La pérdida más triste

Estoy sentado en mi pequeña habitación, la tercera a la derecha en el tercer piso, y contemplo con tristeza la pequeña plaza de San Casiano. Me llegan a lo lejos las voces de las prostitutas y los borrachos que deambulan por las calles. Y sólo puedo llorar y maldecir la creación. Esta tarde he recibido una breve carta desde Sevilla. Mi amada Lucía ha muerto. Dicen que de una enfermedad de estómago. ¿Qué sabrán los españoles de esas cosas? Si se hubiera puesto enferma aquí en Venecia, a Jacopo le habría bastado con examinarla y administrarle una de sus pociones para salvarla. Pero ahora está ya en una tumba fría y en suelo extraño. No volveré a escuchar su risa ni a sentir el calor de su mano.

¿Por qué ella? ¿Es la venganza de Dios por el modo en que he jugado al escondite con Rebecca en su casa durante estas últimas semanas? ¿Es esa su ley, o la de esos hombres ricos y mundanos que se nombran a sí mismos sus embajadores en esta tierra? ¿Qué clase de deidad se vengaría con dos jóvenes estúpidos, felices y llenos de vida como nosotros, de una vida que creímos ser su regalo?

Pero mi hermana ya no está. Una infección le ha arrebatado la vida. Barajo mil posibilidades, decisiones, acciones que debería haber emprendido y que podrían haber significado que Lucía siguiera viva hoy, sonriendo como siempre, disfrutando del mundo, pero todo es inútil ya. El tiempo nos derrota sin piedad, sin pausa. No tenemos modo de saber cuándo las fauces del león nos apresarán y por lo tanto ha de ser nuestro deber disfrutar de cada hora al máximo y que las plegarias se encarguen de lo que ocurra después. ¿Por qué agonizar pensando si he abandonado a Dios? ¿No sería más relevante preguntarme si Él me ha abandonado a mí, si no me ha dejado solo con estos negros pensamientos? Estas palabras ya no pueden formar parte de las cartas llenas de amor que le enviaba a mi hermana, sino de las maquinaciones de mi cabeza en soledad, sin censura, desnudas, expuestas. Cuando escribía a Lucía conseguía poner mi vida en una ordenada perspectiva, pero ahora los límites han desaparecido y deambulo sin rumbo en mi propia imaginación.

Cuando conseguí serenarme, le di la noticia al tío Leo, que me miró de un modo extraño. Supongo que él tendrá sus propias pérdidas, y tuve la sensación de que mi desgracia me hacía cómplice suyo, una especie de conspirador en un secreto oscuro sobre la verdadera naturaleza de nuestras vidas. Se acercó a la mesa junto a la que yo estaba sentado sumido en la agonía y me puso una mano en la espalda.

—Lorenzo, lo siento mucho —me dijo con los ojos secos. Desde que le entregué el trabajo de Rebecca, ha estado bastante preocupado—, pero su muerte no debería sorprenderte.

—¿Qué no debería sorprenderme, tío? Mi hermana tenía veintiún años y era fuerte como un roble cuando se marchó a España. ¿Cómo no me voy a sorprender?

—Lo sé, muchacho. Lo sé.

Estoy cansado de que me hable como si fuera un crío, y así iba a decírselo cuando añadió algo que me dejó sin aliento:

—Pero debes ser consciente, Lorenzo, de que las cosas son siempre así. Querer a alguien significa prepararse para perderlo, de un modo o de otro. Acostúmbrate a la soledad e intenta evitar el dolor del corazón. Es mi consejo.

Hay un punto en el crecimiento de todo ser humano en el que nos damos cuenta de que la madurez no es sinónimo de sabiduría, y creo que en mi caso ese reconocimiento me llegó un poco tarde. Mi tío es un necio, un amargado, un hombre estrecho de miras que habita en un universo monocromo en el que la única alegría proviene de sus propios y secretos pensamientos. No da nada y, consecuentemente, no recibe nada.

Y, por añadidura, es un ladrón. Tenía unos papeles sobre la mesa que parecían interesarle más que mi pérdida y los miré. Uno era el frontispicio de una de las partes del concierto de Rebecca devuelto por los copistas que se había visto obligado a contratar para no retrasarse de la fecha tope impuesta por Delapole. En el lugar donde debería figurar el nombre del compositor, que yo supuse que dejaría en blanco dadas las circunstancias, leí atónito el nombre de Leonardo Scacchi.

—¡Tío! ¡No puede hacer eso!

—Por supuesto que no —respondió con sarcasmo—, al menos no inmediatamente.

—¡Ni más tarde tampoco! Ese trabajo no es suyo.

—¿No? ¿Y eso quién lo sabe? Cuando alguien se presente a reclamar la paternidad de este concierto, ¿cómo sabremos que dice la verdad? ¿Por qué tanto secreto? Algo raro se debe ocultar detrás de todo esto. No te creas que va a salir tan bien como el idiota que lo escribió se imagina. ¿Por qué no puedo ver cómo quedaría con mi nombre en la portada? Yo podría haber sido un buen músico, de no ser por estos malditos huesos de la mano. Además, he tenido que hacer un montón de correcciones al original. ¿Es que eso no vale nada?

Estupefacto salí de la casa y me senté un rato en la iglesia del barrio, aunque decidí no hablarle al párroco de los recientes acontecimientos por temor a mi propia reacción cuando me diera el pésame.

Lo que hice fue quedarme sentado en un banco durante más de una hora, como si meditara. Estos escritos han perdido el sentido. No hay manos dulces en Sevilla que vayan a recibirlos. Ya no soy el cronista afectuoso y fraternal que racionalizaba la verdad para su hermana querida. Todos estos pensamientos alcanzarán ahora mi alma con toda su carga de verdad, por áspera y amarga que pueda ser.

Y ahora he de admitir una de esas verdades: que mi hermana no estuvo ocupando mis pensamientos por mucho tiempo. Mi alma se rebelaba contra la injusticia, la imposibilidad de su muerte, y me quedé sentado allí, en la iglesia de San Casiano, contemplando aquella antigua pintura que una vez le describí a Lucía: el maestre martirizado por sus alumnos. En la oscuridad de la nave dejé que mi imaginación se alzase, como Lucifer saliendo de los abismos. Mi tío Leo era el maestro y yo el alumno. En mi mano derecha estaba la azada, en la izquierda una pluma afilada como la mejor de las dagas.

¿Cuántos hombres mueren asesinados en la imaginación de otros? Millones. Y se levantan de sus camas a la mañana siguiente para acudir a sus quehaceres sin sospechar siquiera el destino que sus personas han sufrido en la mente de otros unas horas antes. El estilete y la azada. La espada y el escalpelo. Si mi tío pudiera asomarse a mis pensamientos y ver lo que inventé para él aquella noche, caería desplomado por el horror. Pero nadie sabe lo que se urde en la cabeza de otro. Al día siguiente, mientras desayunábamos pan y queso, me sonrió inesperadamente y dijo:

—Debes ir a Ca’ Dario y hablar con ese tal Gobbo amigo tuyo. Debo retener a Delapole en mi poder, muchacho. Que no se me escape de las manos.