M1 una adquisición

Scacchi fijó la hora del encuentro a las tres y media. El vendedor había sugerido que se reuniesen en un almacén vacío que había en el vasto astillero en desuso del Arsenal. Daniel escuchó pacientemente las instrucciones de Scacchi, aunque sabía que llegado el caso, tendría, que improvisar. La improvisación había sido, al fin y al cabo, lo que les había hecho conseguir el dinero de Massiter en el campanile del Torcello. La precaución de Scacchi era razonable en un hombre de su edad, pero él no sentía necesidad de emplearla.

—Asegúrate de que el violín no es una copia —insistió—. Ya te he dicho cuáles son las marcas identificativas. Y comprueba también la etiqueta.

—Ya lo sé —contestó Daniel con impaciencia, lo que le valió una mirada réproba de Scacchi.

—Ese tío es un delincuente, Daniel. No vayas a jugar con él.

—Un delincuente que quiere el dinero. No tenemos nada que temer.

—Nunca lees el periódico, ¿verdad?

—¿Por qué lo dice?

—No importa —suspiró, frunciendo el ceño—. Sólo te pido que tengas cuidado. Ahora que ha llegado el momento de la verdad, lo que daría por poder hacerlo yo directamente.

La suma de Massiter había llegado tal y como estaba acordado: en efectivo. Dólares que habían quedado a buen recaudo en algún lugar del dormitorio del segundo piso que Scacchi compartía con Paul. Aún le faltaban diez mil dólares para completar la suma debida, pero llorando un poco, añadiendo un préstamo personal y lo que pudiera sacar por la venta de algunos objetos, podría alcanzar la cifra requerida en unos días. El vendedor iba a llamar el viernes, y si todos llegaban a un acuerdo, concluirían el asunto al día siguiente. Si todo salía bien, la excursión a Sant’ Erasmo sería una celebración. Siempre y cuando el violín fuese el Guarneri que Scacchi esperaba, era difícil imaginar que algo pudiera salir mal.

—Le prometí hacerlo yo —insistió Daniel.

—Y eres un hombre de palabra, lo sé, pero ese tío no lo es. Estamos hablando de un delincuente que ha elegido por voluntad propia esa profesión. No como nosotros, que ha sido por necesidad. Siempre hay que temer a esa clase de hombres, Daniel. Yo no soy el único Lucifer que anda suelto en esta ciudad.

Daniel se echó a reír, pero Scacchi no consiguió hacer lo mismo.

Cuando salió, hacía calor y los vaporetto^ iban hasta la bandera de turistas y venecianos irritables. Venecia podía ser un lugar difícil durante los días de calor asfixiante y húmedo del verano. Era imposible huir del sol y de la humedad que emanaba la laguna.

Mientras llegaba el suyo, se dio cuenta de que Giulia Morelli, la policía que había estado en su casa, estaba sentada a la sombra leyendo un libro. Prefirió no darse por enterado y se volvió hacia el agua, pero inevitablemente sus miradas terminaron por cruzarse y ella le sonrió.

—Hola, Daniel —le dijo, levantándose para saludarle—. Me alegro de volver a verte.

—No sabía que viniera tan a menudo por aquí.

Ella se encogió de hombros y guardó el libro en el bolso.

—Los policías andamos por todas partes. Es una de nuestras malas costumbres. Por cierto, enhorabuena.

Daniel parpadeó varias veces sin comprender. Su presencia le incomodaba. No podía quitarse de la cabeza la imagen del violín robado.

—Por lo del concierto del señor Massiter —aclaró.

—Ah. Sí, es un gran honor.

—Grande e inesperado. No tenía ni idea de que fueras compositor. Scacchi no me dijo nada cuando nos presentó.

—Es una composición sin importancia… o eso creía yo.

—Pues no opina lo mismo el señor Massiter. Él ha visto algo especial en ti. Debes estar orgulloso.

—Sí…

Giulia Morelli consultó el reloj.

—¿Ha comprado algo Scacchi últimamente? Que tú sepas, claro.

—¿Perdón?

—Que si ha comprado algún objeto de valor, alguna antigüedad. A eso se dedica, ¿no?

—Está retirado, creo —contestó, y notó que había empezado a sudar.

Giulia se echó a reír.

—Un hombre como Scacchi nunca se retira, Daniel. Deberías saberlo ya.

Un vaporetto se acercó al muelle y una chica delgada con el uniforme del ACTV se dispuso a abrir la puerta para que desembarcasen los pasajeros.

—¿Adonde va? —le preguntó.

—Hace unas semanas robaron algo de dentro de un ataúd. El hombre que presenció el robo fue asesinado, y cuando fui a abrir la investigación, intentaron matarme a mí también, de modo que ya es cuestión personal.

—¿Y qué tiene eso que ver con Scacchi o conmigo?

—Puede que nada. No lo sé.

La gente empezó a desembarcar y Daniel temió que ella pudiera seguirle para continuar haciéndole preguntas hasta llegar a San Marcos.

—Mire, señora Morelli, no me gustaría que pensara que soy un grosero, pero es que tengo que ir a La Pietà a tratar un asunto complicado que tiene que ver con el concierto, y no tengo ni idea de qué me está usted hablando.

Ella no contestó.

—¿Viene?

—¿Yo? No iba a tomar el barco, Daniel. Te he visto salir de la casa soñando despierto y me he acercado a hablar contigo. No necesito ir a ninguna parte.

—Entonces, ¿qué quiere?

—La verdad, por supuesto. Y hacerte una advertencia. Esto no es un juego. Ha muerto un hombre, y todavía no sé por qué.

Hizo ademán de echar a andar, pero ella le sujetó con una fuerza inesperada.

—¿Y?

—Pues que es peligroso ser inocente, Daniel. No lo olvides, por favor.

Daniel se soltó y subió al vaporetto sin mirar atrás. Giulia Morelli, como cabía esperar, no le había seguido, así que sus planes podían seguir adelante tal y como los había concebido, después de pasar por La Pietà de camino y hacerle la invitación a Amy. Además tenía que admitir que estaba empezando a sentir una especie de celo paternal hacia la composición que para el resto del mundo iba a llevar su nombre.

Acababan de interpretar uno de los pasajes lentos de la obertura del segundo movimiento cuando entró en la iglesia. Todas las cabezas se volvieron y se asustó al oír un estallido de aplausos.

—¡Daniel! ¡Daniel! —lo llamó Fabozzi desde la tarima—. ¡Quiero hablar contigo!

El hombrecillo iba como siempre vestido de negro, aunque para la ocasión se había puesto unas botas altas de vaquero. Parecía entusiasmado.

—¡Estamos empezando a comprender el significado de tu obra! —exclamó, emocionado.

—Bien —contestó Daniel con toda la convicción que le fue posible—. He estado escuchando un poco desde la puerta —mintió—, y suena maravillosamente bien.

—¡Es que tu trabajo es maravilloso! —nunca había visto al director tan complacido consigo mismo y con sus alumnos, y por un momento Daniel lamentó haber declinado su invitación de unirse a la orquesta. A juzgar por las caras de los jóvenes que la componían, Fabozzi hacía bien su trabajo—. Quédate un rato con nosotros, por favor.

—Sí, lo haré, pero cuando os haya dado toda la partitura, Fabozzi. Y al ritmo que voy, será este fin de semana. Como mucho la semana que viene.

—Ya nos ocuparemos nosotros de hacer que cumplas tu promesa, ¿eh, Amy?

Ella se había separado del grupo de músicos y se había acercado a ellos. Llevaba una camisa de seda azul pálido y vaqueros, el pelo recogido para tocar y su rostro estaba lleno de vida y alegría.

—Por supuesto. Querrás oírnos tocar, ¿verdad? A veces pienso que te gustaría huir de tu obra maestra.

—Bien. Me quedaré aquí sentado para oíros tocar —contestó—, siempre y cuando me prometáis que no os quejaréis cuando os quedéis sin notas.

—Vale —se rio—. Nos has pillado.

Fabozzi parecía incómodo. Era como si se hubiera dado cuenta de que había algo entre ellos.

—Perdón —dijo—. Tengo que estudiar el pasaje con más atención antes de que volvamos a empezar. ¡Ciao!

Un instante después, Daniel se encontró ante Amy y sin saber cómo abordar lo de la excursión en barco.

—Me preguntaba si…

Ella esperó.

—¿Qué?

—Hay… eh… una salida con unos amigos en barco. Este domingo. Vamos a una de las islas. No es que sea gran cosa, y seguramente no querrás ir.

—Vale.

—No son como Massiter, y su barco desde luego no se parece. Son gente de aquí y seguramente te parecerá aburrido…

—He dicho que vale.

Estaba seguro de haber enrojecido.

—De acuerdo.

—¿Cuándo y dónde?

—¿De verdad quieres ir?

Ella se cruzó de brazos.

—Me estás pidiendo que salga contigo, ¿no es así?

—Eh… sí.

—Entonces, acepto encantada. ¿Quieres decirme dónde y cuándo?

Las mejillas le ardían.

—Tengo que enterarme. Mañana te lo digo.

Del bolsillo sacó una pequeña libreta, escribió un número de teléfono y se lo entregó.

—Ten. Puedes llamarme si quieres. Supongo que esos amigos tuyos te dejarán usar el teléfono, ¿no?

—Por supuesto.

Amy sonrió.

—¡Estupendo! Entonces, nos vemos el domingo. Y ahora, o te sientas a escuchar, o te largas. Tus notas son a veces tan difíciles de tocar que pienso que eres el fantasma de Paganini, y por tu bien y por el mío, me gustaría que sonasen tan convincentes como fuera posible.

Volvió junto a los demás músicos que estaban preparándose para volver al trabajo pasando páginas de la partitura, hablando en voz baja, concentrándose en las notas, y Daniel sintió una punzada de culpa. No se merecía la admiración que aquellos músicos sentían por él. Sin embargo, de no ser por su intervención, por su búsqueda diligente y su acuerdo con Massiter, no formarían parte de la maravilla que se estaba obrando en La Pietà. Estaban en deuda con él, aunque no por lo que ellos creían.

La música los envolvió y nadie le vio salir. Giró hacia la izquierda y caminó hacia el este por la Riva Degli Schiavoni. El anuncio de Campari que marcaba la parada del vaporetto en el Lido refulgía al calor de la tarde. Al otro lado del muelle, en la estrecha lengua de tierra, hordas de veraneantes estarían tumbados en la playa dejando vagar la mirada por la superficie plana y azul del Adriático. La laguna parecía contener un universo completo dentro de sus márgenes, y la mayor parte de él, al menos desde su punto de vista, inexplorado.

Cuando llegó a San Biagio, que era donde según las instrucciones que había recibido debía separarse de la línea del agua, los únicos transeúntes que había por la calle eran sin duda venecianos: mujeres con bolsas de la compra, hombres sentados en los bancos, fumando, viendo pasar los barcos.

Giró a la izquierda por el Canale Dell’Arsenal. La calle comenzaba tras un pequeño puente y al final del trayecto empedrado se encontró frente a la extensión vacía y descomunal del Arsenal. El almacén que buscaba estaba al final de un estrecho pasaje que apestaba a meadas de gato. Abrió la puerta medio descolgada y entró. Olía a humo de cigarrillos y al aroma de una loción para después del afeitado.

Aguardó un momento en la luz que entraba por la puerta y luego llamó:

—¿Hola?

Una figura salió de la sombra al mismo rectángulo de luz en que estaba él y le ofreció un cigarrillo. Eran poco más o menos de la misma estatura, los dos altos y delgados, aunque aquel hombre era mayor que él. Su rostro cetrino y salpicado de viruela sólo podía adivinarlo porque llevaba unas enormes gafas de sol.

—No, gracias. Soy Daniel.

El fulano se rio.

—¿Me das tu nombre?

Daniel se pasó una mano por la barbilla pensando en lo que le había dicho Scacchi y en su conversación con la mujer policía. No había modo sencillo de reconocer a un ladrón, y menos aún a un asesino.

—¿Lo tienes?

—Por eso estamos aquí, ¿no? ¿Traes el dinero?

Daniel se encogió de hombros.

—Yo soy sólo el intermediario. Tengo que asegurarme de que es lo que él quiere.

El tipo lanzó el cigarrillo hacia un rincón del almacén y se le oyó crepitar en algún charco.

—Es lo que quiere. Ten.

Una bolsa barata de nylon voló por el aire que Daniel atrapó por los pelos.

—Si resulta ser lo que tú dices que es, deberías tratarlo con más cuidado, amigo.

Había vuelto a ocultarse en la oscuridad y encendía otro cigarrillo.

—Oye, no me digas lo que tengo que hacer con algo que es de mi propiedad. Cuando lo compres, podrás tratarlo como te de la gana, pero hasta entonces, cállate.

Daniel no dijo nada más. Abrió la bolsa y sacó una vieja funda de violín cubierta de polvo que olía raro. Pesaba mucho. Se arrodillo, dejó la funda en el suelo y la abrió. Dentro estaba el violín más extraordinario que había visto en su vida. Era muy grande, tal y como Scacchi le había adelantado. Las marcas de savia estaban también, en paralelo desde el mástil hasta el vientre del instrumento. Lo puso a la luz y miró por la abertura en forma de efe. Dentro había una etiqueta con el fondo marrón y las letras en negro que decía: «Joseph Guarnerius fecit Cremone, anno 1733», y luego una pequeña cruz con las letras «IHS».

Desde el punto de vista estético, era feo, pero se sostenía en la mano con ligereza y facilidad. Aquel instrumento era para ser tocado, no admirado, y no le cupo la menor duda de que era auténtico.

—¿Qué me dices? —preguntó la voz desde la oscuridad.

—Hay muchas falsificaciones circulando por ahí.

—Este no lo es.

—¿Estás seguro? ¿De verdad sabes lo que tienes?

El tipo volvió a acercarse a la puerta y miró brevemente el violín como si hubiese considerado un instante esa posibilidad. Luego dijo:

—Sólo voy a decirte dos cosas, inglés: ¿Lo quieres, sí o no?, y ¿dónde está la pasta?

Daniel se había preparado para sentir antipatía hacia aquel chorizo, pero la intensidad con que la sentía le sorprendió. Había algo casi demencial en él, y pensó que el aviso de la policía a lo mejor había sido bienintencionado. No obstante, tenía la absurda impresión de que él también estaba asustado y que quería deshacerse del violín lo antes posible.

—Una última prueba —dijo Daniel. En la funda había también un arco y lo sacó. La cuerda estaba suelta y seca, y tras tensarla se colocó el Guarneri bajo la barbilla.

—¡Eh! —gritó el otro—. ¡No he dicho que pudieras tocarlo!

—Es un instrumento. ¿De verdad esperas que te pague esa cantidad sin haberle oído una sola nota?

El fulano retrocedió y se sentó en un polvoriento banco junto a la puerta. Daniel levantó el arco y tocó un sencillo fragmento de una sonata de Handel.

Mucho después, cuando hubo transcurrido el tiempo y la distancia necesarios, intentó analizar lo ocurrido. El primer factor debió ser la acústica tan inusual de un almacén medieval, con sus rincones reverberando y sus siglos de humedad. El tono del violín era más rico y exuberante que cualquier otro que hubiera tocado. Sin embargo, había algo más. La intensidad y la fuerza de su voz emanaba de aquel cuerpo feo y rechoncho como un genio que escapase de una lámpara. Aun con sus limitados conocimientos, el instrumento rugió como un león airado. Tocado por una violinista de talento como Amy, seria extraordinario.

Interpretó unos cuantos compases de Handel, hizo una pausa y luego golpeó el arco contra las cuerdas para acometer una sola frase del concierto que ahora llevaba su nombre. Un velo negro de concentración cayó sobre él y por un segundo se imaginó a sí mismo en una habitación grande y bien iluminada, con unas curiosas ventanas hacia la calle, en presencia del verdadero compositor. Sin embargo, la misteriosa figura quedaba lejos de su vista. Le sorprendió lo extraña que resultaba la luz que entraba por las ventanas. En algún lugar de la casa, por encima de la música oyó a alguien gritar. Entonces le fallaron las manos y la memoria y el sueño se esfumó. Las notas cesaron. Apartó el arco de las cuerdas.

El ladrón estaba delante de él temblando de furia. De furia y de miedo. Llevaba en la mano algo de metal que reveló su naturaleza con la luz del sol. Era la hoja de una navaja.

—¡Basta! Déjalo ya.

Daniel dejó el violín en la funda, el arco en el soporte de la tapa, la cerró y se lo ofreció.

—Es falso —le dijo—. Una falsificación muy buena, eso sí, y por la que podemos llegar a un acuerdo. Pero es falso. Supongo que tú también te habrás dado cuenta.

La hoja de la navaja se movió a escasos centímetros de su cara.

—¡No me mientas!

Daniel esperó un momento para contestar.

—Puedes quedártelo si quieres.

Tras un momento, hasta el último resto de las notas del violín se había desvanecido en el aire estático del almacén y por fin el ladrón asintió, cerró la navaja y se la guardó en el bolsillo.

—Bien —dijo Daniel haciendo un esfuerzo por no sonreír—. ¿Hablamos?