La tercera vía

A petición de Daniel se reunieron todos alrededor de la mesa del comedor a las nueve. Laura había llevado pastas y tazas grandes de macchiato para todos, y ella se sentó con su zumo de naranja, obviamente incómoda por alguna razón que Daniel no podía imaginar. Se tomó el café de dos tragos. Estaba empezando a volverse adicto a aquel tipo de café a medio camino entre el corto expresso y el capuccino cargado de leche. Formaba parte de un rápido proceso de asimilación. Incluso a veces se daba cuenta de que empezaba a pensar en italiano.

Les contó lo ocurrido la noche anterior y el ofrecimiento de Massiter, lo que le valió un silbido apreciativo de Scacchi que sonó algo raro al pasar entre los dientes de su dentadura postiza. Aquella mañana estaba particularmente amarillo.

—¿Cómo es que dejaste que fuera ella quien la interpretara? —preguntó Laura—. ¿Es que es mejor que tú?

—Mucho mejor. La mejor violinista de la escuela, según Fabozzi.

—Si la hubieras tocado tú, él no se habría dado cuenta.

—No lo sé.

Daniel no podía discernir si Laura lo estaba criticando o no.

—Quizás habría sido mejor que se lo hubiésemos ofrecido directamente.

Scacchi partió un cruasán en dos y le dio un pequeño mordisco.

—Ha ofrecido una buena cantidad, Laura. Yo había pensado que nos favorecería crear el rumor de que el trabajo existe y así enfrentar a quienes pudieran estar interesados por él, pero Massiter conoce ese mundo mejor que yo. Su lógica parece irrefutable. Además, aun en el caso de que el concierto llegara a alcanzar el éxito, pasarían muchos años antes de que se pudiera reunir la suma que él está dispuesto a poner sobre la mesa en este momento.

Laura abrió los ojos de par en par.

—¡Te está proponiendo un fraude!

—Tu interpretación es un poco corta de miras, Laura. Todos los derechos sobre ese objeto son míos puesto que ha sido encontrado en mi casa. Y entre esos derechos está el de cómo hacer que llegue al mercado.

Ella alzó las manos en señal de rendición y acompañó el gesto con una antigua blasfemia veneciana.

—Por favor, no se te ocurra tan siquiera considerarlo —le rogó a Daniel—. Sé que a ti te parece una gran aventura en la que podemos participar todos, pero lo que Scacchi sugiere es un delito, y tienes que ser consciente de ello.

—No sabía que supieras tanto de leyes —respondió Scacchi, molesto.

Daniel intentó interpretar la expresión de Laura. No era de enfado, sino de preocupación por todos ellos.

—Creo que soy lo bastante mayor para tomar mis propias decisiones —dijo Daniel con la esperanza de calmar los ánimos.

—Eso lo dicen todos los niños —protestó Laura sin dejar de mirarlo.

Scacchi dio unos golpecitos sobre la mesa como si pretendiera poner orden en la reunión.

—Lo único que le estoy pidiendo es una mentirijilla sin importancia.

—Déjate de tonterías, Scacchi —intervino Paul—. Si Daniel pone su nombre en esa partitura, estaremos engañando a la gente, y punto.

—Lo que estaremos haciendo es conseguir que paguen una suma apropiada por una gran obra de arte. ¿Y quién dice que quien la escribió no la dejó ahí para que pudiera enriquecer a quien la encontrase?

—¿Y quién dice que no fue robada?

Scacchi no estaba dispuesto a ceder.

—Eso es irrelevante. Massiter lo ha dejado bien clarito: sin los derechos de autor sobre la composición, el dinero que se puede sacar por ella es calderilla.

Paul suspiró.

—Seguramente. Es cierto que sin esos derechos el concierto no ganaría la cantidad de dinero que él ofrece ni en décadas.

—Exacto —concluyó Scacchi—. Luego todos estamos de acuerdo.

—¿De acuerdo en qué? —preguntó Laura—. Ni siquiera le has preguntado a Daniel qué opina del tema, y has dado por sentado que se va a prestar al engaño.

—Por supuesto tú decides, Daniel, y si aceptas, te trataré con justicia. Digamos… el diez por ciento al final del verano, cuando Massiter haya pagado la segunda parte.

Él negó con la cabeza.

—El quince —le ofreció—. Creo que es razonable.

—¡No quiero su dinero! Ni un céntimo. Ya ha sido bastante generoso conmigo.

Laura elevó al cielo los ojos.

—¡No me digas que vas a hacerlo sólo por gratitud, Daniel! Puede que en parte sí, pero yo estoy convencida de que crees estar interpretando un papel romántico o algo así. Esto no es un cuento de hadas. Lo que Scacchi ha sugerido te convertirá en un delincuente, tanto si te descubren como si no.

—Creo que exageras.

—¿Ah, sí? ¿Qué crees que pensaría tu madre, si estuviera aquí?

Eso había sido un golpe bajo.

—Tú no conociste a mi madre, Laura. No puedes tener ni idea de lo que pensaría.

—Conozco a su hijo, y no sería quien es si no pudiera distinguir entre el bien y el mal. Sé que…

—¡Laura! —gritó Scacchi, enfadado—. Ya basta. Ni siquiera ha dicho aún que vaya a hacerlo.

—No es necesario. Lo veo en su cara.

Scacchi frunció el ceño.

—Todo depende de ti, muchacho. Si hay algo más, dímelo.

Daniel guardó silencio un momento. Tanta emoción, tanta vehemencia en una conversación le eran desconocidas. En su casa en Inglaterra, rara vez se alzaba la voz o se mostraba enfado. Sólo lasitud, y al final, desesperación. Pero así era como él se imaginaba que era el mundo: un lugar lleno de color, vida y cierta incertidumbre sobre lo que el futuro podía deparar.

—No quiero nada, Scacchi. Si lo hago será sólo por servirle de algo.

—¡Daniel! —gritó Laura—. Si firmas con tu nombre ese… supuesto milagro, quedarás como un mentiroso y un estafador antes de que acabe el verano. Te pedirán más, y tú no podrás dárselo.

—Ya he pensado en eso. Diré que el concierto me ha dejado sin ideas y que mejor que componer algo mediocre, prefiero volver a mis estudios y esperar a que vuelva la inspiración. Pero nunca volverá. Dentro de cinco años, seré una promesa que nunca llegó a convertirse en realidad.

—Eso podría funcionar —dijo Paul, animado—. Los talentos precoces no suelen ser capaces de componer más que una o dos piezas de nivel. Es una pena que muchos no sean conscientes de ello.

Laura los miraba con incredulidad.

—Estáis decididos a hacerlo, ¿verdad? No me lo puedo creer. Por lo menos, deberías decirle a Daniel por qué va a montar ese numerito, porque lo que soy yo, no puedo comprenderlo.

—¿Acaso crees que es asunto tuyo? —espetó Scacchi.

—Pues sí, porque todos sois amigos míos.

—Lo hará porque él lo ha decidido así. De hecho, sólo así consentiría yo que lo hiciese. Además, seguiremos manteniendo las distancias. Massiter nunca ha entrado en esta casa y nunca lo hará. Daniel puede ser nuestro intermediario y reunirse con él en otro sitio.

—¿Pero por qué? —preguntó, furiosa—. ¿Para qué necesitas ese dinero? Hasta ahora nos las hemos arreglado perfectamente. ¿Por qué ahora?

Scacchi la miró con frialdad, como si se estuviera preparando para hablar de algo de lo que no quería hablar.

—¿Y bien? —insistió ella.

—Laura —dijo, tras empujar los platos para apartarlos—, llevas mucho tiempo formando parte de esta casa, y precisamente con el paso de ese tiempo he llegado a quererte mucho. Espero que tú también sientas lo mismo. Eres el ancla en la vida menguada que llevamos Paul y yo. Sin ti estaríamos perdidos, y nunca podré agradecértelo bastante.

Cruzó los brazos y ella lo miró como si jamás en la vida hubiese oído pronunciar aquellas palabras.

—Sin embargo, eres una empleada —continuó—. Te pago para que te ocupes de nosotros, y no para que nos digas lo que debemos hacer o dejar de hacer. Hay asuntos que no te conciernen y es una impertinencia por tu parte que pretendas mediar en ellos. Cuando desee conocer tu opinión, te la pediré, no te preocupes. Ahora me gustaría que recogieras la mesa. El café se ha quedado frío y los platos están sucios. Luego quiero que vayas al mercado y que compres un calamar fresco. Me apetece para comer y nadie lo prepara mejor que tú. ¡Anda, ponte en marcha y olvídate de lo demás!

Unas lágrimas inesperadas rodaron por sus mejillas, pero era furia lo que brillaba en sus ojos. Se levantó, recogió despacio los restos del desayuno y sin decir una palabra, salió del comedor.

Daniel escuchó el ruido de sus pasos escaleras abajo y cuando oyó que se cerraba la puerta de la cocina se volvió a Scacchi, furioso.

—Scacchi, retiro todo lo que he dicho. No pienso hacer lo que me pide, no voy a tolerar esa clase de crueldad, que es indigna de usted y que Laura no se merece. ¿Cómo ha podido…?

Paul se levantó y le puso una mano en el hombro.

—Va muy por delante de ti, Daniel. No es necesario que le reprendas. No sé vosotros, pero a mí me vendría bien una copa.

Scacchi estaba inmóvil en su asiento, desolado, los ojos llenos de lágrimas, y Daniel se arrepintió de haberse dejado llevar por la adrenalina que había generado aquella acalorada discusión.

Paul sacó del armario una botella mediada de Glenmorangie y volvió a la mesa con tres vasos, pero Daniel puso la mano sobre el suyo.

—Me gustaría que me diera una explicación.

Ellos dos se sirvieron la copa. La puerta de la calle se cerró con un golpe.

—Y la tendrás —le contestó Scacchi—. Al menos la parte que yo puedo explicarte.

Tomó un trago de whisky y comenzó a toser, y mientras Paul le daba unas palmadas en la espalda, pensó que los dos tenían un aspecto tremendamente frágil, como si un movimiento rápido pudiera desencajarles los huesos.

—Debería ir al médico. Los dos.

—Esto no es cosa de médicos —contestó—, aunque sé que Laura y tú pensáis que sí, y yo me alegro. Daniel, tienes que saber que me ha costado la vida misma decirle a Laura lo que le he dicho. Es lo más parecido a una hija que una vieja cacatúa como yo puede tener. Sin ella, no creo que estuviera vivo. Pero hay asuntos en los que Laura no debe mezclarse, y este es uno de ellos. Quiero que me prometas que jamás, jamás, le dirás una sola palabra de lo que voy a contarte. Quiero que piense que todo esto lo hago para comprar un medicamento de precio desorbitado que mate el veneno que nos corre por las venas. Después, cuando hayamos terminado, podremos volver a disfrutar de lo que nos quede de vida y ella no sabrá nada.

—Eso no es justo. Me pide que haga un juramento sin saber a qué precio ni cuáles van a ser las consecuencias.

—A Laura no va a pasarle absolutamente nada. Más bien al contrario. Lo que pretendo es hallar la mejor solución para todos. Por favor, Daniel…

Pero él no contestó.

—Mierda… —murmuró Paul entre dientes—. Díselo de todos modos. Es muy sencillo, Daniel: estamos en la ruina. No tenemos un céntimo.

—Eso ya lo sé.

—No —intervino Scacchi con una sonrisa cargada de ironía—. Lo que tú te imaginas es que andamos mal de dinero, pero la realidad es mucho más seria. Hace cinco años, cuando a los dos nos diagnosticaron la enfermedad, no esperábamos vivir tanto y yo decidí disfrutar del tiempo que nos quedara, así que fui al banco e hipotequé esta casa. La suma que me ofrecieron era insultante, así que decidí, como un idiota, acudir a un caballero de cierta posición. ¿Sabes a quién me refiero?

—¿A la mafia?

—Yo no lo llamaría así. La palabra mafia le encanta a la prensa, pero bueno, da igual. La cuestión es que sus términos fueron generosos, pero la penalización si me retrasaba en el pago…

Paul se sirvió otra copa y sin mirar a ninguno de los dos, dijo:

—Díselo.

Scacchi suspiró.

—No he podido pagar desde el mes de octubre. Desde que negocié los términos del préstamo, el valor de esta clase de propiedad y en esta zona ha caído bastante, y Ca’Scacchi necesita más reparaciones que nunca. Entre la suma que me prestaron y los intereses, la deuda asciende a un cuarto de millón de dólares, una cantidad que ninguno de los dos esperábamos tener que pagar. Creía que el seguro y la venta de la casa cuando muriéramos cubrirían la deuda más que de sobra y así Laura podría disfrutar de lo que quedase. Pero eso no va a ocurrir, y si no les doy el dinero me matarán. Aunque eso no sería gran pérdida para nadie excepto para el bueno de Paul.

—Estoy convencido de que Laura tendría algo que decir al respecto —contestó Daniel, atónito—. Y yo también.

—Y yo estoy convencido de que no nos conoces a ninguno tan bien como tú te imaginas —replicó Scacchi—. Escúchame, por favor. Antes de que me maten, unas cuantas semanas antes de que eso ocurra, la matarán primero a ella pensando que la muerte de una inocente me causará tanto dolor que pagaré. Si eso no funcionara, matarán a Paul, que al menos tiene la mancha de haber sabido desde mi principio lo que se estaba cociendo. Son hombres de negocios que asesinan sólo si se ven obligados a ello. Es cuestión de pragmatismo. Lo que buscan no es vengarse sino que se les pague lo que se les debe, pero me temo que la sucesión de acontecimientos será esta. Y yo…

La voz se le quebró y se tapó la boca. Paul le quitó la copa y del innario le llevó unas pastillas y un vaso de agua.

—¡Tiene que contárselo a la policía! —se rebeló Daniel—. ¡Hable con la mujer esa que vino aquí!

Scacchi se encogió de hombros.

—Ay, Daniel, a veces me abruma tu inocencia. Estamos en Italia, y la policía investigaría, sí, siempre y cuando consiguieran tomarle declaración a unos cuantos cadáveres. La mujer que vino me parece honrada, pero llevará el caso con alguien que no lo sea y los hombres de los que estamos hablando están tan metidos en la policía como en su propia familia. Si lo denunciamos, no viviríamos más de una semana ni aunque nos encerraran en una celda.

—Hemos considerado todas las posibilidades, Daniel. No te quepa duda —intervino Paul.

—¿Entonces?

—Estamos buscando una solución creativa —respondió Scacchi.

—¿Se refiere al dinero del concierto?

—No. No sería suficiente. Pero ese dinero sería la semilla y a partir de él sacaríamos el resto.

—¿Con la rapidez necesaria?

—Desde luego. Soy marchante de arte y tengo mis contactos. Hay un objeto en el mercado en manos de un idiota que no conoce su valor. Massiter se ha enterado también. ¿Te acuerdas de haberle oído hablar de un Guarneri? ¿De un Giuseppe del Gesù? Pues es ese. Pero a diferencia de Massiter, yo sé dónde está y cuánto puedo pagar por él. Entre ese precio y lo que se puede obtener por él en el mercado, radica la solución a nuestros problemas. Con tu ayuda creo que podría ser nuestro para revenderlo al mejor postor.

Daniel los miró a ambos.

—Usted está enfermo, pero puede andar, puede hacer negocios y pensar tan rápidamente como cualquier hombre.

—Cierto.

—Y ese Guarneri, es robado supongo. Si no, el tipo que lo tiene conocería su verdadero valor. Scacchi tardó un instante en contestar.

—Sí. Digamos que es robado.

—Y esa policía vino aquí porque se imaginaba que usted podía saber algo.

—Voy a ser sincero contigo. Ella sabe que hay un objeto en el mercado, pero no tiene ni idea de qué es. ¿Y quiénes somos nosotros para llevarle la contraria a la policía?

Ojalá estuviera enfadado. Ojalá la rabia le subiera por el pecho, pero no era así. Estaba demasiado desconcertado, demasiado preocupado por los habitantes de Ca’ Scacchi.

—¿Esa fue la razón de que me invitara a venir, y no la biblioteca? Sabía lo del violín y pensó en utilizarme para llegar hasta él.

—No es exactamente así, aunque he de admitir que sí pensé que podrías ayudarme llegado el caso. ¿Estás de acuerdo, Paul?

El americano sonrió. Los dos parecían alegrarse de estar por fin hablando de aquel asunto, de poner fin a la comedia.

—Desde luego que lo estoy. Daniel, lo sentimos de verdad. Creíamos que ibas a ser uno de esos chavales atolondrados de la universidad que nos ayudaría a vender cuatro trastos del sótano y además, con un poco de suerte, nos harías un par de recados por lo del violín. No se nos ocurrió pensar que fueses a caernos tan bien. O a ser tan listo.

—O a formar parte tan rápidamente de esta comunidad tan rara —añadió Scacchi.

—Menudo par de canallas de tres al cuarto que estamos hechos: nos sentimos peor que nadie y más culpables que Caín. No pienso volver a hacer esta confesión aunque me desuellen vivo.

Daniel se echó a reír y dejó que Paul le sirviera un poco de whisky.

—Te necesitamos, Daniel —continuó—. Podríamos intentar hacerlo nosotros solos, y si diera la casualidad de que ese día no estábamos mal, incluso podría resultar. Pero… ya nos ves —añadió.

Scacchi se adelantó para mirarle a los ojos.

—Esto tiene que hacerlo alguien joven y con todas sus facultades. Tendrá que reunirse con ese tipo y llevarse después el paquete. El riesgo es mínimo y nosotros lo asumiremos siempre que nos sea posible. Pero si no puedo ponerle tu nombre a esa partitura, si no puedo confiar en ti para que vayas a ver a ese tío y te asegures de que es un Guarneri lo que estamos comprando, estamos perdidos, Daniel. Te pagaré por tu contribución. Tú sólo tienes que decirme el precio.

Esperaron en silencio. No había prisa.

—Piénsatelo —dijo Scacchi—, pero no tardes demasiado. Massiter quiere la respuesta hoy.

—Estoy pensando.

—Bien. Sabes que intenté contártelo, ¿verdad? Te enseñé a ese guapo Lucifer que tanto me gusta. ¿No crees que una parte de él vive en mí?

Daniel lo pensó antes de contestar.

—Pues la verdad es que no, Scacchi.

—Como quieras, pero recuerda lo que te dije: cuando el diablo le hace una oferta, tienes tres opciones: hacer lo que te pide, hacer lo que te pide tu conciencia o la tercera vía: hacer lo que a ti te da la gana.

—Lo recuerdo.

Consultó su reloj. Eran más de las diez. En el fondo, la decisión ya estaba tomada. Es más, no la tomaba él. Negarse sería abandonarlos y él ya sabía bien lo que era ser abandonado estando todavía en la cuna por un padre al que no había conocido. Cuando maduró lo suficiente para poder calibrar la importancia de aquel acto, llegó a la conclusión de que pocos pecados eran mayores que aquel. Además, había una recompensa personal en todo aquello: el mundo aburrido de Oxford quedaba a millones de kilómetros de distancia y por primera vez en su vida tenía la sensación de estar transformando el mundo a su alrededor, y no limitándose a ver cómo se desmoronaba a sus pies.

—Necesitaré un ordenador y un programa específico de composición, porque no pienso transcribir a mano y nota a nota.

Scacchi miró esperanzado a Paul.

—¿Qué dices?

—Conozco a alguien en la universidad que puede ayudarnos.

—Bien —continuó Daniel—. Siempre y cuando estén dispuestos a pagar lo que les pida.

Los dos cambiaron de postura en sus asientos.

—¿Y qué quieres?

—Que no haya más secretos ni más engaños. Serán sinceros conmigo siempre, o de lo contrario consideraré liquidado el contrato y nuestra amistad. Y que encuentren el modo de compensar a Laura, por su bien y por el de todos nosotros.

Scacchi deslizó los brazos sobre la mesa y le cogió la mano sonriendo.

—Así será. Y en cuanto a Laura, nada en el mundo podría complacerme más. Somos venecianos, Daniel, y estamos acostumbrados a soportar ciertas explosiones de vez en cuando.

—Así será —repitió Paul—. Voy a llamar ahora mismo por lo del ordenador —anunció y salió hacia el estudio.

Scacchi clavó la mirada en la mesa.

—Gracias por todo. Y sobre todo por mi querida e inocente Laura.

—Esto lo cambia todo, Scacchi.

—Lo comprendo. Debes estar desilusionado, desengañado, y no te falta razón.

—Desde luego.

—Pero como Paul ha dicho antes, tú también tienes cierta parte de culpa. De haber sido el chaval ingenuo que nosotros esperábamos, parte de esto no habría ocurrido. Habrías llegado y te habrías marchado de Venecia sin pena ni gloria.

—Y usted estaría en un callejón sin salida, Scacchi, porque no habría surgido la oportunidad con Massiter.

—Por supuesto.

—La verdad es que lo de negociar no es lo suyo.

—Puede que tengas razón —admitió—, pero tú estás desarrollando tu capacidad en ese sentido de forma admirable.

Los dos se rieron. La tormenta había pasado. Scacchi levantó un dedo. Había olvidado algo.

—Pasemos a cosas más importantes. El domingo Piero nos llevará a todos a comer en el campo de Sant’Erasmo. Tú serás el invitado de honor de los tres tarambanas de Ca’ Scacchi. Tráete a la chica esa. Seguro que nos gustará conocerla.

—¿Amy? Mejor no. Apenas la conozco.

—Razón de más para que venga.

—Ni siquiera sé si me gusta.

Scacchi lo miró con severidad.

—Daniel, escucha lo que voy a decirte: necesitas más compañía de la que puedes encontrar en esta casa. No es bueno que nos saturemos. Los viejos somos unos parásitos de los jóvenes, así que no te pongas demasiado a tiro.

Daniel se imaginó a Amy Harston con su elegante atuendo a bordo de la Sophia, a Xerxes a la caña, a Piero diciendo sandeces, a Scacchi y Paul abrazados y a Laura sirviendo spritz y gritando ¡Oops!

—Va a ser divertido. Sí.