Manzini ya no responde a mis cartas y me temo, hermana querida, que debemos esperar lo peor: o ha escapado con el poco dinero que quedaba en la hacienda, que sospecho es lo que debe haber ocurrido, descubierto la ausencia de este y prefiere no perder el tiempo con quienes sabe que nunca pagarán sus facturas. Espero que la noticia no te sobresalte. Yo hace tiempo que me lo esperaba y he intentado prepararte para ello. Sólo nos tenemos a nosotros mismos en este mundo, y toda la herencia que nos dejaron nuestros padres son su cualidades y su educación, ambas superiores a cualquier cantidad de oro que pudiera legarse en un testamento.
Espero que hayas encontrado comida más adecuada a nuestras costumbres que los platos tan fuertes de los que me hablas. Crecimos con la típica dieta del Véneto (potaje de polenta y carne), y no estamos acostumbrados a una cocina tan especiada y a unos vegetales desconocidos más propios de un mercado marroquí. No me sorprende que tu estómago se queje de vez en cuando.
Ahora voy a contarte algo que te animará. Gobbo no ha podido consumar su venganza contra Rousseau y me avergüenza confesar que he sido testigo ocular de su fracaso. Pero antes he de advertirte algo: esta historia tiene partes algo escabrosas, igual que aquellas aventuras que nos contaba el disoluto Pietro cuando creía que papá no estaba escuchando. Si quieres mantenerte incólume en cuerpo y alma, te aconsejo que no sigas leyendo y que guardes esta carta en el cajón más alto de tu cómoda.
¡Ajá! Presiento que te ha podido la curiosidad y que mi lectora no me ha abandonado. Estupendo…
Tras nuestro viaje a Torcello, la corte de Delapole ha adquirido el gusto por la música, básicamente porque el propio Delapole ha anunciado que será esa musa la que capte toda su atención a partir de ahora. El tío Leo, para sorpresa mía, no se ha sobresaltado demasiado. La Casa de Scacchi lo mismo imprime una lacrimógena balada, una ópera completa, que tira copias de Shakespeare o disertaciones sobre el origen de los rinocerontes. Tras haberse convencido de que Delapole nunca escribirá su obra maestra (los ricos tienen mucho tiempo, pero poca inclinación a estropearlo trabajando), el tío Leo debe suponer que puede convencerle de que corra con los gastos de la publicación de algún opus desconocido para disfrutar después de la gloria del reconocimiento general.
Y en este sentido es en el que se me ocurrió gastarles una pequeña broma. Anoche fingí haber encontrado la partitura de Rebecca envuelta en papel, como si se tratara de un niño abandonado, a las puertas de Ca’ Scacchi. Junto a ella dije que había una nota anónima en la que se afirmaba que aquella composición era de un músico anónimo obligado por necesidad a dedicarse a otra profesión que quería someter al buen juicio de la Casa de Scacchi si su obra era digna de ser escuchada por el público. Si al tío Leo le parecía que sí, le invitaba a iniciar la publicación de la obra, corriendo, él mismo con los gastos, eso sí, (lo cual era una sugerencia para que hablase con Delapole) y a que organizase un concierto. Si los ciudadanos de Venecia estaban de acuerdo y juzgaban que el trabajo tenía algún mérito, el compositor prometía darse a conocer y apelar a su generosidad para el futuro de su carrera, tras lo cual le devolvería a su patrocinador el doble de lo gastado, además de otorgarle los derechos de cualquier otro trabajo futuro que fuera a publicar.
El tío leyó la nota y con una cruda maldición la tiró a un rincón. Por supuesto la recuperaré en cuanto me sea posible y tocaré unas cuantas notas a ver si consigo abrirle el apetito. Yo la he oído interpretada por su creadora y es magnífica, créeme.
Gobbo volvió de Cremona con un instrumento bajo el brazo. Es un violín horroroso pero robusto, la clase de instrumento que esperas ver bajo la barbilla de un granjero, y no junto a la dama más encantadora de toda Venecia. A ambos lados tiene una marca de savia que discurre en paralelo al diapasón y que es, según Gobbo, una característica muy buscada en los instrumentos de Guarneri.
Su iniciación tuvo lugar en un concierto vespertino en La Pietà. Rebecca ha adquirido la suficiente confianza en sí misma para acudir u estos eventos sola, y en esta ocasión en particular se las arregló para entrar y salir de la iglesia sin que ninguno de nosotros la viéramos, pero su presencia fue inconfundible. En el programa de Vivaldi (ojalá se ciñera a lo de antes en lugar de obligarnos a tragar estas nuevas mediocridades), la música de su nuevo instrumento sobresalía por encima de las demás como si fuera una llamada de trompeta, lo que no puedo decirte es si Delapole lo percibió. Gobbo nos había informado con anterioridad de sus planes, y la mente del inglés estaba puesta en otros asuntos.
Gobbo sabía que Rebecca y yo nos traíamos algo entre manos. Es un rufián muy listo, aunque no podría nunca sospechar hasta qué punto alcanza nuestro engaño. En cualquier caso, no cesó de hacerme preguntas sobre la iglesia, su trazado y lo que ocurre antes, durante y después de los conciertos. Cuando le conté lo que pude, se puso manos a la obra.
Al finalizar el concierto, después de que el director y las intérpretes se hubieran marchado, salimos nosotros, pero antes Delapole se hizo a un lado con Rousseau para darle la buena nueva.
—Señor —supongo que le dijo, porque yo no oí la conversación—, he recibido un billete y un regalo para usted de alguien que desea volver a verle.
—No sé de qué me habla, señor Delapole.
—Se trata de una de las damas que tocaron para nosotros en la excursión a Torcello. Una de ellas me ha comunicado que le encuentra a usted de su agrado, y que se sentiría honrada de que la esperase aquí. Entiendo que su presencia aquí al otro lado de la celosía que la mantiene oculta en la iglesia, le resulta… estimulante.
El francés lo mira boquiabierto.
—¿Puede ser cierto? ¿De cuál de ellas se trata?
—No lo sé —contesta Delapole, encogiéndose de hombros—. La misiva no venía firmada. Sólo la acompañaba esto…
Del interior de la chaqueta saca una liga de seda perfumada con una exquisita fragancia oriental que a punto está de desmayar a Rousseau.
—Vamos, vamos… —le anima Delapole con una palmada en el hombro—. Esto es prueba de que se trata de una dama apasionada. Pero supongo que para un parisino eso no es nuevo.
—Eh… no, por supuesto —balbucea.
—Va a tener más trato carnal en una semana que muchos de nosotros en toda una vida. Me pregunto si no llegará usted a poblar el mundo entero con el fruto de su concupiscencia.
—Oh…
En este punto, supongo que Rousseau comprende lo que implican las palabras de Delapole. Aquel encuentro no iba a ser un leve flirteo tomando café.
—¿Aquí? ¿En la iglesia? —se sobresalta.
—Un lugar tan bueno como cualquier otro. Al fin y a la postre, un acto de amor es un acto de Dios, ¿no? Y si Dios lo ve todo, lo verá tanto si tiene lugar en su casa como si ocurre en una mancebía. Además, en mi limitada experiencia con las mujeres, he comprobado que el uso de un emplazamiento poco habitual puede provocar en ellas extremos de deseo que no se consiguen bajo las sábanas. Puedo estar equivocado, desde luego…
—De ningún modo. Ha dado en el clavo, mi querido amigo.
—En ese caso, es usted el hombre más afortunado de la tierra, porque si esta mujer ha quedado tan fascinada por su persona en un lugar público como es un esquife en la laguna, será capaz de arrancarle la ropa en la casa de Dios, tan sólo a unos metros de las hordas de paseantes que salen a esas horas.
Imagínate a un lirón chillando cuando un crío le tira de la cola. Ese es el sonido que emitió en aquel momento el señor Rousseau.
—Buena suerte —le dice Delapole estrechándole la mano.
—¿Se marcha?
Delapole se ríe.
—¿Qué clase de hombre se cree que soy? Me ha parecido oír un ruido detrás de aquellos bancos.
Rápidamente camina hacia la puerta en la iglesia casi a oscuras, ya que apenas tiene más que las ventanas del techo, y da un golpe a la vieja puerta de madera antes de unirse de puntillas al resto del grupo que aguarda oculto en las sombras bajo el gran púlpito que sobresale en la nave como la proa de un barco.
Intentamos no reír. Rousseau permanece de pie en el débil círculo de luz que entra por la roseta de uno de los muros, temblando con cada ruido que oye detrás de la celosía.
—Monsieur… —lo llama una voz en falsete y tengo que morderme la mano para no soltar una carcajada. Hay una forma que sale de la oscuridad. Va vestida con lo que parece seda brillante y barata de color azul. Un velo le cubre la cabeza. Como yo sé que es Gobbo, distingo su forma inmediatamente, pero con el rostro medio oculto bajo el velo y su silueta apenas asomando a la mínima claridad, podría pasar perfectamente por una de las mujeres que habían tocado en el barco.
—Mademoiselle —responde tembloroso el amante—. Acabo de recibir su nota, y no sé qué decir.
La figura da un paso hacia delante, extiende un brazo (cubierto también de seda azul, gracias a Dios, ya que Gobbo es bastante velludo) y con un dedo le indica que se acerque.
—¿Qué le hace pensar que le he invitado a venir para hablar, señor? Las palabras están bien, pero los hechos aún mejor. Tengo entendido que mi mensaje le suscitó ciertas… imágenes, pero puede que lo haya comprendido mal. ¿Acaso no me encuentra atractiva?
—Todo lo contrario —contestó, acercándose—. Su talento, su presencia… todo ello me lleva al más puro éxtasis.
A esas alturas, casi me había arrancado un pedazo de la mano de tanto intentar ahogar la risa, y a los demás no les iba mucho mejor. Incluso el tío Leo tenía llorosos los ojos y había tal movimiento de hombros, tantos hipidos de risa y revuelo general que no sé cómo Rousseau no nos oía. Seguramente porque tenía el pensamiento en otros asuntos.
—¿Puro éxtasis dice, mi señor? He oído que los franceses son tan hábiles que pueden hacernos alcanzar el mismo paraíso. Nada parecido a lo que los venecianos son capaces de hacer.
Rousseau respiró hondo.
—Nada me complacería más que ver tu rostro, ángel mío. Me destroza imaginar la belleza que ese velo debe ocultar.
—¡Señor! —le reprendió—. Ustedes tienen sus costumbres y nosotros las nuestras. En Venecia ninguna mujer revela su identidad a un hombre antes de consumar la unión. ¿Y si descubriéramos que la pareja no es de nuestro agrado? De este modo podemos cometer un error y olvidarlo después.
—Comprendo.
—Entonces, acérquese.
Contuvimos la respiración mientras ambos se acercaban. Gobbo se mantenía en una penumbra algo más clara para que pudiéramos ver lo que ocurría.
Rousseau se arrodilló.
—¿Qué quiere que haga, mademoiselle?
—Pues… besarme. ¿Qué otra cosa puedo querer?
Se levantó y frunciendo los labios intentó abrazarla por la cintura.
—¡Monsieur! —exclamó—. ¿Qué modales son estos? En Venecia, un hombre jamás besa a una dama en los labios antes de haber sellado su unión física. ¿Acaso no es lo mismo en París? Porque la verdad es que lo encuentro bastante desagradable.
—¡No, no! Lo que ocurre es que no estoy familiarizado con sus costumbres. ¿Qué quiere que haga?
—Pues lo que cualquier caballero veneciano haría en estas circunstancias —replicó, fingiéndose indignada—: Buscar bajo mis faldas el lugar por el que los dos vamos a unirnos y besarlo como prueba de devoción.
Rousseau parecía dudar.
—¿Esa es la costumbre en Venecia?
—En todo el mundo excepto en Francia, diría yo. Satisfaré su galo y desmesurado apetito cuando hayamos concluido con la etiqueta, señor, pero las cosas han de hacerse como han de hacerse.
—Así será.
Y volvió a arrodillarse para desaparecer bajo las faldas de Gobbo.
Lo que ocurrió después no puedo recordarlo con claridad. Hubo tantos incidentes en tan poco tiempo que no sé quién gritó primero: Rousseau al alcanzar su objetivo bajo el vestido de Gobbo en busca del gozo y encontrando el horror, aquellos de nosotros que no podíamos soportarlo más y necesitábamos soltar la risa si no queríamos que los pulmones nos explotaran, o el padre Antonio Vivaldi que en aquel momento entró en La Pietà, en busca quizás de alguna partitura olvidada y que se encontró con aquella escena de commedia dell’arte.
Gobbo, con su talento para la improvisación, fue el primero en reaccionar: dio un paso manteniendo la cabeza de Rousseau bajo su vestido para dejar que Vivaldi se hartara de gritar hasta quedar ronco.
—¡Fuera de aquí, escoria! —aulló, jadeando como un ciervo tras la persecución—. ¡Salid de esta iglesia antes de que llame a la guardia y os saquen a latigazos!
Gobbo se levantó la falda y Rousseau apareció acurrucado debajo con la cara cerca de lo que sólo puedo describir como el órgano que nunca debería verse en público y mucho menos en un lugar sagrado.
—¡Pero Padre! —rugió Gobbo con su voz de tenor—. ¡Tenga piedad! ¡El gabacho no ha terminado de jugar con mi pequeñín!
El resto fue sólo confusión y caos. Echamos a correr, Rousseau hacia el este en dirección al Arsenal y los demás nos atropellamos unos a otros como un rebaño de patos y corriendo en todas direcciones, muertos de risa, sin aliento y torturados, en mi caso, por un ataque de hipo bien merecido. Creo que dice mucho de Venecia el hecho de que un sirviente de veinte años e insuperable fealdad pudiera salir corriendo por sus calles vestido de mujer y riendo a carcajadas sin que nadie se volviera a mirar.
Al día siguiente nos enteramos de que Rousseau había hecho las maletas y se había vuelto a París jurando vengarse de Venecia a la que supongo que ahora debe considerar la antesala del infierno. He de confesar que durante su estancia en la ciudad intentamos congraciarnos con él, pero nos lo puso bastante difícil.
Puesto que el tío Leo estaba de bastante buen humor cuando volvimos a casa, bajé al sótano, abrí la partitura de Rebecca y esforzándome todo lo posible intenté tocarla. Aun con mis limitaciones de músico aficionado, la intensidad de la pieza es sorprendente. Tiene la fuerza y la fluidez de Vivaldi, y utiliza su técnica del ritornello, que consiste en repetir el mismo tema pero con infinitas variaciones, algunas lentas, otras a la velocidad del mismo diablo.
Nuestro tío, siempre astuto, es de la misma opinión y creo que anda maquinando algo, lo cual espero nos depare gratas consecuencias.