La venda

Eran las diez de la mañana y estaban sentados en una mesa junto a la ventana del café Florian, Scacchi, Daniel y el pobre Fabozzi, mudo y aturdido, esperando todos a Massiter. El día estaba encapotado y gris. Al otro lado del cristal, los turistas se fotografiaban bajo montones de palomas que acudían zureando a su llamada, ahogando la voz del dueño del tenderete de recuerdos que voceaba sus mercancías.

Daniel prefería el macchiato de Laura. Además, los precios de la lista que había sobre la mesa eran tan desorbitados que resultaba imposible tomar un solo sorbo de café sin pensar cuánto estaba costando.

Fabozzi parecía reacio a hablar sin estar su jefe delante, y tras casi unos cinco minutos de incómodo silencio llegó el inglés resoplando y jadeando, disculpándose por la tardanza. Vestía pantalón azul marino y camisa azul celeste y su rostro, a la áspera luz artificial del café, parecía mayor.

—El canal apesta —dijo tras pedir un espresso largo y unas galletas—. No me explico cómo hay gente que puede vivir aquí todo el año con una cloaca abierta bajo las narices.

Un grupo de norteamericanas cincuentonas sentadas a la mesa de al lado, se volvieron a mirar y él les dedicó una almibarada sonrisa.

—¡Bobadas! —contestó Scacchi—. Ese mal olor es reciente y artificial, y proviene de las fábricas de tierra firme que no dejan de soltar inmundicias ni de día ni de noche. El Gran Canal hace mucho tiempo que dejó de ser nuestra Cloaca Maxima y tú lo sabes.

Massiter mojó un trozo de galleta en el café.

—Una vez le vendí una estatua de Cloacina a un productor de Hollywood —les contó—. Un cuarto de millón de dólares le saqué. Le dije que era la diosa de los arroyos de montaña.

Scacchi se echó a reír.

—¿Cambiaste arroyos por cloacas?

—A veces en este negocio hay que ser muy selectivo con la información que se proporciona.

—Además, es cierto que era una deidad. ¿Acaso no te acuerdas de aquella antigua oración romana?

Respiró hondo y comenzó a recitar con voz profunda y fuerte:

Hermosa Cloacina,
diosa de este lugar.

Sé benévola con aquellos
que aquí venimos a orar.

Y haz que mi ofrenda sea
coherente pero suave.

Ni rápida hasta ser grosera,
ni lenta que desgarre.

Scacchi apuró lo que le quedaba de café en la taza y añadió en voz baja:

—Precisamente eso ha perdido últimamente su regularidad.

Las norteamericanas se marcharon.

—Vaya por Dios —replicó Massiter—. Debes revisar tus hábitos alimenticios.

Scacchi lo miró desabrido, como si ambos supieran lo poco acertado que era el consejo.

Fabozzi, que había estado oyendo todo aquello sin ocultar su incredulidad, sacó un manuscrito de su pequeño maletín de piel y lo dejó sobre la mesa.

—Caballeros, ¿hablamos de asuntos serios? Llevo dos días trabajando en la escuela sobre esta partitura nueva y sigo sin tener la obra completa. ¿Alguien podría decirme cuándo voy a disponer de ella, y qué debo hacer cuando llegue?

Todos miraron a Daniel. Se había acostumbrado enseguida a trabajar con el ordenador que Paul le había proporcionado y seguía transcribiendo el original en las distintas partes que una orquesta podía utilizar, pero el trabajo era lento y agotador, de modo que sólo era capaz de trabajar cuatro horas seguidas al día y le resultaba imposible continuar hasta que la marea de notas y de voces no se retiraba de su cabeza.

—La tendrá seguramente a finales de esta semana —le dijo.

—¿Seguramente?

—Se lo garantizo. Pero antes, es imposible.

El director frunció el ceño.

—Si me permiten el comentario, esta situación resulta muy extraña, Massiter. Se me contrató para dirigir una escuela de verano con el programa habitual, y cuando ya hemos empezado cambia de idea y me hace trabajar sobre algo que no he visto en mi vida y que ni siquiera está terminado.

—Por supuesto que lo está —respondió Massiter, dándole una palmada a Daniel en el brazo—. Lo que pasa es que en su mayor parte está en la cabeza de este genio que tenemos aquí, o garabateada en un papel que sólo él es capaz de comprender. Te la va dando por partes según la va escribiendo, Fabozzi. Y lo que te damos es bueno, ¿no te parece?

—¡Más que bueno! Son maravillosas. ¿Pero cómo juzgar algo que no se ha visto nunca? ¿Por qué no envía el manuscrito original a los copistas? Nos ahorraríamos mucho tiempo.

Scacchi y Massiter se miraron.

—Una sugerencia muy razonable —reconoció Scacchi—. Sin embargo, dispone ya de un movimiento completo para cada instrumento y algo del segundo, así que no debería preocuparse por el resto. Daniel nos ha expresado su deseo de escribir personalmente la partitura de cada instrumento, de modo que ¿para qué enviar su trabajo a los copistas y luego tener que revisarlo nota por nota?

El director hizo una mueca de disgusto. Menos mal que al ingenio de Scacchi se le había ocurrido semejante explicación. Él no habría sido capaz de mentir tan convincentemente.

—Es difícil para mí hablar de este asunto teniendo al compositor aquí sentado, observándome.

—Podría ser peor —intervino Massiter—. Podría estar tocando.

Daniel se había negado a hacerlo. Estaba demasiado ocupado con el manuscrito y además, había interpretado para sí mismo el concierto y había partes para las que no se sentía capacitado.

—¡Mírale! —exclamó Fabozzi—. No dice nada. ¿Cómo voy a saber si lo estoy haciendo bien o mal?

Daniel respiró hondo. Se había preparado para una pregunta así.

—Fabozzi, he escuchado lo que ha hecho hasta ahora y me ha parecido un trabajo tan magnífico que no tengo nada que decir. Yo me he llevado una sorpresa tan grande como usted con este asunto. Vine aquí para catalogar una biblioteca y en lugar de eso y por pura casualidad, el señor Massiter oye una de mis composiciones de aficionado y decide presentarla en la escuela. A lo mejor lo que debería haber hecho es negarme… incluso ahora mismo podría hacerlo.

—¡De ninguna manera! —explotó Fabozzi, que había palidecido.

Daniel era consciente de que las alabanzas que pudiera recibir el concierto no serían sólo para él. Fabozzi, a pesar de sus protestas, también sería beneficiario de su éxito.

—Confieso que tu reacción me deja anonadado, amigo —intervino Massiter—. Tienes en la mano una pieza de gran valor y vas a ser el primero en el mundo en dirigirla. ¿Acaso el compositor se comporta como una prima donna y te grita desde el escenario? ¿Critica cada nota, cada silencio, cada frase? ¡Pues no! Se limitaba escuchar pacientemente y a aplaudir al final. ¿Qué es lo que quieres? ¿Acaso deseas que el joven Daniel interprete el papel al que tiene todo el derecho del mundo?

—¡No! ¡No! —Daniel sentía lástima por aquel hombrecillo. No era una situación fácil—. Sólo querría que me indicase cuál es la dirección y el objetivo de su trabajo.

Daniel sonrió.

—Se lo explicaré. He intentado imaginar la clase de música que se debía oír en La Pietà alrededor de 1730 si Vivaldi hubiera tenido un hijo o algún alumno aventajado. Espero que haya podido oírle a él en mi música, y a Corelli también, pero con cierta evolución desde el barroco hacia lo clásico. En mi imaginación es…

Hizo una pausa. Había preparado una pequeña descripción de la pieza, sabiendo que en algún momento tendría que enfrentarse a una pregunta como esa. Pero después de haber pasado horas transcribiendo todas las partes del concierto y escuchando sus notas en la cabeza, podía dar más detalles.

—En mi imaginación es como si alguien hubiera presenciado el linai de una era y el comienzo de otra. Era el momento en que se iniciaba el declive de la República, así que me imagino como quizás un joven estudiante que trabaja para Vivaldi, que aprende de él y que contemplando el declive que sobreviene a su alrededor incluye algunas opiniones personales en su trabajo. En él encontrará amor y admiración, y a veces la rabia y la impaciencia de la juventud.

Scacchi y Massiter tenían idéntica expresión de admiración.

—Bueno, no se puede pedir más, ¿no?

—No —contestó Fabozzi con sinceridad—. Al menos es algo en lo que basarse. Me complace participar en tu trabajo, Daniel. Lo que ocurre es que utilizas un método un tanto inusual.

—Soy hombre de pocas palabras, pero eso no quiere decir que lo que usted está haciendo no me guste. Más bien al contrario. Su interpretación hace que mi música suene mejor de lo que yo nunca había imaginado.

El director sonrió complacido.

—Entonces, asunto arreglado. Sigue con tu trabajo, amigo —le dijo Massiter—, que el tiempo vuela y soy yo quien paga las facturas. Quiero que ese concierto sea el mayor éxito de la temporada.

—Está bien —respondió Fabozzi.

No era mucho, pero sí más de lo que esperaba, así que se levantó y abriéndose paso entre los turistas que había en el café, salió a la plaza para llegar andando a La Pietà.

—Has estado genial —le felicitó Massiter—. Recuerda todo lo que has dicho hoy el día que la prensa empiece a hacerte preguntas. Yo ya he empezado a tocar algunas teclas, que la nuestra es una historia interesante en una época escasa de noticias como es el verano. Creo que podríamos llamarte el nuevo Vivaldi. El New York Times querrá hablar contigo dentro de nada, y The Times y Corriere della Sera también. Pero eso será la semana que viene, y no tiene sentido vender la piel del lobo antes de cazarlo, ¿no os parece?

A Daniel no le hizo demasiada gracia la idea.

—No creo que periódicos como ese puedan estar interesados.

—Si hacemos el ruido suficiente, lo estarán. Un poquito de publicidad, de exageración… unos cuantos focos y un par de noches en el hotel adecuado, y se volverán locos. Tú sólo diles lo que acabas de decirle a Fabozzi, pero un poco más elaborado y no con tanta franqueza, por favor. La simplicidad no te conducirá a nada con la gente de la prensa. Pensarían que eres un ignorante.

—Estoy de acuerdo. Lo harás bien —añadió Scacchi—. Has resultado muy convincente.

Daniel lo miró fijamente.

—Es que estaba convencido de lo que decía.

El trabajo había ido creciendo en su interior a medida que lo iba transcribiendo de sus viejas páginas a la pantalla del ordenador, nota a nota, de tal modo que había partes de él que se le habían quedado grabadas en la memoria.

—Lo que acabo de decir es lo que creo que ocurrió. Ese me parece que es su origen. Sin embargo… hay algo más en él. Algo… extranjero quizás. Pero aún no he podido identificarlo.

—Ya lo harás —contestó Massiter.

—Sí, pero no recuerdo haber accedido a dar un espectáculo público hablando con la prensa. Quiero tener una vida tranquila cuando todo esto acabe.

Massiter se quedó de pronto muy serio.

—Eso iba implícito en nuestro acuerdo, Daniel. Dejé muy claro que, por el bien de todos nosotros, debemos sacar todo el partido posible. Yo perderé dinero durante años. Puede que incluso siempre.

—Estamos hablando de una obra de arte —respondió Daniel, que de pronto se había visto asaltado por una ola de desprecio hacia Hugo Massiter, con su absurda forma de vestir y su presunción—, y no de una chuchería que comprar y vender en el Rialto.

Massiter lo miró en silencio durante casi un minuto con una expresión que seguramente pretendía inspirar miedo.

—Supongo que estarás disfrutando de tu dinero, Scacchi —dijo.

—Del dinero siempre se disfruta —contestó este con cautela.

—Pues habla con tu chico. Hay una deuda pendiente, y lo que he comprado es mío. No lo dudéis.