Un encuentro con el inglés

Entré por la puerta de servicio y encontré a Gobbo en la cocina, acosando a una de las doncellas. Cuando me vio, abandonó el juego.

—Dios bendito, Scacchi. Estás hecho un desastre. ¿Qué te ha pasado?

—Me gustaría hablar con tu amo. Es un asunto de bastante importancia.

—Si tiene que ver con su bolsa, ya puedes irlo olvidando. Mi amo está harto de que todos los venecianos anden tras su dinero. Un canalla ha desaparecido con la recaudación del concierto. ¿Qué te parece? Menudo modo tiene esta ciudad de darle las gracias. Mientras le alaba, le vacía la bolsa. Además no podría haber sucedido en peor momento. No había pedido dinero a Londres contando con esos ingresos, y ahora los bancos andan tras nosotros, lo mismo que los comerciantes —me miró con expresión glacial—. Si has venido para eso, para que te pagara alguna deuda pendiente con tu tío, no te voy a dejar pasar de esa puerta. La amistad termina donde empieza el puchero, y no pienso permitir que me tiren de las orejas para que tú puedas presentarle a tu tío otra factura cobrada.

—No se trata de dinero, Gobbo. Al menos no de pedírselo a él. Es más, puede que obtenga algo con lo que voy a decirle.

—¿De verdad?

Gobbo era un sujeto bastante feo, pero aún más con un gesto de desdén como el que tenía en aquel momento.

—Sí, así que ve y dile que necesito que me dedique diez minutos de su tiempo, y que no vengo tras su bolsa.

Gobbo salió por la puerta que comunicaba la cocina con la parte delantera de la casa y el primer piso; allí, en la estancia con vistas al canal, era donde se mantenían las reuniones. Esperé soportando los comentarios banales de la doncella hasta que me llamaron y entré en el amplio espacio forrado de espejos que había visto el día que fuimos a Torcello. Su magnificencia me pareció algo más ajada que la otra vez. A los cristales no les vendría mal un poco de limpieza, y encontré los muebles viejos y con arañazos. Supongo que las residencias alquiladas nunca son lo mismo que las ocupadas por sus verdaderos dueños. Con sólo tres personas entre sus paredes, aquel salón se me antojó vacío y frío. Sólo los ruidos que provenían del canal animaban algo la escena.

Delapole me miró complacido.

—¡Scacchi! ¿Qué te trae por aquí? No había vuelto a verte desde la tarde de nuestro triunfo. ¡Menudo concierto! Es una pena que un delincuente local haya escapado con las ganancias. Me habría venido bien ese dinero. Tengo una casa en Whitehall, una heredad en Norfolk, y no llevo la cuenta de cuántas fincas poseo en Irlanda, pero si le dices eso a uno de estos banqueros que presumen de mundanos, es como hablarles de terrenos en Lilliput. Supongo que aquí también se lee a Swift, ¿no?

—Se tarda un poco por las traducciones, señor, aunque he oído hablar muy bien de sus escritos.

—Desde luego. Aunque no creas que lo entiendo todo. Escribe versos muy inspirados.

Y alzó un brazo para recitar:

A flea hath smaller fleas that on him prey
And these have smaller fleas to bite’em
And so proceed ad infinitum[2]

Yo sonreí.

—¿Lo ves? —me dijo, complacido—. Yo no soy una pulga, ni la pulga de otra pulga, sino el mismo perro, el perro original sobre el que se posó la primera de ellas. Al menos no soy capaz de encontrar sangre que chupar, por más que lo intente. Vamos a estar a pan y agua hasta que llegue ese sobre de Londres.

Gobbo me miró enarcando las cejas desde un rincón. Delapole no es ni tan pobre ni tan crédulo como quiere aparentar, me parece a mí. Ningún aristócrata por rico que sea podría pasar tres años por Europa, que es lo que creo que lleva él, siendo tonto de remate. Al menos en eso confiaba yo, si habíamos de vencer a mi tío.

—Bien, joven Scacchi. Estoy a tu servicio.

Antes de llegar a su presencia, había ordenado en mi cabeza las palabras que quería decirle del mejor modo posible. Era una senda resbaladiza la que debía transitar, y con sendos barrancos a cada lado.

—Señor, si me lo permite, desearía hablar con usted a solas.

—¿Cómo? ¿No quieres hablar delante de tu amigo? Creo que se va a sentir muy ofendido.

En verdad Gobbo parecía muy sorprendido, y no podía culparle.

—No es que desconfíe de él, señor, pero creo que lo que tengo que decirle es mejor que quede en secreto.

—Ah. Dos pares de orejas son prácticamente lo mismo que uno solo. El joven Gobbo sabe cosas de mí que te pondrían los pelos de punta, muchacho, y jamás ha traicionado mi confianza, de modo que si él no puede oírlo, tampoco puedo yo, puesto que si ha de derivarse alguna acción de lo que tengas que decirme, ¿a quién voy a acudir yo sino a él?

En eso tenía razón.

—Como guste. Pero primero déjeme decirle que le traigo este testimonio a regañadientes. Me duele tener que hacerle esta revelación, y al hacerlo voy a poner a alguien a quien admiro y a mi persona a su merced. Usted ha demostrado ser un hombre bueno y generoso, señor Delapole, y no quiero abusar de estas cualidades admirables más de lo que lo he hecho ya.

Él se volvió a mirar al canal.

—Es obvio que no eres veneciano, Scacchi. Tres frases completas y todavía no me has pedido dinero.

—No es su dinero lo que necesito, señor. Es su consejo, su sabiduría y su imparcialidad, porque me temo que está a punto de cometerse una grave injusticia que dañará a una persona que usted ya conoce y a la que ha honrado con su amabilidad.

Aquello pareció intrigarle, y tras separar de la mesa de caoba que había en el centro de la estancia una silla de respaldo alto, nos invitó a Gobbo y a mí a unirnos a él. Una vez estuvimos todos sentados, respiré hondo y le conté mi historia con tanta precisión y claridad como me fue posible, omitiendo sólo los detalles que me parecieron irrelevantes, el más importante de todos ellos mi relación personal con Rebecca. También me callé, por el momento, sus orígenes.

A medida que iba relatándoles lo ocurrido me iba tranquilizando, a pesar de que en el rostro de Delapole e incluso en el de Gobbo fuera palpable la sorpresa. El virtuosismo de Rebecca los había maravillado a ambos en La Pietà, y saber que ella misma había escrito el concierto los dejó de una pieza. Cuando les revelé que mi tío se había quedado con el único manuscrito y que pensaba negociar con él para su propio provecho, Gobbo dejó escapar un silbido.

—Ya te había dicho yo que ese hombre no era de fiar, Scacchi. No hay más que mirarle a la cara para darse cuenta. Nadie trata a los de su propia sangre como te trata a ti, sobre todo si acaba de perder a sus padres y ha venido a parar a un lugar como este.

—Sé que me lo advertiste, amigo mío, y yo te escuché, pero sigue siendo mi tío y yo su aprendiz. Está en su derecho de tratarme como crea oportuno, y si sólo se tratara de eso, no habría venido a importunaros con mis preocupaciones. Pero lo que no puedo es quedarme de brazos cruzados viendo como maltrata a otros, y especialmente a una persona con el talento de Rebecca.

Delapole estaba desconcertado, y no era para menos, puesto que yo no le había referido el elemento crucial de la historia sin el cual nada tenía sentido.

—No lo entiendo, Scacchi. Admito que es muy poco común que una joven pueda componer una música así y desde luego la gente de más edad puede no aceptarlo, ¿pero qué le impide darse a conocer y capear el temporal? Ella es la compositora, y seguro que es capaz de escribir más. Se llevará unos cuantos abucheos, pero hasta Vivaldi tiene que soportarlos últimamente. ¿Por qué no se arma de valor y lo hace público?

Me miró desde el otro lado de la pulida superficie de la mesa y supe que no le había juzgado mal. Delapole era capaz de identificar el meollo de un asunto y atacarlo abiertamente cuando era necesario. Su fachada de petimetre era sólo eso, una fachada tras la que palpitaba un discernimiento aventajado.

—Porque eso es imposible. Rebecca es judía, aunque nadie fuera de su círculo lo sabe excepto Leo y yo.

—¿Judía? —exclamó, sin dar crédito a lo que oía—. Dios bendito, muchacho. ¿Estás seguro? Yo soy inglés y estas cosas no se me dan bien. Si no llevan un distintivo, o ese pañuelo que les obligan a llevar en la cabeza, soy incapaz de distinguirlos. Podría incluso trabar conversación con alguno de ellos sin darme cuenta de que…

—Estoy seguro, señor. Todas las noches que ha acudido a La Pietà a tocar bajo la batuta de Vivaldi y con el nombre de Rebecca Guillaume, yo mismo he ido a buscarla al gueto y la he ayudado a salir con falsas excusas.

—¡Scacchi, has perdido la cabeza! —exclamó Gobbo—. ¡Estás metido hasta el cuello!

Delapole parecía confundido.

—¿Dónde está el problema? Es una mujer, sí, y es judía, además de una violinista excepcional y una belleza. Pero ya no vivimos en la edad media. ¿Qué puede ocurrir?

—Puede que en Londres nada, mi señor —respondió Gobbo—, pero estamos en Venecia y el Dux tiene sus normas. Viven donde se les ha dicho que pueden vivir. Tienen que estar tras los muros al anochecer. Está prohibido que entren en nuestras iglesias porque su presencia las profana. Romper esas reglas es desafiar al Dux y todos sabemos cuáles son las consecuencias.

—Sigo sin comprender. No son más que detalles frente a un talento extraordinario. Yo diría que hasta le añade una nota de color. Un toque melodramático nunca le ha hecho mal a los artistas.

Ni Gobbo ni yo dijimos nada. Nos limitamos a mirarnos el uno al otro y fue nuestro triste silencio lo que al final le convenció.

—Está bien. Acepto vuestra interpretación de los hechos. A veces echo de menos mi tierra natal. Un poco del pragmatismo inglés os haría mucho bien. Encuentro increíble que Venecia parezca ser la poseedora de la primera mujer con talento para la música que ha conocido el mundo y que su respuesta sea encarcelarla, santiguarse y esparcir incienso en el aire. Si hubiera querido participar de esas costumbres, me habría ido a España.

Gobbo volvió a mirarme. Delapole no era consciente de la gravedad de la situación. El Dux era muy rígido en la interpretación de la ley, y no dudaría en encarcelar a un inglés lenguaraz lo mismo que a una hebrea.

—Creo, señor, que lo mejor sería que no hablásemos de esto con nadie y que no nos tomáramos a la ligera la justicia de la República —dijo Gobbo—. Usted es una celebridad en esta ciudad y eso puede hacerle blanco fácil de los rumores.

El inglés dio un puñetazo en la mesa.

—Así que esa sería su manera de mostrarme gratitud, ¿verdad? Escribir mi nombre en un papel y echarlo en uno de esos estúpidos leones de las esquinas, ¿no? Por Dios que no se puede permitir que traten a esa pobre chica con tanta crueldad. Tú culpas a tu tío, Scacchi, pero déjame decirte que si la ciudad no estuviera de su lado, él jamás se atrevería a hacer algo así. Este lugar está podrido y él se siente respaldado.

—Estoy de acuerdo, señor —contesté—, ¿pero qué se puede hacer?

—Dime, ¿qué tiene pensado hacer tu tío?

—Declararse compositor de la obra cuando llegue el momento.

—La fecha está fijada para dentro de una semana —intervino Gobbo—. Iba a ser antes, pero Vivaldi anda enredando con las fechas. Yo creo que lo hace por puro deseo de venganza, pero no puede posponerlo para siempre. A las tres en punto en La Pietà. Habrá un verdadero escándalo.

—Pero me temo —continué yo— que mi tío piensa ofrecerle a Rebecca alguna clase de arreglo antes de esa fecha. Él se llevará la gloria y el dinero, no me cabe duda, y a cambio no desvelará su secreto y puede que ella reciba alguna compensación. No lo sé. Tiene todas las cartas en su mano.

—Desde luego —corroboró Gobbo.

—¿Y la muchacha? ¿Qué piensa ella? —quiso saber Delapole.

—No estoy seguro de saberlo, señor. Creo que ni siquiera ella misma podría decirlo.

Delapole me miraba fijamente a los ojos.

—Pues es ella quien debe tomar la decisión, Scacchi. Si Leo es capaz de ofrecerle un compromiso que encuentre satisfactorio, como por ejemplo que ella siga componiendo y él llevándose los aplausos, no hay nada que nosotros podamos o debamos hacer.

—Estoy de acuerdo, señor, pero conociendo a Rebecca como la conozco…

Sus pálidos ojos azules parecían estarme horadando.

—… no dudo de que querrá toda la gloria o ninguna. Lo ha arriesgado todo para sacar su arte fuera del gueto, y aun en el caso de que accediera a algo así, estoy convencido de que la hundiría de tal modo que no volvería a tocar o a componer.

Delapole se levantó y se acercó a la ventana. Gobbo y yo le observábamos. Delapole era el amo allí, y los dos dependíamos de él. Gobbo me dio un puñetazo cariñoso en el brazo como diciendo todo va a salir bien.

Aguardamos a que tomara una decisión. Tras cinco minutos de interminable espera, volvió a la mesa, se sentó con decisión y me miró.

—Un hombre juicioso se lo pensaría dos veces antes de denunciar una injusticia en una sociedad que es de por sí injusta. Soy extranjero aquí, y un extranjero que ya ha pagado su deuda, si es que la hubiera.

El corazón se me encogió, aunque no podía discutir la lógica de lo que acababa de decir.

—Yo sólo pretendo su consejo, señor, nada más. Ha sido precisamente su condición de extranjero lo que me ha animado a acudir a usted. Si fuera veneciano, mi nombre estaría en manos de Dux en cuanto abandonase esta habitación, y Rebecca Levi quedaría abandonada a su suerte.

Él sonrió.

—Te expresas con gentileza, muchacho. Incluso el petulante de Rousseau lo dijo en un par de ocasiones, y no era un idiota.

—Gracias, señor. Quiero que sepa que mi opinión de usted no va a verse perjudicada ni un ápice aun en el caso de que no volvamos a hablar de este asunto.

—Vamos, vamos, muchacho… —me dio una palmada en la mano de un modo casi paternal—. Eres siempre demasiado serio, Scacchi. Te haría bien sonreír de vez en cuando.

El pecho me dolía.

—¿Me ayudará?

Delapole miró a Gobbo.

—Quiero que concertéis entre los dos una cita con la joven. Que sea de día, por favor. No quiero más complicaciones. He de conocer su pensamiento antes de actuar. Haré lo que pueda, Scacchi, por patético y torpe que pueda parecer. ¡Bien! —exclamó dando una palmada en el aire—. ¡Una sonrisa! A ver si conseguimos curar esa melancolía tuya, joven Scacchi. Gobbo, invítale a tomar algo en la taberna de la esquina, que yo necesito pensar. Tiene que haber una solución a este rompecabezas, pero debemos reflexionar con calma.

Nos levantamos.

—Señor Delapole —le dije, inclinándome ante él—, siempre estaré en deuda con usted. Lo mismo que la señorita Levi.

—Uníos al club —contestó, sonriendo—. Si estar en deuda es otra forma de amistad, creo que debo ser el hombre más amado de este mundo. Ahora, marchaos. Y anímale un poco, Gobbo.

Y eso fue lo que Gobbo intentó hacer a su manera llevándome a una de las tabernas del río y presentándome a un par de amigas suyas. Las dos eran bonitas, con ojos grandes y cabello negro y liso, vestidos rojos (lo cual lo decía todo) y de temperamento alegre.

Gobbo hizo un aparte conmigo y me dijo:

—Vamos, Scacchi. Creo que lo de hoy va a ser de balde. Las dos te encuentran de su gusto.

—No desearía ofender a nadie —dije—, pero no estoy de humor, Gobbo.

—No estoy de humor, no estoy de humor —se burló—. Ya me he quedado sin diversión.

—Lo siento.

—Ya. Espero que ella merezca la pena —añadió, mirándome a los ojos—. Tu amante judía podría matarnos a todos si Delapole da un solo paso en falso.

Me terminé el vino y salí. Había sido una mañana productiva, y no tenía intención de estropearla satisfaciendo la curiosidad de Gobbo. Además, enseguida encontré otros asuntos en los que ocuparme. Al volver a casa, mi tío estaba sentado a su escritorio, esperándome. No iba a permitir que volviera a pegarme, pero él supo encontrar un modo de castigarme mucho más sutil.

—Lorenzo —dijo, fingiendo benevolencia—. Desespero de ti, muchacho. Te pido que hagas una tarea tan sencilla como la de quedarte aquí, y no eres capaz de cumplirla. Pero como soy un hombre generoso, voy a recompensarte con una aventura.

Tenía una expresión de triunfo tal que me hundí. Si había tenido ocasión de hablar con Rebecca, no tenía intención de decírmelo.

—¿Una aventura, tío?

—Hay un corregidor en Roma de nombre Marchese que piensa que sus memorias serían una lectura agradable para las masas. Quiero que vayas a traerme el manuscrito.

—¿Roma? Pero si hay dos días de viaje hasta allí, tío, y aquí tenemos mucho que hacer.

—Cierto, pero teniendo en cuenta lo ocurrido esta mañana, dudo mucho que tu ayuda me sirva de algo, así que te irás a Roma. Dos días para ir y otros dos para volver, y un día para estudiar la publicación con el Signor Marchese. Si te das prisa, estarás de vuelta para el gran día. No querrás perdértelo, ¿verdad?

No pude articular palabra. Me tenía atrapado. Si me negaba, me echaría de su casa y perdería las escasas posibilidades que ello me brindaba de ayudar a Rebecca.

—Apresúrate, muchacho. Has de tomar el barco a Mestre para alcanzar el coche que sale esta noche. Si lo pierdes, quién sabe cuándo podrías volver.

Corrí a mi habitación, preparé la maleta y recogí el exiguo capital que mi tío me había preparado para el viaje. Así partí para Roma, dejando mi corazón y mi pensamiento en Venecia. En el Guetto Nuovo, para ser exactos.