Dejaron atrás el Arsenal y cuando comenzaron a entrar en las aguas abiertas de la laguna, Hugo Massiter llenó sus copas de champán y llamó al piloto:
—¡Dimitri!
El puesto de pilotaje estaba en la proa y el joven que manejaba la lancha, un muchacho alto, moreno y que llevaba unas enormes gafas de sol, se volvió a mirarlos.
—Diga.
—Vamos rápido.
Dimitri asintió. El ruido del motor creció media octava y el morro de la lancha se vio propulsado hacia el cielo. Amy Harston y Daniel sintieron que la espalda se les hundía en los asientos de cuero y los dos se rieron como bobos.
Amy llevaba un vestido de noche de un color pálido y escote generoso que resultaba muy elegante y la hacía parecer mayor. Massiter iba vestido con pantalones color crema y una camisa de algodón blanca, sin pañuelo al cuello aquella vez. Había cambiado las eternas gafas de sol por una gorra de capitán que no olvidaba el ancla azul sobre la visera y que se había colocado ladeada. Daniel nunca había estado cerca de un hombre rico y Hugo, que así era como quería que lo llamaran, no estaba resultando ser lo que esperaba. Lo encontraba demasiado relajado, casi juguetón, aunque tanto su presencia como la de Amy le producían cierto frenesí. Todo lo que le había ocurrido hasta entonces le pareció de pronto apagado y carente de dimensión.
La lancha tomó dirección norte, dando saltos sobre el camino marcado en el agua por las boyas colocadas entre la isla de Murano a la izquierda y Sant’ Erasmo, un oasis verde de huertas, donde estaba la casa de Piero, a la derecha. Daniel recordaba la última vez que había recorrido las aguas de la laguna con tres hombres dormidos, un perro a la caña y Laura, la misteriosa Laura, que se había escondido delante de San Marcos solo para verle marchar.
—¿Ocurre algo? —preguntó Amy por encima del ruido de la lancha sobre las aguas.
—No. Sólo estaba pensando en lo inesperado que es todo esto. Yo había venido sólo a catalogar una biblioteca.
Massiter les ofreció un plato de bruschette untado con tomate y con una generosa cantidad de porcini y anchoas.
—La vida sería muy aburrida si sólo nos encontrásemos con lo que cabe esperar —le dijo—. ¿Una biblioteca?
Daniel tragó saliva. No podía olvidarse de mantener la guardia alta. Ojalá Scacchi le hubiera dado más detalles de cómo tratar con Massiter. Era sorprendente que le hubiera ofrecido tan poca información. Es más, daba la sensación de que, a pesar de ser consciente de su ingenuidad, había decidido dejar que se enfrentara solo a lo que pudiera surgir.
Reduciendo al máximo los detalles, le explicó la historia que se escondía tras su viaje a Venecia y el interés que despertaba en él el proceso editorial de la época de la República. Scacchi le había ofrecido una pequeña cantidad por revisar unos documentos que de otro modo irían a parar a la basura. Saber que iba a participar también en un curso de verano había sido una sorpresa y un regalo más.
—¿Y has encontrado algo? —preguntó Massiter sin dilación.
—Todavía no —mintió descaradamente, y por suerte en aquella ocasión no enrojeció hasta las cejas—. Los documentos estaban en el sótano y el agua los ha dañado casi todos.
Massiter movió la cabeza.
—¡Qué pena! El problema es que Scacchi es sólo un tratante de antigüedades. Hemos hecho algún negocio juntos ocasionalmente, pero siempre manteniendo las distancias a petición suya. Nunca hemos cenado juntos, ni nos hemos tomado una copa. La debilidad de los tratantes de antigüedades es que sólo saben apreciar el valor de un objeto cuando alguien se lo pone delante. ¡Y pensar que ha podido tener un tesoro delante de la nariz y lo ha dejado pudrirse sólo por falta de atención!
A Daniel no le hizo gracia aquella crítica, aunque en cierto modo fuese cierta.
—El señor Scacchi ha sido generoso y amable conmigo. Sin él yo seguiría en Oxford buscando un trabajo por horas para pagarme los gastos.
Y solo, llevando una existencia monocroma y aburrida.
—Por supuesto —contestó Massiter haciendo un gesto con la mano—. No es nada personal, y esa lealtad te honra. Bueno, Amy, ahora háblanos un poco de ti para refrescarme la memoria y para que Daniel pueda conocerte.
Ella sonrió y en unas cuantas frases resumió que había nacido y crecido en Maine, que su padre era un importante constructor y que pasar los veranos en Venecia era lo mejor de todo el año.
—¿Y qué pasa con tus clases? —preguntó Daniel.
—Yo voy a una universidad para chicas ricas y tontas. Es decir, para chicas como yo. No te equivoques.
—Qué estupidez —replicó Massiter—. Amy lleva tocando aquí desde que era una mocosa de doce años y cada verano me sorprenden sus progresos.
—Sí, ya. Lo que pasa es que les encanta la idea de que una chica sea la estrella de este tinglado. Desde que asesinaron a esa niña… los más jóvenes dicen que su fantasma sigue estando en La Pietà. Yo antes también lo pensaba.
Massiter se volvió a mirar el agua. Parecía preocupado.
—No sabía nada —contestó Daniel.
—¿Ah, no? Ocurrió bastante antes de que yo empezara a venir, pero es una historia increíble —le contó muy animada—. A la pobre la acosaba el director de la escuela, que terminó agrediéndola después del concierto que clausuraba el curso y al final la mató. Y luego se suicidó él, cuando la policía estaba a punto de atraparlo. Dicen que era una violinista muy buena.
Massiter apuró su copa y volvió a servirse.
—Se llamaba Susanna Gianni y era, queridos míos, la mejor violinista de su edad que yo he podido escuchar. Y pensar que fui yo quien escogió a ese maldito ruso para que dirigiera el curso. No pasa un solo día sin que me lo reproche. De no ser por mí, seguiría viva.
Amy le miró a los ojos. Parecía a punto de llorar, y ella le puso una mano en la rodilla. Un gesto muy adulto para su edad.
—Hugo, lo siento —dijo—. No sabía que fuera algo tan personal, pero no puedes culparte por lo que hizo otra persona.
—Han pasado ya diez años, pero no puedo evitarlo. De todos modos, no es el momento para hablar de eso. Ya estamos llegando.
La isla estaba muy cerca. La torre del campanile se veía a unos cientos de metros tierra adentro y la lancha redujo su velocidad, viró a estribor y enfiló la boca de un estrecho canal de aguas verdes por las algas. Massiter espantó un mosquito y tras consultar su reloj ordenó a Dimitri que atracase de momento un poco más allá del restaurante, junto a una huerta.
—Es increíble. No he podido conseguir una mesa hasta las nueve, así que podéis tocar para ganaros la cena en lugar de hacerlo después. ¡Vamos, sacad vuestros instrumentos! Escuchemos esas piezas que habéis compuesto para mí.
Amy hizo una mueca de disgusto.
—Por Dios, Hugo, ¿por qué tanto empeño? Odio componer. Yo soy intérprete.
—Una intérprete excelente, según parece. Me ha dicho Fabozzi que la mejor de esta temporada.
—Es posible, pero eso no quiere decir que sepa componer.
Él la miró ofendido.
—¿Quieres decir que no has traído nada?
Sacó del bolso un manuscrito.
—He traído Las cuatro Estaciones de Vivaldi. Nunca lo tocamos en la escuela, y he pensado que podría gustarte.
Massiter parecía horrorizado.
—¡Por amor de Dios, criatura! Si quisiera volver a oír ese concierto, me iría a la pizzería más cercana. Como castigo, no pienso darte de cenar. ¡Mujeres!
—Puede que yo tenga una solución —sugirió Daniel.
—Eso espero, o esta noche no cena nadie.
Daniel sacó la carpeta de plástico en la que traía las seis páginas manuscritas.
—Amy, sería un honor para mí que interpretaras lo que he escrito.
—¿Por qué no puedes tocarlo tú? —le preguntó Massiter.
—Yo no soy un gran violinista, Hugo. Que sea capaz de oír música dentro de la cabeza no quiere decir que pueda reproducirla con mis manos.
—¡Músicos! —maldijo Massiter—. Las criaturas más testarudas de la faz de la tierra. Bueno, ya sabes lo que hay, querida: o tocas, o nos volvemos a la ciudad sin cenar.
—Trae —murmuró, y le quitó a Daniel la partitura de las manos. Se sentó y estuvo cinco minutos leyéndola en silencio. Massiter pareció calmarse un poco y Daniel se entretuvo escuchando el zumbido de los insectos y viendo cómo algunos peces saltaban para cazar moscas. No dejaba de preguntarse si habría jugado bien su baza. La expresión de Amy había ido cambiando a medida que avanzaba por las páginas. Cada vez estaba más seria y absorta. Cuando concluyó, se volvió a mirarle.
—¿Qué es esto, Daniel?
—Un solo de violín —contestó.
—Eso ya lo sé. Lo que quiero es que me hables del contexto. Parece del siglo dieciocho, casi como si fuera de Vivaldi, pero forma parte de algo mucho más grande. ¿Qué es?
Massiter los miraba a ambos fijamente. Daniel comprendió por qué a Scacchi le costaba tanto mentir frente a aquellos ojos grises.
—Lo imagino como un solo en algo parecido a un concierto de Vivaldi para violín. En el ritornelli. Estaba ensayando la forma.
Amy frunció el ceño.
—¿Quieres decir que debo imaginarme el resto? ¿Es eso? Pues como yo no lo tengo en la cabeza, es imposible, ¿sabes?
Qué bien. Había elegido el primer pasaje para violín que había encontrado sin pararse a pensar que necesitaría un contexto.
—Estupendo —murmuró.
—¿Cómo puedes componer algo que va a ir en mitad de un concierto sin tener ni idea de lo que va al principio y al final? No lo entiendo.
Massiter se había acomodado en un rincón.
—¿Música o hambre? ¿Qué va a ser?
—Condenados ingleses…
Le devolvió las partituras a Daniel para que pudiera pasarle las páginas, sacó el Guarneri de su funda, se levantó y tras un momento de concentración, empezó a tocar. Las notas densas y ricas que emanaban del violín ahogaron el zumbido de los mosquitos y el croar de las ranas. Massiter cerró los ojos y escuchó, inmóvil. A Daniel aquellas notas le helaban la sangre. Amy estaba arrancando dimensiones nuevas a lo que él había transcrito. Comenzaba con la gracia lenta y majestuosa de un canto fúnebre e iba ascendiendo gradualmente, implacablemente, hasta que el solo se cerraba con una furia rápida, esplendorosa, sublime. Si tuviera que definir aquel pasaje con una sola palabra, sería sin dudarlo resurrección. La música comenzaba en el dominio de la muerte e iba trasladándose lentamente a un mundo lleno de vida, color y movimiento.
Amy se sentó y lo miró directamente a los ojos.
—¿Cómo he estado? Sé sincero, que es tu música.
—Maravillosa.
—Esto que has compuesto es alucinante, Daniel. ¿Puedo quedármelo? Me gustaría trabajarlo más.
—Claro.
—Ten, fírmamelo. Así podré venderlo si alguna vez me veo mal de pasta.
—Es que… no tengo bolígrafo —contestó, pasándose las manos por la pernera del pantalón.
Massiter lo observaba como un halcón y del bolsillo de la camisa sacó una pluma de caparazón de tortuga y se la ofreció.
—Ten.
Temblándole la mano y maldiciéndose por dentro, Daniel garabateó su nombre en la primera página.
—Habéis estado increíbles los dos —dijo Massiter—. Ahora, vamos a cenar.
La cena fue un festín, tal y como Massiter había prometido. Consistió en numerosos y variados platos que compartieron los tres: erizos de mar y cangrejos de caparazón blando, camarones y langosta, pasta con tinta de calamar, gallos de ración y un rape tan suave y tierno como una gamba. A Massiter no le gustaba el vino blanco del Véneto así que escogió un Alto Adige del Tirol, oloroso y equilibrado y del que se bebieron dos botellas, además de grappa al final de la comida. Todo acompañado por la charla sobre Venecia, los amigos y la comida; cualquier cosa menos la música que acababan de escuchar.
Cuando terminaron dieron un paseo hasta la basílica, donde Massiter convenció al encargado de que les dejase entrar y encender las luces para poder contemplar el famoso mosaico del Día del Juicio Final. A Daniel le llamó la atención ver, tal y como Piero le había dicho, un pequeño perro en una esquina del mosaico que podría ser el ancestro del legendario Xerxes, perro de caza y timonel extraordinario. Después, con la noche ya bien entrada, salieron a contemplar la laguna con la luz de las estrellas reflejada en su superficie bajo un cielo azul oscuro.
El encargado de la basílica no andaba muy lejos, confiado en recibir alguna otra propina, y Massiter sugirió que subieran al campanile. Desde allí, dijo, las luces de Venecia se verían en la distancia.
Amy se sentó en una piedra que había delante de la basílica y con un suspiro, declaró:
—Yo no pienso subir ahí arriba. Os espero aquí.
De modo que subieron los dos por aquella escalera curva iluminándose con dos linternas. A Daniel el esfuerzo le dejó agotado, pero Massiter apenas parecía sofocado. Cuando llegaron arriba el paisaje que se contemplaba hizo que el esfuerzo mereciera la pena. Desde allí contemplaron con la grandeza de los dioses el mundo pequeño y redondo de la laguna. Bastaba con alargar el brazo para poder tocarlo todo: la isla de Burano, las luces de Murano y San Michele a media distancia, y más allá las torres de las iglesias de la ciudad.
Daniel había bebido demasiado vino como para sentir preocupación alguna. Massiter se había apoyado en la piedra del arco abierto y contemplaba las aguas negras, pero de pronto habló con una seriedad nueva en la voz.
—Scacchi te está utilizando como una mera herramienta, Daniel, y tú lo sabes.
Los vapores del vino desaparecieron de inmediato, y tuvo la intuición de que no iba a poder bajar de aquella torre sin revelarle a Massiter al menos parte de la verdad.
—No comprendo.
Massiter le dio una palmada en el hombro.
—Esa música no es tuya, Daniel. No puede serlo. Eso es cosa del viejo. ¿Tiene idea de lo que vale?
Daniel no contestó.
—Mira, está claro que no la has compuesto tú, pero también está claro, por lo poco que he oído, que es buena. Muy buena. Dime cuánto quiere Scacchi por ella y hablaremos.
—No lo sé —contestó con sinceridad—. Creo que es algo más que dinero.
—Mucho debe ser para arriesgarse con estos juegos. ¿Por qué no me llama y se deja de rodeos?
—Está enfermo. No puedo ofrecerle otra explicación mejor.
Massiter frunció el ceño.
—Eso había oído. Pobre hombre. ¿Y de qué se trata?
Daniel respiró hondo.
—Se trata de la partitura original de un concierto para violín. Tiene el estilo de Vivaldi, pero no es de él.
—¿De quién es entonces?
—No lo sé. Está firmada simplemente como Concierto Anónimo, y fechada en 1733, lo cual la hace contemporánea de Vivaldi, pero es imposible que sea suya. Además, ¿para qué iba a dejarla sin firmar?
Massiter se pasó una mano por la boca y dejó vagar la mirada por la negrura de la noche.
—¿Es todo el concierto así de bueno?
—Eso creo.
—¿Y es vuestra? Supongo que no será robada, ¿no? Mira que conozco a Scacchi.
—Se encontró en su casa, así que es suya. Nada más leerla me pareció magnífica, pero ahora, después de habérsela oído tocar a Amy… es increíble. Tú también lo crees así, ¿verdad?
Massiter se echó a reír.
—¡Desde luego! Esta ciudad nunca dejará de sorprenderme.
—¿La comprarías? Yo creo que Scacchi estaría dispuesto a llegar a un acuerdo.
—Es una historia preciosa, pero ¿qué valor tiene en realidad esta música? Podríamos pagar a un catedrático para que dijera que es de Vivaldi, pero tú dices que es una mentira que no tardaría en destaparse. Supongo que Scacchi podría conseguir una pequeña suma de cualquier universidad. A los musicólogos les encantaría. Pero con todo no alcanzaría el nivel que yo deseo.
Daniel no podía dar crédito a lo que oía.
—Pero si es una música maravillosa, Hugo. Tú mismo lo has dicho.
—¡Por supuesto que lo es! Scacchi podría llegar a un acuerdo con algún editor y llevarse una cantidad por su transcripción, pero ¿no te das cuenta de cuál es el problema? Pues que el compositor, quienquiera que fuese, murió hace mucho tiempo y por lo tanto no hay derechos de autor. En cuanto la partitura llegue a alguna universidad, cualquiera puede editarla sin tener que pagarle ni un céntimo a nadie. Y eso será lo que ocurra, créeme. No existe, el académico o la práctica académica honrada. Tal y como yo lo veo, Scacchi puede sacar unos diez mil dólares y esa misma cantidad a lo largo de cinco años, pero ahí se acaba todo.
La lógica del argumento de Massiter parecía irrefutable.
—¿No hay ninguna otra posibilidad?
Massiter le iluminó la cara con la linterna.
—Por supuesto que la hay. Mira, esta partitura no es el juguete que tenía pensado comprarme este verano. Lo que quería era tener otra vez uno de esos Guarneri grandes y gordos, pero estoy abierto al juego como cualquiera. Lo que podemos hacer, Daniel, es despistar. Disimular. ¿Cómo crees que funciona el mundo?
Empezaba a hacer frío. En parte deseaba estar lejos de allí, pero también en parte quería escuchar lo que Massiter tuviera que decirle. Scacchi necesitaba dinero desesperadamente. Ante él se abría una vida llena de experiencias y aventuras, con lo cual el egoísmo, y no sólo las necesidades de Scacchi, le empujaba a participar en aquel juego.
—No te sigo.
Massiter suspiró como si estuviera explicándole algo a un niño.
—Analiza la cuestión: nadie sabe quién escribió la partitura; por lo tanto, nadie es en realidad su dueño. Si se hace pública tal y como está, su valor residirá meramente en el valor de una composición antigua. ¿Hasta ahí estás de acuerdo?
Inseguro, Daniel asintió.
—De modo que lo que necesitamos es transformarla en algo que un hombre pueda poseer. Poseer y vender, si ese es su gusto. Tú mismo me has proporcionado la respuesta. Pregúntaselo a Amy si no. Ella sabe quién ha escrito este concierto: tú.
Un mochuelo ululó en el aire negro y Massiter se acercó y le agarró por un brazo.
—Escúchame: es lo más sencillo del mundo. Mañana hablaré con Fabozzi y le diré que hemos cambiado de planes. Que abandone el programa vigente y que se centre en un único trabajo. Un trabajo nuevo y escrito por un prodigio que ha aparecido inesperadamente. Y ese prodigio se llama Daniel Forster. Cada día copiarás algo del original y se lo llevarás. La escuela tocará tu obra maestra, y al final del curso interpretaremos un concierto que será el debut para el mundo entero. ¡Imagínate la publicidad! ¡Las aclamaciones! Empezaste el verano siendo un estudiante sin un céntimo y lo acabarás siendo una celebridad. No es que vayas a hacerte rico, desde luego, pero ¿quién se hace rico con la música?
—Yo no puedo ser esa persona, Hugo.
—¿Por qué? ¿Acaso piensas que el verdadero compositor vendrá a tirarte de la oreja? Además, aunque no seas capaz de escribir ni una sola nota más, es un trabajo que no quedará mal en tu currículum. Diviértete aunque sea sólo una vez, Daniel. No seas tan soso.
—Pero eso es ilegal.
—Vamos, hombre, ¿a quién vas a robar? Al autor desde luego que no. Tampoco a los que pagan por la partitura. ¿O es que la música sonará diferente porque lleve tu nombre en la cubierta?
—No, pero es que está…
—¿Mal?
—Sí —contestó con vergüenza. Su ingenuidad resultaba embarazosa a veces.
—Puede ser. Eso debéis juzgarlo Scacchi y tú. Para mí simplemente hay dos posibilidades: o este trabajo ve la luz dejándote a ti algo de dinero, o lo echas a los lobos sin percibir un céntimo. Para mí este bocado es muy pequeño, pero el juego me resulta divertido así que voy a hacerte una proposición: imaginemos que dices ser el autor tal y como yo te propongo. Yo, en privado, haré los acuerdos necesarios para cobrar los derechos de autor que se puedan devengar a lo largo de los años y a cambio Scacchi recibe… digamos cincuenta mil dólares ahora y otros cincuenta mil al final del verano, cuando todo el mundo se las prometa tan felices. Tu parte la negociarás directamente con él. Después, el manuscrito original será mío. Podría resultar muy embarazoso que llegara a salir a la luz. Es una oferta estupenda. El riesgo lo corro yo, y sinceramente, el beneficio que pueda obtener después es nimio si es que llega a materializarse, pero estamos hablando de música, Daniel, y nadie se ha hecho rico con ella. Las razones que me mueven a hacerte esta proposición no son egoístas, ¿comprendes? Simplemente soy un filántropo con una buena bolsa. Pero bueno, eso tú ya lo sabes.
El pequeño cuadrado de piedra del campanile quedó en silencio un momento.
—Piénsatelo —volvió a la carga Massiter, y sus ojos grises brillaron en la oscuridad—. Si nos ponemos de acuerdo, mañana mismo puede estar el dinero en las manos sudorosas de Scacchi. Tendrás que admitir que la tentación es grande, ¿no?
Daniel intentó sopesar las posibilidades y la noche pareció flotar ante él.
—Cien mil ahora y cincuenta mil después —dijo.
—Setenta mil ahora y cincuenta mil después. Ni un céntimo más.
Scacchi necesitaba dinero. Aquel trato no era para él.
—Hecho —dijo—. Siempre y cuando Scacchi esté de acuerdo, por supuesto.
—Lo estará —contestó Massiter, sonriendo de oreja a oreja—. Él sabe reconocer un buen negocio.
Daniel estrechó la mano de Massiter y se sorprendió de sentirla, a diferencia de la suya, completamente seca y fría como la piedra.