La noche era cálida y húmeda. Daniel necesitaba pensar y decidió dar un paseo. Tomó dirección norte, hacia el puente de la Academia, el único modo de cruzar el canal antes del Rialto. Se detuvo en el centro de su arco de madera y mientras contemplaba el tráfico de las aguas, pensó en las últimas palabras de Amy. Decidió llegar hasta San Casiano, del que le separaba una larga caminata, más allá de Il Frari y de San Rocco, donde los ojos del Lucifer de Scacchi brillarían en la oscuridad. Enfiló después las calles traseras de San Polo hasta que, por pura intuición y casi por casualidad, se encontró en el pequeño campo de San Casiano. La iglesia parecía menos fea, menos mastodóntica en la oscuridad. La plaza estaba desierta. De no ser por la luz eléctrica que se veía en algunas ventanas, bien podría pensar que estaba en la Venecia de hacía dos o tres siglos. Esa característica debía ser la que había suscitado el amor de su madre por la ciudad, un amor que había heredado su hijo y que se basaba en la sensación de estar transitando, de estar pisando exactamente sobre las huellas dejadas por otras generaciones y agrandadas por la muerte. Cuando contemplaba los cuadros en San Rocco, o cuando escuchaba aquella música tentadora que llevaba inmerecidamente su nombre, se sentía deudor de aquellos que habían transitado antes por aquellas calles, y su propia existencia le parecía insignificante.
Se detuvo ante el bar en el que había recogido el misterioso violín. Estaba cerrado. Los venecianos se acostaban temprano. Aún perdido en sus pensamientos, entró en Ca’ Scacchi. Una música de baile, de aquellas que interpretaban las grandes orquestas décadas atrás, le llegó desde el salón del primer piso y se asomó con cuidado por la puerta entreabierta. Scacchi estaba sentado en el sofá. Parecía agotado. Paul bailaba con un acompañante imaginario sobre la alfombra.
Sabía que había cosas pendientes entre Scacchi y él de las que algún día tendrían que hablar. Por ejemplo de la urgente búsqueda del violín y de la transacción posterior. Sin embargo, no había vuelto a sentir necesidad de fumar desde aquel breve instante de pánico a bordo de la Sophia. Ya tendrían tiempo. Como le había dicho a Amy, ciertas cosas no podían pedirse, sino que había que esperar a que llegasen, y ser capaz de reconocerlas.
Estaba cansado después de un día tan largo y decidió subir a su habitación. La música estaba tan fuerte que subía por la escalera, llenándolo todo, incluso el tercer piso de la vivienda. Cuando iba ya para su habitación, oyó un ruido a su espalda. Laura estaba allí, con su uniforme blanco inmaculado, de vuelta al trabajo.
—Daniel, ¿cómo es que estás en casa tan temprano? —preguntó. Parecía preocupada.
—¡Ya basta! —espetó, y por una vez, ella le miró sorprendida—. Estoy en casa, y punto.
—Me había imaginado que a lo mejor Amy y tú… —no sonreía abiertamente, pero su tono tampoco era neutro—. Es una chica agradable y muy mona. Además de con gran talento para la música.
—Mira Laura, yo no te he inducido a pensar, ni siquiera una vez, que quiera tener algo con Amy, y no entiendo por qué sigues insistiendo.
Sus ojos verdes que le miraban con inocencia absoluta parecían reírse de él.
—¿Quieres tomar algo? Pareces enfadado. ¿Te apetece una copa?
—¡No! He bebido ya más que suficiente por hoy. Por hoy y por todo un mes.
—Un té, entonces. A los ingleses os gusta el té.
—¿No me digas? De acuerdo, un té.
—Bien. Anda, ven, que en mi cuarto tengo una pequeña cocina. Mejor no molestar a los de abajo. Como ya habrás oído… ¡se han montado una fiestecita sólo para ellos dos! —añadió gritando a pleno pulmón.
Entraron en un apartamento espacioso y ordenado que olía vagamente a perfume. Las paredes estaban pintadas de blanco y los muebles eran modestos. Una pequeña cocina de un solo quemador, un microondas y un fregadero ocupaban un rincón de la habitación. En el centro había una mesa cuadrada y pequeña con cuatro sillas, y un sofá junto a la pared. A mano derecha se veía por la puerta abierta del dormitorio, iluminado suavemente por la luz de una lámpara, una cama de matrimonio cubierta por un edredón de flores. La música de Scacchi se filtraba por el suelo con insistencia.
—¿Earl Grey o Darjeeling? —preguntó ella.
—Eh… Earl Grey.
No tenía ni idea de cuál era la diferencia entre ambos, y la delicadeza de ella le impidió dar muestras de que se había dado cuenta.
Se acomodó en el sofá mientras la veía ocuparse con los preparativos del té. Al poco colocó una tetera y dos tazas sobre la mesa.
—¿Cómo es el palacio Gritti?
—Grande. Ostentoso.
—¿Y ya está? Amy debe ocupar una suite. Debe ser maravillosa.
—No… no es de mi gusto.
—Ah.
Movió con la cuchara el contenido de la tetera y sirvió las dos tazas, le entregó una y se sentó a su lado. La música subió en volumen, así como la risa de Paul, y Daniel no quiso ni imaginar qué debía estar pasando. En otras ocasiones ya había oído ruidos en la casa que sugerían que los dos hombres, a pesar de su enfermedad, seguían teniendo fuerza cuando la ocasión lo requería.
—¿Te gusta esta música? —preguntó ella. No quería seguir hablando de Amy.
—No te creas que sé mucho de qué va. Habré escuchado un par de piezas como mucho.
—¿Escuchado? Esta música es para bailar, ¿no?
—Pues no lo sé.
—Anda, ven.
Dejó la taza y le animó a ponerse en pie.
—No sé bailar, Laura.
—¡Excelente! Por fin hemos encontrado algo que puedo enseñarte yo.
—No puedo…
Tiró de sus manos con fuerza y le arrastró al centro de la habitación. La música de abajo había cobrado ritmo. Ella le tendió los brazos y él se acercó.
—Muévete —le dijo.
—¿Cómo?
Se acababa de lavar el pelo y le miraba llena de vida.
—Así.
Juntos fueron describiendo un arco, guiándole ella, pero en un momento de descuido, se tropezó con sus pies y no pudo contener la risa. Se detuvieron junto a la mesa.
—Daniel, sé que los ingleses no son famosos precisamente por su sentido del ritmo y la gracia de sus movimientos, pero tú eres un compositor famoso. Al menos deberías intentarlo.
Él suspiró.
—No, por favor.
—Vale, perdona. No debería haber hecho un chiste tan fácil.
Se quedaron como estaban, unidos por los hombros y la cintura. Daniel nunca había estado tan cerca de ella y el rostro de Laura, medio ladeado y alzado hacia él, era exquisito. Le encantaban las líneas que se le dibujaban a ambos lados de la boca al reír. El contraste entre ella y Amy, tan infantil, no podía ser mayor.
—Ella interpreta esas notas y piensa que son yo. Es la música lo que quiere, o la mente que la crea, no a mí.
La música del piso de abajo pasó a ser más lenta y comenzaron a moverse despacio y sin rumbo fijo.
—No me lo creo, aunque te lo merecerías. Te lo advertí. Te dije que no te metieras en un engaño así, aunque me valiera una buena bronca de Scacchi.
—Lo hizo pensando en ti, Laura. Eres la persona más querida para él. Yo diría que incluso más que Paul.
—Entonces, ¿por qué tiene secretos conmigo? Menos mal que me ha dicho que mañana va a hablar claro por fin.
—Bien —mejor cambiar de tema—. ¿Cuántos años tienes, Laura, si me permites preguntártelo?
Sus ojos centellearon por la sorpresa.
—Aún no he cumplido los treinta.
—Ah.
Ella esperó hasta que quedó claro que no iba a decir nada.
—Daniel, cuando un hombre le hace una pregunta de este tipo a una mujer, lo normal es que haga algún comentario después, y no que se quede callado como un muerto.
—Yo diría que ni siquiera has cumplido los veinticuatro.
—¡Embustero!
—No, en serio. Por lo menos, algunas veces, aunque otras…
—¿Otras qué? ¿Parece que tengo cuarenta o cincuenta? ¡Lo estás arreglando!
—No pretendía ofenderte. La verdad es que pienso que eres un camaleón, Laura. Adoptas la forma que más te conviene: doncella, cocinera, hermana mayor… pero nunca habría dicho que tuvieras cuarenta años, ni siquiera cuando te empeñas en parecer una solterona pasada de moda. Treinta y cinco como mucho en esos casos.
—Jamás había bailado con un hombre que se haya atrevido a llamarme solterona pasada de moda. Y mucho menos con un tipo lleno de barro y al que le huele el aliento a biasato crudo.
El deseo de besarla se iba haciendo cada vez más fuerte. Incluso era capaz de verse, a ella y a él besándose ya, como si pudiera separar su mente del cuerpo y transformarse en una cámara adosada a la pared, al lado del cuadro con la Virgen y el Niño que había encima del microondas. La música cesó, y ambos dejaron de moverse, pero no se soltaron.
—Volviendo al asunto de antes —continuó—, Amy está decidida. Y si no es conmigo, será con cualquier otro.
—Ah. Entiendo. Venecia, la ciudad del amor. Un cliché estupendo. Los americanos se lo creen a pies juntillas. ¿Es que no sabías que es obligatorio enamorarse cuando se viene a Venecia? Desde que inventasteis el Grand Tour¹, os lo habéis creído sin pestañear.
—Lo sé —contestó, aunque en realidad estaba perdido en sus pensamientos.
—Te encuentro pensativo. Ya sé. Estarás pensando, ¿pero quién se cree que es esta criada, hablando de esas cosas? ¿Qué puede saber ella del Grand Tour?
El Viaje cultural a Europa, particularmente a Italia, que realizaban en el S. XVIII las clases altas británicas. Daniel se sentía como quien está de pie al borde de un precipicio sobre el mar, contemplando sus aguas de un perfecto color azul y preguntándose si debe saltar o no. Muy despacio, alzó una mano y le retiró el pelo de la cara. Ella se quedó inmóvil. La habitación parecía haberse quedado tan en silencio que se oían sus respiraciones.
—No —contestó—. Estaba pensando que en el fondo, todos los clichés tienen algo de verdad. Que uno puede enamorarse aquí. Y que yo me he enamorado.
Ella bajó la mirada. Con el pulgar, Daniel acarició su mejilla hasta llegar a la altura de sus ojos, donde se encontró con una pequeña lágrima. Como asustado por su presencia, abandonó la mejilla para coger un mechón de su pelo entre los dedos.
—Daniel —le dijo en voz baja—, soy una idiota. No te he invitado pensando en esto. Nada más lejos de mi intención.
—Lo sé —contestó, y con toda la ternura que le fue posible, la besó en la mejilla para saborear la lágrima que había escapado hasta allí, y la oyó suspirar.
—Soy feliz viviendo sola —anunció como si fuera una sentencia.
—Yo también lo era.
Tenía una piel increíblemente suave, y cuando levantó la cara para mirarle, creyó distinguir miedo en sus ojos.
—Esto no puede estar bien.
—Quizás.
Laura sonrió.
—¿Pero qué te ha pasado, Daniel?
—Que he tomado una decisión. ¿No fuiste tú quien me dijo que había venido aquí con un objetivo? Pues ya lo he encontrado: salvarte.
—¡Yo no necesito que me salven! Yo…
Bajó la cabeza y con un movimiento preciso e irrefrenable, como el de la maquinaria de un reloj, sus bocas se encontraron. Daniel la rodeó por las caderas mientras ella tiraba suavemente de su camisa para poder poner las palmas en su pecho pálido.
Hicieron una pausa para mirarse el uno al otro, conscientes de que había tiempo para arrepentirse. Ella no dijo nada. Tenía los labios entreabiertos y no dejaba de mirarle.
Daniel le desabrochó los botones de la bata. La prenda quedó abierta y ella la dejó caer al suelo. Su ropa interior, blanca como la nieve, ofrecía un intenso contraste con el moreno de su piel.
—Hace mucho tiempo, Daniel. Estoy un poco asustada.
—Nos hemos estado esperando el uno al otro, Laura. ¿No te das cuenta?
Ella no dijo nada y él insistió.
—Lo sientes igual que yo, ¿verdad?
—Yo ya no sé qué pensar. La otra noche tuve un sueño —le confesó, poniendo la mano sobre su corazón—. Volvía a estar frente a Ca’ Dario en el bote.
Parecía costarle trabajo contárselo.
—¿Y?
—Cuando miré hacia la ventana, volví a ver a ese hombre, pero esta vez eras tú. Estabas sufriendo. Tenías las manos manchadas de sangre y gritabas.
—Entonces soñamos el uno con el otro, Laura.
Ella sonrió y del hombro de la camisa le quitó un pegote de hierba y barro.
—Me gustaría recordar siempre esta noche, Daniel, pero no por el olor que desprendes. Vamos, al baño de cabeza.
Él obedeció, y cuando volvió la encontró en el dormitorio, bajo el edredón de flores. La habitación estaba iluminada por una sola lámpara. Daniel se metió desnudo en la cama y se abrazó a ella.
—No soy lo que se dice un experto —le confesó en voz baja.
—¿Y piensas que yo, por ser mayor, sí que lo soy? —preguntó ella, acariciándole el pelo.
—Ni lo sé, ni me importa.
Laura se colocó encima de él y le sujetó la cara con las manos.
—No me olvides, Daniel.
—¡Pues claro que…!
No le dejó terminar. Le tapó la boca con una mano y con la otra sujetó su miembro, algo que habría bastado por sí solo para dejarle mudo. Delicadamente buscó la conjunción perfecta de sus cuerpos y bajó despacio sobre su pene. Los muelles metálicos de aquella cama barata marcaban el ritmo de sus movimientos, acompañados por el lenguaje mudo de sus manos y sus lenguas. Y tras un sinnúmero de movimientos y cambios, la oyó gemir quedamente, y se dejó ir. Quedaron envueltos por aquella magia durante una eternidad, abrazados, formando una sola criatura. Más tarde volvió el ardor y la noche quedó reducida a dos cuerpos, uno pálido, el otro moreno, que se buscaban el uno al otro, que se encontraban, que se reunían en un paraíso sin nombre.
No recordaba haberla soltado. Tenía la sensación de que no debía permitir que saliera del círculo de sus brazos porque sería como invitarla a abandonar su mundo y a entrar en otro al que él no podría seguirla. Pero aquella noche era incapaz de distinguir entre la realidad y el sueño. Era como si ambos mundos se hubieran entremezclado con la misma determinación apasionada con la que ellos se habían unido, y la mezcla resultante fuera tan perfecta que resultara imposible decir dónde acababa el uno y empezaba el otro.
Se despertó sobresaltado y descubrió que estaba solo, pero en la cabeza tenía el recuerdo de un ruido terrible. El pequeño despertador que había sobre la mesilla marcaba las tres y quince. El ruido estalló de nuevo y Daniel, acongojado, lo reconoció. En alguno de los pisos inferiores, Laura gritaba aterrada.
Recogió los vaqueros del sofá, se los puso y bajó a todo correr.
La encontró en el dormitorio del segundo piso que compartían Scacchi y Paul, vestida con su bata blanca de trabajo. Pero en aquella ocasión, la bata estaba cubierta de arriba abajo de sangre, lo mismo que su cara y un largo cuchillo de cocina que tenía en la mano.
Paul estaba tirado de costado en el suelo y se sostenía el estómago, que mostraba una gran herida abierta como unos labios. Tenía los ojos vidriosos y de par en par. Scacchi estaba sentado en un rincón, cruzado de brazos y con la mirada perdida.
—Laura —dijo Daniel—, dame ese cuchillo, por favor.
Pero ella ya no le reconocía. La vio sentarse en el suelo aferrada al cuchillo, como dispuesta a matar a cualquiera que intentase arrebatárselo.
De lejos llegó el aullido de una sirena y contemplando a la figura que lloraba sentada en el suelo sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor.