El ferry que llegaba cada mañana de Fondamente Nuove venía vacío. Cruzaba a paso de tortuga la laguna y dejó a Daniel a unos quince minutos andando de la parcela de Piero. El Adriático era una sombra débil y gris en el horizonte oriental y enviaba una agradable brisa que discurría entre las ordenadas filas de hortalizas de su huerta.
Había esperado en la casa durante una hora pero Laura no había aparecido. Según Giulia Morelli la habían soltado el día anterior, de modo que si tenía intención de volver a Ca’ Scacchi, ya lo habría hecho. Además, seguro que sabía dónde encontrarle. Estaría quizás con su madre en Mestre, o con algún otro pariente.
O en el refugio de Piero. Intentó imaginársela en aquellos campos verduscos y recordó la otra ocasión en que estuvieron allí. La recordaba sonriendo triunfal después de aquel ridículo juego de las anguilas. También recordaba el sabor a pescado en la boca y cómo le había mirado ella después de haber hundido la cabeza en el cubo de cuerpos resbaladizos. Aquel ritual fue el que selló su compromiso con la ciudad y, consecuentemente, con ella, y le sorprendió darse cuenta de que entonces no lo había percibido así.
La finca se iba haciendo más grande a medida que se acercaba. No había ninguna figura femenina fuera de la casa, más allá del campo de alcachofas de cabezas floridas que se inclinaban suavemente con la brisa. Sólo estaba Piero tallando algo de madera cerca de la casa con Xerxes sentado a su lado, contemplando extasiado a su dueño. Daniel le saludó con un grito y el perro fue el primero en contestar con un ladrido que recorrió la isla. Piero levantó la cabeza, y aunque desde la distancia era difícil discernir su expresión, Daniel tuvo la impresión de que se había desilusionado.
El perro corrió a su encuentro y se subió a sus piernas.
—¡Abajo! —le gritó Piero. Estaba cubierto de serrín—. Condenado chucho…
—No pasa nada, Piero —contestó Daniel, ofreciéndole una mano que el hombrón estrechó de mala gana.
—No quiero que te ofendas, Daniel —dijo—, pero ¿qué haces aquí? Seguro que tienes un montón de cosas que hacer en la ciudad, con lo del funeral y el concierto del que habla todo el mundo. ¿Qué te trae a este lugar?
—Un amigo, quizás. Y el recuerdo de momentos más felices.
Piero asintió. Había aceptado su reproche. Se acercó a la tosca mesa de madera que había junto a los árboles, sacó una botella de plástico y sirvió vino tinto en dos vasos.
—Ten —dijo—. Por los compañeros ausentes.
Bebieron, y Daniel recordó que Piero, aun siendo primo de Scacchi, no había sido mencionado en su testamento. A lo mejor estaba molesto por eso.
—Quería hablar contigo —le dijo—. Hay muchas cosas que… no quiero malentendidos, Piero. Yo no redacté el testamento; es más, ni siquiera sabía que existía. Dime lo que quieres de Ca’ Scacchi y lo tendrás.
Piero frunció el ceño y Daniel se dio cuenta inmediatamente de que había cometido un error.
—¿Dinero? ¿Me estás ofreciendo dinero de Scacchi? ¿Es que piensas que lo necesito, Daniel?
—Perdona, Piero. Es que… no sé, me ha parecido que no te hacía gracia verme aquí.
Piero apuró el contenido del vaso.
—Tienes razón, pero no es por ti. Es que odio las muertes. No puedo soportarlo. Trabajé hace un tiempo entre muertos, y no puedo soportarlo. No me verás el viernes en San Michele. Conozco demasiado bien ese lugar. Pero mira, iba a enviar esto. Así me ahorrarás tú el viaje.
Volvió a donde estaba trabajando y sacó del nido de serrín y astillas una pequeña pieza de madera oscura que dejó sobre la mesa.
—La he labrado para Scacchi. Sé que de estar vivo no le habría hecho maldita la gracia, pero ahora está muerto y no puede impedírmelo. Prométeme que esto irá dentro de su ataúd. A donde va, al viejo le va a hacer falta toda la ayuda que pueda conseguir.
Daniel examinó el trabajo. Era una cruz labrada en una raíz de olivo.
—Desde luego. Es bonita.
—Es un regalo idiota para un tío más idiota aún, y que siempre supo que yo era otro idiota. Scacchi la habría tirado al fuego y encima se habría quejado de que ardía mal.
Daniel tocó la madera pulida y pensó en el tiempo y el cuidado que había puesto al hacerla. Piero tenía razón: Scacchi nunca había tenido tiempo para trivialidades.
—Yo mismo la colocaré, te lo prometo. Y espero que reconsideres tu decisión. Yo no sé nada de funerales, pero tengo la impresión de que después podrías lamentar no haber estado.
—No. Las personas dejan de existir con el último aliento. ¿Por qué decirle adiós a su carcasa? Tengo a Scacchi donde debe estar, que es en mi pensamiento, vivo aún, donde seguirá estado hasta que volvamos a encontrarnos. Pero tú sí debes ir, Daniel. Tú eres joven y para ti es distinto.
—Por supuesto.
—Y… —Piero parecía no encontrar las palabras— … todo esto es tan raro. Scacchi ya no está. El americano tampoco. ¿Y por qué?
—No tengo ni idea —admitió.
—Claro. Soy un imbécil. Scacchi era un hombre difícil al que le gustaba envolverse en misterio y tratar de vez en cuando con gente a la que es mejor no conocer. Lo sé porque a veces incluso me presté a hacerle de chico de los recados en esos tratos, idiota de mí.
Daniel no dijo nada y Piero lo miró atentamente.
—Por lo que veo a ti te ha tratado del mismo modo, ¿eh? —adivinó—. No te molestes en negarlo, Daniel. Todos éramos, hasta cierto punto, juguetes suyos. Yo le quería del mismo modo que se quiere a un perro que nunca se comporta como es debido, pero cuando Scacchi quería algo todos éramos meros peones en un tablero de ajedrez, y tengo la impresión de que precisamente ahí reside la explicación de su muerte. Debió engañar a alguien, o por una vez, presionar a alguien demasiado.
—Laura… —comencé a decir.
—¡Laura! ¿Cómo puede ser tan idiota la policía? ¡Mira que encerrarla así!
—Confesó, Piero. ¿Qué querías que hicieran?
—Pues para empezar, escuchar a quien les habla. ¿Acaso se creen todo lo que les cuentan los delincuentes? Por supuesto que no. Sin embargo, cuando una pobre muchacha rota por el dolor les cuenta lo que ella les contó, se lo tragan todo de cabo a rabo y la meten en la cárcel. Y mientras tanto, el verdadero asesino sigue libre como un pájaro. ¿Te preguntas por qué vivo en Sant’ Erasmo? Pues para distanciarme de la estupidez que os cae encima todos los días a los habitantes de la ciudad.
Daniel dejó su vaso de plástico en la mesa y puso la mano encima para que no volviera a servirle.
—¿Dónde está ahora? Necesito hablar con ella.
—No tengo ni idea. ¿Por qué me lo preguntas a mí?
—Porque tú eres su amigo y la conoces. Es importante, Piero.
—¡Te he dicho que no tengo ni idea! —explotó, y su vozarrón viajó por los campos. Xerxes bajó las orejas y fue a esconderse en un rincón. Daniel no dijo nada y un momento después, Piero se disculpó.
—No debería haber gritado, Daniel, pero es que tengo los nervios de punta. Me preguntas como si creyeras que tengo todas las respuestas y no es así. Sé lo mismo que tú.
—¿Dónde puede estar? Me dijo que su madre era mayor y que vivía en Mestre.
Piero lo miró con desconfianza.
—¿Te dijo eso? Laura es huérfana, Daniel. Vino directamente del orfanato a trabajar a casa de Scacchi hace muchos años.
—¡Pero si me lo dijo ella misma!
—Tu capacidad para creerte cualquier cosa me sorprende, muchacho —contestó moviendo la cabeza—. No sé cómo puedes ir por esas calles sin que te quiten hasta la ropa que llevas puesta.
—Entonces, ¿quién es Laura, y dónde puede estar?
Piero elevó la mirada al cielo.
—Daniel, Daniel… ¿cuántas veces tengo que decirte que no lo sé? Además…
Daniel esperó. Le costaba trabajo continuar.
—Además, ¿qué?
—Tú sientes algo por ella. Algo más que amistad. ¿Me equivoco?
—No. No te equivocas. Y creo que ella siente lo mismo que yo.
Piero tomó un trago de vino y lo escupió al suelo.
—Esto está asqueroso. Se ha avinagrado. El mundo entero se ha avinagrado. Daniel, ¿cómo puede quererte Laura? No está muda, ni sorda, ni ciega. Si quisiera haberse puesto en contacto contigo, ya lo habría hecho. Pero se ha marchado sin decirnos nada ni a ti ni a mí. ¿Te parece que una mujer enamorada haría algo así?
—Lo que me parece es que está asustada, quizás de los hombres que mataron a Scacchi. Puede que pretenda protegerme por alguna razón. No lo sé. Por eso debo hablar con ella, y si me dice a la cara que no quiere verme más, lo aceptaré. Pero no puedo dejarlo así. No estoy dispuesto.
—No tienes elección. Yo no puedo ayudarte y ella tampoco lo hará —sentenció Piero viendo como el perro jugaba en el canal del agua y luego se paraba a olfatear el aire—. Puede que esté en el aire. Es ese veneno que echan al cielo todas esas sucias fábricas de Mestre lo que nos está volviendo locos a todos. El día que vinimos aquí, pensé que eras uno de los nuestros. Jugaste al concurso de las anguilas, y todos te queríamos. Scacchi más que ningún otro. Pero nos equivocamos. Todos —agarró a Daniel por los hombros—. Este no es tu sitio. Cuando hayas terminado lo que estás haciendo, vuelve a casa. No encontrarás felicidad aquí. Sólo tristeza o algo peor. Lo siento, porque sigo considerándote un amigo, pero es precisamente la amistad lo que me obliga a decírtelo. Vete mientras puedas.
Aquel hombre se había vuelto de pronto un extraño.
—Si no te conociera, Piero, diría que me estás amenazando.
—No. Todo lo contrario. Es un consejo de un amigo que no quiere ver cómo malgastas tu vida persiguiendo fantasmas. Por favor, escúchame.
Daniel cerró los ojos e intentó imaginar una salida a aquel laberinto. Piero tenía razón. Los fantasmas estaban en el aire: Scacchi y Paul riendo juntos, Laura de pie ante él, contemplando extasiada la anguila que se retorcía entre sus dientes. Y Amy triste, perdida, que había sido abandonada desde el principio.
—Seguiré tu consejo, Piero —dijo—. La semana que viene, pase lo que pase, me iré de Venecia.
Dos brazos como maromas le abrazaron con fuerza, y cuando lo soltó, vio que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Si estuviera en mi mano dar marcha atrás en el tiempo —se lamentó Piero—, este pobre idiota daría cualquier cosa por conseguir que todo fuera distinto…
—No —contestó Daniel, sorprendido por el dolor palpable de Piero—. Has hecho todo lo que estaba en tu mano para ayudarme. Siempre te recordaré en tu Sophia, el día de nuestra fiesta.
Piero volvió a abrazarle y en aquella ocasión, lloró abiertamente.
Daniel consiguió soltarse de su abrazo y le dijo:
—Quiero que me prometas una cosa, Piero.
—Lo que quieras.
—Que me recordarás como soy, no como otros me pinten.
Piero le dio una palmada en la espalda y sirvió otros dos vasos de vino agrio. Luego se volvió a contemplar el campo de alcachofas con sus cabezas en flor y el perro los miró a ambos moviendo la cola.
—Te conozco, Daniel —dijo Piero sin mirarle—. No soy tan tonto como piensan algunos.