Giulia Morelli estaba sentada a su mesa de trabajo y tenía ante sí una pila de informes perfectamente ordenada, pero su pensamiento estaba en Ca’ Scacchi, Daniel Forster y lo que había ocurrido semanas antes en Sant’ Alvise. Tenía la sensación de que todo ello estaba relacionado. Precisamente lo acaecido en el piso de Sant’ Alvise y lo cerca que había estado de perder la vida en aquella habitación sofocante y oscura era lo que había avivado su interés en descubrir cuál era el nexo de unión de todo aquello. El recuerdo de aquel momento en que se arrodilló frente al muerto esperando ser el siguiente pasajero de su mismo viaje seguía obsesionándola. Era una especie de imposición que se había hecho a sí misma, un fantasma que requería un exorcismo con los medios adecuados al caso.
El ama de llaves mentía, eso estaba claro, lo mismo que los dos ingleses, aunque en el caso del más joven no alcanzaba a comprender por qué. Había entrado en su habitación y había comprobado que las sábanas apenas estaban arrugadas, mientras que las del ama de llaves estaban tan revueltas que no era difícil imaginar dónde había pasado la noche. ¿Mentiría ella para protegerle a él? No, imposible. El inglés estaba demasiado convencido de su inocencia, demasiado ansioso porque Scacchi se recuperase lo suficiente para poder exculparla.
Massiter era harina de otro costal. Su nombre aparecía en cada uno de los expedientes que tenía sobre la mesa, aunque en todas las investigaciones realizadas hasta la fecha los resultados no habían sido concluyentes. Que tomaba parte en la venta ilícita de objetos era evidente. Disponían de información que provenía de múltiples fuentes que así lo atestiguaba. Pero también circulaban rumores de evasión de impuestos y fraude. El nombre de Massiter había sido oído en demasiadas conversaciones para tratarse de una mera coincidencia. Sin embargo no habían conseguido encontrar una sola prueba que le inculpase. Ni siquiera un inspector ambicioso que cuatro años atrás consiguió una orden del juez para registrar su casa había encontrado absolutamente nada, un fiasco que le había arrastrado a rellenar informes en Padua.
Massiter tenía amigos por todas partes, amigos en la sombra que sin duda le avisarían con antelación de cualquier acción que fuera a ejercerse contra él. Sin embargo, también él debía tener su talón de Aquiles y Giulia creía saber dónde estaba. Si los rumores no se equivocaban, tenía que existir un pequeño almacén en la ciudad o en Mestre donde pudiera guardar sus mercancías de contrabando antes de ponerlas en circulación. El desdichado inspector cuya carrera se marchitaba ahora en Padua había revisado los registros de la ciudad en busca de algún almacén a nombre de Massiter, bien en la escritura de propiedad o en el contrato de alquiler, pero no había encontrado nada. Sin embargo, aquella cueva de Ali Baba tenía que estar en alguna parte. Massiter trataba con objetos que no podían pasar por la ciudad sin depositarse en algún lado.
Se asomó a la ventana del moderno edificio que albergaba la comisaría en Piazzale Roma y contempló a la gente que entraba en la estación. El día era ya casi de verano, y la ciudad estaba a rebosar de turistas. Más allá del cristal, a menos de dos o tres kilómetros de allí, debían estar todas las respuestas, así como algunas de las preguntas que nadie se había formulado desde hacía años. Volvió junto a su mesa y abrió el último expediente, el que tenía en su portada el nombre de Susanna Gianni. No se le olvidaba cómo le había mirado el encargado del archivo al pedírselo. Aquel caso no había perdido su vigencia para quienes hubieran tomado parte en él y ella tampoco podía olvidar aquella semana de hacia ya diez años. Fueron unos días de actividad frenética durante los cuales temieron que un asesino en serie anduviera suelto por la ciudad, hasta que la aparición del cadáver del director puso punto final. Ella formaba parte del grupo que había ido al Palacio Gritti a examinar el cuerpo del director. La habitación estaba perfectamente recogida y la posición del cuerpo era perfecta. Luego, al revisar su equipaje, había encontrado algunas revistas de inofensiva pornografía homosexual y el número de teléfono de quien resultó ser un proxeneta gay de Mestre. En los armarios todo olía a un perfume intenso y asfixiante, y hablar con aquellos que le conocían le había confirmado lo que ella ya sabía: que los gustos sexuales de Anatole Singer no recaían en mujeres de ninguna edad, y mucho menos en una adolescente que había florecido a su cuidado.
Pero no había revelado nada de todo aquello por una buena razón, que a pesar de todo seguía obsesionándola. Estaba allí cuando registraron la habitación, y estaba presente cuando decidieron qué llevarse y qué dejar. Al mando de la investigación estaba el viejo comisario Ruggiero, que ahora vivía cómodamente retirado en la Toscana. Le había visto catalogar absolutamente todo y había podido leer la lista de objetos antes de salir del hotel. La nota de suicidio no estaba en ella, y todos los presentes lo sabían, pero todos guardaron silencio cuando Ruggiero se la sacó de la manga y declaró cerrado el caso. Giulia jamás se había dejado sobornar, ni por un céntimo ni por una copa gratis en el bar de al lado. Sin embargo, por lo que hizo o mejor, por lo que no hizo entonces, se sentía tan sucia como el policía más corrupto del Véneto, siempre con la mano abierta.
Abrió la carpeta del informe para leerlo una vez más, aunque a aquellas alturas se lo sabía de memoria, y casi una hora después, cuando ya le dolía la cabeza de tanto pensar inútilmente, llamaron a la puerta.
—¿Sí?
Era un subinspector de uniforme.
—Esta mañana nos dijeron que quería que rastreásemos lo del asesinato —dijo, incómodo en su presencia como tantos otros. Traía un informe en la mano, lo que le levantó un poco la moral.
—Sí.
—Esta mañana hemos cogido a un chorizo de poca monta robándole la cartera a un norteamericano en San Marcos.
—¿Y?
—Cuando le pregunté si sabía algo sobre lo ocurrido en Ca’ Scacchi se puso blanco. Pero blanco como la pared. Como si no se lo pudiera creer. Yo creo que sabe algo, pero no sé qué.
Giulia se acercó a él, cogió el informe y bajó dos pisos detrás de él para llegar a la sala de interrogatorios.
—¿Lo conoce?
—¿A Rizzo? Claro. Es un descuidero de tres al cuarto. A veces hace recados.
El subinspector rondaba los treinta, era alto y de espalda planchada, con una cara corriente y de mal color. Parecía de confianza, pero los nuevos siempre lo parecían.
—¿Forma parte de algún grupo?
—No que yo sepa.
—¿Qué más sabe?
—¿Aparte de la cara que se le ha quedado al preguntarle?
Giulia no contestó, limitándose a esperar una respuesta. A veces la gente de uniforme parecía empeñarse en complicarle la vida. El subinspector se encogió de hombros.
—Cuando lo trincamos, tenía un resguardo del banco en el bolsillo en el que decía que el viernes había ingresado el equivalente a ochenta millones de liras en dólares americanos.
Se detuvieron ante la puerta de la sala.
—¿Sabe dónde andaba alrededor de las tres y media de esta madrugada?
El subinspector sonrió.
—Eso sí, jefa, porque fue a la hora que lo pillamos. Rizzo y el tipo al que intentaba robar iban bastante cargados, lo cual me sorprende bastante porque el tío este parece profesional. A lo mejor le preocupa algo.
—Maldita sea…
—Vamos, jefa, que este tío es un chorizo de tercera fila que no se atrevería a ir por ahí matando a la gente en su casa.
—¿Está casado o tiene pareja?
—Nada. Hemos estado en su casa. Tiene un piso alquilado cerca del viejo gueto, pero no hemos encontrado nada allí salvo unas cuantas cosas que sus dueños no volverán a ver, dondequiera que estén. Nada de importancia. De no ser por el dinero del banco y la cara que se le quedó al preguntarle ni siquiera la habría molestado.
Giulia le puso la mano en el brazo y le hizo gracia el respingo que dio el bueno del subinspector.
—Gracias. ¿Van a presentar cargos?
—Por supuesto. ¿Por qué piensa que hacemos esto si no? ¿Por disfrutar del placer de su compañía?
—Es que estaba pensando…
—Ya sé lo que estaba pensando.
—No sé si tendría sentido hacerle esperar un rato y que piense que algo se está cociendo…
—Bien, pero me gustaría que me contara por qué, jefa.
Ella asintió. Algún día tendría que enfrentarse a la decisión de confiar en alguien de la comisaría, alguien con quien poder compartir sus ideas.
—¿Cómo se llama usted, subinspector?
—Biagio.
—Bien. Gracias, Biagio.
Giulia abrió la puerta y entró. Miró al hombre que había sentado a la mesa y tras hacer un gesto con la mano para disipar la humareda del cigarrillo que se estaba fumando y que había atufado la atmósfera, abrió la ventana y dejó que entrase el olor a gasolina del aparcamiento. Se quedó allí hasta que pudo dejar de temblar. Había sido entrenada para no fiarse del instinto. Los hechos eran lo único que importaba. Sin embargo, aunque pareciera una locura, no podía quitarse de la cabeza la idea de que aquel tipo era el asesino que se había encontrado en el piso de Sant’ Alvise. Entonces lo recordó: era el olor, el mismo olor a cigarrillo barato y fuerte, africano quizás, y el mismo tufo a sudor. Dos detalles casi insignificantes y que no tenían valor para la ley.
—Apaga eso —le dijo.
—¿Qué?
Giulia le quitó el cigarrillo de la boca y lo apagó en el tablero de plástico de la mesa.
—¡Eh!
Lo miró a los ojos. Estaban a oscuras en el piso y no había podido verle bien, pero el olor era el mismo y había algo en su presencia que también le era familiar. Estaba segura de que era él.
—¿Me recuerdas?
—Nunca he tenido el placer. ¿Es que me vas a pedir una cita?
Tenía tiempo. Tanto como quisiera, así que no tenía por qué ir directamente al asunto.
—¿Es que eres sordo además de idiota? Ochenta millones de liras en el banco, e intentas robarle la cartera a un tío en las narices de dos policías. Si hubiera alguna ley contra los tontos, estarías encerrado de por vida.
Rizzo tenía fruncido el ceño y se relajó. Estaba claro por qué. Esperaba ser interrogado sobre un caso de asesinato y lo que se encontraba era una reprimenda por robar. No estaba en guardia y eso la favorecía a ella.
—Verás, es que…
Hablaba muy alto y tenía un deje de ciudad.
—¡Hablarás cuando yo te pregunte! —le gritó—. Biagio, traiga sus cosas.
Biagio sonrió. Estaba disfrutando con el numerito. Le acercó una pequeña bandeja roja en la que había un talonario. Ella lo miró y lo tiró al suelo.
—¡Eh! —gritó Rizzo—. ¡Ese dinero es mío!
—Te va a venir muy bien en la cárcel.
Rizzo se volvió al subinspector.
—Me rindo. Llévate a esta loca y tráeme a un policía normal. El tío ese se lo merecía. Nada más, ¿vale?
—No vas a tener esa suerte —dijo ella, y cogió el móvil que había en la bandeja, uno de esos muy pequeños que les gustan a los jóvenes. Apretó un botón y cobró vida.
—¿Qué haces? —preguntó él.
—Llamar a mi primo a Nueva York. No te importa, ¿verdad? Es que tu teléfono es una monada. ¡Anda, mira, si tienes amigos!
Rizzo entornó ligeramente los ojos y el color de su cara bajó un poco. No estaba tan pálido como le había contado el subinspector, pero algo había.
—¿Y qué?
—Estos policías de uniforme estuvieron en tu casa y pensaron que eras basura, uno de esos tíos que no se llevan bien con la sociedad sólo porque no conoces a nadie y las únicas novias que has tenido son las que encuentras en las revistas que tenías al lado de la cama.
No contestó.
—Pero tú y yo sabemos que no es así, ¿verdad? Tienes a cuatro personas a las que quieres tanto que guardas sus números aquí para poder llamarles en cualquier momento —volvió el teléfono hacia él y le preguntó—: ¿Quiénes son, Rizzo?
—Parientes. Amigos.
—Ya.
Leyó los números e intentó mantener la esperanza. Los dos primeros eran de Mestre y el tercero de Roma. Sólo el último era de Venecia.
—¿Crees que deberíamos llamarlos?
—Si quieres… Mis padres viven en Mestre, pero están divorciados. Dos números. Y tengo un amigo en Roma.
—¿Y este último?
Como no contestó, marcó el teléfono, esperó a que alguien contestara y colgó. Rizzo sonreía y el subinspector también parecía divertido.
—Me gusta la pizza —dijo—. Los llamas y vienen. Además son baratos. Puedo recomendártelos, aunque supongo que la policía no paga las facturas, ¿verdad?
El ruido del tráfico que entraba por la ventana le hizo desear trabajar en alguna otra parte. Era precisamente la ausencia de coches lo que la animaba a vivir en el centro.
—¿Anoche cenaste pizza, Rizzo? —preguntó, tocando varios botones.
—A lo mejor.
—No te lo estaba preguntando. Mira —le enseñó otra vez el teléfono—. Son los diez últimos números a los que has llamado y cuándo.
—Ya.
Volvía a estar pálido. Giulia marcó un número, esperó a que contestaran y colgó sin hablar.
—Era el banco —dijo, y volvió a marcar.
Rizzo se volvió a mirar al subinspector.
—Oye, tío, el teléfono es algo personal. Hay leyes que protegen eso, ¿no?
—Vaya por Dios —exclamó Giulia, sonriendo—. No me lo puedo creer. ¿No te es suficiente con la pasta que tienes en el banco, Rizzo, que tienes que seguir apostando en las carreras? Qué pena. Demuestra que estás obsesionado por lo material.
Sólo había un número más, ya que el resto eran más llamadas al banco. Marcó, esperó y colgó. Luego acercó una silla y apoyó los codos en la mesa.
—¿De qué conoces a Hugo Massiter? —le preguntó sonriendo—. ¿Qué clase de trabajos haces para él?
—¿A quién? No sé a qué leches estás jugando.
—¿De qué conoces a Hugo Massiter? —repitió—. ¿Qué clase de trabajo haces para él?
Rizzo golpeó la mesa con las palmas de las manos pero ella no pestañeó. Estaba asustado.
—Ya estoy harto —dijo, dirigiéndose a Biagio—. O me acusas de algo, o me sueltas, que me da igual. Sólo quiero que me quites a esta guarra de delante.
Volvió a marcar y sostuvo el teléfono entre los dos. Sonó un par de veces y luego saltó el contestador. La voz suave de Massiter daba una extravagante excusa para no estar en casa. Antes de que terminara el mensaje y sonara la señal, dijo:
—Voy a pedirle que se reúna aquí con nosotros, Rizzo, para que podamos aclarar todo este…
—¡No! —gritó, y se abalanzó para quitarle el teléfono de la mano, pero el subinspector lo agarró por el cuello en un abrir y cerrar de ojos. De todos modos, no era necesario. Aquel tío no era violento. Sólo estaba asustado. O más bien muerto de miedo.
Giulia se levantó y recogió el teléfono del rincón al que había ido a parar y lo colgó. Cuando volvió a la mesa, Biagio le había soltado. Rizzo seguía sentado y cabizbajo.
—¿Quieres un café? —le ofreció.
—No.
—¿Una cerveza? ¿Un zumo? ¿Prosecco?
—¡No quiero nada!
—Trae un café —ordenó a Biagio—. Yo me quedo con él.
Biagio salió diciendo algo entre dientes y Giulia se sentó frente a Rizzo. Él sudaba, y ella se sentía bien.
—Sólo di que me recuerdas. Sólo eso.
—Estás loca, tía.
Ella cogió el bolso, lo puso sobre la mesa y sacó la pequeña pistola que se le había caído de las manos en Sant’ Alvise.
Rizzo la miraba y ella se la mostró sobre la palma de la mano.
—Ya no me tiembla la mano —le dijo—. A lo mejor debería darte las gracias por ello. Podría salvarte, Rizzo, ¿comprendes?
—Mecagüen…
En un abrir y cerrar de ojos, Giulia saltó de su silla, le agarró por el pelo y le puso el cañón del arma en la mejilla.
—Cállate. Cállate y escucha. No es a ti a quien quiero. A lo mejor incluso puedo olvidar lo que hiciste aquel día. Depende de lo que hagas ahora. ¿Qué me dices?
Un segundo después apartó el arma. El cañón le había dejado una marca en la mejilla, un círculo de carne enrojecida. Giulia volvió a sentarse y sonrió.
—Antes de que vuelva el subinspector, Rizzo, quiero que me digas que me recuerdas. Así tendremos algo sobre lo que trabajar. Algo que puede que te permita seguir vivo.
Rizzo miró a la puerta. Seguramente esperaba que se abriera. Temblaba.