Un regreso apresurado

No podría culpar a Marchese si pensaba que me había vuelto loco. A las cuatro de la madrugada, con el sol comenzando a adivinarse en el horizonte, empecé a explicarle atropelladamente que el hombre que yo conocía como Oliver Delapole era el que él conocía como Arnold Lescalier, con la cicatriz en la mejilla que confirmaba su identidad, y que debía volver a Venecia inmediatamente. Me escuchó pacientemente mientras yo le explicaba el caso tan sincera y abiertamente como me era posible. Era imperativo que Delapole fuese detenido, naturalmente. Pero también tenía que asegurarme de que Rebecca y su hermano escapaban de las garras del Dux, por razones que no eran de la incumbencia de Marchese.

Tal y como debería haberme imaginado, Marchese descubrió inmediatamente la laguna que había en mi historia.

—Veo que esto te preocupa enormemente, Lorenzo. Ese hombre es una bestia, no cabe duda, pero no un vulgar violador. No sé por qué te preocupa tanto que se encuentren.

—Es posible que el inglés pueda… pedirle algo —salí como pude—. Y ella es muy vulnerable.

—¿Vulnerable? Me la habías pintado como una mujer de carácter.

—Y lo es, pero recuerdo el modo en que la miró cuando nos conocimos. La encuentra atractiva y si tiene la oportunidad utilizará cualquier medio a su alcance para presionarla.

—Ah —se limitó a decir, y aunque no dijo nada más, su expresión hablaba por él—. Entonces esa señorita y tú sois…

—Por favor, amigo mío, no tengo tiempo de dar más detalles. Quiero a esa mujer y eso es todo lo que hay que decir.

Marchese se pasó la mano por la mejilla y me di cuenta del formidable adversario que debió ser para todos aquellos a los que había perseguido. Nada escapaba a su atención.

—Sin embargo, Lescalier… Delapole, o quien quiera que sea… ese hombre se encontrará con muchas mujeres a lo largo de una semana, Lorenzo. Debemos notificárselo a las autoridades, desde luego, pero puesto que todavía no le ha hecho daño a nadie y no sabe que le hemos descubierto, creo que deberíamos seguirle el juego un poco más. A menos que…

Yo me tapé la cara con las manos, incapaz de hablar.

—Muchacho —dijo, y percibí una nota de impaciencia en su voz—, no puedo aconsejarte sin conocer todos los hechos.

Tenía razón. Estaba actuando como un niño. Pensé en nuestro último encuentro y en cómo ella había intentado decirme la verdad sin conseguirlo, enfrentada a mi frialdad. Pensé en el sueño, en sus brazos extendidos hacia mí y sus palabras no hay sangre.

—La verdad es… —yo no la sabía de sus labios, pero la idea había adquirido una solidez tal en mi cabeza que sabía que tenía que ser cierto—, creo que la verdad es que está embarazada, y que su hijo es mío. Y si utiliza ese hecho para resistirse a sus avances, no puedo dejar de pensar en las consecuencias.

El hombre palideció notablemente. De pronto me agarró por los brazos.

—¡Dios bendito, Lorenzo! ¿Estás seguro? Porque eso lo cambia todo.

—Creo que sí. Ella quiso decírmelo antes de que yo me marchara, pero empezamos a discutir porque yo… yo la presioné para que hablase con el inglés y que le pidiera ayuda.

Él se pasó una mano por la frente.

—Un niño… bueno, ya sabemos lo que piensa él de eso —dijo con determinación—. Al menos te has hecho una idea, porque lo que he escrito no es más de una décima parte de lo que vi y lo que llegué a saber. De haberlo contado todo, ningún lector habría podido volver a conciliar el sueño por temor a que pudiera colarse en su casa. Ese hombre es el diablo en persona. ¡Debemos detenerle!

—Sí, ¿pero cómo? —me lamenté.

Marchese ya había trazado un plan en su cabeza.

—Estamos a más de trescientas millas de Venecia. Tomaré el primer coche que salga para allá, y con un poco de suerte llegaré después de la media noche de mañana. ¿Sabes montar?

—Crecí en una granja, señor.

—¡Excelente! Mi vecino tiene un caballo decente. Se lo compraré. Tomarás el camino de la montaña por Perugia hasta Ravena y la costa. Luego continuarás en dirección a Chioggia, a ver si allí consigues pasaje en algún barco. Puede que me saques unas seis horas de ventaja.

Se levantó y yo le seguí. Desde la misma puerta iba ya gritándole a su vecino para que se levantara de la cama y preparase el caballo. Había amanecido y la mañana en Roma era buena, sin mucho calor, con una brisa ligera y algunas nubes sueltas en el cielo. Un día perfecto para cabalgar a galope tendido. Un rostro moreno y con barba apareció en una de las ventanas del piso superior de la casa vecina y nos lanzó unos cuantos improperios.

—¡Vamos, Ferrero! —le contestó Marchese—. ¡Sal de ahí y ayúdanos a hacer justicia!

El hombre no tardó en bajar a la calle y no dudó en hacer lo que Marchese le pedía. Cuando el reloj del palacio de verano del Papa daba las seis, yo ya estaba listo para marchar y deseoso de emprender el viaje, pero Marchese me sujetó por un brazo para darme un último consejo:

—Lorenzo, cuando llegues ve directamente a hablar con un corregidor o con la guardia. Diles que esa muchacha corre un grave peligro y que deben asegurarse de que no le ocurra nada. Diles que un corregidor de Roma te sigue para apresar a ese asesino y poner en marcha los engranajes de la justicia. Cuando me oigan a mí y lean lo que he escrito, su cabeza estará en el cadalso, no lo dudes.

Le miré a los ojos y no dije nada. La situación era demasiado compleja, y yo no podía hacer lo que me pedía hasta que Rebecca estuviera lejos de las garras de Delapole y de la ciudad. Él comprendió mis dudas y por primera vez le vi asustado.

—Escúchame, hijo. Conozco a ese hombre. He visto su trabajo. Enfréntate solo a él y te desollará vivo.

—Sí, señor —fue todo lo que dije antes de saltar a la silla y espolear al caballo pío de Ferrero para salir calle adelante.

Mientras cabalgaba fui ordenando mi cabeza lo mejor que pude. Imposible alertar a la guardia sobre el pasado de Delapole hasta que Rebecca y Jacopo no estuvieran lejos de la ciudad. Mientras no llegara Marchese, estarían más predispuestos a creer a un aristócrata inglés supuestamente adinerado que a dos judíos y a un aprendiz huérfano que a los ojos de todos habría traicionado a su amo. Con su habilidad, Delapole los pondría a todos en contra nuestra, revelándoles la naturaleza de nuestros delitos para mientras escapar él con la presa que tuviera ya cazada. Mi primer objetivo debía ser encontrar a Rebecca, ponerla a salvo y ayudarla después a huir antes de que nuestro engaño pudiera caernos sobre la cabeza.

Al llegar a Chioggia dejé al caballo exhausto y conseguí que me admitieran en un esquife de pesca de los que salían cada hora del puerto para cruzar la laguna y atracar en la lonja de pescado del Gran Canal. De camino me dejarían en el límite meridional de Canaregio, cerca de San Marcuola, y desde allí llegaría en cuestión de minutos al Ghetto Nuovo. Encontré un lugar tranquilo en la popa del barco, coloqué mi chaqueta a modo de cama y me quedé dormido arrullado por las olas que rompían contra el casco de la pequeña embarcación.

Cuando me desperté, un par de horas más tarde, navegábamos por aquella transitada vía de agua que había llegado a conocer a la perfección. A no mucha distancia quedaba Ca’ Scacchi, y podría haberme acercado a preguntarle a mi tío qué tal le iba. Su relación con Delapole también debía estar en un punto delicado, lo mismo que la mía. No sabía qué me depararía el futuro, pero desde luego no iba a continuar como aprendiz de editor en Venecia.

La pequeña vela que nos había empujado mientras cruzábamos la laguna estaba ya recogida, de modo que avanzábamos a remo. A la izquierda pasamos el estrecho canal del Cannaregio, y el corazón me dio un brinco al pensar en la cercanía de Rebecca. Entonces la embarcación se detuvo en el pequeño muelle de la iglesia y el capitán me deseó buen viaje con un reniego y una palmada en el hombro.

De un salto me encontré de nuevo en tierra firme, todo lo firme que puede estar en Venecia y recorrí el laberinto de callejas hasta llegar al puente que me había servido de primer vínculo de unión con el mundo de los judíos. El guardia bostezó y me dejó pasar con un gruñido. Una vez fuera de su vista, subí las escaleras de la casa de Rebecca de dos en dos. Me llevé una sorpresa al encontrarme la puerta entreabierta. La empujé y me encontré a Jacopo como no le había visto nunca. Estaba tirado sobre la mesa, con una botella delante de sí, los ojos vidriosos, borracho.

—¡Vaya! —exclamó—. ¡A quién tenemos aquí!

El corazón se me heló. Era evidente que estaba solo. Entré y cerré.

—Jacopo, ¿dónde está Rebecca? Es vital que la encuentre.

Una risa amarga fue su única respuesta. Luego cogió un vaso vacío que había sobre la mesa y sirvió vino.

—Así que vital, ¿eh? No tengas tanta prisa, muchacho, que hay tiempo de brindar.

Aparté su mano. Los ojos de Jacopo estaban llenos de odio, y sentí que mis planes tan cuidadosamente trazados se hacían mil pedazos.

—¿Dónde está, Jacopo? Por favor…

—¿Por favor? Vamos, Lorenzo. Un brindis. Rebecca y yo hemos tenido buena suerte por fin. En cuestión de días volveremos a cambiar de ciudad, pero esta vez como perritos falderos de ese inglés amigo tuyo. Ella compone, él firma y yo me aprovecho de los dos. Qué generoso, ¿verdad?

—No entiendo nada. ¿Tan pronto os vais a marchar?

—Somos los nuevos criados del señor Delapole, ¿no lo sabías? Estamos para satisfacer sus necesidades, y me temo que no se trata sólo de fama y fortuna. Se le van los ojos tras las faldas de mi hermana.

Me senté a la mesa y le agarré por los hombros.

—Ese hombre no es lo que parece, Lorenzo. ¡No podemos dejar que se acerque a ella!

—¡Vaya! Ahora Delapole no es lo que parece. Yo creía que el falso era tu tío, con quien yo había negociado un acuerdo bastante satisfactorio antes de que tu inglés se metiera por medio. El bueno de Leo nos habría tratado con decencia: habría publicado la obra y guardado silencio hasta que ella encontrara el modo de dar a conocer su autoría. Es un avaro, quizás, pero un hombre honrado, Lorenzo. Le has juzgado mal. Y ahora, en lugar de él, tenemos a…

Temí que fuera a golpearme, pero Jacopo estaba por encima de algo así, incluso en el estado en que se encontraba. Lo que hizo fue agarrarme por la pechera y tirar de mí hasta que nuestras caras casi se rozaron. El aliento le apestaba a vino.

—Ahora tenemos a ese inglés —continuó—. Un hombre que lo sabe todo de nosotros y lo revelará a menos que estemos dispuestos a hacer lo que él nos diga. ¡Maldita sea…!

Agarró la botella y la lanzó contra la pared maldiciéndome espantosamente.

—¿Quién te dio derecho a jugar con nuestras vidas?

—Creí que mi tío iba a quitármela —contesté, pero me apresuré a aclarar lo que quería decir—. Pensé que mi tío se iba a aprovechar de Rebecca a cambio de su protección.

Jacopo me miraba incrédulo.

—¿Leo? Tu tío vive en un mundo de fantasía, Jacopo. ¿Es que no te has dado cuenta? Además, si mi hermana hubiera considerado que ese era el precio a pagar por su embarazo, ¿quién eres tú para decidir otra cosa?

—¡Yo la quiero!

—¡Ja!

—Soy el padre de su hijo.

Jacopo enrojeció de furia y se bebió de un trago el vaso que había servido para mí.

—Esta locura empeora por momentos. Márchate, Lorenzo. Tu presencia me ofende.

—¡Delapole es un asesino! No podemos dejar que se acerque a él.

—Un poco tarde para eso, muchacho. No la he visto desde que fue a visitarle hace dos días, tal y como tú le sugeriste que hiciera, para que él fijara el precio por no dejarnos caer en las garras del Dux. A lo mejor está haciéndole el equipaje. Sí, eso debe ser. Ahora será su doncella. Mañana se revelará como el autor inspirado por las musas y poco después partiremos todos hacia lugares desconocidos.

Me hundí. No podía controlar las imágenes que se me aparecían en el pensamiento.

—Pero ella no se prestará voluntaria a…

—¡Vamos, criatura! —estaba furioso—. ¡Tu inocencia es más peligrosa y más mortificante que una caterva de criminales! ¿Es que sigues sin darte cuenta de quiénes somos, Lorenzo? ¿Sigues sin conocernos?

No quería oír más. Quería salir de allí y me levanté para hacerlo, pero él me sujetó por un brazo con fuerza y me obligó a sentarme de nuevo.

—¡Vas a escuchar aunque tenga que atarte a la silla! ¿Cómo crees que logramos escapar de Múnich y sobrevivir cuando tantos otros perecieron? ¿Y en Génova? ¿Qué nos separa de las demás familias hebreas de este gueto? ¿Nuestro aspecto? ¿Nuestros modales? ¿Nuestra historia?

Aquella habitación ya pequeña empezaba a ser opresiva. Las cortinas, las colgaduras, los adornos parecían cercarme y asfixiarme.

—Estás borracho, Jacopo —dije—. Deberías dormir y hablar cuando hayas recuperado la razón.

—La razón nunca me ha abandonado —contestó con amargura—. No puedo permitírmelo. Dime, ¿cómo crees que una mujer hermosa puede escapar de una habitación llena de soldados que han ido allí para matarla? ¿Cómo crees que podemos quitarnos las vestiduras de pobres y cubrirnos con terciopelos?

—¡No pienso seguir escuchando!

—¡Vas a escuchar hasta el final! —me escupió, agarrándome por los hombros—. ¿Qué crees que receto yo en esas visitas nocturnas a las damas de mediana edad de la República? ¿Sólo una poción, o un poco de consuelo después? Lorenzo, somos la viva imagen del pragmatismo. Nos ganamos la vida lo mejor que podemos, en el pequeño espacio que vosotros los gentiles nos dejáis. Y cuando eso no funciona, nos prostituimos para poder huir hasta la próxima parada, aunque yo esperaba que esta fuese la última.

Aquellas palabras olían a verdad, pero el dolor que provocaban era espantoso.

—Si Rebecca ve una oportunidad entre las sábanas con el inglés, será ella quien tome la decisión, no tú, ni tampoco yo. La necesidad es un ama cruel, Lorenzo. O sigues sus órdenes, o pagas un alto precio por la desobediencia.

Jacopo Levi me miró con la tristeza hosca de los borrachos, odiándose tanto a sí mismo como a mí.

—Puede que todo lo que dices sea verdad —contesté—, pero no puedo esperar más. En Roma me han informado de qué clase de persona es ese hombre, Jacopo. Es un asesino cruel y despiadado.

—Tus fantasías empiezan a aburrirme, muchacho —dijo—. Vete. Yo quería haberme quedado un poco más en esta ciudad y tú me has obligado a cambiar de planes. Eres un necio y un entrometido, y crees que puedes disculparte por lo que has hecho ocultándote tras las buenas intenciones. Me aburres. ¡Lárgate de una vez! Tengo que seguir bebiendo.

—Jacopo…

—¡Fuera de aquí, antes de que pierda los estribos y haga algo que lamente después!

Le dejé allí, con sus negros pensamientos, su vino y su vacío. El sol casi se había puesto cuando volví a recorrer las calles. La noche caía sobre Venecia, y el rostro de la luna brillaba desde la superficie negra y aceitosa de los canales. Aprovechando las sombras como un ladrón, corrí en dirección sur, hacia Dorsoduro y Ca’ Dario.