El corregidor romano

Me alojé con los Marchese en el Quirinal, no muy lejos del palacio en el que el residía el Papa, huyendo del calor y la malaria del Vaticano. En el estado de agitación en que me encontraba, fue un alivio descubrir que tenía un anfitrión espléndido. Marchese ocupaba una pequeña mansión patricia con su esposa y un único sirviente, Lanza. Era un hombre de edad, con problemas de espalda, una ligera cojera y el pelo blanco impoluto. Por el contrario, sus ojos eran tan brillantes, tan vivos y con la misma tendencia al llanto que los de un niño. A pesar de mostrar un carácter tan alegre, sospecho que pocos malhechores habrían escapado a su celo cuando estaba en activo.

Llegué por la noche después de dos jornadas de diez horas de viaje, y les agradecí enormemente que me ofrecieran un baño, una buena cena y que me obligaran a irme a la cama. Los Marchese no tenían hijos y los dos me mimaban como si fuera de su propia sangre. No había asimilado que estaba en Roma, una ciudad con tantas posibilidades y lugares hermosos, porque cuando subí al segundo piso de la vivienda y me tumbé en un cómodo diván, caí inmediatamente en un sueño profundo y tranquilo del que sólo el gallo y un sol brillante me sacaron a la mañana siguiente.

Pasé las primeras horas revisando el manuscrito de Marchese. Mi tío tenía sus normas. No publicábamos cualquier cosa. Tardé poco en darme cuenta de que aquel encargo no iba a suscitar ningún problema, y que incluso podríamos publicar algunas copias más aparte de las que Marchese nos encargara. Su prosa era algo desordenada, pero nada que una buena edición no pudiera subsanar, y lo que sí tenía era intensidad. A excepción de algunos pasajes cortos que podían resultar aburridos, sus historias sobre la vida de la ciudad resultaban muy interesantes.

Muchos de quienes pagan a la casa de Scacchi para ver su nombre en letras de molde lo hacen por pura vanidad. Supongo que leer su nombre en la primera página de una publicación les garantiza en su opinión la inmortalidad, aunque si vieran la cantidad de volúmenes sin vender que se apilan tristemente en nuestro sótano cambiarían de opinión. Pero Marchese no encaja en esa descripción. Su objetivo, según me explicó, era describir sus métodos de investigación con la esperanza de que otros corregidores pudieran aprender de su experiencia y con el tiempo encontrar métodos más eficaces de descubrir a los culpables y hacerles pagar por su delito. Según él, la justicia es algo casi aleatorio porque lo primero que se hace es buscar un culpable que en muchos casos es inocente, y después iniciar la búsqueda de las pruebas que puedan establecer su culpabilidad. Marchese cree que el primer paso debería ser aclarar los hechos y dejar que sean ellos quienes conduzcan a la justicia a la localización del culpable, y no hacer caso de los comentarios o los rumores y arrestar a la primera persona que tiene cara de ser un delincuente. Yo no se lo he dicho pero me parece una idea muy revolucionaria para los italianos, que son seres de sangre caliente y buscan una satisfacción instantánea. Los alemanes o los ingleses quizás podrían soportar el procedimiento lento y laborioso que Marchese recomienda, pero dudo que satisfaga a quienes aguardan en la entrada lateral del palacio del Dux cuando ocurre alguna desgracia y el anciano tiene uno de sus arranques de cólera, para contar el número de desgraciados que entran y que no vuelven a salir.

El corregidor tenía un gran número de pruebas para soportar su tesis, todas ellas detalladas en sus memorias. Todos los capítulos tenían títulos melodramáticos: «El fragmento toscano y un ramo de camelias» o «El gato egipcio que maullaba a la luna», por citar alguno. Pero Marchese no pretendía entretener a sus lectores sino transmitirles la técnica del proceso al que él se refería como mecánica forense, además de demostrar que al analizar las características personales de los delincuentes que aprehendía, la idea de que eran seres ruines por naturaleza o por elección propia, ambas especies completamente apartadas del ciudadano medio y honrado de las calles, debía quedar descartada.

—El mayor error —me decía, alzando un dedo regordete en el aire—, es creer que el mundo debe dividirse en blanco y negro, en pecadores y justos. No existe prueba alguna que pueda sustentar una noción tan estúpida. Cada argumento posee multitud de facetas, cada individuo una panoplia de rasgos, algunos dignos de alabanza, otros detestables y sospecho que muchos de ellos heredados. La diferencia la pone el modo en que cada ser humano selecciona una particular versión de los hechos y sus características. En un momento dado, yo puedo ser tan asesino como tú. Sólo la suerte, la falta de ocasión y espero que una determinada templanza de carácter nos salva del precipicio. Desconfía de aquellos que te digan que este mundo puede dividirse en dos: buenos y malos. O son idiotas, o aún peor, pretenden manipularte con el fin de incrementar su poder a costa de aquellos pobres de entre nosotros que puedan ser calificados de enemigos.

Olfateó el aire. Llegaba un aroma delicioso de la cocina, y tras disfrutar de un delicioso guiso de carne y dos jarras de vino, volvimos a ocupar nuestro sitio en los sillones. Yo me sentía saciado y somnoliento, y aliviado de haber conseguido apartar el pensamiento de los acontecimientos de Venecia. Pasara lo que pasase entre Rebecca y mi tío, independientemente de los progresos que Delapole hubiera podido urdir para hacer desistir a Leo de sus planes, nada que yo pudiera pensar o realizar en Roma iba a servir de algo.

—En cuanto al dinero —dijo, y yo tapé mi copa al ver que dirigía hacia ella una botella de grappa—, pienso pagar la tarifa habitual en el mercado y nada más. Los venecianos sois el mismísimo diablo a la hora de negociar.

No tenía intención de regatear con aquel hombre tan encantador, así que decidí dejar a un lado la lista de precios inflados que mi tío utilizaba como punto de partida en sus negociaciones y le entregué la verdadera, que era con toda sinceridad el precio más bajo que podría conseguir de cualquier editor veneciano de renombre.

—Vamos, Lorenzo —me dijo, dándome una palmada en el hombro—, un precio siempre se puede negociar. ¿Y si te lo pagara todo al contado?

—Como ya le he dicho, señor, esos son los precios, y no deberíamos malgastar el tiempo en regateos.

Me miró y suspiró.

—¿Sabes una cosa? No sé si eres el veneciano menos… veneciano que conozco, o el más liante de todos.

—Yo soy de un pueblo de Treviso, no de la ciudad, y carezco de la inteligencia necesaria para ese tipo de juegos.

—Ya. Eso sí que lo dudo, porque mientras trabajabas aquí conmigo has estado todo el tiempo pensando en algún asunto que has debido dejar pendiente en Venecia.

No contesté. No quería hablar de ello.

—¡Muy bien! —exclamó, y se levantó de su sillón ofreciéndome la mano—. Olvidémonos de algo tan prosaico como el dinero y vamos a tomar una bocanada del putrefacto aire de Roma. Hace un calor de mil demonios en la calle, hijo, pero no voy a permitir que te vayas sin que le hayas echado un vistazo a la ciudad. ¿Qué me dices?

Me levanté y estreché su mano. Marchese era el primer hombre de Roma con el que había hecho negocios, pero había obrado como siempre se espera de un romano.

—Pues que sería un verdadero placer, como todo lo demás en su compañía.

Así que salimos a pasear por la ciudad más impresionante de la tierra. Con Marchese como guía, siempre dispuesto a señalarme un monumento aquí, o una estatua mutilada allá, Roma cobró vida. Caminé junto a César y a Augusto, temblé en presencia de Nerón y me quedé mudo ante el Coliseo. Me sentía como un niño en presencia de un tío amable y generoso que tenía la llave del jardín secreto más maravilloso del mundo. En los bancos del Tíber, me enseñó el lugar donde se erigía el puente de madera de Ponte Sublicio, donde Horacio Codes y sus camaradas habían luchado con tanto valor para defenderse de Lars Porsena y de todo el ejército etrusco. Luego me condujo a la isla Tiberina, que había sido gueto judío desde el pontificado del papa Pablo IV, quien los encerró tras sus muros bajo pena de muerte unos ciento setenta años atrás.

Tras aquella información me quedé pensativo y él tomó mi silencio por cansancio (es increíble el vigor que tiene él), así que volvimos al Quirinal.

Una vez allí, seguimos charlando animadamente. El bueno de Marchese no dejaba de mirarme y al final, dejando sus gafas sobre la mesa, me dijo:

—Lorenzo, no estás en la conversación.

—Lo siento, señor, pero es que tengo asuntos personales con los que no quiero preocuparle. Le pido disculpas si le he parecido distante.

—A veces es mejor hablar de esas cosas con desconocidos.

—A veces, pero en esta ocasión, no. Si se tratara de otro asunto no dude que me gustaría hablarlo con usted, puesto que creo no haber congeniado de este modo con nadie en tan sólo un día, un hombre que empezó la mañana siendo un desconocido y terminará la tarde siendo un amigo. Al menos eso espero yo.

Le gustó lo que le dije, y yo me alegré de haberle complacido.

—Me ofendería que no me consideraras tu amigo —me respondió—, y para demostrártelo voy a pedir que, como amigo, hagas una cosa por mí. No te pediré que me des la respuesta ahora. Puedes hacerlo cuando quieras: después de haber dormido, o en el coche hacia Venecia, incluso más tarde si quieres.

Fue a la librería, apartó un grueso volumen y de detrás de él sacó unas cuartillas escritas con la misma cuidada caligrafía que el manuscrito que me había entregado.

—Falta un capítulo en el documento que te he entregado, Lorenzo. No alcancé el éxito en todos mis casos, aunque no sea esa la razón de haberlo omitido. Júzgalo por ti mismo. No sabía si mostrárselo a alguien, y sigo sin saber si es apto para ver la luz del día. Espero que me ayudes a decidir. Léelo y confiaré en tu decisión.

Cogí las cuartillas y me llamó la atención un título un tanto singular. Luego me despedí de él y de su esposa y me retiré a mi habitación. El día había sido largo y me esperaba un cansado viaje. Pero cuando me metí en la cama en mi habitación del Quirinal, me resultó imposible dormir. Me hallaba sumido en un duermevela al que acudían imágenes de la roma imperial: César agarrándose la túnica y cayendo herido de muerte bajo una lluvia de golpes; Calígula asesinado por su guardaespaldas; la cabeza y las manos de Cicerón, cercenadas por los hombres de Augusto y exhibidas en la rostra del Foro.

De pronto el ámbito y la época de los sueños cambiaron, y en su lugar vi a Rebecca, desnuda, pálida y asustada, cubriéndose con las manos, incapaz de articular palabra. Estábamos en su habitación de Venecia, como si se tratara aún del último encuentro que habíamos mantenido, en el que discutimos y yo presentí que deseaba revelarme algo pero que al final no lo hizo. Seguíamos mirándonos en silencio en aquel mundo de sueño, y yo abrí la boca pero no salió palabra alguna de mi garganta. Ella me rogaba que la ayudara con la mirada, pero yo era incapaz de caminar hacia ella. Entonces, con un esfuerzo que arrancó lágrimas de sus ojos, levantó una mano y me mostró su palma antes de decir:

—No está manchada de sangre.

Me desperté temblando como de calentura.

Nada tenía sentido y no podía dormir, así que intentando distraerme, saqué el manuscrito de Marchese, encendí una vela y comencé a leer.

Una hora más tarde comprendí el sueño y muchas cosas más. Con el corazón en un puño corrí por el pasillo hasta llegar a la puerta de mi anfitrión y la aporreé con los puños.