada que tú no quieras. Tus padres…

—Ya ha hablado con ellos, y los ha convencido de que todo es maravilloso. De pronto la tonta de su hija tiene una carrera por delante y un novio rico, maduro e inglés. El dinero no lo necesitan, pero la clase… eso no tiene precio.

—No hay nada hecho que no pueda deshacerse —contestó, apretándole el brazo.

—¿Ah, no? Me parece que no estás entendiendo nada, Daniel. Tú y yo vamos en el mismo barco. Somos de su propiedad, como quien posee un cuadro, una estatua o cualquier otra obra de arte. Eso es lo que le pone: saber que estamos ahí, en la repisa, esperando a que quiera algo de nosotros, y… —Amy soltó una sonora blasfemia—, no hay modo de dar marcha atrás. Él lo sabe, y cuando te ve mirar hacia la puerta, te la cierra en las narices. Ahora somos suyos. Lo seremos mientras vivamos.

Daniel se agachó y la besó en la frente, y ella lo miró sorprendida.

—¿Por qué has hecho eso?

—Por mí. Y para decirte que soy tu amigo, Amy, y que te ayudaré en lo que pueda. Tú ten paciencia, y esta noche toca como el viento, preciosa. Y no para mí, ni para Hugo, sino para ti misma.

Al mirarla en aquel momento creyó ver a la Amy de antes, con la esperanza y la inocencia suavizándole la mirada. Luego se abrazó a él y apoyó la cabeza en su pecho. El pelo le olía a perfume, a un perfume caro y adulto, seguramente regalo de Hugo.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó.

—No lo sé. Volver al hotel, supongo. Estamos preparados ya y Fabozzi dice que no necesitamos ensayar más.

—Seguro que tiene razón.

—Tú vas a ir al funeral, ¿no?

Daniel bajó la mirada y no dijo nada.

—¿Quieres que te acompañe? —se ofreció ella—. Sólo le vi aquella vez, pero…

—Sí, Amy, por favor. Acompáñame.