La música de un cuarteto de cuerda flotaba sobre las aguas de San Marcos. Era ya de noche y las pequeñas orquestas ocupaban su lugar en la plaza para entretener a los turistas. La Sophia había atravesado la laguna a un ritmo lento, peleando contra la marea. La luna estaba llena; era un disco plateado y sugestivo sobre el terciopelo del cielo que atraía las aguas con un poder místico e intangible.
La travesía había transcurrido mayormente en silencio. Daniel la había hecho sentado al lado de Amy, a instancias de Laura. Los hombres iban cansados y Laura se había hecho cargo de nuevo del timón. Amy y Daniel, los dos con la ropa hecha un desastre, entraron en la plaza y se sentaron a tomar un café en una terraza cercana a la del Florian; un cuarteto de jazz fusilaba a Duke Ellington nota a nota y los turistas se hacían fotos. Luego tomaron dirección este, y tras dejar atrás las calles más comerciales, llegaron al barro tranquilo y residencial que quedaba en el extremo norte del canal, antes de que describiera la volta.
Daniel se detuvo ante la escalera del palacio Gritti, y no sólo porque le pareciera lo más juicioso no seguir, sino porque aquel hotel parecía mirarle desde otro mundo, un universo de lujo y riqueza, un lugar al que él no pertenecía. Era consciente de los vaqueros salpicados de barro que llevaba y el sabor a agua sucia que todavía le quedaba en la boca, como también lo era de la confusión que sentía en su interior, indeciso como estaba entre dos posibilidades, ambas ridículas.
Amy lo miró.
—¿Quieres pasar? Sólo un rato —añadió.
—¿Con esta pinta?
—Daniel, mi padre paga cerca de cuatro mil dólares a la semana por una suite aquí. Podría entrar desnuda, si me diera la gana.
—¿Estás aquí sola?
—Este es el primer año que me dejan venir sin ellos. Incluso hace dos años, ya con dieciséis, tuve que soportar a mi madre. Increíble, ¿no?
No lo era tanto para él, lo cual le hizo sentirse viejo. Pero sería una grosería no aceptar la invitación, además de que tendría que responder ante Laura si volvía tan pronto.
—Sólo un rato —dijo, y entraron al vestíbulo del palacio Gritti haciendo caso omiso de las caras de sorpresa del personal y dejando un rastro de barro en la alfombra que adornaba el camino al ascensor. La suite de Amy estaba en el cuarto piso. Era al menos diez veces más grande que la habitación de Daniel, con un salón cuya decoración debía haber costado un dineral y con unos hermosos ventanales desde los que se veía el canal.
—Necesito asearme un poco —dijo Amy, y entró al baño. Poco después se oyó el agua caer en la ducha. Daniel buscó el otro baño, abrió uno de los paquetes de cepillos de dientes cortesía del hotel e intentó quitarse el sabor de las anguilas y de todo lo demás que tenía incrustado en la boca. Luego volvió a la ventana principal. El hotel estaba frente a la Punta della Dogana, el extremo del Dorsoduro. La vasta sombra de La Salute se proyectaba un poco a su derecha. Por el lado izquierdo del ventanal podría ver la curiosa forma de Ca’ Dario, una casa de muñecas gigante y medieval erigida junto al agua. Había una sola luz en una ventana del primer piso, y Daniel recordó en la aparición que Laura había presenciado en Carnaval, una noche de disfraces y máscaras. Ser anónimo en la noche de Venecia sería como embarcarse en una gran aventura, como morder a una anguila que pelea por su libertad. La vida requería una dosis de aventura de vez en cuando; de aventura y de decisión.
La puerta del baño se abrió y apareció Amy con un revoltijo de ropa sucia en los brazos que metió en un cesto. Luego fue a la nevera y sacó una botella de vodka Stolichnaya y dos vasos helados en los que servirla. Le ofreció uno a Daniel y se sirvió otro para ella, que tomaron junto a la ventana. El licor estaba tan frío que parecía una crema. O el menisco de una rodilla. Daniel lo probó y tosió. Era como tomar una especie de fuego helado.
Ella no llevaba más que la bata del hotel. Tenía el pelo mojado y recogido en una coleta.
—¿Qué estás mirando? —le preguntó.
—El canal. Tienes una vista magnífica.
—Sí.
Su forma de contestar le hizo preguntarse si alguna vez se habría asomado a aquella ventana en todo el tiempo que llevaba allí.
—Mira —le dijo, colocándose al extremo izquierdo del ventanal, y ella se acercó. Sin pensárselo Daniel puso la mano en su hombro.
—¿Qué?
—Un poco más allá de La Salute. ¿Ves esa casa tan pequeña y tan rara? La de las ventanas alargadas.
—Claro. ¿Qué pasa?
—¿No te parece que es muy poco corriente?
—Supongo que sí. Oye, Dan…
—¿Qué?
—¿No quieres darte una ducha? Nos hemos puesto perdidos allí. Desde luego ha sido una primera cita memorable.
—Estoy de acuerdo —contestó, y no dijo más. Ella se separó y se quedó mirándole. No parecía enfadada. Sólo curiosa.
—Me ducharé cuando llegue a casa y tenga ropa limpia.
Amy frunció el ceño.
—No suelo hacer esto, si es lo que estás pensando. No tengo por costumbre…
Y dejó la frase sin terminar.
—No he pensado nada de eso, Amy.
—¿Entonces, cuál es el problema? ¿Soy yo?
—¡No! —mintió, y ella se cruzó de brazos en un gesto muy suyo—. Es que es demasiado rápido. Demasiado… repentino.
—Sólo me quedan nueve días en Venecia. ¿Es que estamos en la Edad Media?
Un vaporetto hizo sonar la sirena en el canal, y Daniel deseó estar a bordo.
—Es que yo…
—¡Tú nada, Daniel! —explotó ella—. No te entiendo. Es como si hubiera dos personas dentro de la misma piel. Una que escribe esa música y que parece tan madura y confiada, como si supiera tanto de lo que hay que saber sobre todas las cosas que… sin embargo la otra… no sé quién eres.
—Lo siento.
—¡No te disculpes! —espetó, furiosa. Parecía de pronto mucho mayor y Daniel no supo qué decir. La ira la hacía parecer tal y como iba a ser sin duda diez años después: una mujer de sorprendente belleza.
Dejó a un lado el vaso y se acercó a ella.
—No, Amy. Tengo que hacerlo —le dijo, tocando su pelo mojado—. Eres maravillosa. Cuando te miro… cuando te oigo tocar…
Ella giró la cara de un modo que pretendía ser provocativo, y el ardor que estaba empezando a sentir se apagó como por encanto. Seguía siendo una adolescente y Daniel dio un paso hacia atrás.
—Entonces, ¿por qué no quieres tocarme?
—Porque es tarde, los dos estamos cansados y hemos bebido demasiado. Además, tengo un montón de cosas en qué pensar. Cosas de las que todavía no puedo hablar contigo.
—Pero con ellos sí, ¿verdad?
Aquel ataque le sorprendió.
—No sé a qué te refieres.
—¡A esa gente tan rara, Dan! A los del barco. Y a esa mujer. ¿Qué clase de numerito es el que han montado?
—Son mis amigos —respondió con frialdad.
—¡Vamos, Dan! Tú no tienes nada que ver con ellos. Eres uno de los nuestros. Me refiero a Hugo y a mí, y tú lo sabes.
—Ya te he dicho que son mis amigos.
Murmurando algo, volvió al bar para servirse otra copa.
—No seas inocente. Te dejan entrar en su grupo porque les apetece, nada más. Vete, por favor.
—Como quieras.
—No —dijo de pronto, interponiéndose entre la puerta y él—. Una cosa más. Lo de hoy lo decidí el día que nos conocimos en la iglesia, pero no por ti, sino porque me apetece hacerlo aquí, que es donde estoy empezando a ver cosas que debería haber visto ya hace tiempo. Todas esas chorradas que me dicen mis padres y en el colegio… ahora estoy fuera de esa prisión, y había decidido que quería hacerlo contigo, pero no importa. Tengo donde elegir. A Hugo lo tengo permanentemente colgado del teléfono.
Aquello le pareció indignante, y no por él, sino por ella.
—¿Hugo?
—Sí. Podría ser mi padre, ya lo sé.
—Amy… —se compadeció, y fue a tocar su pelo aún mojado.
—¡No me toques, cerdo!
—Lo siento.
—¿Es que no sabes hacer otra cosa más que disculparte? ¡Lárgate ya!
No estaba acostumbrado a ver odio en la mirada de los demás. La tranquilidad, la blandura que parecía ahogarle antes de llegar a Venecia, había desaparecido.
—¿Por qué tanta prisa? Es eso lo que no entiendo.
Estaba a punto de llorar y Daniel creyó saber por qué.
—Tengo dieciocho años, Dan, y he vivido siempre protegida, en el nido de una niña rica. Quiero amar a alguien, y que alguien me ame.
Daniel rozó su mejilla humedecida por las lágrimas.
—No sé nada de ti, Amy, pero si sé una cosa: es algo que no se puede pedir. Es algo que tiene que pasar y tienes que esperar a que llegue el momento.
—¿Esperar? ¿A ser una vieja amargada, como esa Laura amiga tuya? ¿A qué está esperando? Sea lo que sea, no va a llegar, y se va a hacer vieja fregando platos.
Daniel bajó la mano y sintió una urgente necesidad de estar lejos de allí. No conocía la respuesta a su última pregunta, pero tenía que reconocer que él mismo se la había hecho, aunque de un modo inconsciente.
—Cuando volvamos a vernos, habremos olvidado que esto ha pasado.
Y salió seguido de una retahíla de improperios de Amy, en los que figuró más de una vez el nombre de Hugo Massiter. ¿Por qué creería que con eso podía hacerle daño? Era imposible que supiera nada del arreglo del concierto. Seguramente le lanzaba su nombre como el de un rival, lo cual significaba que había mal interpretado tanto sus sentimientos como los de Hugo. Massiter tenía una buena dosis de malicia en su carácter, pero no le parecía capaz de seducir adolescentes a las que conocía desde la infancia. Era imposible. Tenía que serlo.