Bajo el alero

Las campanas de San Girolamo daban las doce cuando volvimos a colarnos en el gueto. Los judíos deben retirarse pronto. Apenas había luces en las ventanas y no se oía ni un ruido cuando subíamos la escalera. Jacopo estaba pasando sus visitas, tan ocupado como siempre en aquella noche que no estaba resultando excesivamente calurosa. Rebecca dejó el gabán en la silla que había junto a la chimenea, dejó también el mío y me cogió las manos.

—Lorenzo —dijo, mirándome a los ojos—, ¿dónde crees que está ese Dios que no tiene nada mejor que hacer que espiarnos constantemente? ¿En todas las iglesias? ¿En los dormitorios? ¿Observándonos a nosotros ahora mismo? ¿Es sólo eso, un sirviente de su propia creación con alas y ojos que todo lo ven?

—Por supuesto que no.

—¿Entonces qué? ¿Una especie de aguijón divino con el que espolear nuestras conciencias o con el que recordarnos permanentemente nuestras carencias?

—Te burlas de mí, Rebecca. Creo que debería irme.

Pero ella no me soltó.

—Si quieres… pero tengo algo que enseñarte. Es uno de los dioses más antiguos, y creo que si consigues ver lo que en realidad es, será mejor para ambos.

Yo no contesté. Rebecca llevaba el vestido negro del concierto, de escote redondo y adornado por una cadena de plata, y me miraba con más seriedad que nunca. Era mayor que yo seis años, pero en aquel momento me sentí como si fuera un niño en compañía de un anciano.

—Ven —me dijo y me cogió una mano—. No tengas miedo y no mires abajo. Si te caes no irás al infierno, pero hay una altura de seis pisos y seguro que no notarías la diferencia.

La seguí al ventanal que había en una de las paredes de la habitación y que miraba a un rincón de la plaza coronada por el arco de madera de la sinagoga que ya me había mostrado en otra ocasión.

—Nadie debe oírnos y ten cuidado de dónde pones los pies. Sígueme.

Abrió la ventana, levantó una pierna y salió a un estrecho alero del tejado que no debía tener más fondo que un balconcillo. Yo la seguí. Me encontré sin nada a lo que asirme excepto su brazo y sentí un leve mareo ante aquel agujero negro y profundo que se extendía a nuestros pies.

—Tranquilo —me dijo al oído, se dio la vuelta y palpó hasta tocar una escalera hecha con hierros empotrados en el tejado. Me hizo un gesto para que la siguiera.

Aquella no debía ser la primera vez que Rebecca emprendía semejante viaje. En alguna ocasión durante el día debía haberse sentado en la plaza para contemplar aquel laberinto de canalones y tejados hasta localizar aquella escalera externa que seguramente debía servir para el mantenimiento de los edificios y que, memorizando su posición, le serviría para acometer la ascensión a la cumbre como si fuera una cabra montesa consumida por la curiosidad. Despacio y sin mirar abajo seguí sus pasos intentando no agarrarme constantemente a la mano que ella me ofrecía, a pesar de que perdí apoyo en un par de ocasiones y ella se volvió a mirarme con la ansiedad reflejada en su rostro de alabastro iluminado por la luna.

Tras dos o tres minutos que a mí me parecieron largos como toda una jornada, me enderecé por fin y la encontré sentada en un pequeño balcón de madera cerca del arca. Había una pequeña ventana de cristales emplomados y a través de ella salía la claridad cerúlea de las velas.

Rebecca me puso el dedo índice en los labios.

—Calla. Hay hombres dentro, pero no tardarán en salir —musitó.

Esperamos un poco hasta que se oyó el ruido de una puerta al cerrarse. Rebecca abrió entonces la ventana y los dos nos colamos a un corredor que parecía abrumado por el peso del alero. Había una estrecha puerta del lado del muro interior que daba paso a una línea de toscos bancos de madera frente a los que había unas persianas enormes que recorrían toda la longitud del espacio, casi como la celosía de La Pietà tras la que se ocultaba la orquesta. La nave de la sinagoga, llamémosle así, quedaba un piso por debajo de nosotros. Lo descubrí al abrir una de las persianas más cercanas y asomarme a mirar. Era como encontrarse de pronto sumido en uno de esos sueños en que las dimensiones están como descoyuntadas, y por un momento me sentí como un niño contemplando una rica y adornada casa de muñecas para luego experimentar la sensación de ser un enano que se hubiera colado por el tejado de una catedral secreta, construida con tosca madera en el exterior pero que en su seno ocultase un tesoro de riquezas.

—¿Aquí es donde venís a orar? —le pregunté a Rebecca, que se había sentado en el banco con los brazos cruzados, aguardando mi reacción.

—Donde vienen a orar —puntualizó—. A las mujeres no se les permite entrar. Nos obligan a esperar aquí y a mirar sin ser vistas por entre estas persianas. Debe ser que no somos dignas de estar en su pensamiento. El dios hebreo es un dios muy ocupado, Lorenzo, al menos el de los asquenazí. No sé si será igual para todo el mundo. Sólo tiene tiempo de hablar con los hombres, y especialmente con los rabinos de barba larga.

Miré a mi alrededor. Era un lugar hermoso, pero tan distinto de todo cuanto yo había visto en Venecia…

—No hay cuadros —reparé—. ¿Dónde están los mártires gloriosos? Tiziano y el Veronés se morirían de hambre si vivieran en un estado judío.

—Falsos ídolos, Lorenzo. En nuestros templos no permitimos imágenes pintadas o esculpidas, pero sí que hay unos cuantos cuadros, aunque es bastante poco corriente.

Me asomé de nuevo y vi que tenía razón. Había una colección de paisajes colgados en las paredes.

—Mira —dijo, señalando uno en particular—. Moisés conduciendo a su tribu a través de las aguas del Mar Rojo.

Fruncí el ceño esforzándome por ver.

—Yo no veo a nadie.

—Ya te he dicho que no está permitido, al igual que no se nos permite representar a Dios ni pronunciar su nombre, que es Jehová, por si no lo sabías. ¿Ves? Ya lo he dicho.

Yo estaba desconcertado. Aquello era completamente distinto de cualquier iglesia en la que hubiera entrado, pero al mismo tiempo transmitía la impresión de ser un lugar sagrado, y no pude evitar preguntarme si me sentiría igual en una mezquita o en un templo hindú. ¿Podría ser que esa santidad no provenga de Dios sino de nosotros mismos? ¿Acaso hemos creado a Dios a imagen y semejanza de nuestro propio ser?

Me sobrecogía la mezcla de sacro y ordinario de aquel lugar. Allí moraba el arca de la alianza, me dijo Rebecca. De allí manaba la luz eterna. Allí estaba la plataforma desde la que se leían las enseñanzas, casi del mismo modo que se predicaba desde un púlpito cristiano. Allí tenían lugar los rituales mediante los cuales los hebreos explicaban su lugar en el mundo, por qué los hombres nacían y morían, luchaban y amaban, igual que cualquier otro ser humano.

Mientras yo recorría el templo con la mirada, Rebecca permanecía sentada a mi lado, observando con avidez mi rostro y preguntándose qué significaría para mí. Yo llevaba una camisa blanca abierta en el cuello y por esa abertura se veía la estrella de David que ella me había regalado. Supongo que le halagaba que la llevara puesta y la tocó con una mano.

—¿Crees que Dios está aquí, Lorenzo? ¿Crees que está ahí, escondido detrás de la Torah, el rostro encendido porque dos insignificantes mortales han entrado aquí cuando otros hombres dicen que no les está permitido?

—No.

Tenía razón, por supuesto. El dolor me había consumido la capacidad de razonar. Lucía había muerto por un accidente del destino, y no por lo que el tarambana de su hermano pudiera hacer o dejar de hacer.

—Pero sí creo que Dios está con nosotros. No es tu Dios o el mío, sino algo más sencillo y más complicado a la vez. Creo que los humanos somos como los animales. Cuando mi hermana me cantaba en la cama para que me durmiera, o cuando tú tocas en La Pietà… a pesar de lo que diga Jacopo, no creo que nuestras vidas puedan analizarse y escribirse después como los números en un papel. El amor por ejemplo no es una aflicción del cuerpo como la viruela. Somos más de lo que parecemos a simple vista, y construimos lugares como este para intentar explicar el estupor que nos provoca nuestra imperfección.

—Jacopo —repitió, sonriendo—. Es mi hermano y lo quiero con todo mi corazón. Yo soy impetuosa como él es cauto, pero sé que un día una mujer le llegará al corazón y todas sus preciosas teorías se derrumbarán como los muros de un castillo de juguete.

Me sentí bien. Volví a sentirme completo. Rebecca me había curado. Los Levi eran una familia de sanadores.

—Gracias —dije, y con la suavidad y la ternura de un hermano, la besé en la mejilla. Ella no se movió, y el templo permaneció sumido en el crepitar de las velas de cera.

—Aquí hay otro pedazo de Dios —dijo, y sin dudar, se desabrochó el vestido y lo dejó caer. A la tímida luz que entraba por las persianas vi la blancura de unos senos redondos y blancos como si fueran del mismo mármol que adorna en estatuas el palacio de un hombre rico, tan suaves y tan perfectos como cualquiera de ellas—. Aquí.

Tomó mi mano y la llevó hasta su seno, y yo sentí la vida palpitar bajo mi palma. Sentí como su pezón se endurecía al contacto con mi mano y oí cómo se le alteraba la respiración.

Alcé la mano para tocar su pelo y muy lentamente, deseando poder grabar cada segundo de aquel momento para toda la eternidad, la besé en la boca y nuestra respiración fue una.

Ella se separó de pronto, el rostro transformado por una especie de urgencia, se levantó y se quitó del todo el vestido. Al principio la modestia le obligó a cubrirse con él, pero luego se agachó y lo extendió cuidadosamente sobre el suelo de madera, como si fuera una cama. Juro a Dios que en aquel instante temí morir. Los pulmones me ardían y la sangre se negaba a seguir su curso natural.

—Lorenzo —me dijo, y tiró de mi camisa—, si yacemos juntos ahora, seré tuya para siempre.

Mi respuesta fue balbucear unas cuantas tonterías casi incomprensibles que le hicieron reír. Luego me hizo callar con un beso y yo recorrí su espalda con mis manos. Me desnudé y abrazados nos tumbamos en el suelo. En el gueto de Venecia, en aquel corredor estrecho del primer piso de su sinagoga, dejé atrás la infancia y entré deseoso y feliz en la edad adulta.

Mucho después, en los lugares más insólitos, mientras disponía las letras de una línea en la imprenta o mientras paseaba por el Rialto, un detalle de aquel encuentro volvía a mi recuerdo, a pesar de que aquel acto había transcurrido como en una nebulosa de pasión, como un rosario de imágenes y sensaciones confusas. Recuerdo particularmente la sorpresa que fue sentir la lengua de Rebecca dentro de mi boca. Recuerdo también el sobresalto y la pasión que despertó el hallazgo que, guiado por su mano, hice del lugar secreto de su cuerpo donde se albergaba, oculto tras unos tupidos rizos, un inesperado pozo de fuego y humedad.

Aquella noche vivirá para siempre conmigo, pase lo que pase en el futuro. Rebecca me abrió la ventana al mundo y yo no podré volver a ser el mismo, pero hay una imagen que se grabó a fuego en mi memoria: el descubrir que el éxtasis y la agonía caminan de la mano en ese acto, al igual que suelen hacerlo en la vida misma. En el momento en que nuestros cuerpos se movieron a la par como si fuéramos una sola criatura, abrí los ojos deseoso de ver su rostro en aquel instante de rapto, y me la encontré con los suyos cerrados y apretados, la boca entreabierta y el gesto de quien va a morir. El largo gemido que emergió de su garganta bien podría haber sido su último estertor. Los franceses llaman a esto la petite mort, y con mucha razón. Mi propio lamento se mezcló con el de ella en aquel pasillo estrecho y mal iluminado, sobre el montón de ropa que apenas suavizaba la dureza de las tablas que teníamos debajo.

Miré a mi amada en aquel instante y su rostro me hizo pensar en el de Lucía, mi hermana distante, mi hermana muerta, y la lección más importante que me enseñó Rebecca fue que si la vida es tan efímera como el batir de alas de una mariposa, momentos como aquel nos dan la razón de nuestra existencia. Y ese hecho en sí mismo puede ser un regalo de Dios.