Todo son complicaciones. Antes de que llegue la primera noche de concierto en la que poner a prueba nuestro plan, nos hemos visto inmersos en un embrollo obra de mi tío. Su relación con Delapole continúa y por ello ha decidido que nos unamos al inglés en una jornada marítima cruzando la laguna hasta Torcello junto a un pequeño grupo de músicas de La Pietà, entre ellas Rebecca, para que nos proporcionen entretenimiento.
Menuda recua: Delapole sonriendo benevolente y repartiendo dinero a diestro y siniestro, a las músicas, a los marineros y a todo el mundo excepto al tío Leo; Gobbo vestido con sus mejores galas que le hacían parecer el babuino de un payaso, y Rousseau mariposeando intentando pescar algún trabajo.
Rebecca, sin su pañuelo rojo, había reunido el valor suficiente para llegar sola hasta el muelle, donde se reunió con otras tres intérpretes femeninas, que por cierto eran chicas corrientes a las que no parecía darles mucho la luz del día. Al llegar me miró un instante antes de desviar la mirada hacia las aguas. Mejor que nadie sospechara que nos conocíamos.
El calor del verano cedió en cuanto nuestro esquife dejó atrás la plaza de San Marcos y hendió las aguas de la laguna. El aire era nítido y transparente aquella mañana. Al oeste quedaban las montañas con sus cumbres aún cubiertas de nieve, al norte Torcello, y al este el plano azul y bajo del Adriático, sin apenas una onda que desfigure su superficie, como si dormitase también él en la quietud de la tarde.
Las jóvenes empezaron a tocar composiciones menores de Vivaldi en cuanto nos apartamos del pequeño embarcadero de Ca’ Dario, aunque no acierto a decir por qué, ya que prácticamente todo el mundo que viajaba en el barco iba hablando sin prestar atención a su música, casi como si fueran mera decoración. Al bueno del cura le habría dado un ataque de presenciar tal cosa.
Nuestro esquife continuó avanzando en la laguna y la ciudad fue perdiéndose en la distancia. La pequeña orquesta seguía tocando, el vino tinto del Véneto corría generosamente y los presentes fueron recostándose perezosamente en los cojines dispuestos en la popa. Delapole no apartaba ni un instante la mirada de las mujeres, particularmente de Rebecca. Al fin y al cabo era nuestra única compañía femenina. La verdad es que me sorprende que el inglés, un tipo joven, guapo y agradable, no tenga amante conocida. O a lo mejor sí la tiene pero prefiere mantenerla oculta. También podría ser que guardase celosamente un secreto similar al de Edipo. Pero he de decir que no era el único que apenas pestañeaba. El tío Leo también admiraba sin descanso a las jóvenes, especialmente a Rebecca, a quien diría que contemplaba con cierta lascivia.
Alrededor de las tres embocamos el estrecho canal que conduce al centro de la isla y el capitán puso proa a la torre de la iglesia. Torcello era la capital de la laguna antes de serlo Venecia pero perdió su capitalidad por la naturaleza perniciosa de sus pantanos. En la actualidad sólo un puñado de campesinos y unos cuantos clérigos envejecidos viven aquí, y todos ellos intentan arrancar a los visitantes cuantos ducados les sean posibles.
Desembarcamos cerca de la basílica y todos juntos inspeccionamos el lugar. Rebecca, vestida como iba de gentil, entró con los demás pero no permaneció mucho tiempo en el interior del templo, y creo comprender por qué. La pared occidental de la basílica está adornada con un vasto mosaico que representa el día del Juicio Final y que sin duda debe inspirar temor a los habitantes de Torcello. Varios demonios mal encarados empujan a los pecadores a los infiernos, además de a unos cuantos individuos representantes de las razas de la tierra que no son blancos y de rasgos cristianos. Le bastó con ver a todos aquellos sarracenos y moros que encaraban el castigo por tan sólo haber nacido en otro lugar para excusarse y salir. Yo dejé pasar un tiempo y salí tras ella. Me la encontré sentada en una especie de trono gigante de piedra, en el que había podido acomodarse tras darle una moneda a una mujerzuela del lugar en pago por aquel dudoso privilegio.
—¿Sabes lo que es esto, Lorenzo?
—Un pedazo de piedra de la época de los romanos, como casi todo lo que hay por aquí.
—No seas tan cínico. Aquella buena señora me ha dicho que fue nada menos que el trono de Atila.
—Ah. Y yo que pensaba que el bueno de Atila no había podido conquistar Italia.
—A lo mejor fue botín de guerra.
Se la veía tan ilusionada que no tuve valor para decirle que aquello no era más que un trozo de piedra que habían colocado allí para embaucar a los turistas.
—Quién sabe.
—¡Ja! —exclamó, levantando un brazo en el aire—. ¡La fuerza de esta piedra es contagiosa! ¡Cuida tu lengua, esclavo! ¡Soy el amo de cuanto hay entre el Caspio y el Báltico! ¡Me llaman señor desde Mongolia a Constantinopla!
—Lo que os llaman es Azote de Dios.
—¡El espíritu de Atila me corre por las venas! ¡Soy su reencarnación misma! ¡Arrodíllate ante tu amo, villano! ¿Acaso no soy yo el dueño de tu alma?
Sonriendo como un bobo, clavé una rodilla en el suelo.
—Desde luego, señora mía. ¿O he de llamaros señor? Pero permítame hacerle una pregunta: si no acepta la existencia de Dios, ¿cómo va a creer en la reencarnación?
—¡Gusano insolente! ¿Tan débil consideras el espíritu humano como para que no pueda dejar su impronta de generación en generación sin la ayuda del cielo? Somos lo que el tiempo destila de todos aquellos que nos han precedido, hombres y mujeres. Respiramos a nuestros ancestros en cada aliento. Yo tengo el temperamento del César, la energía del Huno, y a veces el vocabulario de una verdulera rusa. ¡Cuida tus modales, canalla! ¡Te va en ello la vida!
—¿Y de quién tienes la cara?
Rebecca tuvo que pensar.
—Pues… no sé. ¿Tú qué crees?
—De Helena de Troya —contesté sin pensar.
Ella me miró como si hubiera arruinado el juego. ¡Ay, hermanilla querida…! Algún día tendré que reunir el valor suficiente para poner en palabras los sentimientos que alberga mi corazón.
No sé cómo marchan tus asuntos del corazón, hermana. En las cortas misivas que me envías y que pretendes hacer pasar por cartas no hablas de ello, y no sé si desearte que padezcas esta exquisita tortura o que tu existencia discurra por el cauce de una vida más razonable y tranquila.
—Ya vienen, Lorenzo.
El grupo había salido de la basílica y se dirigía de vuelta al esquife, con Rousseau parloteando sin parar como un canario, con un dedo índice largo y delgado cortando el aire.
—Vámonos.
Debió percibir el tono quejumbroso de mi voz porque con cuidado de que nadie la viera, acarició suavemente mi mejilla.
—No desesperes, Lorenzo, que pronto podremos aventurarnos en la ciudad como ladrones en la noche. Este no es momento de desfallecer. Además… —se irguió como una emperatriz romana que contemplara su imperio—, he ocupado el trono de Atila, así que la fortuna está de nuestro lado. ¡Somos invencibles!
Escribo estas palabras sin saber si alguien las leerá: dudo que vuelva a ver a Rebecca tan magnífica como la vi aquella mañana en Torcello, delante de la torre dorada de la basílica y de los tejados sonrosados de la isla, con los brazos cruzados sobre el pecho, brillándole la determinación en los ojos. Parecía una diosa. Y yo podría haberme arrojado a sus pies y rogarle que me concediera su mano. Pero me limité a mirar inquieto al grupo que llegaba junto al barco y que empezaba a notar nuestra ausencia.
—Debemos irnos, Rebecca —dije con una nota de angustia que me habría gustado poder evitar.
En lo de la buena fortuna no se equivocaba. Tocaron para nosotros casi todo el camino de vuelta y Rebecca se sumergió de tal modo en su música, arrancándole al pedazo de madera que tenía en las manos unos sonidos que en justicia nunca debería poder emitir un instrumento tan tosco y tan malo. Poco a poco el grupo de Delapole, que había bebido considerablemente, comenzó a darse cuenta de que algo ocurría. La charla cesó. Incluso Rousseau guardó silencio, y mientras nuestro esquife zigzagueaba en busca de la brisa que acariciaba la laguna y el sol hecho una bola ardiente comenzaba a rozar las cumbres de las montañas del oeste, todos escucharon, por fin, la música.
Cuando dejamos atrás el baluarte del arsenal, del que pasamos tan cerca que incluso vimos el fuego de los trabajadores que tras sus puertas construían barcos de guerra para la República, las otras chicas le susurraron algo a Rebecca al oído. Ella, con suma modestia, adelantó su silla un poco y cuando pasábamos frente a La Pietà interpretó aquellos mismos ejercicios y études que yo le escuché en su presentación ante Vivaldi.
El virtuosismo y la fuerza de su interpretación nos dejó a todos boquiabiertos. Pasamos de largo La Salute y vi salir de la iglesia a un «lira» que se acercó al borde del muelle para intentar escuchar la tempestad de sonidos que nos envolvía a aquellos afortunados que navegábamos en el esquife. Incluso el tío Leo parecía conmovido, aunque reparé en que, mientras el resto estábamos embrujados por su arte, el tío estaba absorto en el rostro de Rebecca. Había bebido más que ninguno y el licor no le vuelve precisamente más agradable.
Dejó de tocar cuando llegamos frente al amarre de Ca’ Dario. Quizás fuese mi imaginación, pero oí tal torrente de aplausos y vítores que creí que no podía tratarse sólo de quienes viajábamos a bordo, sino también de las demás góndolas del canal, de las ventanas de los palacios, de las calles y los muelles, y me sentí orgulloso e inquieto al mismo tiempo.
Delapole se levantó en la popa del barco y tambaleándose un poco le estrechó la mano.
—Es usted la maravilla del día. Ya ni me acuerdo de los mosaicos de la catedral. Lo único que tengo en la cabeza es su música. ¿Cómo se llama, señorita?
—Rebecca Guillaume. Y gracias, señor.
Me miró y me di cuenta de que ella también había reconocido el peligro potencial de la situación. El día se estaba apagando ya, y tendríamos que darnos prisa para llegar al gueto antes de que oscureciera.
Delapole cogió su violín.
—Sé lo suficiente sobre estos instrumentos para darme cuenta de que este madero no es digno de su talento. Dígame Rebecca: si pudiera elegir, ¿qué instrumento escogería?
—Uno que no está muy de moda en estos días, señor. Un Guarneri, pero no un Pietro Guarneri, aunque desde luego son excelentes. Pietro tiene un primo, Giuseppe del Gesù, en Cremona, que construye unos instrumentos bastante grandes que a la gente les parecen feos. Toqué con uno hace tiempo en Ginebra, y tenía la sonoridad más intensa que he oído en ningún violín.
El inglés le dio a Gobbo una palmada en la espalda.
—En ese caso, va usted a hacerle un gran favor a un hombre rico, Rebecca Guillaume. Mañana por la mañana quiero que salgas para Cremona, muchacho. Habla con ese tal Giuseppe y dile que en Venecia tenemos una intérprete que piensa que sus enormes violines son los mejores y se juega la vida en ello.
—¡Señor! —exclamó Rebecca, llevándose las manos a la cara—. No puedo aceptar un regalo de esa categoría. Cuesta más de lo que mi familia gana en todo un año.
—Dinero, dinero… —respondió Delapole, haciendo un gesto vago en el aire con la mano—. ¿Para qué sirve si no se puede malgastar de vez en cuando en el arte y la belleza?
Los ojos del tío Leo ardieron como teas. Seguramente estaba pensando que el dinero que había esperado recibir por su edición se iba a esfumar por el violín de Rebecca.
—No —contestó ella con firmeza—. No estaría bien.
—En ese caso, haré que te lo lleven a tu casa directamente, y si quieres podrás ponerlo de adorno sobre la chimenea. Venid, hemos de celebrar este momento. ¡Bebamos y tomemos un refrigerio! Rousseau, quiero que nos cantes una hermosa serenata parisina.
La miré entonces fijamente. El sol había empezado a ocultarse detrás de San Marcos, y tendríamos que correr para llegar a tiempo al gueto.
Aunque con gran dificultad, consiguió desembarazarse del grupo. Todos, excepto Gobbo, estaban ya prácticamente borrachos, y este no lo estaba porque no dejaba de maldecir el encargo que tendría que acometer a la mañana siguiente. Antes de marcharnos, Rebecca se acercó a él para darle una última instrucción:
—Hay muchas falsificaciones en Génova. Asegúrese de que trata directamente con Giuseppe y que el instrumento que compra lleva su nombre en él. Debe llevar impresas las letras IHS y la inscripción Joseph Guartnerius fecit Cremone, anno… y la fecha de construcción.
—¿Algo más? —respondió Gobbo con una sonrisa cargada de malicia—. ¿Algún vestido, o un perfume quizás? Estoy seguro de que sabría bien cómo sacarles partido.
Rebecca tuvo el buen juicio de darle la espalda sin más y juntos salimos, con la mirada vidriosa de Gobbo pegada a la espalda.
Empleé el escaso dinero que me quedaba para buscar una góndola que nos llevase directos a San Marcuola. Después caminamos buen paso hasta Cannaregio donde una vez ya cerca del gueto, ella me agarró por la solapa de la chaqueta y me llevó a una calle estrecha y mal iluminada.
—Lorenzo —susurró, deliciosamente cerca su cara de la mía—, ¡voy a tener un Guarneri! ¡Tendré un instrumento como es debido por primera vez en la vida!
En aquel momento me acordé del trono de Atila y me pregunté si aquella piedra gris no tendría algún poder mágico como en los cuentos.
—Es lo que te mereces. Pero no debes olvidar que ese violín va a ponernos en una situación potencialmente peligrosa, y no sólo a nosotros, sino también a tu hermano. Debemos ser cautos.
—Sí. Y morir de viejos en la cama sin haber intentado alcanzar el cielo ni una sola vez. ¡Vamos, Lorenzo! En este mundo no se consigue nada sin arriesgarse. Pero te prometo que a partir de ahora seré una chica modesta y manejable. Callada y obediente.
Yo me eché a reír.
—Me parece una sabia decisión —contesté, reprimiendo mi deseo de abrazarla.
—Pero me gustaría que el concierto que acabé de componer la semana pasada se publicase y llegara a tocarse, Lorenzo. Yo creo que es bastante bueno. Y Leo podría ser la llave que necesito.
En aquel callejón oscuro y mohoso el mundo entero se puso cabeza abajo, y permaneció así un buen rato.
—¿Un concierto? ¿En qué estás pensando? ¡Descubrirían lo de La Pietà!
—Yo sólo he dicho que me gustaría que mi trabajo se publicase y se tocara, y no que mi nombre apareciera en él. Al menos en un principio.
Luego se acercó a mí y me besó en la mejilla.
—Hay mucho de qué hablar, y mucho que enseñarte. Pero si no pasamos por delante del carcelero ya, todo será imposible.
Y dicho esto, Rebecca Levi, a veces Rebecca Guillaume, pasó a mi lado y salió de nuevo a la calle principal. Incapaz de pensar con claridad (ni sin ella), salí detrás.