Un encuentro accidentado

Estaba cambiado. Giulia se había sentado al lado de Daniel en la sala del primer piso de la Scuola di San Rocco e intentaba encontrarle sentido a la situación. Le había dejado un mensaje en el contestador en el que le daba a entender que podía tener algo para él. Claro que esperaba que contestase, pero ni tan rápido ni con tanta seguridad como lo había hecho. La duda y la tristeza que había percibido en él el día anterior habían desaparecido.

Siguió la dirección de su mirada. Estaba contemplando las pinturas de uno de los rincones de la sala. A pesar de todo, seguía convencida de que podía ganar la partida.

—Me encanta este sitio —le dijo—. Podría pasarme horas aquí. Es como si la historia del mundo estuviera en estas paredes.

—¿De verdad lo piensa? —preguntó él, sorprendido.

—¿Y por qué no? A una policía también puede interesarle la pintura, Daniel. Y la música. Me darás una entrada para el concierto, ¿verdad?

—Creía que no aceptaba sobornos.

—¡Y no los acepto! —se rio—. Estás muy agudo hoy. Ya no tienes los ojos rojos. Supongo que has dejado de beber.

—El vino se me ha avinagrado esta última semana. Le dejaré las entradas en la entrada. ¿Sólo una?

Ella se encogió de hombros.

—No necesito más. Soy una mujer solitaria. Gracias.

—No hay de qué.

Tenía la vista fija en uno de los cuadros, aunque era uno de los menos llamativos, una obra en el que ella apenas había reparado antes.

—¿Qué estás mirando?

—La sala —mintió—. ¿Por qué le gusta este lugar?

—Ya te lo he dicho: porque es como si hubiera un universo entero en él. Todas las emociones. Incluso la historia del bien y del mal que nunca se ha contado.

Seguía mirando el lienzo de la esquina.

—Háblame de ese —le pidió.

—Es la Tentación de Cristo. ¿No se había fijado antes en él?

Giulia miró el trabajo de Tintoretto sin poder creer en un principio que pudiera ser ese su título, pero no podía tratarse de otra cosa: Cristo, en la oscuridad y la duda, y Lucifer con las piedras en la mano.

—La verdad es que no —contestó—. Hay trabajos mucho más llamativos aquí, y ese es… un poco raro. Cristo está en la sombra y el diablo en la luz. Además es un diablo guapo.

—El Lucifer de Venecia, lo llamaba Scacchi. Me advirtió que un día me lo encontraría y que me vería obligado a elegir.

—¿Y lo has conocido ya? —le preguntó. Parecía importante.

—Quizás. Puede que ahora mismo esté en su compañía.

—Ah. ¿Por eso nos hemos encontrado aquí, y no en Ca’ Scacchi?

—No —sonrió, y Giulia pensó una vez más que Biagio estaba en lo cierto: Daniel era un hombre honrado, aunque más escurridizo de lo que le había parecido en un principio—. La verdad es que estoy cansado de estar encerrado en ese caserón esperando oír una voz que no sea la mía. Y como a usted, me encanta este lugar. A Scacchi también le gustaba. Si contemplas estos rostros durante un rato, incluso empiezan a hablarte.

Ella no dijo nada. Prefería que fuese él quien marcara el ritmo de la conversación.

—Tiene algo que ofrecerme, ¿no? Lo digo por el mensaje que me dejó en el contestador.

—Los dos pretendemos lo mismo, Daniel: encontrar al asesino de tus amigos. Tengo algunas teorías, pero ninguna prueba. Podría acusarte a ti, eso sí, e intentar obligarte a que me ayudes.

—Haga lo que le parezca —respondió secamente—. Scacchi tenía a la policía en muy poca consideración.

—Tenía buenas razones para evitarnos.

—No era eso. Scacchi era ambivalente en cuestiones de moral. Por eso le era imposible tratar con alguien que pensara como él, y supongo que por definición, usted encaja en esa categoría. La ley no es siempre blanca o negra, ¿no?

—Algunos intentamos que sea así.

—Puede. Pero le hace a Scacchi un flaco favor si piensa que la policía no le gustaba sólo por su propio interés. Digamos que simplemente no le veía utilidad. Y como por otro lado era incapaz de definir su postura, confiaba en que los demás lo hicieran por él. Creo que yo le gustaba precisamente por eso. Esa es la razón de que casi me adoptara. Lo que él consideraba rasgos de mi carácter como la tenacidad o la sinceridad, le proporcionaban un pilar en el que apoyarse, del que depender. Al menos durante un tiempo.

No podía dejar de mirar aquel cuadro.

—Y se equivocaba —añadió con firmeza tras un breve silencio—. Se equivocaba por completo. Por eso estamos aquí.

—Deberíamos hablar de ello en profundidad —dijo ella.

—No. Como él, yo también creo que no me sirve de nada hablar con usted.

—¿Es que has encontrado a la mujer? Al ama de llaves, me refiero.

Entonces sí que le prestó atención. Las dos figuras del cuadro quedaron olvidadas.

—Vamos, Daniel. No ha vuelto a Ca’ Scacchi, no tienes ni idea de dónde está y necesitas hablar con ella. Necesitas comprender por qué te ha abandonado.

—Eso es personal —respondió con frialdad.

—Tienes razón, pero creo que podemos ayudarnos mutuamente, y a cambio de tu ayuda podría indicarte dónde buscar.

Daniel se volvió a mirar hacia el otro lado, como si estuviera sopesando su ofrecimiento.

—Dígame dónde y la ayudaré.

—¿Tan tonta me crees, Daniel?

—¡Qué falta de confianza!

—No es necesario que te esfuerces tanto en resultar exasperante, Daniel. Eres un hombre joven y enamorado, eso se te ve en la cara, y si le digo lo que quieres saber, te olvidarás de lo demás: de mi caso, del concierto que tiene a toda la ciudad en ascuas, de todo. Los dos podemos perder más de lo que crees. ¿No lo habías pensado? Ella confesó, Daniel, y debió tener sus razones para hacerlo.

—Perdió la cabeza —contestó él, mirando hacia otro lado—. Estaba loca de dolor.

¿De verdad creería que esa podía haber sido la razón?

—Quizás. No podemos saberlo.

—Entonces, eso quiere decir que no tiene ni idea de dónde está, o ya habría conseguido que ella se lo explicara. Estoy cansado ya de estos juegos. Por favor, déjeme en paz.

Giulia sacó del bolso las fotografías que había reunido de los expedientes y la morgue aquella misma mañana.

—Esto no es un juego, Daniel. Ahora hay tres hombres muertos, no dos, y el tercero estaba relacionado con el caso incluso antes de que tú llegaras a Venecia. Y no hay razón para pensar que vaya a ser el último. El Lucifer de Venecia no es sólo un cuadro. Es real. Está aquí, a nuestro alrededor. Nos echa el aliento en la nuca y se ríe de nosotros en nuestra cara. ¿Ves a este hombre?

Le pasó la fotografía que habían tomado de Rizzo dos años antes, cuando fue detenido por un robo menor en el Lido. Daniel la miró con aparente desinterés, pero Giulia no se dejó engañar. Lo conocía.

—Es un chorizo de poca monta que, de vez en cuando, se abre camino entre las piernas de nuestro demonio.

Luego le entregó la segunda fotografía, que había sido tomada en la camilla del forense el día anterior. Sus ojos sin vida miraban a la cámara, y tenía un agujero negro en la sien.

—Este es su aspecto ahora —dijo, mirándole.

Daniel se quedó pálido y Giulia se preguntó si iba a vomitar.

—Puedes tratar con el demonio que hizo esto, o puedes tratar conmigo e intentar hacer las paces con Laura cuando todo esto acabe. Si es que sigues vivo, claro.

No reaccionó. Tenía la mirada de nuevo en la pared.

Enfadada con él y molesta consigo misma precisamente por estarlo, tiró de su barbilla para obligarle a mirarla.

—Ya no me queda paciencia, Daniel. Ni paciencia ni tiempo. Decídete ya, por favor. Y usa la cabeza para hacerlo.