Música en la oscuridad

Ca’ Scacchi estaba vacía, de no ser por los fantasmas que habitaban en ella y por el olor de Laura. Cuando Daniel ya no pudo soportar más esa soledad, salió para La Pietà, donde iba a tener lugar el segundo ensayo del concierto a las cinco de la tarde. La ciudad era un bullir decente, entre venecianos de gesto avinagrado haciéndose sitio en las colas para tomar el vaporetto y un mar de turistas que deambulaban y se detenían sin razón aparente en los lugares más aleatorios. Estaba empezando a adquirir demasiado pronto el desprecio que los venecianos sentían por los turistas, y se deslizaba entre aquellas masas de cuerpos sin ser visto, como un fantasma, como si viviera en un plano distinto, preguntándose incluso si la locura que parecía haber afectado a Laura no estaría circulando también por sus venas.

Había un pequeño grupo en la puerta de la iglesia intentando en vano entrar. Con una leve inclinación de cabeza saludó a la conserje, que nada más reconocerle se levantó y se acercó a él.

—Señor Forster —le abordó. Parecía apenada—. ¿Qué le ha ocurrido a Scacchi? He leído una historia horrible en el periódico, pero no me he creído una sola palabra.

—Está muy enfermo.

—¿Le ha visto? ¿Puedo ir yo también a verlo?

A Daniel le conmovió su interés.

—Por supuesto. Está en el Ospedale al Mare, pero…

Hizo un gesto de impotencia con las manos; un gesto italiano, pensó.

—¿No va a salir de esta?

—No lo sé.

—Iré. Y esta noche rezaré por él. Es un buen hombre, señor Forster. No lo olvide, digan lo que digan. Y quería hacer algo por usted, aunque supongo que eso ya lo sabe.

Daniel se preguntó si de verdad comprendía las motivaciones de Scacchi. Laura le había dicho en varias ocasiones que era demasiado inocente.

—Creo que le gustaría que fuese a visitarle.

—¿Quién puede decir si me oye o no? ¿Los médicos? ¡Bah! Y lo que dicen de la chica que trabajaba para él… Dicen que fue ella la responsable de todo.

—No sé.

—Tonterías. Yo he estado con ella en un par de ocasiones, cuando todavía podía salir de la casa, y le digo que sería incapaz de hacerle daño ni a Scacchi ni a su amigo.

Recordó la explosión de Laura en la cárcel. Había sido una pantomima, y ambos lo sabían.

—Lo sé.

—No tardarán en soltarla. ¡Y si es necesario, iré yo misma a hablar con la policía!

El grupo de gente que aguardaba empezaba a ponerse nerviosa y una pareja de japoneses intentó echar un vistazo al interior de la iglesia, pero se quedaron clavados en el suelo al oírse interpelados en veneciano.

—¡Fuera! ¡Largo! ¡Compren las entradas para el viernes o márchense!

El japonés frunció el ceño.

—El viernes ya no estaremos aquí.

—Entonces, esperen a que se interprete en su país, que sin duda se hará, si es tan bueno como dicen. Pregúntenselo al compositor si quieren. Señor Forster…

La gente comenzó a arremolinarse en torno a él y Daniel sintió que las mejillas le ardían. Entre disculpas se zafó de ellos y entró. El interior de la iglesia estaba fresco y oscuro. El primer movimiento acababa de comenzar. Había una silla vacía a la derecha de la entrada y se sentó allí al cobijo de la oscuridad para dejarse empapar por la música, maravillándose una vez más del extraño poder que tenía aquel trabajo.

El ensayo duró cerca de una hora, aunque pronto perdió por completo el sentido del tiempo. Interpretado por músicos que empezaban a conocer sus temas y matices, el concierto era verdaderamente sorprendente en su técnica y su audacia, pero su verdadera fuerza no radicaba en la destreza de su composición. La música iba pasando de la tragedia majestuosa y lenta hasta alcanzar pasajes de hermosura y vida indescriptibles. Era equiparable a los mejores trabajos de Vivaldi, pero con un elemento más joven y moderno en sus notas. Cuando fuera conocido más ampliamente, aquel concierto alcanzaría rápidamente el nivel de un clásico moderno interpretado por los mejores violinistas del mundo, aunque a decir verdad Amy lo interpretaba muy bien. Todo aquello le llevó a tomar la decisión de que llegado el momento revelaría la verdad, independientemente de lo que dijera Massiter. Sabía que aunque se marchara de Venecia la vergüenza del engaño lo acompañaría siempre y no iba a poder soportar esa carga más de lo estrictamente necesario. Había bailado al son de Scacchi y Massiter demasiado tiempo.

El concierto llegó a su fin con una explosión de fuegos artificiales que eran los pasajes finales interpretados por Amy con un brío y una determinación sorprendentes. La discusión que habían tenido en el Palacio Gritti parecía pertenecer a otra vida. Tras hacer sonar la última nota, Amy se sentó mientras sus compañeros aplaudían. Tanto la orquesta como ella parecían exhaustas, como si el esfuerzo los hubiera dejado trastornados.

Sintió una mano en el hombro. Era la conserje que venía a decirle que había una llamada para él. Cuando volvió, Amy estaba guardando el violín en su funda y salió de la iglesia sin verle. Daniel la alcanzó en la calle, a la luz de un anochecer incipiente. La laguna estaba llena de vaporetti, y un ferry partía hacia Torcello. Al otro lado del agua, en el Lido, el cartel de Campari estaba ya encendido. Era un atardecer delicioso.

—Dan… no sé qué decir —le saludó, con una mezcla de dolor y compasión—. Lo he leído en el periódico. Hugo me ha dicho que ha estado con vosotros poco después de que ocurriera. Es increíble.

—Sí. Es precisamente eso: increíble.

—¿Cómo estás tú? ¿Y tus amigos?

—Laura está en la cárcel.

Ella lo miró sorprendida.

—¿Laura? Yo me refería a Scacchi. ¿Cómo puedes pensar en ella después de lo que ha hecho?

Su inmadurez tardaba poco en quedar de manifiesto, pero aun así Daniel se reprendió por la torpeza de su respuesta.

—Amy, Laura no ha hecho nada de nada. Quería a esos dos hombres y por nada del mundo les haría daño. Estuviste con ellos, y supongo que te diste cuenta.

Ella se cruzó de brazos y suspiró.

—Hugo me ha dicho que ella misma lo confesó, y que la policía va a presentar cargos en su contra. ¿Por qué no quieres enfrentarte a la verdad, Dan?

—Estaría encantado de hacerlo, si lo fuera.

—¿Por qué iba a acusarse de algo así?

Se alegró de que le hubiera hecho esa pregunta. El dolor le había impedido analizar la situación con lógica.

—Creo que porque se culpa de lo ocurrido y necesita sentirse responsable por alguna razón que no alcanzo a comprender.

—¡Pero eso es absurdo!

—Sí que lo es, y puede que sea esa la respuesta. Quería a esos hombres, Amy, y en particular a Scacchi. De hecho tengo la sensación de que para salvarse el uno al otro, firmaron una especie de pacto.

—Pero ahora Scacchi está inconsciente y no podrá contar lo que pasó de verdad.

—No, no podrá.

Se volvió a mirar el cartel iluminado de Campari y recordó a Scacchi en la barca de Piero, con Xerxes al timón, la risa constante y la generosidad con que corría el spritz.

—¿Por qué dices eso? ¿Es que no va a recuperarse?

Daniel se sentó en las escaleras y ella hizo lo mismo.

—No. Ha muerto. Me llamaron mientras estabais tocando. Se lo encontraron muerto a las cuatro. El corazón ha debido fallarle, pero no se esperaban que ocurriera tan pronto. El viernes le enterraré en San Michele.

—Dios… —murmuró Amy, y pasándole un brazo por los hombros, apoyó la cabeza junto a su cuello.

—Hubiera querido estar allí —dijo en voz baja. Eso es lo peor de todo. Hubiera querido estar a su lado. Me siento engañado.

Ella lo miró a los ojos.

—Dan…

—Sí, me siento engañado. Como si todos ellos me hubieran tenido por tonto.

—¿Por tonto? ¿Es que no has oído lo que hemos tocado ahí dentro? Nadie podría tomarte por tonto.

—Ya me lo dirás antes de marcharte —respondió él.

A Amy le sorprendieron sus palabras y se separó de él para secarse la cara con la manga de la camisa.

—Yo no…

—Por favor, Amy, ten paciencia conmigo —le pidió, y en aquel momento vio una figura vestida con camisa blanca y pantalones claros que se acercaba a ellos por el paseo—. O mejor pregúntaselo a Hugo. Supongo que os llevaréis muy bien.

—¿Qué quieres decir?

—Tú misma me lo dijiste el otro día. Parecía interesado, ¿no?

—¡Ya basta! —explotó, poniéndose de pie—. Me importa una mierda lo grande que seas, Dan. A veces te comportas como un auténtico imbécil.

Massiter comenzó a subir las escaleras de La Pietà hacia ellos, y tras inclinarse levemente ante Amy, se dirigió a Daniel.

—Me he enterado de lo ocurrido. Es una gran pérdida, Daniel. Scacchi era mi amigo.

—Ya.

Los ojos grises de Massiter no reflejaban emoción alguna, y a Daniel se le ocurrió de pronto un pensamiento que parecía quemarle la cabeza: que la muerte de Scacchi y Paul entroncaba, de algún modo misterioso, con el pacto que habían hecho con Massiter. Que lo ocurrido podía ser una especie de justicia cruel que todavía no había cerrado el círculo.

—Me gustaría hacer algo en su honor, Daniel —continuó Massiter—. Me gustaría que el concierto del viernes fuese en su memoria.

—¿No querías hacerlo en memoria de la chica? ¿Cuántos memoriales pretendes tener, Hugo?

—Es verdad. La policía esa tenía razón: hace ya demasiado tiempo que Susanna Gianni está muerta y enterrada. Scacchi está ahora en nuestro corazón, y es a él a quien debemos recordar en este momento.

Massiter ya no le asustaba, y Daniel se preguntó por qué se habría obrado ese cambio.

—¿Por qué haces esto, Hugo?

—¿A qué te refieres exactamente?

—A la escuela. Al concierto. A todo este numerito. ¿Qué obtienes a cambio?

A Massiter parecía intrigarle la pregunta.

—No sé ni coger un pincel, Daniel. No sé escribir, ni tocar una sola nota musical. Pero en cierta medida, lo poseo todo. ¿No te das cuenta? ¿Tan difícil es de entender? Me gusta ver mi nombre escrito sobre las cosas que admiro. Me gusta sentirme orgulloso de esas dos palabras —dejó de sonreír—. Y me gusta saber que todos estáis en deuda conmigo.

Amy se movió incómoda. Ya estaban cerca, pensó Daniel. Llegaría un momento en que ella también pasaría a formar parte de sus posesiones, como había hecho él.

—El concierto se tocará en su memoria, Daniel. Puede que la música lleve tu nombre, pero soy yo quien paga a los músicos y quien alquila el local. Tengo mis derechos.

—Por supuesto.

—Y será una revelación.

—Una revelación —repitió—. Ya.

Y sin decir una sola palabra más, Daniel Forster bajó las escaleras de La Pietà y giró a la derecha para internarse en el laberinto de callejuelas que terminarían por llevarle, tras dar unas cuantas vueltas en vano, al cascarón vacío que era Ca’ Scacchi.