Una venta forzosa

Rizzo maldijo su suerte. Toda la maldita raza inglesa parecía tener algo contra él. El tal Daniel le había parecido al principio un chaval, pero enseguida había cambiado de opinión respecto a él. No habían surtido efecto sus amenazas, ni la posibilidad de perder el maldito instrumento. Era como si se hubiera dado cuenta de la necesidad que tenía de deshacerse de él y estuviera decidido a rebajarle el precio, aunque eso poco importaba ya. Le había oído tocar el instrumento y sentía ganas de gritar hasta desgañitarse. Bastó con escucharle una vez para que tomara la decisión de no volver a tocar jamás aquel maldito violín. La única cuestión que quedaba por resolver era cuánto dinero podría sacar de su venta inmediata.

—Querías hablar, ¿no? —barbotó—. Pues hablemos.

Daniel dejó la caja en el suelo entre ellos.

—Desconozco qué valor puede tener.

No era malo mintiendo, pero tampoco tan bueno como se creía él, pensó Rizzo.

—Si no sabes qué valor puede tener, ¿de qué vamos a hablar?

Daniel se tocó la barbilla con un solo dedo, un gesto que a Rizzo le recordó a Massiter.

—No sé qué podremos hacer con él.

—Ese es tu problema, amigo —espetó—. A mí lo único que me interesa es lo que estás dispuesto a ofrecerme aquí y ahora. ¿Cuánto estás dispuesto a poner sobre la mesa?

El joven parpadeó. Obviamente estaba calculando. Rizzo quería desprenderse del violín a cualquier precio, pero el dinero tendría que ser contante y sonante.

—No solemos manejar grandes cantidades en efectivo —volvió a mentir.

Rizzo le agarró por un brazo y soltó una bocanada de humo de su cigarrillo que quedó suspendida entre ambos.

—Oye, déjate de chorradas. Yo no suelo tratar con esta clase de mercancía, pero tiene su valor. Tú mismo lo has dicho. Puede que sea una copia o puede que no, no lo sé, pero a mí me parece que un tío listo como tú puede colocarlo como auténtico si quiere. ¿Qué valor tendría entonces?

Daniel asintió.

—Es cierto, pero en ese caso somos nosotros quienes corremos con todos los riesgos.

Rizzo no dijo nada.

—En fin… te ofrezco veinte mil dólares —sugirió—. Esta tarde y en efectivo.

—¿Es que pretendes insultarme?

—En absoluto. Sólo pretendo que ambos salgamos ganando.

—Ya.

Incluso hablaba como Massiter.

—Entonces, ¿cuánto quieres?

—Cincuenta de los grandes en billetes. Y los recogemos ahora mismo.

Daniel hizo una mueca.

—No tenemos esa cantidad de dinero en efectivo.

—¿Entonces?

—Digamos cuarenta mil. Creo que eso sí podríamos reunirlo. Si me acompañas, podremos haber terminado en una hora.

Cuarenta mil dólares era un montón de pasta. La suficiente para poner un bar si quería.

—Es un montón de dinero por una falsificación, ¿no te parece, Daniel?

Quería que aquel listillo se diera cuenta de que sabía que le estaba engañando.

—Es un montón de dinero, sí. ¿Lo quieres o no?

Rizzo miró la caja frunciendo el ceño.

—¿Ahora mismo?

—Sí.

—Tú lo llevas —sentenció—. Estoy harto de ese jodido chisme.

Caminaron hasta la parada del Arsenal y tomaron el primer vaporetto que pasó y que, para variar, iba medio vacío. Los dos se sentaron en los duros bancos azules de la popa, al aire libre. Rizzo le cedió la parte derecha, la más cercana a la línea del agua de San Marcos, seguramente porque no quería ser visto con él. Pero no tenía sentido. El violín lo llevaba Daniel, ya sin la bolsa de nylon que Rizzo le había comprado. Iban en silencio, de modo que nadie diría que iban juntos.

El barco pasó por delante de La Pietà y Rizzo sintió que se le paraba el corazón. Había una concentración de periodistas y fotógrafos en la puerta, y un grupo de músicos con sus instrumentos. Aquel día era el fijado para el numerito de Massiter. Debería haberlo recordado porque estaba allí, en medio de toda aquella gente, y fácilmente podría verlos juntos. ¿Y qué pensaría? Pues que su chico de los recados iba sentado en la popa de un vaporetto al lado de un muchacho de piel pálida que llevaba sobre las piernas un violín en su funda. Afortunadamente estaba de espaldas, y si hubiera visto algo, esos ojos grises y fríos como el hielo estarían clavados en la estela del barco. De todos modos comentó algo sobre el calor y fue a sentarse dentro, entre el muchacho y la salida. Era absurdo aumentar los riesgos.

Desembarcaron en San Stae y volvieron andando hacia el Rialto. Rizzo no tenía ni idea de dónde vivía el viejo, pero sería fácil de averiguar. La otra vez que hicieron negocios juntos también fue a través de un intermediario, y aunque Daniel le había advertido que se mantuviera lejos de la casa de Scacchi, quería saber dónde vivía.

Los dos se tomaron una cerveza en un pequeño bar del campo de San Casiano que quedaba frente a la iglesia. Rizzo pidió una segunda, pero Daniel no quiso repetir. El bar estaba vacío.

—Voy a por el dinero —dijo el inglés—. Te dejo aquí el violín. Volveré con la cantidad que hemos acordado y podrás contarla en el baño si quieres.

Rizzo se echó a reír. Había algo divertido en aquel chaval. Era como si aquello le pareciera un juego o una obra de teatro de aficionados.

—Llévatelo y vuelve con lo que me debes.

Daniel sonrió.

—Gracias. Es agradable que confíen en uno.

Rizzo se quitó las gafas de sol por primera vez desde que salió de su casa por la mañana para mirar a Daniel.

—¿Qué confianza ni qué chorradas? Si me la juegas, te mato. ¿Queda claro?

El muchacho palideció.

—Tú tráeme el dinero y no volveremos a vernos.

—Bien.

Rizzo le vio tomar el puente sobre el estrecho río y salió a la puerta del bar para ver qué hacía después. Daniel sacó una llave y abrió la puerta de la casa vecina a una pequeña tienda de regalos. En aquella esquina había una gran mezcolanza de edificios, y aunque la entrada era humilde, seguro que daba a un gran palacio que había al lado del río. No dudó ni por un momento que Daniel iba a volver con lo que habían acordado.

Volvió al bar y se terminó la cerveza. Quince minutos más tarde, apareció Daniel con una bolsa de plástico de Standa. Llevaba un bulto grande en ella, como si fuesen unos cuantos ladrillos envueltos en plástico negro y sujetos con precinto.

El camarero les observaba desde detrás de la barra. Rizzo pidió otra cerveza, pero Daniel no aceptó.

—Si quieres comprobarlo…

—Hemos terminado, Daniel. Puedes marcharte.

Y el muchacho se marchó, claramente aliviado por haber acabado. Con la tercera cerveza en la mano, salió a la terraza a sentarse en una de sus mesas con la bolsa del dinero sobre las piernas. La bebida se le estaba subiendo un poco a la cabeza. Era consciente de que le habían engañado, pero el resentimiento que sentía era puramente personal, no económico, y pronto se le pasaría. El dinero ayudaría sin duda.

Admiró a una chica joven que pasó por delante, la imagen misma de la chica veneciana: piernas largas y cabello largo y oscuro. La silbó y se echó a reír al ver cómo apretaba el paso. Se sentía bien. Era demasiado tarde para llevar el dinero al banco. Lo haría a la mañana siguiente, y dejaría que el director del banco le hiciera la pelota.

La casa le intrigaba. Miró las ventanas con las persianas a medio echar y pensó que quizás estuvieran tocando el violín. O puede que estuvieran trabajando para obtener su propio beneficio del instrumento. Le daba igual. Algo le decía que ese violín estaba maldito y que no iba a salir nada bueno de la transacción que el muchacho acababa de cerrar. Daniel, que seguro que era su verdadero nombre.

Se quedó allí sentado, bebiendo sin pensar, emborrachándose, contemplando la casa. Llegó un vendedor con algo de mercancía y luego un empleado de la compañía del gas a leer el contador. Una mujer cargada con bolsas de la compra que iba a cruzar la plaza. Empezó a desear no haber bebido tanto. A veces el alcohol no le sentaba bien. De pronto se echó a reír a carcajadas, una risa convulsiva que acabó desembocando en un ataque de tos.

—¿Qué es tan divertido? —le preguntó el camarero.

Rizzo había vuelto a reír.

—Nada —contestó en cuanto pudo. Se sentía más feliz que nunca desde que hizo la visita a San Michele. El violín había desaparecido, y en su lugar había un montón de dinero y un olor a cambio emanaba de las ardientes aguas de la laguna.