Giulia Morelli estaba sentada en la terraza del café de la plaza de San Casiano, acompañada de Biagio, que se movía incómodo en aquellas duras sillas de plástico. El subinspector no estaba de servicio e iba de paisano.
—Pareces incómodo —comentó ella—. Relájate, que no muerdo.
—No sé cómo he podido acceder a esto. ¿Qué tiene de malo su gente?
Había intentado convencerse de que podía confiar en Biagio, y estaba a punto de conseguirlo.
—Cada cosa a su tiempo —le contestó—. ¿Sabes por qué te he escogido a ti?
—Sí.
Después del interrogatorio de Rizzo, había estado hablando con Biagio sobre sus antecedentes: había asistido a la universidad en Roma, su ciudad natal. Venecia era un hecho accidental. No tenía familia allí, de modo que en principio no debía pertenecer a ningún grupo de presión, a menos que hubiera sido reclutado a su llegada a la ciudad dos años antes, y eso era bastante poco probable. Y puesto que tenía que confiar en alguien, aquel hombre le pareció la mejor opción.
—Cuando haya conseguido pruebas —le dijo—. Cuando todo esté tan claro que nadie pueda pararlo. Entonces podré hacer lo que tengo que hacer con ciertas garantías de éxito. Si alguien llegara a sospechar ahora, me pararían los pies en cuanto se me ocurriera mencionar el nombre equivocado. Tú lo sabes igual que yo. Y los dos lo lamentaríamos.
Él asintió y miró con amargura la fachada de ladrillo de Ca’ Scacchi, que quedaba al otro lado del río. Biagio era digno de confianza, lo presentía, pero no por ello tenía que participar de buen grado en aquel asunto.
—El chico inglés no va a salir hoy —dijo—. Llevamos aquí sentados casi una hora y ni ha asomado la cara para ir a desayunar.
—Tienes razón —contestó. ¿Qué significaría su encierro? Según los periódicos, Daniel Forster era un músico brillante. Su primer trabajo, la recreación de un concierto barroco para violín, una obra maestra decían los entendidos, iba a estrenarse en La Pietà el siguiente viernes. Sin embargo, se comportaba como si se sintiera perdido en Venecia. Las muertes de Scacchi y el americano tenían que haberle afectado, por supuesto, pero tenía que haber alguna razón más para tanta lasitud. Había dispuesto que Biagio le siguiera, y este le había informado de una única salida, que había consistido en una visita a La Pietà el lunes por la tarde. Luego se había pasado casi todo el martes encerrado en Ca’ Scacchi, desde donde sólo había hecho una llamada, y a una funeraria (había pinchado discretamente su teléfono). Salió de la casa en una ocasión para comprar una botella de vino y una lasaña precocinada en una tienda cercana, y eran ya las once de la mañana del miércoles. El momento que sin duda sería para él el más importante de su vida quedaba sólo a cuarenta y ocho horas, y Daniel se comportaba como un recluso, como si la expectación palpable que iba creciendo en torno a La Pietà y que se reflejaba en la creciente presencia de los medios de comunicación internacionales no tuviese nada que ver con él.
—Podemos estar aquí sentados una eternidad sin que pase nada —se lamentó Biagio.
—Estoy de acuerdo.
Esperaba haber podido seguir a Daniel por la calle y pillarle desprevenido, lejos de lo que él ya consideraba su territorio. Biagio tenía razón. Daniel Forster parecía haberse recluido en la concha de Ca’ Scacchi por tiempo indefinido.
—Ven —dijo, y dejó unos billetes sobre la mesa antes de levantarse rápidamente y echar a andar hacia la vieja mansión mientras el subinspector intentaba seguirla a toda prisa.
Llamó y Daniel abrió la puerta. Estaba hecho una pena: los ojos rojos, sin peinar, el aliento oliendo a vino…
—¿Qué quiere? —le preguntó, sin mirarla a los ojos.
—Hablar contigo.
—No tengo nada nuevo que decir.
—Puede que no. Puede que seamos nosotros quienes tengamos algo nuevo que decirte. ¿Podemos pasar?
Él asintió y abrió la puerta de mala gana, y los tres subieron al salón que daba al río. La mesa estaba llena de platos sucios y había dos botellas de vino vacías en el centro. Daniel les indicó que se sentaran en los dos sillones que había frente a la chimenea apagada.
—Debes echar de menos al ama de llaves —comentó Giulia—. La casa huele a mil demonios.
Él se volvió a mirar la mesa.
—Sí —contestó—. Todavía… todavía me cuesta hacerme a la idea de que no van a volver.
Pensó en subir al otro piso para ver si las sábanas del dormitorio principal seguían como cuando ella las vio, pero en realidad no era necesario. Nada había cambiado en la casa desde la última vez que estuvo allí. Seguro que incluso las manchas de sangre seguían en la alfombra del dormitorio.
—Supongo que el funeral será en San Michele el viernes —dijo—. Apenas unas horas antes del concierto. Tendrás que guardar la compostura. Los vivos sólo pueden dejar que la pena les consuma hasta cierto punto. Si nos pasamos, ofendemos a los muertos. O a su memoria, por lo menos.
—Le agradezco el pésame —dijo—. No lo olvidaré.
—Bien.
Le gustaba aquel muchacho, a pesar de la frialdad con que la trataba. Su respuesta había sido educada. Ella habría hecho lo mismo.
—Dime una cosa, Daniel: ¿quién crees tú que mató a tus amigos?
Él tenía ladeada la cabeza, como si estuviera pensando, aunque con aquella pregunta consiguió captar toda su atención.
—Creía que ya me había dado usted la respuesta a esa pregunta. Me dio la impresión de que ya había cerrado el caso.
—¡No! —se rio—. Me limité a contarte lo que nos había dicho el ama de llaves y en dos ocasiones nada menos. Eso mismo fue lo que te dijo cuando fuiste a verla a Giudecca, ¿verdad?
Él la miró con desprecio.
—No pensarás que las guardias están sordas, ¿no?
—Váyase a hacer puñetas.
Biagio, que había permanecido al margen de la conversación deliberadamente, o eso le parecía a Giulia, lo miró alzando el dedo índice.
—Cuidado con ese lenguaje.
—Gracias, Biago —le contestó, sorprendida—, pero creo que puedo arreglármelas sola. Daniel, no te culpo por estar dolido. Parece que todos los que te rodean te han abandonado, o peor aún, te han engañado.
Miró por la ventana. Iba a ser otro día de calima y sin viento. A lo mejor, siendo extranjero, notaba más el calor que los venecianos.
—¿Vamos a tardar mucho? Es que iba a salir.
—No mucho. Depende de ti. Voy a hacerte de nuevo la pregunta: ¿quién mató a tus amigos?
Él negó con la cabeza de lado en una mezcla de desesperación e ira.
—¿Por qué se empeña en torturarme así? Ya tiene a Laura. No irá a decirme ahora que no piensa presentar cargos contra ella, ¿verdad?
—Desde luego que no —contestó, y esperó un instante—. Esta misma mañana he firmado los papeles de su puesta en libertad. Ya ha salido de la cárcel.
—¿Dónde está? —le preguntó con ansiedad—. ¿Dónde puedo encontrarla?
—No tengo ni idea. Ahora es ya una mujer libre y yo no necesito volver a hablar con ella, así que puede irse donde quiera. A lo mejor viene hacia aquí. No lo sé.
—No juegue con personas a las que quiero, por favor —le dijo, frunciendo el ceño.
—Ah.
Giulia unió las manos y guardó silencio contemplándose los dedos, esperando que fuera él quien marcara el paso.
—Usted dijo que había sido ella —explotó Daniel cuando ya no pudo soportar más el silencio.
—No, Daniel. Fue ella quien lo dijo, y en más de una ocasión. Por supuesto yo no me lo creí. Podría haberla acusado de hacernos perder el tiempo, pero eso habría sido una crueldad, después de que fue ella quien se encontró a dos hombres a los que quería, el uno muerto, y el otro agonizando. Se consideraba su protectora, y puede que se sintiera responsable de su suerte, pero yo soy policía y tenía que considerar otra posibilidad, y es que estuviera protegiendo al verdadero asesino. A ti, quizás.
Daniel farfulló un insulto y aunque Biagio se movió al oírlo, no dijo nada.
—Si cree que soy culpable, deténgame.
—Sé que no lo eres. Los dos os acostasteis juntos aquella noche. ¿Cómo ibais a levantaros uno de los dos para asesinar a Scacchi y a su novio cuando acababais de hacer el amor? ¿Por qué ibais a hacer algo así?
—Está dando palos de ciego.
—No. Vi las sábanas de la cama de Laura, Daniel. Es prerrogativa de la policía.
Había un paquete de cigarrillos sobre la mesa y Daniel sacó uno, lo encendió, y tras darle dos caladas empezó a toser. No debía ser fumador habitual, pensó ella.
—Disfruta con esto, ¿verdad?
—Desde luego. ¿No es evidente?
—¿Por qué?
—Pues porque a veces, no siempre, pero a veces, conseguimos arreglar las cosas. Es como si encontráramos un descosido en la tela de la que está hecha el mundo y consiguiéramos coserlo. ¿Qué íbamos a hacer si no? ¿Cerrar los ojos y pasar de largo? Ya hay demasiada gente así, Daniel. ¿Por qué íbamos a comportarnos como las ovejas y seguir al rebaño?
Daniel apagó el cigarrillo y no contestó.
—Eres muy distinto a ese amigo tuyo que conocí la triste mañana del asesinato —continuó—. Tú te escondes aquí, como si tuvieras miedo del sol, mientras el señor Massiter es el hombre del momento. Comidas, reuniones, declaraciones… ¿Sabías que cenó el otro día con el alcalde? Se mueve en esos círculos sin tener ni un ápice de talento. Se dedica a parasitar el tuyo.
—Personas como Hugo Massiter son… —buscó la palabra adecuada— … un mal necesario.
—Desde luego. Y un mal que triunfa. ¿Conoces a esa violinista joven? Creo que es norteamericana.
—¿Amy?
—Si, creo que se llama así. Es una coincidencia, sin duda, pero esta mañana estaba yo desayunando cerca de la casa de Massiter y la vi salir. Era muy temprano y tenía cara de… bueno, ya sabes. Creo que ellos… en fin, ¿quién soy yo para juzgar esa clase de cosas?
—¿Están siguiendo a Hugo? —preguntó.
—Yo no he dicho eso. Fue casualidad que viera a la chica salir de su casa. Iba algo desaliñada, y yo diría que disgustada también. No sé. En fin, que deberías hablar con ella cuando la veas.
—Ya.
—¿Crees que al señor Massiter le gustan las jovencitas?
Daniel suspiró.
—No tengo ni idea. No sé mucho sobre él. Lo conocí al llegar aquí.
—Pues yo diría que esa chica… ¿Amy, has dicho? Yo diría que está bastante interesado. Por cierto que también es una muchacha de talento.
—Si usted lo dice.
La posibilidad parecía preocuparle, pero no del modo que ella esperaba. Era sólo preocupación, no celos.
—Dígame: ¿quién cree usted que ha matado a Paul y a Scacchi?
Ella se encogió de hombros.
—Alguien que tuviera motivos para hacerlo, supongo. Una persona que quisiera algo de ellos o que creyera que debía castigarlos por algo.
—Le dije que alguien les había prestado dinero y usted me llamó mentiroso.
La costumbre que tenía aquel muchacho de exagerar, de distorsionar la verdad, era muy molesta.
—No. Lo que te dije es que no tenía pruebas de ello, pero eso no significa que no sea cierto. Simplemente que es poco probable.
—Entonces, ¿quién?
Giulia esperó un momento. El interrogatorio al que había sometido a Rizzo había establecido una cosa sin sombra de duda: que Massiter andaba buscando un instrumento que había entrado en el mercado negro. A pesar de sus presiones, Rizzo había mantenido su inocencia del asesinato del responsable del cementerio y no había arrojado ninguna luz sobre la naturaleza del instrumento, aunque estaba casi convencida de que había sido él quien lo había sacado del ataúd de Susanna Gianni. De todos modos, Rizzo no iba a escapar fácilmente. Ya volvería a interrogarle más adelante, presionándole un poco más cada vez, hasta que consiguiera romper sus defensas y arrebatarle el primer premio, que era lo que importaba desde un principio.
—Scacchi trataba con mercancías robadas de vez en cuando —dijo—. ¿Lo sabías? ¿Negociaste tú en su nombre en algún momento para la compra o la venta de esa clase de artefactos?
Daniel enrojeció ligeramente.
—Me dijo que era tratante de antigüedades. Eso es todo.
—Una expresión de sentido tan amplio… pero volvamos a mi pregunta, por favor. ¿Has manipulado algún objeto de ese tipo en su nombre? Tu respuesta es importante, Daniel, y no te preocupes, que no ando persiguiendo un ladrón, sino un asesino.
—Sé que hay cosas en esta casa que quería mantener escondidas —se escabulló.
—¿Y siguen estando aquí?
—No he encontrado nada de valor, y he mirado por todas partes —admitió.
Ella lo miró atentamente.
—¿Por qué has hecho una cosa así? ¿Pretendías vender lo que encontrases?
—¡No!
—Entonces, ¿por qué?
Había sido demasiado impetuosa, y había metido la pata. La expresión de Daniel se volvió inescrutable.
—Soy músico, no ladrón.
—Un músico que no va a ver cómo van los preparativos de su primer concierto. ¿Vas a estar en el estreno, o en la fiesta de después?
Daniel volvió a mirar por la ventana.
—Estaré, sí. ¿Ya hemos acabado con las preguntas?
—No. ¿Has acabado tú con las respuestas?
—Le he dado más de las que se merece —espetó.
Ella miró a Biagio. Parecía inquieto. Entraba a las tres, y aquella entrevista no parecía llegar a ninguna parte.
—La verdad es que me habría gustado que fueras tú el asesino, Daniel. Habría sido todo tan sencillo, tan limpio… y ya sabes lo mucho que nos gusta eso a la policía.
Él la miró frunciendo el ceño.
—¿Qué?
—Tú eres la única persona con motivo, aparte del ama de llaves, y los dos sabemos que ella no fue.
Había odio en su mirada, y eso le sorprendió. Le parecía fuera de lugar.
—Deberías ocuparte cuanto antes de las cuestiones de sus propiedades —añadió—, antes de intentar ahogar tus penas en vino. Ayer hablé con el abogado de Scacchi, y parece ser que dejó divididas sus propiedades en tres partes: una para su amante, otra para su ama de llaves y otra para ti. El cambio en el testamento se hizo hace sólo una semana. El amante está muerto, y el ama de llaves renunció a su parte en cuanto le hablé del testamento, así que sólo quedas tú.
Daniel abrió los ojos de par en par.
—Esta casa es tuya, Daniel —continuó—. Y todo lo que contiene. Sin deudas ni cargas. Scacchi te nombró su heredero, aunque te conocía desde hacía unas semanas. ¿Por qué crees que haría algo así?
El rubor había desaparecido de su cara, y Giulia se preciaba de ser una buena analista de las emociones ajenas. En aquel momento, Daniel estaba lleno de rabia y de justa indignación por lo que su benefactor había hecho, como si Scacchi hubiera ejecutado un truco misterioso desde la morgue.
—Daniel, ¿por qué?
Pero él tenía el pensamiento en otra parte, un lugar que ella ni se imaginaba. Cuando se volvió a mirarla, había una fiereza en su mirada que estaba allí por primera vez.
—Dígame, señora: cuando vuelve a su casa después de terminar el trabajo, ¿tiene la sensación de haber contribuido al bien en el mundo?
La pregunta le ofendió.
—Por supuesto. Este trabajo no puede hacerse por ninguna otra razón.
—¿Y cómo definiría su actuación?
—Yo no robo —contestó inmediatamente—. No acepto sobornos, ni invento pruebas para quienes me parece que puedan ser culpables, ni miro para otro lado cuando los delitos los comete alguien que se supone que está más allá de la ley.
La expresión de Daniel le llamó la atención. La conversación había cambiado sustancialmente, y no sabía cómo reconducirla.
—¿Así es como define usted el bien? ¿Describiendo lo que no hace?
—En esta ciudad es así —contestó, y se arrepintió de no haber madurado más la pregunta.
Daniel cruzó los brazos y sonrió, y Giulia se levantó con una excusa por la que tenían que marcharse ya. Biagio se levantó también.
—Quiero que me llames, Daniel —dijo, dejándole una tarjeta sobre la mesa—. Nos haría bien a los dos hablar de nuevo. Llámame al móvil, por favor, y no te olvides de lo que te he dicho sobre cómo funciona esta ciudad. Ten cuidado con las compañías.
La temperatura en la calle había subido varios grados, lo que en unas horas transformaría la ciudad de Venecia en un lugar insoportable. Giulia se sentía confusa, y eso no era corriente en ella. Biagio la miraba extrañado.
—¿Qué?
Él se encogió de hombros.
—¿Cómo te sientes cuando alguien te gana la partida?
—Ya lo has visto. Maldito hijo de la gran bretaña…
—Me gusta ese chaval. Parece bastante honrado.
—¿Bastante?
—Bastante como para ayudarnos si es que puede. Y si quiere, claro. Si tiene alguna razón para hacerlo.
Biagio tenía razón y ella lo sabía. Sin Daniel Forster, estaban perdidos. Las ideas que no paraban de darle vueltas en la cabeza ni de día ni de noche perderían su vigencia. Incluso era posible que llegase a perder la posibilidad de pedir el traslado.
—Yo la encontraré —contestó, pero Biagio no la escuchaba. Estaba a la sombra de una puerta contestando al teléfono, y por la expresión de su cara lo que le estaban contando no era bueno. Había enrojecido y soltaba tacos como ristras de chorizos. Terminó y se volvió a mirarla con pocas ganas de contárselo.
—¿Qué ha pasado?
—Que han encontrado a Rizzo dotando boca abajo junto a uno de los viejos muelles del puerto. Le han disparado en la cabeza. Anoche, probablemente.
Giulia cerró los ojos y deseó haber sido más persistente para sacarle la verdad.
—Maldita sea…
Biagio no contestó. La observaba.
—Voy a ir a ver a Massiter —dijo—. A ver dónde anduvo anoche.
—No puede hacerlo. El caso ya ha sido asignado y no podrá ni leer el expediente sin dar explicaciones.
—¿Quién lo tiene?
—Raffone.
Aquello era increíble. Habían asignado el asesinato de Rizzo al peor inspector de toda la comisaría; incompetente y corrupto además.
—Dios… está claro que hay alguien de por medio aquí. ¿Qué podemos hacer?
Biagio se irguió y Giulia deseó haberle pedido opinión antes.
—Ya tiene el caso Scacchi, ¿no? —contestó, señalando Ca’ Scacchi con un gesto de la cabeza—. Pues utilícelo. Encontraremos el modo de apoyarnos en ese muchacho. No hay otra opción.
—Te ha gustado, ¿verdad?
—Sí. ¿A usted no?
Giulia estaba segura de que Daniel le ocultaba algo, pero al mismo tiempo se sentía incapaz de culparle por lo que había hecho. Le resultaba imposible pensar que le hubieran movido razones sucias o egoístas.
—Sí, a mí también me gusta, pero si es necesario, tendremos que ir a por él.
Biagio miró su reloj y no dijo nada. Su turno estaba a punto de empezar.
—¿Se lo has dicho a alguien?
—¿El qué?
—Lo de Rizzo.
—Estuvo en la comisaría, así que difícilmente puede ser un secreto.
—Es verdad —la información podía haberse filtrado de mil maneras diferentes. Tenía que aprender a confiar en alguien—. Perdona.
—No importa. Voy a proponerle una cosa: seguiremos con esto durante una semana, y si al cabo de ese tiempo no hemos encontrado nada, lo dejamos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —mintió.