El demonio que se me escapó de las manos

Como ya habrá deducido a estas alturas, querido lector, el bribón es una especie bastante ordinaria. Durante los años en que he ejercido como corregidor he despachado más de doscientos a prisión y unos treinta al patíbulo, pero conociendo la naturaleza humana como la conozco, no puedo sentir ni satisfacción ni lástima por su destino. La vida la determinan en muchos casos los dados del azar. Ninguno de esos desgraciados llevaba la semilla del diablo en la sangre, y de haber nacido de otros padres y en otro tiempo, podrían haber sido todos ciudadanos modélicos, excepto quizás el desdichado de Fratelli, que estaba tan loco como el perro de un porquero y era el doble de peligroso. Pero un ser humano capaz de estrangular a su esposa y después servirla guisada a los parientes que acudieron a celebrar su cumpleaños debe ser calificado de lunático, y por lo tanto no del todo humano. Incluso Brazzi, aquel canalla de ágiles dedos al que le gustaba distraer las bolsas de los turistas en el Palatino, tenía su lado amable ya que era capaz de recitar a Petrarca mientras yo organizaba su cita con el hacha (robar es una cosa, pero asesinar a aquel milanés… sé que las gentes del norte pueden ser bastante enojosas, pero un asesinato es un asesinato).

Sólo puedo dar cuenta de un encuentro a lo largo de los años con un hombre abominable en el que la maldad era consustancial a su naturaleza y que para mi eterna vergüenza debe seguir siendo un hombre libre. No se trata de un delincuente ordinario, y no conozco ni su verdadero nombre ni su historia, pero lo que sí sé sin sombra alguna de duda es que era una de las criaturas más perversas que han caminado sobre la faz de la tierra y que su maldad era intencionada y dirigida hacia los más inocentes, consciente del daño y del dolor que iba a causar. La mayoría de malhechores caen en su círculo de criminalidad por pereza, accidente o necesidad en algunos casos, El hombre del que hablo disfrutaba con su maldad porque su ejecución y sus consecuencias le deleitaban. El dinero, la influencia, el poder carnal y mundano… todas esas cosas eran sólo aperitivos del plato fuerte de su placer, que era el de engañar al mundo con una cara y devorarlo con otra.

A los demás criminales con los que me he cruzado a lo largo de mi carrera pude llegar a comprenderlos de un modo u otro. La pobreza, la lujuria, la codicia, todas ellas recogidas en la Sagrada Biblia, han empujado a los hombres a cometer actos perversos desde que Eva le ofreció a Adán un mordisco de la manzana. Sin embargo, el hombre del que hablo estaba fuera de mi alcance y me atrevería a decir que incluso del de Dios en su infinita sabiduría. Si digo que era inglés, podréis sospechar de mí por su condición de extranjero, pero os equivocaríais. Aquel hombre que yo conocí bajo el nombre de Arnold Lescalier (aunque dudo mucho que ese nombre tuviera algún parecido con el que le impusieron al bautizarlo, si es que lo bautizaron), poseía una veta de maldad tal en su alma que resultaba tan clara como la veta oscura del mármol. Resultó apropiado que nos conociéramos en el Teatro Goldoni, en el que un grupo pasable de cómicos estaban intentando entretenernos con una traducción de una obra sobre Fausto escrita por el inglés Marlowe. Era un entretenido melodrama que lo habría sido todavía más de haber sabido que aquel inglés tan abierto y divertido que me presentaron en el intermedio podría haber sido la inspiración misma del tema de la obra. ¿Has pensado que me refiero al doctor de camino al Hades? Pues no. A pesar de todos sus defectos, Fausto era humano de pies a cabeza. El señor Lescalier tenía más en común con Mefistófeles, el aide de camp frío y despiadado del diablo, capaz de cortarle a cualquiera el cuello con una sonrisa y atrapar después el alma que huye del cuerpo, que pierde la vida a borbotones de sangre, para ofrecérsela a su amo en un frasco.

Nada de todo esto aprecié yo a primera vista cuando nos conocimos. Se trataba simplemente de un inglés de aspecto apacible, de poco más de treinta años, pelo rubio, rostro engañosamente inexpresivo y la clase de ropa que los aristócratas suelen llevar cuando salen de viaje y visitan Roma: seda y adornos. El señor Lescalier parecía la clase de tipo que llevaría un pañuelo de encaje en cada manga pero que jamás osaría limpiarse la nariz en público. El único indicio de lo contrario en el que debería haber reparado, era su mayordomo, un italiano increíblemente feo cuyo nombre nunca llegué a saber. Supuse que era precisamente el desparpajo mundano de su sirviente lo que evitaba que el ingenuo amo acabara siendo pasto de los delincuentes de Roma. Según contaban, Lescalier era hijo bastardo de un acaudalado lord inglés que le había enviado a Europa para completar su educación, y el modo de conseguirla parecía ser derrochar dinero para ser admitido en determinados círculos. A Lescalier le encantaba la pintura, la escultura, la música, la danza, todo lo que Roma pudiera ofrecer. Me dijo que había estado en París, Ginebra, Milán y Florencia antes de llegar a nuestra ciudad, y que aunque todas tenían sus atractivos, ninguna podía compararse con Roma. Más tarde descubrí que era cierto. Un inglés llamado Debrett (era curioso que siempre eligiera apellidos con regusto francés) había desplumado a un sinnúmero de nobles en Milán antes de desaparecer, y algo similar oí que había ocurrido en Ginebra a manos de un tal Lafontaine.

El señor Lescalier embrujó a todos aquellos que estuvieron con él aquella noche. Las damas deseaban ser su madre, los hombres lo consideraban como un hermano menor que acabase de llegar a la ciudad y estuviera necesitado de guía y protección ante la cruel realidad. Antes de que la velada concluyera, le habían invitado a cenar a seis de las mejores mesas de Roma (yo decidí no jugar aquella partida porque mi humilde morada no podía compararse con las que le aguardaban). Lescalier pasó por los cafés y comedores de la ciudad como un torbellino y tuvieron que transcurrir siete meses para que descubriéramos la tragedia y el desastre que iba dejando a su paso.

Entrábamos en enero de 1733, mi último año en activo, el mismo año en el que escribo estas notas. A las tres de la madrugada me despertó alguien que aporreaba mi puerta. Hacía una noche espantosa: caían unos copos de nieve tan fríos como una tumba, arremolinados por un viento gélido que te helaba hasta los huesos. No había sitio mejor en el que estar que la cama, así que besé a mi queridísima Anna y le dije que siguiera durmiendo mientras yo atendía a quien llamara. Es responsabilidad de un corregidor estar a disposición de todo el mundo a cualquier hora, y no hay razón por la que compartir esa carga con la esposa de uno.

Al otro lado de la puerta encontré a alguien que reconocí de inmediato: era la doncella de la Duquesa de Longhena, una joven hermosa devota de su ama. La pobre estaba histérica. Lloraba sin contención y decía cosas ininteligibles con las manos puestas en las mejillas. Longhena, una viuda regordeta, poco agraciada pero adinerada y de naturaleza voluble, vivía tres calles más allá de la mía, al límite mismo de mi jurisdicción. Era una mujer que nunca me había gustado, sinceramente, y a la que últimamente encontraba más ordinaria de lo normal. La muerte de su marido la había destrozado, y según decían los rumores, se dedicaba a recibir jóvenes en su casa sin ningún decoro (su pecado era la falta de discreción, por supuesto, no el acto en sí mismo… estamos en Roma, no lo olvidéis).

Envié a Lanza a la cocina a que le trajese a la pobre chica una copa de grappa y a ella la hice sentarse en el recibidor. Cuando se hubo tomado el licor de un solo trago y tras un minuto más de sollozos y gemidos, consiguió calmarse lo suficiente para que pudiera hacerle la pregunta que se imponía en un momento así:

—Es muy tarde, muchacha. ¿Por qué tanto alboroto?

Ella me miró llena de tristeza.

—Señor, se trata de mi señora. Está muerta. Es horrible.

—¿Muerta?

—Asesinada, y a manos del hombre que ella creía que la amaba más que ningún otro.

—¡Lanza! —le llamé, pero ya traía él nuestros abrigos, bufandas y sombreros para protegernos del frío. Treinta años lleva este hombre a mi servicio y no me ha fallado jamás—. Vamos, hija. Tenemos que ver lo que nos cuentas.

—¡No, señor! —exclamó, horrorizada y con los ojos llenos de lágrimas—. No puedo. No me obligue a entrar de nuevo en esa habitación. ¡Me moriría! Se lo ruego, por favor…

—Tonterías —respondí yo, impaciente por ponernos en marcha—. Si se ha cometido un crimen, hemos de verlo con nuestros propios ojos, y tú tendrás que contarme cómo lo descubriste. ¿De qué otro modo crees que encontraríamos al culpable? ¡Vamos!

Lanza la tomó por un brazo, y mientras la desventurada lloraba cada vez más fuerte, salimos a aquella noche infernal y nos abrimos paso en la tormenta y sobre el hielo que cubría las calles empedradas y que nos obligaba a avanzar con cautela para no caer. A pesar de aquella galerna, un numeroso grupo de gente se había arremolinado en la verja de la mansión Longhena, y se les oía hablar de asesinato y venganza. La patrulla nocturna aún no había hecho acto de presencia (lo cual, desgraciadamente, es bastante usual). Anuncié mi presencia y me abrí paso entre los curiosos. La casa era muy grande, de tres pisos y con una entrada palaciega. La puerta principal estaba abierta y de dentro salía la luz de un pequeño candelabro encendido. Con una mano en mi daga entré al vestíbulo y escuché atentamente. Algunos delincuentes se entretienen a la hora de abandonar el escenario del crimen, y lo mejor es ser precavidos.

La mansión parecía vacía. No se oía un solo ruido. Lanza venía detrás de mí con la doncella a su lado, que seguía sollozando con el ritmo con que lo hacen algunos dementes. Ojalá le hubiera prestado más atención, pero en lugar de hacerlo y sospechando connivencia por su parte (la servidumbre aparece ligada a los delitos en más ocasiones de las que cabría esperar), me volví a ella.

—¿Dónde está el resto del servicio, muchacha?

—Todos tienen la noche libre, señor. Órdenes de la señora. Dijo que sólo yo estuviera en la casa cuando llegara él, pero que no quería verme. Que me quedara por si me necesitaba. ¡Y todo ha ocurrido tan deprisa, que salí huyendo para salvarme!

Supongo que no es necesario que les revele la identidad del visitante solitario.

—¿Dónde está tu señora?

—¡No! —gritó, y miró aterrada a la escalera antes de caer de rodillas al suelo y taparse la cara con las manos. En numerosas ocasiones he visto las mismas muestras de dolor en el villano que pretende eludir a la justicia, y se requiere mano de hierro para ser imparcial. Ordené a Lanza que la arrastrara si era necesario para que me siguiera escaleras arriba.

La sangre humana huele de un modo muy especial. Subimos hasta el tercer piso de la casa, y cuando llegamos al último tramo de escaleras, reconocí su olor. Al final del pasillo, en lo que debía ser el dormitorio de la dama, había una luz encendida que se colaba por la puerta entreabierta. El aire de la noche que nos llegaba por alguna ventana de la fachada principal que debía estar abierta, olía a muerte. He visto suficientes cadáveres a lo largo de mi vida profesional para emprender la tarea con ecuanimidad, lo mismo que Lanza, de modo que avancé pasillo adelante sin decir nada. Lanza obligó a la chica a seguirnos. La pobre gritaba cada vez más fuerte hasta que, al llegar a la puerta, se arrojó al suelo y se abrazó a mis piernas.

—¡Se lo suplico, señor Marchese! ¡Por amor de Dios, no me haga entrar ahí otra vez!

En estas situaciones soy muy cínico. Es mi deber.

—Si eres inocente, niña, ¿qué tienes que temer? Y si a tu señora la han asesinado, es tu deber ayudarnos a encontrar al culpable, y no dificultar las cosas.

Ella me miró con inconfundible desprecio.

—¿Encontrar al culpable, señor? ¿Es que piensa encerrar al mismo diablo?

—Si puedo ponerle grilletes, lo encerraré.

Vi que su pecho se movía, quizás por una risa contenida.

—¿Y piensa que se quedaría tan tranquilo en la celda aguardando su destino?

Aquella forma de hablar me molestaba.

—Vamos —ordené, y Lanza la obligó a levantarse para que los tres entrásemos en el dormitorio de la finada Duquesa de Longhena.

Creo que fue en aquel preciso instante (mis recuerdos siguen borrosos incluso después de tanto tiempo) cuando Lanza y yo nos unimos a los gritos de la muchacha. He visto el hacha del verdugo separar la cabeza de un hombre de sus hombros. He presenciado los crímenes más viles de Roma, pero nada me había preparado para algo así. Lanza soltó a la chica, y pálido y tembloroso, corrió a la chimenea a vomitar sobre las ascuas todavía calientes. La pobre muchacha volvió a dejarse caer y se tapó la cara con las manos mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás, y de su garganta salía el aullido que uno imagina que las bestias emiten cuando llegan ante el cuchillo del matarife.

Estaba en lo cierto. Nadie que entrase en aquella habitación podía salir indemne. La duquesa de Longhena, o lo que quedaba de ella, estaba desnuda sobre la cama, como una pequeña ballena blanca varada en el mar de su propia sangre. Le habían cortado el cuello de oreja a oreja, y en su rostro había quedado la sonrisa helada de un payaso de carnaval. Le habían abierto el vientre desde debajo de los senos hasta el himen, y habían separado la carne para dejar al descubierto los órganos internos y arrancarlos de su lugar para lanzarlos contra las paredes como haría un niño enfadado con sus juguetes.

Yo mantuve la compostura mientras la doncella seguía acunándose y Lanza con sus arcadas en el rincón, aunque era sólo una falsa pretensión de tranquilidad. En mi interior, aullaba enajenado como la muchacha, perdido en una habitación cerrada de mi imaginación. Y sólo a la imaginación debía pertenecer aquella escena de una crueldad y una violencia extremas que debían haberse originado más allá del mundo racional en que habitamos. Pero por encima de todo yo era corregidor y debía contener mis sentimientos.

Di un paso hacia la cama. Junto a los restos del cuerpo había algo pequeño y rojo, de una forma familiar, aunque no en aquellas circunstancias. Miré bien y sobre la colcha sanguinolenta vi la forma diminuta y perfecta de un niño humano, la cabeza inclinada hacia abajo como si estuviera concentrado, los ojos cerrados, los puñitos apretados, las rodillas dobladas junto al estómago. El cordón umbilical todavía salía de su vientre. Intenté tomar nota de la escena. Intenté calmar mis pensamientos y de pronto noté una mano en el hombro. Era la doncella, que se había sentido atraída hacia la cama por el horror. Me volví a mirarla. Sus ojos estaban enloquecidos y me pregunté qué sería de ella en el manicomio. Ambos volvimos a mirar la carnicería que había sobre el satén blanco de la colcha y luego aquel cuerpecito perdido, la víctima más inocente que se puede encontrar de la brutalidad humana.

Estábamos contemplando aquella miniatura que encarnaba el milagro humano cuando de pronto el universo se nos volvió patas arriba. Se movió. Un temblor breve y convulsivo le hizo mover las piernas y abrir los ojos un segundo, aquellos ojos cubiertos aún por un velo, igual que los de un zorro. Una burbuja de moco y sangre emergió de sus labios. Luego el niño, un varón, nacido de la duquesa de Longhena mediante una cesárea asesina, murió ante nuestros ojos.

Caí de rodillas y me encontré sin darme cuenta intentando rezar. Dos vidas se habían apagado en aquella cama, una inútil y desperdiciada, la otra tan breve que era imposible imaginar cómo la gracia de Dios había podido tocar su atisbo de existencia.

Cuando me levanté, confuso y perdido, la muchacha me miró. Ya no lloraba, ni gritaba. Su mirada estaba llena de odio y supe por qué.

—Yo no… comprendía… —balbucí.

—Ha sido el inglés —me dijo sin emoción—. Mi señora lo hizo venir para decirle que estaba embarazada de él. Por eso les pidió a todos que se marcharan. Quería intimidad para desvelarle la noticia.

—¿Pero por qué…?

La habitación parecía saturada de una ira demencial que nos ahogaba a todos. La chica volvió a mirar a la cama. Ya no parecía tener miedo.

—No puedo llevar este veneno en la sangre —dijo sin dirigirse a nadie en particular.

Mis pensamientos se atropellaban unos a otros sin control, y no vi lo que iba a ocurrir hasta que no fue demasiado tarde. Se acercó a la ventana abierta, apartó la cortina, y sin decir una sola palabra, saltó al aire de la noche y cayó al vacío de los dos pisos. Recuerdo el sonido de su cuerpo al estrellarse en el mármol del suelo, y me hicieron falta todas mis fuerzas para no seguirla. Aquella noche había estado en presencia del mal y su ponzoña me había tocado. La ironía fue darme cuenta de que había estado en su presencia en muchas otras ocasiones y nunca había reconocido su verdadero rostro.

Lescalier había impregnado también a la duquesa, por supuesto. Al parecer, había tenido aventuras por toda Roma, y sólo un cura o un médico habría podido decirme por qué fue la noticia de la concepción de un hijo lo que le desquició. Aun así, y según supe después en el curso de mis investigaciones y en el caso de no haberse cometido aquel asesinato, el inglés estaba a punto de abandonar la ciudad. Su modus operandi era similar al que había empleado en otros lugares hasta los que le rastreé. Primero se presentaba como un visitante inocente y rico que repartía lo que había robado en el último lugar en el que había estado con el fin de ganarse el favor de las gentes. Luego, cuando había sido admitido por todos ellos, se transformaba en el ladrón y el canalla robando, desfalcando, seduciendo, hasta que el círculo de sus delitos se hacía tan amplio que empezaba a ahogarle. En ese punto huía y unas semanas más tarde otro aristócrata inglés con nombre falso, aparecía en la buena sociedad de algún otro lugar de Europa. Al parecer, en París y Ginebra, también asesinó a mujeres embarazadas, una de las cuales era totalmente inocente y simplemente se cruzó en su camino. ¿Qué clase de demonio puede hacer odiar de ese modo a un hombre el concepto de la maternidad? No puedo ni imaginármelo. Cuando me enfrento a horrores de este tamaño, la complejidad de la bestia humana escapa a mi entendimiento.

Así que se me escapó, lo mismo que se les escapó a mis colegas de otras ciudades. Si volviera a Roma tendría que enfrentarse a la justicia, pero dudo que eso ocurra. Es demasiado listo. Nos engaña despertando la mejor parte de nuestra naturaleza, nuestra generosidad, nuestro amor al arte, nuestra propensión a abrirle los brazos a un extraño encantador, y eso hace de él un villano más taimado que cualquier otro.

Si llegara a darse la circunstancia de que la justicia lo prendiera, me aseguraría de personarme en el juicio. Y en un receso, acudirá a mi memoria la imagen más horrorosa que presencié aquella noche: el cuerpo roto de aquella pobre doncella, tirado sobre la terraza de mármol de la duquesa de Longhena, ante las narices de un pomposo y estúpido corregidor romano que puso la ley por encima de la necesidad de compasión de un ser humano.

Con esa imagen en la cabeza, abandonaré toda una vida dedicada a la justicia, sacaré mi puñal, me acercaré al estrado y le sacaré las entrañas a ese bastardo.

Dudo que publiques estas páginas, amigo editor. Sin embargo, de entre todas las historias que he referido en mis memorias, esta es, en cierto sentido, la más edificante.