Daniel estaba sentado en casa de Hugo Massiter contemplando los reflejos de sí mismo que le devolvían los espejos. Eran las ocho de la mañana. Una hora después los dos comparecerían en la rueda de prensa que Daniel había querido convocar. A las doce asistirían al funeral de Scacchi en San Michele. El concierto era a las ocho, y habría una fiesta después.
La tarde anterior, Daniel había entrado en una tienda de Castello de esas que abren hasta tarde y con el dinero que encontró en una de las chaquetas de Paul se compró un traje caro de lino azul oscuro, camisa blanca también de lino y una corbata de seda negra.
—Tu aspecto es demasiado comercial, Daniel —le dijo Massiter tras estudiarle enarcando las cejas—. Pareces un agente de bolsa, y no un compositor.
—Lo siento. Soy nuevo en estas cosas.
—La próxima vez te acompañaré para aconsejarte. Si has decidido empezar a cuidar lo que te pones, un poco de experiencia no te irá mal. Por favor…
Massiter llevaba un traje azul pálido y camisa rosa, y Daniel se preguntó si no debía recordarle la clase de ceremonia que iba a celebrarse en San Michele. Pero antes de que pudiera hablar, le invitó a sentarse en el sofá.
—Bueno… en primer lugar, quiero darte las gracias por haber venido. No puedo negar que esté preocupado, Daniel. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué este cambio? ¿Qué es lo que quieres decir?
—Lo que tú quieras que diga, Hugo. Creía que se trataba de eso.
—No lo entiendo. Te has comportado como un recluso desde que el pobre Scacchi murió, y ahora, de repente, te recuperas milagrosamente y ardes en deseos de hablar con la prensa. Me alegro mucho de tu recuperación, por supuesto, pero como tu socio principal en esto, creo que tengo derecho a saber lo que pretendes decir.
—Todo menos la verdad —contestó—. ¿No es eso lo que quieres que diga?
Massiter lo miró fijamente, como buscando una imperfección en su cara.
—Amy piensa que te sientes mal, Daniel. Sospecha que no eres el autor del concierto y cree que lo que quieres es decírselo al mundo para poner a salvo tu conciencia. ¿Es eso? Porque si lo es, tengo que decirte que los dos tendríamos que enfrentarnos a las consecuencias. Todavía debes el importe que acordé con Scacchi: cincuenta mil dólares. No es moco de pavo, pero tú lo sabes bien puesto que lo negociaste personalmente. Pero por encima de todo está la cuestión del fraude. Has formado parte de una conspiración, y si ahora decides darme la espalda, los dos acabaremos siendo procesados. ¿Quieres ir a la cárcel?
—Por supuesto que no. Y tampoco querría que fueses tú, Hugo. Has sido amable conmigo, y con Scacchi también lo fuiste.
—Eran negocios —insistió él—, no te equivoques. Eso sí, negocios muy agradables. Espero que hayas disfrutado de mi compañía lo mismo que yo de la tuya. Y también espero que hayas aprendido algo de mí. Tengo mucho que enseñar, Daniel. Y tú tienes mucho que aprender.
—Lo sé. Pero estoy progresando, ¿no te parece?
—Desde luego. Más de lo que esperaba, si quieres que te diga la verdad.
—Me siento halagado.
Daniel pensó entonces en la proximidad de aquella otra casa, la que fascinaba y aterraba a Laura. Ella le había dicho que Massiter podría quizás organizar una visita a Ca’ Dario para satisfacer su curiosidad. Acababa de caer en la cuenta de que podía beneficiarse en muchos sentidos de aquella situación. Había sido un idiota, esperando sentado a que llegasen los premios, como si fueran suyos por derecho.
—No me dejes colgado, Daniel —dijo Massiter—. Ni a mí ni a ti.
Sonrió mirándole a la cara, y no pudo evitar preguntarse cómo habría sido cuando Amy estaba allí, qué medios habría usado para seducirla, y sobre todo, qué fuerzas le quedarían aún.
—Ni se me ocurriría, Hugo. Pienso exprimir el día de hoy al máximo. Te sentirás orgulloso de mí. Cuando esta noche salgas de la sala de conciertos, serás el héroe del día. Más incluso que yo, porque les diré que nada de todo esto habría sido posible sin tu ayuda. Que eres el benefactor que un verdadero artista como yo necesita.
—Excelente —contestó Massiter pero sin emoción.
—Pero todo eso tiene un precio, Hugo, aparte de lo que ya hemos acordado. Y es un precio que no se puede regatear. Pagarás sin dejar de sonreír.
—¿De qué se trata? —preguntó en voz baja.
—Después del funeral —contestó—. Cuando por fin esté tranquilo. Entonces hablaremos de ello, una vez Scacchi esté enterrado.
Massiter frunció el ceño y Daniel se levantó.
—Vamos, Hugo. El mundo nos aguarda, y no debemos hacerle esperar.