Un incómodo estado de gracia

El violín fue comprado. Del dinero de Massiter, treinta mil dólares se quedaron en la casa, a la espera de otros cincuenta mil antes de que terminara el verano. La reserva adicional de dinero flexibilizaría las negociaciones de Scacchi con sus acreedores, o al menos eso pensaba Daniel, pero Scacchi no le dijo nada en ese sentido. Sólo le dio las gracias con toda sinceridad y le dijo que ya no era necesario que volviera a tomar parte en ninguna otra farsa. Era imprescindible, eso sí, que Laura no supiera nada de la existencia del instrumento, pero le confirmó que la venta ya se había organizado y que bastaría para salvarles el cuello. A partir de aquel momento, ya podía concentrarse en disfrutar.

Para Scacchi y Paul, todo aquel episodio pasó a formar parte del pasado. La salud de ambos había mejorado algo, estaban de buen humor. Laura también parecía más relajada y contenta. Ca’ Scacchi había pasado de estar al borde de la catástrofe a un satisfactorio equilibrio en cuestión de días, y en gran parte gracias a su esfuerzo. Eso fue lo que le dijo Scacchi agradecido cuando tuvo el violín en las manos.

Sin embargo Daniel no compartía el estado de ánimo general de la casa, y por una razón que no podía explicarles. Y es que Giulia Morelli parecía haberse enamorado de él. Se la había encontrado en dos ocasiones después de su coincidencia en la parada del vaporetto, un encuentro que había dejado de considerar accidental: una vez cerca del Guggenheim y otra, con más descaro, en La Pietà. En ninguna delas dos ocasiones le había hecho preguntas directas, y en la galería había fingido que su presencia era accidental. Sin embargo, por su tono de voz y la clase de comentarios que le hizo, había quedado claro que sospechaba que Scacchi y él habían participado en alguna transacción ilegal.

La última conversación había tenido lugar en uno de los bancos de atrás de la iglesia, mientras Fabozzi hablaba con sus músicos a escasos metros de distancia. Daniel terminó por pedirle que continuaran con aquella conversación fuera, y en las mismas escaleras de La Pietà, bajo el sol brillante del mediodía de verano, le pidió una explicación.

—¿Una explicación? —repitió ella, admirada—. Tú sabes perfectamente lo que busco, Daniel: un objeto que ha salido últimamente al mercado, y el nombre de quienes lo han adquirido.

—Ya se lo he dicho un millón de veces: no sé nada de nada. Y creo que Scacchi tampoco, pero si sospecha de él, ¿por qué no le interroga? Yo no puedo decirle algo que desconozco.

Ella se rio.

—¿Y para qué me serviría? Aunque disfrute con su compañía, hay que admitir que Scacchi es un hombre intrínsecamente deshonesto, y jamás me diría la verdad, si esa verdad no se acomoda a sus necesidades.

—Y acude a mí a ver si se la digo yo, ¿no? Pero cuando lo hago, no me cree.

—Vamos, Daniel. ¿Sabes lo que veo cuando te miro?

—Pues no, y creo que no me importa.

—Veo a un joven honrado e inocente. Un joven que se ha visto atrapado en un mundo que encuentra excitante hasta cierto punto, pero también aterrador, y me pregunto por qué. ¿Qué es lo que te asusta, Daniel?

—Nada que pueda concernirle a usted. Lo único que tengo en la cabeza es la enorme responsabilidad que supone el concierto.

—Ah, el concierto. En eso también me tienes sorprendida. ¿De dónde sale la música, Daniel? Te lo pregunto como aficionada a la música, no como policía.

—Bueno, señora, creo que ya es suficiente. Si tiene algo más que preguntarme, la acompañaré a la comisaría. Y lo digo también por Scacchi.

—Cuéntaselo si quieres. Todo lo que hemos hablado en estos últimos días.

Jurando entre dientes, dio media vuelta y entró de nuevo en la iglesia, y le sorprendió que ella no le siguiera.

Por lo menos el concierto parecía avanzar como estaba previsto. Ya había terminado la transcripción y Fabozzi estaba encantado con el resultado final. La première iba a ser un éxito. Daniel había concedido varias entrevistas a la prensa internacional, invitados y alojados en el Cipriani a costa de Massiter, y en ellas había dejado claro que no pensaba componer nada más en un futuro próximo. No obstante, se había extendido el rumor sobre la sorprendente naturaleza y magnífica calidad del trabajo que se estaba ensayando en La Pietà, siempre claro está con la intervención de Massiter, que aseguraba que se colgaría el letrero de no hay billetes y que pronto el concierto volvería a interpretarse en las más importantes salas de conciertos. El riesgo de que se pudiera llegar a descubrir la verdad era pequeño y permanecía controlable. Giulia Morelli sospechaba algo, pero saber no sabía nada. Sin embargo había algo que no dejaba de molestar a Daniel, una sensación intangible y distante, el temor de que no todo estaba como debía. Y no sólo en lo referente al concierto. Era la casa de Scacchi en su conjunto lo que le preocupaba. Cada uno de sus miembros parecía estar viviendo una ensoñación placentera basada en una especie de orgullo desmesurado. Por irracional que pudiera parecer, a veces no podía quitarse de la cabeza la idea de que una catástrofe de naturaleza completamente distinta les esperaba a la vuelta de la esquina.

La mañana del domingo la iniciaron en el muelle de San Stae esperando a que la Sophia apareciera en el Gran Canal y los recogiera. El día parecía que iba a ser caluroso, seco y soleado. Scacchi llevaba chaqueta oscura, pantalones claros y un anticuado sombrero. Paul llevaba vaqueros, camisa de algodón y gorra de béisbol. Laura había elegido unos pantalones baratos (de esos que seguramente se compran en los mercadillos), y una sencilla camisa de estopilla. Entre Paul y Scacchi la ayudaron a llevar lo necesario para la comida: cestas de panini, salsa, queso y jamón, una selección de fruta y una bolsa de papel marrón con hojas de coliflor, achicoria, diente de león y lechuga que, cubiertas de parmesano, parecían acompañar todas las comidas. Llevaban también vino blanco en una nevera, tres litros de Campari y dos de agua mineral con gas. Más que suficiente para alimentar a seis adultos durante todo un día.

Scacchi y Paul estaban sentados los dos en un banco y Daniel estaba de pie con Laura, observando el tráfico del canal. Los vaporetti se disputaban el paso con las gabarras de carga y los barcos encargados de recoger la basura, todos ellos evitando las formas negras de las góndolas que transportaban a los venecianos hasta la parada del traghetto que quedaba delante del casino de la ciudad. Laura había ido a la peluquería y llevaba una práctica melena corta que se le rizaba en la nuca y Daniel se preguntó por qué se teñiría el pelo y sin embargo no llevaba nunca ni una pizca de maquillaje. Seguro que simplemente porque le daba la gana. A veces se empeñaba en buscar complicadas explicaciones a las cosas cuando la respuesta era la más sencilla del mundo.

—¡Ahí vienen, Daniel! ¡Mira!

El perfil azul y bajo de la Sophia iba trazando una línea firme y recta entre el tráfico del canal, Piero a la caña y Xerxes en la proa, tieso como un palo, el morro al viento, la boca abierta y la lengua sonrosada colgando a un lado. Y de pronto Daniel se echó a reír.

—¿Qué te pasa? —preguntó Laura.

—Me estaba imaginando lo que Amy va a pensar de todo esto. No se va a parecer en nada a la excursión que hicimos con Massiter.

—Pues tendrá que tomarnos como somos.

—Te comportarás, ¿verdad? —inquirió mirándola fijamente—. Es nuestra primera violinista.

—¡Yo siempre me comporto!

Daniel no contestó. La Sophia estaba llegando al muelle. Xerxes midió cuidadosamente la distancia y cuando la consideró adecuada saltó al muelle y se fue directo a olisquear las cestas de la comida.

—¡Ahí va! —gritó Piero y Laura agarró el extremo de la amarra de proa y antes de que Daniel ni se imaginara qué había que hacer, amarró el bote y ayudó a Scacchi y a Paul a subir abordo. Xerxes observaba a los humanos y su torpeza a la hora de embarcar con canina displicencia y decidió saltar a la cubierta en el último momento. En menos de cinco minutos estaban todos acomodados y dieron la vuelta en el canal en dirección a San Marcos para recoger a Amy. Habían ocupado los mismos lugares que cuando fueron a buscarle al aeropuerto: Paul y Scacchi juntos en la proa y Daniel y Laura en la borda de babor. Xerxes parecía más interesado por las cestas de la comida que por el timón, pero pronto abandonó la investigación para acudir al lado de su amo.

Tomaron el arco que describe el canal y que los locales llaman simplemente la volta y la extraña mansión de la que Laura le había hablado apareció a la derecha.

—Ahí está tu palacio —le dijo Daniel, señalándolo.

—No es mi palacio.

—Explícate, Laura —intervino Scacchi, que había oído la conversación—. No sabía que estuvieras familiarizada con Ca’ Dario.

—No lo estoy. Es cosa de Daniel, que se inventa historias.

—Pero si me contaste que…

—Te conté la fantasía de una niña —le cortó.

—¡Cuéntanosla! —ordenó Scacchi—. Vamos a indagar en tu interior, querida.

—Hay poco que contar —respondió mirando a Daniel molesta—. Yo era pequeña y celebraba mi confirmación. Iba vestida de blanco y era carnaval, así que todo el mundo iba disfrazado. El vaporetto pasó por delante de la casa y yo miré a las ventanas del segundo piso —señaló con el dedo—, y en esa me pareció ver una cara, lo que me dio un susto de muerte.

—Ah. ¿Una máscara de carnaval? Sería la baúta, el médico de la peste, y no tienes por qué avergonzarte, Laura. Esa narizota y la cara tan blanca asustan a cualquiera. Para eso son, ¿no?

—No era un baúta, ni ninguna otra máscara de carnaval. Era otra cosa.

—¿El qué?

—Un hombre, con las manos y la cara cubierta de sangre. Miraba nuestra barca a través de la ventana; es más, parecía mirarme directamente a mí, y gritaba. Como si acabara de presenciar la cosa más horrible del mundo.

Scacchi enarcó las cejas.

—Tu vestido para la confirmación no podía ser tan horrible. Sé que a las madres venecianas les gusta adornar a sus niñas para la ocasión, pero…

Laura sacó un cruasán de la cesta y se lo lanzó, pero antes de que pudiera alcanzar su objetivo, Xerxes saltó del regazo de Scacchi y con infalible precisión atrapó el dulce en el aire. Los ocupantes de la Sophia tuvieron un ataque de risa al que puso fin Scacchi al gritar:

—¡Spritz! ¡Necesito un Spritz!

—No —respondió Laura—. Es demasiado temprano, y has sido malo.

—Vale…

—Además —añadió, repartiendo vasos con agua mineral—, no quiero que la amiga de Daniel piense que somos unos borrachos.

Sabía que Laura prefería cambiar de tema, pero Daniel quería hacerle una última pregunta.

—Entonces, ¿qué crees que es lo que viste?

Tardó un momento en contestar.

—Supongo que alguna tontería de las que organizan por Carnaval. O a lo mejor fue una alucinación. Ya te he dicho que era una niña, y nadie más en la barca lo vio. Ni siquiera mi madre. Sólo me oyeron gritar a mí como una loca en mitad de la niebla.

—Ya.

Laura nunca hablaba de su pasado. No sabía nada de su vida fuera de Ca’ Scacchi.

—¿A qué se dedicaba tu madre?

—Trabajaba —contestó sin dar detalles.

—¿Y tu padre?

—Bebía.

Paul y Scacchi los observaban incómodos desde la proa y comenzaron a hablar entre ellos en voz baja.

—Ah. Esto… lo siento, Laura. No pretendía molestarte. Es que siento curiosidad por saber quién eres cuando no estás cuidando de nosotros.

Ella se sorprendió.

—No soy más que una criada aburrida y sencilla, que ha sido bendecida y maldecida al mismo tiempo por el hecho de que mis jefes parezcan al mismo tiempo mis hijos. Mi pasado es tan soso y apagado como las aguas de este canal.

—¿Y tu futuro?

Estaba presionándola demasiado, pero su reticencia le resultaba desconcertante.

—Ya tengo bastantes preocupaciones con el presente, ¿no te parece?

Iba a contestar cuando ella le tocó un brazo y señaló al muelle. Se acercaban a San Marcos y la Sophia había puesto proa al punto en el que había atracado el barco de Massiter. Amy estaba ya esperando allí. Para bochorno de Daniel llevaba un vestido de seda en color crema y una pamela de ala ancha para protegerse del sol. Parecía invitada a una boda de la alta sociedad y no a pasar unas horas en la mugrienta tablazón de la Sophia para desembarcar después en el lugar que Piero tuviera pensado en la isla de Sant’ Erasmo.

—Madre mía —suspiró.

—¡Y a mí me pides que me comporte! —exclamó Laura, dándole una palmada en el muslo—. Como no te portes como un perfecto caballero, te vas a enterar.

—Esto no ha sido idea mía —murmuró y con una sonrisa se levantó a saludar a Amy.

Scacchi se levantó también y anunció a los cuatro vientos:

—¡Es Amy Harston, la famosa violinista! ¡Aplaudan, por favor!

Y batió sus palmas de cuero viejo hasta que algunos de los turistas que aguardaban en el muelle se le unieron.

Amy enrojeció ligeramente y a Daniel le hubiera gustado poder verle los ojos, pero llevaba unas gafas de sol grandes, al estilo italiano que en realidad no le quedaban bien. Le ofreció la mano y ella saltó con gracia por encima de la borda y se sentó frente a Laura mientras se hacían las presentaciones.

—¡Es hora de un spritz! —anunció Scacchi.

Laura seguía sentada pero impidió que Daniel ocupara un sitio junto a ella empujándole suavemente del pecho. Le bastó con mirarla para comprender, e inmediatamente se acomodó al lado de Amy, que se estaba colocando la falda del vestido ante la mirada atenta de Xerxes. Laura sirvió las bebidas.

—¿Adonde vamos? —preguntó poco después.

—Al paraíso —contestó Piero, acelerando a fondo el motor, que tosió como un pato con asma—. Lejos de este pozo de iniquidad y de tanto imbécil como hay en esta ciudad.

Laura hizo un gesto con la mano para quitarle importancia a su comentario.

—Tonterías. Tú también trabajaste en la ciudad cuando eras más joven, Piero.

—Sí, pero en la morgue, y los muertos son gente muy decente y muy razonable, lo que no se puede decir de los vivos. ¡Eh! ¡Pisquáno!

Un taxi acuático se alejó a toda velocidad del muelle vecino, creando una ola que hizo escorar a la Sophia casi cuarenta y cinco grados. Sus pasajeros buscaron dónde agarrarse mientras Xerxes ladraba furioso. Amy, que tenía en la mano su copa de spritz vio cómo el líquido rojizo se le derramaba en su elegante vestido.

—¡Mierda!

Laura abrió el bolso e hizo un gesto a Daniel para que se cambiara de borda e intentó limpiarle la mancha con un pañuelo húmedo, pero no funcionó. El vestido quedó luciendo una mancha larga del color de la sangre desde el escote a las rodillas.

El enfado y la rabia de Amy, y el modo en que había asumido que Laura intentase limpiarle el vestido en su papel de criada, dio que pensar a Daniel. La Pietà iba quedando atrás y Sant’ Erasmo aguardaba en el horizonte como un dedo largo y delgado de verdor.

Se terminó su copa y sin razón aparente se dio cuenta de que no podía quitarse de la cabeza a Giulia Morelli y sus preguntas. Del bolso de Laura sacó un paquete de cigarrillos y, por primera vez en su vida, encendió uno.