Un concierto memorable

Hacía una tarde esplendorosa. Una suave brisa del noroeste soplaba sobre las aguas de la laguna prestando su dulzura a aquel día de verano. El encargado de recoger las ganancias en la puerta, Delapole seguramente debía estar encantado. Hasta el último asiento de los cuatrocientos que tenía La Pietà había sido vendido. Las enormes puertas dobles del templo estaban abiertas de par en par para que aquellos que no habían podido conseguir entradas, o no habían podido pagársela, pudieran escucharlo desde fuera, aunque en realidad poco iba a ser lo que oyeran. La orquesta quedaba bastante lejos de la puerta, y el espacioso interior de la iglesia se tragaría todo el sonido. Pero la ocasión era mucho más que un simple concierto. La posibilidad de que se hubiera descubierto un nuevo genio de la música en Venecia alentaba el espíritu de sus habitantes, sumidos en la decadencia. Las fortunas de la República estaban en la cuerda floja, como decía Rousseau, y bajo la grandeza de la ciudad no era difícil ver el albor de la decadencia, tan claro como en el rostro de una mujer bella se distinguen los deterioros que empieza a causar el paso del tiempo.

Llegábamos tarde por culpa de una increíble discusión entre Leo y Delapole. El inglés, acompañado de Gobbo, había llegado a Ca’ Scacchi poco después del mediodía, sonriente e interesado en todo lo dispuesto por el tío Leo y Vivaldi para aquella tarde, a lo que mi tío fue contestando educadamente pero con cierta aspereza. Me da la impresión de que le resulta difícil mantener buenas relaciones con aquellos que invierten en él su dinero por que se siente dependiente de sus favores. Es la pescadilla que se muerde la cola, como bien sabe él, y eso le enfurece todavía más.

Así que cuando Delapole le pidió copias de las distintas partes del concierto, Leo disfrutó diciéndole que no con una sonrisa feliz:

—No. Eso no puedo hacerlo, señor Delapole.

—¿Por qué no, si es mi dinero el que las ha pagado?

—Desde luego, y le estamos muy agradecidos, aunque estoy seguro de que lo va a recuperar con creces. Pero no puedo darle la partitura del concierto porque no es mía, sino del creador que me la confió. Hasta que no haya recibido instrucciones de él, seguirá bajo mi custodia y no por las calles como si fuera un pasquín.

El rostro de Delapole, que en condiciones normales era la viva imagen de esa contención tan británica, enrojeció de furia.

—Esto es ridículo. Yo soy el patrocinador del compositor, y me merezco un trato deferente.

—Si él lo decide así, por mi parte no habrá ningún inconveniente, pero ahora mismo queda fuera de mi alcance.

—Entonces, ¿qué va a pasar con las partituras de los músicos cuando termine el concierto? Supongo que sí podré quedarme con alguna.

—Serán destruidas, señor —anunció triunfal—. Hasta la última de ellas. Como editor de reputación que soy…

Gobbo tosió en aquel momento y admito que me costó mantenerme serio. Estaba claro que mi tío estaba siendo deliberadamente fastidioso; además con ello sólo conseguiría duplicar su trabajo cuando la música tuviera que ser copiada e impresa una vez más.

—… es mi obligación defender los intereses de quienes me eligen como depositario de su confianza. Si nuestro maestro lo decide así, imprimiré un millón de copias y las repartiré entre los mendigos de la ciudad, pero hasta que no reciba instrucciones al respecto…

Delapole empezaba a convencerse de que no iba a conseguir que Leo cambiase de opinión.

—En toda mi vida he escuchado tontería semejante a esta, Scacchi. Si destruye las partituras, ¿qué quedará del trabajo?

—El original, señor Delapole, nada más, puesto que dudo que un genio que elige mantener su identidad en secreto haya enviado el manuscrito a un copista.

—¿Y dónde está ese original, si puede saberse?

Cómo estaba disfrutando mi tío con todo aquello.

—En mi caja fuerte, desde luego. Donde nadie pueda encontrarlo.

Delapole cogió su bastón, un delicado trabajo de madera con empuñadura de marfil y dio unos golpes en la mesa de nuestra modesta oficina. Me da la impresión de que hubiera preferido descargarlos en la cabeza de mi tío, y desde luego yo no puedo culparle. Delapole es un hombre generoso (Rebecca lo sabe ya bien), y no costaría nada ni se estarían transgrediendo las normas gravemente si se le entregase una copia de la partitura.

—No me gusta que juegue conmigo como si fuera uno de esos pisaverdes que andan por Londres, Scacchi.

Leo abrió los brazos de par en par como diciendo ¿y qué puedo hacer yo?

—Vamos —nos dijo mi tío—. Se nos hace tarde. Disfrutemos de esta inmerecida gloria y ya veremos qué nos depara el futuro. Este trabajo complacerá a los entendidos y a las masas, y cuando eso suceda, nuestro misterioso compositor querrá que el mundo entero conozca su nombre y agradecerle a usted su incomparable contribución.

—Ejem…

El inglés hacía ese ruido de vez en cuando. Francamente sorprendente. La furia de Delapole se estaba enfriando, aunque sospecho que se sentía más herido que ofendido, como cualquiera en sus mismas circunstancias. A los ricos no les gusta que intenten timarles, y mi tío haría bien en tenerlo presente.

Después de este episodio, nos fuimos en la góndola de Delapole sorteando el tráfico del canal y dejamos atrás San Marcos hasta llegar a La Pietà. Aquel era un día de fiesta para la ciudad de Venecia. Un pequeño grupo de cómicos habían improvisado un escenario al pie de las escaleras de la iglesia e interpretaban a los personajes más habituales y coloridos: Scaramouche y Pantaleon, Polichinela y Harlequin, entretenimientos inocuos y procaces para las masas que pasaban a lo largo de la línea del muelle sin saber hacia dónde dirigirse, si elegir entre los puestos callejeros el de los dulces o el de la adivinadora. Embarcaciones de todo tipo saturaban la laguna, peleándose por el espacio necesario para desembarcar su carga humana en el paseo ya a rebosar. Jóvenes y viejos, ricos y pobres, hombres decentes y picaros, osados y pusilánimes, Venecia era un mostrador en el que contemplar al mundo en todo su colorido: el bermellón en los elegantes vestidos de seda, el gris oscuro en los chalecos de los marinos, el blanco y el negro en la blusa de Harlequin, un pigmento parecido al dorado del sol en las trenzas de las busconas que cuidaban de su negocio bajo las mismas y largas narices del Dux.

Confieso que he sonreído al pensar que ha sido Rebecca la causante de aquella conmoción. Si llegara a saberse… De pronto, el tío Leo, abriéndose paso entre la multitud, grita:

—¡Damas y caballeros! El señor Delapole, el caballero inglés cuya generosidad ha proporcionado los medios necesarios para escuchar este concierto les ruega le dejen pasar a ocupar su asiento.

La petición ha levantado un murmullo entre la gente.

—Estos ingleses no son tan malos. Ha de ser un caballero, sin duda, quien nos ha concedido la gracia de escuchar este concierto cuando podría haber pensado en sus compatriotas. ¡Tres hurras por el señor Delapole! ¡Hurra por nuestro benefactor!

Estas alabanzas han sido lanzadas al aire por Gobbo (quién si no) y pronto el alboroto se transforma en aplausos y elogios, en palmadas en la espalda, sombreros y flores que se lanzan al aire. Delapole sonreía con orgullo. Después saca un pañuelo y dice por fin las palabras que todos esperamos de un inglés:

—¡No, por Dios! ¡Esto es demasiado! ¡No me lo merezco!

Mi tío estaba en lo cierto. Un poco de adulación y todo queda olvidado. En el interior de la iglesia nos encontramos con el público sentado ya, y todos se vuelven al oírnos entrar. La escena era sorprendente. La orquesta no está ya tras la celosía, sino en la plataforma de mármol que hay ante el altar, dispuesta como una pequeña orquesta de cámara en un arco suave, con todas las intérpretes vestidas de negro. Parecen muy jóvenes. Rebecca está en el centro y es el blanco de todas las miradas. El corazón me dio un brinco. Nos estábamos dejando ver, y eso era convocar el desastre. El juego se nos escapaba de las manos.

Vivaldi está ante la orquesta, batuta en mano, y se vuelve hacia el público.

—Fíjese —susurró mi tío—. La composición es tan buena que incluso Vivaldi está celoso. Ha colocado a la orquesta donde se la pueda ver y su belleza pueda apartar nuestra atención de las notas.

—Basta de charla —dice Delapole en voz alta, señalando los bancos que nos estaban reservados—. Ocupemos nuestro lugar y dejemos que Venecia juzgue si le estamos haciendo perder el tiempo o no.

Unos suaves aplausos saludan nuestro avance. Yo me siento al final del banco junto a Gobbo e intento no mirar a Rebecca, que está tan absorta en todo aquello que yo creo que ni me ve, quizás deliberadamente. Aquella no es la Rebecca que yo conozco. Se ha cepillado el pelo y lo lleva tirante y sujeto en la nuca, y se ha aplicado color en las mejillas; compone en suma, la imagen perfecta de una intérprete de violín muda y obediente dentro de una orquesta de provincias. De pronto me quedo pensando en aquella idea y lo comprendo todo: nunca se habría arriesgado tanto de pretender Vivaldi mostrarla al mundo como solista. Su intención era tocar tras la celosía sin ser vista, y al verse obligada a hacerlo ante la mirada pública, se ha disfrazado para evitar las preguntas que pueden surgir si su apariencia la delata. Pero su porte no denota ni un ápice de nerviosismo.

Un carraspeo de Vivaldi y la audiencia queda en silencio. Unos segundos después, cesa el murmullo que proviene de quienes se agolpan fuera.

—Distinguidos conciudadanos —anuncia—. Estamos ante una ocasión muy poco habitual. No estoy acostumbrado a dirigir el trabajo de otros compositores, del mismo modo que mi orquesta no suele interpretar piezas que no hayan sido escritas por mi mano. Por lo tanto quiero disculparme ante vuestras mercedes y ante nuestro compositor anónimo por los errores y omisiones que podamos cometer al interpretar este concierto. Nuestro benefactor inglés…

Delapole hace una leve inclinación de cabeza.

—… ha tenido la amabilidad de ofrecer su patrocinio para brindarnos la oportunidad de juzgar un trabajo cuyo origen nos es desconocido. Puede que su autor se encuentre en esta sala. No hay modo de saberlo.

Rebecca no pestañea.

—Pero carece de importancia. Se trata simplemente de notas en un pentagrama. Notas sobresalientes sin duda, porque de otro modo yo no les habría prestado mi batuta, pero eso lo han de juzgar vuestras mercedes, y no sólo por la curiosidad de ver aparecer al autor, sino por la impresión sincera que les causen los méritos y defectos del concierto. Hemos sido invitados a contemplar una pintura anónima, o a degustar un vino que nos sirven de una botella sin etiqueta. ¿Es un Veronese, o la obra de un copista? ¿Se trata de un caldo de Trentino, o una copa de barro lombardo? Lamento no poder añadir nada más, salvo que la obra merece su consideración. Por otro lado…

—¡Al tajo de una vez! —grita alguien desde la puerta, y hay un murmullo de aprobación entre los asistentes. Delapole le dice a mi tío, quizás algo más alto de lo que pretende:

—Está muerto de miedo. ¿Acaso piensa que su reputación se va a hundir?

Leo no contesta. No puede apartar la mirada de la orquesta, y particularmente, de Rebecca. Vivaldi se da cuenta de que no puede retrasarlo más y alza la mano en el aire. La orquesta toma aire y el Concierto Anónimo, el primer trabajo de Rebecca Levi, una judía del gueto, arranca. Sólo dos personas de entre los presentes en la sala saben quién lo ha escrito.

Jamás la ciudad de Venecia, ni ninguna otra, ha escuchado un concierto así. Rebecca está de pie delante de la orquesta, la espalda recta, sus ojos oscuros buscando sólo a medias la batuta de Vivaldi (Dudo mucho que la necesite. Seguramente habría deseado poder tocar y dirigir ella misma, e incluso explicarle a la audiencia los mejores pasajes).

Yo escucho embelesado aquellos temas que había intentado tocar con escasa fortuna en nuestro viejo clavicémbalo y que por fin encontraban su verdadera identidad de la mano de Rebecca. A veces su violín vuela con la velocidad y la destreza de las golondrinas africanas en fragmentos e invenciones que se entretejen unos con otros, elevándose y dividiéndose, tomando direcciones que nadie podía predecir; otras, ataca pasajes lentos y profundos, sencillos en apariencia pero cargados de oscuras sonoridades que desafían su aparente simplicidad. Finalmente se lanza a una cadenza que debía ser improvisada, puesto que Vivaldi se limitó a enarcar las cejas y dejarla volcar su corazón en la música que tocaba y que rompía el aire con las notas intensas que extraía del magnífico instrumento regalo de Delapole.

Cuando la música termina y ella se sienta, hay un momento de completo silencio. Miro a Delapole. Las lágrimas le ruedan por las mejillas, a la vista de todos. Incluso mi tío parece aturdido por lo que acababa de escuchar y mira a Rebecca, como prácticamente toda la iglesia, con abierta admiración. Ella me mira un instante. Parece asustada, y lo parece todavía más cuando los presentes rompen a aplaudir, a vitorearla, a gritar pidiéndole más, de tal modo que el techo de La Pietà parece que va a venirse abajo.

Vivaldi deja que la barahúnda siga durante un par de minutos más, y durante todo aquel tiempo, no deja de mirar fijamente a Rebecca para angustia mía. Luego alza los brazos para pedir silencio y anunciar:

—Nada me gustaría más que complacerles, pero no me es posible. Creo que la ciudad ya ha expresado su opinión. Sólo resta que nuestro héroe revele su identidad para poder rendirle el homenaje que se merece.

Creo no equivocarme al decir que hay una nota de ironía en aquella última frase. Vivaldi está hundido. No sólo ha perdido la corona, sino que ha abdicado. Y no aparta la mirada de Rebecca. Me doy cuenta de que no soy yo el único que lo ha notado al ver la expresión de extrañeza de mi tío. Cierro los ojos e intento saborear el momento de gloria de Rebecca, pero lo único que consigo es angustiarme con el presentimiento de que algún mal nos acecha.