Un equipo de la policía estaba examinando la habitación en la que había muerto Paul. Massiter les miraba ceñudo y Daniel se sentía físicamente enfermo. Eran las ocho de la mañana. Se habían llevado a Scacchi inconsciente en una ambulancia al Ospedale al Mare del Lido, donde había sido ingresado en cuidados intensivos. Laura había salido para la comisaría muy temprano para que pudieran tomarle declaración, según habían dicho, y Ca’ Scacchi parecía vacía sin ellos, a pesar de que había más de veinte personas inspeccionando hasta el último rincón.
—Maldita sea… —murmuró Massiter. La verdad es que parecía que el ataque le había conmocionado de verdad. A la áspera luz de la mañana que entraba por el ventanal, parecía más viejo, casi frágil—. Menuda suerte.
—No entiendo.
—Conozco a la policía, Daniel. Me han llamado al enterarse de lo ocurrido, y estoy aquí para ayudar, ¿verdad?
—Por supuesto —contestó Daniel sin pensar.
—Menos mal. Al norteamericano no lo conocía, pero a Scacchi lo considero un amigo, ya lo sabes.
En opinión de Daniel, la relación entre ellos dos era bastante más compleja de lo que decía.
—Ya.
—¡Y resulta que envían a esta… gente! No conozco a ninguno.
Los policías vestían todos de oscuro y parecían especialmente interesados en la casa y no en sus habitantes. Un tipo tranquilo y de expresión anodina le había interrogado durante media hora, y parecía aburrido de sus propias preguntas; es más, incluso parecía conocer las respuestas antes de que él se las diera y que buscara sólo confirmación. Le había mentido en varias cosas. Por ejemplo le había dicho que estaba en su habitación cuando le despertaron los gritos y que no había nada de gran valor que echara en falta, pero no por ello habían dejado de examinar todos los armarios y hasta el último cajón incluso del almacén. Por el momento no habían encontrado ni el violín, ni el viejo manuscrito ni el montón de dólares que Scacchi debía haber escondido en alguna parte. Daniel sabía por instinto que nada de todo aquello estaba ya en la casa.
Para colmo, se había presentado Giulia Morelli con el anuncio de que se hacía cargo de la investigación, y tras saludarle con una leve inclinación de cabeza, había desaparecido.
—Eran ladrones —declaró, tanto para Massiter como para sí—. Quienquiera que haya sido, se ha llevado el manuscrito, Hugo.
Massiter frunció el ceño.
—Menos mal que ya lo habías copiado, o estaríamos metidos en un buen lío. ¿Falta algo más?
Daniel lo miró a los ojos.
—Acaban de matar a un amigo mío, y tengo a otro a las puertas de la muerte. La verdad es que el manuscrito me importa un comino. Lo que quiero es que encuentren al responsable de todo esto.
—Eso no va a ayudar a Scacchi —respondió Massiter como si se sintiera ofendido—, ni nos va a devolver la música. Había algo más, ¿verdad?
—No lo sé. Scacchi no me lo cuenta todo.
—¿Y el dinero? Supongo que no es hombre de tenerlo en el banco.
—¡Ya le he dicho que no lo sé!
Cabía dentro de lo posible que Scacchi hubiera pretendido estafar a los delincuentes a los que debía pagar con la adquisición del Guarnen. Daniel había dado por sentado que el violín ya no se encontraba en la casa, pero Scacchi no había vuelto a hablar del asunto. A lo mejor el dinero que le habían dado por él había ido a parar a otro sitio, ¿pero adonde?
—Tienen que saber que el manuscrito ha desaparecido —declaró—. Voy a decírselo.
—¡Ni se te ocurra! —replicó Massiter sujetándole por un hombro—. Si les cuentas lo de la música, quedaremos expuestos.
—No me importa.
—A ver si aprendes, Daniel —continuó Massiter en tono amenazador—. Los dos hemos firmado contratos que te identifican como el autor del concierto. Si revelas ahora la verdad, podrían acusarnos, y puesto que los dos somos extranjeros, nos expulsarían del país inmediatamente. Tú no eres nadie para ellos, pero imagínate el placer que experimentarían conmigo.
Daniel se quitó su mano del hombro.
—Creía que usted tenía amigos.
—Amigos venecianos —puntualizó—. Amigos del buen viento.
Giulia Morelli había estado observándolos desde el otro rincón de la habitación, aunque fingía examinar unos documentos de Scacchi. Massiter tenía razón: estaba atrapado en el engaño. Los dos lo estaban, lo cual seguramente había empujado a Massiter a acudir a Ca’ Scacchi nada más enterarse del incidente.
—¿Y bien?
—De acuerdo. No se lo diré. Al menos eso no.
Y fue en busca de Morelli.
—¿Cuándo podremos ver a Scacchi? —le preguntó, consciente de que Massiter le había seguido.
Ella dejó unos documentos que había estado leyendo.
—Está en coma.
—¿Se conocen? —preguntó Massiter sin perder tiempo.
—Soy la inspectora Giulia Morelli —se presentó. Parecía fascinada por la presencia de Massiter—. He asistido a todos sus conciertos. Este año Daniel es la estrella, o al menos eso dicen los periódicos.
—Los periódicos… —suspiró Daniel.
—Lo siento —se disculpó ella—. Ha ocurrido algo terrible y no debería haber hablado de cosas banales. ¿Piensas seguir adelante con el concierto?
—Por supuesto —respondió Hugo por él—. Es lo que Scacchi hubiera querido.
—Desde luego —corroboró Daniel con una sensación de vacío en el estómago. Ya habían empezado a hablar de él en pasado.
—Bien —sonrió—. Creo que ya hemos terminado. Lamento las molestias, y su pérdida. No conocía al norteamericano, pero apreciaba la compañía de Scacchi. Rezaré para que se recupere.
—¿Y han descubierto algo? —preguntó Massiter.
—Nada. Esta casa es muy antigua, pero en ella hay pocas cosas de verdadero valor. Supongo que han debido irse vendiendo al cabo de los años. ¿Has echado algo en falta, Daniel?
—En principio, nada. Pero el robo ha debido ser el motivo, imagino.
—¿Por qué? —le preguntó ella, mirándole a los ojos—. ¿Qué había aquí que robar?
—No lo sé —se apresuró a contestar.
—No se han forzado las puertas ni hay ninguna ventana rota. Si ha sido un robo, Scacchi o su amigo debieron dejarles pasar.
Daniel intentó pensar con rapidez.
—Hay algo que debo decirle, aunque no sé si tendrá alguna importancia.
—¿Algo que no estaba en tu declaración? Ya la he leído y me ha parecido muy clara: estabas en la cama, oíste un ruido y descubriste el pastel.
—No es sobre mí —aclaró, consciente de que Massiter seguía pegado a su lado—. Scacchi debía dinero a unos prestamistas y le preocupaba lo que pudieran hacerle a Paul o a él si no les pagaba.
—¿Unos prestamistas?
—Delincuentes, supongo.
—¿Scacchi tenía contacto con delincuentes? —se sorprendió. Parecía divertida—. Yo creía que era un marchante de arte como usted, Signor Massiter.
—No jugábamos en la misma división.
—Sin embargo, trataba con objetos antiguos a los que sus historias les conferían un valor especial. Como todos los marchantes, supongo. Voy a ser sincera contigo, Daniel. Como ya sabrás, Scacchi no nos era desconocido. No somos idiotas.
—Entonces ¿sabe a qué clase de hombres pudo haberles pedido el dinero?
—Por supuesto. Y si alguno de ellos estuviera enfadado con él, yo lo sabría. Mantener en secreto la identidad de los morosos no beneficia a nadie. Es más, que circulen rumores sobre su falta de pago les mete más presión y puede disuadirles de buscar justicia en caso de que se haga necesario un castigo.
—Entonces ya lo tiene. Puede hablar con esa gente para averiguar a quién debía dinero.
Giulia lo miró con benevolencia.
—Lo he hecho poco después de llegar aquí. Esta casa huele a penuria, a una penuria de clase media, pero no he conseguido encontrar pruebas de que Scacchi le debiera un céntimo a nadie.
—¡Eso no puede ser! Me lo dijo él mismo.
—¿Y acaso era un santo varón que no mentía nunca? —espetó. Giulia esperó a que contestara, pero Daniel se había quedado sin palabras—. ¿No me recuerda, señor? —le preguntó ella a Massiter.
Él la miró fijamente.
—Lo siento, pero no.
—No me extraña. Acababa de salir de la academia. Fue hace diez años, en aquel caso tan trágico de la violinista. ¿Cómo se llamaba?
—Susanna Gianni —respondió Massiter.
—Correcto. Tiene buena memoria para según qué cosas. Trabajé en aquel caso y estuve presente en su interrogatorio. Me conmovió su dolor.
—Fue una gran pérdida. He pensado que quizás dedique a su memoria el concierto de este año.
Ella se encogió de hombros.
—¿Por qué ahora, después de tantos años? Ya se habrán olvidado de ella.
—Los que la conocimos, no.
—Entonces lo que debería hacer es recordarla en privado, y no sacar su nombre a relucir ante una audiencia que no la conoció. La pobre está muerta y así debe seguir. A veces hay que respetar ciertas cosas. Recordará esa parte del caso, ¿no?
Massiter cambió el peso de una pierna a la otra y consultó el reloj.
—No entiendo qué quiere decir.
—Pues verá… la chica es asesinada y hasta el último policía de Venecia la está buscando para descubrir al asesino. Pero después, de pronto, aparece. Encontramos muerto a su director… ¡y resulta que ha confesado! ¿Se imagina la gratitud que sintieron mis superiores hacia ese hombre? Todo era una catástrofe y de pronto, se hizo la luz. Y además, sin gastar ni un céntimo en juicios.
—Fue un verano terrible —declaró Massiter.
—Sí, pero yo aprendí muchísimo entonces. Aprendí que a la sabiduría se llega a través de la sencillez. Que buscar secretos y conspiraciones sólo ensucia las aguas. La primera solución es normalmente la más… apropiada. Sí, creo que esa es la palabra.
Ni Daniel ni Massiter dijeron nada. Había algo en los modales de aquella mujer, en su forma de hablar medio en broma medio en serio, que les inquietaba.
—Caballeros… —dijo, y se acercó a Daniel para ponerle una mano en el hombro. Olía a perfume y le dedicó una brillante sonrisa—, estarán de acuerdo conmigo, ¿no? ¿Para qué perder el tiempo con soluciones rebuscadas que sólo sirven para que aparezcan toda clase de fantasmas?
A Daniel le irritaba su tono.
—Quiero que se encuentre a la persona que hizo esto. Quiero que responda ante la justicia.
—¡Desde luego!
Aquella mujer se estaba riendo de él.
—¡Quiero que…!
—Por favor —le cortó—. Sus deseos ya se han cumplido. Tenemos al culpable y presentaremos los cargos dentro de unos días. Poco después, se celebrará el juicio. El servicio siempre es el problema.
La cabeza empezaba a darle vueltas.
—¿Cómo?
—Tú mismo lo viste. Ella tenía el cuchillo en la mano y sus huellas están en él.
—¡Eso es ridículo! —contestó, alzando la voz—. Laura era de la familia. Se querían.
—Familia… hay tantas razones para discutir en una familia: el dinero, la pasión, el odio… está en la cárcel de mujeres de Giudecca. Puedes ir a verla. Yo no tengo nada que objetar.
Daniel sintió ganas de agarrarla por los hombros y zarandearla para que recuperara el juicio, aunque sabía que lo que ella esperaba era precisamente que perdiera el control.
—Está usted muy equivocada —le dijo, intentando mantener la calma—. Scacchi se recuperará y él mismo será quien se lo diga.
—Puede, pero mientras tanto, habla con ella —insistió.
—Daniel —intervino Massiter, cogiéndole por un brazo—, es mejor que te tranquilices y que…
—¡No quiero tranquilizarme!
Aquella mujer seguía delante de él, sonriendo con suficiencia. Estaba convencido de que tenía información que él desconocía.
—¿Hay algo más? —le preguntó.
—Es muy sencillo, Daniel. Como en todos los grandes misterios, el ama de llaves ha confesado. Lo hizo aquí mismo cuando le tomamos declaración, y ha vuelto a hacerlo en comisaría. No nos ha dado razón alguna. A lo mejor está un poco desequilibrada. ¿Qué más da? La cuestión es que ha confesado. Y dime, ¿qué podría ser más conveniente?