Pero fue enseñándonos poco a poco el lugar. Primero nos mostró el pequeño viñedo y nos dejó probar el vino que él mismo hacía en la bodega, que era áspero y joven pero que entraba con facilidad. Tenía un campo de alcachofas y de habas, y un rincón destinado a las escarolas de Treviso para el invierno, con sus corazones rojos y apretados que engordaban en la tierra fértil de la isla.
Comieron y bebieron quizás en exceso y Piero anunció que iba a entretenernos con algo. Cogió un cubo y caminó hasta la pequeña acequia que partiendo de la laguna discurría cerca de la propiedad. Le vieron recoger algo allí y después ir a la casa a por otra cosa más. Luego volvió con el cubo lleno hasta el borde de algo que parecía agua negra y bajo cuya superficie se movían unas extrañas criaturas largas y sinuosas que describían círculos.
—Tinta de calamar —nos explicó—. Por eso el agua está tan oscura. Los he pescado yo mismo. Y las anguilas también.
Amy los miró a todos con un gesto de preocupación.
—Antes de que sigamos, ya os digo que no pienso comer nada de eso.
—No, no —contestó Piero—. Esto no es para comer. Es la gara del bisato.
Daniel la vio confundirse todavía más y tradujo:
—¿El concurso de la anguila?
—Sí. Normalmente se hace en octubre, después de la vendimia, pero yo lo voy a hacer ahora para vosotros. ¡Mirad! —anunció, y arrodillándose, hundió la cabeza casi por completo en el cubo.
El agua parecía hervir con aquellos cuerpos revolviéndose frenéticos en aquel líquido negruzco. Xerxes se sentó pacientemente al lado de su amo contemplando el espectáculo como si fuera la cosa más normal del mundo.
Tras permanecer unos minutos así, sacó por fin la cabeza. Entre los dientes, retorciéndose para intentar liberarse, había una larga anguila que Piero sujetaba firmemente por la mitad. Con una extraña sonrisa, fue girando para que todos pudiéramos verle. Nadie decía nada. Luego se volvió al cubo y dejó caer al aterrorizado animal a la encrespada superficie del agua, se secó la boca con la manga, bebió un trago de vino y mirando a Amy con una sonrisa dijo:
—Ahora tú.
—Ni lo sueñes.
—¿Scacchi?
El pobre abrió la boca y les mostró la dentadura amarillenta y postiza. Piero hizo un gesto de compasión. Paul negó con la cabeza y Laura lo miró horrorizada e intrigada a un tiempo.
—Yo creía que lo de las anguilas era una leyenda.
—Es una tradición, pero supongo que para la gente de ciudad como vosotros es demasiado, ¿eh?
Laura renegó en voz baja, se acercó al cubo e intentó recogerse lo mejor posible el pelo.
—¡No! —gritó Amy—. ¡Qué asco!
—Mira, si este paleto puede hacerlo, yo también.
—No te creas que es fácil —le advirtió Piero—. Tiene truco. ¿Quieres que el paleto te lo cuente?
Laura lanzó un reniego tan soez que Daniel se alegró de que Amy pareciera no haberlo entendido. Después, sin una sola palabra más, metió la cabeza en el cubo. La superficie del líquido volvió a bullir. Su pelo castaño se volvió más oscuro con la tinta, lo que le hizo pensar a Daniel, absurdamente, que debía ser su color natural.
Emergió tosiendo. No tenía nada en la boca.
—Ya te he dicho que tiene truco —se burló Piero—. ¿Quieres que…?
—¡Cállate!
Y volvió a meter la cabeza en el agua negra. En apenas unos segundos la sacó y en sus labios, retorciéndose con frenesí, había una anguila grande y gorda. Piero dio un salto entusiasmado, gritando de alborozo, y Scacchi y Paul, que parecían fascinados, comenzaron a aplaudir como locos. Daniel hizo lo mismo mientras que Amy los miraba a todos horrorizada.
Laura soltó a la anguila, pero en vez de caer en el cubo, aterrizó en la hierba seca, y allí parecía una serpiente. Entonces se levantó y braceando en el aire se puso a gritar tonterías para celebrar su triunfo. El agua negra le había teñido el pelo y le caía por la cara, haciéndole parecer un juglar al que se le hubiera corrido el maquillaje. Los aplausos arreciaron. Piero cantó brevemente una tonada en un dialecto ininteligible en el que la única palabra reconocible fue bisati. Luego Laura se sentó y se limpió la cara con una servilleta.
—¿A qué sabe? —preguntó Daniel.
—A barro. Pero no te creas lo que yo te diga: pruébalo tú mismo.
—¡No! —le gritó Amy.
Daniel lo pensó un momento. En el fondo, aquella decisión tenía que ver con mostrar de qué lado estaba.
—Vale —contestó decidido.
Scacchi lo miró.
—No tienes por qué hacerlo. Es una de esas locuras de las islas.
—Quiero hacerlo.
Piero volvió a colocar el cubo en la tierra. Daniel se acercó y arrodillándose ante él examinó la superficie que se rizaba de vez en cuando con el movimiento de las criaturas que había en su interior. Era imposible ver exactamente lo que había. Podía tratarse sólo de un par de anguilas o de todo un clan.
—Hay un secre… —comenzó de nuevo Piero, pero Daniel no esperó. Respiró hondo y hundió la cabeza en el agua con los ojos cerrados y la boca abierta, intentando imaginarse cuál podía ser el truco. El agua estaba helada y sintió unas formas suaves y viscosas rozarle las mejillas. En un momento uno de aquellos seres se chocó con sus labios e intentó agarrarlo con los dientes, pero la anguila se le escapó, y ninguna otra se acercó antes de que se le acabara el aire y tuviera que sacar la cabeza.
Amy se había apartado para no mirar, mientras que el resto no podía apartar los ojos de él, especialmente Scacchi. Era irracional, pero en cierta medida, parecía preocupado.
Daniel miró a Piero.
—Cuéntame el secreto.
—Tienes que morder, Daniel. Nada de un mordisquito de compromiso, como el de un aristócrata que picoteara de un plato. Las anguilas son los animales más escurridizos de la tierra, así que si quieres atraparlas tienes que dar un mordisco como si fueras a comértelas. Es todo o nada.
Laura lo había comprendido instintivamente. Eso era lo que marcaba la diferencia entre la gente de la laguna y él: su sentido de la distancia, su reticencia a meterse de lleno en el placer de la existencia.
Sumergió de nuevo la cabeza en el agua con la boca abierta y dispuesto a apretar las mandíbulas. Las criaturas parecían jugar con él, acariciarle las mejillas con sus cuerpos delgados y escurridizos hasta que una, bastante grande, se rozó con sus dientes. Daniel los cerró con fuerza varias veces hasta que consiguió hacer presa en su carne y apretó con todo su ser.
Salió del agua, abrió los ojos y levantó los brazos por encima de la cabeza. La anguila se debatía en su boca con una fuerza sorprendente, enroscándole el cuerpo en el pelo, en las orejas, luchando por liberarse. Daniel miró de frente. La línea de la ciudad se veía en la distancia con el sol que empezaba a descender para ocultarse tras las montañas. Abrió la boca, soltó la anguila y la dejó escabullirse entre la maleza. El sabor que le había dejado a barro, a arena y a baba era asqueroso y Laura se acercó inmediatamente con una copa de spritz. Daniel se la bebió de un trago y descubrió que entre el sabor agridulce de la bebida y el de la anguila había una especie de conexión.
—¡Magnífico! —exclamó Laura dándole una palmada en la espalda, pero le pareció que su tono era de sarcasmo—. Piero y tú sois ahora hermanos de sangre. ¡Hijo de Sant’ Erasmo y compositor!
Daniel se echó a reír y sintió un irrefrenable deseo de abrazar a aquella mujer tan especial y con el sabor en la boca del Campari y la anguila, besarla como si no hubiera mañana. A lo mejor las anguilas eran alucinógenas.
Algo le retumbó en el estómago y tuvo que salir corriendo a la acequia. Apenas había llegado, comenzó a vomitar y sentado sobre la hierba vio alejarse flotando en el agua lo que había arrojado. La cabeza le daba vueltas por la bebida y el encuentro con la anguila.
Sintió algo en la rodilla y era el bueno de Xerxes que lo miraba con una preocupación que resultaba cómica y que le valió una caricia. Cerró un instante los ojos y cuando los abrió era Laura quien estaba a su lado, buscando un caramelo en el bolso.
—¿Estás mejor?
—Sólo físicamente. Por lo demás me siento fatal.
—Vaya.
—Lo siento.
—¿Qué es lo que sientes?
Se volvió a mirar al resto del grupo. Habían empezado a recoger los restos de la merienda para volver al barco.
—Haberme comportado como un idiota.
—Anda, no seas tonto. Tienes demasiado sentido del ridículo, Daniel. No creerás que Amy va a tener peor opinión de ti por esto, ¿no?
No se le había ocurrido pensarlo. Era otra cosa lo que le molestaba.
—Daniel, tengo que darte un consejo —dijo muy seria—. Ya es hora de que dejes de soñar y que empieces a buscar algo real en lo que apoyarte, porque el juego que te traes entre manos con Scacchi no basta —hizo una pausa como si dudara si debía seguir o no—. Tienes que descubrir lo que significa querer a alguien. Ya está. Ya lo he dicho.
Sintió que las mejillas le ardían y miró la mano de ella que reposaba en la tierra y pensó que le gustaría cogérsela.
—Lo sé —contestó—, y yo…
—Me alegro, porque esta vida secreta que llevas no es buena. Hasta Scacchi termina cansándose de los secretos. Por cierto, me ha dicho que mañana va a compartir uno conmigo, y la verdad es que se lo agradezco. Los tres habéis andado tramando algo y me gustaría saber qué.
Sólo había un secreto al que Scacchi pudiera referirse y era la existencia del dichoso violín, que seguramente ya habría sido vendido a un nuevo propietario, pero no entendía por qué elegía un momento como aquel para revelárselo.
—Además, Amy es una chica encantadora. Y está muy interesada por ti. Por ti, Daniel, y no por esa música que se supone que has escrito.
—Pero…
—Bien —volvió a interrumpirle, y le acarició el pelo mojado antes de levantarse—. Ya está todo hablado. Esta noche la acompañarás al hotel. Quédate en la ciudad con ella, Daniel. Escápate de nosotros durante un rato.
—¡Laura! —la llamó, pero ya estaba en el bote con Xerxes, que aguardaba sentado junto a la caña dispuesto a partir.