Eran casi las diez cuando identifiqué la entrada trasera de la mansión de Delapole. Los habitantes de la noche alimentaban su negocio en los estrechos callejones que partían del río: caras pálidas provocando desde las puertas, figuras que caminaban arrastrando los pies y que salían de las tabernas para hacerles compañía. Me sentía vulnerable en aquel mundo lóbrego y agitado. Delapole era un hombre alto y fuerte, y Gobbo tenía el músculo de esos terrier que se plantan a la entrada de la madriguera de un tejón y que no cejan hasta no haber despedazado a su víctima. Sí pudiera escabullirme dentro y salir con Rebecca sana y salva, me daría por contento. Marchese estaba de camino. Si todo había ido bien ya habría dejado atrás Padua, y con su ayuda Delapole estaría encerrado al día siguiente, el mismo día que pretendía ser el héroe de los venecianos.
Llamé al timbre y una doncella de rostro avinagrado me abrió y me hizo pasar a la cocina, vacía a aquellas horas. En un instante Gobbo se presentó. Estaba sorprendido de verme. Se sentó a la mesa y me invitó a unirme a él encogiéndose de hombros al mismo tiempo, como si quisiera decir ¿qué podía hacer yo?
No acepté su invitación de que me tomara un vaso de vino.
—Creía que ibas a quedarte en Roma más tiempo —me dijo—. Por ese asunto de tu maestro, quiero decir.
—Creo que ya no tengo maestro, Gobbo. El inglés y tú os habéis encargado de ello.
Gobbo se ofendió.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que la tenéis aquí encerrada. He hablado con su hermano y me ha dicho que lleva dos días sin aparecer por su casa y que os vais a marchar de la ciudad en breve. No le habéis dejado nada a mi tío, y es culpa mía.
—Estás exagerando, amigo. Llevamos siete meses aquí, y Delapole se aburre enseguida.
Tenía que andarme con cuidado si no quería revelar lo que sabía.
—Ya me lo imagino.
—No, no te lo imaginas. Mira… —empujó un vaso sobre la mesa hacia mí. Creo sinceramente que en aquel momento Gobbo no pretendía hacerme ningún mal—, voy a darte un consejo. Has estado jugando en el campo de los ricos, y ese lugar no nos corresponde ni a ti ni a mí. Lárgate mientras puedas. Este no es juego de aprendices, Lorenzo, y lo único que puede pasar es que vengas a por lana y salgas trasquilado.
—Yo la dejé a tu cuidado, Gobbo. Creía que ibas a protegerla de mi tío, pero ahora resulta que le evité un destino regular para arrojarla a otro peor. Me ha dicho que…
—¡Ya está bien! —exclamó, golpeando la mesa con el puño cerrado—. No está tan mal. Vive. Come. Ve mundo. Sigue con su música aunque sea el nombre de mi amo el que aparezca en la portada. Podría ser mucho peor. Leo no le habría dado más, sino mucho menos.
No podía compararse el uno con el otro, pero tampoco tenía sentido seguir con aquello.
—No puede funcionar, Gobbo. A tu amo le harán preguntas que no sabrá contestar. Le pedirán que toque, o que dirija la orquesta.
—¿Y crees que no es capaz de hacerlo? Yo le he visto tocar algunas veces, y lo otro es cuestión de mover mucho los brazos. Los dos somos buenos actores, Lorenzo. Tú no tienes ni idea. Como aquel imbécil de Rousseau solía decir, es increíble las cosas que puedes conseguir, o fingir que consigues, cuando te pones a ello.
—Pero…
—Pero nada. A veces eres un poco lerdo, ¿sabes?, y es un defecto peligroso. ¿De verdad no comprendes qué clase de hombreas mi amo?
Lo comprendía demasiado bien, pero no podía hacérselo saber.
—Un inglés. Un aristócrata. Y un caballero, creía yo.
—Te voy a contar su historia tal y como me la ha contado él. Cuando era un mocoso de apenas diez años, su padre enviudó y volvió a casarse con una tía bruja… al menos eso es lo que dicen todos. Una noche, apenas un mes después de la boda, le despiertan unos gritos. Duerme en la habitación de al lado de la de su padre, como siempre ha hecho, y corre a ver qué pasa, y lo que se encuentra es a aquella nueva madre suya a horcajadas sobre su padre, jodiendo con él, gritando los dos como animales.
Algo de lo que Marchese me había dicho sobre el origen del comportamiento de Delapole me vino a la cabeza.
—¿Y eso que tiene que ver con nosotros, Gobbo?
—¡Pues todo! Su padre murió aquella noche, delante del muchacho, y en aquellas circunstancias. Dos meses después, empieza a notar que su madrastra está embarazada, pero el hijo no es de su padre, según dice él, y cuando aún no ha pasado el año desde la boda de su padre hay otro hijo en la casa y a él lo echan a unas tierras pantanosas que tenía el padre en Irlanda con una pensión de hambre. ¿Lo entiendes ahora?
Un poco, pensé.
—Lo que entiendo es que se siente ultrajado por esa mujer.
—No. Para él es el mundo entero quien le ha vejado, y por eso se dedica a estos juegos. Y si te entrometes, correrás un gran peligro, Lorenzo. A mí a veces me da miedo, y hay pocos hombres en este mundo que puedan asustarme.
—¿Cuándo os marcháis?
—Dentro de un par de días como mucho. Después del numerito de La Pietà, que supongo que nos dará algunos fondos. La verdad es que lo del concierto no va demasiado bien. No tiene copia de la partitura, ¿qué te parece? Y dice que no puede reproducirla toda a tiempo. A menos que podamos sacarle el manuscrito original a tu tío y llevarlo a toda prisa a un copista, estamos metidos en un lío. Tendremos que dejar que Vivaldi toque algo de lo suyo e inventarnos una excusa, y buscar peculio por otra parte. La gente se va a volver loca de contento, ¿no te parece? Estoy harto de que los acreedores vengan todos los días a la puerta. Si no nos vamos pronto de aquí, el concierto tendrá que celebrarse en la caponera. Supongo que tú no sabrás dónde guarda Leo la partitura, ¿verdad?
—Mi tío es muy reservado. Preguntádselo directamente a él.
—Ya lo hemos hecho, pero el viejo es testarudo como una mula. Y encima dice que no está donde él la había guardado —apuró el vino y me miró—. Tengo cosas que hacer, camarada. No me puedo quedar aquí de chanzas toda la noche.
—Tengo que verla —le rogué.
Él me miró con el ceño fruncido.
—No me has escuchado. Vete ya, y olvídanos a todos.
—Sólo una vez, Gobbo, y luego me marcharé. Te lo prometo.
Él suspiró.
—No sé por qué tengo que hacerlo. Si te hago este favor, ¿dejarás de darnos la lata?
—Tienes mi palabra.
—Tendrás que ver también a Delapole. Ahora son uña y carne. Voy a hablar con él para que no haya malentendidos.
Y salió. Oí voces apagadas en el salón que daba al canal, al que Gobbo me acompañó tras volver a buscarme. Rebecca estaba sentada junto a la ventana en un taburete tapizado en brocado, de espaldas a mí, y Delapole estaba de pie junto a ella sonriendo como siempre, con su aspecto impecable de caballero inglés.
—Scacchi —me saludó, invitándome a acercarme a ellos con un gesto de la mano—. Como ves, tu plan ha funcionado. Rebecca ha pasado a formar parte de mi casa y yo me ocuparé de que su talento reciba la recompensa que se merece; eso sí, en todo menos en el nombre, lo cual en estos tiempos crueles es inevitable.
Intenté verle la cara a Rebecca, pero seguía obstinadamente de espaldas.
—Señor, me gustaría hablar un momento a solas con la señorita Guillaume, si es posible.
—¿Guillaume? Ah, supongo que quieres decir Levi, ¿no? Ya no hay secretos entre nosotros.
—Se lo agradecería.
El inglés la miró con displicencia y yo me maldije por ello. A la luz de las velas que se reflejaba en el cristal de la ventana, podía verle como era en realidad: un hombre frío y cruel que consideraba al resto de los humanos como juguetes, piezas de un ajedrez que podía mover o sacrificar a su conveniencia. ¿Cómo no me habría dado cuenta antes? En su forma de mirarla se adivinaba su pensamiento: disfrutaba con la indefensión de su víctima, y con su belleza. Como si hubiera cazado una mariposa con la mano.
—Gobbo y yo tenemos asuntos de los que ocuparnos. Tardaremos más o menos una hora y luego volveremos aquí. Espero que no abuses de mi generosidad, muchacho. Este asunto es de adultos, y tú no tienes cabida en él.
Yo hice una leve inclinación de cabeza, y él, con gesto arrogante, salió de la habitación seguido de Gobbo. Rebecca seguía sentada dándome la espalda y puesto que no había tiempo para tonterías, me interpuse entre ella y el cristal y cogí sus manos.
—Rebecca, he de rogarte que abandones esta casa, pase lo que pase aquí. Delapole es el mismo diablo. He estado en Roma y a mi pesar conozco su verdadera naturaleza. Si sigues a su lado te quitará la vida.
Pero ella continuó contemplando el canal y el movimiento de barcos en él.
—¡Vamos! —exploté, tirando de sus manos—. Tenemos que irnos.
—¡No! —me contestó ella, mirándome llena de odio—. ¿Por qué te empeñas en atormentarme, Lorenzo? ¿Es que no he sufrido ya bastante por tus celos?
Yo apoyé la espalda en la ventana y cerré un instante los ojos. ¿Cómo había podido ser tan necio para pensar que me bastaría hablar con ella para convencerla?
—Sí —contesté, y ella me miró con más indulgencia—. Tienes razón, y te pido que me perdones por ello, pero créeme, amor mío: este hombre es un diablo envuelto en seda. Ha robado y asesinado por media Europa y mañana esta ciudad tendrá pruebas de ello. Vámonos ahora y estaremos lejos de su alcance cuando la justicia le atrape.
—Cada hombre que me mira es un demonio para ti, Lorenzo —espetó con desprecio—. En estas dos últimas noches he tenido ocasión de conocer a nuestro amigo inglés, puesto que nos ha dejado bien claras las condiciones por las que Jacopo y yo podemos mantener la libertad e incluso cierta dignidad. No pretende matarme, Lorenzo. Tiene otras cosas en perspectiva, aunque cuando me vea forzada a acceder, creo que preferiré verme muerta.
—¡Entonces, ven y escapa de esta bestia! —le rogué—. ¿Qué te retiene?
—¡Que no tengo elección! Tú mejor que nadie deberías saberlo.
—En cuanto lleguemos a terra firma, tendremos todas las posibilidades del mundo.
Ella me miró, y la expresión rendida de sus ojos me heló la sangre.
—Una palabra a las autoridades y no podremos salir de Venecia. Estamos en una isla, Lorenzo. Estando sobre aviso, nos darían caza en cuanto quisiéramos tomar un barco, y no sólo a mí sino también a Jacopo, a quien ya he hecho bastante daño metiéndole en este lío. Pensaba que por fin estábamos en un lugar del que no íbamos a necesitar huir, y mira…
Eso mismo había leído yo en su rostro, a pesar de la borrachera. Jacopo siempre había sido el más cauto de los tres.
—En Roma asesinó a una mujer que estaba embarazada de él. Fue algo tan atroz que no me atrevo ni a contártelo. Hizo lo mismo en París y en Ginebra. Este hombre es letal, Rebecca.
Se pasó la mano por el pelo como siempre que estaba nerviosa.
—¿Por qué iba a hacer algo así, cuando bastaba con huir o con negar que el niño fuera suyo?
—Está en su naturaleza. O en su historia, no lo sé, pero lo que sí conozco son sus hechos. Viene de camino un corregidor que pedirá su arresto, y cuando eso ocurra, estaremos en peligro, amor mío, porque Delapole se llevará por delante a todos los que pueda.
—Y con razón —contestó ella—: Falsedad, blasfemia, fraude… porque ese violín está por pagar, y la factura se hizo a mi nombre. De todo ello soy culpable, además de… vender mi cuerpo cuando ha sido necesario.
Pretendía echarme de su lado con aquello, obligarme a huir por mi propio bien.
—He hablado con Jacopo —respondí—, y ya sé lo que has hecho para sobrevivir.
—No sabes nada de mí, Lorenzo. De lo que soy capaz. Cuando me miras, crees ver a una dama perfecta, pero no sabes hasta qué punto te equivocas.
—No. Yo veo a una mujer. Una mujer que me consoló en momentos de desesperación. Una mujer que me hizo ver el mundo más allá de mí mismo. Una mujer a la que amo y que lleva en su seno un hijo mío.
Ella negó con la cabeza y su melena oscura se movió con lentitud.
—¿Un hijo? ¿Más tonterías, Lorenzo? —me preguntó, pero vi que había enrojecido.
—No. Mientras estaba en Roma te vi en sueños…
—¿En sueños?
—… y ese sueño era la traducción, creo yo, que mi cabeza me ofrecía de la última conversación que tuvimos. Tú estabas preocupada, y yo enojado. Estás embarazada de mí, Rebecca, y me lo has ocultado para protegerme cuando en realidad eres tú la que estás en peligro.
Ella cerró los ojos, pero una lágrima se escapó de entre sus párpados.
—Si eso fuera cierto, razón de más para aceptar el ofrecimiento de Delapole. ¿Qué vida tendríamos juntos con un niño? Estaríamos en la más absoluta miseria, o incluso algo peor.
—Tendríamos la vida de un hombre y una mujer enamorados. ¿Qué más se puede pedir?
—¡No! —insistió, sollozando—. Es imposible. Si no accedo a las condiciones de Delapole, estamos todos condenados: Jacopo, yo e incluso tú, si insistes en quedarte aquí.
—No pienso abandonarte.
—¡Entonces, te obligaré a hacerlo! Por favor, Lorenzo —imploró, cogiendo mis manos—. Si alguna vez he significado algo para ti, márchate ahora, deja esta ciudad y busca la felicidad en otro lugar, porque ninguno de nosotros la encontrará aquí.
—¡Te matará, Rebecca!
—Así todo habrá terminado.
Su expresión me horrorizó, caí de rodillas y tomé sus manos en las mías.
—¡No digas eso!
Rebecca se abrazó a mí como quien lo hace por última vez. Sentí la humedad de sus lágrimas en mi mejilla y la abracé con fuerza, pero ella se separó.
—Una mujer como yo debe aprender trucos para esquivar su destino —dijo, secándose las lágrimas y sin mirarme—. Tiene que hacer feliz a un hombre pero evitar las consecuencias que esa felicidad acarrea con suma facilidad. Pero tú me hiciste olvidar esas consecuencias al hacerme pensar que ambos podíamos ser felices. Tu dulzura y tu inocencia me recordaron que una vez yo también fui así, pero ya sabemos los dos cuál ha sido el resultado. Si puedo convencer a Delapole de que el niño es suyo, puede que muestre un poco de clemencia.
—Te degollará primero y después te arrancará el niño del vientre, como hizo en Roma —sentencié.
Rebecca palideció.
—Eso es lo que tú dices, y si es cierto confiemos en que ese magistrado del que hablas llegue mañana a detenerle y que un milagro nos salve de su ira.
—¡Los únicos milagros que existen son los que nosotros mismos obramos, Rebecca! Ven conmigo ahora y ponte a salvo.
—¿A salvo? Nadie estará a salvo mientras él siga libre. Si mañana le detienen todo será distinto. Entonces podremos echar a correr y tratar de salir de la ciudad antes de que él nos señale con su dedo acusador.
—¡Ha de ser ahora!
—No puedo. No me lo pidas más. Vete, Lorenzo, que si hay Dios a lo mejor se apiada de nosotros por todos nuestros pecados.
La besé en la mejilla y sentí que ella se apartaba de mí. Luego salí de la casa y caminé sin rumbo por la ciudad, pensando y pensando. Cuando el reloj de San Casiano daba la una, volví a Ca’ Scacchi y entré por la puerta lateral del almacén de modo que nadie me viese. Mi tío se merecía una explicación y una disculpa, además de la oportunidad de despedirme con viento fresco.
Subí la escalera, entré por la ventana y me encontré en mi habitación de siempre: la tercera del tercer piso. El muchacho de Treviso que unos cuantos meses antes llegó a Venecia entusiasmado y sin saber lo que le esperaba me pareció un extraño. Vivía dentro de mis recuerdos pero como si fuera otra persona, desconocida e insondable. Recogí unas cuántas cosas que creí que podrían serme útiles para la vida errante que me aguardaría pasara lo que pasase al día siguiente: algo de ropa, unas cuantas cartas de mi querida Lucía y un pequeño retrato de mi madre. Luego cogí la estrella de David de plata que Rebecca me había regalado y que me había quitado en un ataque de rabia después de nuestra discusión, y volví a ponérmela al cuello.
Un instante después y con sumo cuidado para no hacer ruido, ya que no quería encontrarme con mi tío hasta que yo lo decidiera, volví a bajar. Había oído ruidos. Leo debía estar allí, bebiendo. El licor era su medicina favorita cuando tenía que enfrentarse a la adversidad.
El fuego se estaba apagando y había un cabo de vela que todavía ardía sobre la mesa. Mi tío estaba allí, con una botella de vino y algunos vasos. Permanecía pegado a la silla, inmóvil, borracho. No era precisamente el momento ideal para mantener con él una conversación, pero no me quedaba otro remedio. Le había hecho un daño incalculable pensando que él podría ser aquel maestro cruel retratado en el cuadro de San Casiano, cuando en realidad no era más que un hombrecillo triste que intentaba abrirse camino en el mundo como podía.
—Tío —lo llamé para despertarlo, y me acerqué desde atrás para ponerle la mano en el hombro.
Su cuerpo se ladeó con un ademán extraño y su cara cayó sobre la mesa. Tenía la boca abierta y ensangrentada, y sus incisivos habían desaparecido. Tenía sangre también en el cuello, un ojo reducido a una cavidad oscura y líquida y su mano deforme era ya un muñón. Oí una voz que no era la mía pero que provenía de mi interior que empezaba a gritar, y supe de inmediato quién podía ser responsable de un crimen tan atroz.
—Lorenzo —dijo una voz que me era familiar y cuyo acento inglés no dejaba lugar a dudas. Delapole se materializó ante mis ojos. Había permanecido oculto en un rincón oscuro junto a la chimenea. Gobbo estaba con él y mantenía la miraba baja, como si sintiera vergüenza—. Desde luego tu tío era un tipo raro. No lo sé, no lo sé, es todo lo que acertó a gimotear por mucho que le insistimos. Y seguimos sin encontrar el manuscrito. Ahora ya es demasiado tarde para acudir a los copistas, pero lo encontraré. Es mío, y lo que me pertenece debe estar en mi poder. El bueno de Leo debe haberlo escondido. ¿Dónde crees tú que puede estar?
—No lo sé —contesté, y retrocedí hacia la escalera que quedaba a mi espalda.
Delapole se acercó más a la vela y su rostro amarillento y cadavérico quedó iluminado por una claridad cerúlea. Sonreía.
—¿Cómo puedes mentirle con tanto descaro a quien tanto te ha favorecido? Esta costumbre veneciana de jugar con la verdad me hastía, muchacho, y a ti no te hace ningún bien. Sólo me convencí de que tu tío decía la verdad cuando le arranqué esos dedos deformes de la mano. De todos modos, ¿para qué le servían? Pero aullaba de tal modo que no pude aguantar más y decidí usar esto para hacerle callar. ¡Cógelo, muchacho! ¡Cógelo!
Movió el brazo derecho y un objeto pequeño, frío y manchado de sangre voló por el aire y me rozó la mejilla. Pensé en el tajo que seccionaba el cuello de mi tío y supe lo que me había lanzado. Marchese tenía razón: un demonio habitaba en el cuerpo de aquel hombre, un demonio que había quedado suelto por la tierra.
—Tráemelo, Gobbo —dijo Delapole ocultando un bostezo—. Nos costará cinco minutos arrancarle la verdad y dejaremos que su cadáver confiese el asesinato de su amo. Qué simetría tan perfecta. Luego saldremos para Viena.
La figura rechoncha y desagradable del hombre que yo consideraba mi amigo avanzó hacia mí, dejando atrás el cuerpo mutilado de mi tío, y con tanta rapidez como un sabueso que diera caza a un zorro. Sin darme cuenta, empecé a rezar.