Todas las instituciones tienen normas, y el gueto no es una excepción. Rebecca me ha explicado cómo ha llegado a constituirse una prisión tan particular. Cuando la República volvió a abrir sus puertas a los judíos, lo hizo bajo unas condiciones muy estrictas, una de las cuales era que se limitasen a desempeñar determinadas profesiones, principalmente la de banqueros. Otra era que sólo podían vivir en el lugar que se les indicase y que consintieran en quedar encerrados por las noches. A tal fin la ciudad necesitaba una especie de fortaleza, y se escogió una isla muy pequeña de Cannaregio destinada antes a fundición de hierro. El lugar vino en llamarse guetto a partir del término gueto, que significa fundir hierro (lo que ignoro es de dónde salió la segunda t).
Por supuesto no hay nada en Venecia que pueda ser así de sencillo, de modo que en el gueto tenemos tres tipos de judíos: los asquenazí, que provienen principalmente de Alemania; los sefardíes, de España, y los levantinos, que llegaron desde el este. Rebecca es asquenazí, ya que su familia desciende originalmente de Múnich, de donde huyeron cuando las autoridades de la ciudad acusaron a los judíos de envenenar los pozos y de ser los causantes de la plaga. Fueron a parar a Ginebra, pero la vida allí no era mucho mejor. Los asquenazí fueron los primeros en recibir autorización para instalarse en Venecia y, cosas de la vida, son los que más desconfianza despiertan por razones que yo no alcanzo a comprender. Los sefardíes, a pesar de que siguen comunicándose en una lengua que sólo ellos hablan, aparte del hebreo y el italiano, parecen tener cierta influencia en la ciudad. Los levantinos se comportan casi como ciudadanos de la República; puesto que en su mayoría provienen de territorios venecianos como Corfú y Creta están condenados a ser buenos servidores del estado. Consecuentemente los sefarditas y los levantinos viven aparte, incluso en guetos nuevos donde las restricciones sobre el comercio son algo más leves, aunque la norma de llevar brazaletes amarillos y pañuelos rojos continúa aplicándose, lo mismo que la ley contra la usura.
Ni que decir tiene que yo no sabía nada de todo esto, y daba por sentado que un judío era eso, un judío, pero la verdad es que son tan distintos entre ellos como lo somos los demás, con su propia idiosincrasia, sus gustos y sus aversiones, sus prejuicios y sus dogmas. Quizás los asquenazí hacen chistes sobre los sefarditas, lo mismo que los venecianos se burlan de los matti, la gente que vive en Sant’ Erasmo, la isla que hay en mitad de la laguna y en la que, según dicen, todos son familia de todos. En el fondo, espero que sea así. Que sean, simplemente, humanos.
Cada comunidad tiene su propia sinagoga. De hecho los asquenazí son los propietarios de esa estructura de madera en forma de barco de la que ya te hablé que queda cerca de la casa de Rebecca y por encima de ella. La necesidad de espacio en el que vivir se traduce en que no queda sitio sobre la tierra de la isla para los lugares de culto, de modo que deben construirse sobre el laberinto de cuartuchos donde la gente del gueto vive amontonada, hasta el punto de que a veces conviven diez personas en una sola habitación. ¡Y además, con un templo sobre sus cabezas!
¿Cómo se las arreglan Rebecca y Jacopo para poseer una habitación para ellos solos en mitad de este mar de judíos? Que Jacopo sea médico ayuda. Sus servicios se requieren por toda la ciudad, en especial cuando se trata de enfermedades de mujeres. Pero yo pienso que hay algo más. Son distintos del resto de asquenazí que veo en las escaleras cuando voy a su casa, y no sólo porque lleven viviendo aquí algo más de un año.
La mayoría de los habitantes del gueto desean disponer, simplemente, de más espacio, pero no albergan el menor deseo de entrar en el mundo exterior excepto para comerciar con él. Yo sospecho que los Levi tienen otras ambiciones. Para ellos el único modo de establecer su verdadera identidad es verse crecer en la sociedad que hay al otro lado de los puentes. Un deseo imposible de alcanzar, como ya te habrás imaginado, pero no por ello menos vehemente. También son personas escépticas en materia de religión, tanto de la suya propia como de la de los demás, lo cual supongo que los distancia de sus vecinos. Gracias a Dios que los judíos no tienen inquisición ni practican la quema de brujas, porque de otro modo sospecho que Jacopo y Rebecca ocuparían los primeros puestos de su lista. Deberías ver cómo le cambia el color del rostro a Jacopo cuando se habla de la eficacia de las plegarias y las promesas como medio para curar las enfermedades. Además a mí me parece que tiene un punto de razón: ¿por qué iba a tener tanto poder una vela? Y de tenerlo, ¿por qué iba a tenerlo sólo para los devotos de una religión, y no para protestantes, judíos, árabes y demás? Sospecho que para él sólo hay un Dios y se llama ciencia, un dios altivo y demasiado próximo a la alquimia diría yo.
Volviendo a lo de las normas y los fallos en su estructura, te decía que nadie puede salir del gueto por la noche excepto los médicos (hay que ver qué prácticos somos los gentiles: cuando se trata de nuestra supervivencia dejamos que los hebreos corran en nuestro auxilio a cualquier hora del día). Para que Rebecca pueda escapar al concierto nocturno de La Pietà sólo necesita ponerse la ropa de Iacopo, el distintivo amarillo y esperar a que yo acuda a la valla para fingir que ha de asistir a una urgencia. El puente baja, yo trabo conversación con el guardia para que ella no tenga que decir nada y cuando salimos al laberinto de calles de detrás del gueto ya puede quitarse el disfraz, complacer a Vivaldi y a su audiencia y disfrazarse de nuevo para volver a casa.
Aproveché la ausencia del tío Leo, que andaba con Delapole en Ca’ Dario, para acercarme al gueto a la mañana siguiente y explicarle mi plan. Rebecca me escuchó con los ojos muy abiertos, llena de ilusión. Tocar tras la celosía polvorienta de La Pietà era mejor que no tocar, y al mismo tiempo serviría para reducir las probabilidades de ser reconocida.
Iacopo me dio una palmada en la espalda y dijo:
—Me parece que has visto la commedia dell’arte demasiadas veces, Lorenzo. Esto no es un guión concebido en la cabeza de un escritor sino la vida, y la muerte o la ruina lo que nos espera si nos descubren. Además, no sólo nos perseguiría el estado, sino también la iglesia. Hay hombres muy vengativos en el palacio del canal y en la basílica.
—Y esto es Venecia, Jacopo —contesté con toda la firmeza de que fui capaz—. Un mundo maleable. Todo lo concerniente a nuestras vidas puede tomar aquí la forma que deseemos darle. Y si no lo entiendes así, puedes quedarte encerrado en este gueto para el resto de tus días.
Me miró con dureza. Puede que mis palabras hubieran sido atrevidas, pero sólo estaba diciendo la verdad. Cada vida tiene sus encrucijadas, tanto si nos gusta como si no y esquivarlas es tomar en sí una decisión, una decisión que probablemente no tardaríamos en lamentar.
—Eres un muchacho valiente y tienes el corazón en su sitio, pero ¿merece la pena correr tantos riesgos por una noche de entretenimiento? Un mal paso y alguien dejará una nota en esos preciosos gatos de bronce que tanto le gustan al Dux. Y al día siguiente, estaremos peleando por salvar nuestras vidas.
Rebecca se acercó y tomó una mano de cada uno.
—No me pidáis que tome yo esta decisión. No tengo derecho a pediros nada a ninguno de los dos.
Jacopo se acercó y la besó en la frente.
—Qué modo tan sutil de plantear el problema, hermana querida. Dime: ese tal Vivaldi y aquel lugar… ¿el riesgo merece la pena?
—Hermano —contestó—, tú sabes cuál es la respuesta porque la sientes igual que yo. ¡La vida está al otro lado de estos muros!
Jacopo Levi me miró buscando una respuesta. Nuestra decisión iba más allá de la música. Para Rebecca, pasar aquellas horas en La Pietà era la libertad, el lugar en que las cadenas de su sexo y de su raza no existían. Y Jacopo comprendía bien lo que eso significaba, porque adoraba a su hermana más que a nada en el mundo.
—Yo he sido quien ha sugerido la idea —le dije—. ¿Por qué me preguntas cuál es mi postura?
—Ya. Entonces, depende de mí, ¿no?
Rebecca miró a su hermano intentando no parecer ansiosa.
—No tienes por qué responder en este momento, Jacopo. No hay prisa.
—¿No hay prisa? ¿Acaso las cosas serán distintas mañana?
Ni ella ni yo contestamos y Jacopo unió nuestras manos. Rebecca, con los ojos llenos de lágrimas, se quitó una cadena que llevaba al cuello y me la puso. De ella colgaba una pequeña figura de plata de seis puntas, como si fueran dos triángulos superpuestos en dirección contraria. Era la Estrella de David.
—¿Creéis que sería un buen judío? —pregunté, palpando las puntas de la estrella y preguntándome cuántos hebreos la habrían llevado al cuello.
—No existen ni los buenos judíos ni los buenos gentiles —respondió Jacopo—, sólo hombres y mujeres buenos, y hasta que el mundo no asimile ese concepto, seguiremos viviendo en un lugar lamentable.
—Amén —contesté sin pensar, y los tres nos echamos a reír.