El engaño es tan simple que nos hemos vuelto más atrevidos. Los guardias son tan estúpidos o tan negligentes que hemos conseguido crear un médico de la nada. Jacopo ya no tiene que permanecer encerrado en casa mientras nosotros salimos precipitadamente al abrigo de la noche veneciana. Ha bastado con que le dijera al bufón del puente que un noble enfermo requería los servicios del doctor Roberto Levi para que me dejara pasar sin más y que saliéramos acto seguido Rebecca y yo, ella vistiendo un abrigo de su hermano, sin que nos dedicara tan siquiera una mirada. Es una tapadera excelente, ya que aunque los soldados llegaran a albergar sospechas, ¿quién se aventuraría a detener a un médico que va a atender a un hombre influyente? Los venecianos son más proclives a atender sus cuestiones personales primero y las del estado después. Nuestro engaño ha funcionado a la perfección y mi única preocupación es que nos volvamos demasiado descuidados, que una noche Rebecca pueda llegar a quitarse la capucha por el calor y que sus maravillosas trenzas queden al descubierto y nos busquemos la ruina.
Anoche, después del concierto, con Rebecca todavía una gentil, decidimos explorar un poco antes de volver a casa. Hacía una noche magnífica, cálida sin ser sofocante, con la luna llena reflejándose en la superficie negra y lustrosa de la dársena y nuestra góndola avanzando frente a San Marcos por el Gran Canal.
Ella insistió en que nos detuviéramos cerca de Ca’ Dario. Sentía curiosidad por ver el lugar del que nos habíamos visto obligados a huir tan precipitadamente el día de nuestra excursión a Torcello. Pagamos al gondolero en el muelle de La Salute y fuimos andando hasta el campo de detrás de la casa. Yo llevaba los dedos cruzados para que Gobbo no fuera a vernos juntos y nos hiciera preguntas incómodas, pero la suerte estuvo de nuestro lado. Juntos bajo la clara luz de la luna contamos las singulares chimeneas de la casa, ocho en total, todas con la forma de embudo que solía emplearse en los palacios más antiguos. En la parte de atrás hay un jardín rectangular de muros altos, y en la parte delantera, que sólo se ve bien desde el canal, la casa es una extraordinaria mansión de cuatro plantas estrechas. La planta baja se usa como almacén y las tres restantes son casi idénticas, con sus cuatro ventanales rematados en forma de arco a la izquierda del muro, un solo rosetón en el centro, y otro ventanal en arco en la cara norte del edificio. Todo el frontal está grabado y tatuado como si fuera un marino africano, lo cual le hace sobresalir sobre el conjunto de otras mansiones más grandes y lujosas como lo haría una piedra preciosa entre la bisutería. Debe costarle una fortuna a Delapole, pero el inglés tiene dinero para derrochar. Resulta curioso que nadie sepa a quién pertenece. Dario hace mucho tiempo que falleció, y hay quien dice que la casa está maldita, ya que ha sido escenario de al menos dos asesinatos. Como si el ladrillo y el mortero pudieran llevar en su seno la semilla del destino de los hombres…
Rebecca siente una gran curiosidad, y yo pienso que espera que el dinero de Delapole le ayude en sus ambiciones musicales. El tío Leo y el inglés han concebido un plan. El concierto tendrá lugar en La Pietà dentro de muy poco y Delapole correrá con los gastos que acarree la publicidad mediante la que esperan despertar el interés del público en la obra y su misterioso compositor. Piensan contar que el creador es un hombre tímido y de naturaleza retraída que no desea que se conozca su identidad hasta no estar seguro de que la obra merece la aprobación de la ciudad. Por lo tanto, el concierto habrá de ser interpretado en su totalidad con la inestimable colaboración de Vivaldi, que se avendrá a dirigirlo. Acto seguido se pedirá opinión al público. Si deciden que la obra tiene algún mérito, el compositor revelará su identidad, pero si lo que opinan es que debe servir de cebo para la chimenea, el autor seguirá dedicándose a sus ocupaciones presentes y no volverá a acercarse a una partitura, agradecido de que la gloriosa República haya querido prestarle atención a su arte de aficionado durante un momento.
Todo esto no son más que majaderías, por supuesto. Nadie duda de que el trabajo causará sensación. ¿Cómo si no iba a prestarse Vivaldi a dirigirlo? El dinero puede conseguir ciertas cosas de los artistas, pero no puede comprar su dignidad. Yo verdaderamente no sé qué va a salir de todo esto. El objetivo de Rebecca sigue siendo el mismo: llegar a ser algún día una compositora y una intérprete de la estatura de Vivaldi o de cualquier otra de las glorias de la ciudad. Por mi parte y aunque no me atrevo a planteárselo abiertamente, no acierto a imaginar cómo va a obrarse tal milagro. Aunque consiga darse a conocer sin revelar nuestros manejos, me pregunto si la ciudad estaría dispuesta a aceptar que una mujer, judía y extranjera para colmo de males, sea la heredera de alguien como Vivaldi. La verdad es que a mi mismo me costaría aceptarlo, aunque desearía que no fuese así. Crecimos con ciertos prejuicios y la visión de Rebecca va contra todo lo que nos han enseñado sobre el modo en que los hombres y las mujeres deben comportarse en nuestra sociedad. Aun así, al final todo se arreglará, como solía decir nuestra madre.
Estuvimos admirando la casa de Delapole durante al menos media hora y luego, tras dejar atrás San Casiano, le enseñé a Rebecca mi casa. Por fuera, claro. Después nos aventuramos todavía más lejos y llegamos hasta Santa Croce para terminar después en Giacomo Dell’Orio, una iglesia sorprendente por lo bajo de su techumbre que tiene una placita para ella sola algo alejada del canal. Íbamos paseando tan libremente por las calles que entramos casi sin darnos cuenta y nos encontramos en compañía de un vigilante veterano ya que ardía en deseos de mostrarnos sus maravillas. Hay un techo fascinante, diseñado para parecer la quilla de un barco, y una selección de columnas que imagino fueron robadas a Bizancio: algunas con un capitel de flores muy antiguas y otras en un mármol secular. Te juro que los venecianos son capaces de robar cualquier cosa.
Entre las pinturas se hallan algunos martirios mediocres y un cuadro nuevo que el propio autor estaba colgando y que era de un absurdo tal que nos dejó boquiabiertos. El artista (no sé si merece tal nombre) reparó en nuestro interés y me preguntó qué opinaba de su obra. Parecía representar a la Virgen muerta y su enterramiento, todo ello rodeado de cierta conmoción.
—El tema se me escapa, señor —le confesé—. Quizás podría usted explicárnoslo.
Era un fulano ordinario, que caminaba encorvado, tenía el rostro marcado de viruela y expresión de lunático. ¿Qué mano habría tenido que untar para colgar su obra en un lugar público?
—¿Se le escapa? Es la profanación del cadáver de la Virgen, y cómo Dios castiga el pecado del judío. ¡Fíjense!
Al lado del cuerpo rígido y marchito de la Virgen había un desgraciado cuyas manos habían sido cercenadas por una misteriosa intervención divina. Una intervención tan secreta que el resto de personajes del cuadro no se percataban del hecho y seguían con el funeral.
—No recuerdo dónde aparece esto en las Escrituras —intervino Rebecca.
—La Biblia no es el único camino hasta Dios —le contestó el tipo con gravedad—. Y algunos sabemos leer entre líneas.
—Y hay quien tiene la imaginación desbordada —aduje yo—. Pero sigo sin entenderlo. ¿Por qué ha profanado ese hombre el cadáver de la Virgen? ¿Con qué fin?
—Pues porque es judío.
—¿Sólo por eso? —preguntó Rebecca.
—¿Qué más necesitaría un judío?
—Una razón —contesté yo—. ¿Acaso María no era judía, e incluso Cristo era medio hebreo?
Los ojuelos de aquel hombre brillaron de ira e incluso en la oscuridad de la iglesia pude verle enrojecer.
—¿Por qué iba a hacerle algo así un judío a otro? —continué—. A menos que…
Me miró expectante.
—A menos que para él ese cuerpo no sea el de una persona, sino un modelo en cera o en grasa y quiera quitarle un pedazo para ali mentar su lámpara. Pero en ese caso, ¿por qué iba a castigarle Dios?
—¡Blasfemo! —rugió aquel demente, y vi que el guardián de la iglesia nos miraba con inquietud.
Rebecca me tiró de la manga, pero yo no podía dejarlo pasar.
—No, señor. Si pinta usted un garabato en la pared y dice que es la Virgen, yo no soy un blasfemo por afirmar que es el garabato de un niño. A lo que me refiero en ese caso es a su habilidad como pintor, o mejor a su falta de ella, y no a la Virgen.
—¡Blasfemia!
El vigilante iba hacia la puerta lateral y Rebecca me musitó algo en voz baja. Había llegado la hora de marcharse.
A paso rápido, casi corriendo para hacer honor a la verdad, salimos por la puerta principal y nos perdimos en la noche. Y menos mal que lo hicimos porque vimos a un par de soldados correr hacia la iglesia cuando nosotros girábamos en dirección a San Casiano para buscar una góndola y que Rebecca, de nuevo con su disfraz de Roberto, entrase en el gueto.
Cuando estábamos ya en el terreno familiar del puente, Rebecca se volvió para decirme:
—Un día vas a conseguir que nos maten, Lorenzo.
—Tonterías. Ese patán no era más que un charlatán. La basura no es más que eso, basura, y pintar a la Virgen para evitar que alguien se lo diga, es una ruindad.
—Entonces, cuando yo escriba un concierto malo, ¿me abuchearás con los demás?
—Desde luego. Puede que incluso más que los demás, porque soy uno de los que mejor sabe lo que eres capaz de hacer.
Ella volvió a reír de esa manera tan peculiar suya. Estábamos ya cerca del puente y se cubrió la cabeza con la capucha mientras que yo empezaba a madurar una excusa, aunque el guardia, medio bebido, ni siquiera me prestó atención.
La acompañé hasta la puerta. Jacopo abrió y nos vio riendo.
—No tenéis vergüenza —nos reprendió—. Cualquier día vamos a ver vuestras cabezas colgando de un palo.
Rebecca le besó en la mejilla.
—Lo que sí vas a ver es a unos cuantos arrodillados a mis pies cuando descubran que la Serenissima tiene un nuevo maestro de música.
—Ya.
Jacopo hubiera querido contestarle a su hermana, pero no pudo hacerlo. Y al mirarme supe qué hubiera dicho.