Siluetas en el espejo

El apartamento parecía estar hecho de cristal. Amy estaba medio borracha. Habían comido en Da Fiore cangrejos fritos con polenta, rodaballo y langosta, y vino blanco en exceso. Se miró en el ventanal que daba al canal. Los vaporetti iban y venían de un lado al otro con tan sólo un puñado de pasajeros de última hora. Una góndola solitaria llevaba a unos cuantos turistas hacia el puente de la Academia con un músico tocando el acordeón en la proa. Algo en aquella imagen le inquietó. Estaba familiarizándose demasiado con Venecia, y empezaba a preocuparse por sí misma y por Daniel. La extraña conversación que habían mantenido en la escalinata de La Pietà le hacía temer por él. Había visto un vacío en sus ojos que presagiaba algo más que simple dolor.

Se volvió y miró a Hugo Massiter. Estaba sirviendo dos copas de coñac de una botella de cristal tallado que había en un armario modernista de metal y cristal ahumado. Su presunción del interés de Hugo en ella le pareció en aquel momento remota e infantil, pero seguía decidida, eso sí, a no marcharse de Venecia como había llegado.

Hugo se acercó con las bebidas. En los espejos que cubrían las paredes su forma se multiplicaba una y otra vez, hasta que se sintió rodeada por Hugo Massiter, engullida por su presencia.

Tomó la copa y dio un trago. No era capaz de pensar con claridad. Él la cogió por un brazo y volvieron junto a la ventana, y por alguna razón que no alcanzó a comprender, no quiso volver a mirar al canal.

—¿Qué ocurre, Amy? —preguntó él amablemente.

—No lo sé.

—Ah —contestó como si su respuesta lo explicase todo—. Comprendo.

—¿Qué es lo que comprendes, Hugo?

—Que te arrepientes de haber aceptado mi invitación de venir aquí. Que crees que te has equivocado. Una chica joven y guapa con un hombre viejo y decrépito.

—No, no es eso.

Tenía que estar de broma. Hugo se conservaba bien para su edad.

—Entonces, ¿qué?

Amy se sentó en el sofá de piel clara.

—No lo sé con exactitud.

—Yo creo que sí, querida. Lo que pasa es que no quieres hablar de ello.

Aquel era un signo de la edad, pensó Amy. La percepción de Hugo y su negativa a ocultarla por temor a ofender.

—Me preocupa este trabajo, Hugo. El concierto, quiero decir.

Él parpadeó sorprendido.

—¿Es que hay algo que no va bien? ¿No te gusta cómo lo está haciendo Fabozzi?

—¡No, no! Fabozzi lo está haciendo de maravilla y todos lo sabemos.

—¿Entonces?

Tomó un trago largo de coñac y su pensamiento se aclaró.

—Pues que no creo que Daniel sea el autor. Es imposible. Es un impostor, y eso le está devorando. Se está hundiendo, Hugo, delante de nuestros ojos. ¿No te has dado cuenta?

Hugo negó con la cabeza y se sentó a su lado.

—¿De qué estás hablando? Está afectado por la muerte de Scacchi, como es lógico y natural, pero eso no significa que sea un impostor.

—Hay algo más, aparte de la muerte de Scacchi —dijo. Le gustó oírse la voz. Era firme y convencida—. Lo supe antes de que falleciera, aunque no quise enfrentarme a ello. En cierto modo, lo sé desde aquella noche que fuimos a Torcello y que sacó aquellas páginas. Daniel no ha podido escribirlas. No es capaz. Además veo que quiere escapar cada vez que oye esas notas.

Hugo la miró fijamente.

—¿De verdad lo crees?

—No lo creo. Lo sé.

—Entonces, ¿quién es el autor del concierto, Amy?

—No lo sé. A lo mejor alguien lo robó. A lo mejor por eso mataron a Scacchi.

—El ama de llaves…

—Conozco a su criada, Hugo, y no sería capaz de matar a nadie. Se volvió loca después.

Volvió al armario de las bebidas y llenó de nuevo las copas.

—Esto es muy preocupante, pero tanto si hay algo de cierto en lo que dices como si no, no debemos permitir que interfiera con el concierto o con tu futuro.

—¡Eso a mí no me importa! Quien me preocupa es Daniel. Ya le has oído.

Hugo parecía perdido. A veces, pensó Amy, era demasiado confiado.

—No entiendo.

—Esto le está devorando. Dan no es esa clase de persona, y habiendo fallecido Scacchi ya no hay nadie que pueda dirigirle.

Él siguió mirándola sin comprender.

—Va a poner las cartas sobre la mesa, Hugo. Me lo ha dicho él mismo, y si quieres que te dé mi opinión, va a dejar que todo siga su curso porque no quiere hacernos daño. Cuando pase lo del concierto, se quitará el peso de encima porque le está matando.

Hugo se recostó en el sofá y suspiró.

—Bueno…

Amy lo observaba y su incredulidad manifiesta le hizo preguntarse si no estaría equivocada, pero no. Daniel mentía. Además su engaño lo explicaba todo sobre él, incluso por irónico que pudiera parecer, su honradez innata.

—Tienes que ayudarle, Hugo. Está pasando un verdadero infierno y tienes que ayudarle a salir de él.

—Si estás en lo cierto, ha cometido un fraude, Amy. Ha firmado contratos suplantando al compositor, y te garantizo que habrá quien no se lo tome nada bien. Ya se ha desembolsado dinero por esos contratos y tendrá que intervenir la policía. Podría tener que enfrentarse a penas de cárcel.

—Pero si no se libra de esa presión, acabará en el hospital. No puedo verle así, Hugo. Habla tú con él. Podría hablar con la policía cuando pase el concierto y aclararlo todo, pero necesita compartir con alguien ese secreto porque le está destrozando.

—Está bien —asintió—. Hablaré con él, pero después del funeral de Scacchi. ¿Te parece bien?

—¡Perfecto! —exclamó, y le besó en la mejilla. Olía a perfume caro. Massiter la miró con una expresión que fue incapaz de descodificar.

—Nunca he envidiado a los jóvenes. Llenáis la parte más preciada de vuestras vidas de angustia y dolor por cosas que carecen por completo de importancia.

—Yo no creo que esto carezca de importancia. Se trata de reclamar la autoría de un trabajo de la categoría de este, aparte de la muerte de Scacchi.

—Cierto, pero ¿qué significan todas esas cosas para ti?

—Me gusta Dan —respondió, sorprendida por la pregunta—. Es… especial. Es un hombre íntegro.

—Acabas de decirme todo lo contrario.

—Ya, pero es precisamente su integridad lo que se lo hace todo tan difícil.

Hugo movió la cabeza.

—Ay, los jóvenes, cuántas complicaciones…

—Sí —respondió ella, riendo—, pero tú no has pasado por ello, ¿verdad? Tú naciste ya madurito, ¿no?

—Exacto —se burló, levantando su copa.

—¿Así que nunca te has enamorado? ¿Nadie te ha partido el corazón? ¿No te has pasado nunca la noche en vela con una angustia que no te dejaba dormir?

—Cuando tenía tu edad, no —contestó con una curiosa expresión—. Sólo viajaba. Y vivía, niña querida. Vivir lo es todo. Lo demás carece de importancia.

Había una invitación oculta en sus palabras y Amy tardó en contestar.

—Pero…

—¿Quieres que te lo cuente?

—Tú mismo. Yo no voy a obligarte a nada.

Él suspiró.

—Estuve a punto de casarme en una ocasión. Creía que todo iba a ser perfecto hasta que de pronto se vino abajo, y hoy es el día que sigo preguntándome por qué.

Los ojos se le humedecieron y Amy se sintió culpable. Culpable y sorprendida por aquella transformación. Era otro Hugo Massiter el que tenía ante sí en aquel momento. Un Massiter vulnerable y casi patético.

—Lo siento —se disculpó—. No debería haberte preguntado.

—Pues no, pero ya que lo has hecho, ahora tienes que escuchar. Puede que yo también sea como Daniel. Yo también tengo secretos que he callado durante demasiado tiempo, y esto que voy a revelarte debe quedar entre nosotros dos, Amy.

—Por supuesto.

Respiró hondo y su expresión se oscureció.

—Iba a comprometerme con Susanna Gianni, la chica que fue asesinada hace diez años. Hablaste de ella cuando fuimos a Torcello.

—¿Qué? ¡Dios mío, Hugo!

—Ella tenía dieciocho años y yo cuarenta y uno. ¿En qué estaría yo pensando? Eso sería lo único que vería todo el mundo, si hubieran tenido la oportunidad, claro.

—No era mi intención obligarte a recordar algo así.

—No tienes por qué disculparte. Eso sería lo que habría dicho todo el mundo. Puede que incluso su madre, que conocía mis intenciones. Pero el dinero parecía compensar todo lo demás. Susanna era perfecta. Habríamos sido la pareja más feliz.

—¿Lo sabía alguien?

—Yo creía que no. Fuimos muy discretos. Al principio ni siquiera nos atrevíamos a reconocer nuestros sentimientos. Nos sorprendíamos el uno al otro y ambos sabíamos que un día sorprenderíamos al mundo, pero lo mantuvimos en secreto. El domingo después del último concierto habíamos pensado hacer un anuncio e irnos antes de que llegasen los paparazzi. Pero Singer lo sabía. Ahora me doy cuenta. La codició desde un principio, y de algún modo la convenció de que le acompañase cuando terminó el concierto. Yo esperé y esperé, pero ella no apareció. Y a la mañana siguiente…

Massiter se miró las manos.

—Eso es todo, Amy. El secreto que un viejo esperaba llevarse a la tumba, y sin embargo, te lo he contado a ti. Explícamelo, por favor.

Ella le cogió las manos. Eran suaves y cálidas.

—No puedo —contestó.

Él le acarició la mejilla y ella no se movió.

—¿Es por eso que tienes todas estas cosas, Hugo? —le preguntó mirando a su alrededor.

—Podría ser. En Londres tengo una Cleopatra de Tiépolo. Puede que sea el objeto más hermoso que poseo. Pero al final no es más que eso, un objeto. Es hermoso, pero carece de calor y de vida. Como te he dicho antes, la vida lo es todo.

Y volvió a rozarle la mejilla.

—¿Te recuerdo a ella?

—En absoluto. Ella tocaba mejor de lo que tú lo harás nunca, pero tú eres más guapa. Tienes más carácter y más aplomo. Susanna era un lienzo en blanco que siempre me pedía que fuese yo quien decidiera lo que debía mostrar.

Amy sintió la boca seca. La cabeza estaba empezando a dolerle.

—¿Y eso era malo o bueno?

—Ninguna de las dos cosas. Simplemente ella era así. Tú eres lo que eres, y puedo admiraros y amaros a ambas.

—No podemos…

—El mundo es lo que nosotros queremos hacer de él —la interrumpió, y deslizó la mano derecha hasta el escote de su vestido para luego cubrir con ella su seno—. Nunca has estado con un hombre, ¿verdad, Amy?

—No —contestó en voz baja.

—Bien.

Sobre el tejido de su vestido fue bajando las manos hasta llegar a las piernas. Poco a poco, como si estuviera llevando a cabo un examen médico, alzó el vestido y metió las manos entre sus muslos para ir ascendiendo hasta llegar al algodón de su ropa interior. Luego levantó más la falda para dejar expuesto lo que había tocado con las manos y con un movimiento suave y circular metió los pulgares bajo el elástico de sus bragas.

Amy suspiró sin saber lo que aquel sonido significaba mientras las manos de Hugo seguían trabajando en su cuerpo. De pronto la tomó en brazos como lo haría con una chiquilla y mirándola a los ojos la llevó a su dormitorio donde todas las paredes estaban cubiertas de espejo.

Ella se prendo de su propio reflejo de tal modo que no pudo dejar de mirarse mientras él la dejaba sobre la cama, se desnudaba y se arrodillaba a su lado con el rostro enrojecido. En una ocasión anterior había visto desnudo a un novio que tuvo. Comparado con él, Hugo era enorme, casi inquietante en su tamaño.

—Hugo —le dijo—, deberías ponerte algo.

—Yo creo que no —contestó, y de un tirón le rompió el vestido con tal violencia que su cuerpo experimentó una sacudida sobre la cama. Ella misma se quitó la ropa interior por temor a que hiciese lo mismo. Después se inclinó sobre ella y le mordió un hombro. Amy gimió de dolor.

—Hugo —repitió, empujándole para poder mirarle a la cara—. Tengo miedo.

—No tienes nada que temer. Conmigo nunca lo tendrás.

Amy quiso llorar. Quiso poder escapar de allí. Recordó de pronto el sábado anterior, cuando se ofreció descaradamente a Daniel y él la rechazó, desencadenando con su negativa todos aquellos acontecimientos.

Cerró los ojos. No quería mirarle.

—No… no quiero.

Pero él volvió a mover las manos, acariciando, buscando, entrando.

—Pero yo sí, amor mío.